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El martes cinco de Junio, Sacha Cotrell aguardó junto a la puerta del Banco de la rue Saint Georges a que el cajero hiciera una seña que indicaba que aquel hombrecillo calvo y demasiado elegante que se encaminaba a la salida acababa de hacer un depósito de veinte mil francos a nombre de Catherine Nedjar.

Un «BMW» gris perla le aguardaba a la salida, y un «Renault» aguardaba igualmente a Sacha, que había tenido la precaución de agenciarse un chófer para eludir los inevitables problemas de aparcamiento en París. Siguieron al «BMW» hasta el Boulevard Hausmann, donde el hombrecillo con aspecto de ejecutivo de segunda clase penetró en un antiguo edificio semi esquina a la plaza de San Agustín. Sacha entró tras él convencido de que resultaba irreconocible bajo la espesa barba cenicienta que se había aplicado esa misma mañana, y penetraron juntos en el ascensor. El desconocido se apeó en el cuarto piso. Sacha siguió hasta el quinto, y al salir escuchó con atención, muy quieto. La puerta de la izquierda se cerró bajo él en el cuarto piso. Descendió los doce escalones. No se distinguía placa alguna sobre la pesada madera oscura en la que únicamente destacaba el plateado acero de dos gruesas cerraduras de seguridad. Escuchó, pero no oyó nada. Bajó hasta el portal y buscó en los buzones el cuarto izquierda: «Monsieur Dupont».

Estudió con cuidado la cerradura del cajetín de la correspondencia; se abría fácilmente con ayuda de una pequeña navaja.

Durante tres días Monsieur Dupont no recibió correspondencia alguna digna de ser tenida en cuenta. En la mañana del cuarto, y cuando el cartero hubo hecho su ronda, Sacha abrió el buzón y se apoderó con toda tranquilidad de un abultado sobre sin remitente.

A solas en su apartamento, lo abrió al vapor con el cuidado que le proporcionaban los años de práctica husmeando en documentos ajenos. Estudió su contenido. La primera hoja la constituía una larga lista de materiales, preferentemente medicamentos, que debían ser enviados en el avión del jueves. En la segunda se ordenaba comenzar las investigaciones habituales sobre «la liquidez bancaria de Wolf Stadler».

La memoria de Sacha Cotrell, aquella memoria privilegiada que le había convertido en un mito y en una especie de archivo con piernas, le remitió de inmediato a Wolf Stadler, propietario de la más antigua y acreditada fábrica de relojes de lujo de Ginebra. Levantó el teléfono y marcó el número personal de Albert Zitrone, corresponsal de Le Miroir en suiza. Zitrone le confirmó de inmediato su corazonada: Stadler padecía leucemia y los médicos le pronosticaban tres meses de vida. ¿Liquidez? Podía disponer de millones de dólares con más facilidad que él, Albert Zitrone, de cinco mil francos.

Fotocopió la carta, de firma ilegible, y la devolvió al sobre que cerró de nuevo con sumo cuidado. Esa misma tarde, cuando el cartero hubo realizado su ronda, la depositó tranquilamente en el buzón de Monsieur Dupont.

Al jueves siguiente, Sacha pudo averiguar sin grandes dificultades el destino de un cargamento de medicinas que coincidía con las solicitadas en la carta. El material partía en el avión de «Viasa» rumbo a Caracas como primera escala hacia Ahumada, una pequeña isla de la que nunca había oído hablar, frente a las costas de Venezuela, al norte de Trinidad.

Buscó información. Dos días después sabía que Ahumada no era más que un desolado y volcánico islote, de formación relativamente reciente, que contrastaba por su aridez con la lujuriante vegetación tropical de las islas vecinas. Nunca había estado habitada, pero recientemente suecos, noruegos y daneses, habían levantado allí una clínica a la que acudían, sobre todo, enfermos aquejados de psoriasis, un trastorno en la pigmentación de la piel, propio de los países nórdicos.

Ese domingo, Sacha voló a Caracas y se hospedó en el «Hotel Tamanaco», desde cuyas ventanas se dominaban las pistas de «La Carlota», el pequeño aeropuerto enclavado en el corazón mismo de la ciudad que albergaba el aeroclub con mayor número de avionetas del continente.

Marcó un número de teléfono y al mediodía siguiente, el «Capitán» Hugo Valverde, con el que había sobrevolado años atrás las selvas del sur del Orinoco a la búsqueda de las huellas de un estafador, se sentaba al otro lado de la mesa en la «Cabaña Restaurant» que se alzaba junto a la piscina.

—¿Otra vez a la selva? —fue su primera pregunta.

—Esta vez volaremos en dirección opuesta —replicó—. A Ahumada. ¿La conoces?

—Desde luego —admitió el piloto—. ¿Vas a escribir sobre los leprosos?

—¿Leprosos? —se sorprendió—. ¿Qué leprosos?

—Ahumada es un leprocomio. De lujo, pero leprocomio. Al menos, eso dicen.

—No es cierto —negó Sacha, aunque en el fondo tampoco estaba muy seguro de lo que decía—. La psoriasis no tiene nada que ver con la lepra… No es contagioso, y se cura.

Hugo Valverde se encogió de hombros y se dispuso a lanzarse con auténtico entusiasmo sobre el inmenso churrasco casi crudo que acababan de servir.

Sin embargo, antes de comenzar a masticar un grueso trozo de carne puntualizó:

—Pues ésa es la idea que se tiene en las islas. Alguien corrió la voz, y los de Ahumada no lo desmintieron. —Mojó la carne en una salsa verde y picante y añadió—: Y por las dificultades que ponen, debe ser cierto. Piden tantas vacunas y permisos para entrar, que ya nadie se acerca por allí.

—¿Cuándo fuiste por última vez?

—Hace seis años… Estaban construyendo una especie de hospital inmenso… Llevé a un ingeniero o a un arquitecto… No recuerdo bien. Regresé esa misma tarde.

—¿Qué más hay en la isla?

Valverde se encogió de hombros, tratando de hacer memoria.

—Rocas y sol. Mares de lava y pájaros marinos. Y un valle con un precioso oasis de palmeras.

—¿Vigilancia?

—La normal. Nada especial que yo sepa. —Observó fijamente a Sacha, que no comía, limitándose a beber, pensativo, de una enorme jarra de cerveza—. ¿Qué andas buscando? —quiso saber—. Siempre fuiste sincero conmigo.

Sacha le miró a su vez.

—Exactamente no lo sé. Pero no deja de ser sorprendente que habiendo clínicas semejantes en Grecia y Canarias se hayan ido tan lejos. —Agitó la cabeza—. ¡Y esa historia de la lepra…! Han elegido la enfermedad que más aterroriza a la gente para evitar que los curiosos se aproximen.

Los negros ojillos de Hugo Valverde se animaron con una luz de picardía.

—¿Cuándo despegamos? —inquirió.

—Cuando encontremos una buena razón para caer por la isla sin que nos echen a patadas.

—Sólo se me ocurre una —replicó el venezolano—. Caer.

—¿Qué quieres decir?

—Que nadie le niega pista a un aparato en apuros. Podemos tener una avería en ruta hacia Barbados. Es un vuelo que hago con frecuencia.

—¿Lo puedes organizar para mañana?

Apenas el sol había levantado una cuarta en el horizonte, y ya la Piper Comanche de Hugo Valverde había alzado el vuelo, elevándose por encima de la cumbre del Ávila para bordear la costa, y a la altura de Higuerote, internarse en el Caribe, rumbo a la isla de Margarita, su única escala antes de emprender el gran salto a Barbados, ruta que le llevaría, a poco que el viento la desviara, a sobrevolar la vertical de Ahumada.

Efectivamente, el viento les desvió lo imprescindible, y a media mañana las cónicas cimas volcánicas del islote hicieron su aparición en el horizonte, destacando, negras y rojas, contra la inmensidad de un mar azul, luminoso y tranquilo.

A los diez minutos, el aparato comenzó a perder altura visiblemente, y el «Capitán» Valverde señaló frente a él, a la derecha, el inmenso edificio en forma de pirámide truncada que se alzaba al borde de una hermosa playa de blanca arena de la que únicamente aparecía separado por una caprichosa piscina de transparentes aguas.

—Ahí los tienes —gritó para hacerse oír por encima del ronco rugido del motor—. ¡Y si son leprosos, viven como Dios!

Sacha Cotrell no respondió, y atento como permanecía al edificio y a cada detalle de la isla, no advirtió cómo el piloto apagaba el contacto, con lo que el motor lanzó una tos y se detuvo, lo que le obligó a dar un salto en su asiento alarmado.

—¿Qué ocurre? —aulló.

Valverde rio divertido.

—¿No querías un accidente? —inquirió sin volverse a mirarlo—. Esto es un accidente.

—¡No lo dirás en serio!

Pero el venezolano sí lo decía en serio, porque la avioneta dio un bandazo como hoja arrastrada por el viento, y pareció encabritarse antes de que Valverde conectara el contacto nuevamente. La hélice giró unos momentos, permitió mantener brevemente el control, Y se detuvo otra vez amenazando con mandarles de cabeza a la piscina.

Resultaba claro que Hugo Valverde había ganado a pulso su fama de loco, suicida, y extraordinario piloto de la selva. Capaz de aterrizar en una de aquellas diminutas y absurdas pistas que los buscadores de diamantes abrían en la jungla para que les avituallaran de lo más imprescindible; capaz, igualmente, de perseguir a baja altura a un ternero escapado del rebaño en los Llanos de Apure, o de aterrizar a dos mil metros de altitud sobre el macizo del Auyan tepuy, aquella mascarada de fingirse en apuro sobre una isla volcánica al final de la cual sabía perfectamente que se alzaba una aceptable pista de aterrizaje, no parecía presentar para él problema alguno.

Más preocupados se encontraban, sin duda, quienes desde tierra, asomados a las terrazas del edificio, sumergidos en la piscina, o disfrutando de la playa, seguían con terror y ansiedad las peligrosas evoluciones de la frágil máquina, que, por último, renqueando, saltando y tosiendo, enfiló la cabecera de la pista y tomó tierra en el más desastroso, y a la vez perfecto, de los aterrizajes que se habían efectuado nunca en Ahumada. Cuando el motor se hubo detenido por completo y se hizo el silencio a su alrededor, Hugo Valverde sonrió de oreja a oreja, satisfecho y orgulloso de sí mismo.

—¡Voilá! —exclamó—. Si no se lo han creído, la próxima vez me estrello de verdad.

Sacha, que comenzaba a respirar de nuevo con cierta naturalidad y advertía cómo el color regresaba a su rostro y la sangre se decidía a circular normalmente por sus venas, aspiró una bocanada de aire, contuvo apenas sus náuseas, y señaló hacia el blanco jeep que corría hacia ellos brincando sobre piedras y matojos.

—Recuerda que me llamo Alex Duperey, soy belga, y te he contratado para llevarme a Barbados y Granada. No sabes más de mí.

—Duperey —repitió Valverde como para sí—. Yo casi nunca recuerdo los nombres de mis clientes: Duperey…