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El rugir de los motores ensordecía y producía una especie de crispación en el ánimo; una tensión que se contagiaba a los miles de espectadores que vivían con más intensidad que en el mejor de los autódromos cada incidencia de la carrera.

La gran concha acústica en que parecía haberse convertido la bahía, devolvía en mil ecos el tabletear de los pistones, el chirrido de los neumáticos, o el ronco y estremecedor bramido de las cajas de cambio, y sobre el mar tranquilo y aceitoso se había extendido a baja altura una nube de humo que ofendía el olfato, irritaba los ojos, y se aferraba a las gargantas contribuyendo aún más, si ello era posible, a excitar a los espectadores.

Catorce corredores se mantenían en la pista, persiguiéndose los unos a los otros, o más bien persiguiéndose a sí mismos en su eterno girar por el circuito cerrado, buscando una y otra vez la misma curva en el momento exacto, recortando velocidad o acelerando con casi matemática precisión, conscientes de que el auténtico enemigo no estaba en el piloto del coche rojo o del coche verde, sino el propio gesto mal calculado y el frenazo a destiempo.

Desde el puente del Sahara, tumbado en una colchoneta amarilla y negra, con una ginebra helada en una mano y los prismáticos en otra, Alain se maravillaba, como siempre, del valor suicida de aquellos locos encajonados en metálicos ataúdes sobre ruedas, que se lanzaban una y otra vez cuesta abajo, a la salida del largo túnel, giraban a la izquierda dejando parte de los neumáticos en la curva, y aceleraban de nuevo para cruzar en zigzag frente a la tribuna repleta de ansiosos embobados yendo a perderse de nuevo, como trueno asustado, en busca de la parte alta de la ciudad.

Se preguntó qué diferencia existiría entre los gladiadores que se enfrentaron a la muerte en los circos romanos y estos otros modernos gladiadores a los que la misma muerte acechaba en cada curva del camino. Se preguntó, también, si existía diferencia alguna entre el populacho que bajaba el dedo pidiendo la ejecución del vencido y el público que permanecía a la espera del accidente que lanzara una máquina al aire, envuelta en llamas.

Para Alain, el interés del «Gran Premio», el único al que acudía en toda la temporada, no había estribado nunca en los coches en sí, la velocidad que alcanzaran, y el puesto en que acabara cada corredor, sino, sobre todo, en el inconcebible espectáculo que constituía la bahía en la que se daban cita, un día al año, los más hermosos y sofisticados yates de los siete mares.

Apiñados borda contra borda, constituían una especie de plataforma continua que hubiera podido permitir atravesar el puerto saltando de barco en barco sin mojarse los pies. Los altos navíos de poderosos motores, o los esbeltos veleros de afilados cascos, lucían su carga de lujo y derroche; de mujeres hermosas con los pechos al aire y hombres muy tostados por el sol y el ocio, que observaban las incidencias de la carrera a través de largos prismáticos, o se tumbaban sobre hamacas y colchonetas, ajenos a que a su alrededor daba vueltas la muerte.

Años atrás, Alain hubiera podido nombrar, con un mínimo margen de error, al dueño de cada barco de más de veinticinco metros, pero ahora, muchos de esos barcos habían cambiado de manos y otros, de línea excesivamente moderna para su gusto, se mecían demasiado ostentosos en los atracaderos que ocuparon antiguamente navíos de mucha más solera y elegancia.

En cuestión de barcos, Alain continuaba aferrado a su viejo Sahara, pese a su casco de madera, sus crujientes cuadernas, su lenta andadura y su austeridad, considerándolo ya como un fiel amigo al que se sentía en la obligación de soportar los achaques.

Ahora, tras dos años en el astillero, con motores nuevos, pintado, calafateado y remozado, sin perder por ello un ápice de su señorío y personalidad, el Sahara se mecía en la bahía de Mónaco, orgulloso de sí mismo y de su historia, consciente de que ningún otro de los costosísimos barcos anclados en su proximidad, había recibido ni recibiría nunca la décima parte de personalidades y mujeres hermosas que alguna vez pisaron sus gastadas cubiertas.

Vertiginosas, las vueltas de los bólidos se iban sucediendo, con los «Ferrari» ocupando los primeros puestos, alentados por miles de fanáticos italianos, que habían acudido para asistir al triunfo de su marca, mientras Reutemann se esforzaba por sacar aún más rendimiento a su «Lotus» y alcanzarlos, y el siempre peligroso e imprevisible Niky Lauda se veía obligado a abandonar la prueba por culpa de un fallo de su «Braham».

Luego las sirenas de cientos de navíos se dispararon jubilosas saludando a Jody Scheckter en el momento de atravesar victorioso la meta, y se inició de inmediato la desbandada de yates y lanchas de todo tipo, color y tamaño, pugnando cada cual por alcanzar el primero la bocana del puerto y alejarse rumbo a Cannes, Niza, Portofino o Mallorca.

Un gigantesco destructor de la Armada americana permanecía fondeado un par de millas mar adentro, y su poderosa estructura metálica, y los blancos helicópteros que continuamente iban y venían de su cubierta a tierra, se sumaban a la belleza del movido espectáculo.

Sin prisas por levar anclas ni lugar concreto al que dirigirse, Alain permaneció en proa, disfrutando de lo insólito del momento y el tibio aire de la tarde, hasta que le sorprendió el crujir de unos pasos sobre cubierta, y, al volverse, distinguió a Sacha Cotrell que había hecho su aparición como nacido milagrosamente de las aguas.

—Bonita carrera, ¿no es cierto? —fue lo primero que dijo sin saludar siquiera—. «Ferrari» ha demostrado que sigue siendo el mejor.

—Me decepcionaron los «Ligiers» —replicó mientras le estrechaba la mano con afecto, feliz de verle—. Esperaba más de ellos.

—Todos esperábamos más de ellos…

Sacha se había dejado caer con aire de cansancio sobre otra de las colchonetas y buscaba en uno de los bolsillos de su roja camisa de verano, su paquete de apestosos cigarrillos.

—Los que un día darán la sorpresa serán los «Williams» —sentenció.

—Hoy han hecho el ridículo…

—Aún no están a punto…

Alain no replicó, limitándose a observarle en silencio. No podía sorprenderse por su inesperada aparición, porque Sacha resultaba siempre imprevisible, y ya se había acostumbrado a ello. Era su modo de andar por la vida y debía aceptarlo. Si había decidido acudir al «Gran Premio» de Mónaco, sus razones tendría, aunque también pudiera darse el caso de que hubiera decidido venir sin razón alguna. Sin embargo, cuando se decidió a hablar, la voz de Alain no podía disimular un leve tono de reproche.

—Creí que habías muerto —dijo—. Podías haber hecho una llamada.

Sacha Cotrell sonrió mientras encendía su cigarrillo y lanzaba la cerilla por la borda.

—Resultaba estúpido gastar tu dinero en darte la noticia que no tenía noticia alguna que darte.

—¿Y ahora las tienes? —inquirió interesado—. ¿Has conseguido averiguar cómo diablos me curaron?

El periodista negó con firmeza y el rictus de su boca, la forma como arqueó las cejas mostraban a las claras la magnitud de su ignorancia.

—Ese parece ser el secreto mejor guardado al que me he enfrentado nunca —confesó—. No creo que lo compartan más allá de diez personas, y aún no tengo ni idea de quiénes son.

Por primera vez desde que lo conocía, Alain experimentó la desagradable sensación de que Sacha le había fallado, pero se esforzó por disimular su decepción. El otro lo comprendió y pareció decidirse a contar de una vez cuanto sabía.

—Encontré la pista del dinero —dijo—. Tengo amigos en Suiza y estaba seguro de que no lo sacarían del país. Entre el día en que pagaste, y el siguiente, se hicieron al menos dos grandes depósitos que yo sepa. Uno de tres millones de dólares, y otro de cuatro. No encontré rastro de lo que falta. Los tres millones pasaron a engrosar la cuenta personal de alguien que ha logrado «ahorrar» veinticuatro millones en menos de seis años. No pude obtener su nombre. Los otros fueron a parar a la «Intercontinental Canalera de Investigaciones Farmacéuticas», una empresa fantasma que tiene su sede principal en un destartalado cuartucho de la «Avenida Tres de Noviembre», en Panamá. Pagan doscientos «balboas», el equivalente a doscientos dólares por el alquiler de la oficina, y que se sepa, nadie ha puesto los pies en ella jamás.

—¿Qué hay de la clínica?

—No existía tal clínica, sino una casa privada con un contrato de seis meses a nombre de la «Intercontinental Canalera». La desalojaron al día siguiente de tu marcha, y habían pagado por adelantado en metálico.

—Interesante…

—Mucho. Tengo la impresión de andar a la caza de asesinos, y no de alguien que se dedica a salvar la vida a desahuciados.

—¿Por qué ese misterio?

—Vine aquí para que tú me lo aclararas… ¿Por qué ese misterio, Alain? ¿Tan ilegal puede llegar a ser curar a la gente?

No tuvo respuesta porque, lógicamente, Alain no tenía respuesta alguna que dar. Pensativos, contemplaron los yates que continuaban zarpando uno tras otro entre risas, voces, llamadas y toques de sirena, mientras el sol se ocultaba a espaldas del Palacio de Rainiero y el cielo cobraba un tinte rojizo para diluirse luego en una franja casi blanca.

Las gradas aparecían ya vacías y cientos de vehículos rodaban a paso de tortuga por aquel mismo Bulevar Alberto que poco antes había visto pasar a los «Fórmula Uno» a más de doscientos kilómetros por hora.

La cita de cada año con la velocidad, y tal vez la muerte, se había cumplido; un nuevo nombre pasaba a convertirse en recuerdo y estadística, pero el mundo seguía girando a las mismas vueltas de siempre, indiferente al hecho de que se hubiera batido o no el récord del circuito.

Alain se puso en pie y acudió a la borda a agitar la mano despidiendo al Lady Ann III de Sir Thomas Rigby, ya que el mismo Sir Thomas se encontraba en el puente y le devolvía el saludo con un sonoro bocinazo. Habían cenado juntos la noche anterior a bordo del Sahara en un vano intento de Alain por animar al viejo ex canciller, que acababa de ver morir en plena juventud a la más dulce y bella esposa que el cielo hubiera podido otorgar a hombre alguno.

—Para mí era más una hija que una esposa. —Había confesado el anciano a los postres—. Y aunque siempre tuvo la delicadeza de ocultármelo, conocí a su amante y me agradaba pensar que algún día, cuando yo faltara, se casaría y le haría tan feliz como me hizo a mí. Tenían juventud, hermosura y amor, y yo les dejaría mi dinero.

Había hecho una pausa en la que su voz se quebró.

—Ahora está muerta y yo convertido en un viejo inútil que navega sin rumbo en un yate que iba a ser su regalo de cumpleaños.

Había apurado su copa de coñac, permitiendo que Alain le sirviera otra y tras unos largos minutos de meditación, había añadido en tono despectivo:

—Nos pasamos la vida ponderando las maravillas de la Naturaleza, y admirando su obra, convencidos de que cuanto ha logrado, desde el más diminuto de los insectos a la portentosa grandiosidad de las montañas es perfecto. Los ecólogos se atreven a asegurar que «La Naturaleza sabe siempre lo que hace», y sin embargo, ha llegado el momento de enfrentarse a la realidad y admitir que la Madre Naturaleza es, en definitiva, chapucera, inepta, caprichosa, absurda y cruel. Los tres mil millones de años de que ha dispuesto para completar su labor, no le han servido de mucho ni le han enseñado a corregir sus errores.

—La muerte de Ann fue un accidente. No puedes culpar de ello a la Naturaleza.

—Si el ser humano, con su fragilidad y sus limitaciones, constituye la culminación de esos millones de años de evolución, no cabe duda de que el resultado es más bien triste. Cualquiera de nosotros sería capaz de crear algo mejor. El que un ser, que ha necesitado cientos de generaciones de evolución para ser concebido, nueve meses para nacer, y veinticinco años para desarrollarse, pueda ser destruido por un absurdo accidente, constituye un derroche tal de energía, que ninguna empresa comercial mínimamente cuerda lo aceptaría. Sería como si la «Ferrari» construyese sus coches a sabiendas de que sólo van a correr quinientos metros antes de convertirse en chatarra.

En cierto modo, Alain había compartido en un tiempo el criterio de Sir Thomas, y más de una vez en sus horas de desesperanza, cuando se veía al borde de la muerte, había llegado a conclusiones semejantes, aunque siempre culpó de ello a esa noción abstracta que se daba en llamar «destino», y nunca a la Naturaleza en concreto. Aun así había señalado, algo confuso e incómodo:

—Gracias a ella estamos aquí. Dios o la Naturaleza, como quieras llamarlo, nos crearon, y sin ella no seríamos nada. No puedes obrar como si la muerte de Ann fuera un error de la Naturaleza.

—Si no hubiera muerto, habría acabado deteriorándose sin recuperación posible, lo que constituye también otro error inaceptable —había argumentado Sir Thomas—. De hecho, la Naturaleza se equivoca en el noventa por ciento de las metas que se propone, y jamás accede a enmendar sus faltas autodestruyéndose con pasmosa y casi monótona frecuencia. Los científicos calculan que han existido unos ciento diez millones de especies animales. De éstos, tan sólo dos millones subsisten aún; el resto ha desaparecido como simples bocetos mal concebidos que se arrojan un día al cesto de los papeles. ¿Aceptarías que un arquitecto con semejante porcentaje de fallos te construyese tan siquiera la caseta del perro?

—Resulta absurdo considerar fallo a esas especies desaparecidas. —Alain había tratado de mostrarse lógico—. Fueron pasos en la evolución. Cambió el entorno, cambiaron las condiciones de vida, y esos animales se extinguieron para dar paso a otros nuevos.

—De acuerdo —había aceptado Sir Thomas Rigby—. Y se llegó al último, definitivo y maravilloso eslabón: El Ser Humano. ¿Valió la pena tanto esfuerzo para acabar en unos pobres bípedos que cuando no mueren de hambre o enfermedad, dedican su tiempo a matarse los unos a los otros?

Había bebido un largo trago de su copa de coñac sonriendo con amargura.

—¿Y por qué nos matamos? Justamente por aquello que nos convierte en la obra cumbre de la Naturaleza: nuestra capacidad de hablar y pensar. Tú dices que piensas distinto a mí, y yo por lo tanto te mato. Por judío, por cristiano, por nazi o por argelino, no importa la razón. La Madre Naturaleza nos ha gastado esa broma. No nos da garras, ni dientes, ni cuernos, ni veneno con que defendernos. Nos da la inteligencia, que impide que otros animales nos destruyan de uno en uno, pero que permite que nos destruyamos, mutuamente, por millones. ¿Acaso no es éste un nuevo error?

Alain había intentado protestar una vez más:

—¡Lo planteas de un modo…!

—Del modo que lo veo —le había interrumpido el anciano impulsivo—. Del modo que en verdad es: Un fracaso.

—Quizás esa teoría resultaría aceptable si creyese que el tiempo de la Naturaleza ha concluido, y no existe nada más allá de nosotros. Pero si únicamente nos consideramos un eslabón de la cadena evolutiva, y admitimos que la Naturaleza dispone de otros mil millones de años para continuar perfeccionándose, todo se presenta desde otro punto de vista. Es como si estuvieses prejuzgando una sinfonía inacabada…

—Me limito a juzgar lo que conozco —puntualizó el inglés—. No puedo fantasear sobre el futuro, y si llegará o no un día en que la Humanidad alcance un grado de perfección y felicidad que ni siquiera ha entrevisto hasta ahora. Si el pasado y el presente son malos, no tengo por qué presumir que el tercer acto de la comedia va a ser mejor, si sé que está escrita por el mismo autor…

Resultaba en realidad muy difícil intentar cambiar las convicciones de un anciano amargado y solitario, que no esperaba ya nada de la vida, y en el que prevalecía, sobre toda consideración, un profundo e invencible rencor hacia el destino —o la Naturaleza— que le había arrancado estúpidamente el único ser que amaba y alegraba sus últimos años.

Alain había comprendido por tanto lo absurdo de continuar aquella discusión, aunque le hubiera gustado concederle en parte la razón al confesar que el hombre ya había sido capaz de conseguir algo que la Naturaleza jamás había logrado: prolongar la juventud, y devolver la vida a un moribundo. Pero no lo hizo.

Cuando la bandera de popa del Lady Ann III desapareció tras el espigón del puerto, y el eco de su último bocinazo se perdió trepando por las fachadas del «Hotel de París» y el Casino, se volvió por fin a Sacha que encendía un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior.

—Bien —admitió—. No sabemos a dónde han ido a parar la clínica ni el dinero. ¿Qué camino nos queda?

—La enfermera —señaló el periodista—. Se llama Catherine Nedjar y vivía en la rue Saint Georges, en París. Desapareció, pero mantiene su cuenta corriente en un Banco de la misma calle. La gente de la clase media suele tener su dinero lo más cerca posible de casa y cuando se muda odia cambiar de Banco porque le horroriza el papeleo y que quede algún recibo sin pagar. Catherine es de ésas. El Banco se ocupa de pagar sus facturas y alguien le ingresa cada mes veinte mil francos nuevos. Un sueldo excelente para una enfermera, ¿no te parece?

—Excesivo, diría yo… ¿Qué has averiguado sobre Ericsson?

—Que era catedrático en Estocolmo, una eminencia en genética, y uno de los primeros investigadores sobre el ADN

—¿Qué es eso?

—El ácido desoxirribonucleico. Los científicos lo consideran el «secreto de la vida», y no me pregunte más, porque en estos momentos lo estoy estudiando. —Le tendió un arrugado papel—. Aquí tienes la lista de los libros que me han recomendado. Con eso sabes tanto como yo.

Alain tomó el papel y leyó una serie de títulos: Biología Molecular; Ingeniería genética; Estructura molecular de los ácidos nucleicos. Uno de ellos llamó particularmente su atención: Los veintiún años de la Doble Hélice.

—Esto parece más una novela de julio Verne que un libro científico —protestó—. ¿Qué significa?

—La estructura molecular del ADN tiene, al parecer, la forma de una doble hélice —aclaró Sacha no demasiado convencido—. Fue descubierta en 1953. Ese libro es de 1974; justo cuando acababa de cumplir su mayoría de edad.

—Bien —admitió Alain—. Intentaré leerme todo esto. Háblame de Ericsson. ¿Qué más sabes de él?

—Que desapareció en 1972. Pidió la excedencia en la Universidad y nunca regresó. Viudo, sin hijos, su única pasión era la investigación, y desoyó los consejos de sus amigos, argumentando que le aguardaba una misión muchísimo más importante que enseñar a matar sanos. Un colega se lo encontró, hace tres años, en un congreso, en Zurich. Se mostró amable, pero no dijo ni dónde, ni con quién trabajaba.

—Siempre el secreto…

—Siempre el secreto —corroboró Sacha—. Aunque hay algo que parece fuera de duda: Moralmente, Ericsson resultaba intachable. Su ética profesional y humana no admiten un pero…

—Los hombres cambian —sentenció Alain dando por concluida la conversación—. Sobre todo, si se barajan millones de dólares.