9

Alain observó a Sir Thomas, apoltronado al otro lado de la mesa y empeñado en jugar al ocho, aún consciente de que esa noche el número parecía maldito, como si una mano misteriosa lo hubiere borrado de la ruleta pero no del tapete.

Se preguntó si en el fondo el inglés tendría interés en que saliese aquel número, o si le resultaba indiferente ganar o perder, clavado allí, en la silla, del mismo modo que podría estar en pie tras el timón de su barco, o echado al sol en cualquier playa griega emborrachándose sin prisas para matar el tedio.

Se podría incluso pensar que había elegido el ocho con la seguridad de que no iba a salir nunca, castigándose a perder, como si la pequeña satisfacción de ganarle unos miles de francos al Casino Municipal de Cannes le estuviera también negada o constituyese una afrenta al recuerdo de su esposa muerta.

Alain nunca había logrado averiguar por qué razón Sir Thomas Rigby se sentía culpable por la muerte de Ann, si resultaba claro que se había electrocutado accidentalmente al enchufar un secador de cabello en el momento de salir de la bañera.

La amaba, se había casado con ella, y le había ofrecido cuanto un hombre puede ofrecer a una mujer, incluso comprensión a la hora de aceptar que pudiera, por su edad, amar a otro.

—Me respeta —le había confesado ella una noche a bordo del Lady Ann III— y disfruto haciendo el amor con él más que con cualquier otro. Es tierno elegante, limpio y bueno…

—¿Y Mario?

—Mario tiene mi edad y mi «incultura». Puedo hablar con él de cosas de las que nunca me atrevería a hablar con Thomas. Thomas es tan inteligente, tan culto y tan señor, que una muchacha, a los veintidós años, necesita un cambio a ratos…

Alain lo comprendía, y por ello mismo no comprendía por qué ahora, tres años después, Sir Thomas Rigby intentaba castigarse a base de perder una pequeña fortuna a la ruleta.

—Es estúpido —exclamó al fin—. Ese ocho no va a salir nunca.

El otro alzó el rostro, le miró y advirtió por la expresión de Alain lo que estaba pensando.

—Tienes razón —admitió—. Te invito a una copa…

Abandonaron la última apuesta que ya estaba hecha, y se encaminaron al bar, desde cuya barra tres prostitutas de lujo les vieron llegar con ojos ávidos.

Durante sus periódicas rondas por las mesas se habían percatado que eran «peces gordos» de los que perdían miles de francos con absoluta indiferencia, lo que significaba que podían estar dispuestos a gastarse unos miles más en un buen rato de «distracción».

Con un hábil movimiento envolvente, se abrieron de modo que únicamente dejaban libre un hueco entre ellas, que sobre tres taburetes, parecieron encerrarles en una trampa constituida por provocativos escotes, magníficas piernas lánguidamente cruzadas, y apetitosos traseros apenas cubiertos de levísima seda.

No habían tenido tiempo de que les sirvieran dos coñacs, cuando un solícito empleado se aproximó portando un alto montón de fichas de mil francos.

—Ha salido el ocho, Sir Thomas —murmuró—. ¿Qué hacemos?

El inglés sonrió como burlándose de sí mismo, dudó un instante, y entregó una ficha al empleado y otra a la más cercana de las prostitutas.

—Eso para usted —dijo—. Y eso para que las nenas vayan a jugar y nos dejen en paz, el resto póngalo otra vez al ocho…

—¿Todo? —se asombró el hombre.

—Todo —confirmó Sir Thomas—. «Pleno», «Caballos y carrés». Lo que permita el límite de la mesa.

El empleado se alejó trotando. Las muchachas le siguieron despidiéndose con un ademán de agradecimiento, y Sir Thomas se apoderó de dos de los taburetes sentándose en uno y ofreciendo el otro a Alain.

—Así hablaremos más a gusto —señaló—. Comprendo que es estúpido, pero odio verlas tan putas y tan vivas.

—Se diría que odias a todo el mundo por estar vivo, y no es justo. Tampoco conduce a nada venir aquí a perder tu dinero como un loco, si ni siquiera te divierte jugar.

—No, desde luego —admitió el inglés impasible—. No es por el juego por lo que vengo. —Se volvió hacia la mesa que había ocupado—. ¿Te has fijado en el croupier moreno? ¿El que lanza la bola?

Alain siguió la dirección de su mirada, sorprendido por la pregunta. El croupier aludido, un guapo muchacho con aspecto italiano, lanzaba en efecto la bola para alzar el rostro y mirarles luego pese a la distancia. Se sintió incómodo.

—Te conozco hace años —protestó—. No me vas a decir ahora que te gustan… los croupiers

Sir Thomas sonrió apenas, con aquella sonrisa tan suya, entre amarga e irónica.

—Es Mario —fue todo lo que dijo.

Alain le miró desconcertado, y miró de nuevo al croupier que apartó la vista como si supiera que estaban hablando de él, y cantó el número que acababa de salir.

—Ann lo conoció jugando… Al ocho… Él le dio seis «plenos» sin proponérselo. ¿Sabes lo que hizo Ann con el dinero? Le compró una casa a su hermana, y me regaló este anillo. Ella era así…

Permaneció un instante pensativo como rememorando el pasado y sin mirarle, con la vista fija en su copa, añadió:

—Días después coincidieron en la playa. Era el ocho de agosto. El ocho siempre fue su número mágico.

—¿Por qué te divierte atormentarte? —quiso saber Alain.

Sir Thomas se volvió bruscamente sorprendido y molesto, quizá, porque no hubiera sabido comprenderle:

—¿Atormentarme? —repitió atónito—. Yo no vengo a ver a Mario para atormentarme con celos estúpidos. Vengo para estar cerca de él, porque queriéndola tanto como yo, es el único que puede comprenderme. Nunca nos hemos hablado, salvo el día que le comuniqué por teléfono que Ann había muerto, pero cuando estamos cerca tenemos la impresión que se materializa entre nosotros.

—¿Y no es eso un modo sofisticado de atormentarte? —inquirió Alain—. Me sorprende que un tipo tan inteligente como tú se apunte a esa especie de espiritismo de feria que es el intentar atraer a una muerta a base de jugar al ocho en combinación con su amante.

Extendió la mano y la posó con afecto en el antebrazo de su amigo.

—Yo te aprecio, Thomas —añadió—. Fuiste, probablemente, el mejor amigo de mi padre, y siempre acudiste cuando te necesité. Por eso quiero ayudarte ahora: ¡Ann ha muerto! Te resulta inadmisible, lo sé, pero ya no hay nada que pueda devolverle la vida.

No obtuvo respuesta. Sir Thomas Rigby, ex premier del reino, economista, abogado, y una de las mentes más brillantes de las Islas Británicas que se había enfrentado con éxito a las terribles crisis con las que atravesó su país tras la Segunda Guerra Mundial, no parecía, sin embargo, capaz de superar aquella otra crisis, vulgar en apariencia, que significaba la pérdida de la mujer que había amado a una edad en la que ya no resultaba, ni ético ni lógico, amar de ese modo.

Alain tuvo por tanto que contentarse con hacerle compañía, bebiendo coñac tras coñac, mientras a sus espaldas continuaba el entrechocar de fichas y las risas, los murmullos, y una que otra exclamación de alegría mal contenida.

Se acompañaron luego mutuamente a lo largo del espigón del puerto, a cuyo costado se alzaba la blanca mole del Casino, y Alain confió al ya vacilante Sir Thomas a los cuidados de su resignado mayordomo, quien le ayudó a atravesar la pasarela del Lady Ann III con el compungido aire de quien ha aceptado que ésa constituye ya su principal misión en esta vida.

—¡Buenas noches, muchacho! —Fue lo último que farfulló Sir Thomas antes de desaparecer en el interior de su lujoso yate solitario—. Gracias por evitar que me cayera al agua…

Permaneció unos instantes a la expectativa, viendo cómo se iban apagando las luces del barco a medida que los dos hombres avanzaban por su interior, y emprendió luego, muy despacio, el camino hacia el Sahara, que se balanceaba quinientos metros más allá, justo en el último puesto de atraque del muelle principal.

Le agradaban aquellos paseos en la noche, contemplando los yates dormidos y la ciudad esparramada al fondo, con la «Croisette» iluminada y los letreros del «Majestic», el «Carlton» y el «Martínez» reflejándose en el mar tranquilo y oscuro de la gran bahía. Se sentía más a gusto que nunca, porque aquellos momentos de reflexión, fumando parsimonioso un cigarrillo, le hacían tomar plena conciencia de la intensidad de la nueva vida que le habían ofrecido, y cuánto de excepcional obtendría de ella si sabía aprovecharla.

A petición de Samuel Goetz, había aceptado asistir la semana anterior a una nueva reunión de lo que había dado en llamar «Club de los Elegidos», reunión a la que no acudieron en esa ocasión ni Távora, ni Ralph Collingwood, pero cuya ausencia no se hizo notar, sin embargo, sustituidos como estaban por la apasionante personalidad de Douglas Hunter, el menor de dos hermanos que habían heredado, pocos años antes, el sesenta por ciento de las acciones de la segunda empresa petrolera de los Estados Unidos.

Douglas Hunter, ex gobernador y ex embajador extraordinario de su país, había figurado a la cabeza de las candidaturas a la nominación republicana en las últimas elecciones presidenciales hasta el momento en que una misteriosa infección tropical, contraída durante una de sus misiones de paz en Asia, le había apartado por completo de la política, colocándole al borde de la muerte durante casi un año.

Alain experimentó una franca admiración por él desde el primer momento; admiración mezclada tal vez con una leve sombra de envidia, pues a su incalculable fortuna, Douglas Hunter unía una privilegiada inteligencia y, en especial, una arrolladora simpatía que derrochaba por igual con reyes y camareros.

—Leo cada mañana su periódico —fue lo primero que dijo al estrechar la mano de Alain en el momento de ser presentados—. Y lo cierto es que, salvo en lo que se refiere a la crítica literaria, el resto es excelente. ¿No se ha dado cuenta de que ese crítico suyo, Petronio, no es más que un pedante resentido e inepto?

—Petronio no es un crítico —le corrigió Alain un tanto molesto—. Son cuatro.

—¡Más a mi favor! —exclamó el otro—. Cuatro cretinos chauvinistas juntos, pueden acabar con la vena literaria de un país. Su artículo del domingo sobre el «Factor Humano» de Greene es para fusilarlos.

—Debo admitir que no lo he leído —confesó de mala gana, molesto porque Hunter hubiera puesto de entrada el dedo en una llaga abierta en Le Miroir. Que un gringo que, por lógica, no debería ni siquiera hablar francés, hubiera sido capaz de diseccionar de ese modo su periódico, le desconcertaba—. Tiene usted razón —concluyó—. Lo de Petronio me preocupa hace tiempo. Mañana los despido.

—Es lo justo —fue la sincera respuesta—. Los inútiles nunca deben ocupar puestos de responsabilidad. Y orientar a un país sobre lo que es bueno o malo en literatura, me parece algo demasiado importante como para confiárselo a pedantes y resentidos. Busque gente nueva, impulsiva y con garra, que sueñe que un día también serán escritores… Cuando una crítica es entusiasta, aunque sea adversa, invita a leer, y de eso se trata: de que la gente lea.

Douglas Hunter era igual en todo: apasionado, sincero y vitalista, y no parecía avergonzarle admitir que la operación que le había devuelto la salud y la energía, había contribuido a relanzarle al camino que llevaba hacia la Casa Blanca. En su opinión, el mundo debería estar gobernado por hombres como él: mentalmente maduros, y físicamente jóvenes.

—Cientos de ancianos chocheantes nos han conducido a lo largo de la Historia a catástrofes sin cuento que cabezas menos seniles hubieran sabido evitar —dijo, convencido de su razonamiento—. Entre locos, sifilíticos y viejos caducos, nos han llevado a abismo mil veces, y ya es hora de oponernos a ellos.

Hizo una larga pausa en la que observó la reacción de sus palabras en los presentes.

—Si por una razón que ignoro, quieren formar con nosotros una élite yo acepto, (aunque se me tache de fascista), que esa élite debe aprender a gobernar. Hace tres años, parte de los norteamericanos me consideraban capacitado para ser Presidente. Ahora, después de haber visto de cerca a la muerte, con mayor experiencia, y un cuerpo joven, enérgico y resistente, «yo sé» que esa capacidad se ha duplicado. Y continuaré estudiando y esforzándome para que se multiplique por tres, por diez o por mil.

Oyéndole, Alain Remy-Duray, tuvo la seguridad de que Douglas Hunter alcanzaría la Presidencia de los Estados Unidos. Y meditando a solas allí, en el puerto de Cannes, inmerso en un silencio roto tan sólo por el gorgotear del agua contra el espigón y el rumor de algún coche lejano, se reafirmó en su idea y en la seguridad de que llegaría a ser, sin lugar a dudas, un buen Presidente.

Eso era lo que le asustaba: que sería probablemente mejor Presidente que cualquier otro, porque tendría más experiencia, más entusiasmo y una mayor capacidad de trabajo. Y si algún día, dentro de quince o veinte años, volvían a operarle, su ventaja sobre los restantes candidatos se volvería tan astronómica, que nadie podría soñar con enfrentársele.

El conocimiento, el poder y el dinero acabarían por lo tanto concentrándose en unas cuantas manos en un puñado de «elegidos» por nadie sabía quién, y tal vez llegaría entonces el momento en que aquéllos que lo habían hecho posible, pasaran la auténtica factura de lo que se les debía.

La primera conclusión a la que se llegaba tras una larga noche de escuchar a Douglas Hunter, y advertir cómo su entusiasmo y sus teorías prendían en los asistentes y les hacían concebir el sueño de convertirse algún día en dirigentes del Universo, era la aceptación de que esos dirigentes serían dirigidos a su vez por quienes se ocultaban en la sombra.

Podría tratarse, por lo tanto, de una gigantesca operación planificada por alguien que había descubierto, en el intrincado y aún oscuro campo de la Biología, algún tipo de inversión en el proceso de envejecimiento de las células.

Sus primeras lecturas respecto a las infinitas posibilidades de investigación que se ofrecían en torno a la naturaleza del ADN, le habían impresionado, y se preguntaba si debería continuar adentrándose en el conocimiento de un complejísimo tema para el que no se sentía preparado, o era preferible dejarlo a un lado y dedicarse a «Vivir», olvidando en lo posible sus terrores.

En el mundo de la Biología, los expertos aseguraban que, aproximadamente cada cuatro años, tenían el doble de conocimiento que en todo el período anterior de la Historia. En el campo de la Genética, esa misma duplicación ocurría cada dos años. En el transcurso de los veintiséis años que se habían cumplido desde que Watson y Crick anunciaron en Cambridge que habían descubierto «El Secreto de la Vida», era por tanto mucho, «mucho», lo que los científicos podían haber averiguado.

En la tibia noche de verano de la Costa Azul, Alain Remy-Duray advirtió cómo un escalofrío le recorría a espalda, y una mano helada parecía querer posársele en el cuello, y mantenerse allí oprimiéndole hasta casi impedirle respirar. Si existía alguna remota posibilidad de que cuanto estaba imaginando resultara cierto, debía sentirse satisfecho por formar parte de una minoría muy seleccionada. Pero frente a esa misma felicidad, el temor a un futuro en que la Humanidad se viera abocada a desembocar en una especie de «Mundo Feliz» semejante al descrito por Huxley tantos años atrás, le anonadaba.

Recordó las palabras de Sir Thomas:

«La Naturaleza es chapucera, absurda, caprichosa, inepta y cruel, y cualquier ser humano realizaría su trabajo mucho mejor en la mitad de tiempo…». ¿Había nacido ya ese ser humano? ¿Se escondía en algún rincón de un oscuro y polvoriento laboratorio, jugando a enmendarle la plana al Creador a base de corregir los principales defectos de sus criaturas predilectas? Trató de imaginar cómo sería y cómo se sentiría aquél que podría equipararse en cierto modo a Dios por su capacidad de conceder a un cierto número de seres humanos algo que ni siquiera ese Dios les había concedido: juventud y el fin de sus enfermedades.

¿Quién, que se supiera dueño de tamaño poder, no corría el riesgo de acabar considerándose omnipotente y merecedor más que cualquier otro de decidir los destinos de sus semejantes?

Alain, que a través de toda su existencia, había mantenido una desesperada lucha por la libertad, oponiéndose con toda la fuerza de sus convicciones y sus órganos de expresión a cualquier forma de tiranía, se rebelaba contra la simple idea de que alguien concentrara tanta fuerza en una sola mano.

En los últimos tiempos, había asistido al nacimiento en Europa, y más concretamente en la propia Francia, de una llamada «Nueva Derecha», surgida como reacción de ciertos intelectuales contra los disturbios, y barricadas de Mayo del Sesenta y ocho. Revistas como Nueva Escuela y Elementos y asociaciones como «El Club de los Cien», constituidas principalmente por individuos extremadamente elitistas, comenzaban a considerar y a propugnar que la decadente y obsoleta moral cristiana, inadecuada frente a la mayoría de los problemas que planteaban los tiempos modernos, debería ser sustituida por una nueva moral: la moral biológica o genética.

Según el escritor Louis Pauwels, o el filósofo Benoist, la lucha por el poder político, siempre temporal y pasajero, debería abandonarse en beneficio de una nueva lucha por el poder cultural, mucho más profundo y eficaz, ya que este último era el que en definitiva permanecía para siempre en el sedimento de las masas.

Las grandes convicciones religiosas parecían condenadas al fracaso, y su desaparición tras siglos de dominar los espíritus de los hombres, obligaba a la búsqueda de una fórmula con que llenar el vacío que iba a quedar en las «almas», vacío con el que el ser humano nunca se acostumbraría a vivir.

Para Alain, resultaba patente que aquella «Nueva Derecha» pretendía llenar tal vacío echando mano a teorías biológicas, capaces de ser interpretadas de muy diversas formas. Una de ellas, y a ese extremo, parecían querer apuntar los elitistas del «Club de los Cien», se constreñía a consideraciones de tipo puramente genético, que desembocarían en el convencimiento de que la herencia recibida de los antepasados era, desde todos los puntos de vista, mucho más importante que el entorno y la influencia que hubiera podido ejercer la sociedad sobre los individuos.

Basándose en ello, aquéllos que hubieran recibido una herencia genética mejor, serían siempre, por lo tanto, mejores, más capacitados, y más dignos de regir los destinos de sus semejantes.

La raya que separaba tales teorías de las teorías nazis sobre la superioridad de la raza aria se le antojaba a Alain tan delgada, que se sentía incapaz de señalar con absoluta claridad por dónde cruzaba.

Y si existía algo que Alain no podía aceptar, en modo alguno, era la idea que el nazismo o cualquier otra forma de totalitarismo pudieran renacer y expansionarse.