Capítulo 41

Cercanías de Grasse

El viejo Mezange volaba a través del túnel en aquellos momentos, recorría todo el trayecto… ¡No! ¡Ahí no! No quería retroceder hasta tan lejos, nunca lo había hecho antes… No precisamente aquella noche. El era un viejo, no había razón para remontarse hasta tan atrás.

Cecil estaba todavía en la ventana, las manos agarradas a la madera podrida del marco de la ventana. Intentaba detener su caída hacia atrás, hacia la nada. Tenía la boca abierta, pugnaba por conseguir aire para unos pulmones que le ardían, aire para un último y desesperado grito.

La nada… eso era lo que había al final del túnel de Mezange, la nada de un campo en verano, en Normandia, de colores tan vivos como las margaritas, tan brillantes como el vestido de Isabel, de encaje blanco, y como el reluciente camafeo que llevaba en la garganta. Tan brillante que Mezange había sido incapaz de contenerse. Por primera vez, todo el placer del mundo se había hinchado dentro de su cuerpo para aflorar en una cálida dulzura a través de su viejo, viejo cuerpo. ¿No había sido eso cuando Louis, su mejor amigo, cuando Louis había… tirado y desgarrado… golpeado, golpeado a la dulce, dulce Isabel, golpeado una y otra vez… golpeado y desgarrado… qué había desgarrado de aquella manera? ¿El encaje? ¿Por qué había tanta sangre? No, era porque él se había quedado pegado al suelo, oculto tras una roca, incapaz de ayudar a la dulce Isabel. Él, a quien los demás chicos, debido a que procedía de Bayeux, el lugar de los famosos tapices, llamaban Ricardo Corazón de León. Él era Ricardo Corazón de León, y aun así se había quedado inmóvil y había permitido que Isabel…

–¡Zorra! – Alan Mueller aflojó la presión que ejercía sobre la garganta de Cecil y se dobló hacia adelante, agarrándose el bajo vientre. El dolor y la rabia dominaban su cara; sus dientes brillaban a la luz de la luna como los de un animal salvaje-. ¡Zorra, pagarás por esto! ¡Te haré pedazos antes de matarte!

Cecil se balanceó, procurando reunir fuerzas para correr. Tenía las piernas como de goma; sólo recorrió unos metros antes de tropezar y caer hacia adelante sobre la madera podrida. Allí se estiró sobre el estómago, el cuello hacia atrás en una tensa agonía, los ojos casi saliéndose de las órbitas. Miraba directamente hacia el lugar en el que Mezange permanecía acuclillado en su oscuro rincón; no podía verle, pero por un instante creyó olerle, le llegó la casi imperceptible vaharada de un olor terrible y apenas recordado. Pero fue suficiente. A través de sus labios hinchados, musitó las palabras: «Ayúdeme».

Pero Mueller ya estaba encima de ella. Agarró un manojo de cabellos de Cecil y la golpeó brutalmente, luego la arrastró hacia el enorme boquete que había en la pared. Cecil intentó gritar, pero los sonidos que escaparon de su garganta fueron los penosos grititos de un cachorro enfermo.

A medida que llegaba al final de aquel terrible túnel, los sollozos se apoderaron del anciano cuerpo de Mezange. ¿Por qué había llegado tan lejos, por qué, por qué? Ahora tendría que detener esos gritos; no podía soportarlos.

Mezange apenas podía ver adonde iba, cegado como estaba por las lágrimas de la embriagadora juventud. Sus dedos se hundieron en los hombros de su pérfido amigo y le zarandearon. Entonces recordó que Louis era más grande y más fuerte; incluso su pelo y sus ojos habían cambiado, sin embargo, le reconoció.

Por el rabillo del ojo, Mezange vio cómo Isabel caía al suelo ante la ventana, inconsciente pero no muerta, no violada y mutilada, enloquecida y con el rojo de su sangre derramándose y echando a perder las blancas margaritas. No, el único rojo visible era el del largo y hermoso pelo de Isabel sobre las piedras iluminadas por la luna.

En la mente de Louis se mezclaron la perplejidad y la furia, como si fuera incapaz de comprender lo que ocurría, sin entender que su destino hubiera cambiado de manera tan increíble. Los dos estaban abrazados en una lucha a muerte: él, Richard Mezange, Ricardo Corazón de León, luchando desesperadamente contra Louis Lafontaine. Toda su vida había tenido una fuerza sobrehumana, sólo que ahora era muy, muy viejo. No podía comprender por qué, pues él e Isabel iban a casarse en junio, y todavía no había cumplido los veinte años. ¿Por qué entonces se sentía tan viejo?

Mezange oyó un gruñido en las profundidades de la garganta de Louis; vio en su cara el rictus de una bestia atrapada. Incluso pudo sentir el aliento de la traición en su vieja cara. En un súbito arrebato de furia, Richard Mezange lanzó sus grandes, fuertes y jóvenes brazos alrededor de Alan Mueller y cargó hacia adelante. Por un instante ambos quedaron abrazados y volaron a través del espacio, pasando directamente sobre el casi inconsciente cuerpo de Cecil, justo por encima del antepecho de la ventana.

A medida que caían hacia el campo de brillantes margaritas blancas, Mezange oyó un grito atroz, pero no supo que era Alan Mueller quien lo había emitido. Por encima de aquel grito, por encima de todo, le llegó la dulce voz de Isabel llamándole:

–¡Ricardo, ayúdame! Ricardo, por favor, por favor, ayúdame. ¡Ricardo!

Y esta vez él respondió:

–Lo haré, querida, lo haré. No te preocupes, aquí estoy. Te salvaré, yo, Ricardo Corazón de León, te salvaré. Yo. Nadie más.

Capítulo 42

Cercanías de Grasse

La despertó el sonido de una música. Una guitarra vibraba con una furia orgiástica. Los talones de una mujer golpeaban el suelo de madera cada vez que un hombre vociferaba su angustia en una voz grave y casi árabe.

Cecil intentaba concentrarse en algo que le había sucedido, algo reciente e inexpresablemente horrible, pero su mente se cerraba y rehusaba ceder al recuerdo.

No es el momento, se dijo a sí misma. No ahora. Sé fuerte para lo que te espera. Ya recordarás más tarde.

Una niña con una falda larga, arrugada, moteada de puntos y que a veces levantaba hasta su cintura, bailaba en la habitación. Sus labios estaban pintados del mismo color que los topos rojos de su falda, y sus ojos estaban fuertemente perfilados en kohl. Era una hermosa niña, de rizos morenos que le llegaban a media espalda. Cecil sonrió débilmente y le alargó una mano.

–¡María! ¡Sal! No la toques, está impura. ¡Gaja, gaja! Prohibido.

La niña lanzó a Cecil una mirada especulativa y serena; a continuación, todavía sosteniendo la falda arrugada en su mano sucia, desapareció a través de la entrada de la tienda. La cara de una mujer joven y muy gorda apareció ante ella. Se inclinó hacia Cecil, y algo que vio la hizo gritar.

–¡Oraga! Está despierta. ¡Ven, rápido!

La vieja apareció como por arte de magia, la boca abierta en una sonrisa casi sin dientes.

–Estás bien, ahora tienes que empujar, ayuda a salir al bebé. Está atascado.

De pronto el cuerpo de Cecil volvió a la vida. Debía de haberse desmayado en el bosque, y el alumbramiento se había frenado o detenido. ¿Pero por qué estaba allí Oraga? Ahora no quería a Oraga. Quería…

–Oraga, ¿dónde está Pancho? – su voz era rasposa, como un disco muy antiguo, y sentía la garganta terriblemente magullada. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo había llegado a aquella tienda gitana?

La mujer husmeaba por todas partes, colocaba una colcha en su sitio, ponía un balde de hojalata junto a su taburete.

–No hay hombres aquí, mala suerte. Ahora debes empujar, el bebé está casi fuera.

–¡Pero yo quiero un médico! – gritó Cecil en una voz terriblemente chillona-. No puedo hacer esto sola. Pancho me prometió que me encontraría… a alguien para…

–¡Soy yo! – dijo orgullosamente Oraga. Sus viejas y huesudas manos se ocupaban en destrenzar el pelo de Cecil-. Yo me he quedado todo este tiempo para cuando llegara el bebé.

–¡Tú! ¿Qué sabes tú de medicina?

–Ya te lo dije, yo drabirni, seré una ayuda estupenda. Mira, te estoy deshaciendo los nudos del pelo… ellos te provocan dolor. Cuando tengas el pelo suelto, todo será fácil para ti.

–Dios mío, Oraga, comienza a dolerme de nuevo. ¿Qué debo hacer…?, dime Oraga, ¡dime si sabes algo de esto!

–Déjalo ir -le urgió Oraga-. ¡Déjalo ir! Empuja fuerte, el bebé saldrá en uno o dos minutos. ¿Quieres ponerte de pie para que salga más fácilmente?

–¡Ponerme de pie! Por supuesto que no, ¿estás loca? Por favor, ayúdame, ¿qué debo hacer?

Sin embargo, no había nada que hacer ni en qué pensar. Su cuerpo lo sabía; era la labor sísmica del parto. Eso es exactamente lo que sentía: un seísmo. Una enorme mano había agarrado los huesos de su pelvis y los estaba separando para que el bebé pudiera pasar. Era muy sencillo. Fuera de su control. Imparable. Insoportable.

Este es el niño que tenía que nacer en el Hospital Americano, en una suite de lujo. Este es el bebé que debía dar a luz Sam Sweeney, el más grande obstétrico vivo. Este es el destino del heredero de los Schomberg. Así es cómo debía haber nacido.

Oraga había cogido una pandereta, y ahora seguía el ritmo de la música de flamenco que procedía de la tienda más grande del campamento. A un lado del instrumento había un enorme sol amarillo, con los rayos proyectándose hacia los bordes de color rojo. Mientras Oraga tocaba, Cecil sintió como si ella misma fuera la pandereta, y su dolor los rayos descuidados del sol. Cecil se encontraba en un universo ajeno en el que la materia se creaba y se destruía en un continuo cataclismo. Era un mundo terriblemente real.

La música se detuvo. Oraga dejó la pandereta y se puso en pie, moviéndose de un lado a otro de la tienda. No calentaba agua, ni hacía nada de lo que suele hacer la gente en los libros cuando se prepara para un parto. En lugar de eso, recogía platos sucios, totalmente indiferente a Cecil, que se retorcía sobre la cuna.

En medio de un estallido de luz roja, un enorme sol amarillo se dividió en dos.

–Ya viene, Oraga, ven aquí y ayúdame. Ya está aquí. Maldita sea, ayúdame en seguida. ¡El bebé está aquí!

Ella está boca abajo, con unas paredes que como acero le aprietan la cabeza, la atrapan, la estrujan. Ella quiere escapar de aquellas paredes que la aplastan, pero teme caer muy abajo, caer muy lejos. ¿Caer hasta dónde?

Cada pocos segundos, unas contracciones sacuden su cuerpo; ella se encuentra atrapada en un terremoto cuyas vibraciones son cada vez más violentas. Durante una eternidad ha sido incapaz de moverse. Tiene los ojos abiertos, pero no ve nada. Está atrapada en una grieta increíblemente estrecha, asfixiante, en la que unas sacudidas sísmicas le llegan de todas direcciones.

Las cálidas aguas han desaparecido; ya las ha olvidado. Tiene que salir, hará cualquier cosa para salir. No quiere quedarse allí.

Tiene la boca abierta, a punto para chupar, pero no hay comida. Los pulmones están a punto para respirar, pero no hay aire. La cabeza intenta abrirse paso a través de las duras paredes, pero es demasiado grande para pasar.

Está atascada.

A continuación hay otra sacudida, más violenta que las demás, y se desliza hacia adelante en la grieta. De pronto toda ella se retuerce, gira, se contorsiona. Su cabeza empuja, empuja; lucha contra una pared implacable. Luego, de pronto, y en un terrible esfuerzo, está libre.

Ya sale el resto. Alguien la agarra por la parte superior de la cabeza, y luego se mueve a través del aire y queda boca abajo. Abre la boca, y esta vez una oleada de aire se apresura a llenarle los pulmones. Llora. Ha oído su propia voz por primera vez.

Y ahí, en alguna parte, no muy lejos, hay MÚSICA. La música que la ha acunado y aliviado durante todo el tiempo que es capaz de recordar, la música que ha sido su cuerda salvavidas con el mundo exterior. Está junto a ella, y suena con fuerza y con una claridad cristalina.

Está a punto de caer en un sueño instantáneo, pero antes de que eso ocurra, un estremecimiento recorre su cuerpo pequeño, desnudo, magullado, recién nacido. Es debido a la MÚSICA, y le trae un momento de intenso y dulce placer.

Y de éxtasis.

Capítulo 43

Cercanías de Grasse

-¿Quieres coger a tu hija en brazos? – dijo Pancho.

Era tan hermosa como una delicada flor, rosada, recién abierta y ya brillando al sol. Un mechón de pelo rojo dorado. Unos enormes ojos color turquesa inundados de sueño, un dedo emergiendo de la sábana no mayor que el asa de una taza de té japonesa. Era el bebé más encantador que había visto. El más guapo que había existido.

–Vamos, cógelo unos minutos, querida*. Le gustará que lo hagas. ¿Qué pasa… te da miedo hacerle daño?

Todo en el interior de Cecil la animaba a extender los brazos hacia aquella niña de cuento de hadas que estaba en los brazos de Pancho. Su bebé. Se sentía tan orgullosa. Era su hija. Había sacrificado su vida por ella, pasado por todos los horrores imaginables para salvarla de…

De pronto Cecil vio la boca de Alan Mueller gruñendo en el instante en que sus manos rodeaban su garganta para asfixiarla. Dios mío, ¿cómo podía haber olvidado aquel momento de puro terror?

–Mírala, ¡mira a tu hermosa hija!

Era demasiado tarde. Superpuesta ya sobre el bebé envuelto en pañales estaba la imagen de la cara de Bayard Schomberg: gorda, satisfecha y absolutamente diabólica… y Cecil sintió un estremecimiento de aversión.

Es una Schomberg. Comparte sus genes con aquellos individuos que me han hecho pasar tanto miedo, que me han humillado y que una y otra vez han intentado matarme. Ella y yo no tenemos nada en común. Nada. Es una de ellos.

-Dale el bebé a Oraga -le dijo Cecil a Pancho, apartando la mirada de él-. Deja que ella cuide de la niña. Yo estoy demasiado cansada. No quiero cogerla.

Capítulo 44

La casa de Campo. Cercanías de Gresse

El sol se derramaba a través de las ventanas en grandes vahos amarillos, y el jardín era un incendio de color. De las ramas del árbol de Judas colgaban racimos de flores violetas que caían sobre la vieja pared de piedra; el cerezo y el ciruelo estaban en flor, llenando la pequeña casa de campo de sutiles aromas.

En la cocina, preparando unas bebidas, Cecil pensaba que jamás se había sentido tan feliz, tan vibrante, tan agradecida de ser joven y hermosa… y de estar viva. Los moratones de su cuello se habían difuminado a un color más pálido o púrpura, y tenía que hacer un esfuerzo para recordar que alguna vez había estado embarazada y que incluso casi había muerto. Toda aquella horrible aventura había ido disipándose a la par que sus manifestaciones físicas.

Era sólo por la noche que se despertaba empapada en sudor, de nuevo en la ventana derruida, cayendo, cayendo, llamando a… No, eso también se le pasaría. Se obligaría a olvidar.

Cecil estaba hermosa y radiante, y ella lo sabía; no había llegado a ganar mucho peso durante el embarazo, como si su cuerpo se hubiera encargado desde el principio de negar la existencia del bebé. Ahora casi había regresado a su físico de antes, sólo que un poco más de carne le llenaba la cara y proporcionaba unas esbeltas curvas a su figura. Había ido en coche hasta Grasse a primera hora de esa mañana para que en Jacques Desange le hicieran el peinado a lo Rita Hayworth que a Serge le gustaba tanto. En la ciudad había comprado maquillaje, perfume, unos zapatos nuevos y media docena de prendas de vestir ligeras y extravagantemente caras. Iba a necesitar ropa nueva si tenía que mudarse a París. Con un leve encogimiento de hombros, también apartó aquel pensamiento de su mente. Todavía había tantas cosas en las que no podía pensar, aunque de todos modos se sentía feliz. Sin saber muy bien por qué.

Cecil regresó a la sala de estar portando una bandeja con hielo, vasos y una botella de pernod. Desde que estaba en el sur de Francia, Jeff Sandlin había adquirido un buen número de hábitos mediterráneos. Había abandonado sus trajes de Brooks Bros por unas prendas de algodón color pastel de diseño italiano, y se había dado al pastís. El primer día que llegó a la Riviera se alojó en el Hotel Majestic de Cannes, como cualquier otro turista con posibilidades, pero ahora vivía en una vieja granja junto al lago, que se había convertido recientemente en un hotel-restaurante de moda. En pocas palabras, Jeff se estaba convirtiendo en un nativo.

–Sabes, estoy pensando en abrir un despacho en Montecarlo. Hay un montón de norteamericanos que viven aquí, y la mayoría son ricos y necesitan asesoría legal y fiscal.

–¿No te basta con lo que te pagan los Schomberg? ¿O es que quieres desplumarlos a todos? No seamos tan codiciosos -Cecil dejó la bandeja en la mesa.

–¡Encanto, los tiempos cambian! Ya no trabajo para los Schomberg, trabajo para ti. ¡De nuevo somos socios! ¡Sé escoger a los ganadores!

–Bueno, socio, me dijiste que tenías noticias que darme.

–Y las tengo. Y buenas noticias. He convencido a los Schomberg de que hagan un trato contigo.

–¿Qué?

El pernod cayó de la mano de Cecil y fue a parar a las baldosas rojas del suelo, desparramando fragmentos de vidrio y un fuerte olor color ámbar por toda la habitación.

–Jeff… ¿cómo se te ha podido ocurrir algo así? ¡Esas personas son monstruos! ¡Son unos asesinos, y me encargaré de que todos ellos acaben en la cárcel!

La voz de Sandlin asumió al instante un tono almibarado de caballero del sur dispuesto a apaciguar a un adversario caprichoso.

–Bueno, querida, debes tener cuidado con lo que dices. Soy tu abogado, y estoy aquí para aconsejarte y protegerte. Y en primer lugar no quiero que de pronto te veas envuelta en una demanda por libelo.

–Jeff -dijo Cecil indignada-, escucha… ya oí suficiente de todo ese rollo legal cuando estaba embarazada. Y no quiero saber nada más de eso. Cuando los Schomberg fracasaron en todos sus intentos de hacerme abortar, decidieron suprimirme a mí y al bebé. Ahora sé que fueron ellos quienes enviaron a René para que me matara en el bosque. Si no hubiera sido por Mezange, jamás habría salido viva de allí. Y aquel maníaco de Mueller, a quien también tenían en nómina, quiso estrangularme. ¡Estrangularme, por amor de Dios, y al mismo tiempo tirarme por una ventana! Y tenemos también la muerte de Sam; tienen que volver a abrir ese caso. ¿No intentarás convencerme de que Sam se tiró al Sena justo después de eso que llaman un accidente aéreo? Sam, Christine, Frederick, los pilotos… ¿no hay cadáveres suficientes como para condenar incluso a los vástagos de la más importante familia de Francia?

–Mira, encanto, mirémoslo con un poco más de calma. Por lo que a Sam se refiere, era un buen amigo, pero también un hombre que tenía una vida muy agitada. Por lo que sabemos, puede que sufriera un ataque cardíaco y cayera al río. No te olvides de lo deprimido que estaba por la muerte de Christine. Y en cuanto al chófer y a ese tipo llamado Alan Mueller, la policía comprobó meticulosamente sus muertes y se concluyó que los asesinó el viejo… ¿cómo se llamaba?

–¿Estás intentando echarle la culpa de todos estos crímenes al pobre Mezange?

–Tú me dijiste que había sido él quien se los había cargado. Mató a dos personas inocentes en un ataque de demencia. A la policía no le faltan testigos… todos los del pueblo sabían que estaba loco como una cabra.

Cecil temblaba de cólera.

–Pero Jeff, yo no permitiré que esto ocurra. Mezange fue un héroe. Murió para salvar mi vida, aunque nunca sabré por qué se sacrificó, ni siquiera por qué estaba en aquella parte de la casa cuando Mueller llegó. En cualquier caso, después de que le haya contado mi historia al juez, los Schomberg serán acusados de asesinato. Lo único que siento es que en Francia ya no se utilice la guillotina.

Jeff Sandlin se sirvió un poco de pernod de una botella nueva, luego dio unos pasos hasta Cecil y colocó una mano de modo paternal sobre su espalda temblorosa.

–Admito que podrías hacérselo pasar muy mal, encanto. Cuando menos, eso les reportaría una publicidad nefasta. ¿Pero es eso lo mejor para tus intereses?

–¡Por qué no dejas de intimidarme! Estoy harta de huir y harta de que todo el mundo se aproveche de mí, incluso tú. Esta vez voy a luchar, y voy a ganar.

–Tranquilízate un momento y escucha lo que voy a decirte. No puedes hacer nada por el viejo Mezange, excepto comprarle una lápida decente. El doctor está ahora donde quería estar… en el cielo con Christine, su ángel. Si alguien le colocó en aquella escalera y le obligó a subir al más allá… bueno, ¿quiénes somos nosotros para juzgar? Lo que es importante para nosotros es que los Schomberg están dispuestos a sentarse y a hacer un trato contigo.

–Eso es maravilloso, sólo que yo no estoy dispuesta a tratar con ellos. Tengo al heredero de los Schomberg, y me lo voy a quedar. Ya conseguiré el dinero tras el juicio. Cuando se reconozca el testamento suizo de Christine y Frederick, los Schomberg no tendrán ningún asidero legal al que agarrarse.

Sandlin suspiró y meneó la cabeza. Cecil Gutman era todavía una joven testaruda. Lo cierto es que no había cambiado nada desde el día en que entrara en su despacho de Dallas jugando a ser engreída. Todo esto significaba que ahora tendría que jugar la baza que tenía oculta.

–Encanto, es mejor que no intentes abusar de tu buena suerte -dijo aquellas palabras en un tono tan suave que Cecil levantó la mirada con repentina suspicacia. Había una desagradable sonrisa en el atractivo rostro sureño de Jeff Sandlin-. Supongo que no querrás que nadie vaya a investigar al hospital de Dallas y averigüe cómo se concibió el bebé. Ni me pedirás que vaya a testificar por qué tuve que encontrar una madre de alquiler que tuviera el pelo rojo y los ojos violeta.

Cecil se sentó lentamente, con aquellos mismos ojos violeta, ahora sobresaltados y llenos de ansiedad, fijos en el abogado.

–¿Qué intentas decirme?

–Es bastante obvio, ¿no te parece? Christine Schomberg quería un hijo que tuviera el mismo aspecto que ella. Era estéril y no se atrevía a permitir que aquellos cabrones lo supieran. Ellos detestaban que fuera una mujer con tantas agallas, y hubiera sido su oportunidad para echarla de la familia. De modo que acudió a Sweeney, que habría hecho cualquier cosa por ella, para que anunciara una falsa fertilización in vitro con su óvulo y con el esperma de Frederick. Sólo que en realidad el óvulo era tuyo, encanto. Esa niña es hija tuya.

Con la cara vacía de expresión, Cecil repitió mecánicamente.

–¿Mía?

Sandlin se estaba impacientando, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para refrenar su temperamento.

–¡Despierta muchacha! Escucha lo que voy a decirte y piensa en las consecuencias. Eres la madre, la madre biológica, la madre genética, la madre por nacimiento… elige el término que más te guste. Todo lo que Christine Schomberg aportó a este hijo fue un montón de dinero.

–Estás mintiendo, Jeff. Estás diciendo todo esto para seguir un plan que has trazado de antemano con los Schomberg. Tu historia hace agua por todas partes. En primer lugar, si Christine no era la madre biológica de Aurelie, ¿por qué iba a preocuparse tanto por ella?

–Probablemente le importaba bien poco, sólo que el bebé era lo único que tenía para consolidar su posición en la familia Schomberg. Una vez hubiera tenido el hijo, lo habría dejado en manos de doncellas e institutrices y habría seguido con su vida habitual de antes. No era más que un mal necesario, un pequeño trastorno. Pero ya que tú y Sweeney ibais a hacer todo el trabajo…

–¿Cómo es posible que sepas todo esto? – preguntó Cecil estupefacta. Su cerebro rechazaba todo lo que le estaba diciendo el abogado; eso no podía ser cierto.

–Encanto, soy un viejo zorro a la hora de ver cuánto suman dos y dos. El hecho de que esa gente deseara específicamente una joven atractiva y pelirroja con los ojos violeta y buena cabeza me hizo sospechar. Después de todo, se supone que sólo tenía que ser como un alimento para el niño. ¿Que podía importar su aspecto físico? Conseguí algunas fotos de Christine Schomberg, y al verlas me di cuenta de que podríais haber pasado por hermanas; seguro que había algo turbio en todo aquello. Sólo que no tenía ninguna prueba, y para entonces tú ya te habías ido. Mi oportunidad llegó al enterarnos de que se había encontrado el cuerpo de Sam en el Sena. El infierno se abrió en su consulta… las enfermeras estaban desoladas. Supongo que puedo decir que me aproveché de manera poco ortodoxa de la situación enviando a mi secretaria. Denise O'Neal dejó que Estelle, la enfermera jefe de Sweeney, llorara un rato en su hombro y luego la puso en mi limusina y la envió a casa, dejando que Denise cerrara el despacho. Fue entonces cuando extrajo la ficha privada del denominado bebé de los Schomberg. Y ahora la tengo yo, bien guardada en la caja de seguridad de mi banco.

–De modo que por eso consideraba Sam que yo era un gran hallazgo. Y por eso estaba dispuesto a pasar por alto mi crisis nerviosa -Cecil hablaba con una voz amortiguada por el dolor; sus pensamientos estaban ya en la habitación contigua, flotando por encima de Aurelie. ¿Su hija? No podía ser cierto. Habría sospechado algo; su cuerpo lo hubiera sabido desde el primer momento. Era imposible. Sandlin tenía que estar mintiendo.

–¿Quién es el padre entonces?

Sandlin rió en voz alta para ocultar su nerviosismo ante aquella pregunta inesperada.

–Esa valiosa información es algo que hasta ahora no he podido dilucidar. Que yo sepa, era el propio Frederick, aunque Sam y Christine eran tan liantes que pudo pasar cualquier cosa. Quizás el propio Sam contribuyó con una cucharada de su precioso fluido a la causa, pero nunca lo sabremos. Por suerte, no hay posibilidad de que los Schomberg puedan solicitar una prueba de paternidad para probar que Frederick no era el padre.

–¿Entonces qué tengo que temer? – preguntó Cecil, pero para ella misma gritaba ¡todo, todo!

–Exactamente lo mismo que los Schomberg: un enorme pesar y un montón de dinero bloqueado durante años. Ya sabes lo que ocurre en Francia: el notario se encarga de la herencia y se las arregla para administrarla durante toda su vida, como mínimo. Los notarios son los únicos que van a sacar algún provecho de la herencia a menos que tú y los Schomberg lleguéis pronto a un acuerdo.

Cecil se puso en pie y comenzó a caminar a un lado y a otro de la soleada habitación, con expresión ausente, entre los restos de la botella rota de Pernod.

–Ahora no puedo pensar. Debo ir a ver cómo está Aurelie… -Miró confusamente hacia la habitación contigua, pensando en que incluso el nombre de la niña había sido elegido por otra persona. Por Pancho, naturalmente. Y Pancho le había puesto también un nombre secreto y gitano, que sólo le revelaría cuando hubiera alcanzado la pubertad. Cecil se retorcía las manos y procuraba contener unas dolorosas lágrimas. Todavía no había cogido en brazos a la niña, ni había jugado con ella, ni le había dado de comer. Había dejado a Aurelie completamente a cargo de Oraga y de Pancho porque era una Schomberg. Y ahora Sandlin le decía que también era su hija.

Mitad Schomberg, mitad hija suya.

–Sé que esto es un shock para ti, encanto -dijo Sandlin interrumpiendo sus pensamientos-, pero ya va siendo hora de que te des cuenta de que estoy velando por tus intereses. Ya he acordado los términos del trato con los Schomberg, y han aceptado hasta el último detalle sin rechistar. Tú y el bebé iréis a París, pero a la casa de Saint-Cloud. Ahora es tuya. La familia se quedará con el control de la empresa hasta que Aurelie sea mayor de edad, pero tú y yo nos sentaremos juntos en el consejo de administración de SCHOMBERG MONDIAL. Y sobre todo, recibirás un importante salario como custodia legal de Aurelie, y yo me encargaré de supervisar todo lo que hagáis. Para todos los efectos prácticos, el dinero de Aurelie será tu dinero.

–Todavía no creo que vayamos a ser socios, Jeff. Te has olvidado de algo: no hay nada que les impida a los Schomberg volver a intentarlo. ¿Por qué voy a poner a la niña o ponerme a mí misma en sus manos? Bayard Schomberg nos dará arsénico para desayunar, estricnina para almorzar y cianuro para cenar.

Sandlin rió con ganas.

–De ningún modo, querida, de ningún modo. Veo que no estás al corriente de las leyes francesas, y por eso necesitas a un abogado que te asesore permanentemente. Aurelie es ahora la heredera. Si algo le ocurre antes de que se case y tenga un hijo propio, el dinero se repartiría entre la familia del padre -Bayard- y la de la madre -la familia De la Rouvay-. Los Schomberg perderían la mitad de su fortuna. Más tarde, puesto que no hay ascendientes ni descendientes directos, casi todo el dinero acabaría en manos de la Hacienda francesa. El gobierno podría incluso llegar a controlar lo que hasta ahora ha sido una empresa privada y celosamente protegida. De modo que puedes darte cuenta de que los intereses de los Schomberg son hacer que esa niña esté lo más segura posible.

–Si lo que me has dicho es cierto, qué pasa con el hecho de que… yo sea la madre…

Sandlin saltó de la silla y colocó uno de sus rollizos dedos sobre los labios de Cecil, cortándola a mitad de frase. Cuando habló, ya no había deje alguno de despreocupación en su voz.

–Nunca en tu vida vuelvas a repetir estas palabras. Este es un secreto que tú y yo nos llevaremos a la tumba. Si comienzas a proclamar que tú eres la madre verdadera, entonces todo nuestro montón de oro se reduce a cenizas. Por otro lado, si quieres seguir con mi plan, te espera toda una vida en primera clase: ropas de Saint-Laurent y Dior, cenas en Maxim's, un Lear para llevarte allí donde gustes, una limusina con chófer, un chalet en Suiza, un apartamento en Nueva York. Todo lo que desees será tuyo. ¿Qué dices a eso?

En realidad no era una pregunta. Sandlin tenía la suficiente confianza en sí mismo como para creer que ya había dado él mismo la respuesta.

–Vine a Francia para obtener algo -murmuró Cecil, extraviada en un sueño-. Supongo que todavía puedo comprarlo, ¿no es cierto?

–Seguro, encanto, dime qué es y yo te lo conseguiré.

Las lágrimas brotaban de los ojos de Cecil, y se cubrió con una mano para que el abogado no pudiera verlas.

–Lo haré, Jeff, tan pronto como decida si todavía lo quiero. Por desgracia las cosas se ajan, pierden su lustre. Incluso las grandes pasiones.

Sandlin no sabía de qué estaba hablando Cecil, ni tampoco le importaba. Estaba demasiado enfrascado en la idea de acabar con aquel asunto -el trato que iba a reportarle más beneficios en toda su vida- antes de que algo fuera mal.

–De modo que ¿de acuerdo?, ¿somos socios?

Cecil todavía vacilaba. Todo se movía tan rápidamente; era como si el abogado le hubiera estado arrojando granadas, una tras otra, y ahora de pronto la obligara a tomar una decisión a vida o muerte en mitad de la batalla.

–¿Necesito saberlo ahora mismo, encanto?

–¿POR QUÉ? – Estaba tan tensa que gritó aquellas palabras.

–Porque -el abogado hizo una pausa para mirar su reloj -exactamente dentro de cinco minutos Bayard Schomberg estará aquí para firmar los documentos.

Capítulo 45

La Casa de Campo

Pancho abrió la puerta de la cocina y entró en la casa de puntillas, sin hacer ningún ruido mientras se encaminaba hacia el cuarto de la niña. Llevaba un atuendo de viaje, una mochila a la espalda y en la mano el «ataúd» negro y plateado que contenía el bandoneón. Mientras se desplazaba en silencio por la parte de atrás de la pequeña casa, Pancho oyó el flujo y reflujo de las voces que procedían de la sala de estar. Cecil y sus visitantes. Ahora había una procesión interminable. El abogado tejano venía cada día, al igual que aquel novio de nombre ruso. Siempre estaban los dos allí cuando se trataba algún acuerdo de negocios. Pancho veía la codicia en ellos tan claramente como si llevaran la palabra grabada en la frente. Estaban repletos de ella. Y también los abogados suizos, aquella pareja que había llegado a la casa como un par de oficiales de caballería esgrimiendo el testamento que convertiría a Aurelie en la heredera de los Schomberg.

Había otros más que habían franqueado la vigilancia de Oraga para ofrecer sus servicios: notarios, consejeros fiscales, inversores, chachas, mayordomos, jardineros, incluso un sacerdote vudú de Guadalupe y otro católico de Lourdes.

Pancho no se preocupó por escuchar la conversación que tenía lugar en la otra habitación; quienquiera que fuera, sabía que sería un fastidio. De todos modos, después de aquel día poco importaría lo que estuvieran tramando.

Los pensamientos de Pancho, a medida que hacía girar el anillo de rubíes y esmeraldas que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda, estaban lejos, muy lejos.

Abrió lentamente la puerta del cuarto de la niña, y se le cortó el aliento al ver la escena que se desarrollaba ante él. Era casi mediodía, pero las persianas de las dos ventanas estaban echadas, y en la habitación reinaba la semioscuridad. La única luz procedía de una abertura en las gruesas cortinas de la última ventana, y Pancho vio de pie sobre la cuna, con sus largos cabellos cayendo en cascada, a Christine Schomberg. Christine inclinada sobre su bebé, susurrándole con el rumor de las plateadas hojas del olivo, cantando una nana con el gorgojeo de los pájaros posados sobre el mismo árbol.

Se formó un nudo en la garganta de Pancho mientras pensaba en aquel día en París cuando Christine le diera el anillo y le explicara cómo encontrar a Cecil. La había visto bajo una luz idéntica a la de ahora mismo. La escena permanecía tan vivida en su mente, que de hecho alargó un brazo para tocar a la mujer que tenía delante, aunque supiera que tan sólo estaba hecha de algo no mucho más etéreo que una columna inclinada de luz y motas de polvo.

Christine había venido a ver a su hijo, al niño que amaba por encima de todo. Ahora Pancho incluso podía oír su verdadera voz, tan clara y estremecedora le sonaba, ahogando el zumbido de las otras voces procedentes de la habitación contigua.

–¡Cógelo, Pancho! ¡CÓGELO!

–No quiero tu anillo. ¿Por qué me das algo tan valioso? ¿Crees que lo necesito?

–Podría pasarme algo. Puede que te haga falta para reunir dinero. Cógelo para mayor seguridad.

–Todos creerán que lo he robado.

–No, le diré a mi joyero de París que si alguna vez alguien le lleva el anillo, lo compre sin pedir más explicaciones. Por favor, Pancho, haz lo que te digo.

–Nunca lo vendería. Si tanto lo deseas, lo guardaré hasta que volvamos a vernos. Nada más.

–Eres testarudo, pero te amo.

–Todavía no comprendo por qué estás tan preocupada. Me has dado dinero para los gastos, más del que podría necesitar en un año.

–Sí, pero podría pasar cualquier cosa. Una emergencia, pagar a un médico.

–Creía que tu novio americano era el médico.

–Y lo es. Está todo a punto, y todo irá bien, sólo que ya sabes que a veces soy tan supersticiosa, intuitiva y miedosa como mamá.

–Ojalá me dijeras qué es lo que te da tanto miedo. Si alguien quiere hacerte daño, le mataré.

Impetuosamente, Christine puso sus delgados y bronceados brazos alrededor del cuello de Pancho y le besó.

–Eso podría ser más difícil de lo que crees. Oh, Pancho, no puedes imaginarte… tú te criaste en una familia grande y cariñosa. Todos estabais unidos contra los demás.

–¿Te refieres a los gajos?

-Más que eso. Todos los que vivían en vuestra casa se apoyaban el uno al otro. Yo nunca he tenido a nadie así. A todas partes adonde vuelvo la vista no veo sino abogados, detectives, sirvientes, vendedores, amigos, sólo veo gente que podría estar al servicio de mis peores enemigos. Me he vuelto paranoica. No confío en nadie excepto en mi marido y en las personas que conozco en mundos tan remotos que difícilmente pueden haber llegado a tener contacto alguno con los Schomberg. ¿Te das cuenta ahora de por qué me preocupa tanto el futuro y de por qué te estoy tan agradecida?

Él rió entonces. Tontamente.

–Pero Chrisey, todo esto es tan divertido. Me complace porque nos une un poco más, nos une para siempre. Me encanta hacer esto por ti.

–Entonces coge el anillo para seguir asegurando el futuro de mi hijo, haz lo que sea para asegurarte de que nace sano y crece feliz. ¡Oh, Pancho, le quiero tanto, tanto; no te lo puedes imaginar!

En la pequeña habitación estriada por las luces y sombras, las motas comenzaron a oscilar, y a continuación giraron como polvo dorado antes de adquirir cualquier otra forma etérea. La de una mujer llamándole por señas y suplicándole.

De todos modos, Pancho alargó una mano, e, impacientemente, hizo desaparecer a la mujer fantasma.

Tenía mucho que hacer y muy poco tiempo.

Capítulo 46

La carretera, cerca de Grasse

-¿Me puedes explicar por qué no quieres que vayamos? – preguntó furiosa Edith-Ann-. Xavier ha tenido que dirigir la empresa mientras vosotros los parásitos os dabais la gran vida. ¿Cómo puedes excluirnos de la firma del acuerdo?

–Querida prima, después de tu desgraciada entrevista en el Negresco, tengo la ligera sospecha de que la señorita Gutman no te aprecia en lo más mínimo.

–Maldito cabrón, todo lo que hice fue ofrecerle a esta zorra un billete de avión y treinta mil dólares. Lo más normal sería creer que es a ti a quien no puede ver ni en pintura. Dudo que haya olvidado cómo estuvo a punto de quemarse viva en tu sauna, para no hablar de…

–Cállate, Di-Di -la cortó Xavier brutalmente-. Fallaste dos veces a la hora de hacerla abortar. No tienes nada más que decir en este asunto.

–¡Que yo lo estropeé! ¿Te atreves a acusarme de cometer un error? Bueno, ¿y qué me dices de tu misterioso amigo que se suponía que tenía que pegarse a la chica día y noche? Si hubiéramos elegido a un asesino en la cola del paro, seguro que habría hecho mejor trabajo que el cabeza hueca de Mueller.

–Primos, primos -suspiró Bayard-. No tiene sentido que nos destrocemos mutuamente. La pequeña Rita se revolvería en su tumba si supiera que nos peleamos de esta manera. Ahora sólo tenéis que confiar en mí.

–¡Confiar en ti! – le espetó Edith-Ann-. Antes metería una cobra en mi cama que confiar en ti.

–No me digas. – Bayard levantó las cejas divertido y mirando al ceñudo Xavier-. Es sabido que los reptiles y Di-Di se llevan muy bien.

–Escucha, babosa, mi mujer tiene razón al cien por cien. No podemos dejarte solo en esto y…

–No tienes elección, querido primo -le cortó fríamente Bayard-. Si quieres conservar tu empleo, soy yo y sólo yo quien ha de convencer a la chica.

–¡Vas a difamarnos, lo sé! – replicó Edith-Ann-. A echarnos la culpa de todo lo que ha ocurrido cuando…

–No tiene sentido proseguir esta conversación -dijo Bayard mientras lanzaba una mirada hacia la pequeña construcción que había en lo alto de la colina. Abrió la puerta de la limusina, y, jadeando ligeramente, salió-. Nos veremos en el hotel. Os doy mi palabra, queridos primos, de que defenderé vuestros intereses hasta mi lecho de muerte. ¿Qué más puedo decir?

Capítulo 47

La Casa de Campo

-Estoy en el pueblo. ¿Puedo venir ahora?

–Ahora no puedo verte -replicó Cecil con una voz apagada-. Bayard Schomberg llegará de un momento a otro para firmar un acuerdo referente a la herencia de Aurelie.

–¡Ese cerdo asqueroso! No puedes verle sola -dijo Serge indignado-. Alguien tiene que encargarse de proteger tus intereses.

–Creo que Jeff Sandlin ya se ha asignado ese papel.

–Querida, Jeff es un buen abogado, pero necesitas a alguien que tenga en cuenta tus intereses personales.

–Y ése eres tú, ¿no es eso?

–Naturalmente, Cici. ¿No te das cuenta de que cualquier decisión incidirá en la fecha de nuestra boda, en el lugar en donde vayamos a vivir y en la escuela a la que asistirá Aurelie, por no hablar de nuestras necesidades financieras y de la posición que ocuparé en SCHOMBERG MONDIAL?

–Sí, me doy cuenta de eso, Serge. Sólo que es demasiado tarde. Ya no hay necesidad de que acudas ahora.

–Bueno, ¿cuándo entonces? ¿A almorzar? ¿A tomar una copa? ¡Ya sé, querida! Salgamos a cenar fuera, y después pasaré la noche contigo en la casa de campo.

–¿Es eso lo que quieres hacer? – preguntó Cecil en un tono suave e insinuante.

–¿Por qué lo preguntas? – la voz de Serge literalmente palpitaba de deseo-. Ya sabes la respuesta.

–Muy bien, dejémoslo así. Yo te llamaré. O te enviaré un télex, o un cable, o un mensajero. O una postal. O quizás una carta. O, mejor aún, me pondré en contacto contigo a través de tu madre, en Burdeos. Pase lo que pase, de todos modos, estaremos en contacto. Todavía podemos ser amigos, ¿no crees? Ya sabes… toda esa mierda.

–Cecil, ¿qué demonios te pasa? ¿Ceci? Cici, querida, escúchame, yo te amo…

Pero ella ya había colgado.

Capítulo 48

La Casa de Campo

-Querida niña, todo esto no ha sido más que un quid pro quo, un estúpido malentendido. Todo fue culpa del insolente de mi primo y de la bruja de su mujer. Yo me encargaré personalmente de que su encantadora hijita jamás vuelva a estar en contacto con esos monstruos.

–¿Y usted, señor Schomberg? ¿Tuvo usted en cuenta mi bienestar desde el principio?

–¡Naturalmente! Lo ha expresado usted con gran perfección. Luché contra esas diabólicas criaturas con uñas y dientes. Si no hubiera sido por mí, la querida hija de mi hermano podría haber perecido. ¡Oh, apenas puedo resistir pensar en ello!

–Es asombroso averiguar cuánta gente ha estado cuidando de mis intereses. – Cecil dejó que su mirada fuera de Bayard Schomberg a Jeff Sandlin. Sus ojos se habían hecho más oscuros; como duras piedras púrpura en medio de la palidez de su cara.

–Querida muchacha, no he hecho otra cosa desde que llegué al sur. Acabo de llegar del commissariat de Draguignan, y me alegro de decirle que el caso en el que se vio implicado aquel ermitaño se ha cerrado definitivamente. Ni su nombre ni el de nuestra familia se verá ensuciado a causa de aquel viejo demente y asqueroso.

–Tenía la sensación de que la persona más peligrosa en todo este asunto era Alan Mueller. Casi me estranguló, ¿sabe? ¿O acaso ése es un hecho demasiado remoto como para interesar a nadie?

–Pobrecita… Mueller era uno de los asesinos más peligrosos de Europa. ¡Para no hablar de lo caro que era! No puedes ni imaginarte lo que cobraba. Es verdaderamente horrible pensar que aquel hombre la perseguía. Pero olvidémonos de todo esto. Mueller ya no volverá a molestar a nadie; ya no puede hacer ningún daño. Otra chapuza en la cuenta de mi detestable y del todo incompetente primo.

–Supongo que quiere decir que Xavier Schomberg es un chapucero porque Mueller no consiguió matarme. ¿Y qué me dice de René? ¿Quién le envió?

Durante un instante, la rolliza cara de gato fatuo de Bayard enrojeció. Pareció tan incómodo que Cecil ya no tuvo la menor duda de para quién había trabajado René.

–Es mejor que no removamos el pasado, muchachos -interrumpió Sandlin-. No sirve de nada. ¿Qué me dicen de fumar la pipa de la paz y continuar con nuestros asuntos? Tengo un papelito aquí que sólo espera sus firmas. Después abriremos una botella de champán y brindaremos por nuestro futuro éxito. Muy bien, acercad vuestras sillas.

El abogado ya había colocado varias copias del acuerdo sobre la mesa que había junto a la ventana. Sacó su pluma de oro y se la entregó a Bayard.

–¿Le importaría a usted ser el primero, señor?

Bayard vaciló. Sus ojos resbalaban sobre las palabras mecanografiadas, y una mirada de repugnancia se extendió por sus rasgos como una mancha. ¿Cómo era posible que él, Bayard Schomberg, entregara la fortuna familiar a una mercancía sin valor procedente de Tejas y a su fullero y liante abogado? Algo en su interior luchaba desesperadamente por desencadenarse; tenía que utilizar toda su fuerza de voluntad para refrenarlo. Bayard todavía sostenía la pluma de oro encima del papel, pero su lengua no dejaba de chasquear, como una serpiente determinada a escupir su veneno. De todos modos, cuando comenzó a hablar, su tono era dulce como la sacarina, y su cara se recompuso meticulosamente para evocar solamente amabilidad y solicitud.

–¿Dónde se halla hoy nuestro apuesto gitano? ¿No tiene planeado unirse a nuestra celebración?

–No lo creo. No le gustan los gajos.

–¿Y qué es eso, querida?

–Los extranjeros. La gente sin valor que no es gitana.

–Oh, pero rompió la regla cuando conoció a nuestra pequeña Christine, ¿no cree?

–No sé de qué me habla.

–¿Quiere decir que no se lo contó? Me deja de piedra. Creía que usted y él eran muy… íntimos.

–¿Qué insinúa, señor Schomberg?

–Creo -dijo Jeff Sandlin, con un deje de pánico en su acento sureño- que dos personas tan maravillosas como ustedes deberían aplazar esta conversación hasta que nos hayamos hecho cargo de las formalidades legales.

–¡Oh, cállese! – gritó Cecil, las mejillas arreboladas de cólera-. Quiero oír qué clase de veneno va a escupir la boca de sapo del señor Schomberg.

–No se trata de veneno, querida, sino sólo de hechos, la pura verdad. Su querido protector vagabundeaba por Europa en la más completa ruina hasta que Christine se cruzó en su camino. Un gitano apuesto reconoce una oportunidad en cuanto la ve… lo demostró con usted, ¿no? Nuestra pequeña ninfómana Christine se encaprichó del gitano de camisa con chorreras, tanto que le buscó locales por toda Francia para que pudiera tocar, y le inundó con el dinero de mi hermano para que pudiera alojarse en hoteles de cuatro estrellas, comer en los mejores restaurantes y volar en primera clase.

–Cuenta esta historia según su propia conveniencia, señor Schomberg. Es obvio que usted odiaba a Christine tanto como me odia a mí. ¿Es por eso que la mató? ¿Fue usted quien saboteó los mandos del avión, no es cierto señor Schomberg? ¿Qué tenía exactamente contra Christine que le empujara a matar a su propio hermano para quitarla de en medio? ¿O fue al revés? ¿Christine tenía que morir debido a lo mucho que codiciaba el dinero de su hermano?

–Por favor, POR FAVOR -intentó intervenir Sandlin-, es mejor que nos calmemos…

–Pero mi querida… -Las manos de Bayard volaban como dos aviones de juguete fuera de control alrededor de su gruesa cabeza-. Lo pasamos realmente mal con aquella guarra de Christine mandando despóticamente sobre todo el mundo, hablando de sus ancestros aristócratas como si los Schomberg fueran unos don nadie, una escoria que sólo estaba a su altura debido a su dinero. Contratamos a un detective para averiguar algo más de Christine de la Rouvay, y dimos con un filón a la primera. Su padre, el arruinado y viejo marqués… y ya completamente senil, ¿con quién cree que se casó al final de su vida? ¿Sabe quién fue la bienaventurada madre de Christine? ¡Ni más ni menos que una condesa descalza! ¡Una bailarina de flamenco! ¿Me ha oído bien? Nuestra altanera Christine, de sangre azul, fue engendrada por una española sin la menor fortuna, una fulana, una prostituta…

A medida que chirriaban las vulgaridades de Bayard, una imagen se formaba en la mente de Cecil: era casi increíble contemplarla, y aun así lo explicaba todo, incluso aquella infausta foto que Pancho ni había negado poseer ni explicar y que había formado un muro tan insuperable entre ellos desde el nacimiento de Aurelie.

–No era española como se creía -dijo Cecil con aire ausente cuando Bayard hizo una pausa para coger aire-. Era de Montevideo.

–Tanto da, aquella zorra hablaba español. Todo el mundo se reía de ella debido a su terrible acento cuando hablaba francés -de nuevo chillaba con aquella voz aguda o rencorosa-. Averiguamos toda la porquería referente a la zorra de Christine y a su madre. La boda fue un escándalo tal que ningún cura quiso casarlos. Los dos tortolitos tuvieron que ir al ayuntamiento por la puerta falsa para que alguien les casara por lo civil, y después de eso nadie les invitó a ninguna parte. El conde y la condesa de París no volvieron a dirigirles la palabra, e incluso Gracia y Rainiero no les aceptaban en los bailes de la Cruz Roja. ¡Imagínense!

–Aquella bailarina de flamenco, ¿cómo se llamaba? – preguntó Cecil, lanzando nerviosas miradas hacia la habitación de la niña.

–Algo vulgar, naturalmente… la Polilla o la Libélula o…

–¿La Mariposa? – sugirió Cecil.

–Es muy posible. De todos modos, ¿a quién le importa? ¿Y cómo puede haber llegado a conocerla? Hace años que murió.

–Nunca conocí a la Mariposa. – Cecil se puso en pie y dio unos pasos hacia el cuarto en donde dormía Aurelie-. Pero conozco a su hijo. Tengo que ir a ver cómo está el bebé ahora mismo.

–Cecil, por amor de Dios, siéntate y firma este documento -dijo impaciente Jeff Sandlin-. La niña no llora. Puede esperar cinco minutos más. Y usted firme también, señor Schomberg. Si volvemos a aplazarlo, puede que jamás llegue a firmarse.

–Muy bien -concedió Cecil, observando fijamente a Bayard Schomberg con una renovada sensación de horror-. Lo firmaré tan sólo para sacarle el dinero a este buitre y a sus rapaces primos. Sólo que después me marcharé. No resisto un minuto más en esta habitación. Literalmente, apesta a podrido.

En aquel instante, aunque sólo tenía tres semanas, ya tenía que elegir.

Podía llorar, y la vida se extendería ante ella como una rica alfombra de terciopelo tendida en línea recta: 26 habitaciones bajo los árboles goteantes de Saint-Cloud; una niñera privada; una guardería de primera categoría; una institutriz; internados en Suiza; vacaciones en las pistas de esquí y en playas del Caribe; séjours linguistiques para perfeccionar los cuatro idiomas principales; experiencias con drogas a los catorce; su primer amante, el hijo de una famosa estrella de cine francesa a los diecisiete; brillantes pero erráticos estudios en Harvard; y, a los veintiuno, la iniciación en el campo de la herencia: la de un imperio financiero en declive, un gigante ajado por una descuidada gestión y los inesperados cambios tecnológicos, abrumado por la agitación social y unos funcionarios codiciosos que actuarían en nombre de la justicia.

O podía permanecer en silencio, y su infancia sería como la que, años más tarde, cuando la describiera, haría sonreír al público y menear la cabeza y protestar de que era imposible que nadie -ni siquiera una niña expósita- tuviera una educación así, con tanta gente estrafalaria y poco convencional alrededor, con una cadena de acontecimientos tan ilógica. Para convencerles, les explicaría que no había sabido que era pelirroja hasta los trece años, cuando finalmente las mujeres habían dejado de teñirle el pelo. Que simplemente había creído que era una gitana de ojos claros, una curiosidad entre gente curiosa.

Toda su vida oscilaba ante ella como un columpio que va de un lado a otro, de un lado a otro.

Percibe la proximidad de la música. Cuando él se inclina para cogerla en brazos, la melodía de un tango increíblemente dulce comienza a sonar en su memoria.

No llora.

Capítulo 49

La Casa de Campo

Por un breve instante, Pancho sintió pugnar en él un sentimiento de culpa, la aflicción por una madre que se parecía tanto a su hija. Durante una época, mientras vivían en la cabaña, había deseado a Cecil apasionadamente. Pensaba ahora en la noche en que había regresado de Niza y se había encontrado con los rizos de su pelo rojo flotando encima de la cama como una explosión de fuegos artificiales. Había querido desesperadamente hacer el amor con ella, pero, por una vez en su vida, se había sentido intimidado. Cecil era una gaja. Le hubiese horrorizado que él quisiera poseer una mujer embarazada. No hubiera nunca comprendido que su deseo era también al mismo tiempo necesidad de protegerla a causa de la hija que habían hecho juntos.

Pancho nunca había confiado lo suficiente en Cecil como para decirle la verdad: que el bebé que había llevado en su seno era en realidad el suyo propio. Christine se había encontrado con que sólo había una manera de darle una parte de sí misma al bebé, y era convenciendo a su medio hermano, Pancho, de que contribuyera con sus genes a engendrarlo.

Biológicamente, Cecil era la madre de Aurelie, y él, Pancho, el padre. Y había sido en honor a su hermana muerta que le había dado a Aurelie su nombre secreto, el de la madre de Christine. La Mariposa, la bailarina de flamenco, la mujer más hermosa de Buenos Aires, o así lo había creído el muchacho que siempre había subsistido dentro de él.

¿Y a Cecil? ¿La había amado alguna vez? ¿La amaba ahora?

La terrible noche del nacimiento de Aurelie, la noche en que Cecil se había escapado para encontrarse con Serge, Pancho había perdido la cabeza de celos, preocupación y rabia. Después de aquello, ante la indiferencia de Cecil, había dejado de interesarse por ella. Podía haberle tendido una mano sólo con que hubiera cogido a la niña en brazos, o mostrado el menor interés por ella. Pero Cecil estaba demasiado ocupada con aquel ruso de dos caras, el abogado tejano y todos los otros parásitos e hipócritas que la rodeaban. Con el tiempo, Cecil podría haber llegado a amar a la niña, pero lo cierto es que ya no le quedaba tiempo. La había oído vender al bebé a esa escoria que había en la habitación de al lado, la había oído llegar a un acuerdo para compartir a Aurelie con aquella mosca de estiércol de Schomberg, zumbando obscenamente por la habitación.

Quizá, pensó Pancho cruelmente, Cecil se sentirá mejor si le dejo algo que pueda sustituir lo que me llevo, algo que pueda acariciar en las frías y solitarias noches. Pero no tengo tiempo para encontrar otra cosa. Debo ir deprisa, antes de que la Mariposa llore y alerte a los demás.

¡Un momento! Tenía algo para dar el cambiazo, un cambio dedicado a toda aquella gente codiciosa que revoloteaba como moscas pestilentes por encima de la cuna del bebé. ¡Sí, era perfecto!

Pancho se arrodilló y extrajo algo de la caja del bandoneón, sacó un gastado zurrón de piel que había descubierto en casa de Mezange la noche del nacimiento de la Mariposa. No podía dejar allí todo el contenido, naturalmente; él y la Mariposa tendrían ahora muchas necesidades. Pero sí podrían dejar algo para Cecil y para los demás. Era lo más adecuado.

Pancho permanecía de pie en el mismo lugar en que una mujer fantasma se había inclinado para despedirse de su hija, y dejó que el contenido del zurrón cayera en el mismo lugar que segundos antes había ocupado la niña. Se formó un montón de monedas que brilló al sol como un tesoro inca.

¡Qué hermosa era la sábana de hilo, adornada con piezas de oro del tesoro de un avaro muerto! ¡Qué regalo tan apropiado para todos los que codiciaban la Mariposa por su dinero!

Complacido por su acción, Pancho se colgó el bandoneón del hombro y salió por la puerta en compañía de la niña dormida.

Capítulo 50

–¡Se ha ido! – gritó Cecil-. El bebé se ha ido. Hay algo en la cuna. ¡Dios mío, mirad!

Sin comprender nada, Jeff Sandlin miró con cara inexpresiva el montón de luises de oro que había sobre una sábana todavía caliente del cuerpo de la niña. De mente más rápida que el abogado, Bayard se lanzó hacia el contrato mediante el cual acababa de entregar la fortuna de la familia a dos forajidos de Tejas.

–¡Devuélvalo! – gritó histérico-. Ya no hay bebé. El contrato no es válido. ¡Lo cancelo! ¡Devuélvalo!

Sus dedos se estiraron como las pinzas de una enorme langosta y agarraron el borde del documento, pero Jeff Sandlin se aferraba a él con todas sus fuerzas. Hubo un ruido de papel rasgado, pero el tejano arrancó el contrato de la mano de Bayard. Este se quedó mirando sus dedos horriblemente apretados; sólo quedaba en ellos un pequeño fragmento de papel sin ningún valor.

–¡No es justo, no es justo, no merece el dinero! ¡Los Schomberg han trabajado muchos años para conseguirlo, no lo merece! – Las lágrimas resbalaban por los rollizos mofletes de Bayard. Parecía a punto de morir de una apoplejía-. No es justo… no es justo… no… es… justo.

–Se equivoca -dijo Jeff Sandlin, con toda la santurronería del mundo en su voz-. La señorita Gutman merece algo por tanto sufrimiento. ¿Le parece demasiado mil millones de dólares?

Cuando pronunció la cifra, hubo un chasquido en la mente de Bayard. Su cara pasó del rojo a un alarmante tono púrpura; el temblor sacudió su fofo cuerpo de Buda. Sin previo aviso, se lanzó hacia adelante, sus dedos todavía retorcidos buscaron ávidamente la garganta de Jeff Sandlin. La fuerza de su impulso derribó al abogado; Bayard cayó encima de él.

El tejano era pequeño pero fuerte; Bayard era fofo como un almohadón, pero le sobrepasaba en veinticinco kilos. Los dos rodaron por el suelo aullando como animales enloquecidos. Perdido en la refriega, el contrato flotó por un momento en el aire y luego voló hasta el suelo para quedar a los pies de los hombres que se retorcían.

Cecil no vio ni oyó nada de la lucha. Miraba por la ventana, hacia el sendero que llevaba a la colina.

Pancho y Aurelie -el hermano de Christine Schomberg y la hija de Cecil- se habían desvanecido como si no hubieran existido más que en su febril imaginación.

De pronto Cecil salió por la puerta en la misma dirección que había tomado Pancho. El camino era malo, tropezó y se deslizó camino abajo. Tacones altos… ¿cómo era posible correr con algo así? Cecil se quitó sus flamantes zapatos y los arrojó a la hierba.

No hacía ni dos minutos que Pancho se había ido. Podría alcanzarlos, ¿pero qué podía decirle? Las palabras eran su fuerza, era una persona convincente, pero qué podría decirle a un hombre tan descarado, tozudo e irreverente. A Pancho no le importaban nada las palabras; vivía sólo para la música, y, como él mismo le había dicho, ella no tenía el menor sentido musical. ¿Qué medio de comunicación les quedaba?

Llegó corriendo a una curva del sendero y se detuvo en seco. Allí estaban, sobre una pequeña colina, encima de ella. Pancho ni siquiera apresuraba el paso, no le importaba lo que ella hiciera. Iba todo vestido de negro y llevaba una gorra en la cabeza. Llevaba a Aurelie en un brazo, y el estuche del bandoneón colgaba del otro. No había otra palabra para expresarlo: Pancho deambulaba. Deambulaba de la manera más indiferente posible. ¡Era insultante!

–¡GABRIEL!

Al oír el sonido de la voz de Cecil, Pancho se detuvo. Al menos, ya era algo. Cuando se volvió hacia ella, el sol estaba a su espalda y Cecil no podía ver sus rasgos. Ella dio unos vacilantes pasos en su dirección, y Pancho esperó. Aquello también era algo.

–Gabriel, yo…

–¿De dónde has sacado ese estúpido nombre? – su voz era fría e implacable.

–Me lo imaginé. No fue demasiado difícil. Gabriel es un arcángel, pero también un heraldo de las buenas noticias -Cecil balbuceaba; apenas sabía lo que decía-. Pancho y Paco son la abreviatura de Gabriel, no de Francisco, ¿verdad? Por eso nunca me dijiste tu nombre. Viniste para protegerme a mí y al bebé, pero querías que lo comprendiera por mí misma. Me ha costado, aunque finalmente así ha sido.

–Es demasiado tarde -dijo Pancho con una voz tan fría como el hielo-. Ya no sirve de nada.

–Eso es lo mismo que le dije a Serge.

–Ah, ¿finalmente te libraste de tu despreciable novio? Y por eso, supongo, ahora quieres transferir tu afecto hacia mí.

Cecil hizo una mueca de dolor.

–¿No podrías ser un poco más amable?

–La amabilidad nunca ha sido una de mis virtudes y tampoco una de las tuyas. Y, como ya te he dicho, no sirve de nada. Aurelie y yo nos vamos.

–Eso es bastante obvio, ¿no te parece? – Las lágrimas difuminaron la visión de Cecil. «¡Qué puedo decirle! Si encontrara las palabras adecuadas.»

Pancho se dio la vuelta; ella sólo podía ver el movimiento de su silueta recortada contra el sol. Dentro de un instante los dos se habrían ido, habrían desaparecido de su vida para siempre.

–¡Pancho, maldita sea, espera un momento! ¡Yo la engendré, no tú! Fue a mí a quien arrastraron a una clínica para hacerme abortar, fue a mí a quien casi tiraron por una ventana, fui yo quien prácticamente dio a luz en medio del bosque. Merezco al menos un pequeño favor, ¿no crees?

–¿Cuál? – en su voz no había ni simpatía, ni concesión, ni amor. Nada de amor.

–¿Podría tener en brazos a Aurelie sólo una vez antes de que te vayas? Sabes que nunca la he cogido. Probablemente crees que no tengo corazón, pero desde el principio se me dijo que era una Schomberg, que tendría que entregarla tan pronto como naciera. Me obligué a no quererla.

–Y también lo conseguiste.

–¡Y también la he mantenido con vida durante nueve meses, y al final ha sido para mí lo más importante!

Cecil dio un decidido paso hacia Pancho. Aurelie estaba en los brazos de él, completamente despierta y mirando a Cecil con unos minúsculos ojos de no-me-olvides. Su pelo rojo parecía la piel de un zorro.

Es pelo de Christine, pero también el mío. Y el de Nana, y el de mi padre.

-Estoy completamente segura que no se parece en nada a ti -dijo Cecil, mordiéndose el labio para no gritar. ¿O para no sonreír? De pronto se sintió alegre.

Pancho mantenía un extraño silencio; dejó que Cecil cogiera a la niña sin una palabra de protesta. Aurelie era una maravilla, tan ligera como un pájaro sin huesos, un pequeño capullo en flor. Cecil hundió la nariz en el pelo limpio y fragante de Aurelie.

–¿Quién te lo dijo?

–¿El qué? – preguntó ella inocentemente, besando la mejilla de la niña.

Pancho fruncía el ceño; parecía esforzarse para no parecer severo e implacable.

–Mi nombre… y que yo soy el padre.

Cecil le miró con sus inmensos ojos púrpura. Estaba completamente despeinada; el pelo le caía sobre la cara en caóticos rizos de colegiala; tenía la cara arrebolada y veteada de suciedad. Nunca había estado tan hermosa.

–Nadie me ha dicho nada. Soy una bruja, una drabari. Oraga me enseñó.

De pronto, Pancho prorrumpió en una sonora carcajada. Atrajo a Cecil hacia él y la besó, estrujando a la niña entre ellos. Apretada como estaba, Aurelie no protestó; la distraía la risa del músico y el tacto de aquellos cuerpos blandos y cálidos que la rodeaban.

–No irás lejos sin zapatos -dijo Pancho suavemente, rozando la oreja de Cecil con sus labios.

–Hemos vivido en aquella casa durante tres meses y todavía no sabes nada de mí -le susurró Cecil-. ¡Siempre llego allí donde me propongo ir!

Con su más insinuante voz de Jean-Luc, Pancho dijo:

-Querida*, creo que has pronunciado las palabras mágicas para seducirme. ¿Qué te parece si los padres de esta niña llegan a conocerse mejor?

–Creo que es una oferta que no puedo rechazar.

Al cabo de unos momentos, Cecil murmuró de manera un tanto aturdida.

–Pancho, tengo una idea.

–¿Qué es, querida mía*?

-Bueno, ¿no crees que hemos actuado al revés de lo normal en estos casos? Quiero decir que si alguna vez decidimos tener otro hijo, ¿no sería más divertido hacer el amor primero?

Pero Pancho ya la besaba de nuevo, y la cabeza de Cecil daba vueltas, y por eso, finalmente, dejó de hablar. Y ella que no tenía sentido musical, en aquel momento oía sonar una arrebatadora melodía.

* * *

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01/12/2009

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