Capítulo 25

Hotel Negresco

Hacia las ocho, Cecil estaba demasiado nerviosa como para permanecer sentada en la habitación. Tomó el ascensor y fue hacia la zona de recepción para ver si había señales de Sam. El hotel estaba tan muerto como antes de las tumultuosas celebraciones callejeras de la velada anterior. Casi nadie atravesaba las puertas oscilantes, y los pocos empleados que estaban de servicio parecían adormecidos.

Sin otra cosa que hacer, Cecil retornó hacia el cavernoso vestíbulo. En su estado de ánimo actual, parecía tan acogedor como una tumba violada. Sin embargo, ella se obligó a recorrerlo centímetro a centímetro, mirando sin ver las decoraciones rococós, las muestras de lujo, incluso a los pocos turistas. Por fin se hundió ante una de las mesas redondas de mármol y sacó un libro de su bolso. Las palabras avanzaban sin ningún sentido sobre la página.

Cecil no podía pensar en nada más que en la última hora, el teléfono en silencio. Quizá Sam Sweeney le diera nuevos ánimos… y quizás en la noche de Año Nuevo planearan su futuro entre los dos. ¡Ni siquiera una llamada para decir que llegaría con retraso! De todos modos, ¿a qué hora llegaba el último avión procedente de París? Cecil miró su reloj. ¡Dios mío, qué idiota había sido! Eran las diez menos diez; hacía casi dos horas que había salido de la habitación. Sam probablemente la había llamado.

Cuando Cecil se aproximó al mostrador de recepción, vio que uno de los recepcionistas hacía un esfuerzo heroico para despertar de su estupor.

–Señorita Gutman, la he estado buscando.

–¿Ha llamado alguien? – dijo ella sin aliento.

–Sí, un tal señor Paso Real. Quiere que le llame urgentemente. Ah, señorita Gutman, ¿qué hacemos con la reserva del doctor Sweeney? Son ya casi las diez, todavía le guardamos la habitación, pero… -su pregunta acabó en un dudoso silencio.

–De todos modos, el hotel no está lleno en esta época del año, ¿verdad?

–No, pero habría que informar a la gobernanta de si la habitación va a ser ocupada esta noche. ¿Es posible que el doctor Sweeney haya perdido el avión?

–Más vale hacerse a la idea de que no va a venir. Sólo que si… llegara tarde, espero que pudieran encontrarle habitación.

–No se preocupe, Mademoiselle.

Apenas capaz de ocultar su decepción, abandonó la zona de recepción sólo para encontrarse con Alan Mueller. Acababa de entrar de la calle, y su cara aún estaba arrebolada por el frío. Una gran bufanda blanca le rodeaba la garganta y flotaba detrás de él como una serpiente retorciéndose. Saludó a Cecil con una amplia y amistosa sonrisa.

–Hola, desde el lunes que la busco por todas partes. ¿Qué tal le va?

–Muy bien, supongo. Tenía cosas que hacer, de modo que apenas he salido de mi habitación.

–Bueno, ¿qué le parece cambiar eso ahora mismo? Cojamos mi coche y vayamos a ver un poco el paisaje. Luego podemos ir al puerto a tomar una sopa de pescado, lo más apropiado para una noche de invierno tan tempestuosa. ¿Qué me dice?

–Lo siento, señor Mueller, no estoy libre esta noche. Quizá podamos salir este fin de semana. Si todavía estoy aquí, claro está.

–Llámeme Alan, por favor. Hace que parezca su abuelo. ¿Y qué es eso de que se marcha? ¿Adonde va a ir cuando deje Niza?

–No estoy segura. Puede que vuelva a casa.

–¡No haga una cosa así! Si acaba de decir que aún no ha visto Niza y ya habla de regresar a toda prisa a Estados Unidos. Es usted una turista terrible.

–Tiene razón, lo soy. – Cecil lanzó una mirada aprensiva al mostrador; nadie le prestaba atención; no había más llamadas. Se obligó a que su atención volviera con Mueller.

–Dígame qué ha estado haciendo. ¿Es usted… jugador de tenis, no es eso?

–Entrenador. He estado trabajando con algunas jóvenes promesas en Sophia Antipolis, y eso me ha mantenido muy ocupado hasta ahora. Y también he tenido algunos problemas con mis papeles. Perdí la cartera en el aeropuerto de Burdeos. La mañana que nos conocimos, de hecho.

¿Había visto Mueller cómo Cecil se sobresaltaba ante la mención de la cartera?

–Yo… eso es terrible. ¿La ha recuperado? – sus palabras sonaron falsas, incluso para ella.

–Sí, eso es lo raro. Pensaba que tendría problemas para conseguir un nuevo pasaporte, declarar ante la policía y todo eso. Ya sabe lo lenta que es aquí la burocracia. Pero la cartera apareció intacta en el vuelo Air-Inter de Niza.

–Qué cosa tan… misteriosa.

–¿No cree? Me preguntaba si… aquel individuo que estaba con usted en Burdeos. ¿De piel oscura y aspecto de extranjero? ¿Puede repetirme su nombre?

Cecil respondió con mucha cautela.

–Oh, sólo era alguien que conocí en una fiesta. Apenas le conozco.

–¿No venía a Niza con usted?

–Creo recordar que tenía que conectar con un vuelo hacia Córcega. La verdad es que no le he vuelto a ver desde que estoy aquí. – Bueno, eso era lo suficientemente vago, ¿o no? Pancho debería estarle eternamente agradecido por mantener a la policía apartada de su pista. Probablemente merecía ser detenido, pero no sería ella quien le denunciara.

–Volviendo a lo de pasar una noche en el centro, ¿qué me dice del viernes?

La pregunta de Mueller trajo instantáneamente a Cecil de vuelta al presente: a la deserción de Sam y al peso de todos sus problemas. Ir a una discoteca o al cine con aquel persistente y no demasiado inteligente joven no iba a ayudarle a solucionar nada; de todos modos, podía proporcionarle alguna distracción que tampoco sería mal recibida.

–No estoy segura… viernes o sábado. Deme su número de habitación, y le llamaré si puedo arreglarlo.

–De acuerdo, pero esta vez no aceptaré un no como respuesta. Pase lo que pase, hemos de hacer algo el viernes por la noche. Y escuche, Cecil, si tiene algún tipo de problema, lo que sea, llámeme, ¿lo hará? Esta ciudad puede ser bastante desagradable si uno se pasea en el vecindario equivocado o se relaciona con personas no muy adecuadas.

Le lanzó otra de sus grandes y amistosas sonrisas, le cogió la mano y se la estrujó. Los dedos de Cecil crujieron como mondadientes atrapados en la boca de un cascanueces. Cecil se separó de él y pronunció un apresurado buenas noches.

En el ascensor, de camino a su habitación, procuró evaluar la situación. Sam, la amistosa y protectora figura del padre, no iba a venir aquella noche, tal como había prometido. Quizá no acudiera jamás. Christine y Frederick Schomberg, sus, por así llamarlos, jefes, ya no estaban en este mundo. Y el hombre por cuya causa había ido a Francia, por quien se había quedado embarazada con el bebé de unos extraños…, Serge, se había separado de ella sin creerla y disgustado.

En su mórbido estado de ánimo actual, Cecil estaba segura de que a nadie le importaba si estaba viva o muerta.

Se equivocaba. Había al menos una persona a quien le importaba mucho… que estuviera muerta.

Capítulo 26

Sucursal de la BNP, Niza

-¿Podría recibirme el señor Papazian?

La chica que llevaba tejanos y jersey de angora color rosa se incorporó detrás del mostrador y dijo:

–Un momento. ¿Es usted la señorita Goodman, verdad?

–Gutman.

–Ah, sí. En seguida vuelvo, señorita Gutman. ¿Hace frío hoy, no le parece? Este mistral es terrible.

Y tanto que sí. El feroz viento del norte había traído consigo un cielo de textura de pintura azul húmeda y unas ráfagas heladas que azotaban lo suficiente como para que los habitantes de Niza hurgasen entre sus plásticos llenos de bolas de naftalina a la búsqueda de abrigos, chaquetas y sombreros. Como contraste, en el banco hacía una temperatura agradable, y resultaba acogedor.

Después de unos minutos, Cecil fue acompañada hasta el despacho del director. Monsieur Papazian estaba de pie, muy erguido tras su enorme mesa.

–Supongo que ya sabe quién soy -dijo Cecil con una educada sonrisa-. Necesito su autorización para sacar otros diez mil francos.

Una mirada de consternación atravesó la mirada del hombre, pero no dijo nada. Desde su última visita, el director del banco parecía haber perdido sus amables modales. Lo cierto es que miraba a Cecil como si algo desagradable hubiera entrado con ella en la habitación, un alienígena invisible y maloliente.

–¿Me recuerda, verdad? Tengo una carta de crédito…

La voz de Cecil se perdió ante el persistente y ahora ominoso silencio del director. En ese momento, un diminuto punto de temor se aposentó en el centro exacto del pecho de Cecil. ¿Se había vuelto amnésico ese hombre, o es que ella había cambiado de una manera tan sutil que él ya no era capaz de reconocerla?

De pronto Cecil observó que Monsieur Papazian no le había pedido que se sentara, ni tampoco le había estrechado la mano, tal como hacía habitualmente cuando entraba en su despacho. Esa era ciertamente la primera vez que aquel francés de mediana edad desperdiciaba una oportunidad de tocarla.

Eh bien, Mademoiselle Gutman… Naturalmente que la conozco a usted y a su cuenta. Desde la última vez que estuvo, eh, en el banco… -Hizo una pausa y meneó la cabeza como si se preparara para comunicar una noticia catastrófica: el súbito fallecimiento de un director o la inesperada y absoluta insolvencia del propio banco-. Ha surgido un problema técnico que no tiene absolutamente nada que ver con, eh, nosotros, el banco de Niza. Comprenderá usted que nosotros sólo actuamos como sucursal de la central de París, y que no hacemos sino ejecutar las órdenes de nuestros clientes, ¿verdad?

–¿Podría ir al grano, por favor?

–Sí, bueno, verá, la suya no era una carta de crédito con un límite establecido, sino lo que denominamos una carta «discrecional». En otras palabras, la cantidad de fondos a su disposición cada semana venían fijados por, eh, nuestro cliente en París. Después de su último reembolso, hemos recibido un télex informándonos de que no se le proporcionen nuevas sumas de dinero… hasta nueva orden.

–¿Pero eso no puede ser cierto? – dijo Cecil indignada-. Trabajo para esas personas. He firmado un contrato con… -¿con quién exactamente? ¿De quién era la firma que había en el documento que Jeff Sandlin le había mostrado en Dallas? Entonces no le había parecido importante; en aquellos días ya olvidados, jamás había ni imaginado la posibilidad de que los padres naturales del bebé pudieran morir.

–Siento tener que informarle de estas noticias, Mademoiselle Gutman. Pero debo insistir de nuevo en que nuestro banco no es en modo alguno responsable. Quizá se trate de un tecnicismo que podría ser aclarado mediante, eh, una llamada telefónica. Sí, ¿por qué no llama a sus jefes en París?

–No se preocupe, lo haré. Mientras tanto, ¿podría usted adelantarme algo? Tengo que pagar mi cuenta semanal en el Negresco y en este momento dispongo de poco efectivo. Necesitaré al menos unos cuantos francos para pagar el hotel.

–Oh, comprendo su problema, señorita. -Monsieur Papazian se había recobrado de su azoro y le sonreía a Cecil de una manera casi beatífica-. Yo quiero ayudarla. Sé que es usted una extranjera sin permiso de trabajo ni tampoco de residencia. A merced de la policía, por decirlo de algún modo. Y que le suceda esto ahora, sin ningún medio de subsistencia a la vista -se inclinó hacia Cecil y de pronto comenzó a retorcerse furiosamente los dos extremos de su enorme bigote plateado.

Cecil vio con absoluta claridad hacia dónde conducía esa repentina conmiseración. Retrocedió hacia la puerta, con un aire de diáfana despreocupación en su cara sonriente.

–Tiene razón. Se trata solamente de un estúpido error. En París saben que no puedo acabar mi libro si no dispongo de fondos suficientes. Les llamaré desde mi hotel y me enviarán el dinero a final de semana. Y por cierto, Monsieur Papazian, puesto que soy escritora, no necesito permiso de trabajo para investigar en Francia. Los artistas no tenemos por qué someternos a ese requisito.

Una vez llegó a la calle, la despreocupada sonrisa de Cecil se desvaneció como arrastrada por el mistral. Se adentró en el primer café que encontró, se sentó y pidió un café exprés. Cuando el camarero se hubo marchado sacó todo el efectivo de que disponía, lo colocó encima de la mesa y lo contó cuidadosamente. Estaba a punto de vaciar también el contenido de su bolso cuando se dio cuenta de lo ridículo que era todo aquello. Tenía exactamente dos mil setecientos francos, un poco menos de quinientos dólares. No era suficiente para comprar un billete de avión para Estados Unidos ni aun en el caso de que pudiera salir del Negresco a hurtadillas. ¿Cuál era el precio de la maldita fortuna que debía al hotel? Sólo se había fijado fugazmente. ¿Mil quinientos dólares? ¿Puede que fuera tan caro? El salario de un mes en Francia, una suma que no podía pedir prestada a nadie. ¿Cuáles eran entonces sus opciones? ¿Intentar ponerse en contacto con Rita Schomberg en uno de sus momentos de lucidez y pedirle el dinero prestado? ¿O a Jeff Sandlin, que no se había ni preocupado de volver a llamarla después del ataque de pánico que tuvo en París? ¿A Sam Sweeney? Eso sí que era gracioso; ni siquiera sabía en qué continente buscar a Sam.

¡Mica! Aun en el caso de que Mica consiguiera mandarle por giro el importe del avión, tendría que abandonar el hotel sin abonar la cuenta; podía ocurrir que finalmente la detuviera la policía en el momento de dejar el país. Dios, había sido tan tiquismiquis con Pancho en lo referente a la cartera de Alan Mueller, y allí estaba ahora planeando escaparse sin pagar una cuenta de hotel de mil quinientos dólares.

Tenía que haber otra solución. ¿Debería intentar llamar a Serge? ¿Se creería su historia si se la contaba por segunda vez? A la propia Cecil todo comenzaba a parecerle una comedia de enredo.

Bueno, tal como decían los franceses ante cualquier adversidad que se les interpusiera, tant pis. Lo único que podía hacer era afrontarlo.

Su primera medida en aquel aspecto sería regresar al Negresco a pie para ahorrarse el importe del taxi.

Cecil asintió nerviosamente al portero, enfundado en su disfraz medieval, a medida que éste hacía girar la puerta giratoria para dejarla entrar. Una vez dentro, caminó resueltamente junto al mostrador de recepción rumbo a los ascensores. Gracias a Dios que no había dejado la llave en conserjería al salir esta mañana. No tenía ni idea de qué le diría al director cuando éste le insistiera en que pagara la cuenta.

Ya estaba apretando el botón del ascensor cuando una mano la cogió del brazo desde atrás. Cecil ahogó un grito y se volvió para encontrarse con el rostro joven y lleno de granos de un botones.

–La estaba llamando, señorita Gutman, pero no me ha oído. ¿Podría venir a recepción, por favor?

–No… no puedo. Estoy esperando una conferencia desde Moscú. Van a llamarme dentro de un momento.

Dios mío, Moscú no sonaba en absoluto a dinero. ¿Por qué no había dicho Nueva York o Londres?

–Me han indicado que debe acudir ahora mismo -dijo el muchacho de mala gana. Al menos le había soltado el brazo; no iba a arrastrarla por la fuerza-. Hay alguien esperándola -añadió, mirando por encima del hombro como para verificar la verdad de sus propias palabras.

¿Podría tratarse de Sam? ¿Había llegado finalmente?

–¿Cómo se llama ese hombre? – preguntó Cecil sin aliento.

–No es un hombre, se trata de una mujer. La señora le espera hace más de una hora, y eso no parece hacerla muy feliz. ¿Qué debo decirle?

De la mirada servil que había en su cara, Cecil dedujo que la mujer en cuestión le había recompensado ya con largesse y que insistía en cobrar los frutos de inmediato.

Sintiendo curiosidad por su misteriosa visitante, Cecil le dijo al muchacho:

–Muy bien, la veré, pero sólo un minuto.

La mujer aguardaba a Cecil al otro extremo del vestíbulo; su cara estaba en sombras debido a un gran sombrero de fieltro que tenía la forma improbable de un frisbee.

-Señorita Gutman, ¿no quiere sentarse? – su voz era ronca pero atractiva. Le tendió a Cecil una mano enguantada en blanco-. Mi nombre es Edith-Ann Schomberg, y, como puede que sepa, soy la esposa de Xavier Schomberg. Frederick y Christine eran primos nuestros.

Cecil no se hubiera quedado más sorprendida si la mujer le hubiera anunciado que era una mensajera celestial. ¡Ahí estaba -y qué rápidamente había llegado- la mujer que podía ayudarla a solventar sus problemas! Cecil se hundió agradecida en la butaca que le ofrecían y miró a Edith-Ann con asombro. La cara de la mujer era un extraordinario surtido de pecas color arena que anidaban sobre su piel seca y ligeramente arrugada. La mayor parte de su pelo se adentraba en los confines de aquel gran sombrero cuyo color Cecil no podía ni imaginar. Sus ojos también habían desaparecido detrás de una ancha banda de plástico verde oscuro. De hecho, prácticamente nada resultaba visible del rostro de Madame Edith-Ann Schomberg.

–No podría alegrarme más de verla -comenzó a decir Cecil-. Ha ocurrido un estúpido incidente en el banco donde recibo habitualmente mis fondos de París. Acabo de venir de allí y…

–Sé todo lo referente a ese asunto -la interrumpió Edith-Ann-. Yo misma lo dispuse así.

–¿Que usted qué…? – Cecil medio se levantó de su asiento al tiempo que una mirada de incrédula irritación le surcaba la cara.

–Siéntese, señorita Gutman, no hay por qué perder el tiempo discutiendo. Me llevará menos de diez minutos exponerle mi caso. Después, si es usted una mujer juiciosa, y por su aspecto deduzco que así es, entonces nuestros tratos habrán acabado. Por cierto, hay algo que deseo que quede absolutamente claro, se trata de un encuentro de negocios entre dos personas cuyos intereses han convergido inesperadamente.

–Por el momento soy incapaz de ver lo que tenemos en común -dijo fríamente Cecil.

–Deje que comience por su situación financiera, ya que estoy segura de que es lo que ocupa su mente en este momento. El viernes pasado, lo dispuse todo con nuestro banco de París para que dejara de suministrarle fondos. No recibirá nada más, y por eso debemos llegar a un entendimiento rápidamente. Esta mañana, de hecho, ya que tengo que estar de regreso en París esta noche. Mi limusina está aparcada en la puerta de este hotel. Si está de acuerdo en lo que tengo que proponerle, mi chófer permanecerá todo el día con usted, y mañana por la mañana la conducirá al aeropuerto para que tome un vuelo para Dallas.

La mujer hablaba con frases secas y cortantes, y lo que más retuvo a Cecil fueron las palabras «vuelo para Dallas». ¡Teniendo en cuenta la diferencia horaria, podría estar allí mañana por la tarde!

–Estoy segura de que debe usted una importante cantidad a este hotel, y que le queda muy poco dinero para pagarla. – Edith-Ann parecía precipitarse de cabeza hacia algún misterio de su propia cosecha, y no dejó a Cecil ni un momento para replicar-. Mientras usted hace las maletas, yo pagaré el hotel. Más tarde, hoy mismo, le proporcionaré dos mil dólares en efectivo para que cubra sus gastos de viaje. Finalmente, y aunque no ha cumplido usted con sus obligaciones contractuales para con nuestra familia, le daré esto.

La mujer abrió su bolso blanco y sacó de él un trozo oblongo de papel amarillo. Lo puso delante de ella, fuera del alcance de Cecil. Era un cheque emitido por el Bank of América a favor de la mismísima persona que la estaba contemplando en aquel momento con descarado asombro. ¡Un cheque por valor de treinta mil dólares!

Por un momento Cecil se preguntó si estaba alucinando. ¿Podía ser que Edith-Ann sólo fuera una quimera de su enfebrecida imaginación, alguien que ella había creado porque necesitaba desesperadamente ayuda?

–Esto es algo del todo inesperado, señora Schomberg -dijo Cecil con una ironía mal disimulada-. ¿Qué se supone que debo hacer a cambio de este dinero? Además del equipaje y abandonar el país, naturalmente.

–Abortar -replicó ásperamente Edith-Ann-. Ya lo he dispuesto todo. Tiene habitación reservada en el Hospital de Niza. Un doctor la atenderá a las dos en punto. – Miró su reloj de pulsera, extraplano y adornado de piedras preciosas-. Dentro de unas dos horas. Todo habrá acabado a las tres. Es usted libre de pasar la noche en el hospital, aunque la verdad es que no creo que sea necesario. Le indicaré a mi chófer que la lleve al Holiday Inn que está justo enfrente de la vía hacia el aeropuerto. Es un lugar como cualquier otro para pasar la noche.

–No puedo hacerlo -mientras decía esas palabras, Cecil se daba cuenta de lo inexorablemente que echaba por la borda su salvación-. Lo que me está pidiendo es absolutamente imposible.

–¿Usted cree? – Edith-Ann apartó las gafas de plástico verde que cubrían sus ojos para mostrar unas cejas que mostraban un gesto de escepticismo-. ¿Y puedo saber por qué?

–En primer lugar, ningún médico me practicaría un aborto en estos momentos. Estoy embarazada de casi cinco meses. El niño podría… podría sobrevivir.

Edith-Ann echó la cabeza hacia atrás y rió alborozada, como si Cecil le acabara de contar un chiste muy gracioso.

–Se muestra usted ridículamente sentimental, y en estos momentos no puede permitirse ese lujo. Las oportunidades de que un feto de cinco meses sobreviva a un aborto son probablemente de cien a una. Hasta hace poco, los niños con el síndrome de Down tenían que abortarse en ese plazo. Lo sé porque yo misma tuve uno. Como puede ver, he estudiado el asunto cuidadosamente, señorita Gutman, de modo que déjelo todo en mis manos. A largo plazo le será todo mucho más fácil.

Cecil meneó la cabeza en un gesto de cansancio.

–La verdad es que no les comprendo. El bebé del que tantas ganas tiene de desembarazarse no es mío, sino que es un Schomberg. Por hacer uso de un tópico gastado, es el futuro de la familia. ¿Por qué, en nombre de Dios, está usted tan ansiosa de acabar con él?

–Querida, la única persona a quien le importaba este niño es a la abuela, y ahora es poco más que un vegetal. Y por lo que se refiere al resto de la familia, no veo por qué debo malgastar mi tiempo lavando nuestros trapos sucios en su compañía. Sólo permítame que le diga que sería conveniente para todos nosotros que este niño desapareciera de nuestra memoria colectiva.

–No haré lo que me pide -dijo Cecil pronunciando cuidadosamente sus palabras-, aunque sólo sea a causa de sus padres ya fallecidos. Christine y Frederick Schomberg querían que su hijo viviera. Esperaban de mí que lo protegiera. Le di mi palabra a mi médico de que…

–¡Su médico! ¿Se refiere usted a ese irlandés dipsómano que pasó por París de camino entre orgía y orgía? ¿Cuándo fue la última vez que vio al doctor Sweeney, señorita Gutman?

–Hace… tiempo -admitió Cecil a regañadientes.

–Sweeney era el amante de Christine, supongo que lo sabe. Viajaban juntos por toda Europa hasta que la propensión al alcohol del doctor hizo que Christine quisiera abandonarle. Y por lo que se refiere al juego… ¿supongo que también está al corriente de eso?

Cecil hizo un gesto nervioso con las manos, como si borrara la imagen de Sam que Edith-Ann Schomberg le estaba dibujando. ¿Sam Sweeney una persona promiscua, e irresponsable, jugador y bebedor? No había una palabra de verdad en todo aquello, ella lo sabía. ¿Pero por qué Sam no había acudido a su cita de Año Nuevo?

–Espero que usted misma no se prendara de él -sonrió Edith-Ann de una manera maliciosa-. Siempre ocurre entre mujeres solitarias y frustradas y ginecólogos atractivos y complacientes. Es casi inevitable, ¿no le parece?

–No creo que tenga ningún objeto proseguir esta conversación.

–Sí que lo tiene… para usted. Olvídese de su médico; no volverá a verle.

Cecil le lanzó una mirada penetrante tras esa frase, pero Edith-Ann sonrió enigmáticamente y siguió hablando.

–Demasiados personajes sombríos seguían la estela de ese médico. Con todas las deudas de juego que ha dejado, Sweeney tendrá que esconderse durante meses o semanas, quizá para siempre, por lo que he oído. Intente concentrarse en sus propios problemas. Usted cree que porque lleva en su seno a un hijo de los Schomberg posee un cierto estatus. Nada más lejos de la verdad. Después de todo, no hay nada que pruebe que este niño es un Schomberg.

–¿Qué me dice del acuerdo que firmé en Dallas?

–Ocurre que la otra firma de ese documento es la del doctor Sweeney. No hay la menor referencia a nuestra familia. Consideremos el resto de su situación punto por punto. Cualquier prueba genética de la paternidad se esfumó con nuestros queridos primos. Rita no la distinguiría de un poste de carretera. El resto de nosotros negará todo lo que usted diga, y si intenta obligarnos la llevaremos a juicio. Será su palabra contra la de una de las más prominentes y poderosas familias de Francia. Tanto mi marido como Bayard poseen la insignia de la Legión de Honor. ¿Quién es usted en cambio?

–¡Un ser humano con derechos iguales a los suyos y a los de cualquier otra persona! – dijo Cecil con energía.

–Es obvio que no conoce bien Francia.

–¿Y el abogado que redactó los documentos? Seguramente él podría…

–¿Se refiere al señor Sandlin? ¿Un caballero de Tejas con una inteligencia legal tan eminente a quien nuestra familia utiliza para manejar sus intereses en América? En pocas palabras, querida, Sandlin está ahora en la nómina de SCHOMBERG MONDIAL. ¿Debo añadir que recibe unos honorarios obscenamente altos?

–No puede usted comprar a todos los periodistas de Francia y América. Si es necesario, haré público mi caso.

–Hija mía, ¿posee usted medios para defenderse de una acusación por libelo de la más alta magnitud? ¿Usted, una joven perseguida y quizá convicta por no poder pagar la cuenta de un hotel? Cuando acabemos con usted, señora Gutman, la mirarán por encima del hombro con el mismo desdeñoso escepticismo con el que contemplaron a aquel hombrecillo de Utah que intentaba obtener la herencia de Howard Hughes, o al alemán que elaboró los así llamados diarios de Hitler.

Cecil sintió el definitivo e inconfundible apretón de un nudo corredizo. Naturalmente, podía haberse imaginado lo que iba a ocurrir desde el momento en que Edith-Ann se presentara. ¿Qué otro «negocio» podía tener ella con la familia Schomberg que no fuera llevar su bebé y ahora matarlo? ¿Cómo lo había expresado Serge? «Esas personas que te compraron.»

Cecil utilizó los últimos restos de su espíritu de lucha.

–Si todo esto es cierto -preguntó-, ¿por qué iba a preocuparse de mí, entonces?

–Debido al valor de las molestias. Mientras vaya usted por el mundo embarazada y resentida, tenemos que mantener un diminuto rincón de nuestras mentes concentrado en usted. Es usted como un mosquito revoloteando a nuestro alrededor. No se trata de nada personal. Sólo negocios. A mí misma me gustaría ver a una guapa e inteligente joven como usted regresar a Estados Unidos con su cartera repleta de dinero en efectivo y un futuro brillante y con posibilidades.

–Pero no puedo creer que…

–¿El qué, querida?

–Christine. Se me hace difícil creer que ella no hiciera alguna previsión para el niño. Un testamento, una declaración de intenciones, algo. Quería a ese niño desesperadamente.

–Es una vergüenza, ¿no le parece? – una pequeña sonrisa afloró de nuevo en los labios de Edith-Ann. Se inclinó hacia Cecil con la ávida expresión de un león a punto de saltar sobre una gacela acorralada-. Quiero decir que murió antes de tener tiempo para hacer tal cosa.

–Ya veo. – Tras un largo y penoso silencio, Cecil preguntó con una apagada voz de derrota-. ¿Cómo sé que llegaré a ver mi cheque si hago… lo que usted quiere?

Reconociendo su victoria, Edith-Ann se levantó de la silla.

–Vaya a hacer las maletas mientras pago sus facturas. Por cierto, en el hotel no he dado mi verdadero nombre, y negaré haber estado aquí si usted intenta probarlo algún día. Por lo que se refiere a su cheque, es muy fácil. La acompañaré a la sala de partos, y se lo entregaré una vez haya usted firmado el documento de aborto ante el médico. Nadie quiere engañarla, sépalo. El dinero no nos preocupa en lo más mínimo.

–Muy bien. Estaré aquí dentro de quince minutos.

Cecil caminó hacia los ascensores tan enérgicamente como fue capaz. Ya se imaginaba a sí misma diciéndole a Serge que todo había sido una broma. No estaba embarazada y nunca lo había estado. Vio cómo los dos se reunían para contar el dinero, abrían una bolsa de papel llena de billetes de cien dólares. Trescientos billetes. El rescate por el secuestro de un niño. Eso era lo que estaba haciendo, ¿o no? Nada más que devolver un niño no nacido a su legítima familia. ¿Quién podía culparla por eso? Vio los billetes alzándose en el aire y luego cayendo por encima de ambos mientras sus labios se encontraban con el champán que burbujeaba y se derramaba helado sobre los bordes de las copas que tenían en la mano.

Un sueño en el que todo lo que ella había deseado se convertía en realidad.

Diez minutos más tarde, vestida con un par de tejanos desteñidos, mocasines y su abrigo de piel de cordero, llamaba por teléfono al conserje.

–Dejaré la habitación dentro de cinco minutos. ¿Podría enviar a alguien a por mis maletas? Quisiera que me las guardaran en el hotel hasta que venga a recogerlas mañana por la mañana, de camino al aeropuerto.

Colgó el auricular e intentó cerrar la bolsa; estaba tan atestada que no conseguía cerrar la cremallera. Quizá su torpeza se debiera a lo mucho que le temblaban las manos. En su desesperación, simplemente ató la anilla con una tira de nailon y dejó que el resto quedara suelto.

Con su maleta grande bien a la vista y la puerta entreabierta, dejó la habitación y bajó apresuradamente hasta el vestíbulo por las escaleras. Arrastraba la bolsa detrás de ella, escuchando cómo golpeaba escalón tras escalón en su aparentemente interminable viaje hacia abajo. El bebé le daba patadas al ritmo de los golpes de la bolsa, la golpeaba de un modo brutal, como si conociera y vilipendiara el destino que Edith-Ann había planeado para él. ¿Qué solían decir los franceses? Faiseur d'anges. «Hacedora de ángeles.» Eran capaces de hacer poesía incluso con algo tan desagradable como un aborto.

Cecil empujó la pesada puerta que la adentraba en el vestíbulo en el mismo momento en que el botones con la cara llena de granos entraba en el ascensor que estaba enfrente para ir a buscar la maleta que había dejado en la habitación. En el mostrador de recepción, Edith-Ann estaba contando billetes mientras un caballero que llevaba un traje cruzado de color gris perla no dejaba de prestarle atención. Junto a Edith-Ann permanecía un chófer en librea, René, que debía de haber sido apartado del servicio de Rita para hacer el viaje a Niza. Lo más probable es que hubieran aparcado en la zona de recepción para no perder de vista a Cecil, pero, en lugar de eso, el chófer observaba el creciente montón de billetes casi con un fervor erótico.

Efectivo, pensó Cecil. Todo el mundo lo adora. Capta la atención de la gente mejor y con más rapidez que un cuerpo desnudo.

Sin esperar a ver nada más, Cecil dio media vuelta y caminó en dirección opuesta. Se encontraba en un estrecho corredor en el que se alineaban escaparates de cristal en los que se veían el tipo de objetos hermosos que codiciaría un huésped del Negresco: porcelana fina, objetos de plata, relojes bordeados de joyas, pulseras. Había una puerta al final del pasillo, y Cecil fue directa hacia aquella enorme habitación, el Restaurante Chantecler. Los camareros estaban ocupados dando los últimos toques a las mesas; una joven llenaba los vasos de cristal con rosas amarillas. Con una cara tan tiesa como su almidonada pechera de la camisa, el maître se aproximó a Cecil.

–¿Es esta la cafetería? – preguntó Cecil con el más pronunciado acento americano que fue capaz de imitar-. George me ha dicho que me reúna con él en la cafetería para poder tomar algo antes de ir a navegar -dio unas palmadas a su bolsa-. No veo a George por ninguna parte.

–Por aquí, Madame -dijo el maître, ahora el estoicismo predominaba sobre la corrección en la expresión de su solemne cara-. Lo que usted busca es La Rotonde. El otro restaurante. Por esta puerta, por favor.

–Gracias. No sé qué debe de estar haciendo George. Ya debería haber llegado.

En el interior de aquella sala más pequeña, decorada en colores ácidos para que pareciera un circo, Cecil saludó a un camarero rubio que era un perfecto desconocido para ella.

–Hey. ¿Cómo se encuentra hoy? Estoy perdida, igual que ayer. Soy incapaz de orientarme en este hotel. No tenemos nada tan grande en Kansas.

El camarero le sonrió con indulgencia y le abrió la puerta de la calle; no pareció ni darse cuenta de la bolsa de tela que, Cecil se dio cuenta horrorizada en aquel momento, rebosaba de elásticos de sujetador, pantis enrollados, calcetines y paquetes de Kleenex.

Una vez en la Promenade des Anglais, casi gritó de alegría. ¡Lo había conseguido! ¡Había dejado el hotel con todas sus pertenencias y nadie le había hecho ninguna pregunta! ¡No había necesitado la ayuda de nadie! Todo lo que tenía que hacer ahora era coger un taxi antes de que la limusina negra de René la encontrara.

Cecil tomó la pequeña calle lateral del Negresco y se encontró de cara con el mistral. El viento parecía arrastrarla hacia el mar. Por suerte no tuvo que luchar durante mucho tiempo. En la siguiente esquina estaba la Rue de France, una calle importante cuyas aceras siempre estaban atestadas de gente. Allí estaría segura. Se hallaba a poca distancia de su meta cuando se abrió la puerta de un deportivo, bloqueándole el paso. Un hombre se inclinó encima del asiento del copiloto y la llamó.

–¡Eh, aquí! ¿Lleva el mismo camino que yo?

Enojada, Cecil comenzó a rodear el obstáculo de la puerta cuando se dio cuenta de que el conductor era Alan Mueller. La amplia sonrisa habitual reinaba de nuevo en su cara bronceada.

–Parece tener prisa. ¿Puedo llevarla a alguna parte?

Después de vacilar un momento, Cecil levantó la pesada bolsa y la arrojó tras el asiento delantero. Subió al coche.

–Sí, la verdad es que sí. Le agradecería que me ayudara a encontrar algún pequeño hotel en la parte antigua de la ciudad. No resisto el Negresco ni un minuto más, quiero decir que he venido a Francia para empaparme del ambiente, y ese lugar es muy snob y está lleno de turistas, y… -estaba balbuceando; debía hablar más despacio, con normalidad-. Es una suerte haberle encontrado así. Hace media hora que estoy en la Promenade des Anglais. No sé por qué el portero no encontraba ningún taxi.

–Es a causa del frío que no hay suficientes taxis. ¡Bueno, estoy encantado de verla! ¿Se da cuenta de lo difícil que es llegar a quedar con usted para algo?

Cecil ignoró aquel comentario.

–¿Puede sugerirme algún hotel?

–Claro, conozco el lugar adecuado para usted. Es pequeño y limpio, y al otro lado de la calle hay un restaurante donde sirven socca. Y también es muy barato.

¿Por qué había dicho eso? ¿Por la manera en que iba vestida? ¿Por su atiborrada bolsa? ¿Por la mirada de pánico que había en sus ojos?

–¡Eso es maravilloso! ¿Podríamos ir ahora? Me gustaría encontrar habitación y deshacer la maleta antes de almorzar.

Si Alan Mueller se preguntaba por qué Cecil se hundía tan profundamente en el asiento delantero, de modo que ni la parte superior de su roja cabellera quedara visible al exterior, no lo preguntó. En lugar de eso condujo lentamente hacia las angostas calles de la parte antigua de la ciudad.

Capítulo 27

París

-¡Dios mío! ¿Ha visto esto?

–¿Qué le ocurre? ¡Parece que se vaya a morir!

–¡Cuando haya leído esta carta puede que usted también haga compañía a los gusanos!

–Guárdese sus desagradables comentarios, se lo advierto. Bueno, ¡deme eso! ¡No puede ser tan malo como dice…! ¿Qué? ¡Los muy idiotas! ¡Esos locos de atar!

–¡Contrólese! ¡Puede que afuera haya alguien escuchando!

–¿Pero por qué han esperado todo este tiempo para contactar con nosotros? Nadie puede ser tan cretino…

–Son suizos -fue la críptica réplica del otro.

–Pero eso quiere decir que el doctor… ¿Todo eso para nada?

–No se queje de esta manera, me ataca los nervios. De todos modos, es más una tragedia para el doctor que para nosotros, ¿no le parece?

–Pero los riesgos que hemos corrido, y la enorme suma que tendremos que pagar para desembarazarnos del cuerpo…

–¡Le digo que se calle!

–Muy bien, lo único que quiero que me diga es por qué han esperado tanto para escribir. Ha pasado casi un mes desde el accidente de Christine y Frederick.

–Puede que no lean los periódicos. Puede que aguardaran a consultar con un astrólogo. Quizás han tardado todo este tiempo en comprender lo que se esperaba de ellos.

–Bueno, pues ahora lo han comprendido perfectamente. Veo que preguntan a quemarropa si sabemos dónde está Cecil Gutman.

–Por suerte es muy fácil responder a eso. No sabemos nada de la señorita Gutman, y mucho menos acerca de ese cuento de hadas del niño. En nuestra opinión, todo este asunto no es más que una broma pesada.

–Eso no les detendrá. Esta carta procede de Zurich, lo que quiere decir que no son sólo suizos, sino también alemanes. Conozco a estos tipos. Cargan como una división panzer y no cejan, aplastan todos los obstáculos que encuentran a su paso hasta que alguien les ordena que se detengan.

–Me pregunto quién está detrás de esto.

–La senilidad de Rita debe de ser contagiosa. Ya no sabe usted leer.

–No se haga el listo; no encaja con usted. Ocurre que esta carta me parece ambigua.

–Para mí es lo suficientemente clara… esa pequeña zorra de Christine no confiaba en nosotros. Acudió a una empresa de abogados suizos e hizo redactar un nuevo testamento. Y no sólo eso, sino que dejó instrucciones para que buscaran a Cecil Gutman si algo le ocurría a ella o a Frederick. Nuestro error fue subestimar a la pequeña Christine de la Rouvay. Deberíamos haber recordado cómo nos humillaba al hablar de su maravilloso padre el marqués, pero jamás ni una palabra acerca de su madre. Y por una buena razón, como pronto averiguó nuestro detective. Christine siempre tuvo unos abogados propios. Cuando comenzó a sospechar de nosotros, debía de haber…

–¡No hay que hablar más de eso! – cortó el otro.

–Todo lo que yo veo es que nos hemos metido en unos líos y unos gastos enormes para arreglar esos accidentes, y ahora nos encontramos en una posición terriblemente peligrosa debido a un feto de cinco meses.

–No es el feto, es la joven. Y se olvida de que poseemos una gran ventaja con respecto a esos gnomos de los Alpes. Sabemos dónde está Cecil Gutman, y ellos no.

–Sí, pero cuando esos abogados vean que no obtienen de usted ninguna respuesta satisfactoria, comenzarán a poner anuncios buscándola por toda Europa. Algún periodista inteligente saltará a por ese caso. Cuando se descubre una historia como ésta, se extiende como el fuego; no habrá manera de pararlo.

–Cuando se descubra, periodistas y abogados encontrarán a la señorita Gutman. Sólo que ya no estará embarazada, y a nadie le importará nada lo que cuente.

–¿Qué quiere decir?

–Voy a poner en marcha la Operación Médica.

–¿Su hombre todavía la vigila?

–Constantemente.

–Espero que no cometa dos veces el mismo error. Cecil Gutman es una zorra casi tan inteligente como lo era Christine.

–Si Mademoiselle Gutman nos juega otra mala pasada temo que su destino se acabe tan trágicamente como el de nuestra pequeña Christine. Es muy probable que si la señorita Gutman muere sosegadamente… será en la cama de un hospital.

–Una chica tan joven. Es triste, ¿no?

–Oh, mucho.

Capítulo 28

Club de Vieux-Nice

-¿Quiere hablar con Pancho, verdad? ¡Jean-Luc, mira lo que acaba de entrar por la puerta preguntando por el gitano! ¿Qué quiere de ese perezoso y arrogante cabrón? ¿No me prefiere a mí en su lugar?

En un movimiento rápido y vulgar, el punk puso su cara tan cerca de la de Cecil que no pudo ver nada más que un par de ojos saliéndose de las órbitas debido a la excitación de la droga, y una lengua roja que asomaba insinuante en las comisuras de una boca obscenamente pintada.

–¿Hey, qué pasa conmigo, encanto? ¿Por qué yo no?

Cecil apretó con fuerza las palmas de las manos contra la superficie metálica de la chaqueta verde lustrosa y lo empujó. Como una muñeca sin huesos, el punk cayó hacia atrás, contra la pared, y se quedó allí agachado, se inclinó hacia adelante y se la quedó mirando con sus ojos diabólicos y perfilados en negro. Su pelo verde se elevaba de su cráneo en unas púas agresivamente improbables, y un enorme imperdible le atravesaba el oído derecho. Sin apartar la mirada, el punk separó el cuerpo de la pared y se lanzó galvánicamente hacia adelante.

–Jean-Luc, ¿por qué me ha hecho eso? ¿Le parece amable tratarme así? ¡Será mejor que te andes con cuidado, encanto! ¡Si Jean-Luc pierde los estribos, el infierno se desatará aquí mismo!

Perdido en las profundidades azules y llenas de humo del sótano del club, su amigo Jean-Luc permanecía tan invisible como inaudible.

–Dime, nena -dijo el impúdico punk-, ¿has venido aquí buscando lío o simplemente te has dejado caer por accidente?

–¡Por qué no te callas! – exclamó Cecil exasperada-. Ya he tenido suficientes problemas en Niza como para que ahora me salgan un par de punks más apagados que un fluorescente fundido. ¿Dónde está el encargado de este local?

–Ésta no tiene miedo de nada. ¿Te has dado cuenta, Jean-Luc? No se le ha erizado ni un pelo de la cabeza, no le tiembla ni un músculo. Se cree muy valiente, ¿no te parece? ¿Qué tal si comprobamos si está faroleando?

Cecil se dio media vuelta bruscamente y se encaminó hacia las escaleras, diciendo por encima del hombro:

–Cuando venga Pancho, decidle que no volveré hasta que no desinfecte este lugar y barra todas las sabandijas.

Desde detrás de ella le llegó una voz sensualmente tranquilizadora.

-Querida mía*, no te enfades conmigo. Todo era una broma.

Cecil se volvió lentamente. A través de las espesas sombras azules, sólo se veía el destello de un ojo. Éste guiñaba maliciosamente, y el punk saltó en medio del angosto haz circular de la luz que proyectaba la lámpara colgante. Riendo pérfidamente, agarró dos mechones de su terrible peluca verde y la levantó, revelando un pelo completamente negro y tupido.

–¡Eres tú, maldita rata! ¡Bastardo, cabrón, traidor! ¡Cada vez me haces lo mismo!

Cecil no podía aguantar la risa.

–Se me da muy bien el hacer de rata. Al igual que en el parque de Burdeos o en el hotel, no has sospechado ni por un momento, ¿verdad? ¡Soy un genio del disfraz!

Bailaba alrededor de ella, entrando y saliendo de las sombras, su cara ferozmente maquillada se iluminaba debido al placer que le proporcionaba el éxito de su broma.

–Eres un megalómano, no un genio, y si no vas con cuidado, y sigues inflándote como un globo, acabarás por salir volando. ¿Qué tiene que decir tu amigo Jean-Luc de todo esto, o es que es mudo?

–Jean-Luc, ¿qué dices a todo esto? Oh, lástima, se ha largado. Estamos solos, amorcito*.

-Ya veo que Jean-Luc es el perfecto amigo para alguien de tu ego. No sólo es mudo, sino que ni siquiera existe.

–No hablemos más de eso. Te ha costado mucho decidirte a venir a verme -dijo Pancho con gesto mohíno-. Te había pedido que vinieras a oírme tocar desde el día en que llegamos a Niza.

A la vista de esta expresión de mártir profesional, Cecil estalló en una carcajada.

–¿De modo que ahora eres tú la parte ofendida?

–Sí, estoy blessé, mortalmente herido por tu indiferencia, pero te perdono porque estoy enamorado de ti de pies a cabeza. – Pancho cogió una silla de una pequeña mesa y la colocó para que Cecil se sentara-. Mira, lo he dispuesto todo para ti, unos bocadillos y un cóctel de frutas que yo mismo he preparado en el bar. ¿No te parece bien? ¿No soy un amante maravilloso? Dime, ¿cómo has podido estar alejada de mí tanto tiempo?

Cecil contempló la mesa; estaba perfectamente preparada, con fuentes de bocadillos y cosas de picar y unos vasos altos decorados con paraguas de papel color escarlata.

–Esto es muy amable por tu parte, Pancho; quise venir desde el primer día, pero ya sabes lo enferma que estuve la primera semana, y después me han surgido un montón de… estúpidos problemas. Lo principal es que mi trabajo se convirtió en humo. – Cecil se quedó horrorizada al darse cuenta de lo literal que era la frase que acababa de pronunciar-. Y ahora ya casi no me queda dinero. Ni siquiera sé cómo voy a regresar a Estados Unidos.

–¿Esperas que robe para ti?

–¡No espero nada! -respondió Cecil exasperada-. Creía que eras mi amigo y que podía hablar contigo. ¡Créeme, ni siquiera estás en mi corta lista de posibles salvadores!

–Pero has venido hasta aquí buscando consejo, así que te daré uno -dijo Pancho con frialdad-. Basta de comportarte como una niña mimada americana a la que le da un ataque de nervios cada vez que tiene un pequeño problema. Ya no puedes permitirte seguir más así. Tienes que pensar en tu hijo.

–Oh, olvidaba que sabías lo del bebé. Sí, es una maravillosa compañía para mí. Me evita el tener que pasar por pruebas y tribulaciones y endulza todos los amargos tragos que me ofrecen. Es un verdadero rayo de sol en el diluvio de mi vida.

De pronto enterró la cabeza entre las manos.

-Querida*, no hagas eso. Lo mejor es que me cuentes qué te preocupa realmente. – A medida que hablaba, Pancho levantó varios mechones del cabello de Cecil y los recorrió con los dedos, contemplándolos como si fueran hebras de un oro muy valioso-. Quiero ayudarte.

–¡Pero yo no NECESITO tu ayuda! – exclamó ella, levantando la cara abatida en un airado desafío-. Ultimamente hay demasiada gente intentando solucionar mis problemas, y siempre acaba pasando algo malo. ¿Qué te hace pensar que deseo que seas mi caballero blanco?

–No hace falta que me lo digas. Recuerda que soy capaz de leer una cara.

Cecil sonrió a pesar de sí misma.

–Creía que leías la palma de la mano.

–Todo es lo mismo. Casi todo el mundo es un libro abierto, y si te tomas la molestia, puedes leer toda la vida de cada ser en las arrugas y expresiones de sus caras.

–Bueno, la verdad es que yo no he sido capaz de descifrar ni una de las tuyas. No sé si estás casado, ni si tienes hijos, ni si has estado enamorado alguna vez, ni la edad que tienes, ni por qué viniste a Francia, ni cuál es tu verdadero nombre, porque no puede ser Paso Real. De lo único que hablas es de música y de tu anciana abuela.

–¿Anciana? ¿Qué te hace pensar que Sarita sea una anciana? – preguntó sorprendido Pancho, ignorando todas las demás preguntas-. Mi abuela era una mujer muy hermosa, tendría unos cuarenta años cuando trabajaba en la calle. No podía haber sido mayor, a causa de la leche.

–¿Leche? – repitió Cecil intrigada. Pancho poseía la capacidad de atraerla hacia un mundo propio obsesivo y estrafalario, en medio del cual se disolvían sus problemas.

–¿Quieres saber de mí? Hoy te contaré cómo recibí una educación que fue completamente distinta de esa asepsia americana en la que tú te educaste. Cada mañana me levantaba, tomaba el desayuno y salía… no para ir a la escuela, sino a El Once, un barrio judío de Buenos Aires lleno de peleterías, mercerías y pequeñas fábricas de artículos de cuero. Solíamos detenernos en una puerta, y ella me empujaba para que entrara primero, pues yo era tan encantador… un guapo muchacho con una maravillosa sonrisa. Todos me querían.

–Naturalmente.

–Naturalmente. Con mi cháchara, siempre conseguía que nos dejaran entrar. El propietario solía ser un caballero respetable y de mediana edad, y Sarita coqueteaba un poco con él, y luego decía: «Señor, enséñeme un billete de mil pesos que haya pasado por la palma de su mano y le leeré el futuro». Si el hombre era curioso y crédulo, e incluso un poco supersticioso, se sacaba el billete de la cartera y se lo daba. «Señor», decía Sarita, «una hermosa dama de piel morena le aguarda para amarle como siempre ha deseado que le amen, pero tendrá problemas si permite que un hombre de pelo claro entre en su casa primero. Grandes, grandes riquezas serán suyas antes de dos lunas».

–Muy original -murmuró Cecil secamente.

–¡Ah, pero funcionaba! Cuando Sarita ponía en marcha su música, el hombre se encontraba en las nubes, y cuando ella la apagaba, sentía como si se bajara de una alfombra mágica. A veces se olvidaba de su billete de mil pesos. Si se atrevía a pedir que se lo devolvieran, Sarita se enfadaba mucho, muchísimo. En medio de esa furia, se abría la blusa, sacaba un pecho hinchado de leche y se pellizcaba el pezón como si fuera a mutilarse. ¿Y qué crees que ocurría a continuación?

Un tanto molesta, Cecil agitó la cabeza.

–¡Esto! – Pancho metió la mano en la jarra, y con el dedo y el pulgar salpicó expertamente un chorro de jugo sobre la mano de Cecil-. Una salpicadura de leche aterrizaba directamente sobre el billete. Comprendes, en aquella época, en Argentina, mil pesos eran mucho dinero.

«¡Qué porquerías estáis haciendo con mi dinero!», gritaba el encargado de la tienda o el peletero. «Señor, le he bendecido mil pesos. ¿Me los da o no?» Y siempre se los daban, pues nadie quería tocar el dinero manchado por su leche. Al principio yo estaba muy avergonzado. Veía el odio y el disgusto en la cara de esos hombres. Era algo sexual, ¿comprendes?

–¿Pero cómo podía hacerlo? ¿Es que siempre hacía de ama de cría?

–Casi siempre. Mi madre, que era la mayor, nació cuando Sarita sólo tenía catorce años. Después de eso, cada dos o tres años había un nuevo bebé.

–¡Qué persona tan horrible para educar a un niño!

–¡Sarita no era una persona horrible! Me cuidaba muy bien, me quería. Era yo el desagradecido… rehusé permanecer en su mundo.

–¿Dónde estaba tu madre todo ese tiempo?

–Era la mujer más guapa de todo Buenos Aires, una bailarina de flamenco llamada La Mariposa. Todos los hombres que la veían bailar se enamoraban de ella. Y yo igual, sólo que era mi madre, y yo creía que ella sólo me pertenecía a mí. Me enteré de lo equivocado que estaba cuando se escapó a París con un francés treinta años mayor que ella. Yo era apenas un muchacho, y nunca volví a verla. Lo cierto es que no me dejó nada más que mi música.

–¿Esa es la razón por la que viniste a Francia? – preguntó dulcemente Cecil-. ¿Para encontrar a tu madre?

Pancho esbozó una sonrisa. Sus hermosos y nivelados dientes brillaron como ídolos ante su cara pintada.

–¿Entonces te ha gustado mi historia, querida*? ¿Te ha parecido lo suficientemente bohemia? ¿Es ésta la manera en que crees que viven los gitanos? ¿No te parece romántico y salvaje, perfecto para asustar a las pequeñas vírgenes vestidas de blanco de camino a su primera comunión?

–¡Oh, eres imposible! ¡Tan pronto eres encantador como un demonio!

–¿Entonces no te gusto?

–Puede que me gustes mucho. – A la vista de la maliciosa sonrisa de Pancho, Cecil añadió en seguida-, pero no confío en absoluto en ti. Nunca dices la verdad.

–A veces es mejor confiar en mentirosos y ladrones y estar en guardia contra los ciudadanos honestos.

La imagen de los Schomberg pasó por la mente de Cecil, pero Pancho no podía estar refiriéndose a aquellos sinvergüenzas en particular. No sabía nada de ellos. A pesar de su llamativo maquillaje, Pancho se mostraba ahora tan solemne como un juez. Ningún disfraz, comprendió Cecil, podría competir jamás con su extraordinaria habilidad para introducirse en cualquier personalidad que encajara con sus necesidades del momento.

–Y ahora, chica*, ¿quieres decirme qué es lo que te preocupa tanto?

Cecil vaciló, luego dijo:

–Quizás esta noche. Probablemente te hayas convertido en un sacerdote confesor, y entonces no tendré opción.

–No quiero ser un cura para ti. Se me ocurren otros papeles mucho más divertidos.

–Detesto destrozar tus esperanzas, pero voy a salir a tomar un poco el aire. Este aire tan cargado me marea un poco. – Naturalmente, Pancho sólo bromeaba, pero Cecil sentía algo casi eléctrico que los conectaba, y eso la asustaba-. Si quieres te llamaré a medianoche, cuando acabes el último show.

-Hey, Jean-Luc, esta pelirroja tan sexy va a llamarnos a medianoche. ¿Eso no te sugiere algo? Sí, pero primero iremos a un restaurante, los tres juntos. ¡Jean-Luc dice que esta noche te librará del imbécil del gitano! Hasta entonces, debes prometerme algo.

–¿El qué?

–Tener mucho cuidado. Hay mucho criminal en estas calles, mala gente.

–Eres ya la segunda persona que me lo advierte. De todos modos, no debes preocuparte en absoluto -añadió Cecil solemnemente-. He decidido llevarme a tu amigo Jean-Luc para que me proteja de todos los chiflados y delincuentes.

Las palabras de Pancho resonaban en la mente de Cecil mientras se deslizaba por las calles tortuosas y entrelazadas del barrio antiguo. De nuevo le asombraba lo italiana que resultaba aquella ciudad. Si Burdeos le había parecido una ciudad cerrada, casi inglesa en su reserva, Niza era cien por cien Nápoles. De colores vivos, con la colada colgando ante casi todas las ventanas, y desde por la mañana hasta la puesta de sol verbosas matronas desplegaban recetas, enfermedades familiares y asuntos amorosos junto con sus ropas húmedas. Después de la aterciopelada y callada atmósfera del Negresco, el barrio antiguo le parecía a Cecil la verdadera vida.

Aquella fría tarde, las calles estaban anormalmente apagadas. Era lunes, y las persianas y puertas metálicas de las tiendas estaban cerradas; algunas escasas personas se aprestaban a luchar contra el viento. Cecil subió un corto tramo de escaleras, giró hacia una calle aún más estrecha y se dio cuenta de que estaba siguiendo a una dispersa jauría de perros. Trotaban delante de ella a paso vivo, como si se dirigieran a algún lugar en concreto dentro de un laberinto de plazas y calles tortuosas.

Cecil comenzaba a lamentar haber dado ese paseo en lugar de dirigirse directamente al hotel. No había mentido al decirle a Pancho que estaba mareada; lo que no había querido revelarle era que tenía una cita a las seis en el hotel. Pancho era celoso y posesivo, y cuanto menos supiera del asunto, mejor.

Iba siendo tarde y la luz invernal se desvanecía rápidamente. Apoyada contra la puerta cerrada de una tienda de pasta había dos jóvenes extremadamente delgados, con las caras en la sombra y las manos hundidas en las profundidades de sus bastos pantalones de faena. Cecil oyó una llamada apagada y disimulada a medida que pasaba; dio un rápido giro que la llevó a otra plaza también vacía. Sólo había una salida, unos escalones de piedra que conducían a un túnel de negra oscuridad.

Cecil se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. Las calles estaban completamente desiertas, pero podía oír los ecos de unos zapatos golpeando contra el empedrado, unas voces lejanas y apagadas. Alrededor de ella había vida, ¿pero dónde? De pronto tuvo la impresión de que las pisadas estaban directamente detrás de ella, que se detenían cuando ella se detenía, que se movían cuando ella se movía. Lanzó una mirada aprensiva por encima de su hombro, pero sólo percibía los leprosos muros de un claustro de edificios. El miedo se apoderó de ella. ¿Por qué había llegado a imaginar que encontrarse en medio de un vecindario poblado de gente pobre la haría sentirse segura? El largo brazo de los Schomberg llegaba a todos los rincones de Francia, incluso a los más humildes.

Ahora podía oír las pisadas claramente; quizás estaban media manzana detrás de ella, y moviéndose a su misma cadencia. En su mente, Cecil vio a una mujer: Edith-Ann, con su sombrero frisbee blanco y las gafas de plástico verde que ocultaban sus ojos fríos y rasgados. En una de sus manos enguantadas se veía algo afilado y puntiagudo que titilaba a la débil luz.

Cecil comenzó a correr, chocando con el manillar de una bicicleta aparcada contra una pared. Detrás de ella también corrían otros pies. A cada giro Cecil se encontraba en otra plaza y en otro tramo de escalones. Por encima del plano tejado de un edificio que había delante de ella, Cecil vio la cúpula iluminada de una iglesia. Sólo con que supiera qué dirección tomar, podría refugiarse allí. La iglesia estaría abierta para la función de la tarde; habría alguien dentro, un cura, un fiel, un mendigo intentando escapar del frío.

Cecil atisbo una figura no lejos de ella; no era Edith-Ann, sino un hombre, y cuando pasó bajo una farola, vio que era un tipo enorme, con el pelo grasiento y reluciente. Llevaba un sobretodo azul y una chaqueta gruesa y acolchada. Su aspecto era físicamente tan tremendo que Cecil se quedó helada de miedo. Se apretó contra el edificio, preparada para gritar. En nombre de Dios, ¿dónde estaban todos los transeúntes? Se hallaba en una ciudad muerta, la Venecia de una obra de misterio.

Cuando el hombre llegó a su altura, la agarró por los hombros y la empujó hacia atrás contra la jamba de una puerta. La mantuvo inmóvil entre sus dedos como tenazas, apretando su cuerpo contra el de ella. Cecil percibió un apestoso olor de ajo contra sus mejillas.

–¡Déjeme ir o gritaré!

En su terror, Cecil había olvidado su francés. Apenas podía pronunciar las palabras en inglés. El hombre le susurraba la misma palabra una y otra vez, pero Cecil no podía comprenderla.

-Je t'ai demandé, combien! Tout le temps, tu t'est tournee vers moi. Ne joue pas la comedie maintenant.

Finalmente, a través de la nube de miedo que ensombrecía su mente, Cecil se dio cuenta de lo que estaba diciendo.

–¿Me está preguntando que… cuánto? – comenzó a reír de manera incontrolable-. Cree que soy una… una chica de la calle, ¿no es eso? Oh, eso es demasiado… divertido. Perdóneme… no es de usted que me río…

El hombre le lanzó una terrible mirada durante otro instante, y luego, como el suelo abriéndose en un terremoto, su cara dejó asomar las líneas de una feroz sonrisa.

–¿Es usted inglesa? ¿Turista? Creí que… ah, sí, ¡es muy divertido!

Ahora él también estaba riéndose; soltó los hombros de Cecil para cubrirse la boca, que burbujeaba de alegría, y en aquel instante Cecil se dio la vuelta y corrió. Sus pies volaron por el empedrado. No se detuvo ni por un instante a comprobar si su gigantesco pretendiente la seguía. Todo el miedo de Cecil había retornado, y sólo podía pensar en aquellos dedos como morcillas hundiéndose en su carne.

Finalmente, su huida la condujo a una calle más ancha en la que había unas pocas tiendas y restaurantes abiertos. Jadeaba, por lo que tuvo que detenerse a descansar. Un tanto mareada, se apoyó contra el tenderete de una verdulería hasta que consiguió controlar su respiración, y a continuación le pidió al bigotudo dueño de una tienda que le indicara el camino. Cinco minutos más tarde se encontraba en la pequeña y familiar calle de su hotel.

Cecil vio que eran las seis menos cuarto. Dentro de quince minutos tenía una cita con Serge. La había llamado al mediodía, e insistía en verla aquella tarde; todo el día Cecil había experimentado unos ambiguos sentimientos por lo que se refería a aquel encuentro, lo temía y deseaba al mismo tiempo. Y ahora, allí estaba, casi desmayada a causa de un estúpido incidente en la calle.

Cecil caminó rápidamente hacia la angosta entrada de su hotel cuando vio que alguien estaba de pie delante de ella, bloqueándole el paso. ¡Dios mío, Alan Mueller!

–¡Cecil!

El entrenador de tenis se dio la vuelta. Por una vez no sonreía; de hecho parecía fuera de sí de rabia, aunque Cecil no podía imaginarse por qué motivo.

–¿Dónde ha estado todo este tiempo? – preguntó en tono acusador.

–Salí a dar un paseo. ¿Y usted que hace aquí?

–Vine a las tres para hablarle de algo importante. Acababa de salir, y cuando intenté alcanzarla, se desvaneció en el aire.

–Bueno, aquí estoy -dijo Cecil irritada.

–Bueno. Vamos. – Alan le agarró fuertemente del brazo y tiró de ella para sacarla del hotel.

–¡Déjeme! ¡Me está haciendo daño!

–Lo siento. – Alan aflojó la presión, pero siguió arrastrándola hacia una de las oscuras callejas-. No ponga esa cara de preocupación, no la estoy secuestrando ni nada parecido. Sólo quiero que vayamos a tomar algo caliente.

Cecil se imaginó el enorme morado que se le estaba formando en el brazo derecho en aquellos momentos. Primero Pancho actuando como un tonto, luego el maníaco del sobretodo persiguiéndola, y ahora Alan Mueller. Era demasiado para un día tan corto.

–¡Por qué no prueba antes a pedírmelo! No me gusta que me arrastren de esta manera, Alan. Y, además, a las seis tengo una cita en mi hotel. ¿Es para esto que me ha estado esperando toda la tarde… para hacer de Rambo y llevarme a tomar una copa?

–No tenía intención de hacerle daño. Sólo estoy frustrado porque me gusta usted muchísimo y nunca puedo encontrarla. Si no supiera que no es cierto, pensaría que intenta evitarme.

A la luz de la farola que había en la calle, Cecil vio cómo retornaba la sonrisa familiar de Mueller. Tuviera o no acento mediterráneo, el hombre parecía un enorme y amistoso pastor alemán; nunca había conocido a nadie tan canino. Ni que le fastidiara más. Puede que Cecil se equivocara desilusionándole de aquel modo; Alan poseía una cualidad de perro guardián que quizá llegara a resultarle muy útil.

–Muy bien, Alan, pero no puedo quedarme más de cinco minutos. Vayamos a ese bar a la vuelta de la esquina, no dispongo de más tiempo.

–De ninguna manera. No quiero sentarme en ese asfixiante lugar lleno de árabes. – El tono hosco de la voz de Alan asustó a Cecil. Sus labios retrocedieron dejando entrever sus grandes dientes en los que de pronto más pareció el gruñido de un lobo que la feliz mueca de un perro. Casi parecía siniestro-. Vamos a la plaza.

–Alan, no me está escuchando.

La paciencia de Cecil se estaba acabando. Frenó el paso, intentando hacerlo retroceder, pero él la arrastraba hacia el túnel de aquel callejón oscuro como la noche. Y lo que era más, Cecil estaba segura de que no se encaminaban hacia una calle principal, sino de regreso hacia la desierta zona del barrio antiguo.

Una figura emergió de otra estrecha calleja, y una voz indolente y burlona la llamó.

–Vaya, Cici, parece como si este individuo te llevara a alguna parte a la que no quieres ir. Si eso es cierto, entonces me veré obligado a intervenir en tu ayuda.

–¡Serge!

Cecil jamás se había alegrado tanto de ver a alguien. Alan le soltó el brazo al instante, y se apartó de modo que su cara quedara parcialmente iluminada por el neón de un restaurante; la mirada de perro amistoso aparecía de nuevo en su cara, pero Cecil ya se había olvidado de él.

–No pongas esa cara de asombro, Cici -dijo Serge-. Simplemente iba de camino a tu hotel, que según creo está al final de esta calle fría y lúgubre.

–Toda la tarde me he estado preguntando cómo me habías encontrado.

–Oh, soy bastante buen detective cuando me lo propongo. Llamé a nuestro amigo común a Moscú. – Hizo una pausa y lanzó una mirada sospechosa en dirección a Mueller-. No tenía ni la más ligera idea de dónde estabas, pero me dio un número de Dallas, y allí hablé con una mujer de ascendientes hispanos que parece saber mucho de mí, y nada que sea particularmente bueno. Me costó mucho convencerla para que compartiera conmigo tu actual paradero.

–Me asombra que te tomaras tantas molestias. Por mí, quiero decir.

Serge se la quedó mirando con expresión burlona, y Cecil sintió como se ruborizaba de vergüenza.

–Cici, ¿no vas a presentarme a tu gigantesco amigo?

–Qué hay, muchacho. Soy Alan Mueller. – Alan alargó una enorme mano para que se la estrechara, colocando al mismo tiempo un brazo alrededor de los hombros de Cecil en señal de posesión-. Tiene razón, hace demasiado frío como para que Cecil esté aquí de pie, en la calle. Ella y yo tenemos algo muy importante que tratar, de modo que le sugiero que vuelva mañana.

–Al contrario, soy yo quien tiene una cita con Cecil -replicó suavemente Serge-. Sea buen chico y esfúmese.

Cecil vio que Alan se ponía rígido, pero su tono era aún cordial cuando dijo:

–No he entendido su nombre.

–No se lo he dicho. Llámeme Serge, si quiere. Cici, ¿qué quieres hacer?

–Ir a algún lugar más caliente. – Perversamente, dejó el brazo de Mueller donde estaba-. No hay ninguna razón por la que no podamos ir los tres a tomar una copa juntos, ¿no os parece?

Viendo que no había manera de librarse de Serge, Alan Mueller fue en cabeza del pequeño grupo durante unos doscientos metros, a través de un laberinto de callejas, hasta llegar a los árboles y a las antiguas arcadas de piedra de la Place Garibaldi. En la entrada del vivamente iluminado Café de Turin, Alan se detuvo y le susurró a Cecil:

–¿No puede librarse de él? Tengo que hablarle a solas. Es importante.

Cecil se encogió de hombros; no veía razón para despachar ni a Alan ni a Serge. La verdad es que disfrutaba con la situación. Hacía calor en el café, y la parte del fondo estaba atestada. Por todas partes había gente ocupada en picotear de inmensas fuentes de mariscos; las voces llegaban como el rugido del mar.

–El servicio aquí es notoriamente lento -le dijo Serge a Alan con una sonrisa conciliadora-. Sea buen chico y vaya a pedir a la barra, ¿quiere?

–¿Por qué no va usted? Ha sido el último en llegar -gruñó Alan.

–¡Oh, por amor de Dios, deje de discutir y vaya! – dijo Cecil-. Y traiga también una botella de Evian. Me está entrando un dolor de cabeza terrible y necesito una aspirina.

Alan miró a Serge de modo beligerante, luego se levantó y se abrió paso a través del gentío hasta la barra que había en la sala contigua.

De inmediato Serge se inclinó hacia adelante y tomó la mano de Cecil.

–¿Me has echado de menos? No he hecho más que pensar en ti desde aquella noche en el Negresco.

–Eres el amante fantasma personificado, ¿no es eso? Una aparición y luego semanas, meses o años de abandono. Pero, naturalmente, jamás dejas de amarme durante esas interminables ausencias.

–Cici, te debo una disculpa, pero éste no es el momento, no con ese pajarraco interrumpiendo a cada palabra. Sé que debería haberte llamado inmediatamente, pero la historia que me contaste era tan extravagante que necesitaba un poco de tiempo para acostumbrarme a ella.

–Así que por fin has decidido que te gusta como suena. – Cecil retiró su mano, irritada.

–Sería difícil para mí seguir dudando en las circunstancias actuales. Querida, ¿no has leído los periódicos de hoy?

–Apenas les he echado un vistazo desde que llegué al Negresco. He tenido suficientes problemas personales como para preocuparme del resto del mundo. – Cecil detestaba el tono de autocompasión que había en su voz.

–Pobrecilla, lo has pasado terriblemente mal, pero te juro que todo ha terminado. A partir de ahora lo solucionaremos juntos.

–¿Lo solucionaremos juntos?

–Cici, una firma de abogados suizos ha puesto anuncios en todos los periódicos de Europa pidiendo que te pongas en contacto con ellos. Un periodista francés de Liberation metió la nariz en el asunto, y de algún modo descubrió que el anuncio se refería a la fortuna de los Schomberg y de que existía un heredero desaparecido. La historia está ocupando las primeras páginas de todo el mundo. Incluso Mica lo ha visto.

–Todo el mundo menos yo.

–Supuse que así sería. No te enteraste del accidente de los Schomberg, y eso que fue la noticia más importante en Francia. Escucha, tenemos muchas cosas de que hablar. Despide a tu amigo para que podamos estar solos.

–Serge, estoy tan confusa. – La cabeza le daba vueltas; apenas distinguía los marcados y hermosos rasgos de Serge-. Edith-Ann Schomberg vino a verme al Negresco. Quería obligarme a abortar. Dijo que no tenía ninguna opción, ya que Christine y Frederick no dejaron ninguna prueba escrita de que el bebé fuera suyo.

–O estaba mintiendo o no sabía nada de ese testamento en Suiza. Buen Dios, no lo hiciste, ¿verdad?

–¿El qué?

–Abortar.

–Tienes razón, muchacho. Es condenadamente difícil conseguir que te sirvan aquí. – Alan Mueller colocó encima de la mesa una bandeja que contenía tres tazas a rebosar de chocolate caliente y una botella de Evian. A continuación se dirigió a Serge-: Escucha, tío, seguro que Cecil tiene hambre. ¿Qué me dices de darte un paseíto hasta la sección de pastelería y traer un par de croissants? Sólo está un par de metros más allá.

–No tengo hambre, Alan – le cortó Cecil rápidamente.

–Bueno, yo sí. ¿Qué me dices, Serge?

–Luego -fue la breve réplica.

–Por favor, no empecéis a discutir por algo tan estúpido como los croissants -dijo Cecil. Con una mano todavía temblorosa, cogió una de las tazas y tomó un poco de chocolate. ¡Se sentía tan extraña! Su mente daba vueltas con la información que Serge acababa de proporcionarle; necesitaba saber los detalles, y aun así no se veía capaz de reunir la energía suficiente como para librarse de Alan Mueller. Y además éste tenía razón, estaba hambrienta. En su estómago vacío, el chocolate le estaba sentando fatal. ¿O ya se sentía así antes de entrar en aquel café lleno a rebosar y donde hacía un calor espantoso?

Cecil se volvió hacia Serge para pedirle que ordenara algo para comer, pero él y Alan estaban demasiado ocupados intercambiando insultos muy poco velados. Sus voces, observó indiferente Cecil, le llegaban de lejos, de muy lejos.

La situación era grotesca: ¡Serge y Alan peleando por una mujer que estaba embarazada de cinco meses! Serge y Alan, y Pancho. ¿Estaba alguno de ellos verdaderamente interesado en ella como persona? Todos sin excepción estaban obsesionados por el heredero de los Schomberg. No, eso no era justo: el perseverante entrenador de tenis no había dado el menor indicio de haberse dado cuenta de su estado. Todavía se mantenía delgada, tanto que por fin podía comprender todas estas historias de bebés encontrados en los cuartos de baño de los dormitorios de los internados sin que nadie fuera capaz de decir cuál de las chicas había estado embarazada.

–Perdonadme -dijo, levantándose precipitadamente de la banqueta-. Vuelvo en seguida.

–Cecil, ¿te encuentras bien? – Iré contigo.

–Déjala sola, ¡no te ha pedido ayuda! – Al diablo contigo…

–¿No te das cuentas de que no quiere saber nada contigo?

Cecil escapó hacia el salón contiguo. Estaba igual de abarrotado e incluso hacía allí más calor, parecía incapaz de respirar. Se apoyó en la barra e intentó detener a un camarero para preguntarle dónde estaba el servicio, luego decidió que lo que necesitaba era aire fresco. Se abrió paso a codazos a través de la multitud y llegó a la puerta principal. El aire frío la golpeó brutalmente, como si hubiera entrado en la noche siberiana.

¿Qué le estaba ocurriendo? El dolor… Procedía de ninguna parte, y ya era como un cuchillo atravesando su abdomen y empujando hacia el lugar en donde el corazón golpeaba contra la jaula de sus huesos. Le dolía tanto que no podía moverse; se quedó de pie en la esquina de aquella calle oscura, balanceándose, temblando como una víctima de la malaria, sus piernas tan inútiles como miembros de goma.

–¿Necesita un taxi, señora?

El perfil del coche apenas era visible en la niebla. Sólo que aquella noche no había niebla en Niza, de eso estaba segura. ¿Era el velo que había delante de sus ojos lo que hacía que los árboles sin hojas de la Plaza Garibaldi quedaran enfocados brevemente, oscilaran y luego desaparecieran? Dio un paso vacilante en dirección a aquella voz sin cuerpo. Ninguno de sus sentidos funcionaba ahora, excepto el que le indicaba que estaba sufriendo un dolor atroz.

–Por favor -susurró-. Soy incapaz de abrir la puerta del coche.

–No debería salir sin abrigo en una noche así, señorita. Vamos, sólo un paso más. Eso es, ya casi hemos llegado.

Cecil tropezó y cayó hacia adelante en el interior de la oscura caverna del coche. Cuando oyó que la puerta se cerraba detrás de ella, dejó que su cabeza se apoyara en la fría tersura del cristal de la ventanilla. Dejó caer sus párpados insoportablemente pesados sobre sus ojos embotados de dolor.

Antes de que un velo cubriera el último rincón de su mente, fue capaz de hacer una pregunta.

–¿Dónde… me… lleva?

Si el conductor se lo hubiera dicho, Cecil nunca lo hubiera oído. Estaba inconsciente.

Desde el primer momento de existencia, sus células poseen una especie de inteligencia propia. Algo en el propio blastocito había conocido, recordado. Incluso antes de eso, en el instante en que el esperma surcaba el túnel sin fin y caía dentro de un vacío, en el instante en que el óvulo era arrancado de su cálido y apretado refugio para que volara a través del espacio en un viaje solitario, ya había poseído una especie de ser, de continuidad.

La memoria celular se vuelve más débil a medida que es reemplazada por la más compleja y dominante memoria del cerebro. Los dos métodos de conocimiento todavía existen en aquel momento; sin embargo, y tanto el que va a menos como el que va a más, funcionan a niveles de prodigiosa eficacia. Ambos han llegado al apogeo de sus posibilidades debido al estímulo emocional de un terror total y absoluto.

En aquel instante, junto a su cuerpo, hay una espada o un clavo o una broqueta, un cuchillo de punta afilada o una aguja, algún instrumento de muerte. Esa cosa se mueve rápidamente: se clava, retrocede, se clava de nuevo. Cada estocada convulsiona y galvaniza su propio corazón como si ya hubiera sido apuñalado. Vibrando como cables de alta tensión, sus nervios hacen que el cuerpo se agite a izquierda y derecha, arriba y abajo, siempre una fracción de centímetro fuera del alcance de la cosa que quiere matarlo.

El cordón umbilical rojo sangre y a listas lívidas y blancas es su único salvavidas y allí se aferra cuando la cosa le roza el pecho, junto al corazón. En un patético intento por hacerse más pequeño, acerca las rodillas a la barbilla. Todo su cuerpo está alerta, cada célula, cada músculo, cada nervio se tensan para escapar a aquello que lo ataca de manera tan inexorable.

Si el peligro está allí, y luego fuera, ella debe de saberlo también. Y aun así no hace nada. El cuerpo de ella no se mueve. Está tan inmóvil como la misma muerte.

Levanta un menudo pie y da una débil patada contra la pared. Ahora le suplica, le suplica que se despierte, le suplica que se mueva, suplica por su vida.

De todos modos, no va a haber piedad, pues la afilada punta se lanza una y otra vez contra el cuerpo de la mujer y apunta directamente hacia su boca abierta.

Capítulo 29

Cimiez, Niza

Tenía las manos y los tobillos atados por medio de correas de cuero, y un chorro de luz caliente le empapaba la cara. Estaba en una cárcel o en una comisaría; un hombre la torturaba. Sentía un dolor punzante en el vientre, como si la estuvieran apuñalando repetidamente, sólo que el dolor no procedía del exterior, sino del interior de su carne, cientos de diminutos cuchillos desgarrándole los vasos y los tejidos para alcanzarle la piel.

Gimió y abrió los ojos, parpadeó una vez, volvió a cerrarlos. A través de ranuras atisbaba los rizos en espiral de la oscura cabeza del hombre inclinado sobre su vientre desnudo. ¿Quién era? ¿La imagen de un sueño? ¿Su torturador?

Como si hubiera percibido que estaba despierta, el hombre alzó la cabeza y la miró a los ojos. Tenía unas cejas duras como alambres y espesas; unos ojos marrones y mates; una boca carnosa y arqueada de Cupido.

Le conozco, pensó Cecil, ¿pero quién es? ¿dónde estoy?

–No se mueva. Todo irá bien -la voz era confortadora, amable-. Vuelva a dormirse como una buena chica.

–El bebé me está dando patadas -dijo ella-. Me hace daño.

–Relájese. Pronto se sentirá mejor.

–Usted es el doctor López, no es cierto.

El doctor volvió la cabeza hacia su vientre. Cecil le oyó reírse entre dientes.

–Lo era cuando me fui de casa esta mañana. Al menos eso creía mi mujer.

Un grito rasgó la calma de la habitación; le siguió el lastimero gemido de un animal enfermo. ¿Era posible que aquellos terribles sonidos procedieran de su garganta?

–¿Qué ha ocurrido, Mademoiselle?

El doctor tocó la ardiente sien de Cecil con la frialdad de la palma de su mano.

–Es terrible, no puedo soportarlo. Por favor… deme algo.

Él se encontraba entre ella y la brillante luz; apenas podía verle la cara.

–¿Cómo he llegado aquí? ¿Porqué estoy atada de pies y manos?

–Por favor, intente volver a dormirse. – El doctor López se movió ligeramente, y Cecil vio que llevaba una bata blanca. En una mano sostenía una jeringa con una aguja extremadamente larga. Ya había visto aquello antes, ¿pero dónde?

–¿Qué… qué está haciendo conmigo?

–Acabo de completar la prueba que le pedí que se hiciera en diciembre.

–¿Qué prueba? No lo recuerdo.

–¿Ve usted la pantalla? Es una imagen por ultrasonidos de su vientre. He penetrado en la pared uterina y he tomado una muestra de la sangre del bebé a través de la vena del cordón umbilical. Todo esto ha ocurrido mientras dormía. El laboratorio acaba de traer los resultados, y es exactamente lo que yo sospechaba. Me veré obligado a practicarle una transfusión de emergencia, de nuevo a través del cordón umbilical. Siento tener que decirle que su bebé se halla en un estado de extrema gravedad.

–¿Es por eso que me encuentro tan… tan mal?

–Claro que eso tiene que ver, pero también está usted muy tensa. Mire, observe donde la estoy tocando… tiene el vientre tan duro como una pelota de fútbol. Tiene que relajarse.

–No puedo… estoy tan asustada…

–¡Oh, Mademoiselle Gutman! – Su exuberancia mediterránea parecía estar regresando en todo su esplendor-. ¡Sólo con que se hubiera hecho esta prueba en diciembre, tal como le recomendé! ¡Podríamos haber tenido una oportunidad de salvar al niño! ¡Qué lástima! ¡Qué terrible lástima!

–¿No me dirá que…?

–Haré todo lo que esté en mi mano, pero no puedo garantizarle los resultados. La situación es crítica, muy crítica.

–Doctor, he pasado un infierno por este niño. No puede… dejarle morir.

–Sólo le queda confiar en mí. Relaje sus músculos, por favor. No es un método doloroso.

Cecil cerró los ojos y luego los abrió en un sobresalto cuando algo hurgó de nuevo en la pared de su estómago. Tal como el doctor López había predicho, la aguja en realidad no le hizo daño -debía de haberle anestesiado la piel con algo- pero aun así no le gustaba esa sensación. Observó la pantalla de ultrasonidos y ahogó otro grito. Ahí estaba el feto, una criatura pequeña y borrosa, pero perfectamente reconocible.

¿Qué hacía en aquellos momentos? Con una mano asida a un objeto delgado y luminoso, que Cecil imaginó era el cordón umbilical, ¡hacía cabriolas! Saltaba sobre un pie y se movía bruscamente a la derecha; saltaba sobre el otro y se movía a la izquierda, todo el tiempo agitando la mano libre como para mantener el ritmo de su extraña danza. Era lo más extraordinario que Cecil había visto nunca. El bebé nunca parecía relajarse, ni por un instante abandonaba su baile casi ritual. Sólo que, naturalmente, no estaba bailando; se trataba de una ilusión óptica que a Cecil le producía esa impresión.

Incluso podía distinguir el confuso perfil de la cabeza del bebé. Si hubiera estado dotada de una visión con rayos X, ahora la estaría mirando a ella directamente. ¡Qué extraño! Naturalmente ella sabía que sus ojos estaban cerrados del todo, y aunque no lo estuvieran, no era posible que su mirada se fijase fuera de la pantalla. No había manera de que el feto supiera que ella estaba observando en la pantalla su ballet febril y casi patético.

De pronto Cecil observó la aguja. Era poco más que un fino punto en el borde de la pantalla, pero aun así eso la estremecía. Sus ojos la engañaban de nuevo: el feto parecía coordinar sus agitados movimientos con los de la aguja, como si a toda costa intentara evitarla.

Cecil dejó que su cabeza cayera hacia atrás, sobre el plano reposacabezas. Quería seguir el consejo del doctor López y dormirse. Observar el constante parpadeo de las imágenes en blanco y negro la había dejado agotada. Sin embargo, una vez hubo cerrado los ojos de nuevo fue vencida por el dolor. No la había abandonado ni por un instante desde que sintiera por primera vez su punzante intensidad en aquel café atestado y caluroso. Y no podía pensar en nada más.

Había estado allí con… Dios mío: con Serge y Alan. Ahora lo recordaba; les había dejado en la Place Garibaldi sin la menor explicación. ¿Qué había hecho a continuación? Un taxi… sí, eso era. De algún modo había tenido suficiente presencia mental para decirle al conductor que la llevara a aquella clínica. Al menos había hecho algo bien. Si alguien podía ayudarla era el doctor López. Era una de las pocas personas en el mundo que querían ver vivo al bebé.

–¡MALDITO SEA!

Las palabras fueron pronunciadas con una furia intensa y silbante. Los asombrados ojos de Cecil se abrieron. Sólo podía ver la cara del doctor, convulsa por la ira mientras permanecía doblado sobre ella, manipulando con la jeringa. En la pantalla, el feto todavía proseguía con su baile tan poco natural, siempre girando una fracción de centímetro fuera del alcance de la aguja.

Debe de estar muy cansado, pensó Cecil en un arrebato de desesperación. No puede seguir así por mucho más tiempo, la aguja le alcanzará tarde o temprano. ¡No! Todo esto es sólo mi imaginación. Toda esta frenética actividad en la pantalla no es sino el resultado de movimientos torpes y al azar por parte del bebé.

En aquel momento, le sucedió a Cecil algo extraordinario y del todo inesperado. El miedo del bebé penetró en su propia corriente sanguínea, la inundó como si de pronto se derrumbara la puerta de una presa. A pesar de todo su dolor, su mente comenzó a funcionar de nuevo. Sus músculos se tensaron, dispuestos a actuar.

¿Por qué, se preguntó por primera vez, estaba en aquella pequeña sala -un vulgar consultorio- en lugar de una mesa de operaciones? ¿Y por qué el doctor López llevaba a cabo un peligroso procedimiento sin haber obtenido antes su permiso? Nadie le había dado nada para firmar al entrar; se encontraba demasiado mal para eso. Firmar… ¿Qué había dicho Edith-Ann Schomberg? «Le entregaré el cheque cuando haya firmado el permiso del médico.»

¿Era el doctor López el hombre a quien Edith-Ann la iba a llevar aquel fatídico día?

No, eso sería demasiada coincidencia, sólo que la última vez que había sufrido aquel dolor súbito y terrible, había sido el doctor López quien había aparecido mágicamente a su lado.

La cara del doctor todavía estaba marcada con lo que parecía una terrible furia, la ira de un hombre enfrascado en una prolongada y brutal lucha que estaba desesperado por vencer. Agarraba la jeringa como si fuera una pistola de calafatear, sus dedos aplastados ocultando completamente el fluido blanquecino que Cecil había observado antes en la jeringa.

De nuevo su mente se disparó. ¿No se suponía que la jeringa debía de estar vacía? ¿No le había dicho el doctor que era para sacar sangre del cordón umbilical? ¡Oh, aquello era estúpido! Se había quedado inconsciente varias veces. ¿Cómo podía tener la esperanza de seguir un método tan complicado? Y aun así, tenía derecho a saber exactamente qué estaba haciendo el doctor. Había dicho algo más, algo acerca de una transfusión directamente al cordón umbilical. Pero no era el cordón umbilical lo que parecía estar buscando con la afilada punta de su aguja, sino el feto. Casi, podía haber jurado en los momentos de mayor claridad mental, el corazón del mismo.

¿Qué había en la jeringa? ¿Qué era ese líquido blanquecino que el doctor López estaba tan determinado a inyectar dentro del cuerpo del bebé, en el interior de aquel punto menudo y parpadeante de la pantalla que con toda seguridad era su corazón?

–¡Ayuda! ¡Dios mío, que alguien me ayude!

El grito fue tan poderoso y estridente que la cabeza del doctor López se agitó con sobresalto y elevó sus ojos pardos, redondos por la sorpresa, hacia la cara de Cecil.

–¿Qué ocurre? ¿Vuelve a sentir dolor?

–Un calambre. Es horrible. ¡Ayúdeme, maldita sea, no se quede ahí! ¡No puedo soportarlo! ¡Haga algo!

Lenta y metódicamente, el doctor retiró la aguja de su vientre y se movió, de modo que él y su jeringa llena de líquido blanquecino quedaron sólo a unos centímetros del sudoroso ceño de Cecil.

–¿Dónde es el calambre? – preguntó acusadoramente.

–Aquí arriba, en el brazo y en el hombro derechos. Sáqueme la correa, sólo un momento. ¡Rápido… o volveré a gritar si no lo hace!

Pero el doctor López no se movió. Su boca de Cupido parecía formar en cada comisura algo parecido a una sonrisa, sólo que Cecil sabía que no lo era. Sus ojos pardos eran de nuevo inexpresivos, y totalmente vacíos de alegría o de cualquier otra emoción.

El corazón de Cecil latía a gran velocidad; apenas podía respirar, tanto era su miedo. Estaba completamente indefensa. Tanto sus brazos como sus piernas estaban atadas a la mesa; nadie en el mundo sabía que estaba allí. Su única arma era gritar, pero el instinto le decía que el doctor podía silenciar sus gritos con toda eficacia mediante el contenido de aquella jeringa de larga aguja que ahora estaba sólo a unos centímetros de su propio corazón.

–Por favor, ayúdeme, doctor -susurró Cecil. Puso voz de niña sumisa y asustada-. Por favor, le prometo que luego me callaré.

El doctor la estudió durante un minuto. Luego, farfullando algo, comenzó a deshacer la hebilla de la correa de cuero que le sujetaba el brazo derecho.

–Tengo que incorporarme, sólo un segundo -dijo Cecil tan sumisa como antes.

Meneando la cabeza con desaprobación, le soltó el otro brazo.

-Mademoiselle Gutman, no está siendo razonable, nada razonable. Me hace perder un tiempo precioso y está poniendo en peligro la vida de su hijo con su manera de comportarse. Me veo en la obligación de llamar a la enfermera y de suministrarle un sedante suave.

–¿Un sedante? – repitió Cecil, con la voz incontrolablemente vacilante. Se incorporó para frotarse el lugar de su supuesto calambre, y, oscilando hacia un lado, casi se cayó de la mesa. Su cabeza daba vueltas como un carrusel desbocado.

–Quédese aquí sin moverse. Vuelvo en seguida.

Todavía sin dejar de observar a Cecil, el doctor López colocó la jeringa cuidadosamente en el interior de una pequeña vitrina de cristal. Luego caminó lentamente hacia la puerta, lanzó una última mirada de desaprobación y salió.

Cecil no podía estar segura de si había cerrado la puerta con llave, pero el miedo la convenció de que así había sido. Jadeando de dolor, se inclinó hacia adelante y desabrochó la primera de las hebillas que sujetaban sus tobillos.

Se hallaba sobre una alta mesa de reconocimiento, con una sábana a lo largo de su superficie metálica. La sala era más pequeña de lo que había imaginado; a excepción de la pequeña vitrina, una silla y el equipo ultrasónico, no había más muebles. Aquello también resultaba extraño. A partir de su experiencia en el hospital de Dallas, Cecil sabía que los médicos generalmente llamaban a un técnico especializado para que se encargara del escáner ultrasónico. El hecho de que el doctor López estuviera solo con ella en la diminuta habitación le resultaba cada vez más siniestro.

Por fin se había soltado las piernas. Las deslizó cuidadosamente a un lado de la mesa y las colocó en el peldaño superior de una pequeña escalera de tijera. De repente, trastabilló, y cayó de bruces. Extendió sus brazos para detener la caída, pero la cabeza golpeó dolorosamente contra la pared. Aturdida y muy asustada, permaneció donde se encontraba, temblando de vértigo.

A medida que su mente se aclaraba gradualmente, Cecil intentaba pensar qué hacer. En primer lugar, el problema de sus ropas: llevaba una bata corta y verde de hospital que se abría revelando su desnudez. No iba a ir muy lejos vestida así, ni aunque pudiera andar. Y debía andar, ya que oía un murmullo de voces en el exterior. Lo más probable es que el doctor López estuviera de regreso con la enfermera y el «sedante suave».

En su desesperación, Cecil recorrió la habitación con la mirada para descubrir que había una segunda puerta acristalada detrás de ella. Todavía apoyándose en la pared para no caerse, dio unos pasos hacia adelante, rezando para que no estuviera cerrada. Cuando llegó a la misma aspiró profundamente varias veces y probó con el pomo. Para su inmenso alivio, vio que no sólo se abría, sino que daba a un pasillo vacío.

Cecil abandonó su cuerda salvavidas, la pared, tropezó y dio un par de traspiés hasta llegar al vestíbulo. De pronto tuvo conciencia de que estaba descalza. Sin zapatos, sin ropa y medio muerta de dolor. Sus expectativas no eran muy halagüeñas.

El breve corredor comunicaba con otro más largo e igualmente vacío. La clínica era una tumba. ¿Dónde estaban los otros médicos, las enfermeras, los pacientes? ¿Qué día de la semana era? ¿Era un día de fiesta en Francia? El cerebro de Cecil rehusaba proporcionar información; era como si cada fragmento de su energía nerviosa estuviera movilizado para llevarla por aquel vestíbulo silencioso y de paredes blancas hacia la puerta que se abría al otro extremo. A medida que caminaba, otros dolores despertaban para sumarse al de su vientre… en su hombro «acalambrado», en su cuello y en sus dos piernas. Otro minuto de agonía y llegaría a la puerta. ¡Escaleras! ¡Escaleras que llevaban al piso de abajo! ¿Cómo se las arreglaría para bajarlas?

Con un sollozo, se deslizó por la pared hasta sentarse en el suelo. Moviéndose lenta, muy lentamente, fue bajando sentada los escalones uno a uno. El viaje fue interminable, y lloraba silenciosamente ante lo desesperado de su situación. La escalera se hacía más oscura; al final fue incapaz de ver nada y colocó un pie desnudo para tocar las baldosas frías y planas. Toda aquella oscuridad sólo podía indicar que estaba en el sótano. Todavía deslizándose hacia adelante como un animal herido, chocó con un mueble y se sirvió de él para erguirse. Tanteando con una mano encontró primero una lámpara y luego un interruptor.

La luz inundó el pasaje. Se encontraba en otro vestíbulo de paredes blancas, éste era largo y amplio. Una mesa de despacho y unas sillas se alineaban contra la pared. Y, milagro entre milagros, ¡sobre la mesa había un teléfono! Cecil asió el auricular como si fuera a coger alas y volar. De inmediato, una metálica voz femenina preguntó:

–¿Qué número, por favor?

–Hotel des Lilas. No… no sé el número.

–¿Está en Niza?

–Sí.

–¿Dirección?

–Está en el barrio antiguo.

–¿De qué departamento llama?

–¿Qué… qué quiere decir?

–¿Quién es usted? – preguntó la voz impaciente-. Tengo que saber a quién cargarle la llamada.

–Mire, esto es una emergencia. El doctor López me ha pedido que le ponga urgentemente con alguien en el Hotel des Lilas, y usted pierde el tiempo preguntando a quién cargarle una llamada de un franco. ¡Marque ese número!

–Espere -dijo la chica malhumorada.

Cecil casi dejó caer el auricular de tanto como le temblaba la mano, y aun así se había quedado estupefacta de oír su voz, fría y sosegada y dando órdenes como si de hecho trabajara allí.

Un hombre le susurró algo al oído, y Cecil dio un respingo. Tardó varios segundos en darse cuenta de que el mensaje varias veces repetido procedía del instrumento que tenía en la mano.

–Aquí Hotel des Lilas. Diga. Aquí Hotel des Lilas…

–Por favor, debo hablar con Pancho Paso Real inmediatamente… no me haga esperar. Es una cuestión de vida o muerte.

–No sabe cuánto lo siento -dijo la voz lacónicamente-, Monsieur Paso Real no está aquí en este momento. ¿Desea hablar con otra persona?

–No, claro que no. ¿Dónde… dónde está? – Por primera vez le tembló la voz. Todavía estaba sola en aquel sótano extrañamente vacío, pero no por mucho tiempo. Esta era su única oportunidad de encontrar ayuda.

–Acaba de salir ahora mismo. Creo que fue al café de enfrente. ¿Quiere que le diga que la llame?

–No, escuche, soy su amiga Cecil, su amiga americana, ¿comprende? Estoy enferma. Necesito que venga a buscarme lo antes posible. Por favor, ¿puede ir a buscarle y decirle que se ponga?

–No puedo abandonar la recepción, señorita. Aquí no hay nadie más.

Cecil oyó los apagados sonidos de unas voces excitadas en el piso superior, de pasos presurosos. Habían descubierto su desaparición y la buscaban por toda la clínica. Sólo tenía un minuto o dos para convencer a aquel hombre de que la ayudara.

–Por favor, escuche atentamente. Tengo un dolor terrible. Puede… puede que muera. ¿Me oye? Dígale a Pancho que venga a buscarme en seguida a… Dios mío, no recuerdo el nombre de este lugar. Mire, anote esto. Estoy en una clínica en algún lugar de Cimiez. El nombre del doctor es López. Creo que es el director. Pancho le conoce; es el mismo doctor que nos recibió en el aeropuerto.

–Señorita, si está tan enferma, ¿por qué no se queda en esa clínica? Parece ser el mejor lugar para usted.

–¡Maldita sea, escuche lo que le digo! ¡Tengo que salir de aquí… esto es una emergencia, mi vida está en peligro! Si le da mi mensaje a Monsieur Paso Real en los próximos cinco minutos, le recompensaré generosamente cuando llegue al hotel.

Por primera vez, el hombre reaccionó. Había encontrado las palabras mágicas que primaban sobre cuestiones de vida y muerte y sobre toda concebible emergencia que quedara en medio de ellas.

–Muy bien, lo haré por usted, señorita. Espero que no me echen.

–Dígale que me reuniré con él en la calle que hay frente al hospital. Que no se moleste en aparcar, estaré a punto para meterme en el coche en cuanto llegue, digamos dentro de quince minutos.

–Haré lo que pueda…

–Dese prisa, por favor. Tengo que estar viva para pagarle.

Con la sensación de haber jugado su mejor baza, Cecil colgó el auricular. Ahora sólo le quedaba hacer una cosa: encontrar un lugar en el que ocultarse y un camino para escapar.

Abrió la primera puerta que encontró y volvió a cerrarla rápidamente; de la oscuridad le había llegado una cacofonía de ruidos, arañazos y chirridos. El hedor había sido suficiente para adivinar que se encontraba en el laboratorio del hospital. En la segunda habitación en la que penetró no había nada a excepción de largas filas de armarios azules, pero ninguno de ellos era lo suficientemente ancho como para deslizarse dentro.

De pronto le llegaron unas voces procedentes del piso superior.

–Katia dice que en ningún momento se ha acercado a la puerta principal. Jojo cubre la salida de atrás, de modo que eso quiere decir que tiene que estar aquí dentro, en alguna parte.

–La mujer está mortalmente enferma y a punto de abortar. – Era ahora el doctor López, y sonaba como si se encontrara en lo alto de la escalera. Su voz reflejaba preocupación-. Puede que sufra alucinaciones a causa del dolor.

–¿Dice usted que es una psicótica o algo así? – Esta era una voz más áspera, de alguien mucho menos culto. Desde luego no la de un médico.

–No, se trata sólo de un estado temporal, pero se debe actuar con cautela. Cuando la encuentre, no preste atención a nada de lo que diga o haga… simplemente llévela a la sala de operaciones. Utilice la fuerza si fuera necesario. Asumiré toda la responsabilidad de lo que ocurra. La anestesiaremos, y mañana ya no recordará nada.

Mañana o cualquier otro día, pensó amargamente Cecil.

Los pasos descendieron las escaleras; eran al menos dos. Agradeciendo el encontrarse descalza, Cecil comenzó a correr. Pasó a toda prisa junto a las puertas cerradas como si fuera la mujer de Barbazul, temiendo y anhelando al mismo tiempo que alguna sellara su destino. A medida que el sonido de los pasos se intensificaba, Cecil abrió una de las puertas y se deslizó hacia el interior.

De nuevo la oscuridad era absoluta. Tanteando como una ciega, se movió alrededor de mesas, escritorios, vitrinas, cámaras, sillas, nunca se hubiera imaginado que en una habitación pudiera haber tantos muebles. Por fin, sus manos alargadas encontraron una puerta con un pomo. Con la esperanza de que fuera un armario en el que poder esconderse, intentó abrirlo. Lo hizo con facilidad.

El espacio al que accedió no era un armario, sino una habitación enorme, de techo alto y muy fría. Una débil luz se filtraba a través de dos ventanas parecidas a las que suele haber en los sótanos, cerca del techo. En medio de aquella baja temperatura, Cecil fue de nuevo consciente de su desnudez; tiró infructuosamente de las faldillas de su fina bata de hospital al tiempo que sus pies se posaban sobre unos azulejos de cerámica helados. ¿Puede que hubiera entrado en una zona de conservación frigorífica? No, no con ese olor tan desagradable a medicina que incluso cuando procuraba identificarlo, no hacía sino aumentar la angustia de Cecil.

Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la escasa luz, podía ver que había más vitrinas altas de cristal, además de varias mesas en medio de la habitación, todas menos una vacías y brillando metálicamente a aquella media luz. En la última de ellas había un montón de ropa sucia cubierto por una sábana blanca. Cecil tuvo la esperanza de que en esa pila hubiera algo que pudiera utilizar para cubrirse; al menos podría envolverse en la sábana.

Con prisa por abandonar aquella extraña habitación, Cecil tiró de la sábana y lo que vio la hizo retroceder en un movimiento involuntario de repulsión y terror. Sobre la mesa yacía una estatua de esteatita lastimosamente descarnada y de un color entre gris y azul, una figura que antaño había sido una joven y hermosa muchacha.

Cecil cubrió su cuerpo medio congelado con aquella sábana. El olor que desprendía era tan mareante como el que había percibido al entrar en la habitación. El hedor de la muerte. Permanecería en su pelo y en su piel y en su alma durante semanas. Siempre y cuando llegara a vivir tanto tiempo.

Cecil empujó una de las mesas, haciéndola resbalar a lo largo del suelo. Se detuvo bruscamente contra la pared que había bajo una de las altas ventanas. Era casi de la altura adecuada para permitir escalarla; todo lo que tenía que hacer ahora era llegar a la ventana abierta y estaría camino de la libertad.

Levantó el pestillo de la vidriera y lo hizo oscilar hacia adentro. Había espacio suficiente para deslizarse. Tiró de su cuerpo hacia arriba, y echada a través del marco con los pies aún colgando, comenzó a pasar a través de la ventana.

En aquel momento ocurrió lo peor que podía haber sucedido. La puerta se abrió y las luces se encendieron. Dos hombres entraron en la habitación. Uno era un tipo grande, de cara roja y con una telaraña de venas en su bulbosa nariz. Llevaba suelas de goma y ropa de enfermero, y la expresión de su cara grande y aterronada era de disgusto. Su compañero era un árabe delgado y nervioso.

–¿Quién demonios ha destapado el fiambre? – El hombre de la cara roja se volvió para mirar acusadoramente al pequeño árabe vestido con tejanos-. ¿Has venido antes aquí, Mohammed?

–¿Yo? – fue la respuesta de la voz aguda y de pronunciado acento-. Ya sabes que yo nunca toco un macchabée. Traen mala suerte.

–Alguien ha estado aquí con la señorita, eso es seguro. Yo mismo la traje aquí hace media hora y la cubrí, como se supone que debe estar cuando arriban los de pompas fúnebres. Algún pervertido la ha manoseado para sobarla. Y no sólo eso, sino que ha tenido el descaro suficiente para irse y dejarla con el culo al aire.

–¡Eso es una locura! ¿Quién haría algo así?

–Te sorprenderías de lo que ocurre en estos lugares -dijo el hombre grande enigmáticamente-. De todos modos, lo que es seguro es que esa muchachita loca que se le ha escapado al jefe no está aquí. Debería faltarle un tornillo para esconderse en una habitación donde hay un fiambre.

Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta principal. Cecil estaba segura de que el árabe la vería, pero el hombrecillo comenzó a estudiar sus propios dedos manchados de hollín desde todos los ángulos posibles, como si se obligara a alejar la mirada del cadáver que había en la mesa.

–Deberías lavarte las manos antes de entrar aquí -dijo el hombre de la cara roja regresando con una sábana en una mano y una Coca-Cola en la otra. Lanzó la sábana descuidadamente sobre el cadáver y luego se llevó la botella a los labios.

–¿Para qué? – gimió el árabe-. Ya te he dicho que jamás toco nada en lugares como éste.

–Mohammed, te conozco mejor que tú mismo. Vamos, voy a cerrar con llave. Para alejarte de la tentación.

Apagó la luz y los dos abandonaron la habitación, cerrando la puerta tras ellos. Echada en medio de la ventana abierta, Cecil estaba tan en silencio como el cuerpo amortajado que había debajo de ella. El dolor y el frío conspiraban para dejarla inconsciente. Ahora gemía, ligeramente alterada, y murmuraba un nombre masculino en voz demasiado baja para descifrarlo. Finalmente recuperó sus sentidos lo suficiente para moverse. Lentamente comenzó a salir del angosto espacio entre la cristalera abierta y el marco de la ventana. Centímetro a centímetro se fue deslizando, hasta que de pronto se encontró rodando hacia el pequeño jardín que había debajo.

Se quedó donde había caído, medio delirando. Parecía ser poco más que una franja de hierba separada de la calle por un pequeño seto. Podía oír voces a su alrededor, y de vez en cuando un misterioso gruñido. Estaba ciertamente fuera del edificio, aunque no fuera del peligro. Aun en el caso de que llegara un coche a aquella calle residencial, ¿quién se detendría para recoger una criatura de aspecto salvaje que llevaba una sábana desgarrada y manchada y que desprendía el fétido olor de la muerte?

Hiciera lo que hiciera, decidió Cecil extenuada, debía ser ahora. Se puso en pie lentamente, vio una abertura en el seto, y, reuniendo todo su valor, la atravesó. Apenas había alcanzado la acera cuando una pesada mano la agarró del hombro.

–Señorita Gutman, esta noche sí que nos ha puesto a prueba. Estoy seguro que estará de acuerdo conmigo en que ya es hora de regresar.

Cecil se volvió y se encontró cara a cara con el doctor López. Esta vez su boca de Cupido mostraba una sonrisa franca y feliz; Cecil pensó que no había visto nada tan aterrador como aquellas curvas sonrosadas que se elevaban de manera siniestra. Había dos hombres más con el doctor; uno de ellos procuraba controlar sin éxito un pastor alemán que no dejaba de gruñir y al que llevaba atado con una breve correa. Al ver el hocico babeante del perro, el cuerpo de Cecil se derrumbó. El más grande de los dos hombres la agarró antes de que cayera sobre la acera.

Al menos tendrán que volver a llevarme a la clínica, se dijo Cecil. Y si éste es el último acto voluntario de mi vida, entonces tendré que ponérselo lo más difícil que pueda a estos cabrones.

-Buenas tardes, doctor López. Encantado de verle de nuevo. He venido a buscar a mi amiga Cecil.

Los ojos de Cecil se abrieron al oír aquella voz familiar. Pancho estaba de pie en la acera, justo delante del pequeño grupo, sonriendo educadamente a todos los que se encontraban allí, como si fueran buenos y viejos amigos. Al acabar su saludo se volvió hacia Cecil. Su expresión era la de un sátiro alborotado que acaba de aparecérsele a la ninfa durmiente del bosque.

¡Querida*! El coche está al final de la calle, y Jean-Luc nos espera dentro ¿Estás lista para irte?

Con un último asomo de valor, Cecil se desembarazó del asistente y se puso en pie.

–Sí, el doctor López me ha dado de alta, y todos estábamos aquí fuera esperándote. ¿Apuesto a que Jean-Luc ha traído su arma?

Pancho dibujó una amplia sonrisa.

–Ya sabes lo violento e incontrolable que es Jean-Luc. Le dije que dejara la pistola en casa, pero no me ha hecho caso. La lleva en el coche.

–¿Mademoiselle Gutman? – llamó el doctor con una voz de rabia apenas controlada-. ¿Tiene la menor idea de lo que está haciendo?

–Sí, doctor López, es asombroso lo claro que lo estoy viendo todo ahora.

–Bueno, desde mi posición, parece como si fuera usted… ¿cuál es esa expresión que suelen utilizar?… a salir de Guatemala para caer en Guatepeor.

–No quiero oír nada más -le cortó Cecil.

Agarrando el brazo de Pancho para apoyarse y con la apestosa sábana alrededor de su cuerpo, comenzó el largo paseo acera abajo hasta llegar al coche. Estaba aparcado a la sombra de un enorme pino, y cualquier ocupante que pudiera haber dentro resultaba invisible desde la posición del doctor López.

–Ya casi hemos llegado, querida* -le susurró Pancho para darle ánimos-. Lo has hecho muy bien. No mires atrás para nada; sigue adelante.

A cada paso, Cecil esperaba que los hombres y el perro les persiguieran, pero nada ocurrió. La noche se volvió repentinamente silenciosa. Ni una hoja se movía en el aire helado; no había nadie en las calles, ni coches, ni gente, nada. De pronto resonó de nuevo la voz del doctor López, y Cecil se arrojó en los brazos de Pancho aterrorizada y sorprendida. El doctor, sin embargo, no se había movido de su lugar junto al seto. Había recuperado su compostura, y su tono era de desdén.

–Ya que tan poco le importa la salud de su hijo, me lavo las manos, Mademoiselle. No se moleste en regresar. Me oye, Mademoiselle Gutman, no importa qué horror, qué catástrofe le ocurra, ¡no ponga más los pies en esta clínica!

–No se preocupe por mí, doctor López. Ni aunque un camión de diez toneladas me atropellara delante de su puerta volvería a este hospital.

Luego, con toda la dignidad de que fue capaz, todavía descalza y temblando de manera incontrolable, Cecil subió a aquel coche oscuro.

Fue sólo más tarde, cuando el viejo Renault se deslizaba colina de Cimiez abajo, hacia la autopista, con Pancho asido al volante, el rostro crispado en una dura e indescifrable expresión que Cecil comenzó a oír realmente las palabras del doctor. «Salir de Guatemala para ir a Guatepeor», «no importa qué horror, qué catástrofe le ocurra…».

¿De qué horror, Dios mío, de qué horror estaba hablando aquel charlatán? ¿Y dónde la llevaba Pancho? ¿Qué iba a ocurrirle ahora?

Y lo más importante de todo, ¿tendría fuerzas suficientes para seguir luchando hasta junio, la fecha prevista para el nacimiento del bebé?

Capítulo 30

Cercanías de Grasse

Hacía más de medio siglo que nadie le llamaba por su nombre de pila.

«Ahí va el viejo Mezange», murmuraba la gente cuando pasaba. No era un comentario amistoso. Los del pueblo nunca hablaban a aquel gigante envejecido a menos que fuera absolutamente necesario. Había algo en sus ojos acuosos, medio ocultos por los párpados, que, con la fuerza del tiempo, se habían vuelto hacia abajo, hacia las esquinas de los ojos, que le conferían el aspecto de un guerrero tártaro, y que resultaba repelente y desafiante, como si dijera: «Alejaos de mí. Tocadme sólo una vez y os transformaré en una criatura como yo».

La gente se mantenía alejada.

Sin embargo, en su mayor parte, y a pesar de aquel temor curioso y no expresado que siempre inspiraba, los del pueblo reaccionaban ante Mezange de una manera olfativa. El anciano olía tal como los del pueblo esperarían que oliera un cerdo. Siempre que subía al autobús en Grasse, los otros pasajeros se alejaban de él tanto como podían, pero nunca era suficiente. Todo el trayecto a lo largo de la carretera, hasta el puente en sombras que atravesaba el río Siagne, su presencia en el autobús se convertía en una especie de prueba, y no menos para el conductor. Era bien sabido que Mezange jamás pagaba billete, y los del pueblo creían que era porque el alcalde, un comunista prudente que había hecho una fortuna como administrador de correos, le daba instrucciones al chófer para que a toda costa evitara peligrosos altercados con el anciano. Mezange era un loco y alguien imprevisible. Si se le provocaba, podía volverse hacia el conductor e intentar estrangularle. «¿Estrangularle… ¿lo has oído, no, Héctor, aquello de la chica…?»

Lo que todos sabían a ciencia cierta era que desde hacía ya cincuenta y ocho años Mezange había vivido casi como un ermitaño en un lúgubre edificio a orillas del Siagne. Algunos consideraban que su casa era interesante (en su mayor parte turistas que iban de camino a lugares más animados, como Cannes, Grasse o Niza), pero los del pueblo lo consideraban una mancha en el paisaje, una monstruosidad arquitectónica que debería de haber sido derribada hacía años. Se trataba de una construcción de tres plantas, original del siglo xviii, con almenas, y tenía una parte trasera cuyas paredes, suelos, ventanas y puertas eran casi como las de una casa normal. La mitad de delante, sin embargo, había sido destruida en algún momento del pasado, de modo que sólo tres de sus cuatro paredes se mantenían todavía en pie bajo un techo casi desmoronado de tejas ennegrecidas. Desde la carretera erguiéndose por encima de los arbustos y altas hierbas que lo rodeaban, no parecía sino una monstruosa casa de muñecas con una parte sin montar para poder mover por su interior a los habitantes y los muebles. En aquel trozo abierto, parte del suelo se había podrido, y sólo los marcos en forma de arco de las puertas y ventanas habían resistido medio siglo de viento, lluvia y vandalismo. Y aun así, cuando el sol se las arreglaba para abrirse paso a través de las ventanas abiertas, toda aquella ruina adquiría un aspecto de melancólica belleza. En la planta principal, en lo que antaño pudo haber sido una sala de baile, las hierbas crecían a través de la piedra rota y oscilaban ante la brisa procedente del río o susurraban y azotaban cuando las agitaba el poderoso mistral.

Cada vez que el viejo Mezange dejaba su casa en ruinas y caminaba hacia el pueblo, «aquello» comenzaba de nuevo. El susurro. Interminable, incansable, maligno, odioso.

–Fueron unos normandos ricos. Su padre compró la casa y veinte hectáreas del mejor bosque antes de la Gran Guerra. Era una familia adinerada, pero Madame tenía mala salud, y el doctor dijo que el sol del sur podía serle de ayuda. El chico y la hermana eran bien parecidos, y también muy listos. Recuerdo que nada podía detener a la señorita cuando quería algo. Un día, hizo que mi viejo papá colocara a su hermano encima de la mula. Se le había antojado verle caer al suelo, arrojado por la mula, y se cumplió su deseo. Había que haberlo visto, él en su traje de marinero revolcándose en el barro, y ella con su pelo como la miel recién sacada de la tarrina, muerta de risa. ¡Shh, no te rías tan fuerte o nos oirá!

Este incidente, rememorado por el pequeño y delgado Etienne Barelli, había sido oído más de cien veces por los hombres y las mujeres que se sentaban junto a las aguas de la fuente, bajo las ramas de un tilo. Sin embargo, el narrador jamás dejaba de obtener la misma pregunta de Germain Baricolla.

–¿Dices que llevaba un traje de marinero? ¿Y que era bien parecido? Entonces dime, por todos los santos, ¿cómo ha conseguido oler ahora peor que un montón de estiércol?

Aun cuando se reían de aquella salida ya tan familiar para todos, los del pueblo no podían evitar la imagen de un gracioso niño en un traje sastre caminando junto a su hermana de cabellos color miel. ¿Cómo era posible que un muchacho rico y mimado, cuya vida se extendía ante él como una tierra fértil, se hubiera convertido en un ermitaño tan desventurado hasta el punto que los niños se mofaban de él y le insultaban, e incluso le tiraban piedras, siempre y cuando estuvieran fuera del alcance de sus fuertes manos de gigante y de su nudoso bastón?

En aquel momento, los del pueblo siempre acercaban sus sillas entre sí y bajaban aún más la voz.

–Se convirtió en un dandy, eso hizo, era el ojito derecho de su madre. De buena estirpe normanda, su madre le envió a París a estudiar Bellas Artes con los pintores más famosos de la época. Ya entonces se llamaba a sí mismo fotógrafo. Venía aquí abajo cada verano a sacar aquellas desdichadas fotos. En el momento en que alguna mujer se iba al río a hacer la colada, o cuando una pareja que cortejaba se encaminaba al bosque, ahí aparecía ese Mezange. Parecía incapaz de refrenarse, tenía que fotografiar todo lo que se movía e incluso más. Sólo que aquello no era normal, la manera en que siempre se escondía, siempre mirando.

-¿Y cuándo empezaron los problemas?

–Más o menos en el año 26 o 27, creo. La familia se desintegró. Mezange cortejaba una muchacha que no tenía más de quince años, era una niña inocente. Las margaritas ya habían florecido, dicen, y ella gritaba y le imploraba piedad. Después de aquello, el muchacho intentó culpar a todos los que pudo… incluso acusó a su mejor amigo, y naturalmente ella ya no fue capaz de testificar, había perdido completamente el juicio.

Con el tiempo, los detalles de la historia se volvieron tan sórdidos que sólo los hombres osaban hablar de ellos mientras jugaban a los bolos bajo los plátanos, en una plaza polvorienta. Cuando un recién llegado intentaba separar los hechos de lo inventado, sólo se enteraba de que la familia Mezange había contratado a algunos profesores y expertos médicos para que testificaran que su hijo era un loco incurable, de que se le había absuelto de aquel horrible crimen y subsiguientemente emplazado bajo la custodia del tribunal por el resto de sus días; de que, antes de alcanzar la madurez -sólo tenía veinte años aquel fatídico verano- se le había declarado un niño eterno. Al igual que Charles Baudelaire antes que él, no podía ni firmar un cheque, ni obtener el pasaporte, ni votar. Tan monstruoso se consideraba Mezange que incluso le estaba prohibido casarse o reconocer legalmente cualquier niño que pudiera engendrar.

Los deshonrados padres de Mezange procuraron desembarazarse de aquel valle de sufrimientos con tanta rapidez que no se dieron cuenta de las consecuencias de la acción. Bajo la ley francesa, su enorme herencia no podía transmitirse mientras su hijo y heredero permaneciera privado de todos sus derechos legales. Durante los siguientes cuarenta años, a lo largo de los cuales su pelo pasó del color miel al ceniza, la hermana de Mezange, Rose, intentó ayudar a su hermano a salir de su apuro, y obtener al mismo tiempo su parte de la fortuna familiar. Una sucesión de notaires que poseían la misma vitalidad que un grupo de caracoles anestesiados bloquearon sus esfuerzos de tal manera que durante más de medio siglo la herencia permaneció segura dentro de los límites de sus apretados puños.

Mientras tanto, Mezange se hacía más viejo y olía peor. Relegado a la bastide de la familia en el sur, con la prohibición de regresar a Normandia, sobrepasó el medio siglo -fuera cual fuera el clima, fuera cual fuera su estado de ánimo- vagando por los bosques y campos que bordeaban el Siagne. Dormía sobre un montón de harapos en un rincón de la cocina de su ruinoso hogar; nunca se cambiaba de ropa, y se rumoreaba que despedazaba con los dientes a los animales salvajes que atrapaba en los muchos cepos esparcidos por las veinte hectáreas de su tierra. Asustaba a las jóvenes espiándolas desde detrás de los árboles y rocas y cobertizos. No tenía ningún amigo, ni lo deseaba.

La salud del viejo Mezange era perfecta excepto por un detalle: con el paso de los años se había vuelto tan loco como le diagnosticaran los médicos casi sesenta años atrás.

La luna amarilla inició un movimiento subrepticio y deslizante, pero, al divisarla, se detuvo para observar.

No, la cara que había más allá de los barrotes de su ventana era la de alguien conocido. Era la del doctor López, hasta que se quitaba una máscara de yeso para revelar el impúdico semblante de Bayard Schomberg. Pero también era una máscara, pues Bayard era realmente la infame y arrugada Edith-Ann, del cráneo le brotaban anguilas y se veía el resplandor de una luz amarilla tras las vacías cuencas de sus ojos. Y entonces Edith-Ann también se transformaba a su vez; ella era… siempre había sido… Oh, sólo si pudiera ver su cara, verla claramente, ella sabría.

Cecil quería que todos se fueran, pero cuando abrió los labios resecos y enfebrecidos para decírselo, no vio más que la luna de nuevo, como con una lente de aumento ajustada en el círculo de un ojo amarillo.

Lo más apropiado para observarla.

–¿Pancho?

–Aquí estoy.

Su voz sonó tan cercana que Cecil se estremeció de la sorpresa.

–¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo verte?

–Aquí, deja que te coja la mano. ¿Crees ahora que estoy aquí?

–¿Pero eres realmente tú?

-Querida*, ¿quién otro podría ser si no? Espera, encenderé la luz.

–No, no lo hagas. Sólo dime…

–¿Qué?

–Hace unos minutos, cuando me desperté por primera vez…

–¿Sí?

–Sentí tu aliento en mi cara, el tuyo o el de otra persona, alguien inclinado encima de mí -las palabras brotaban con tanta rapidez; que ella no podía detenerlas; la habitación estaba tan negra, tan negra-. Estaba asustada y quería gritar, pero no podía porque estaba paralizada. Pensé que quienquiera que fuese deseaba matarme.

–Todavía estás muy débil, pimpollito*. Has estado muy, muy enferma.

–¿Pero hay alguien viviendo en esta casa, un Santa Claus muy viejo y de aspecto perverso? ¿Con una larga barba blanca?

–Aquí no hay nada parecido a eso. Ahora descansa. Hablaremos mañana. Es más fácil describir una pesadilla a la luz del día.

–¿Estás seguro? – preguntó Cecil con la voz de un niño que desea que le tranquilicen.

–Estoy seguro -replicó él, como si, de manera indiscutible, lo estuviera.

¿Cuántas noches había permanecido despierta Cecil, escuchando los interminables crujidos y golpeteos de una contraventana? Sólo que en esta casa no había contraventanas, y la noche era tan silenciosa como un sepulcro. El bebé también estaba despierto, moviéndose incansable como si tampoco pudiera soportar el sonido del viento espectral.

Ambos tenían miedo de algo cercano; vigilaban como una bestia oculta en las sombras y esperando su hora.

Niños cambiados por otros, expósitos, identidades confundidas. De eso se trataba. El bebé y yo sólo somos parte de un mito, de una vieja leyenda. Sólo con que mi mente funcionara correctamente… Si no estuviera enferma, entonces podría pensar, lo comprendería todo. Sabría qué hacer exactamente. Sólo con que, sólo con que…

–¿Quién eres? – preguntó Cecil adormilada.

–Oraga.

–¿Pero quién te ha dejado entrar?

¡Cretchuno! -La vieja mujer cacareaba mientras atizaba el fuego y añadía otro leño. Era como la bruja de un cuento de hadas, inmensurablemente diminuta y con unas encías rojo brillantes que albergaban unos pocos dientes amarillos y partidos-. Ya hace tres días y tres noches que estoy aquí sentada.

Se hundió hacia atrás en una silla baja, al lado de la cama de Cecil, desapareciendo casi de su vista. La imagen era tan cómica que Cecil comenzó a reír. Luego preguntó:

–¿Está usted aquí para hacerme compañía?

–Seguro. Paco tenía que ir a tocar a Niza esta noche, y dice que no puedes quedarte sola, de modo que he venido a protegerte del viento de afuera.

Cecil apiló varios almohadones contra la cabecera de latón e intentó incorporarse. A pesar del fuego, la habitación estaba helada, y se dejó ir un poco hacia atrás, tirando de todo lo que la tapaba hasta llevarlo a su barbilla.

–Me protege usted de las corrientes de aire, ¿es eso lo que intenta decirme?

–También hago eso, ¡y además soy capaz de alumbrar un buen y crepitante fuego! ¿Pero ves ahí fuera?

Con sorprendente agilidad, la bruja saltó de su silla y casi fue bailando hasta la ventana. Señalaba algún lugar en el pequeño jardín con setos.

Cecil siguió su mirada más allá del adornado emparrillado. Unas enormes alas blancas y negras se agitaban enloquecidas contra el telón de fondo de un cielo lavanda. Cecil se incorporó y se quedó boquiabierta al ver la nieve. Estaba en todas partes, sobre las ramas de un manzano en el que se posaban grandes pájaros, sobre los inclinados tejados de la pérgola de madera, en lo alto de una pared de piedra al extremo del jardín. Más allá había un espeso y oscuro bosque, en el que grandes arroyos de nieve caían de las copas de los árboles como cucharadas de natillas. ¿Cuánto tiempo, se preguntó Cecil, había estado echada allí sin darse cuenta de que estaba nevando? ¿Sin saber nada en absoluto?

-Phurdini por todas partes -murmuraba Oraga para sí misma en un tono ominoso-. El viento de phurdini entra en la casa de Paco -regresó trotando de la ventana y lanzó una severa mirada a Cecil-. Phurdini el de largas narices, mata a los pájaros y a las ratas.

–¿Tejones? – sugirió cautamente Cecil-. ¿Está usted hablando de tejones o visones, quizá? ¿No? ¿Zorros? ¿Comadrejas?

La arrugada cabeza de Oraga de pronto comenzó a balancearse de excitación.

–Eso es, comadrejas. Cuando están asustadas, las comadrejas, phurdini, jadean y traen mala suerte a la casa de Paco, mala suerte para el bebé.

Una cosa es segura, no he visto comadrejas a través de esa ventana, ni siquiera en mis sueños.

-Oraga, no sé qué relación pueden tener las comadrejas con mi bebé, pero si es algo que da miedo, por favor, no me lo diga, ¿de acuerdo? Últimamente he tenido suficientes temores como para llenar toda una vida.

La mujer intentó una sonrisa tranquilizadora, y el esfuerzo atrajo miles de arrugas a su anciano rostro. Mechones de pelo color de la nieve que había en el jardín sobresalían de su sucio pañuelo color ciruela, y llevaba suficientes capas de ropa de diversas formas y tamaños como para convertirla en una hippie a la última moda.

–Te prepararé un té. Te sentirás mejor.

¡Ya se sentía mejor! De pronto estaba llena de energía; quería levantarse y bailar de tanta alegría como sentía ahora. ¡Y por encima de todo, quería estar sola!

–No, por favor, no se preocupe por el té. Estoy segura de que preferirá volver a su casa.

–Me quedaré aquí contigo. Tal como dijo Paco. No irás a ninguna parte, no harás nada sin mí.

–¿Se refiere a Pancho, no? – preguntó Cecil, observando de pronto la discrepancia de nombres.

–Pancho, Paco, para mí todo es lo mismo. Quédate en la cama. Prepararé la cena. Paco dice que debes empezar a comer, eso es bueno para el bebé. Estás demasiado delgada. Prepararé romen morga, muy sabroso, te engordará.

–¡Espere! ¡Tiene que decirme cuánto hace que estoy aquí, cuándo volverá Paco, dónde se encuentra esta casa exactamente!

–Paco te lo contará todo. Yo cocinaré. Un asado caliente, con muchas especias.

Con su reciente buena salud, Cecil se sentía hambrienta, pero un tanto suspicaz ante el plato de Oraga.

–¿Qué es exactamente? – preguntó prudente. Oraga cacareó de nuevo.

–Estofado gitano de gato. Lo prepararé especialmente para ti.

Capítulo 31

Cercanías de Grasse

Era noche cerrada cuando oyó la llave en la cerradura. La alfombra de nieve se había derretido en el jardín; la primavera les rodeaba por todas partes; sin embargo, en la pequeña casa aún hacía frío, un frío intenso que helaba los huesos y que nacía de la soledad, la preocupación y la sospecha.

Llegó de puntillas hasta la habitación, deteniéndose frente a la ventana, al pie de la cama. Perfilado contra la luna roja, parecía un íncubo inmóvil, un diablo.

–Pancho, ¿estoy prisionera de esta casa? – La pregunta, que ella pretendía que sonara indignada, fue como el interrogante de un niño asustado.

–¡Oh, qué despierta estás esta noche! ¡Y qué hermosa!

–No me tomes el pelo. Te he hecho una pregunta en serio.

–Pero si no te tomo el pelo. Extendido así encima de la cama, tu pelo es como una gran explosión de fuegos artificiales. ¿Pretendes seducirme con tus cabellos despeinados?

Las palabras de Pancho evocaban sentimientos confusos y contradictorios en Cecil; para ocultar sus emociones, fingió aún más cólera de la que sentía.

–Pancho, no me calmarás tan fácilmente. Hace horas que estoy despierta, esperando que llegues.

–¿De verdad? Me halagas. – De manera casi mágica, ahora estaba al lado de la cama. Colocó una de sus manos ardientes sobre el hombro desnudo de Cecil-. Pero si estás temblando. Espera, encenderé el fuego.

La pequeña habitación, que hacía sólo un instante le pareciera a Cecil fría y temible, se transformó de pronto en un lugar maravilloso y estremecedor en el que deseaba permanecer para siempre. La voz baja y musical de Pancho, el tacto eléctrico de sus dedos sobre su carne desnuda, la habían hipnotizado. Dentro de un minuto comenzaría a contarle algún cuento fantástico, o se transformaría en otra persona, y ella se olvidaría de todas las preguntas que la habían obsesionado. ¿Y no era eso exactamente lo que él intentaba? Con un increíble esfuerzo de voluntad, Cecil desechó todos los románticos arrebatos de emoción y anhelo físico que la habían invadido durante los últimos minutos.

–No, quédate aquí, Pancho. Quiero hablar contigo. Estoy muy asustada. Esta tarde intenté ir a dar un paseo y Oraga me lo impidió.

–¡Pobre Cecil! ¡Atacada por Oraga!

Ella sonrió a pesar de sí misma.

–¡No quiero decir físicamente, idiota! Oraga no hizo nada de eso. Pero a su manera, me dijo que me estaba prohibido dejar la casa sin tu permiso. Puso mucho énfasis en eso. Dijo que si desobedecía esas, digamos, «órdenes» podrías desaparecer inmediatamente de mi vida. ¿Supongo que podrás explicarme qué quiere decir eso?

La boca de Pancho se abrió en una mueca maliciosa. Parecía inusualmente complacido consigo mismo, y a medida que la luz rojiza de la luna se reflejaba en sus dientes, Cecil pensaba que a lo que más se parecían era a una reluciente exhibición de armas.

Golondrina*, me ha costado mucho encontrarte un lugar en el que tenerte a salvo. Deberías quedarte aquí hasta finales de mayo. Después podrás irte donde quieras, hacer lo que gustes.

–¡Por amor de Dios, debería poder pasear por el bosque o ir al pueblo a tomar una taza de café sin que se convirtiera en un incidente de la mayor importancia! ¡Nadie en este recóndito lugar ha oído hablar de mí, ni de los Schomberg, si a eso te refieres!

–¡NO! – la palabra le llegó con tal brutalidad que Cecil se apartó de la mano de Pancho con terror y sorpresa-. ¡Es estúpido que digas algo así! ¡Es estúpido creer que puedes ir a cualquier parte y pasar desapercibida! Mañana te traeré un aparato de televisión para que puedas ver por ti misma qué clase de publicidad te están dando. Hay gente buscándote por toda Francia e Italia, por toda Europa: policías, periodistas, abogados, locos, todos compitiendo por ponerte las manos encima para sus propios propósitos.

–¿Por qué… por qué no me lo dijiste antes?

–Porque estabas enferma y no quería preocuparte. Querida*, no eres una persona de aspecto corriente. Si fueras al pueblo te reconocerían al instante. Tendrás que quedarte aquí, tal como te he dicho, hasta que nazca el bebé.

–¡Bueno, pues no puedo y no lo haré! – la voz de Cecil había adquirido las inflexiones de un niño malhumorado-. Voy a volverme loca de tanto ver a Oraga trajinando por la cocina con sus hierbas y sus hediondos brebajes. Hoy ha puesto sangre de pollo en el suelo, alrededor del muro de piedra, presumiblemente para mantener al phurdini fuera y a mí dentro. Sólo que ha perdido el tiempo, porque mañana por la mañana voy a cruzar esa verja antes incluso de que ninguno de vosotros dos se haya levantado de la cama.

–¿Es a causa de tu amigo que quieres ir al pueblo? ¿Es tan importante oír su voz que arriesgarías tu vida y la del bebé?

–¿Por casualidad te refieres a Serge Vlady? – preguntó fríamente Cecil.

–Ah, sí, el despiadado pero todavía tan deseable Serge.

–Será mejor que no le metas en esta conversación.

–Si no quieres que hable de le beau Serge, entonces jamás debiste hablarme de cómo te abandonó.

–Eso fue un error de proporciones monumentales, como estoy observando. No merecías mi confianza. En cualquier caso, mis relaciones con Serge, pasadas y presentes, es algo que no te incumbe lo más mínimo.

–¡Entonces hablemos de algo que me concierne! Si vuelves a desobedecer mis órdenes e intentas dejar esta casa, entonces lo que Oraga dice será verdad. Te abandonaré. Te dejaré aquí para que des a luz a tu bebé sola… sin ningún médico ni nadie que te ayude.

Las crueles palabras de Pancho despertaron en ella un temor del que no había tenido conciencia hasta aquel instante. Había tenido una súbita y clara visión de sí misma yaciendo sobre el húmedo suelo, en medio del bosque. El viento aullaba; los pájaros piaban; y durante todo el rato un bebé se abría paso como podía a través de su cuerpo sacudido por el dolor. Incluso aunque el miedo retorcía su cuerpo, el orgullo de Cecil la hizo replicar a las palabras de Pancho.

–Será mejor que te metas una cosa en la cabeza. No tolero a los tiranos. Si éste es el tipo de relación que quieres establecer entre nosotros, la de soldado romano y esclavo medroso, ¡entonces no creo que tenga mucho futuro entre nosotros!

–¡Qué guapa estás toda enfadada! Querida*, sólo intento protegerte… no te lo tomes tan a pecho. – Cecil podía ver lo que ocurría justo ante sus ojos: Pancho recobraba su personaje de atractivo suplicante-. Mírate el vientre, es redondo como la Luna.

Pancho comenzó a canturrear algo que Cecil jamás había oído, y luego le oyó musitar en voz baja, confusos sonidos como los cantos de los monjes. «Andro, anro him olkes. Te e pera hin obles. Andro, anni him olkes.» Se detuvo de pronto y dijo:

–De ahora en adelante tú y yo sólo pensaremos en el bebé. Ahora mismo voy a tocar la pieza que he compuesto para ella.

–¿PARA ELLA?

–Naturalmente, este bebé es una niña.

–¿Y en qué te basas para esta asombrosa deducción?

–En el hecho de que ella y yo somos ya grandes amigos. Ella adora mi música. Sabe que soy un genio.

Cecil meneó la cabeza exasperada. Sus discusiones con Pancho nunca llegaban a ninguna parte. Infinitamente confiado en sí mismo, arrastrado por su propia facilidad para contar historias, él siempre se salía con la suya, que era no decirle nada de lo que ella precisaba saber.

Pancho ya había sacado el bandoneón de su funda negra y ahora lo desplegaba con una sinuosidad argentina. Entre sus manos nudosas, el instrumento se movía como un animal salvaje, encogiéndose para ocultarse, y luego, cuando los fuelles se separaban, desplegándose en una agresiva muestra de valor. Cantaba como un felino, alternando un ronroneo de satisfacción con arrebatos de aullante furia. Cuando Pancho levantaba dramáticamente el instrumento por encima de su cabeza, toda la habitación se llenaba de sus ritmos primitivos y sensuales.

Cecil se echó hacia atrás y dejó que la música la condujera por el viaje que Pancho estaba creando. Estaba tan hermoso en aquel momento, tan moreno y de un aspecto tan salvaje a la roja luz de la Luna. ¿Y qué si él realmente la amaba? ¿Es que ella no sería capaz de romper el hechizo en que Serge la había mantenido durante casi dos años? Podría despertar de aquel terrible asunto amoroso al igual que de una pesadilla. En el club de Niza, Pancho había dicho que la amaba, pero estaba bromeando. Ella nunca se había tomado sus palabras en serio. Sólo que… ¿y si era verdad? ¿Podía Cecil amar a un hombre del que no sabía nada, un hombre que, por muy atractivo que fuese físicamente, a veces literalmente la aterraba? Por segunda vez en aquella noche, Cecil se obligó a apartar de sí aquellos estúpidos pensamientos románticos. Lo cierto era que a la hora de elegir a un hombre siempre se equivocaba: Serge, Sam, y ahora Pancho. ¿Cuál era la diferencia entre ellos?

–¿Cómo se llama la pieza que has compuesto para el bebé? – dijo por encima de la música de Pancho.

–¡La mariposa! – gritó él.

La mariposa: su madre, la hermosa bailarina de flamenco de Montevideo. Sin saber por qué, Cecil volvió a enfadarse.

–Encontraste esta casa para el bebé, ¿verdad Pancho? ¿Es al bebé a quien quieres, no a mí?

La música se detuvo a mitad de un acorde, y el silencio que siguió fue estremecedor. Pancho se puso en pie con el bandoneón ahora mudo y abierto sobre sus rodillas. Parecía atónito, como una persona golpeada por un dardo de virulento veneno. Cuando su voz le llegó a Cecil, sin embargo, era como siempre, tranquila y apaciguadora.

–Escucha la música, querida*, no sabes lo que estás diciendo. No estés celosa de una niña pequeña y que aún no ha nacido. Te lo prometo, toco esta canción sólo para nosotros. Tú y yo… y tu bebé.

Ella sólo puede oír sus voces por encima del silbido de la respiración de la mujer y del constante latir de su corazón. La voz de esa mujer resuena a su alrededor. El hombre es como un lejano rumor de agua.

Él ríe de pronto, un estallido que literalmente la hace dar un respingo de la sorpresa. Buscando un paliativo a su alarma, mueve el pulgar hasta su boca y comienza a chuparlo. La voz de la mujer sube y baja de volumen antes de desvanecerse finalmente en el silencio.

¡Y luego aquello comienza!

Ella da otro respingo, pero esta vez de alegría. Es lo que más le gusta en el mundo, más que el latido del corazón de la mujer o el eco de su voz, más que sus propios pataleos o sus saltos mortales o que el chuparse el pulgar, tan dulce y redondo.

Es un sonido maravilloso, delirante, continuo, lleno de todos los otros sonidos que ha oído, la cadencia del corazón, el silbido de la respiración, el gorgoteo del estómago, el martilleo de los pies, el ladrido, el tañido, el golpeteo, el lamento, el suspiro, el canturreo, el murmullo, el chapoteo, el crujido, el chasquido, el sollozo, el parloteo y el batir palmas, golpes secos y amortiguados, choques y estallidos, todas las resonancias y ritmos y paradas jamás soñadas están presentes en lo que oye ahora.

¡Es MÚSICA!

Capítulo 32

Durante una semana se convirtió en adicta a las noticias. Cambiaba de canal incansablemente desde antes del amanecer hasta los informativos de la noche. Captaba tres canales franceses, además del de Montecarlo, y los seguía todos. Al principio lo que veía le divertía, más tarde quedó horrorizada y finalmente estuvo indecisa entre echarse a llorar y cometer un asesinato.

Allí donde dirigía su mirada, veía su reputación hecha añicos.

Vio la cara delgada y aristocrática de Xavier Schomberg por primera vez en una entrevista en el Segundo Canal. Se había imaginado al marido de Edith-Ann como alguien más recio, de grandes huesos y enérgico. Con su piel pálida y su bigote ralo y perfilado, el director de SCHOMBERG MONDIAL parecía casi carecer de sangre en su refinamiento. Su aguda voz de colegio de pago jamás se alzaba en exceso, y aun así el espectador quedaba con la precisa impresión de que Cecil Gutman era una aventurera baja y sin escrúpulos. Había desaparecido sin otro motivo que el de presionar a la familia. Estaba planeando pedir una fuerte suma de dinero. Incluso se mencionaba discretamente la cifra que esperaba obtener, así como el nombre de un famoso abogado de California cuyos servicios había contratado.

La emisora «cultural», el Canal Tres, se demoraba en los aspectos legales del caso. Según las leyes francesas, la fuga de Cecil con el niño podía calificarse de secuestro, aunque bastante peculiar. Un magistrado de avanzada edad, y con las venas de la cara características de alguien devoto de los buenos vinos, planteó la cuestión de si una persona podía ser acusada de secuestrar a un niño antes de que éste naciera. Varios profesores de Derecho expresaron su opinión, unos a favor y otros en contra.

En una entrevista aparte, el ministro de Justicia anunció que planeaba introducir nuevas leyes en las que encajara el delito de Cecil. Señaló que las penas serían severas para cualquiera que lo intentara en el futuro. El motivo por el que se secuestraba a un niño no nacido era demasiado obvio: ¡chantaje!

El jueves, una tertulia de periodistas discutió el asunto. En esta ocasión, Cecil tenía a unas cuantas personas de su parte. Dos mujeres, periodistas de Liberation, creían que había desaparecido porque no podía soportar el hecho de abandonar al niño. Una izquierdista del Nouvel Observateur consideraba que se trataba de un gesto contra el capitalismo del imperio de los Schomberg. Un director de cine francés adalid del cinéma-vérité planeaba filmar la historia tan pronto Cecil apareciera de nuevo. Un escritor de best-sellers ya trabajaba en el asunto.

En las noticias de la tarde del miércoles, la redonda cara de Mica apareció en la pantalla. A medida que la cámara retrocedía, se la veía de pie ante el porche de su casa. «No tengo nada que decir», comentó solemnemente, y cuando el reportero de la CBS se puso agresivo en sus preguntas, Mica gritó algo que fue eliminado de la banda sonora. Un locutor del informativo explicó que debido a la enorme atención que había recibido el caso de Cecil, Mica era investigada por el Servicio de Inmigración de Estados Unidos. Era inminente que la juzgaran para poder deportarla. Por desgracia, nadie había descubierto todavía a qué país había que devolverla, cosa que se había convertido en un chiste en Estados Unidos.

Cecil sonrió con tristeza; Mica había tenido toda la razón del mundo al no querer revelar su lugar de nacimiento.

El jueves, un emprendedor periodista francés entrevistó a la antigua casera de Cecil en la hamaca de su porche en el norte de Dallas. Era una mujer menuda que recordaba a un pájaro, con rizos que parecían sacacorchos y un acento sureño que rezumaba consternación.

–Lo siento tanto por esa pobre chica -dijo agitando sus pequeños rizos-, Cecil era mucho mejor persona cuando vivía aquí conmigo, antes de que esos franceses la contrataran para tener su hijo. Nunca debió permitir que la convencieran para hacer tal cosa… es algo que va en contra de la naturaleza, pero eso no es culpa de ella. Son esos franceses los culpables de todo.

La mujer parecía no tener ni la más remota idea de quién la estaba entrevistando.

–¿Cree usted que Cecil todavía está viva? – preguntó el periodista francés.

Como si fuera algo preparado, brotaron lágrimas de los ojos azules de la mujer.

–Bueno, lo cierto es que no puedo responder a eso. Enferma del corazón como estaba… -su voz se transformó en un susurro apenas audible y sin embargo dramático-. ¿Quiere usted decir que… que es posible que… haya fallecido?

Cecil se estremeció. Otra semana y la foto de su cadáver aparecería en primera plana de las noticias de la tarde.

El viernes trajo la cara mofletuda y satisfecha de Bayard a la diminuta sala de estar de Cecil. Comenzó intentando aparecer amable, pero pronto degeneró hacia lo envilecido. Cecil estaba mentalmente enferma y necesitaba ayuda. Era una pobre criatura, que no merecía la atención que le dedicaban tantos medios de comunicación. Por encima de todo, era una ladrona; no sólo había robado el feto de los Schomberg, sino un valioso anillo familiar de rubíes y esmeraldas. Rita le había prestado el anillo a Christine Schomberg, pero no se había encontrado en el lugar del accidente, ni tampoco en el apartamento de Saint-Germain. La única explicación, según Bayard, era que Cecil lo había robado en la casa de Rita en Saint-Cloud; debía de haberlo empeñado o vendido, y ahora estaba viviendo gracias a ese dinero.

En aquel momento, Bayard perdió el control. Quería que le devolviera el anillo. Había sido de su madre, ¡y ahora era suyo! Llevarse al niño no era nada comparado con el robo de…

Un milagro de la moderna tecnología -el botón del mando a distancia- eliminó a Bayard tanto de la pantalla como de la airada atención de Cecil.

El fin de semana, los tres canales ofrecían una entrevista especial con Serge. Cecil se quedó completamente estupefacta a medida que Serge pronunciaba su claro y desapasionado discurso.

–Una chica maravillosa, franca, honesta, incapaz de cualquier acto o intriga desleal. Pretender acusarla de secuestro o de colaborar con la mafia no es más que merde. Si alguien ha sido secuestrado, es la propia Cecil.

–Señor Vlady, usted fue una de las últimas personas que vieron a Cecil (viva) -¿había dicho el reportero aquella palabra o había sido la imaginación de Cecil?-. ¿Podría describirnos en qué circunstancias tuvo lugar?

–Sí. Estábamos tomando una copa en un café de la Place Garibaldi. Un hombre, un conocido de Cecil, se nos unió. Cecil estaba en extremo nerviosa y no se sentía bien. Salió afuera a respirar aire fresco. Un taxi la recogió y la llevó a una clínica de Cimiez, de donde desapareció antes de que los médicos pudieran examinarla. Una mujer enferma y con fuertes dolores no deja el hospital por voluntad propia. O bien se la llevaron por la fuerza o bien está oculta porque tiene fuertes razones para creer que su vida está en peligro.

Con estas palabras, Serge miró directamente a la cámara; parecía hablar con la propia Cecil cuando dijo:

–Si éste es el caso, sólo tiene que llamarme por teléfono. Haré todo lo que esté en mi poder para llegar hasta ella. Si alguien intenta hacerle daño a Cecil, será por encima de mi cadáver.

–¿Usted y la señorita Gutman estuvieron prometidos cuando estudiaban juntos en la Universidad de Illinois? ¿En Estados Unidos?

–Cierto.

–¿Y ahora? ¿Cuáles son sus sentimientos respecto a Cecil?

El reportero era una mujer, y miraba a Serge con ensimismada atención, sin respirar apenas, como si de su réplica dependiera el futuro de ella.

–¿Ahora…? – Para desesperación de Cecil, Serge ya no la miraba. Había vuelto la cara, y todo su considerable encanto, hacia la reportera-. Ahora Cecil lo es todo para mí. Sólo espero una señal suya. Esperaré para siempre si fuera necesario.

–¡Mentiroso! – Furiosa, Cecil arrojó un almohadón a la pantalla. Al mismo tiempo apareció una imagen en su mente: la cabina de teléfono plateada que había a la entrada de todos los pueblos franceses. ¿Debía hacerlo? ¿Se atrevería? ¿Y si Pancho la descubría?

–¿Entonces, señor Vlady, cree usted que Cecil está retenida en contra de su voluntad? ¿Que su vida está en peligro?

–Estoy convencido de ello. Y más aún después de enterarme de que se ha encontrado el cadáver del doctor.

¿El cadáver del doctor? Debía de tratarse del doctor López, seguramente no… no…

-Me importan un cuerno los resultados de la investigación -dijo Serge con énfasis-. Muy crédulos deben de considerarnos para pretender hacernos creer que el doctor Sweeney se suicidó pocas semanas antes de que Cecil desapareciera.

Con estas alarmantes palabras, Serge desapareció de la pantalla. Fue sustituido por un locutor con gafas que intentó resumir los acontecimientos principales de «El misterio del feto desaparecido», tal como se denominaba el caso en la prensa francesa.

Cecil se había quedado helada. Se llevó el dorso de la mano a los dientes apretados, temerosa de gritar y atraer a Oraga a la habitación. ¿Sam Sweeney muerto? ¿Un suicidio? ¡Era sencillamente imposible! Cecil pensó en todas las veces en que había estado mentalmente enojada con Sam por haberla abandonado, por escabullirse en alguna escapada y dejarla que se encarara sola con los Schomberg. Y Sam había estado muerto todo ese tiempo, seguramente asesinado, al igual que la asesinarían a ella si los Schomberg volvían a encontrarla.

¿Cómo había muerto Sam? El locutor con gafas pareció encantado de responder a su pregunta.

–Otro elemento todavía no explicado de «El misterio del feto desaparecido» es la causa de la muerte de Samuel Sweeney, el médico norteamericano que trataba tanto a Christine Schomberg como a Cecil Gutman. Aparentemente un suicidio, el cuerpo del doctor Sweeney fue descubierto a principios de este mes atrapado en una de las esclusas del Sena, a unos veinte kilómetros de París, río abajo. Se trata de un especialista en fertilidad, famoso en todo el mundo, que ayudaba a la realeza, a las estrellas de cine y a otras mujeres desesperadas a tener hijos. Se sabe que el doctor Sweeney quedó muy afectado por el accidente mortal del avión de los Schomberg el día de Navidad. Según fuentes próximas al doctor, también se sentía muy inquieto a causa de las enormes sumas que debía a causa del juego. La autopsia del ya muy descompuesto cadáver confirmó que el doctor Sweeney se había ahogado, y hoy un jurado francés ha emitido su veredicto oficial afirmando que el doctor se suicidó en un momento de máxima depresión.

Cecil apretó el botón de off y se quedó mirando la negra pantalla. Ya estaba al corriente de todo lo que necesitaba saber: Christine, Frederick y Sam, todos muertos, y oía ya al locutor anunciando el siguiente nombre de la lista. La señorita Cecil Gutman fue encontrada acribillada, acuchillada, envenenada, asfixiada, en el fondo de un precipicio, ahorcada en un establo, arrastrada por las olas, un suicidio aparente, abatida por… Era algo tan implacable como los árboles cayendo bajo el hacha del leñador. Tres cadáveres y seguro que no tardaría en aparecer alguno más.

Capítulo 33