-Quiero verla a solas.
–No es muy amable por tu parte. Después de todo, fui yo quien la encontró.
–¿Por qué demonios quieres estarte aquí charlando con una chica americana y desconocida? Puede que para ti no tenga el menor interés.
–Te equivocas, querida. Estoy muy interesado en ella. Prácticamente me muero por ver a quién eligió la pequeña Christine para hacer el trabajo que no puede hacer por sí misma.
–Sabes que no me gusta que critiques a Christine. No es justo y no está bien. Hay otra razón por la que no quiero que estés conmigo durante la entrevista. Harás todo tipo de comentarios sarcásticos y asustarás a la pobre chica.
–Siempre estás a punto para juzgarme severamente, madre, y en este caso estás siendo terriblemente injusta. Sabes que tienes que descansar un rato a las cuatro en punto. Ordenes del médico. Mientras haces la siesta, he pensado enseñarle la casa a la muchacha. Puede que incluso le guste nadar o jugar un partido de tenis. Es decir, si has planeado pedirle que se quede a cenar.
–Sí, quizá lo haga. Muy considerado por tu parte, Bayard. Muy bien, quédate si quieres, pero ni una palabra contra Christine ni contra tu hermano, y no molestes a la chica. Se supone que tiene que disfrutar de su visita. No queremos que se vaya disgustada de Francia y vuelva precipitadamente a Estados Unidos. Que desaparezca con nuestro hijo.
–No, querida Rita, no queremos que esto suceda. La tendremos aquí con nosotros. De un modo u otro. Déjamelo a mí.
Bayard se echó atrás en su butaca cubierta de zaraza que había junto a la cama de su madre. Sobre su rostro rosado y regordete se instaló una expresión de alegría, el aspecto de un gran gato con el canario colgando ya de su boca.
La limusina se detuvo junto al alto portón de hierro forjado rodeado de muros de piedra con vidrios rotos incrustados en lo alto. René se volvió hacia Cecil.
–Voy a salir y abrir el portón. No tardaré ni un minuto.
–Oh, tómese su tiempo -su voz goteaba sarcasmo-. La verdad es que no hay otro lugar en el que prefiera estar que en este coche. – Al instante lo lamentó. No había que culpar a René por haberle estropeado el día. Estaba a punto de averiguar quién había sido el culpable, e incluso la idea de conocerle la enfurecía de nuevo. A lo largo de todo el trayecto hasta la casa, en la Autoroute du Sud, y luego en la circular périphérique hasta la salida de la Porte Saint-Cloud, se había preguntado acerca de la identidad de la mujer que la había mandado buscar de una manera tan imperiosa. Sabía que se trataba de una mujer porque lo único que René había dicho en respuesta a sus persistentes preguntas había sido: «Madame se lo explicará todo cuando lleguemos».
Cecil había intentado compartir los sentimientos de esa mujer, había intentado imaginársela de pie, presa de la inquietud en su dormitorio aguardando noticias de su bebé todavía por nacer. De todos modos, su imaginación había fracasado del todo. Todo lo que sabía acerca de esa mujer derramaba poder, fortuna, seguridad; ella, Cecil, no poseía nada de eso. De hecho, la verdad es que no poseía nada de nada.
René estaba de nuevo en el coche, conduciendo sobre un camino de grava bordeado a ambos lados por viejos castaños, abetos y cedros. Hacía sólo unos minutos, en la colina de Saint-Cloud, había visto la Torre Eiffel, el río ensortijándose, y ahora se encontraba en un parque con tantos árboles como un bosque. Cecil pensaba que las casas de campo como aquélla habían desaparecido con la guerra. En su imaginación, la riqueza de esa mujer se hacía cada vez más enorme.
La limusina tomó una curva cerrada a la derecha y se detuvo frente a una impresionante casa de tres plantas de piedra oscura. Una mujer de cara enrojecida, huesuda, de unos cincuenta años y que llevaba un vestido estampado abrió la puerta en el momento exacto en que René apagaba el motor. Se retorcía las manos y parecía alterada.
–Encontré a la señorita Gutman -le dijo René-. Estaba en el Essonne.
–Gracias a Dios. Madame estaba tan preocupada cuando vio que no regresaba con ella para el almuerzo.
Cecil subió los escalones hasta llegar a una terraza cubierta por una marquise de vidrio y hierro en volutas. Parecía un Guimard, y era con mucho lo más bonito que había en esa vieja y lúgubre casa.
–¿Debo llevarla arriba ahora mismo? – le preguntó René a la mujer.
–¡Oh no! Ahora no. – Se volvió hacia Cecil con una expresión de alarma-, Madame está echando su siesta. No he de despertarla antes de las cinco.
Cecil temblaba debido al relente de última hora de la tarde; rodeada por tantos árboles y altos arbustos, la casa quedaba completamente oscurecida del ya débil sol de diciembre.
–¿Podríamos ir dentro? – le preguntó a René con voz lastimera.
La mujer murmuró una excusa apurada y guió a Cecil hacia el interior de un amplio vestíbulo en el que había unos cuantos muebles macizos y utilitarios, de esos que duran varias generaciones. En el vestíbulo reinaba una oscuridad casi tan pronunciada como fuera, en la terraza.
–René, ¿lo he entendido bien? ¿La mujer que me ha arrancado de mi agradable día en el campo se está echando una siesta en este momento? ¿Es verdad que no podrá recibirme hasta dentro de una hora?
–Por favor, Mademoiselle -dijo el ama de llaves con cierto desasosiego-. Le prepararé una taza de té. ¿O preferiría comer algo?
–En absoluto. Lo único que deseo en este momento es marcharme. Estoy cansada y quiero regresar a mi hotel. – Miró a René con insistencia. Este jugueteaba con su gorra, sin saber qué replicar.
–Muy bien, René, Henriette. Podéis iros. Creo que ha llegado el momento de ofrecerle a la señorita Gutman una copa y enseñarle la casa antes de que vea a Madame.
El extremo más alejado del pasillo estaba completamente oscuro, y de allí emergió un hombre. Era alto y gordo, y llevaba un albornoz que le llegaba hasta media pantorrilla, de color azul marino, con una gran «S» dorada y una corona entrelazada sobre el corazón. A medida que se acercaba, Cecil observó los mechones de cabello rubio meticulosamente dispuestos encima de su calvo cráneo para dar la impresión de una exuberancia inexistente. Sus ojos, de un azul intenso y bastante atractivos, la miraban fijamente. Casi bailaban divertidos.
–Permítame que me presente… soy Bayard Schomberg. E insisto en presentarle mis excusas en nombre de nuestra negligente familia. Teníamos la esperanza de darle una bienvenida absolutamente espléndida en París, pero por la expresión de su rostro apostaría a que hemos conseguido exactamente lo contrario.
Era obvio que se trataba de un discurso destinado a aplacarla, pero sólo una pequeña gota de curiosidad consiguió diluir la hirviente cólera de Cecil.
–¿Schomberg? Tengo un aparato de televisión en casa que nunca funciona, así como un secador que siempre está inservible. Creo que el nombre de Schomberg está en la etiqueta de los dos. ¿Quizás es usted el responsable?
–Querida, simplemente no lo sé. Debería preguntárselo a mi querido hermano, a alguno de los miembros de esta familia que pierden el tiempo trabajando. Lo único que yo hago es gastar dinero. No tengo ni la más remota idea de dónde procede.
–Entonces supongo que usted es… el… el… -su voz titubeó, y por unos segundos creyó que sería incapaz de pronunciar la palabra-, ¿… el padre?
–¿El padre? ¿El padre de quién, o quizás, en mi caso, debería decir de qué? – Entonces, como si el entendimiento se abriera paso en su mente, Bayard Schomberg estalló en una alegre carcajada-. No, no. Pero encuentro muy halagador que usted lo crea. Yo jamás aportaría mis genes a una pobre criatura todavía por nacer. Además, es mi querido hermano quien ha de aceptar la responsabilidad de su situación… Frederick Schomberg. Espero que jamás haya oído hablar de él.
El hombre era bastante extraño, y Cecil siempre había tenido una cierta debilidad por los excéntricos. Se encontró con que le caía bien. Ciertamente no era lo que se había esperado cuando vio los formidables muros de la casa coronados de vidrios rotos.
–Siento decepcionarle, pero creo que vi su foto en la sección de negocios del International Tribune cuando venía en el avión.
–Dios haya impedido que leyera tal infamia. Si hubiera usted escogido revistas realmente interesantes, como Réalités, Country Gentleman, Vanity Fair, Maison et Jardin, entonces habría visto mi foto. Participé en la carrera de Deauville, sabe, y siempre asisto a los partidos de polo y a las fiestas que se dan cuando el príncipe Charles viene por aquí. Son tan apasionantes.
–Me aseguraré de buscar su foto, pero por lo que a este momento se refiere, es muy desconcertante ser conducida aquí como si se tratara de un asunto de vida o muerte, y luego, cuando llego, me encuentro a Madame dormida y a usted en el baño.
–¡Oh, qué divertida! ¡Qué muchacha tan deliciosa! Rita la adorará, le doy mi palabra. Pero no me estaba bañando, querida, estaba dando unas relajantes brazadas en nuestra piscina mientras esperaba su llegada, que se ha anticipado bastante. Por favor, abandonemos este vestíbulo asfixiante y vayamos a un lugar más cálido donde podamos prepararnos una copa. Le prometo que la pondré al corriente de todos los detalles referentes a nuestra extraordinaria familia mientras nos achispamos juntos.
Bayard Schomberg ya había cogido con firmeza el brazo de Cecil. Antes de que ella pudiera exclamar una palabra de protesta, la guiaba hacia una puerta que estaba a la derecha del vestíbulo. Para ser un hombre de aspecto tan debilucho, observó Cecil, tenía unos dedos de acero.
–Y ahora, ¿puedo prepararle un cóctel, o prefiere un licor, como yo?
–No bebo. Ordenes del doctor -replicó amablemente Cecil, apartando de su mente la primera cena que tomara en el hotel-. Una Perrier, si tiene.
–Naturalmente, una futura madre. ¡Encantadora! ¡Encantadora! ¿No le importa si tomo un trago, verdad?
Habían entrado en una habitación de tamaño medio, que Cecil consideró que debía de ser el gabinete familiar. Había varias butacas y sofás de cuero, dos mesas de juego y una barra de bar alta y recubierta de espejo en una pared.
–¿Había estado antes en París? ¿Quiere que la lleve a dar una vuelta por esta típica mansión francesa? Es terriblemente burguesa, ya sabe, no del todo chic, pero la hemos dejado bastante cómoda, y no nos falta espacio. Veintiséis habitaciones además de la piscina, una sauna balneario y una pista de tenis cubierta. Por cierto, ¿juega al tenis?
–No, pero me gusta nadar.
–Oh, sabía que le gustaría. Ustedes los americanos son tan atléticos. Le prometí a Rita que la llevaría a la piscina a tomar un baño antes de cenar.
–¿Cenar?
–Oh, ¿no se lo dijo ese estúpido chófer? Naturalmente queremos que se quede a cenar con nosotros. Rita se muere de ganas de tener una charla con usted, una charla de mujeres, ya sabe. De modo que creí que antes podríamos relajarnos un poco, y después podemos cenar y quizás ir a algún club. O hacer que René nos lleve a París para ver las luces de Navidad. Ha sido muy inteligente por su parte venir en esta época del año.
–La verdad es que yo no elegí las fechas, señor Schomberg. Y aunque aprecio mucho su ofrecimiento, toda esta actividad me agobia. Todavía sufro un poco de jet-lag.
–Sé exactamente cómo se siente. Por eso le sugiero la sauna, es lo que la pondrá más en forma después de un vuelo largo y cansado. Eso y un baño.
–Bayard, esta niña no quiere nadar. Es invierno y hay nieve y hielo en el suelo. ¡Se quedaría congelada si entrara en nuestro estanque!
Cogida por sorpresa por segunda vez desde que entrara en la casa, Cecil se volvió a tiempo de ver cómo una menuda mujer aparecía por el umbral. Llevaba un camisón y un negligé de seda azul pálido ajustado con un lazo más oscuro y extremadamente delgado. Una gorra de dormir le cubría sus rizos rubios, y parecía aturdida. Era una mujer muy hermosa, pero incluso a la luz amortiguada de aquel gabinete, Cecil podía ver que tenía más de cincuenta años.
No me extraña que me contratara para tener el bebé: ya no es joven. Probablemente su marido quiere un hijo, y ella ya se encuentra en la edad límite para dar a luz. Por la foto que vi en el Tribune, Frederick Schomberg es mucho más joven que su esposa.
–Tráela aquí, Bayard, no puedo verla con esta luz tan mala. Por favor, ha de perdonarme, querida, últimamente no me encuentro muy bien.
Cecil caminó a regañadientes hacia la mujer. La ansiedad que había sentido al ver aparecer la limusina en el camino que conducía al cementerio ruso volvía de nuevo aunque más fuerte. Estaba completamente asustada por aquella mujer menuda como un pájaro que tenía una expresión tan ausente en los ojos; asustada de su obsequiosa ama de llaves y de su chófer demasiado educado; asustada de esa casa oscura, imponente y horrible, y de todo, a excepción de Bayard Schomberg. Sólo él le parecía agradable e incluso encantador, aunque de un modo anticuado y ligeramente ridículo. La mujer levantó las manos y las puso en la cara de Cecil, haciendo que bajara a su altura hasta que pudiera abrazarla. El beso fue húmedo, duro y muy agradable.
–Rita, querida, ésta es la señorita Gutman. Tenías muchas ganas de conocerla, ¿te acuerdas?
–¿Qué estás diciendo, Bayard? – Su voz delataba una enojada impaciencia. Una mano como una garra se desplazó de la mejilla de Cecil hasta su gorro de lana amarilla. Con un súbito movimiento se lo arrancó y recorrió con sus dedos los largos mechones rojizos del pelo que había soltado.
–¿Así que después de todo se trata de Christine? Es Christine quien va a tener el bebé. ¿Por qué nadie me lo dijo? Bayard, deberías habérmelo… seguro que lo sabías todo. Christine, querida, me encanta que seas tú y no esa chica americana de la que todo el mundo habla. ¿Por qué Frederick me lo ha ocultado? ¿Qué es esta sorpresa tan maravillosa? ¿Un regalo de Navidad?
Lágrimas de felicidad brotaron de esos ojos intensamente azules y ausentes. Bayard Schomberg intentaba llevarla de nuevo hasta el vestíbulo cuando, con un gesto airado, ella le empujó hacia atrás y volvió a agarrar el pelo de Cecil. Era obvio que la mujer estaba muy enferma. Cecil sabía ahora por qué había experimentado esa creciente ansiedad en cuanto la vio. Siempre era capaz de reconocer un desarreglo mental; era como un olor débil y repugnante que sólo ella podía percibir. Un olor a podrido.
–Mamá está un poco fuera de sí esta tarde, señorita Gutman. ¿La excusará, verdad?
–¿Mamá? – De cerca, la mujer parecía mayor, pero apenas como para ser la madre de un hombre de mediana edad como aquél.
–Oh, no se la he presentado todavía. Sí, la verdad es que nunca se lo hubiera imaginado al verla, pero esta pequeña belleza es mi querida madre, Marguerite Schomberg. – Luego añadió, como si lo hubiera meditado antes de decirlo-. Y la madre de Frederick Schomberg, que pronto se convertirá en el orgulloso padre de su bebé. Es todo tan complicado, ¿no cree? Quiero decir que este tipo de situaciones no aparecen en los libros de etiqueta. Menudo desliz cuando uno se encuentra con algo así en la vida real, ¿no está de acuerdo, señorita Gutman?
Marguerite Schomberg todavía se resistía a su hijo con toda la fuerza de su cuerpo de metro cincuenta y dos de altura; se volvió de nuevo hacia Cecil y dijo:
-Christine, dile a este imbécil que deje de llamarte por otros nombres. Ya sabes que no le caes nada bien. Nunca le has gustado. Sólo te desea mal. Estate atenta a todo lo que diga o haga esta noche.
–Muy bien, mi querida Rita. La señorita Sánchez te espera arriba para darte un estupendo y relajante masaje. ¿Puede esperar aquí hasta que regrese, señorita Gutman? Sé que lo hará porque estoy seguro que tiene un montón de preguntas referentes a nuestra amada y unida familia.
Cuando Bayard regresó al gabinete unos diez minutos más tarde, Cecil estaba arrellanada sobre uno de los sofás de cuero, hojeando una revista francesa de decoración y procurando no llorar. Todas las tensiones del día parecían a punto de hacer erupción en su interior; a pesar de sí misma, no podía evitar sentir piedad y conmiseración por esa pequeña mujer que obviamente había perdido el juicio y que, finalmente, se habían llevado por fuerza al piso de arriba. Bayard se encaminó al bar y le sirvió a Cecil un whisky solo. Ella dio unos pocos sorbos y esperó a ver si la hacía sentirse igual que las heroínas de las novelas de misterio: mucho mejor al momento.
–Me doy cuenta de que se encuentra confusa y aturdida, y no la culpo en lo más mínimo -dijo Bayard alegremente-. Esos dos pajaritos enamorados, Frederick y Christine, la esposa de mi querido hermano, como ya habrá supuesto, deberían haber estado aquí para recibirla. En lugar de eso están en algún lugar de Suiza, pasan las vacaciones de Navidad esquiando. Tendrá que conformarse conmigo hasta que regresen en enero.
–¿Son sólo ustedes cuatro? – preguntó Cecil mientras daba otro sorbo de whisky. Dejó el vaso en la mesa y se apretó las sienes en un gesto de fatiga. No se había sentido tan cansada desde su enfermedad… y se sentía un poco bebida. Hacía horas y horas que no comía nada.
–Sí, la sucesión de los Schomberg se reduce a mí y a mi querido hermano. Por eso estamos tan ansiosos de que dé a luz ese bebé. Tenemos algunos parientes en América, pero sus negocios quedaron separados de los nuestros después de la guerra. Oh, ¿me olvidaba de mi primo Xavier y de su esposa Edith-Ann? ¿Y de sus dos hijos? Estúpido de mí. Naturalmente, ellos también son franceses, pero la línea principal de la familia se transmite desde Hubert, mi padre, hasta mí. Frederick es mi hermano menor.
–¿Y no está usted casado, señor Schomberg?
–Me temo que soy otro de los defectos de la naturaleza, querida, un sensualista en búsqueda de experiencias, un esteta nacido para apreciar y observar, pero no para crear ni para procrear. Señorita Gutman, verá a nuestra familia como ninguna otra persona ajena a ella la ha visto nunca. Lo único que sé es que usted va a sernos de gran ayuda, Cecil. Puedo llamarla Cecil, ¿verdad? Tengo la sensación de que estamos destinados a ser grandes amigos. Ya ve, la necesitamos de manera desesperada para traer sensatez y salud entre nosotros.
¡Sensatez!, Cecil casi se rió en voz alta. Bueno, quizá, comparada con los Schomberg, soy la que ostenta la marca más alta en el campo de la cordura.
–¿Qué le digo al cocinero que prepare para cenar? ¿Su plato favorito? No, no me mire así. Queremos que sea feliz aquí. Póngase en mis manos, y le prometo que le haré pasar una velada que nunca olvidará.
Esta vez se rió. Resultaba un hombre ridículo pero divertido. Era fácil darse cuenta de cómo había alcanzado el éxito en su círculo social. Las viejas damas debían de adorarle. Poseía un entusiasmo contagioso y casi infantil, y, a pesar de sus sarcasmos, parecía verdaderamente ansioso de complacer.
–Venga. Mientras me dicta el menú de esta noche, le enseñaré la piscina. Tenemos bañadores de todas las tallas y formas, pero naturalmente, puede bañarse sin nada si lo desea. El lugar es todo para usted. ¡Para usted y para el bebé!
Cecil se levantó con un aire de fatiga. Ya no tenía fuerzas para resistir. Qué diablos, se dijo a sí misma. Decidete a abrazar el modo de vida de los ricos y famosos. ¡Hazlo, adelante!
El calor resultaba maravillosamente reconfortante, y Cecil se despertó para encontrarse con que todas las tensiones del día le rezumaban por los poros. ¿Cuánto tiempo había dormido? Había un pequeño reloj de arena sobre un saliente de madera situado encima de su cabeza, pero no se había preocupado por darle la vuelta cuando entrara por primera vez. Debían de haber pasado quince o veinte minutos, pues ahora notaba que la temperatura había aumentado significativamente. Hizo oscilar las piernas a un lado del banco de madera donde estaba sentada. Se encontraba en una gran sauna, lo suficientemente grande como para que media docena de personas se tendieran en ella. Había un hornillo en el que apilaban unas piedras planas que parecían proceder del lecho de un río, así como todo tipo de accesorios: un termómetro redondo colgado de la pared, a unos quince centímetros del techo, reposacabezas curvos en los extremos de los bancos, varias escobillas hechas de ramitas de abedul formando manojos, un balde lleno de agua y un cazo de largo mango para regar las piedras, tal como le había dicho Bayard, en caso de que deseara más humedad en el aire. No necesitaba más: la sauna estaba agradablemente cálida y seca, incluso quizás hacía un poco más de calor del que hubiera deseado.
Se preguntó indolente si Sam aprobaría el que tomara una sauna. ¡Oh, basta de Sweeney! Últimamente se encontraba con que el doctor se imponía por encima de su propia voluntad de manera tan persistente que era incapaz de hacer un solo movimiento sin ver su atractiva cara irlandesa alternativamente reprendiéndola e importunándola. Ciertamente, no le gustaría lo que ella había hecho hasta ahora en París, beber champán y whisky y permitir que la sobresaltaran de mala manera, la primera vez cuando la doncella se introdujo en su habitación en el hotel, y de nuevo aquella misma tarde, cuando la limusina apareció en el camino del cementerio. Era del todo estúpido tenerle miedo a René. Intentó conjurar aquel amable rostro, pero ahí aparecía de nuevo Sweeney, superpuesto sobre la cara de René, sobre todas las personas en las que intentaba pensar. ¿Se estaba enamorando de él? Qué tontería. Sweeney no sólo estaba casado, sino que tenía a sus pies a centenares de ricas y hermosas mujeres. O mejor dicho en la punta de su varita mágica: su escalpelo.
Cecil pensó en aquella tarde en el hospital de Dallas, cuando se había quedado sentada al sol llevando su nuevo albornoz azul. No se había dado cuenta de que Sweeney estaba en la habitación hasta que sintió los dedos de él en sus cabellos y oyó su voz, tan desacostumbradamente baja y llena de emoción, diciéndole lo mucho que le gustaba ese color. Había seguido jugueteando con su pelo, al igual que había hecho hoy Marguerite Schomberg. Sólo que la madre de Bayard había creído que se trataba de Christine, había confundido a las dos completamente. Cecil se irguió de un salto. ¿Era también eso lo que Sweeney había pensado, que su largo pelo rojo se parecía al de Christine Schomberg? ¿Estaba chiflado por Christine y no por…?
De todos modos, ¿qué le importaba? Ella amaba a Serge. Había sido a causa de Serge que se había embarcado en aquel asunto, en primer lugar. Sólo que desde que estaba embarazada se sentía… amoureuse. Por primera vez desde que rompiera con Serge había comenzado a fijarse en otros hombres, a encontrarlos atractivos. ¡Era algo demasiado perverso! Decidió no desperdiciar ni un minuto más pensando en eso.
Definitivamente, la sauna se estaba calentando demasiado, pero todavía era agradable, y Cecil se sentía demasiado perezosa como para moverse, después de todo el whisky que Bayard le había servido. Se estiró sensualmente sobre el banco y se puso a imaginarse -sólo por un segundo- cómo se sentiría en caso de que Sam Sweeney la tuviera en sus brazos, cómo se sentiría si esos dedos fuertes recorrieran de nuevo sus cabellos, y viajaran sobre sus labios, cuerpo abajo.
¡No, ella le odiaba! ¡Odiaba todo lo que se refería a él! No debía bajar la guardia de ese modo, flaquear ante otro hombre. ¡Dios, hacía calor allí dentro! Miró el termómetro que había en la pared y vio que había subido hasta los 80 grados. ¿Era eso normal? ¿No había leído 70 grados al entrar antes de quedarse dormida? Bayard le había dicho que la sauna era «buena y estaba en su punto», fuera lo que fuera lo que eso significara. Debería haberle preguntado cuál era la temperatura adecuada.
Cecil se puso en pie y se encontró con que las planchas del suelo le quemaban los pies. Arrojó la toalla al suelo y caminó sobre su gruesa superficie hasta alcanzar el termómetro. Tenía la esperanza de encontrar un termostato a mano, pero no parecía haber ninguno. Naturalmente, no podía haber interruptores eléctricos con un calor tan intenso. Los controles debían de estar fuera de la habitación. Había estado en otras saunas pero sólo tenía una noción muy vaga de cómo funcionaban. Siempre había habido una asistenta que controlara el tiempo, alguna mujer malhumorada que asomaba la cabeza cada cinco minutos con calamitosas advertencias de diabetes, desvanecimientos, y ataques al corazón.
Cecil volvió a sentarse en el banco y se levantó de un salto. Se estaba quemando. Extendió la toalla que Bayard le había dado y volvió a tenderse, pero aun así estaba demasiado caliente. Podía ver el termómetro desde donde estaba echada; la aguja estaba ya en 85 grados. ¿Eran grados Farenheit o Celsius? Pensó que en Europa sólo se utilizan los grados Celsius, pero no podía hacer tanto calor, ¿o sí? ¿No eran 37 grados centígrados la temperatura normal del cuerpo? ¿Podía soportar un ser humano una temperatura el doble que la de su cuerpo? No tenía ni idea.
Oh, ¿por qué soy tan ignorante! Cecil se regañó a sí misma. Éste es el tipo de información que tanto Serge como Dimitri tendrían a mano. Será mejor que salga de aquí antes de que me ase y los Schomberg decidan servirme para cenar. Probablemente Madame ni se daría cuenta. Si me ha tomado por su nuera, no le costaría nada confundirme con un plato de vaca bien cocida.
Sacrificando un pie, Cecil se dirigió dando saltitos hacia la puerta. Intentó abrirla, pero no se movía.
Esto sólo puede pasarme a mí, pensó con amargura. Soy la única persona en el mundo que se queda atrapada en una sauna abrasadora.
Cecil volvió a lanzar la toalla al suelo y caminó por encima de ella, pero el calor era insoportable. La aguja había vuelto a moverse, esta vez marcaba 87 grados. ¿Quién habría puesto el termostato? Quienquiera que fuera, antes debería haberle preguntado si estaba acostumbrada a un calor tan intenso. ¿Se había quedado la puerta atascada cuando la cerró Bayard? ¿Por qué no había comprobado él que la sauna funcionara antes de marcharse y dejarla allí prisionera? Un calor tan terrible no podía ser bueno para el heredero de los Schomberg.
Cecil empujó la puerta con más fuerza, pero nada ocurrió. Tenía las palmas de las manos abrasadas, y el sudor le caía por la cara, oscureciendo su visión. Por primera vez se dio cuenta de que en la habitación no había ventanas. Nunca le habían gustado los lugares cerrados, y ahora experimentaba una histeria claustrofóbica que le subía del estómago, del lugar en donde el feto estaba atrapado en su propia jaula cerrada.
Había unos pequeños paneles de cristal en lo alto de la puerta; estaban hechos de cristal casi opaco, y no se podía ver a través de ellos, aunque probablemente sería capaz de romperlos. La más pequeña abertura dejaría pasar un poco de aire frío. De todos modos, ¿qué podía utilizar? Ciertamente no las manos; ya le habían salido manchas rojizas en las palmas de tanto empujar la puerta. ¿El cazo? Lo cogió y lo lanzó contra el centro de uno de los paneles. El mango se hizo astillas y se partió en dos. Ahogó un sollozo. No había nada más en la habitación con lo que intentar romper el cristal.
Cecil se dio cuenta de que comenzaba a tener todos los síntomas de un ataque de pánico; el corazón se le aceleraba y la respiración era cada vez más agitada. Las paredes parecían moverse hacia dentro. Sí, se estaban cerrando sobre ella. Era como en un cuento de Edgar Allan Poe: estaba en una tumba; no había aire; nadie sabía que ella estaba allí.
Si no salgo ahora mismo me desmayaré e iré a caer directamente sobre este suelo ardiente; moriré.
Dio unos pasos hacia atrás, tan lejos como pudo, y luego se lanzó contra la puerta chocando con su hombro; el golpe seco contra la ardiente superficie le provocó náuseas, pero la puerta no se movió un milímetro.
Cecil se volvió para mirar el termómetro, al mismo tiempo que se decía a sí misma que no debería hacerlo. ¡Dios mío! ¡92 grados! ¿Era posible que hubiera aumentado cinco grados en sólo un par de minutos? ¿O es que había perdido toda noción del tiempo?, ¿llevaba en aquel lugar infernal varias horas o varios minutos?
Se volvió hacia la puerta y por primera vez se dio cuenta de que tenía una manija cuadrada a medio camino del suelo.
¿Esta estúpida puerta se abre hacia dentro! ¡He estado intentando empujar una puerta de la que había que tirar!. Con una sensación de absoluto alivio, Cecil agarró la ardiente manija y tiró hacia ella con todas las fuerzas que pudo reunir. Nada sucedió.
Entonces se le ocurrió a Cecil que estaba realmente atrapada. Podía quemarse hasta la muerte o asfixiarse o morir de un ataque al corazón o de una embolia o simplemente de miedo. Nadie iba a venir. Comenzó a golpear la puerta con ambas manos, gritando los nombres de Bayard Schomberg y de René. Cuando el silencio que siguió a cada serie de gritos finalmente fue algo superior a sus fuerzas, se agachó hasta quedar acuclillada en el suelo, sollozando una y otra vez: «Ayuda, ayuda, por favor que alguien me ayude»,
Al final no pudo resistir más el tacto de la madera bajo sus pies abrasados. El sudor le resbalaba por la cara en tal cantidad que apenas podía leer los números del termómetro. ¿Marcaba 97 o 107 grados? ¿Qué importaba? La cabeza le palpitaba horriblemente. Se dejó caer hacia atrás sobre el banco, sin preocuparse ya de la gruesa toalla adornada con la inicial de los Schomberg y con la corona de oro.
Extrañamente, la habitación estaba fría ahora, gélida. Era como si estuviera echada sobre un macizo bloque de hielo ardiente. ¿No le había dicho Madame que no fuera al estanque? ¿No le había advertido de que fuera nevaba? El suelo frío y desolado estaba cubierto de una nieve tan gruesa como una mortaja.
Cecil se dio la vuelta hasta colocarse boca abajo y se estiró cuan larga era sobre el banco, abarcando con los brazos las planchas de madera, aplastándose contra su dura superficie a fin de que el frío penetrara en su cuerpo ardiente. Ahora temblaba, tan helado estaba el estanque. Antes de sumergirse en sus heladas profundidades, intentó por última vez ver el termómetro, pero en ese mismo instante las luces que había en el techo se apagaron y se quedó completamente sola en la oscuridad, atrapada en un lugar frío y sin fondo muy por debajo de la superficie del agua.
Abrazó el banco con más fuerza, pero ya no la protegía. Finalmente se dejó hundir.
Como carne derretida por las llamas, los párpados del feto están pegados. Poseen tacto, sin embargo, y lo que sienten en este momento es una pétrea dureza estrujando el cuerpo de la mujer contra el suyo propio. ¡La carne de ella está ardiendo! Para escapar de ese insoportable calor y dureza, el feto comienza a girar, primero hacia un lado y luego hacia el otro.
El corazón de la mujer late con una velocidad terrible. Está en todas partes a la vez. Se mezcla con el calor y la dureza, algo liso que aprisiona su estómago contra el espinazo.
Además hay algo en su sangre que recorre el cerebro y las arterias, que hace que el diminuto corazón bombee más rápido y que su sangre fluya tan rápida como la de la mujer.
El feto se sobresalta. Ella siente como si el corazón le fuera a saltar del pecho. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Es un ruido terrible. ¿Significa algo? ¿El qué?
Intentando escapar de esa cosa dura y caliente, el feto flota sobre su cabeza, luego se endereza. No puede dejar de moverse debido al ímpetu de la sangre. Se inquieta, se lleva un diminuto pulgar a la boca, comienza a chuparlo, luego lo retira. Sufre una súbita sacudida a la derecha, luego a la izquierda.
No puede escapar de los brutales golpeteos del corazón, de ese calor punzante, de lo que hay en su sangre. Gira y gira. No hay ningún lugar adónde ir.
Volvió la luz, y la puerta se abrió casi al mismo tiempo.
-¿Mademoiselle? -dijo una voz asustada y vacilante.
Cecil se incorporó, frotándose los ojos. Tenía frío y calor al mismo tiempo; el corazón le palpitaba y el cuerpo le dolía terriblemente. ¿Dónde estaba? Era como la habitación del hotel en la que la doncella le había despertado en la oscuridad, sólo que se trataba de una habitación distinta, de una madera color pálido, y no había ventanas. La luz amarilla le hacía daño en los ojos, por lo que volvió a cerrarlos.
–¿Mademoiselle? La hemos buscado por todas partes. René, la cocinera y yo, la hemos buscado por toda la casa. Incluso subimos al desván… -la voz sonaba ahogada por las lágrimas-. Vine aquí antes y apagué todas las luces, creía que se había ido. No tenía ni idea…
–¿No le dijo monsieur Bayard que estaba aquí? – Cecil se quedó asombrada al darse cuenta de que podía hablar.
-Monsieur tuvo que llevar a su madre al hospital. Ha sufrido otro ataque, y se fue con ella en la ambulancia… estaba tan asustado, debió de olvidarse de mencionarlo… -su voz se desvanecía poco a poco.
–¿Cómo abrió la puerta?
–¿La puerta? Como siempre cuando vengo a barrer la sauna y a fregar la madera. Simplemente la empujé y la abrí. ¿Por qué, qué ocurre con la puerta? – de nuevo había en su voz una nota de temor.
–No, nada. ¿Cuánto hace que apagó las luces? – Cecil tuvo la brumosa visión de una mujer de pie en la puerta de la sauna. El ama de llaves, la mujer del vestido estampado que la había hecho entrar antes. ¿Cómo se llamaba? ¿Henry? No, claro que no. ¿Henriette? Sí, eso era, Henriette.
–Oh, Mademoiselle, no estoy segura. Debían de ser las siete. Hace al menos una hora y media. No tenía ni idea de que estuviera usted sola en la oscuridad…
–Ha salvado mi vida.
–¿Su vida? ¿Apagando la electricidad? No la entiendo.
–¿Podrías encontrar mis ropas? – Cecil permanecía de pie y se envolvía con la toalla todavía caliente su carne desnuda y torturada. Un dolor punzante le recorría todas las partes del cuerpo. Apoyándose en la pared para mantenerse en pie, se encaminó hacia el solárium. Todavía estaba aturdida, pero una cosa tenía clara: quería salir de aquella casa lo antes posible. Con la misma celeridad con que Henriette se movía alrededor de la piscina. Tropezó con una taquilla parcialmente abierta y vio que sus ropas estaban todavía donde las había dejado.
–Voy a vestirme, Henriette. No me llevará más de cinco o diez minutos. ¿Podría conseguirme un taxi para entonces?
–¡Un taxi! Oh no, René estará de vuelta del hospital en cualquier momento. Simplemente ha ido a dejar…
–¡No! No quiero ir con René -Cecil hablaba de modo cortante, como si se dirigiera a un niño pequeño-. No quiero ir con nadie de esta casa. Quiero un taxi público. Por favor, llame a uno. Estaré lista para irme en cinco minutos.
–Muy bien, Mademoiselle. Como guste.
Un cuarto de hora más tarde, Cecil se acurrucaba en el asiento trasero de un taxi en medio de un monumental atasco de tráfico en el puente de Saint-Cloud. A medida que los trompetazos de las bocinas se entremezclaban con los gritos de los furiosos motoristas, Cecil se envolvía con el abrigo y la bufanda y se acurrucaba hasta quedar en posición fetal, a la busca de calor. No podía dejar de temblar. Ni en los edificios con aire acondicionado de Dallas se había sentido así. Era como un frío que procediera del interior de sí misma, y no tenía ni idea de cómo combatirlo. Sentía deseos de saltar fuera del taxi y correr en medio de la fría noche.
¡Sí, correr! ¡Eso era! Mañana, antes de que ningún Schomberg llegara al hotel a preguntar por ella, se escaparía. Tomaría un avión a Burdeos, y una vez que estuviera allí llamaría a Sam y le contaría lo que le había ocurrido. Le contaría… ¿exactamente el qué? ¿Que alguien había intentado matarla en la casa de los Schomberg? ¿Se creería eso? No importaba. Él era un hombre astuto y lleno de recursos. Le diría lo que debía hacer, adonde ir.
Mañana se escaparía.
Él estaba de pie en el jardín, junto al estanque helado, y se reía.
¿Por qué demonios había intentado algo así?
Era estúpido, completamente estúpido. Los otros todavía estaban vivos, ¿o no? Aun en el caso de que hubiera tenido éxito en su crimen, ¿de qué habría servido? No hubieran tenido más que salir a comprar otro hijo mestizo, y aun así, se reía cuando pensaba en los gritos procedentes de detrás de la puerta obstruida, el golpear de sus puños en la madera ardiente. Aunque hubiera sido una estupidez, algo había aprendido de esa experiencia.
Ya había anotado sus conclusiones en un libro grande y encuadernado en piel. El orden es el fundamento de un buen plan, es la forma de la que depende la belleza. Comenzar por el principio. Cada cosa a su tiempo. Primero Frederick y Christine, luego el feto. La chica no era importante. Incluso podía dejar que viviera si encontrara un método de matar al feto sin que nada le ocurriera a ella. Sí, ¿por qué no? Dejarla ir. Ella no importaba. Incluso le caía bien.
Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Establecer el orden adecuado.
Ese era el único modo de actuar.
Pocas veces se lo había pasado tan bien; casi como él lo había querido.
Sí, todo había sido muy divertido.
-¡Frederick, por amor de Dios, despierta!
–¿Qué… qué pasa?
–¡Abre los ojos! No sé si me escuchas o no. ¡Dios mío, mírame!
Frederick Schomberg, normalmente el más considerado de los hombres en todo lo que se refería a su esposa, sólo sintió irritación al ser despertado tan brutalmente de su siesta, ya que estaba muy cómodamente estirado sobre una silla de lona colocada directamente sobre la nieve. Se había quedado completamente amodorrado a causa de las dos botellas de excelente vino que él y Christine habían compartido, para no mencionar la combinación del sol intenso y puro aire alpino que tanto inducía al sueño.
–¡Qué demonios!
–¡Escucha! Me acabo de enterar por Henriette que ha estado a punto de morir. ¡La pasada noche se quedó encerrada en la sauna durante más de una hora, más de una hora! Cuando Henriette finalmente la encontró, se fue corriendo en la oscuridad como un conejo asustado.
Finalmente Frederick disipó los efectos de su almuerzo «bien regado».
–¿Quieres decir que Rita se quedó encerrada en la sauna? ¿Es que ese estúpido de Bayard…?
–¡No se trata de Rita! ¿Es que ni por un momento puedes olvidarte de tu preciosa madre? Oh, querido, es la chica americana la que estaba ahí… Cecil Gutman.
–¿La mujer que lleva nuestro bebé? – preguntó incrédulo Frederick-. ¿Está en París?
–Eso parece, ya que se encontraba en la sauna de tu madre la noche pasada. – Christine no podía ocultar una nota de sarcasmo en su voz-. ¡Frederick, podía haber perdido el niño! ¡Después de todo lo que hemos pasado, que ocurra algo tan idiota como esto!
–Chrissie, ¿qué demonios estaba haciendo Cecil Gutman en la casa de mi madre en Saint-Cloud?
–Henriette cree que fue Bayard quien la invitó para que conociera a Rita. En cualquier caso, fue tu querido hermano quien la llevó a la sauna y la dejó ahí para que se quemara viva.
–La gente no suele prenderse fuego por estar en una sauna -replicó secamente Frederick.
–Puede que sí lo haga si se queda ahí encerrada toda la noche.
–Veamos cuáles fueron los hechos antes de acusar a Bayard de intento de asesinato. Ya sabes que Henriette no es un testigo demasiado de fiar, incluso en circunstancias normales…
–Frederick, algo muy serio ocurrió la noche pasada en Saint-Cloud, y desde luego yo voy a averiguar qué sucedió realmente. Lo cierto es que Cecil Gutman debió de creer que alguien intentaba hacerle daño, pues escapó. Desapareció. Rehusó esperar a René y huyó en un taxi. En estos momentos puede encontrarse en cualquier lugar de Francia.
La voz de Christine aumentó de tono hasta bordear la histeria mientras daba vueltas y vueltas a la chaise-longue en la que Frederick estaba todavía echado al sol. Aun cuando comenzaba a pensar en lo que su mujer acababa de decir, no podía dejar de recordar cómo ella había dado vueltas en torno a su silla el día en que se conocieron, en la fábrica de vidrio, acechándole como si él fuera una presa muy codiciada que debía ser capturada en el menor tiempo posible.
-Mon amour, cálmate, por favor. Si quieres llamaré a Gradwohl y le diré que vaya inmediatamente a la casa para enterarse de qué ocurrió. Por cierto, ¿dónde estaba Rita cuando sucedía todo esto?
–Oh -dijo Christine, quedándose de pronto muy pálida. Se había quedado completamente inmóvil, observando a su marido con inquietud-. Lo siento, cariño. Se me olvidó decírtelo. Se llevaron a Rita al hospital la noche pasada.
–¿QUÉ?
–Bayard la metió en una ambulancia, la acompañó, quiero decir. Henriette cree que… Frederick, puede ser muy grave.
–¿Es una masacre general la que me estás anunciando por partes, Chrissie? ¿Es que se pegó fuego a toda la casa o qué? – Frederick se puso en pie con un movimiento airado, sus botas se hundieron en la crujiente nieve que rodeaba la silla y la mesa, sobre la que todavía permanecían las copas de vino y las tazas de café-. ¿Qué ocurrió exactamente en Saint-Cloud la noche pasada?
–Frederick, lo cierto es que no lo sé. – Fue hacia su marido y con los dedos le rozó su cara afligida-. Creo que deberíamos volver a París lo antes posible. Tengo la sensación de que… estoy segura de que nuestro bebé está en peligro. He tenido esta sensación desde el momento en que fue concebido. Hagamos las maletas y regresemos ahora mismo.
–Muy bien. Que Isabelle empiece a hacer el equipaje y yo averiguaré dónde está Rita, siempre y cuando consiga localizar por teléfono al cretino de mi hermano.
–Estás cometiendo un error, ya lo sabes. Ya te lo he dicho varias veces.
–¿A qué te refieres? – replicó Frederick irritado.
–A considerar a tu hermano como un tonto. Lo es todo menos eso.
–No empieces a achacarle a Bayard todas las desgracias. Se sentirá halagado en cuanto se entere de que le concedes tanta importancia.
–Frederick, ¿cómo llegó Cecil Gutman a casa de tu madre? Seguro que no por su cuenta. Fue cosa de Bayard. De algún modo se enteró antes que nosotros de que estaba en París. No le subestimes. Cuando Bayard quiere algo, es capaz de hacer cualquier cosa para conseguirlo.
Frederick rió nerviosamente y besó a su mujer en la frente en un gesto conciliador.
–Hablas igual que mi padre.
Christine cogió un cigarrillo del bolsillo de su anorak verde y comenzó a golpear rítmicamente la punta contra el dorso de la mano.
–Puede que en cuestiones de negocios seas el hombre más inteligente de Francia, mi amor, pero en lo que se refiere a tu familia, ése es tu punto débil. No quiero que Bayard se vuelva a acercar a Cecil Gutman nunca más, ¡y si tú no vas a hacer nada para que así sea, lo haré yo!
Christine echó hacia atrás sus largos cabellos en un gesto familiar que siempre hacía que el corazón de Frederick dejara de latir por un instante. Ella le miraba fijamente, de manera interrogante, pero cuando su marido quedó en silencio, dio media vuelta y se encaminó hacia el chalet.
En la terraza cubierta de nieve, Frederick permaneció estupefacto. En todos los años que había estado casado, no recordaba ni una sola vez en que su mujer se hubiera enfadado de verdad con él. Algo terrible había sucedido hoy, algo que se había iniciado con la concepción de ese maldito niño en el interior de un tubo de ensayo. Estaba perdiendo a Christine, tan seguro como que estaba vivo y coleando. De pronto, tanto el destino de Cecil Gutman como el de su madre palidecieron en cuanto se dio cuenta de la enormidad de ese hecho.
Una capa de tupidas nubes grises pasó por encima de su cabeza, ocultando el calor de los rayos del sol. Mientras comenzaba a correr por el sendero detrás de su esposa, Frederick Schomberg se quedó asombrado al darse cuenta del día tan frío y desolado que hacía.
-Me bajaré aquí mismo -le dijo Cecil al taxista, en Burdeos, mientras le entregaba un billete de cincuenta francos. Se apeó en una plaza, justo delante de un café grande y de aspecto destartalado, con mesas y sillas que se desparramaban a lo ancho de la acera. El Rendez-Vous des Sportifs. Cecil recordaba el nombre perfectamente, recordaba que Serge le había dicho que se detenía ahí cada tarde al volver del instituto, en su adolescencia, sintiéndose una persona sofisticada y adulta mientras jugaba al flipper, echaba monedas en el jukebox y leía libros de filosofía. Era el lugar en donde se flirteaba con las chicas y se las invitaba a café negro y panachés.
-¿Qué diablos es un panaché?
-Tampoco he oído hablar nunca de eso.
–Porque eres como todos los americanos… una iletrada.
–¡Una iletrada! ¿Qué tipo de vocabulario te enseñan? ¿El argot de la Edad Media?
Horas tomándose el pelo el uno al otro. Nunca se cansaban de estar juntos.
Cecil tomó asiento en una de las sillas que había en la terraza y pidió un café exprés. Miró a su alrededor con aire nervioso. Desde el desastre de la sauna en Saint-Cloud, no podía apartar de sí la sensación de que la seguían. No, no había ningún personaje sombrío sentado al sol en el Rendez-Vous des Sportifs. Ni tampoco estudiantes ni muchachas bonitas. Cecil desdobló su mapa y comprobó que la calle que buscaba era la siguiente a la derecha después de rodear la plaza. Dejó unas monedas sobre la mesa para pagar el café que no había tocado y se puso en pie, sintiéndose de pronto violenta por estar ahí.
El número 42 estaba tres manzanas después de sobrepasar una pastelería cuya fachada principal estaba erosionada por la lluvia y exhibía una muestra de pasteles en miniatura en el escaparate; pasó junto a una verdulería cerrada, sobre cuyas cajas abiertas de frutas y verduras se extendían unos gruesos plásticos; pasó junto a los altos y agrietados muros de una escuela-convento. Una calle corriente.
Cecil se detuvo y miró a su espalda. Nadie. Ni coches, ni motos en la calle desierta. El número 42 estaba separado de la acera por una verja de hierro forjado de escasa altura. La casa era de cuatro pisos y muy estrecha, estrujada entre una pequeña fábrica y la tienda de un zapatero remendón que ahora estaba cerrada. Cecil empujó la verja, se adentró en un patio pequeño y sin flores y llamó a la campana. Se quedó esperando, el corazón y la respiración en suspenso. Una pesada roca de anhelo y miedo se había aposentado en su estómago. Deseaba estar allí. No, deseaba estar en cualquier otra parte del mundo.
La puerta principal se abrió y una cara la escrutó. Una cara de mujer. No era Serge.
–¿Sí?
–¿Madame Vlady?
–Sí.
–Soy… ¿Está su hijo en casa? Soy una amiga de Serge.
–Mi hijo ya no vive en Burdeos. ¿Para qué quería verle?
Cecil vaciló, tirándose nerviosa de un mechón de su pelo.
Se sentía intimidada por esa mujer, al igual que una niña pequeña ante su maestra. Finalmente, con una voz que apenas era audible, dijo:
–Soy Cecil.
–¿Cecil? – La mujer no se mostraba ni amistosa ni hostil. El nombre no le resultaba familiar en lo más mínimo.
–Cecil Gutman. La amiga de Serge en la Universidad de Illinois.
–Ah, es usted americana. – Nada más que una simple frase. Madame Vlady ni vociferaba ni aullaba, tampoco la insultaba, ni siquiera le había cerrado la puerta en las narices. Ni tampoco la invitaba a entrar en su casa, ni se entusiasmaba por haber encontrado una hija durante mucho tiempo perdida. Nada. No hacía nada. Con un creciente sentimiento de temor, Cecil se preguntaba si la mujer había oído su nombre alguna vez antes de ahora.
–Mi hijo ahora vive en Niza, señorita…
–Gutman.
–Oh sí, perdóneme, señorita Gutman. Serge trabaja para una empresa de ordenadores en las afueras de Niza. – Pareció vacilar, pero finalmente no dijo nada más.
–¿Podría darme usted su dirección y su número de teléfono? Tengo que ir a pasar unos días a Niza y me gustaría visitarle. Tengo… algo… algo que tratar con él acerca de la asociación de alumnos de la universidad.
¿Podría haber algo más inocuo? La mujer frunció el ceño, todavía indecisa. Su aspecto era bastante aristocrático, pensó Cecil, con su nariz larga y estrecha, los párpados medio cerrados sobre unos ojos de un pálido azul-verdoso y un pelo gris con hermosas ondas. Sus ropas eran sencillas: una falda plisada de color gris y un jersey azul marino de cuello en punta, ambas prendas un tanto ostentosas. De un monótono chic.
–Soy amiga de Dimitri Tartakovsky. El me dio su número de teléfono, pero como hoy estaba de compras por la rue Sainte-Catherine pensé que sería divertido venir hasta aquí y sorprender a Serge. – Mintió descaradamente, como una experta. Cada día que pasaba lo hacía mejor.
–Monsieur Tartakovsky… sí, Serge lo trajo aquí a tomar l'apéritif el año pasado. Espere un momento, le traeré la dirección de mi hijo. No hace mucho tiempo que está en Niza. Tendré que ir a buscarla.
Madame Vlady se adentró en la casa, cerró la puerta detrás de ella, presumiblemente para que Cecil no entrara y le robara sus cosas de valor.
Esta mujer es un perfecto monstruo; hará cualquier cosa para proteger a su precioso hijo. Serge jamás le dijo una palabra de mí, ni de que estuviéramos prometidos, ni que yo iba a venir a Burdeos, ni siquiera que… ni que… ¡El muy mentiroso hijo de puta!
La brutal patada que Cecil propinó a la pared color crema de la casa le produjo un momentáneo sentimiento de satisfacción, aun a pesar del dolor que le provocó en el pie. Suerte que Serge no estaba en Burdeos. Tendría que haberle dado bastantes explicaciones a su madre, ahora, en ese instante.
Cuando unos minutos más tarde Madame Vlady regresó con la dirección de su hijo pulcramente estampada en una tarjeta, Cecil se la arrancó literalmente de las manos, pronunció unas secas palabras de agradecimiento y abandonó aquel patio rápidamente en dirección a la plaza. La sola idea de la familia Vlady, de pronto, le dio ganas de vomitar.
Cecil no había conseguido visitar París, de modo que en venganza se dispuso a visitar Burdeos. Simplemente no iba a permitir que una serie de Schombergs y Vladys echaran a perder su viaje a Francia. Durante el resto del día se comportaría como una turista normal.
Comenzó visitando los escaparates de la famosa rue Sainte-Catherine, y, de camino, admiró la severa belleza de la Grosse Cloche, construida sobre las ruinas de la puerta de Saint-Éloi. Se unió a una visita comentada en inglés de los vitrales pintados de la catedral, y abandonó una en alemán cuyo tema eran los muros exteriores. Contempló una exposición de fotos que había justo en frente del multicine Gaumont, y luego tomó la Esplanade des Quinconces hasta el río. Contó las barcazas, admiró los grandes barcos atracados en el puerto, aguardando para cargar vino rosado y brandy, e imaginó a amantes bebiéndolos en países lejanos. En un café situado en las sombrías riberas del río, tomó una crêpe de jamón y queso y media botella de Saint-Emilion. Le encantó aquel lugar apartado donde todavía servían café-filtre en tazas de cristal y plata.
Era un hermoso día, a años luz del hielo y la nieve de París, y las omnipresentes decoraciones navideñas parecían tan fuera de lugar aquí como en California o en Florida. Un vendedor ambulante le dijo que no era normal que hiciera aquel tiempo, y que no duraría.
A las cuatro, Cecil estaba mortalmente cansada. Tomó un taxi hasta el Jardín Botánico y se sentó en un banco, bajo una palmera gigante. Aunque la luz comenzaba a desvanecerse, el parque todavía estaba lleno de niños y mujeres que empujaban cochecitos de bebé. Muchas de ellas hablaban español y portugués a gran velocidad y puntuado por gritos en voz alta en francés dirigidos a los niños que estaban a su cargo. Por un momento Cecil se imaginó que se encontraba en el Parc Montsouris -el parque de los ratones-, pero rápidamente apartó de sí esa idea, tal como Mica le había enseñado a hacer.
Cecil dejó que su cabeza cayera agotada sobre el respaldo del banco de madera. ¿Qué demonios iba a hacer? Durante dos años y medio había amado a un hombre que le había mentido implacablemente de modo constante. ¿Seguía importándole? ¿Valía la pena hacer el viaje a Niza? ¿Qué iba a sacar de eso, excepto más dolor y decepción? Además el viaje hasta allí había sido largo, y no sólo por lo que se refería a la distancia. ¿No debería atenerse a su lógica conclusión, oír qué nuevas mentiras le proponía Serge después de su larga separación? Quizá ya no habría más excusas; puede que se hubiera casado. Quizás -y Cecil se sorprendió al darse cuenta de que reía en voz alta- Serge había tenido una esposa francesa todo el tiempo que estuvo con ella. ¡No era de extrañar que no se hubieran casado!
Bueno, podía ir a pasar un par de días a Niza. ¿Qué otra cosa tenía que hacer hasta el primero de junio? ¿Regresar a Dallas? ¿Pasar las Navidades ante una hamburguesa en Mac-Donald's? ¿Volver a casa de los Schomberg a tomar otra sauna? ¿Permitir que Bayard se la llevara a Deauville para conocer al príncipe Charles antes de elegir alguna noche negra y tormentosa para hundir su cuerpo en aguas del Atlántico?
Cecil abrió los ojos y se obligó a observar los alrededores desde una perspectiva turística. Dado su actual humor, nada de lo que veía la tranquilizaba. Frente a ella había un gigantesco árbol cuyas raíces llegaban hasta ella como los tentáculos de un airado pulpo. ¿Y aquellas flores carmesí que bordeaban el sendero de grava? En absoluto un rojo de Navidad sino el rojo de la muerte-del-sol, el rojo sangre de los antiguos paganos. ¿Y aquella enloquecida decoración del borde del estanque, aquella retorcida figura humana de yeso blanco cuyo tronco se doblaba para poder tocar la rodilla con una mano, aquel sombrero hongo como el de Chaplin que llevaba en la otra? La figura estaba en una pose que daba la impresión de haberse quedado congelada en el mismísimo instante en que iba a caerse al agua.
Cecil se puso en pie y fue a sentarse al borde opuesto del estanque, dejando que su mano surcara la rizada corriente en la que unos peces dorados avanzaban entre gruesos tallos y hojas plumosas. La estatua desafiaba la gravedad de manera asombrosa y Cecil se preguntó si no corría peligro de deslizarse fuera de su nicho. Y sin previo aviso, eso fue exactamente lo que ocurrió. Antes de que Cecil pudiera moverse, la figura chaplinesca cayó hacia adelante en una zambullida que desafiaba toda sangre fría y que lanzó oleadas de agua a los pétalos carnosos de aquellas flores rojas, salpicando la chaqueta y los tejanos de pana de Cecil. Se puso en pie de un salto y soltó un grito. Varias niñeras giraron sus cabezas hacia ella y hacia la estatua, que ahora permanecía de pie, riendo, en medio de las aguas poco profundas del estanque. Una multitud de niños se había formado ya al borde del agua, apuntando con sus dedos y gritando: «¡Payaso! ¡Payaso! ¡Es Charlot! ¡Mira, es un payaso!».
La estatua ya no era blanca sino que estaba veteada como si fuera de mármol; el bigote chaplinesco y el sombrero habían desaparecido, pero todavía parecía más cómico mientras hacía reverencias en dirección a Cecil con los rígidos y exagerados movimientos de una marioneta. Los niños aplaudían, creyendo obviamente que Cecil era parte del espectáculo, su cómplice.
La estatua salió del estanque y se puso de rodillas ante Cecil. Le cogió una mano, abrió los dedos que todavía estaban cerrados firmemente en un puño debido al nerviosismo y depositó un húmedo beso sobre la palma aún temblorosa.
–La he asustado, ¿no es eso?
–Sí, ha sido una sorpresa.
–¿Le ha gustado mi actuación?
–Bueno… Sí, ha sido realmente divertida.
Se sintió incapaz de resistirse. Él era demasiado divertido. Dejó que le cogiera de la mano.
–¿Quiere venir a tomar el té conmigo al quiosco?
–Pero está usted completamente empapado.
–Veo que sabe usted más inglés del que fìnge saber. – Cecil rió entre dientes y se sacó su gruesa chaqueta de lana-. Muy bien, vamos a tomar el té, pero póngase esto antes de que se quede tieso de verdad. Y de por vida.
–No la comprendo.
–Da igual. Ha sido un chiste horrible.
Cecil pensó que los dos debían parecer bastante estrafalarios mientras caminaban sendero arriba hacia el quiosco a rayas blancas y naranjas, seguidos por una multitud de niños riendo y parloteando y por las niñeras que intentaban controlar a los niños que estaban a su cargo.
Un hombre con un mono verde de algodón y un grueso jersey amarillo se dejó caer en la silla que había junto a la de Cecil. Tenía el pelo tan negro como el hollín, los ojos como brasas al rojo y una cara que era todo huesos y ángulos. Parecía un verdadero salvaje.
–Estoy esperando a un amigo aficionado a la halterofilia. Así que será mejor que no le vea aquí cuando aparezca -incluso mientras hablaba, Cecil estaba asombrada de ver que el hombre llevaba su chaqueta azul marino. ¿Cómo la había conseguido?
–¿Quiere decir que no reconoce a su amigo, el que hacía de estatua?
Cecil se quedó boquiabierta. ¿Era posible que aquél fuera su pequeño payaso? Parecía haber crecido al menos doce centímetros desde que desapareciera en el lavabo de hombres para «estrujar mis ropas». Junto con los polvos blancos y las ropas abombadas había desaparecido todo rastro del sumiso Charlot. Ahora se parecía más a un… tratante en caballos, si es que tal profesión existía.
–Es usted un camaleón -dijo asombrada.
–Ya me lo han dicho otras veces.
–Seguro que han sido mujeres que se han quedado estupefactas, admiradas, y que luego se han peleado para echarle monedas en el sombrero.
Se pasó la mano por sus cabellos negros.
–¿Llevo sombrero?
–Usted debe de hacer una recaudación después de actuar, ¿Supongo que no se empapa de agua cada día por amor al arte, o sí?
Todo lo que ella decía parecía divertirle.
–No lo hago todos los días. Sólo para divertirme cuando me aburro. Me gusta ver la cara de sorpresa de la gente. Como la suya hoy.
–¿Entonces no es usted un mimo profesional?
–No, ya no. Cuando era niño participaba en una especie de espectáculo callejero con mi abuela.
–¿Y ahora?
–Ahora soy músico.
–¿Y no cree que podrían congelársele los dedos?
–Si presta usted atención, verá que nunca caigo muy al fondo del estanque. Y por lo que se refiere al frío, no me afecta en nada. Estoy acostumbrado al viento y a la lluvia.
–¿Quiere decir que es usted músico callejero? ¡Oh, déjeme que lo adivine! Apuesto a que toca la guitarra y canta viejas canciones de Bob Dylan.
–Y usted, hermosa dama, nunca deja de hacer preguntas. Si tanto le gusta este juego, yo también participaré. ¿Quién cree que soy?
–¿De verdad quiere que responda a eso?
Él rió con descaro.
–Quiero decir de dónde vengo, mi país, mi nacionalidad.
–Bien, veamos, su inglés no es malo, pero creo que podemos suponer con toda seguridad que no procede de ningún país de habla inglesa.
–Eso salta a los ojos.
–Y tampoco es francés porque eso sería demasiado fácil. ¿Quizás es vasco? – preguntó con una súbita inspiración.
–Burdeos es casi el País Vasco, de modo que eso también es demasiado simple. Y tampoco procedo de Finlandia. Se lo digo sólo para ayudarla.
–¿Tampoco es húngaro?
–Tampoco.
Apareció una joven llevando el té y dos trozos de tarta en una bandeja, e hicieron una breve pausa para dedicarse a su merienda. La «estatua», como Cecil la llamaba para sus adentros, se lo pasaba estupendamente a sus expensas, y ella estaba decidida a ser más lista que él. Había estudiado francés y alemán cuando preparaba su máster, y español en la escuela secundaria; también sabía unas cuantas frases hechas en media docena de otros idiomas. Pronto descubrió que eso no le iba a servir de gran cosa. La estatua le devolvía una inmediata réplica en todos los idiomas que intentaba, aunque siempre con el mismo e indefinible acento.
–¿Entonces su nacionalidad es un gran misterio?
–Uno de los últimos y auténticos enigmas del mundo.
–¿Es de algún lugar del Pacífico, alguna exótica isla del Mar del Sur?
–Soy un auténtico chico de ciudad. No me gustan las islas.
De nuevo le cogió la mano; su cara se arrugaba en una actitud cómicamente amenazante.
–¿Qué me dice del Oriente?
Él se inclinó hacia ella.
–¿Alguna vez la ha besado un oriental? Quizás eso le ayudaría a adivinarlo.
Cecil se echó hacia atrás.
–Creo que este juego está llegando a su fin.
–Y yo estoy decepcionado. Creí que ya lo habría adivinado. Míreme a la cara.
–Hmmm. ¿Albania? ¿Mesopotamia? ¿Zanzíbar? ¿Georgiano? ¿Esquimal?
–Frío, frío, frío…
–¿Alguna especie extraña? – preguntó Cecil, con la sensación de que se estaba acercando-. No procedente del espacio exterior, sino bárbara… ¿extraña?
–Eso cree la gente.
Él le volvió la palma de la mano hacia arriba para poder acariciarle esa piel tan suave. De cerca, los ojos de él se veían cautos, como los de un intruso. De repente Cecil lo adivinó. Una parte de ella lo había sabido desde el primer momento en que él llegara a la mesa sin los polvos de maquillaje. Fue entonces cuando instintivamente le vio como un tratante en caballos.
–¿De modo que es usted gitano?
–Creí que no lo adivinaría nunca, querida mía*. ¿Está usted decepcionada por mi secreto?
Querida mía*. Oyó la voz de Mica a gran distancia, como si pretendiera advertirla.
–¡Usted no juega limpio! Debe de haberse criado en algún país en concreto. Supongo que no ha ido de un lado a otro en una caravana toda su vida, ¿o sí?
–Hoy día ya no quedan muchas caravanas, y las que quedan son a motor. Le dije que era un chico de ciudad. Nací en Montevideo, y casi siempre he vivido en países de habla hispana.
–Entonces tenía razón, toca usted la guitarra. ¿Flamenco?
–¿Cómo Manitas de Plata? No, yo soy la vergüenza de mi pueblo, pero también su héroe debido a que los payos, los no gitanos, me han convertido en una estrella. Ya ve, no toco música gitana en absoluto. Soy un bandeonista* -hizo el gesto de abrir un gran acordeón entre sus brazos extendidos-. Toco tangos.
–Huérfanos rusos -murmuró Cecil para sí misma.
–¿Qué?
–Estaba pensando en lo extraño que resulta un lugar como Europa para un americano. Está lleno de personas con una imagen romántica, como niñeras rusas que antaño fueron grandes duquesas y gitanos que tocan tangos.
–No utilice el plural. ¡Soy el único que toca tangos!
–Entonces es usted ciertamente exótico.
–Tiene razón. Nosotros los gitanos sólo podemos ser carteristas, o ladrones, o amantes de sangre ardiente, o bailarines de flamenco. No hay otra cosa. Por eso los payos o nos odian o nos aman. No pueden imaginarnos como a personas normales.
–Por favor, no destruya mis ilusiones diciéndome que es usted un ciudadano honesto y amante de la ley. Que vive en un apartamento de tres habitaciones, que su hobby son los ordenadores y que su armario está lleno de trajes cruzados.
Su sonrisa estaba llena de ironía.
–Puedo asegurarle que no tengo ni armario. Ni un apartamento ni tampoco una suite. Pero puedo ser todo lo que usted quiera.
–¿Todo?
–Absolutamente todo.
Su cara, como un trozo de piedra cincelado, se acercaba de nuevo, y esta vez Cecil cerró los ojos. Qué hermoso lugar para un beso: el toldo a rayas del quiosco, la vegetación exuberante, la luz crepuscular. Había caído en el centro exacto de un cuadro de fin de siglo.
–¿Le gustaría verlo?
–¿QUÉ? – Los ojos de Cecil se abrieron de golpe.
–No me mire así. Me refería al bandoneón.
Ella soltó una risa nerviosa.
–¿Supongo que lo guarda en su habitación, justo al lado de su colección de grabados?
La estatua adquirió una exagerada expresión de ofensa.
–Es usted una mujer de lengua venenosa. Sólo iba a invitarla a verme tocar esta noche.
–¿Dónde? – preguntó cautamente Cecil. Ya divisaba un campamento en unos llanos solitarios, el humo alzándose contra unas nubes plateadas, fuertes alcoholes, hombres oscuros y crueles.
–¿Conoce el edificio de piedra que hay en la ribera, el que antes era una aduana?
–Sí, pasé por allí esta tarde.
–Ahora es una sala de exposiciones y un teatro. La ciudad patrocina un Festival de Arte Latinoamericano. Toco allí a las nueve de la noche.
–Oh, entonces usted es…
–Pancho Paso Real. Naturalmente, no es mi nombre verdadero, pero la gente lo recuerda con más facilidad que el otro.
–Tiene razón. Seguro que lo vi hoy en la cartelera -dejó escapar una carcajada-. Pancho, no se me ocurre nada mejor que ir a su concierto. Estoy tan contenta de que me haya encontrado.
–¿Y a quién he encontrado exactamente?
–Cecil. Cecil Gutman.
¿Fue cosa de su imaginación, o un atisbo de reconocimiento apareció en aquellos ojos oscuros? No, era parte de su técnica de seducción, como la sonrisa traviesa con que ahora intentaba inundarla mientras murmuraba, de una manera tan insinuante:
–No tan contento como yo lo estoy de haberte encontrado a ti, Cecil Gutman.
-¿Podría hablar con el señor Frederick Schomberg?
–¿Quién pregunta por él? – fue la fría respuesta.
–Aquí la firma legal de McNaught, Muncheon, Sandlin y Doss, de Dallas, Tejas.
–¿Podría hablar con más claridad? No comprendo una palabra de lo que dice.
Hubo un silencio, y a continuación el acento sureño lento y arrastrado de Denise O'Neil se oyó al aparato, hablando de manera fragmentada como si luchara contra un satélite defectuoso.
–Aquí… los Estados Unidos… llamando… Frederick… o…
–Frederick Schomberg no está aquí. ¿Quién desea hablar con él?
–El señor E. Z. Jeffrey Sandlin. ¿Podría la señora Christine Schomberg hablar con el señor Sandlin?
La irritación de Bayard crecía a pasos agigantados.
–No, yo soy Bayard Schomberg. Soy el hermano mayor de Frederick Schomberg, y soy yo quien maneja los negocios de la familia. Si me dice usted el motivo de su llamada, quizá pueda ayudarle.
–Un momento, señor. Veré si el señor Sandlin desea hablar con usted.
¡Si desea hablar conmigo! ¿Quién se habrá creído que es ese rufián? ¡Alguien debería decirle que preguntara antes si yo quiero hablar con él!
-Señor, le pongo.
–Señor Schomberg, quiero que sepa que es un verdadero placer hablar con usted, aunque sea por teléfono. Como sin duda ya sabrá, me he encargado de algunos asuntos legales por cuenta de su hermano.
–Naturalmente. Puesto que Frederick es mi hermano menor, es normal que me consulte los asuntos importantes referentes a la familia -la voz de Bayard había vuelto a adquirir un tono agradable, pero sus pensamientos eran un torbellino. ¿Quién es esté tai Sandlin? ¿Por qué pregunta por Frederick y Christine en casa de Rita? ¿Tiene algo que ver con la chica?
-¿En qué puedo servirle, señor Sandlin?
–Bueno, verá, desde ayer por la tarde intento ponerme en contacto con su hermano o con su esposa. Ha surgido una especie de… contratiempo. El doctor Samuel Sweeney, que es mi contacto aquí, está fuera del país, y en su oficina no quieren darme su número de teléfono en el extranjero. He dejado varios mensajes urgentes para él, pero aún no me ha llamado, de modo que creí que lo mejor era hablar con un miembro de la familia.
–¿Por casualidad se trata de algo referente a la señorita Gutman?
–Pues de hecho así es. – Sandlin pareció sentirse aliviado al descubrir que hablaba con un interlocutor válido-. Nadie responde en la casa de su hermano en París, y en la oficina de Christine Schomberg nadie quiere decirme dónde está.
–El servicio de mi hermano le acompañó a Gstaad durante sus vacaciones, pero me temo que ya no pueda encontrarle allí. La razón es que ha ocurrido una tragedia, señor Sandlin. Mi madre sufrió un grave ataque el martes por la noche. Ahora se encuentra bastante grave… su vida está en manos de Dios. Sin embargo, mi obstinado hermano y su mujer insistieron en llevarla ayer a un centro especializado cerca de Toulouse en su avión privado.
–No sabe cuanto lamento lo ocurrido, señor Schomberg. Su madre debe de ser una mujer maravillosa, y comprendo perfectamente que toda la familia esté dominada por la angustia. Eso hace que sea mucho más difícil para mí perturbarle en estos momentos tan delicados con otro problema.
La emoción que había en la voz de Bayard cuando hablaba de su madre se había desvanecido para convertirse en una fría reserva cuando preguntó:
–¿Cuál es exactamente el problema?
–Bueno, señor Schomberg, ayer recibí una llamada bastante histérica de la señorita Gutman. Es una persona excitable, como ya habrá averiguado por sí mismo. He de confesar que no la critico por ello, ya que se trata de una joven maravillosa y de un carácter intachable, pero… bueno, tiene inclinación a ponerse nerviosa. Ayer me llamó y estaba muy inquieta.
Sandlin no creyó necesario añadir que Cecil había intentado encontrar a Sam Sweeney durante veinticuatro horas, antes de llamarlo a él completamente desesperada.
–La señorita Gutman dice que le han ocurrido algunas cosas ciertamente extrañas mientras estaba en París. Lo más desconcertante es que se quedó encerrada en una sauna durante más de una hora. Parece opinar que de hecho se trató de un atentado contra su vida. Sé que todo esto parece inverosímil, señor Schomberg, ya que de hecho sucedió en casa de su madre, pero lo cierto es que no puedo pasar por alto este incidente. Soy responsable del bienestar de la muchacha.
–Señor Sandlin, aprecio mucho su preocupación. El accidente a que usted se refiere ocurrió en el momento en que mi madre era sacada de casa en camilla. Puede imaginarse la confusión reinante. Mi primo y su mujer estaban conmigo; nos turnamos para contactar con mi hermano en Suiza. La pobre Rita estaba inconsciente. Y en medio de todo esto nos olvidamos de la señorita Gutman, debo admitirlo, pero no estuvo «encerrada en la sauna», tal como ella lo expresa de modo dramático, durante más de quince minutos. Me temo que ha hecho una montaña de un grano de arena y le ha hecho perder buena parte de su precioso tiempo.
–Bien, señor Schomberg, lo que me cuenta ciertamente me tranquiliza, aunque yo no creí ni por un momento que ninguna negligencia pudiera haber ocurrido en casa de su madre. Aun con todo, como la señorita Gutman está tan afectada por el incidente, creo que sería una buena idea que cogiera un avión y fuera a hablar con ella. Ya he hecho una reserva en el vuelo Dallas-Fort Worth de mañana a las…
–Creo que eso no será realmente necesario Mi cuñada tiene un número de teléfono donde encontrar al doctor Sweeney. Es atención médica lo que más falta le hace a la señorita Gutman… para sus nervios, quiero decir. Creo recordar que Christine dijo que Sweeney ya estaba de camino hacia aquí.
–No sé -dijo Sandlin dubitativo-. Soy su abogado y…
–Hagamos lo siguiente. Llamaré personalmente a la señorita Gutman y procuraré calmarla. Si necesita de su presencia, entonces o bien ella o yo le llamaremos de inmediato. Mientras tanto, espero que me mande la factura de todo el tiempo que ha perdido con la señorita Gutman y sus problemas. Envíela a la dirección de Saint-Cloud, a mi nombre, y me encargaré de que mi cuenta bancaria en Suiza se ocupe de ello.
–Aun así creo que debería hablar con Christine Schomberg en cuanto regrese de Toulouse. Además, le agradecería que le dijera a la señorita Gutman que me llame si vuelve a surgir algún problema.
–Desde luego que lo haré. Nada más acabar esta comunicación pienso llamar inmediatamente a esa pobre joven. Oh, por cierto, señor Sandlin, como no estoy en mi oficina, no tengo aquí su número, me pregunto si sería usted tan amable de dármelo.
–Por supuesto que sí, señor Schomberg. Encantado de poder serle útil. Y ya que trabajamos juntos, ¿puedo llamarle Bayard? Por favor, llámeme Jeff. Veamos, mi secretaria acaba de traerme la ficha. Cecil Gutman se encuentra en el Grand Hôtel et Café de Bordeaux. Un poco lejos, ¿no le parece? La dirección es Place Comedie, Burdeos, teléfono 90-93-44.
–Muy amable por su parte, señor… eh, Jeffrey. – Bayard soltó una risita. Se sentía en la cima del mundo. Nada podía detenerle ahora-. Quédese tranquilo, nunca olvidaré lo que ha hecho por nuestra familia, Jeffrey. Sólo espero poder expresarle mi agradecimiento en persona algún día.
Bayard colgó el auricular, aguardó un instante y volvió a cogerlo. De su garganta brotó una carcajada y tardó varios minutos antes de poder hacer la siguiente, y muy importante, llamada.
Al otro extremo del mundo, Jeff Sandlin se quedó tamborileando sobre la mesa de mármol de su despacho con su regla de oro. Denise estaba sentada al borde de la misma mesa, a unos quince centímetros de distancia. Vestía una blusa de seda azul y una minifalda de terciopelo, y lanzaba miradas provocativas a su jefe. Pero los pensamientos de Sandlin estaban en otra parte.
–Ese fulano francés ha ido un poco demasiado lejos con lo de su cuenta en Suiza. Algo muy extraño está ocurriendo ahí, y voy a averiguar de qué se trata.
–¿Puedo ayudarte, cariño?
Sandlin le lanzó una de sus maquiavélicas sonrisas.
–¿Qué me dirías de llevar a una amiga a una cena con champán, al Country Club de Dallas?
–¿A cuenta de tu tarjeta de crédito?
–A cuenta de mi tarjeta de crédito.
–¡Me parece magnífico! ¿Y quién es mi amiga?
–Estelle Blaney. La enfermera jefe de Sam Sweeney.
El primer vuelo Burdeos-Niza de la mañana salía a las ocho. Cecil llegó a la oficina de embarque del aeropuerto de Mérignac a las 7:20, sólo para que le dijeran que el vuelo sufría un retraso de al menos una hora debido a ciertos problemas mecánicos. Compró un montón de revistas en el quiosco de prensa y luego se sentó en la barra del bar. Mientras aguardaba a que le trajeran un croissant y un café crème, hojeó con desgana las páginas del París-Match. Sus pensamientos se centraban en la semana que había pasado en Burdeos.
Cecil había ido a ver el show de Pancho Paso Real tres veces, y se habían encontrado para almorzar en los muelles casi cada mediodía. Aunque Pancho fascinaba a Cecil, también le daba un poco de miedo. No sabía decir por qué. Dejando aparte el hecho de que era un músico soberbio, sabía muy poco de él, pero se había quedado impresionada al ver lo mucho que su público, predominantemente joven, apreciaba los sonidos dramáticos y emocionantes del bandoneón. Gran parte de la música la componía él mismo: mezclas voluptuosas de tango, ritmos africanos y candombe de su Uruguay nativo. Todo vestido de negro, con aquella cara repleta de ángulos y huecos, pálido debido a la fatiga de haber estado tocando sin parar durante dos largas horas, Pancho asumía en cada actuación el disfraz de una persona inquietante, procedente de otro mundo y ferozmente obsesionada con la música.
Cecil pensaba que los dos eran muy buenos amigos hasta dos días atrás cuando Pancho desapareció de su vida tan abruptamente como había irrumpido en ella. No supo cómo encontrarle. El festival latinoamericano había concluido, y Pancho nunca le había dicho dónde se alojaba en Burdeos.
Fue su desaparición, más que ninguna otra cosa, la que la decidió a proseguir su viaje hasta Niza. El súbito cambio meteorológico también había contribuido a ello. El espléndido sol había desaparecido, reemplazado por unas nubes púrpuras y oscuras y por un viento helado que el portero del hotel le dijo que procedía directamente del Macizo Central. Cuando comenzó a llover, unas gotas heladas le golpearon la cara y las manos y parecieron penetrar su ropa hasta los huesos, Cecil hizo su reserva en Air-Inter, y luego fue andando hasta la Place de la Victoire para despedirse del Rendez-Vous des Sportifs. Adiós a un sueño al que todavía no estaba segura de poseer el coraje de renunciar.
Mientras tomaba un chocolate caliente, sentada en una de las mesas del interior sobrecalentado por la calefacción, Cecil había visto asombrada cómo Madame Vlady entraba en el bar tirando del carrito de la compra que utilizaba para transportar sus vituallas. Madame Vlady se había dirigido directamente a la barra y había pedido un coñac; llevaba un abrigo de lana verde que le llegaba casi hasta los tobillos y un sombrero a cuadros para la lluvia. Cuando distinguió a Cecil reflejada en el espejo que había detrás de la barra, un rubor de sorpresa lleno de culpabilidad se asentó en su rostro delgado y aristocrático. Rápidamente dejó su coñac en la barra y se encaminó hacia la mesa de Cecil.
-Bonjour, Mademoiselle Gutman. Me ha sorprendido verla aquí. La creía en Niza.
–¿Ah sí? – preguntó Cecil en tono evasivo. Un destello de cólera había asomado a sus ojos desde el momento en que viera a Madame Vlady en la puerta, agitando su paraguas.
–He tenido ocasión de hablar con mi hijo desde la última vez que nos vimos. Se sintió muy molesto al saber que yo no tenía el nombre de su hotel en Burdeos.
Cecil dio un sorbo a su chocolate caliente y no dijo nada. Tampoco invitó a Madame Vlady a sentarse a su mesa.
La mujer no dejaba de lanzar nerviosas miradas a su carrito de la compra, obviamente temerosa de que alguien pudiera huir con sus puerros y cebollas mientras ella conversaba con aquella fastidiosa americana. Viendo que Cecil no iba a facilitarle la tarea, le entregó el mensaje.
–Mi hijo me pidió que le dijera, si volvía a verla, que estará encantado de que le llame tan pronto como llegue a Niza. ¿Tiene el número que le di?
–Lo tengo.
–¿Le llamará entonces?
–Ya he recibido su mensaje, Madame Vlady -dijo Cecil bruscamente-. Puede decirle a Serge que es todo lo que tenía que decir -de manera lenta y deliberada, volvió la cabeza y fingió observar a los dos jugadores del flipper.
Sin embargo, la mujer continuó allí de pie.
–¿Puedo saber qué día va a salir para Niza?
–La verdad es que no estoy segura. El miércoles por la mañana. Es posible.
–¿En el primer avión?
–Quizá.
–Señorita Gutman, tengo la impresión de que conoce usted a mi hijo mejor de lo que dejó entrever el día que vino a mi casa.
–Se equivoca, Madame Vlady. Serge es un completo extraño para mí. Siento decir que ignoro hasta el menor detalle de él.
La mujer vaciló un momento, insegura de cómo prolongar su interrogatorio.
–Muy bien, entonces, Mademoiselle Gutman -dijo nerviosamente antes de apresurarse a tomar su precioso cargamento de frutas y verduras. Luego, con una última y perpleja mirada a Cecil, salió a la calle bajo una lluvia torrencial.
De modo que después de dieciocho meses de silencio total, pensaba Cecil mientras giraba con aire ausente otra página del Paris-Match, en el aeropuerto, al niño de mamá le vienen de pronto unas terribles prisas por verme. ¡Qué conmovedor! De pronto se sintió mareada; apartó su café a un lado y se puso la cabeza entre las manos, apretándose las sienes con los dedos. Tuvo la esperanza de que no llegara a convertirse en un dolor de cabeza antes de despegar. Quizá tenía sueño. Se había tenido que levantar a una hora muy temprana para tomar ese vuelo.
Un hombre alto que llevaba un chándal azul estaba sentado en el taburete vecino al suyo; llevaba una gran bolsa de deporte de tela con la palabra Ellesse estampada a un lado. Puso la bolsa en el suelo y pidió un café crème. Tenía unos treinta años, el pelo rubio y ondulado y el rostro bronceado. Parecía un alemán grande y saludable.
–¿Usted también toma el vuelo para Niza? – le preguntó a Cecil. El hombre no poseía el menor acento alemán, al contrario, su voz poseía el ritmo soleado del francés sureño.
–Sí.
–Este retraso es un verdadero fastidio.
–¿Cree que existe alguna posibilidad de que el avión salga a las nueve?
–Nunca te dicen lo que pasa, ¿no cree? No nos queda más que esperar.
El corazón de Cecil palpitaba con fuerza. No deseaba entablar conversación con nadie, aunque este hombre era bastante agradable. Por su aspecto y por su bolsa Ellesse, dedujo que era un tenista profesional. Giró otra página de la revista y de repente contuvo el aliento. Las letras casi saltaban de la página: próspera mujer de negocios francesa era el título en letra negrita. En el epígrafe de la foto podía leerse: christine de la rouvay, presidenta de la mundialmente famosa empresa que lleva su nombre.
De modo que allí estaba por fin: su imagen reflejada en el espejo. Sólo que en el lado del espejo que habitaba Christine Schomberg todo titilaba con el lustre del oro puro, mientras que en el suyo los destellos eran falsos. No podía apartar sus ojos de la alborotada maraña de pelo, más oscuro que el suyo pero más tupido, más generoso. Ése era el cabello que Sam Sweeney y Rita Schomberg habían tenido en mente mientras recorrían el suyo con los dedos. ¿Había sido ésa la perversa razón por la que la habían elegido? ¿Debido al parecido superficial con la mujer cuyo hijo iba a traer al mundo? Sólo que Christine Schomberg, ahora podía verlo, era mayor que ella; se observaban unas arrugas sutiles y apenas perceptibles alrededor de sus ojos violeta, de su boca carnosa. Cecil por tanto tenía la juventud de su lado. La juventud y un niño que todavía le pertenecía durante cinco meses. Christine Schomberg tenía todo lo demás.
Dio un sobro al café que quedaba en la taza que había apartado. Estaba frío y amargo, y volvió a dejar la taza con un rictus de disgusto.
–¿Puedo ofrecerle otro?
Ella levantó la mirada asombrada; era su vecino, el atractivo rubio de la bolsa de deporte. Antes de que ella pudiera responder, él le hizo seña al barman y pidió dos cafés.
–¿Supongo que con este tiempo no querrá tomarse el café frío? ¿Dónde se alojará en Niza?
–No tengo ni idea. ¿Cuál es el mejor hotel?
–El Negresco, si le gusta la opulencia fin de siglo. El Ruhl es más moderno, y está más cerca de la Place Massena.
–Creo que optaré por el Negresco.
–¡Estupendo! Ahí es donde me alojo yo. De día me entreno en el Sophie-Antipolis, a una media hora de Niza, pero todas las tardes vuelvo a la ciudad. ¿Qué me diría de…?
Cecil sintió que algo le golpeaba el codo. El café se derramó encima del brillante pelo de Christine Schomberg, cubriéndolo de una fea mancha marrón.
-Querida mia*, lo siento. Estaba tan excitado de verte sentada aquí que te hecho derramar el café. Perdóname, por favor. De todos modos debemos irnos. ¿No has oído que están llamando a nuestro vuelo?
Con una mirada tan inocente como la de alguien que acaba de caer directamente del cielo, Pancho permanecía de pie, estrujado en el angosto espacio que había entre Cecil y el deportista rubio. Ya había cogido su pequeña bolsa de viaje con una mano.
–¡Pancho! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Dónde has estado?
–Te lo contaré todo en el avión. ¡Date prisa! ¡Sólo nos quedan quince minutos antes de despegar!
Y de pronto, de manera increíble, corrían juntos hacia la puerta. Pancho iba delante, tirando de Cecil.
–Hay estrictas medidas de seguridad porque se teme un atentado en París. Debes darte prisa. Vamos… ¿no puedes correr un poco más deprisa?
–No, no puedo. No me encuentro bien.
–¿Qué te pasa, pimpollo*? ¿Es porque te he apartado de ese impresionante rubio que estás tan débil?
–¡Deja de empujarme! Me duele el costado, y cada vez va a peor. – Cecil frenó el paso, y dijo intentando despertar su comprensión-. Se supone que no debo correr, Pancho. Estoy embarazada.
–¿Es eso cierto? – Se detuvo en seco, dejó sus bolsas en el suelo y rodeó con los brazos a Cecil, acercándola a él. Su mirada no parecía feroz ahora, sino burlonamente tierna.
–Pareces terriblemente complacido por eso -dijo Cecil, con una nota de resentimiento en su voz.
–Por supuesto que lo estoy, querida*, por ti. Los gitanos aman a los niños más que a ninguna otra cosa. Son nuestro capital, nuestra fortuna.
–Ojalá éste pudiera ser mío -dijo Cecil con tristeza, pero Pancho no la oyó.
Un oficial de seguridad había cogido su equipaje de mano y conducía a Pancho hacia una cabina rodeada de cortinas. Cecil fue en dirección contraria: cuando salió de la cabina, se encontró con un enorme alboroto alrededor de la máquina de rayos X. Un hombre armado hablaba con Pancho mientras una mujer pequeña y de piel oscura señalaba cautelosa la caja oblonga cubierta de cuero negro que había en la mesa delante de ella. Las asas, los cierres y los adornos eran de plata, y parecía un ataúd en miniatura.
¿Llevaba Pancho eso en la mano cuando se encontraron en el bar? ¿Había estado realmente tan emocionado por el hecho de que ella estuviera embarazada, era probable que esa caja contuviera posiblemente un diminuto cadáver? No era de extrañar que los guardias estuvieran tan alterados. Esa era entonces la razón por la que Pancho había desaparecido durante dos días de Burdeos… para ir a un funeral. ¡No! Debía dejar de pensar eso; de nuevo se comportaba de modo irracional. Pancho no intentaría transportar un cadáver en avión. ¿Cómo podía haber llegado a pensar una cosa así? Si al menos la cabeza dejara de palpitarle de un modo tan horrible.
Ante las inflexibles exigencias de la oficial, Pancho abrió los cierres y levantó la tapa de la caja. Varias personas se reunieron para mirar por encima de su hombro; hubo un comentario, risitas y toses nerviosas. La mujer insistía en que sacara el objeto de su lecho de cuero negro, y Pancho la obedeció y de la caja sacó su bandoneón. Lo sostuvo en el aire y tocó una serie de notas que resonaron a través del aeropuerto como la súbita vibración de un órgano en la nave de una catedral vacía.
–¿Qué es esto? – preguntó la oficial de seguridad. Todavía mostraba una expresión de desconfianza.
–Un instrumento musical denominado bandoneón.
–Nunca había oído hablar de él -insistió ella con terquedad.
–Eso es cosa suya, Madame, no mía.
A continuación, ante la carcajada general, volvió a colocar el instrumento en su caja. De nuevo echaron a correr: llegaron al interior del avión segundos antes de que las puertas se cerraran y el capitán comenzara a bombardearles con detalles del vuelo. La cabina estaba sólo a medio llenar, y no había señal alguna del atleta rubio del bar. Cecil concluyó que había perdido el avión.
–Se llama ataúd -la voz de Pancho pareció caer del cielo y Cecil se sobresaltó. ¿Había leído sus pensamientos en la puerta de control?-. Es el nombre que los músicos de Montevideo y Buenos Aires dan a esta caja debido a su color negro y a sus ornamentos plateados. En la máquina de rayos X el bandoneón parece unas paletas de metal, de modo que es natural que la mujer lo tomara por una especie de arma o bomba. A propósito, no me gusta tu amigo. Una chica como tú, que pronto va a ser madre, no debería relacionarse con una persona como esa.
–¿Qué amigo? – preguntó inocentemente Cecil.
–Ese gigante rubio que intentaba ligar contigo.
–¿De qué estás hablando? Apenas intercambié dos palabras con él, y fue extremadamente educado. De todos modos, ¿es eso asunto tuyo?
–Lo será a partir de ahora. – Lanzó a Cecil una de esas sonrisas que lo hacían parecer feroz, enloquecido, impredecible. Cecil tembló, aunque fue incapaz de decir a causa de qué emoción.
–Bueno, ¿qué había de malo en él?
–Sólo una cosa, llevaba una pistola.
–Una pistola. Has visto demasiadas películas de gangsters. ¿Qué te hace pensar eso?
–La noté. Llevaba una funda bajo la holgada chaqueta del chándal, y en la funda, voilà, una pistola. No me mires así. Lo que te digo es sólo la verdad.
–Pancho, los dos estamos de acuerdo en que eres un genio de la música, pero cuando empiezas a imaginarte historias para intrigar a las jovencitas, tu valor disminuye drásticamente. ¿Cuándo estuviste lo suficientemente cerca de ese hombre como para notar la pistola?
–Cuando le quité esto -debajo de su larga bufanda de cachemir, Pancho sacó una cartera de color marrón, perfectamente plana y de una piel de reptil brillante.
Cecil meneó la cabeza, incrédula.
–¿Le has robado la cartera?
–Naturalmente.
–¿Pero por qué?
–Por qué ha de haber una razón. Entre los míos robar carteras es un deporte, como las carreras de coches o el tenis en tu país. Antes de saber leer, incluso antes de ir a la escuela, ya era un experto en robar carteras.
–¿Quién te enseñó?
–Mi abuela.
–¿Tu abuela? – Cecil comenzaba a sentirse como una estúpida: parecía incapaz de hacer otra cosa que no fuera repetir las palabras de Pancho inmediatamente después de que él las pronunciara. ¿Debía asumir una actitud de diversión o de indignación? Quizá lo mejor sería, sencillamente, reírse. Probablemente no había ni una palabra de verdad en la historia de Pancho.
–¿Tu abuela te enseñó a robar carteras por alguna razón en especial, o fue simplemente algo que los dos practicabais juntos en vuestra roulotte en los días de lluvia?
–Yo era el acompañante de mi abuela. Comenzamos juntos en los mercados de Montevideo, y posteriormente nos trasladamos a Buenos Aires. Ella me eligió de entre todos sus nietos a causa de mis manos. Cuando era niño ya eran así. – Se las enseñó a Cecil para que las examinara. Los dedos eran finos, largos y ahuesados. Unas manos de músico. También unas manos de ladrón-. Cuando lo hacía bien, me refiero a pasarle las carteras y las joyas, ella me compraba alfajores*, Son unos pasteles dulces que hacen en Argentina. Los de chocolate eran mis favoritos. Y como era un niño muy goloso, me convertí en un magnífico carterista.
–Ya veo. ¿Y por qué cogiste esta cartera en particular?
Pancho soltó una sonora carcajada.
–Tengo que practicar o me oxidaré.
–¿De modo que no es más que una estúpida broma?
–También algo más. No me gusta este Alan Mueller.
–¿Cómo sabes su nombre?
–Estaba en su carnet de identidad francés.
–Parecía alemán, pero tenía acento de Niza. Quizá se trate de un alsaciano que se crió en el sur de Francia.
–Deberías estarme agradecida -comentó sardónicamente Pancho-. La cartera del señor Mueller nos ha proporcionado un interesante tema de conversación para nuestro vuelo, que de otro modo hubiera sido muy aburrido. Se ha resuelto el misterio de sus dudosos orígenes. Y quizás haya una buena recompensa para la persona que le devuelva su dinero.
–¿Vas a quedártela?
–No, sólo para hacerte feliz, la dejaré en la bolsa de nuestro asiento. La azafata o la mujer de la limpieza la encontrarán y la entregarán a la compañía. Tu amigo Alan Mueller pasará algunas horas intentando averiguar cómo pudo perder un billetero en un avión que nunca tomó.
–Y qué tal sí me explicas por que vas en este vuelo. ¿Y qué ocurrió en Burdeos?
–No ocurrió nada. ¿Qué quieres decir?
–Desapareciste sin mediar palabra.
–Es una de mis desafortunadas costumbres. Había estado demasiado tiempo en el hotel de Burdeos. Tenía que escapar. Me fui dos días al campo a dormir bajo las estrellas. Fuiste tú quien habías desaparecido cuando regresé a buscarte. Estoy muy contento de que nos hayamos vuelto a encontrar.
–¿Y por qué vas a Niza?
–Tengo un contrato con un club nocturno. Una semana, quizá más tiempo si al público le gusta.
–Les gustará.
Cecil echó el asiento hacia atrás y dejó que sus párpados se cerraran, fingiendo dormir. Sentía unas fuertes punzadas que le roían su abdomen, y el dolor de cabeza había regresado como una venganza. Y por sí fuera poco, estaba preocupada por su compañero. Estaba segura de que había algo más en el episodio del robo de la cartera de lo que Pancho le había dicho. Procuraría mantener su bolso bien sujeto. Después de todo, se había alojado en uno de los mejores hoteles de Burdeos. Probablemente Pancho creía que era una turista rica. Era más que probable que la hubiera seguido desde el hotel hasta el aeropuerto aquella misma mañana.
–Estás pensando que quiero robarte. ¿Me equivoco?
Los ojos de Cecil se abrieron de golpe. Pancho la estudiaba muy de cerca, con una socarrona sonrisa en los labios.
–Me ha pasado por la cabeza.
–Ya sé lo que hay en tu bolso. Dinero en efectivo y una tarjeta de crédito de un banco francés, pero nada más de valor.
–¿Cómo… cuándo…?
–La primera tarde que nos vimos en el café junto al río. Me lo pusiste fácil bebiendo demasiado vino. No estoy contigo por tu dinero, querida*. Si me lo dieras, lo tiraría.
–Una vez dije algo parecido… a un abogado.
–¿Y te has arrepentido?
–He llegado a pensar que era un comentario extremadamente estúpido.
Cecil le lanzó una triste sonrisa y decidió que tan pronto como encontrara habitación en Niza, ella y Pancho se separarían. Tan sólo esperaba que no estuviera leyendo su mente en aquel mismo instante.
Se encontraban todavía a media hora de Niza cuando un terrible dolor atravesó el abdomen de Cecil. Boqueó y se dobló sobre sí misma, intentando aflojar el cinturón de seguridad con sus dedos temblorosos. ¿Se lo había apretado tanto que le había hecho daño al bebé? ¿O habían sido sus pensamientos de hacía un instante? Pensamientos de llegar a la Riviera en otras circunstancias que llevando un bebé de otra mujer, traducido en forma de afiladas agujas que le aguijoneaban la carne, intentando expulsar a un ocupante no deseado.
Cecil se volvió hacia Pancho y comenzó a temblar. Él levantó la mirada de las notas que tomaba en una libreta, vio su cara completamente blanca, y se quitó los auriculares.
-Chica, ¿qué te pasa?*
–Dolor. ¡Mucho dolor! -ella casi gritaba, sin tener conciencia de que hablaba en español-. ¡Por favor, llama a la azafata!*
Cecil esperaba que Pancho apretara el botón que había encima de su cabeza, pero en lugar de eso salió disparado de su asiento y corrió por el pasillo en dirección a donde se hallaban las azafatas. Cuando regresó con una mujer de mediana edad, Cecil se había estirado sobre los tres asientos y estaba echada con las rodillas levantadas y apretándose el estómago con ambas manos.
–Madame, soy la jefa de cabina, ¿puede decirme qué clase de dolor siente?
Cecil no podía hablar. Algo terrible estaba sucediendo en el interior de su cuerpo, un dolor atroz, como si la desgarrara un garfio de insoportables proporciones. ¿Cómo podía ser que eso le ocurriera en un avión? Iba a morir en el cielo, al igual que un pájaro martirizado.
La mujer se volvió hacia Pancho, con una expresión de inquietud.
–¿Es usted su marido? ¿No sabe qué le ocurre?
–Puede que esté embarazada. Debe avisar a Niza para que envíen una ambulancia.
–Muy bien. Haré que el piloto lo notifique por radio. ¿Se quedará usted con ella?
–Sí, vaya, por favor. Yo me encargaré de ella hasta que aterricemos.
Otra azafata trajo toallas, y Pancho se arrodilló junto a ella intentando torpemente secarle el sudor de la frente. Ella gemía, y todo su cuerpo se había puesto a temblar como si estuviera sacudido por los escalofríos y la fiebre. Pancho extendió su chaqueta sobre su cuerpo tembloroso.
–¿Cuánto… cuánto falta…?
–Otros diez minutos. No es nada. Simplemente relájate, ya casi hemos llegado, pobrecita*.
La jefa de cabina regresó. Habló con Pancho en voz baja y tranquilizadora.
–La ambulancia se reunirá con nosotros en la pista de aterrizaje, y un médico subirá a bordo tan pronto como tomemos tierra. Se ha dispuesto todo para llevarla directamente a una clínica para un tratamiento de urgencia.
–Muy bien -replicó él-. ¿Y quién ha dispuesto todo esto de que me habla?
La mujer lo miró sorprendida.
–No lo sé. Alguien en la torre de control, supongo. ¿Por qué lo pregunta?
–Siempre resulta prudente saber adónde vas en esta vida, y por qué. En especial si estás tan enfermo como ella.
Ella le observó con suspicacia.
–¿Es usted el marido? ¿Está seguro de que está embarazada?
–No, pero creo que es mejor llevarla a un lugar bien equipado para este tipo de emergencias. Si está en ese estado, seguramente no querrá perder al bebé.
–Por favor… -Cecil se había medio incorporado ahora. Su cara no tenía ningún color, y todavía se sujetaba el estómago-. Pancho… no lo comprendo… ¿Cómo puede ser que este dolor aparezca tan de repente?
–Pronto lo sabremos. Ahora relájate.
El avión aterrizó minutos después en una pista que bordeaba las aguas azules del Mediterráneo. Una azafata pidió a los pasajeros que permanecieran en sus asientos hasta que la evacuación de emergencia de una persona enferma hubiera finalizado. Los más próximos a Cecil se volvieron hacia ella con curiosidad.
-Madame, la silla de ruedas está aquí. ¿Puede sentarse?
–Sí, eso creo. Me siento un poco mejor. Incluso podría andar.
–No, no, no se esfuerce. Ya viene el doctor.
Un hombre de rostro agradable, de unos cuarenta años, apareció por el pasillo llevando un maletín. Tenía el pelo negro y rizado, los ojos profundamente engastados y se presentó a Pancho con un pronunciado acento norteafricano. Era, obviamente, lo que los franceses llamaban un pied-noir, hijo de colonizadores de Marruecos, Túnez o Argelia.
–Soy el doctor López. Bajaremos a esta joven en el ascensor hasta la ambulancia. Por favor, Mademoiselle, no intente andar, quédese sentada y tranquila. La sacaremos de aquí en un minuto.
Un empleado de tierra ya empujaba la silla de ruedas hacia una puerta en la zona de cocina que conectaba directamente con un camion ascensor que se utilizaba para evacuaciones de emergencia, así como para cargar los alimentos y otros objetos. El doctor se volvió hacia Pancho y dijo:
–Ahora está en buenas manos. Procuraremos que le llame más tarde para darle noticias.
–Voy con ella.
–No hay sitio en la ambulancia -dijo secamente el doctor López-. Le llamaremos.
–Creo que no me ha entendido. He dicho que yo también voy. Iré sentado con ella en la parte de atrás de la ambulancia.
-Mais c'est impossible, Monsieur. No haga una escena. Esto es una emergencia médica.
Pancho apartó al doctor y corrió por el pasillo tras la silla de ruedas. Esta ya se encontraba en la cabina elevada del camión de carga. Viendo la expresión de ira de la cara de Pancho, el enfermero intentó cerrarle el paso; al mismo tiempo apretó el botón que cerraba las puertas neumáticas. Pancho saltó hacia adelante y aterrizó en el interior de la cabina, justo en el momento en que las puertas metálicas se cerraban detrás de él.
–Cecil -dijo sin aliento-. Quiero quedarme contigo. ¿Estás de acuerdo? ¿Quieres que esté aquí?
–Oh sí, por favor, no me dejes sola -susurró. Para su vergüenza, las lágrimas corrían por sus mejillas. Esta era la llegada a Niza que ella había osado imaginar como una maravillosa celebración, con Serge esperándola en el aeropuerto, portando un gran ramo de flores. Aun en el caso de que estuviera allí (advertido por su madre de su posible llegada aquella mañana) nunca sabría que la habían llevado a un hospital gravemente enferma. Mientras descendía, comenzó a llorar de verdad. Pancho le cogió una mano y se la apretó como si comprendiera que lloraba menos de dolor físico, el cual había aminorado un poco, que por la pérdida de sus estúpidos sueños juveniles.
El doctor López les esperaba junto a la ambulancia. Su actitud había cambiado completamente.
–Por favor, vaya delante con el conductor -dijo amistosamente a Pancho-. No me di cuenta de que eran buenos amigos. Estoy seguro de que su apoyo moral la complacerá.
Cecil fue colocada en una camilla. Mientras el doctor subía a la parte de atrás de la ambulancia con ella, por un instante pudo ver el límpido azul del cielo. A muy poca distancia de la pista de aterrizaje, con su color turquesa y sus crestas de plata, el Mediterráneo centelleaba a la luz del sol.
Durante el camino hasta la clínica, el doctor López controló mediante un monitor las contracciones de Cecil, así como los latidos del corazón del feto.
–¿Puede decirme exactamente en qué mes de gestación se encuentra?
–Pasa un día o dos de los cuatro meses.
–¿Quién es su médico?
–El doctor Samuel Sweeney de Dallas. Antes de hacer nada, póngase en contacto con él. Aquí tengo su número de teléfono. Es muy importante que hable con él -pero al decir estas palabras recordó que ella misma hacía una semana que intentaba encontrar a Sam sin ningún éxito. Jeff Sandlin le había prometido hacérselo saber tan pronto como le localizara, pero en Burdeos Cecil no se había vuelto a preocupar de llamarle.
–Lo intentaré, Mademoiselle, pero es posible que precise usted un tratamiento de urgencia en cuanto lleguemos a la clínica. ¿Supongo que no querrá perder el bebé a causa de demoras innecesarias?
La expresión alarmada del doctor sólo sirvió para aumentar la angustia de Cecil.
–¿Quiere decir que estoy perdiendo el niño?
–Yo diría que puede ocurrir. Dígame, ¿había estado embarazada anteriormente? ¿Ha perdido algún bebé o le han practicado un aborto?
–Sí -la voz de Cecil apenas era audible.
–Entonces le haremos una punción amniotica en cuanto lleguemos. La someteremos a un test de sensibilidad, y si da positivo será necesario suministrarle una transfusión de emergencia a su hijo.
–¿Al niño? ¿Una transfusión? No le entiendo.
–Mademoiselle Gutman, es probable que el Rh de usted y de su bebé sea incompatible. Antes eso era algo muy grave y solía acabar con la muerte del feto, pero por fortuna la tecnología ha avanzado y podemos «cambiar» la sangre de un feto suministrándole una transfusión intrauterina. Su bebé aún es muy pequeño para emplear el método, pero si es necesario lo haremos. Voy a darle algo para dormir. Debe encontrarse perfectamente relajada cuando…
–¡No! No quiero ninguna inyección. Tengo que estar despierta cuando hable con el doctor Samuel Sweeney. No tengo derecho a tomar una decisión así sin su consentimiento.
–¿Derecho? Mademoiselle, le estoy diciendo que es cuestión de vida o muerte. Su médico nunca insistiría en tratarla desde el otro lado del Atlántico si supiera el riesgo que corre el niño.
–Doctor, ¿existe la mínima posibilidad de que cometa usted un error? Ese terrible y violento dolor que tenía en el avión ha cesado. Es casi como si hubiera… desaparecido. Sé que parece raro, pero ésa es la mejor descripción que se me ocurre.
La ambulancia se detuvo y el conductor abrió la puerta de atrás. Pancho estaba detrás de él. Escrutó el interior, sus ojos iban de un lado a otro y su boca estaba tan contraída como si él mismo sufriera el dolor.
-Querida*, ¿cómo te sientes ahora?
–Después de todos los problemas que te he causado, me avergüenza decir que me siento mejor. Creo que… -dijo volviéndose hacia el doctor López- me gustaría ir a un hotel en lugar de ingresar en la clínica.
–¡Pero es imperioso que le practique la prueba que le he mencionado! Le dije que era cuestión de vida o muerte.
–¿Para quién?
–¿A qué se refiere? – su irritada mirada fue de Cecil a Pancho y luego regresó a ella.
–¿Cuestión de vida o muerte para mí o para el bebé?
–Naturalmente me refería al feto.
–Doctor López, le prometo que llamaré a mi médico en cuanto llegue a mi hotel. Si su opinión es que debo someterme a esta prueba o a la transfusión, o a ambas cosas, entonces volveré mañana.
–Pero Mademoiselle…
–Ella no quiere quedarse aquí -dijo Pancho con una voz engañosamente serena. Se colocó entre Cecil y el doctor, con una expresión amenazante en sus ojos negros-. No intente obligarla.
–Creo, joven, que no debería entrometerse en este asunto. Mademoiselle Gutman podría perder el niño por su culpa.
–¡No! Yo asumo toda la responsabilidad por esta decisión -interrumpió Cecil enojada.
El doctor suspiró y meneó la cabeza cansinamente.
–¿Al menos me promete una cosa? Si los dolores le aparecen de nuevo hoy, o mañana, o en cualquier momento mientras esté en Niza, ¿me llamará inmediatamente?
Cecil le tendió la mano al doctor López. Pancho ya había detenido un taxi y le abría a Cecil la puerta de atrás.
–Lo siento. Ha sido un terrible contratiempo para todos. ¿Querrá enviarme la factura al Negresco? Ah, y se lo prometo. Le llamaré si surge el menor problema. Aunque espero que no tenga que verme otra vez. No me gustaría volver a sentir un dolor como el que he sufrido en el avión por nada del mundo.
Poco después, el taxi descendía a gran velocidad la colina de Cimiez hacia la Promenade des Anglais y esa hermosa extensión de mar color turquesa que formaba la Bahía de los Angeles. En la Place Massena, cascadas color plata se alzaban en una chispeante y espumosa exuberancia, una tras otra a lo largo de toda la extensión de la plaza. Era una visión vertiginosa, pensó Cecil. Los misteriosos arroyos subterráneos ascienden para, con su brillo, tomar posesión de la ciudad. A través de las calles, unas luces rojas y verdes parpadeaban un inesperado mensaje para ella y para Pancho:
Era el Día de Navidad en la Riviera Francesa.
El doctor Sam Sweeney estaba sentado en la primera fila de un club de Londres, entre sir Hilary Mountbank y Phineas Guillan, dos de sus más viejos y queridos amigos, ambos eminentes médicos e investigadores británicos en el campo de la fertilidad humana. No era la fertilidad, naturalmente, lo que los tres médicos habían ido a explorar esa noche. En aquel pequeño club tenían lugar programas nocturnos de lucha libre femenina para una clientela predominantemente masculina y vociferante, y Sweeney y sus amigos estaban viendo una simulada masacre de lucha en la categoría de todo-vale. Había cuatro luchadoras en el ring, con el pelo enmarañado y el maquillaje resbalándoles por la cara como si fueran heridas. Se agarraban y se daban de puñetazos, se tironeaban y empujaban, se pisaban y se daban patadas, y cada una de estas acciones violentas iba puntuada por un agudo chillido. El arbitro hacía bastante rato que había desaparecido, quizá para llamar al dueño o a la policía o simplemente porque había decidido irse a casa con la mujer y los críos y al diablo con lo que allí ocurría.
Al menos eso era lo que les parecía a Sam Sweeney y a sus compañeros, ya que estaban borrachos. Borrachos hasta un punto de confusión absoluta. Animaban a las luchadoras a través de una neblina de alcohol, con la vaga esperanza de que algo realmente terrible sucediera. Los tres opinaban que merecían un poco de violencia absoluta y brutal, se trataba de un día feriado en Inglaterra, era el día después de Navidad, el Boxing Day.
En la pequeña pista hacía calor y el ambiente estaba cargado, y la multitud que les rodeaba olía a fish and chips, a sobretodos húmedos y cuerpos sudorosos. El lugar era desagradable, tanto más porque los tres médicos, todavía con su esmoquin y pajarita, habían venido directamente de una cena de gala en el Savoy. Habían acudido a ese espectáculo debido a esa ansia de sangre que caracteriza a la mediana edad, porque en secreto deseaban degradarse, s'encanailler.
Sweeney necesitaba un par de juergas después de la semana que acababa de pasar en Ryad. Ni siquiera en su consulta sabían que había viajado hasta allí para practicar una secreta operación a la favorita del monarca saudí. En un brillante tour-de-force, había abierto su deformada trompa de Falopio derecha, ¿o había sido la izquierda? ¿O ambas? De cualquier modo, la semana se le había pasado como si fuera un mes… sin jugar, sin alcohol, sin mujeres. Y consumido por el sentimiento de culpa. El rey había insistido en mantener un secreto absoluto, y Sweeney no había podido comunicarse con Christine ni con Cecil. Había sido un error mantenerse lejos de ese asunto durante tanto tiempo. Y ahora que había hecho escala en Londres a su regreso a Dallas, ¿a qué se dedicaba? A dar vueltas alrededor de una barra buscando a alguien que le llevara hasta el camerino de las chicas.
Sam tropezó con la pata de un taburete, se agarró a la parte superior de la barra para mantener el equilibrio y se encontró frente al titular de un periódico abandonado. No había leído la prensa desde que saliera de Dallas. No le importaba lo más mínimo lo que ocurriera en el mundo, aunque el nombre que se leía en grandes titulares le era familiar. Demasiado familiar. Recogió el periódico e intentó centrar su mirada de beodo en algún punto en que las letras impresas dejaran de dar vueltas, y adquirieran una forma racional y ordenada.
Le sonaba como a Schomberg. ¿Era ése un nombre corriente en Europa? No lo sabía. ¿Por qué estaba tan borracho? ¿Tan confuso? ¿Tan tambaleante? ¡Tan condenadamente estúpido! ¿Qué estarían haciendo ahora los Schomberg? Seguramente algo que él debería saber. ¿Había ido algo mal con Cecil? ¿Tan pronto? ¡Al cuerno con el rey, debería haberla llamado desde Ryad!
El periódico se le cayó a Sam Sweeney de las manos, hasta ir a parar al serrín húmedo que cubría el suelo a sus pies. Esas manos que nunca titubeaban en las cavidades del cuerpo humano, ahora temblaban, y esa mente que sabía cómo producir la fertilidad a partir de la esterilidad, cómo crear vida cuando ésta no existía (aun cuando siempre había negado tal cosa), esa mente se ensombrecía y rechazaba completamente comprender que Christine había muerto. Lenta, silenciosamente, comenzó a sollozar. Él, que poseía el toque de Midas desde el día de su nacimiento, ¿dónde había ido a parar su suerte? No tenía ninguna respuesta. Era como un ordenador que se cerrara a todo lo que no fuera ese mensaje de luz verde y que se desvanece lentamente. «No hay información disponible», «No hay información disponible», «No hay información…»
El doctor Sweeney dejó su impermeable y su paraguas allí donde estaban, en el guardarropa, y a sus dos amigos viendo un sexteto de chicas procurando hacerse pedazos entre sí de la forma más erótica posible. Salió al exterior, y permaneció en medio de aquella cortina de lluvia cegadora, pero eso apenas importaba, porque él ya estaba ciego, se había quedado sin visión debido a lo que había visto en su propia mente. Borracho como estaba, Sam Sweeney se las arregló para comprender dos hechos con extraordinaria claridad, y eso era todo lo que necesitaba saber. El primero es que nunca volvería a rodear con sus brazos a la mujer que amaba, y segundo que jamás vería el millón de dólares que una mujer le había prometido transferirle desde su cuenta en Suiza, el dinero que iba a ser el pago por el pacto que los dos habían hecho con el diablo.
Era la primera vez que Cecil salía de su habitación desde que llegara al Hotel Negresco el día de Navidad.
Su primera parada fue en la tienda de ropa que había en el vestíbulo. Sintiéndose todavía un poco tambaleante, se limitó a probarse unos pocos vestidos y finalmente eligió aquel ante el que la entusiasmada vendedora proclamó: «Sensationnel! Mais regardez-vous! Regardez donc! Quelle allure!». Era un vestido de seda verde lo que provocó tan descarado halago, y lo acompañaba una blusa a juego de diseño geométrico, estilo Madi amarillo y verde. La chaqueta del traje era como una caja, y camuflaba completamente la cintura ligeramente más llena de Cecil.
Añadió a su compra un par de zapatos de tacón alto, de piel color verde oscuro, un bolso marrón brillante y un ligero chal Hermes para el frío de la noche. Tras entregar todas las compras a un botones para que las llevara a su habitación, Cecil prosiguió su periplo trasladándose hasta la peluquería, donde agradeció el hecho de poder hundirse en las blandas profundidades de una butaca y dejar que otra persona se encargara de todo.
Desde su dramática llegada a Niza, Cecil había permanecido en su habitación para reponer fuerzas. Había dormido mucho, y al despertar, fragmentos de sueños desagradables y a veces terribles permanecieron con ella durante horas: hospitales que eran como prisiones, con barrotes en las ventanas; rostros hostiles detrás de máscaras estériles; manos enguantadas que empuñaban cuchillos o largas agujas y botellas de un líquido demasiado rojo.
El estado casi alucinado de Cecil la dejó con pocas ganas de conectar el aparato de televisión que había sobre la mesa bellamente labrada y situada delante de la cama. En su lugar hojeó las revistas y libros que había comprado en el aeropuerto de Burdeos, y, en una vana búsqueda de compañía, puso algunas conferencias.
Después de horas de esfuerzo, localizó a Dimitri en Moscú, sólo para enterarse de que iba a partir como diplomático a Tashkent; cada día se alejaba más y más de su vida.
–Cecil, ¿puedes creerlo? – gritaba su excitada voz al otro lado de la línea-. Me las arreglé para echar una subrepticia mirada a mi ficha cuando llegué aquí y descubrí que mi fecha de llegada se había adelantado un mes. A petición de un ministro francés, nada menos. ¡Tu amigo de la Universidad de Illinois es todo un personaje en los círculos diplomáticos!
–¿Quieres decir que por eso te fuiste sin decir nada? ¿El día que se suponía que teníamos que comer juntos?
–¡Por todos los demonios! – fue la alegre réplica de Dimitri-. En la embajada necesitaban mis talentos de manera tan imperiosa que otro pasajero fue apeado del vuelo de la Air France para Moscú sólo para poder hacer sitio a un servidor.
Visiones de ese día fatal atravesaron la mente de Cecil: una limusina negra tomando la curva en un camino rural; las manos como garras de Rita Schomberg recorriendo sus cabellos; el termómetro de una sauna infernal moviéndose inexorablemente hacia arriba. Era posible, la idea era demasiado fantasiosa, y aún así…
–Dim, ¿quién fue el ministro que dispuso tu rápida partida?
–No puedo decirte eso por teléfono, de todos modos no desde aquí. Te doy mi palabra, Cici, es un pez gordo. Ahora el camarada Tartakovsky sólo se mueve en las regiones celestiales.
Cecil colgó con actitud pensativa. ¿Era posible que existiera algún plan para aislarla, para eliminar todos los amigos que representaban algo para ella? Ahora que Dimitri se había ido, ya sólo le quedaban Serge y Mica. Mica era extremadamente vulnerable; podía ser deportada de Estados Unidos en cualquier momento, al igual que habían hecho salir a Dimitri de Francia «a petición de un ministro». Cecil exhaló un suspiro de alivio unos minutos más tarde, cuando la voz de Mica, sólida como una roca, le llegó al otro lado de la línea.
–¿Ya le has visto? – preguntó Mica, directa al grano como siempre.
–No, pero me encontraré con él aquí el domingo por la noche. Cenaremos juntos.
–¿Todavía estás enamorada de él?
Cecil rió, se sentía casi alegre.
–Estaba segura de que odiaba a Serge hasta que oí su voz ayer por teléfono. Pero ahora estoy confundida de nuevo. Parece que me enamoro y me desenamoro según la hora del día. Probablemente sea como una peculiar infección provocada por el clima francés.
–¿De quién más te has enamorado? – preguntó Mica con su brusca voz.
–Oh, sólo caprichos de colegiala. Me puse a pensar demasiado en mi médico, tal como predijiste que haría. Y ahora…
–¿Otro? – exclamó Mica incrédula.
–La verdad es que no es nada. Conocí a un hombre en un parque. Habla español, como tú. No confío en él porque está chiflado, es imprevisible, un salvaje, pero al mismo tiempo me gusta porque es un poco peligroso.
–Te quedaste medio muerta con lo de Serge y ahora te enamoras de todo el que se te pone por delante. ¿Qué está pasando?
Cecil se estiró en su cama cubierta de satén y sonrió para sí misma.
–Lo que te he dicho, Mica, el clima francés, o lo que sea. No estoy acostumbrada a esta gente tan amorosa, me aturden. Incluso he conocido a un entrenador de tenis bobalicón que vive en este hotel y quiere enseñarme la ciudad. No me atrae en absoluto, pero me gustan sus atenciones.
–¿Y cómo encaja el bebé con todos estos nuevos novios?
–Dios mío -suspiró Cecil-. Intento apartar al bebé de mi mente. La verdad es que no puedo hacer eso, ¿no crees?
–Mejor que no -fue la sombría réplica de Mica antes de despedirse.
El doctor López mantuvo los pensamientos de Cecil centrados en su embarazo cuando apareció con la factura. Rebosaba simpatía y verbosidad norteafricanas. ¿Todavía tenía dolores? ¿Podía pagarle en efectivo en lugar de con un cheque, debido a las desagradables leyes fiscales francesas? ¿Iba a concertar una visita para practicarse esas pruebas tan vitales que sólo podían hacerse en su clínica?
Cecil le entregó sus francos y respondió a las otras preguntas con una firme negativa. Sam Sweeney, añadió, le había prohibido someterse a ningún tratamiento a menos que él estuviera presente. Naturalmente, eso no era cierto. Después de una serie de frenéticas llamadas, Cecil sólo pudo hablar con la enfermera jefe de Sam. Estelle parecía tan inquieta como la propia Cecil. El doctor no había regresado para una importantísima reunión en el centro médico que debería haber tenido lugar el 27 de diciembre, y varios pacientes importantes habían llegado a Dallas sólo para encontrarse con que su especialista en fertilidad se hallaba ausente y sin darles la menor palabra de excusa. Estelle le cubría lo mejor que podía, pero había una nota de pánico en su voz normalmente serena e imperturbable.
–¡Si ese hijo de puta te llama, dile que es mejor que deje caer su asqueroso culo por aquí! ¡Ya hace demasiado tiempo que estoy en la línea de fuego! Y dile a ese todopoderoso que hay algunas personas muy extrañas que preguntan por él. Lo cierto es que no hablan… gruñen. Cecil, no me está siendo nada fácil explicar a todas estas bestias por qué Sam no ha regresado a tiempo.
Cecil concluyó que las cosas se estaban poniendo negras en Dallas. Y bien negras. ¿Por qué Sam había abandonado a todo el mundo… a sus colaboradores, a sus pacientes, a su familia, a la propia Cecil? A pesar de sus porfiadas respuestas al doctor López, Cecil estaba preocupada por no hacerse las pruebas que él tanto insistía en que precisaba. De todos modos, tenía una buena justificación; Cecil estaba aterrorizada por el hecho de que el médico francés pudiera volver a hospitalizarla. Después de cuatro largos meses en la clínica de Sam, no iba a pasar por eso otra vez sin antes luchar.
¿Pero y si realmente estaba poniendo en peligro la vida del feto?
Cecil procuraba recordar todo lo que sabía del factor Rh. No era gran cosa. Había leído que a veces las mujeres producen anticuerpos que van en contra del elemento Rh de la sangre del niño que llevan. En un subsiguiente embarazo, esos anticuerpos podrían pasar accidentalmente del flujo sanguíneo de la madre al feto, provocándole un shock. Eso no podía ocurrir en su caso, aunque hubiera estado embarazada anteriormente. Sam Sweeney la había examinado a fin de evitarle todos los problemas conocidos en la profesión médica e incluso alguno más. No se le hubiera pasado por alto algo tan vulgar como la incompatibilidad del factor Rh. ¡Era absolutamente imposible!
Aunque, por supuesto, ella no era la madre biológica del niño. ¿Había alguna diferencia si se debiese considerar más de un factor Rh? ¿Se le había pasado por alto al laboratorio al no habérseles informado de que se trataba de una prueba para una madre suplente?
¿Una madre y un padre biológicos, una madre suplente y un feto? ¿Qué tipo de cóctel de Rh saldría de eso? Cecil no tenía ni idea. No era su problema, de todos modos, y no iba a provocarse otra migraña intentando imaginárselo.
Se puso en pie y fue hacía la ventana. Era un hermoso día de diciembre, había gente tomando el sol, paseando sus perros, jugando al voleibol, almorzando en los pequeños restaurantes a la orilla de la playa. Cecil deseaba desesperadamente reunirse con ellos, tomar parte despreocupadamente en las alegrías de la vida como sólo los mediterráneos saben hacerlo. Una oleada de cólera la inundó. Era todo tan injusto: Sweeney desaparecido; Jeff Sandlin tan inmóvil como una rata asustada; y los Schomberg, los menos dignos de confianza. Nunca se hubiese esperado a que todas esas personas le fueran detrás durante su estancia en Francia, pero tampoco había imaginado que sería cruelmente dejada a merced de los vientos de esta manera. El doctor, el abogado y ese príncipe mercader, todos ellos completamente indiferentes a su destino. Ninguno de ellos -ni siquiera Christine Schomberg- estaban interesados en proteger lo que ya debía de ser una sustancial inversión de tiempo y dinero.
Todo resultaba un complejo misterio.
Por centésima vez desde que saliera de Dallas, Cecil preguntó: «¿Dónde estás, Sam Sweeney? En nombre de Dios, ¿dónde ESTAS cuando más te necesito?».
–¿Qué ocurre, querida? ¿La he oído llamar a la manicura? Suzanne, aquí. ¡Mademoiselle te necesita inmediatamente! Bueno, ¿qué le parece cómo le ha quedado el pelo, querida? ¿Verdad que ni se le había pasado por la cabeza una cosa así cuando entró?
El pequeño y frágil peluquero, de cráneo calvo y reluciente y un bigote jaspeado de colores como el carey le había hablado a Cecil de hacerle un peinado a lo Rita Hayworth, con ondas estilo años cuarenta.
–Sabe, de todas las actrices que ha habido, ella es mi favorita. ¡Ese pelo! ¡Y esa boca! ¡Y esos dientes enormes! Si yo fuera usted, querida, me compraría un lápiz de labios oscuro y llamativo y me pintaría la boca exactamente como ella. Es la chica de mis sueños. Sólo de pensar en el aspecto que tenía en esos bombarderos de la Segunda Guerra Mundial, o con ese vestido ajustado en Gilda ya me tiemblan las piernas.
Cuando hubo realizado en ella todas sus fantasías y colocado el último clip de colorante con gena sobre los cabellos en moño de Cecil, el hombrecillo hizo girar su silla de manera que ella pudiera verse desde todos los ángulos posibles. Fragmentos de su nueva personalidad aparecían en el espejo y luego se desvanecían con la misma rapidez. Nada de lo que Cecil veía le resultaba familiar. Era una persona completamente distinta. Su pelo era más oscuro y más tupido; su piel parecía ruborizada en oro; sus ojos centelleaban en un violeta como de gema. Podía haber sido una estrella de cine. Después de todo, el Hotel Negresco era solamente una piedra arrojada a la costa por los Estudios Victorine, donde se habían rodado tantos clásicos del cine francés. Esa noche, con las hermosas ropas que se acababa de comprar, tendría un aspecto tan deslumbrante como… como… Sí, ¿por qué no decirlo? Tan deslumbrante como el de la propia Christine Schomberg.
Llegaba casi con quince minutos de retraso a su cita porque le había abierto la puerta a un recadero de mediana edad enfundado en el elegante uniforme de un famoso chocolatier de Niza. El hombre había hecho una reverencia -una verdadera reverencia- y le había entregado una enorme caja en forma de corazón, la cual, pronto descubrió Cecil, contenía un impresionante surtido de chocolates envueltos en papel dorado y con una enigmática tarjeta que rezaba lo siguiente: «Un precoz San Valentín para el Corazón de mis Corazones».
La tarjeta no iba firmada, y con su voz gastada y temblorosa el recadero mostró una ignorancia total acerca de la identidad de quien la había enviado. Sin embargo, se demoró en marcharse, la mano indiscretamente levantada con la palma hacia arriba. Cecil le puso una moneda de diez francos en ella cuando él se le acercó lo suficiente para plantarle un beso en la mejilla.
Cecil gritó y saltó hacia atrás asustada, pero el hombre ya se quitaba su peluca gris y sus gruesas gafas, y comenzaba a vislumbrar algo en él que le era familiar.
–¿Qué haces TÚ aquí? – preguntó, muerta de risa.
–He venido a invitarte a mi espectáculo. ¿No has oído decir que soy la atracción de Niza?
–¿Sólo de Niza? ¿No lo eres aún de toda la Riviera?
–Claro que sí. Y estoy completamente exhausto de todas las mujeres que me persiguen, de modo que pensé dejarme caer por aquí, y ver a una a la que le soy del todo indiferente.
–¿Qué te hace estar tan seguro? – preguntó Cecil en son de burla.
–Tu cruel silencio. Pensé que languidecías enferma en la cama, pero no… aquí estás, vestida, como una reina de belleza y a punto de ir a alguna parte. ¿Ibas a verme a mí?
–No, pero lo haré pronto. Te lo prometo.
–¡Vente conmigo ahora! – dijo él impetuosamente-. No vayas a esa cita, querida*.
-Tendría que ir aunque no quisiera, Pancho. Concerté esta cita hace mucho, mucho tiempo, y me ha costado mucho más de lo que puedes imaginar llegar hasta aquí.
Cuando ella bajó las escaleras, contenta por haberle hecho esperar, Serge estaba sentado a una mesa baja cerca del bar, leyendo una revista, y una pipa de largo cañón asomaba airosa de su boca carnosa e infantil. Como Serge no levantaba la cabeza, Cecil simplemente se quedó ahí de pie, observándole a través del recargado salón de iluminación dorada. Un magnate de Hollywood podía haberles elegido perfectamente para interpretar una película retro, pues si ella había sido convertida por su peluquero en una momentánea Gilda, Serge siempre había sido un joven Orson Welles, alto y de rasgos marcados y atractivos, y de ojos medio cerrados y ligeramente lánguidos; una nariz ancha y unos cabellos oscuros y ensortijados le caían rebeldes sobre la frente cuando se inclinaba hacia adelante. Vestía una chaqueta de tweed gris azul y una corbata gris. Estaba completamente absorto en la lectura, y no le dirigía ni una mirada.
Como su madre, pensó Cecil airada. Ni siquiera sabe que existo.
-¿Una mesa para dos, Mademoiselle? -preguntó el camarero que había aparecido a su lado.
–¿Me haría un favor? Soy un poco corta de vista, y le estaría muy agradecida si le preguntara a ese caballero que hay en la mesa de la esquina si es Monsieur Vlady, la persona con quien tengo una cita esta noche.
Si tal petición le pareció un tanto peculiar, el camarero no hizo nada que lo demostrara.
–Naturalmente, Mademoiselle. ¿Ha dicho Vlady, verdad? Si no le importa esperar aquí.
El camarero se inclinó para hablar con Serge, y éste levantó la mirada de la revista con expresión de absoluto desconcierto. De pronto se quitó la pipa de la boca, se puso en pie de un salto y se dirigió rápidamente hacia la puerta, con una sonrisa en la cara.
–Cecil, Dios mío, no te había reconocido. ¿Eres Cecil, verdad?
Y sin esperar respuesta, quizá decidiendo que, quienquiera que fuera, valía la pena abrazarla, Serge la tomó en sus brazos en un apretón de oso que la estrujó contra el áspero tweed de su chaqueta. Sus labios le rozaron la mejilla antes de desplazarse hacia su oreja, donde le susurró en una voz baja y sensual:
–Nunca había conocido a una mujer tan bella como tú. Nunca, jamás. Lo juro. ¡Te has hecho una mujer! Bueno, eres una persona totalmente distinta, Cici.
Ella se apartó de él y se alisó la seda de la chaqueta en un gesto nervioso. No había previsto que Serge le abrumara así, tanto física como emocionalmente.
–¿Qué tal? – procuró decir Cecil en una voz normal-. Me alegra verte de nuevo. ¿Tomamos una copa aquí o en alguna otra parte? – por la serena actitud que ella mostraba cualquiera hubiera dicho que estaba saludando a un antiguo compañero del instituto.
Serge le ayudó a sentarse en una silla.
–Aquí, por supuesto. – Tomó la mano fría y delgada de Cecil en la suya, como una garra, y se llevó los dedos a los labios-. Este es el último bar civilizado de Niza -le hizo señas al camarero-. Tráiganos dos copas de champán. Y rápido, por favor, no podemos esperar. – Le lanzó una sonrisa a Cecil, y sus párpados languidecieron aún más-. Esto es una celebración, ¿no es cierto? No puedo creer que estés sentada a mi lado, con el Mediterráneo justo a la entrada de este local. ¿Cuántas veces hablamos de esto?
–Demasiadas -dijo Cecil secamente-. Quizá no deberíamos comenzar esta velada con demasiadas referencias a nuestro pasado. Puede que no lleguemos al champán, por no hablar de la cena.
–Cici, no podría estar más de acuerdo. No quiero hablar de cosas que sucedieron hace tanto tiempo y a personas tan distintas. ¡Olvidemos nuestras escapadas juveniles! ¡Hablemos del futuro!
–Oh, ¿tenemos algún futuro? – preguntó Cecil inocentemente.
–Si no lo tuviéramos, no estaría aquí.
Hubo un largo y penoso silencio, Cecil decidió no replicar a la última frase, e incluso se negó a encontrarse con la mirada profesionalmente seductora de Serge. Finalmente él rompió el hielo y preguntó:
–¿Qué te ha traído a la Riviera? Dimitri me llamó esta mañana y dijo que se trataba de un trabajo secreto y de gran importancia.
–Cómo vuelan las noticias -dijo Cecil, evasiva.
–Bueno, ¿de qué se trata?
–Oh, vamos, ¿aún sabes hablar inglés, verdad? «Secreto» quiere decir que no se puede revelar. No ver, no oír, todo ese tipo de cosas.
–¿Debo entender que estás implicada en un turbio complot? Apenas puedo creerlo de alguien con una cara tan angelical.
–Esta es la primera vez que me acusas de ser un ángel.
–Es difícil concentrarse en tu apariencia seráfica cuando hablas como una víbora. Como siempre, estoy atrapado en tus garras.
La risa de Cecil fue tan sonora e inesperada que un par de japoneses que estaban en la mesa de al lado se volvieron y asintieron con la cabeza al unísono, como si participaran en la broma.
–Hete aquí de nuevo con tu absurdo vocabulario -dijo Cecil.
Agitó la cabeza asombrada; de nuevo hablaban como si su conversación fuera una justa medieval. Era como si esos dieciocho meses de pena y dolor no hubieran existido. Bueno, ¿por qué no fingir que así había sido? Sólo durante una hora. O durante toda una noche. ¿Qué tenía que ganar pidiéndole una explicación a Serge, si no más infelicidad para sí misma? Se había vuelto una experta en fingir que era una mujer rica. Quizá también pudiera interpretar el papel de mujer feliz.
Serge levantó su copa y la hizo chocar contra la de ella: sus caras casi se tocaban, y él exhibía aquella sonrisa inclinada que una vez cautivara el corazón de Cecil. Él se acercó aún más y susurró pérfidamente:
–Por nosotros.
Mientras se paseaban por la Promenade des Anglais, Cecil dejó que su mano se deslizara por la barandilla blanca que les separaba de la playa. Era casi medianoche, y una ligera niebla cubría la ciudad de un vaho azulado a través del cual las luces brillaban trémulas. Más allá, mar adentro, la silueta apenas visible de un barco se movía lentamente a través del horizonte.
–Es un barco de guerra que va rumbo a Villefranche -dijo Serge mientras golpeaba la cazoleta de su pipa contra la barandilla.
–¿Está muy lejos de aquí?
–No, sólo a un par de kilómetros de la costa. Hay muchos restaurantes al pie de la colina de Villefranche. Si quieres, podemos ir a almorzar ahí el próximo fin de semana.
–Es tan bonito todo esto, supongo que hay cientos de lugares para visitar -dijo Cecil sin la menor expresividad en su voz. Durante toda la velada, su voz le había sonado ajena, afectada y desafinada, como si un extraño hablara en su lugar.
–Tienes razón, un lugar diferente para cada día del año. Podemos subir a los Alpes y beber vino caliente con especias en la nieve. O ir a la filmoteca de Niza y empacharnos de películas antiguas. O ir a la frontera, al mercado de Ventimille, a comprar queso y grappa italianos. O a la Chèvre d'Or en Eze, la vista más espectacular de toda la costa. También está Vallauris, donde se encuentran las cerámicas de Picasso, y Biot, donde aún se fabrica el cristal soplando, y después de todo también podemos sentarnos debajo de un eucaliptus gigante y beber vino de melocotón y simplemente charlar. Un programa para toda una vida, ¿no te parece?
Cecil sintió que se le formaba un nudo en la garganta. ¡Qué ridículo! ¿Cómo podía dejarse conmover de ese modo? ¿Era la abrumadora presencia física de Serge o la belleza de la ciudad? La fachada como un pastel de cumpleaños del Negresco, su cúpula y sus aguilones todavía adornados con luces de Navidad; la explanada con sus cintas de flores púrpuras y amarillas flanqueadas de palmeras como torres y las hojas como espadas de la yuca y el agave; los parques que había a la orilla del mar, cuyos céspedes se extendían ante ellos como una alfombra fosforescente. Al este, las carreteras de la cornisa pendían a los lados de la colina como tenaces serpientes que ondularan rumbo a Mónaco, Menton e Italia; y al oeste, ahí donde la tierra se hunde abruptamente en el Mediterráneo, las luces medio veladas del aeropuerto lanzaban infinitos e intermitentes avisos a Cecil: ¡No se lo digas! ¡No se lo digas todavía!
Tembló de manera incontrolable. Percibiendo su incomodidad, Serge regresó de su silenciosa contemplación del mar y se desabrochó su chaqueta de tweed. La abrió y atrajo a Cecil hacia sí para compartir su calor. Como atraída por un irresistible imán, Cecil avanzó hacia Serge y éste cerró la prenda alrededor de ella, apretándola con fuerza contra su cuerpo. Luego, con una súbita urgencia, la acercó aún más a él; su boca ya cubría la de ella, y Cecil sentía el sabor del aire salado de sus labios y oía el poderoso y regular latido del corazón de Serge.
No se lo digas, no se lo digas, gritaban las luces veladas por la niebla. No se lo digas, te arrepentirás si lo haces.
Un sonido brutal escapó de la garganta de Cecil. Serge inclinó su barbilla, procurando leer su expresión.
–¿Qué ha sido eso? ¿Una carcajada?
Ella se apartó de su abrazo y retrocedió unos pasos, estudiándole como si fuera un completo extraño. Estaba asombrada de ver lo poco que se parecía a su madre, delgada y de aspecto aristocrático. Debía de haber heredado todos sus rasgos, excepto sus caídos párpados, de su difunto padre.
–He oído nuestros dos corazones latiendo al unísono -dijo Cecil por fin.
–¿Es eso extraño? A mí me parece bastante conmovedor.
–Eso creía yo hasta que recordé una cosa.
–¿Qué has recordado exactamente, Cecil? – La expresión de Serge era ahora de sombrío temor, como si supiera lo que le esperaba.
–Que hay tres corazones latiendo ahora en lugar de los dos de antes. No es muy romántico, ¿no crees?
¿Era el champán lo que la volvía tan implacable? ¿Tan estúpida? Aspiró larga y profundamente y continuó.
–Había olvidado decirte que estoy embarazada.
¿Lo había dicho realmente en voz alta, o sólo eran palabras resonando en su mente, viajando de un lugar a otro en el tiempo y en el espacio?
–Cecil, en nombre de Dios, ¿qué estás diciendo?
–Creo haber dicho que estoy esperando un hijo.
–¡Maldita sea! Siempre tienes que echar a perder nuestros mejores momentos, ¿no es eso? Así ha sido desde el día que nos conocimos. Esta noche parecías distinta, más segura de ti misma y madura. Pero no puedes olvidarte de lo que ocurrió entre nosotros, ¿no es eso? Muy bien, pues. Hablemos claro de una vez por todas. No voy a soportar ninguna más de tus veladas alusiones.
–Estás completamente equivocado, Serge -interrumpió Cecil-. No es del pasado de lo que te estoy hablando, sino de este momento. Llevo dentro de mí un niño que nacerá en junio -sonrió triunfante-. No te habías dado cuenta, ¿verdad?
–No, en absoluto.
La ira de Serge se fue transformando en tristeza. En ese momento, Cecil sentía escaparse su victoria. Sin embargo, continuó hablando en ese mismo tono ligero.
–¿No quieres saber nada de mi trabajo? Recibiré 30.000 dólares y nueve meses de gran lujo por darles un niño a un matrimonio de una de las más ricas y poderosas familias de Francia.
–¿Quieres decirme, que te has convertido en una madre de alquiler?
–¡Oh! Sabía que lo comprenderías -dijo Cecil con sarcasmo-. Siempre has sido tan científico, Serge.
–Pero, ¿por qué has esperado para decírmelo y me has dejado hacer planes para nuestro futuro?
Cecil se rió sin alegría.
–Nuestro futuro se anula una vez más ¿no es así, Serge?
Mientras hablaba, un perverso pensamiento cruzó la mente de Cecil. Pancho no reaccionó así, incluso se sintió feliz al saber que estaba embarazada, le gustó la idea del niño.
En medio del airado silencio, emergían los sonidos de la noche: olas arrastrando guijarros en la playa; neumáticos arañando el húmedo asfalto; frondas de palmera se agitaban y crujían al viento… pero Cecil y Serge no percibían tales ruidos. Como guerreros sedientos de sangre, concentraban su atención el uno en el otro, recordando golpes pasados y digiriendo su recién desenterrado dolor.
–¿Es que no te das cuenta de en qué nos apoyamos? – preguntó Cecil con fingida preocupación-. Estamos hundidos hasta las rodillas en las cenizas de nuestro extinguido amor.
–¡Oh, cállate de una vez! – gritó brutalmente Serge-. Estoy asqueado de tus actuaciones melodramáticas. Dime simplemente cuál es el nombre de la familia milionaria que te ha comprado.
–¡Nadie me ha comprado! ¡Cómo te atreves a insinuar algo así! Sólo he hecho esto por una razón… porque me ha dado un gran placer. Espero que tú también sepas por qué.
–Has estado jugando conmigo toda la noche, ¿no es eso? – Serge escupía las palabras-. Te has inventado esta ridícula historia para vengarte por lo que ocurrió en Illinois. Deja que te diga una cosa, Cecil, jamás, ¿me oyes?, jamás aceptaré la culpa con la que intentas hacerme cargar. Puede que ya no te acuerdes de cómo te comportabas en la universidad, siempre colgada de mí, poniéndote histérica cada vez que salía por la puerta para hacer un recado. Tú eras guapa e inteligente, pero la verdad es que yo no tenía ni un gramo de independencia, y, francamente, me harté de eso. Admito que huí de ti, pero yo no te pedí que te quedaras embarazada, ¿o sí? ¿Alguna vez te insinué que quería tener un hijo? Cuando viniste con los ojos empapados en lágrimas para decírmelo, yo estaba sin blanca, era un estudiante de veinticinco años sin permiso de residencia. Y si añadimos a eso el hecho de que me ahogabas con tus necesidades, podrás darte cuenta de por qué había cierta ambivalencia en mis sentimientos. Me dabas miedo.
–¡Estoy asombrada de tu ingenuidad! – explotó Cecil-. La manera en que cuentas este cuento de hadas, tú eras la víctima infeliz e inocente, y yo el ogro que casi se te tragó enterito. Supongo que podrás explicarme por qué tu encantadora madre jamás había oído mi nombre antes de que llamara a su puerta en Burdeos.
–Admito que inventé la historia de la violenta oposición de mi madre a nuestra boda. Necesitaba una excusa para alejarme de ti.
–¡No puedo creerlo! ¿Cómo he podido amar a un tipo tan monstruoso e hipócrita? Y Dimitri, ¿por qué tortuosa razón dejaste que creyera que seguíamos prometidos?
–Muy sencillo… yo mismo quería creerlo. Al menos en parte. No soy el único hombre del mundo al que le ha costado decidir si quería casarse. Desde que volví a Francia cada mañana me he levantado diciendo: «Hoy llamaré a Cici». Sólo que lo postergaba hasta el día siguiente porque no estaba seguro de qué quería decir. Lo único seguro es que jamás he dejado de amarte, ni por un momento. Eres la única mujer que me ha importado en mi vida.
–Supongo que estas elocuentes explicaciones se te acaban de ocurrir ahora mismo, ¿no es cierto? Por supuesto, siempre fuiste el campeón del mundo en contar cuentos.
–Tú tampoco eres manca.
–Eso es lo que crees, ¿no? – Herida en lo más vivo, Cecil ya no podía controlar sus palabras-. ¿Supongo que nunca has oído hablar de la Schomberg Mondial? Esos Schomberg son mis «jefes». Llámales a París si crees que miento. Tengo su número de teléfono. Vamos… a ver si te atreves.
–Schomberg… -Serge se sobresaltó y pareció luchar contra una emoción indefinida-. ¿Qué Schomberg en concreto?
–Frederick, el jefe de la empresa, y Christine, su mujer, la que se parece tanto a mí. O eso es lo que cree la gente.
¿Era el champán lo que le hacía decir todas esas cosas? Cecil se avergonzó al instante por haber roto la confianza que habían depositado en ella, pero parecía incapaz de detenerse.
–Seguramente los habrás visto en foto alguna vez… Christine Schomberg salió en el Paris-Match de la semana pasada.
–Y tanto que he visto sus fotos -dijo Serge muy serio-. Las he visto en todos los periódicos y revistas de Francia. Los he visto en televisión, y he oído hablar de ellos por radio. Prácticamente a cada momento, de hecho, desde el día en que murieron.
–¿Murieron? ¿De qué hablas?
–Frederick y Christine Schomberg murieron en un accidente de avión el día de Navidad.
–Eso no es cierto. Sólo lo dices para… para…
–Oh, vamos, Cici, no es posible que estando en Francia no te hayas enterado de las noticias. Los Schomberg regresaban a Toulouse cuando chocaron con una montaña durante una terrible tormenta. Parece ser que el panel de instrumentos del avión se averió, y que el piloto carecía de visibilidad a causa de la tormenta.
Cecil se apoyó contra la barandilla blanca y observó con mirada ausente los coches que pasaban. Se sentía como una actriz en una desolada obra existencialista.
–¿Cómo lo sabes? – preguntó con voz sepulcral.
–¡Porque es la noticia más importante que ha ocurrido por aquí durante meses! No puede ser que no te hayas enterado. Enviaron una expedición a las montañas, y un equipo de televisión mostró todas esas terribles imágenes ayer por la noche en el Canal Uno. Fragmentos de huesos calcinados asomaban por entre la nieve, un brazo aquí, una pierna allá…
–¡Basta! ¡Basta! – Cecil le miró con una súplica desesperada-. Serge, por favor, dime que estás bromeando. Por favor. Porque de lo contrario, ¿es que no te das cuenta de qué significa? Llevo dentro de mí al hijo de dos personas que ya no viven.
–Me encantaría hacerme una idea cabal de tu situación, si es que hay una palabra de verdad en lo que me has dicho.
–Debes creerme.
–No, y por una buena razón. La prensa afirma que Christine y Frederick Schomberg no dejan heredero alguno, y que el mando de la compañía será asumido por su primo. Los únicos parientes de Frederick con vida son su madre, que parece ser sufre demencia senil, y un hermano mayor que sólo se dedica a la vida social. ¿Por qué crees que nadie dice una palabra de un heredero que está por nacer? Simplemente porque ese niño no existe.
Cecil respiró profundamente el aire frío de la noche.
–Serge, necesito que me lleves de vuelta al Negresco. Rápido. Tregua. Te pido que hagamos una tregua. Pero ahora debo regresar.
–¡Cici, estás más blanca que un papel! ¿Qué te pasa?
–Me voy a desmayar. Me temo que… aquí mismo en la Promenade des Anglais… Oh, Serge, maldita sea, ¡me voy a desmayar!
El despacho del abogado Jean-Michael Nedelec se encontraba, justo al otro lado del boulevard de Menilmontant, frente al cementerio de Père Lachaise. Se había trasladado allí la misma semana del funeral de Edith Piaf, un acontecimiento surrealista que había provocado casi una revuelta cuando las cerca de cuatro mil personas que asistían al funeral estuvieron a punto de echar abajo las puertas del enorme cementerio. El suceso se descontroló hasta tal punto que la multitud rompió las barreras policiales y se lanzó encima del ataúd, subiéndose incluso encima de las tumbas vecinas para estar lo más cerca posible de su ídolo. Nedelec todavía recordaba los gritos histéricos procedentes de detrás de las paredes de ladrillo; seguro que el ruido había sido mayor que el de aquel sangriento día de 1871, cuando la Comuna tocó a su fin, de manera muy apropiada, justo dentro de ese cementerio.
Mientras miraba por la ventana los muros cubiertos de nieve, Nedelec imaginaba lo pacífico que sería encontrarse allí, sin turistas y con pocos entierros. Sólo un coche fúnebre había pasado desde las nueve de la mañana. A Nedelec le encantaba el cementerio. Una vez, desde aquella misma ventana, había visto a un equipo de rodaje atravesar las puertas: toda una procesión de automóviles, camiones generadores, y falsos coches de policía para una escena de persecución. Tan pronto como tuvo un momento libre, Nedelec bajó corriendo al cementerio, y un cuarto de hora más tarde le habían contratado como extra, con la perspectiva de pasar toda la noche en el cementerio en medio de toda aquella cohorte de ángeles, alados mensajeros del fin de mundo, y vírgenes llorando eternamente.
Lo cierto es que Nedelec se había pasado casi toda la noche junto a la tumba de la Piaf, un monumento común y vulgar muy apropiado para una mujer que había nacido en una acera. Había flores por todas partes: frescas y mustias, de cera y de plástico, todas ellas bañadas por la espectral luz de la luna. Nedelec las había apartado para poder leer los nombres de los que yacían junto con el Pequeño Gorrión: su padre, su último y joven marido, y su única hija, una muchacha llamada Marcelle que había muerto de meningitis. La tumba del bebé había emocionado al joven abogado, y con frecuencia pensaba en ella, en especial en días como el presente, cuando su libro de citas estaba atestado de nombres de trabajadores que reclamaban una compensación legal por despidos improcedentes o por primas no reembolsadas.
Maître Nedelec rompió el hechizo del cementerio y se dirigió a la pequeña sala de espera para hacer entrar a su próximo cliente. Para su sorpresa, vio que se trataba de una mujer. No era árabe, ni yugoslava, ni africana. Llevaba una especie de mono de tela gruesa color caqui, con tachones negros en los hombros y la cintura, así como una acolchada chaqueta gris que parecía haber formado parte alguna vez de un paracaídas. Parecía una mujer de aspecto enérgico, aunque Nedelec estaba seguro de que sus músculos no procedían de ningún tipo de trabajo duro. Podía imaginársela perfectamente haciendo pesas en uno de los gimnasios de moda de la ciudad.
-Madame, ¿ha concertado cita previamente?
–No, pero no le robaré mucho tiempo. Cinco o diez minutos como máximo.
Había acertado. Su voz era chillona pero educada, una voz de burguesa. Nedelec estaba asombrado, y aun así su rostro no expresaba nada mientras asentía aquiescentemente y murmuraba:
–Por favor, pase, Madame.
Mientras se sentaba ante su desordenado escritorio, el abogado tuvo tiempo de observarla. Era de estatura media, con el pelo formándole cortos y apretados rizos de un color rubio, como de arena. Sus ojos eran sesgados, como los de un gato montés, y unas pecas marrones se derramaban a través del puente de su nariz hasta las mejillas. Nedelec pensó que jamás había visto tantas pecas en la cara de una mujer; en Francia no era algo normal. Tenía la piel seca y comenzaba a agrietarse, pero todavía era una mujer atractiva, de aspecto impresionante. ¿Qué estaba haciendo en su despacho?, pensó. Quizás había obtenido su dirección en las páginas amarillas y había imaginado que se trataba de un abogado matrimonial.
La mujer pareció leer los pensamientos de Nedelec, y ahuyentó aquella idea de su mente.
–No hay ningún litigio en este caso. Sólo quiero hacerle un par de preguntas. Naturalmente, le pagaré por su tiempo.
–Muy generosa por su parte, Madame. -Nedelec lo dijo sin ningún deje de ironía en su voz. Estaba acostumbrado a que la gente intentara sonsacarle información sin pagar. Rara vez se quejaba.
–¿Podría decirme su nombre?
–Veronique Martin -replicó ella tan rápidamente que el abogado supuso que debía de haber encontrado inspiración en las proximidades del Canal Saint-Martin a la hora de inventarse aquel nombre.
–Le explicaré lo que quiero para que los dos no perdamos el tiempo. Soy escritora y trabajo en un tema médico. Debo entregar mi trabajo en una fecha límite, y he de verificar los aspectos legales del tema antes de ponerme a ello. Es demasiado complicado comprobar todo eso en la biblioteca, y como vivo cerca de aquí…
–Estaré encantado de ayudarla en todo lo que pueda, Madame. ¿Cuál es el tema que le interesa?
–Implantación de embriones.
–¿Perdone?
–Embriones concebidos fuera del cuerpo. Implantados en un útero. – De pronto la mujer se agitó hasta casi irritarse-. ¿No sabe nada de eso?
Nedelec le sonrió amablemente. Tras su máscara de benevolencia, sin embargo, se preguntaba si era una de esas chifladas que de tanto en tanto acudían a su oficina, animadas por la proximidad del cementerio y sus famosos habitantes. Una vez había entrado un hombre para preguntarle por la legalidad de la necrofilia y la necrofagia. La necrofilia, se había apresurado a explicarle bromeando el abogado, aunque no era un delito si se practicaba en su domicilio privado, era algo visto con franco desagrado por los guardas que había al otro lado del cementerio. La necrofagia era un crimen en todas partes, y en cualquier momento. El hombre se había marchado con una triste expresión en su cara de fauno.
–La implantación de embriones no es un tema acerca del que suelan consultarme habitualmente -contestó-, pero si me dice exactamente qué desea saber…
–Se trata de una herencia. Estoy escribiendo una novela, y en el curso de mi historia, un embrión ha sido concebido y luego implantado en el cuerpo de otra mujer. Durante el embarazo, los padres mueren. De acuerdo con las leyes francesas, ¿sería reconocido ese niño no nacido como el hijo de esos padres, aunque naciera póstumamente? ¿Podría quedarse con su herencia?
–Vaya. Una cuestión interesante. La palabra póstumo se refiere al nacimiento del niño después de la muerte de su padre. Usted, presumiblemente, está hablando también de la madre. Aparte de encontrar un término más adecuado, veamos cómo ocurrió este trágico suceso. ¿Me está usted hablando, pongamos, de un accidente de automóvil en el que tanto el padre como la madre fallecen simultáneamente, y del hecho de que el niño nace mediante cesárea uno o dos minutos después? Yo diría que es un caso muy extraño, pero no imposible a la luz de las técnicas médicas actuales.
–¡No, no! ¡La cosa no es así! – Veronique Martin hablaba precipitadamente, agitando sus pequeños rizos en su evidente frustración-. Me he expresado mal, señor. Es algo muy nuevo, y quizá no esté al corriente de los últimos experimentos científicos… -Recorrió con la mirada su pequeño y destartalado despacho y luego prosiguió-. El padre y la madre, los padres biológicos, donan su esperma y un óvulo. Un doctor provoca la concepción en el laboratorio. ¿Comprende…? en un tubo de ensayo. Luego el doctor transfiere ese óvulo fecundado, su futuro hijo, a una madre suplente, une mère porteuse. La madre biológica no era estéril, pero no podía llevar a término el embarazo. Cuando todo está ya en marcha, los padres naturales mueren. La madre suplente está embarazada del hijo, pero ellos ya no están vivos para registrarlo con el état civile en el momento del nacimiento. ¿Qué pasaría con el niño, legalmente hablando?
–Bueno… -Nedelec hizo una pausa y dejó vagar su mirada por los muros del cementerio, pensando absurdamente en el bebé muerto de Edith, el único que había tenido. ¿Quién se preocupaba por algo así en aquellos tiempos en que los niños nacían en la acera y en que el padre podía ser cualquiera que estuviese dispuesto a declararlo en el ayuntamiento?-. Quizá debería comenzar por lo más obvio. ¿Existe testamento? ¿Algún tipo de documento que certifique la paternidad del niño o exprese los últimos deseos de la pareja? ¿O, al menos, el testimonio de un doctor acreditado?
–Yo… no lo sé.
El abogado le lanzó una mirada de sorpresa. Por un instante se preguntó si no le estaban llevando a alguna especie de trampa.
–Madame Martin, antes de nada debo decirle que no soy ningún especialista en este tipo de asuntos. Si quiere profundizar en el tema, puedo recomendarle algún colega que se encarga de asuntos de seguros o de pleitos médicos. Ahora mismo no se me ocurre ninguno, pero puedo hacer averiguaciones y recomendarle a alguien.
–Oh, no, por favor, lo que yo quiero es información general. Sólo dígame lo que usted sepa. Lo que usted crea que sucedería en un caso así.
–Como guste. En primer lugar, y que yo sepa, no existe ninguna jurisprudencia bien definida. Han nacido muchos más de los, así llamados, «bebés probeta» en los países anglosajones que en el nuestro. Recuerdo haber leído casos de madres suplentes en Francia, pero creo que se trataba de mujeres inseminadas artificialmente por el marido, de modo que, en cierto sentido, se las contrataba para que dieran a luz su propio hijo natural. Naturalmente, la situación que usted me plantea va en contra de la ley al cien por cien. Cualquier persona implicada en un asunto así se encontraría en un buen lío, legalmente hablando.
La mujer se le quedó mirando, obviamente alarmada.
–¿Qué es ilegal? ¿Cómo?
–Va contra la ley contratar a alguien para que lleve un bebé para una tercera persona. Las madres sustitutas, ésas que a veces se solicitan mediante anuncios en los periódicos, son consideradas por la ley como implicadas en trata de niños.
–¡Qué interesante! – exclamó Veronique Martin-. Es casi como hacer de alcahueta. Una forma de esclavitud.
–Sí, si prefiere expresarlo en estos términos. Llevado a una conclusión legal extrema, esa mujer podría ser arrestada y acusada de venta de bebés en el mercado negro.
–Entonces, ¿la madre suplente sería procesada y el niño desheredado? ¿Todo el asunto sería declarado ilegal?
–No, Madame. Yo no he dicho que el niño estuviera de ningún modo implicado en la ilegalidad del procedimiento.
De pronto la puerta del despacho de Nedelec se abrió de golpe, y dos hombres de unos veinte años irrumpieron en la habitación, gritando de modo incoherente una sarta de invectivas en una mezcla de francés y argelino. El abogado se puso en pie colérico.
–¡Alí! ¡Karim! ¡Basta ya! ¿Estáis ciegos? ¿No veis que hay un cliente en mi oficina? Mirad esta mujer, le habéis dado un susto de muerte.
Los dos jóvenes dejaron de discutir al instante y se quedaron mirando asombrados a Veronique Martin.
–¡Vamos! ¡Fuera! Os veré dentro de cinco minutos. Y basta de ruidos o haréis que me desahucien.
Una vez solos de nuevo, Nedelec se volvió hacia su cliente. Había una mirada de atención en su rostro joven y viejo al mismo tiempo.
–Lo siento mucho -dijo el abogado-. Las disputas en este barrio suelen ser violentas.
Veronique Martin hizo caso omiso de sus palabras.
–¿De modo que el niño no es ilegítimo? ¿Qué es entonces?
–Madame Martin, comencé diciéndole que no existe jurisprudencia en Francia, pero eso no es del todo cierto. Existe un dicho latino que en Francia siempre se ha seguido como si fuera la ley. ¿Sabe latín?
–Un poco, pero lo tengo un tanto oxidado.
–Infans conceptus pro natur habetur. Una vez concebido, el niño se considera ya nacido. Las leyes francesas referentes a la herencia poseen en ese aspecto un inevitable fatalismo.
–En mi novela, entonces, ¿el juez debe aceptar la legitimidad de un niño nacido de una suplente?
–Y ahora llegamos al campo de las pruebas. Si no existe testamento, ni ningún otro documento de intenciones, podría ser difícil establecer la paternidad del niño. ¿Cómo mueren en su libro?
–Pues… en un incendio.
–Ya ve, entonces, todas las pruebas de identidad genética serían destruidas. Lo más probable es que el caso dependiera del testimonio del médico que había llevado a cabo el implante.
–¿El médico? ¿Sólo del médico?
–Bueno, naturalmente, están los ayudantes, enfermeras, el personal del hospital, ¿pero cómo pueden estar esas personas absolutamente seguras de cuál ha sido el material genético utilizado durante la fertilización? Sin el médico, la duda no llegaría a aclararse, ¿lo entiende?
–Sí, lo comprendo perfectamente.
Nedelec sonrió e intentó hacer un chiste.
–Si hubiéramos tenido esta conversación en una novela de misterio, simplemente habría condenado al médico a muerte, ¿no le parece?
Veronique Martin le miró fríamente.
–Yo no escribo novelas de asesinato. ¿Cuál es su conclusión, entonces?
–Bueno, pues la opinión de alguien que suele tratar más con disputas laborales que con nacimientos póstumos es que la persona que codicie la herencia del niño va a tropezar con una antigua noción latina que se adelantó mucho a su época.
–Entonces, supongo que eso es todo.
–Eso creo. Siento tener que darle esta noticia, Madame Martin.
La mujer le miró de una manera extraña.
–¿Por qué dice eso? – Ella sacó un billete de 500 francos de su bolso y lo depositó encima de la mesa.
–Porque me parece que eso no la hace feliz. Creo que le hubiera gustado que su libro acabara de otra manera. Y eso es demasiado dinero. Deje sólo 100 francos, o 200, si los tiene. Y si no, no tiene importancia. Me ha encantado hablar con usted. No es frecuente que alguien entre en mi oficina con una cuestión tan fascinante y original. En especial una mujer tan atractiva como usted.
Él la miraba con persistencia, con la esperanza de tener una oportunidad de salir a tomar una copa con ella al final de la jornada, pero la mujer no respondió a su cumplido. Tampoco hizo ningún movimiento para recoger el billete de 500 francos. Se puso en pie lentamente y se dirigió hacia la puerta, perdida en sus propios pensamientos. Justo antes de salir, inclinó hacia adelante su cabeza rizada a guisa de despedida, y luego desapareció.
Nedelec suspiró. Le había gustado hablar con ella; después de todo no se había tratado de uno de esos tipos estrafalarios del cementerio, ni tampoco estaba ni a favor ni en contra de los sindicatos controlados por los comunistas, ni de los encolerizados contra los capitalistas de cualquier tipo, ya fueran franceses o extranjeros. Al abogado le habían gustado sus pequeños rizos, y, en especial, sus sesgados ojos de gato. Intentó retener ese fuego por un instante, pero su joven rostro y su fuerte cuerpo de atleta se desvanecían ya de su memoria. Sabía que Karim y Ali pronto captarían toda su atención con sus disputas y que la olvidaría. No sería más real para él que sus amigos descansando en sus camas de mármol tras los muros de Père Lachaise.
Nedelec se preguntaba por qué esa mujer había ido a un sitio en el que sabía a ciencia cierta que estaría fuera de lugar, la destartalada oficina de un abogado a quien jamás consultaba ningún burgués. Nada más formularse esa pregunta, se dio cuenta de que él mismo había proporcionado la respuesta.
Veronique Martin caminó dos manzanas boulevard arriba, hasta su coche, un Porsche lustroso y plateado. Apartó la nieve del parabrisas, luego abrió la portezuela del copiloto y sacó una pequeña bolsa de tosca piel de cerdo. Siguió andando hasta el bar-tabac que había media manzana más arriba. Observó con satisfacción que había comenzado a llenarse de la ruidosa multitud del mediodía. En el mostrador pidió un café y le pidió al barman que le indicara los lavabos. Después de encerrarse en el de señoras, abrió la bolsa de piel de cerdo, sacó un frasco de crema y un paquete de Kleenex y comenzó a frotarse la cara. Lo hizo furiosamente hasta que todas y cada una de las grandes y ligeramente tiznadas pecas hubieron desaparecido. Después de eso, se aplicó cuidadosamente su propio y sutilmente sofisticado maquillaje con unos tonos beige y ciruela. Se quitó la peluca de tupidos rizos y dejó que su pelo liso y negro le cayera por el cuello; era tan lacio como el de un paje medieval. Se sacó su sobretodo color caqui; debajo llevaba un jersey de seda arrugada que había comprado en una boutique de Chanel. Luego extrajo de la bolsa de piel de cerdo una torera de zorro blanco y un sombrero a juego. A continuación, una vez hubo metido la otra chaqueta y los accesorios en la bolsa, subió las escaleras y pasó junto a la barra, haciendo caso omiso del café que había pedido. Se encaminó a la puerta.
El barman ni la llamó indignado, ni intentó detenerla.
No tenía ni idea de quién era.
–He visto al abogado -anunció Edith-Ann Schomberg cuando la doncella regresó a la cocina.
Edith-Ann y Xavier se encontraban en la sala de estar de su casa de Normandia, esperando los cócteles de antes de cenar. Las llamas bailaban en su amplia chimenea de piedra, y la poderosa voz de Pavarotti resonaba por la habitación, trayéndoles un morceau de bravoure de I Puritani. Había una atmósfera cálida y agradable.
–Oh -dijo Xavier evasivo, con la cara enterrada en la sección de negocios de Le Monde.
-Existen bastantes posibilidades de que el niño herede.
–Oh.
–Ya posee identidad legal, pero todo podría evitarse.
–¿De qué forma?
–Uno, si jamás llegara a nacer. Dos, si el médico que supervisó la operación ya no se hallara en posición de testificar.
–Ya veo.
El rostro de Xavier no llegaba a asomar de detrás de las páginas del periódico.
–Xavier, deja ese periódico y escucha lo que tengo que decir. Me he pasado cuatro horas conduciendo en medio del tráfico de París. No puedes ni imaginarte lo que es conducir en aquella parte de la ciudad.
–¿Qué parte?
–El distrito 20.
–¿Por qué demonios fuiste allí?
–Porque si hubiera consultado a un abogado en un vecindario decente habrían podido reconocerme, o al menos ser lo suficientemente curiosos para hacer averiguaciones. Ese hombre era tan vulgar que no hubiera sabido quién era yo ni aunque le hubiera dado mi nombre.
–Si era tan don nadie como dices, ¿qué te hace pensar que sabía de qué estaba hablando?
–Oh, lo sabía perfectamente. Me quedé allí sentada y vi cómo se lo pensaba, lento pero seguro. Me quedé mucho tiempo para admirar la vista: aquel boulevard atestado de tráfico y lleno de árabes vendiendo harina de garbanzos, guindillas y otros horrores. También eché un vistazo a los muros cubiertos de nieve del Père Lachaise.
Por fin Xavier colocó Le Monde sobre el cojín de zaraza que había junto a él y miró a su mujer con una vaga muestra de interés.
–¿Père Lachaise, eh? No he estado ahí desde… oh, hace años. ¿Pero entraste a echar un vistazo?
–Por supuesto que no. ¿Por qué debería haberlo hecho? No me interesan las tumbas. De todos modos he oído decir que el lugar está lleno de necrófilos y pervertidos de todo tipo.
–Di-Di, me asombra que tales palabras existan en tu vocabulario.
–Yo también leo. De todo modos nos estamos desviando del tema. Esa americana… ¿qué hacemos con ella?
Xavier se quedó del todo inmóvil, mirando las llamas rojas y doradas de la chimenea. La animación que se apoderó de él cuando Edith-Ann mencionó el cementerio casi había desaparecido. Podía haber seguido comprobando las facturas en la fábrica de herramientas de jardín, de la que hacía poco se había escapado, o simplemente procurar ignorar a su mujer, que le era del todo indiferente.
–Creo que deberíamos contratar a alguien para ver cuáles son exactamente sus intenciones -insistió Edith-Ann. Pero Xavier siguió sin responder nada. Cuando el silencio fue excesivo para sus nervios, Edith-Ann tomó una campanilla de cobre que había sobre la mesa de café y la hizo sonar furiosamente-. Inés debe de estar al teléfono parloteando con algún otro de sus amigos portugueses. Como siempre, se ha olvidado de nosotros.
Y como para desmentir aquellas palabras, se abrió la puerta que daba al vestíbulo y una muchacha sonriente y con algunos dientes de menos hizo una apresurada entrada portando una bandeja que contenía unos boles plateados llenos de pistachos y de olivas especiadas y una jarra Christofle en la que se veía un cóctel de color azulado. Edith-Ann aguardó hasta que la muchacha regresó a la cocina antes de reemprender su monólogo.
–Necesitamos… un hombre. Alguien que sea en extremo discreto. Capaz de permanecer cerca de ella sin despertar sospechas. Debería de ser el tipo de persona dispuesta a actuar cuando sea necesario… cuando sea el momento. ¡Xavier, di algo! ¿Estás de acuerdo conmigo o no?
–¿Y cómo te propones encontrar a ese dechado de virtudes? – preguntó con cierto desdén-. ¿Poniendo un anuncio en Le Monde o en Liberation?
-No seas ridículo. Si sigues hablando con este cinismo, muy pronto esa doña nadie norteamericana nos invitará al bautizo de su hijo que alejará completamente a los nuestros de la herencia Schomberg.
–Di-Di -suspiró Xavier mientras servía el cóctel en dos vasos altos-. Te preocupas sin ninguna necesidad. Ocurre que ya me estoy encargando de este asunto. Encontré a alguien eminentemente cualificado, y le contraté. Incluso antes de que ocurriera el accidente aéreo.
–¿Que le encontraste… dónde? – preguntó incrédula Edith-Ann.
Una leve sonrisa apareció bajo el bigote recortado y negro de Xavier.
–No te preocupes por eso. Digamos que hice ciertos contactos que resultaron ser útiles. El hombre ya ha establecido contacto con la chica. Está muy cerca de ella, continuamente. Y ella no sospecha nada de nada.
–No te creo.
–Entonces hablemos de otra cosa.
–¿Cuál es el nombre de esa alhaja?
–Cuanto menos sepas de este asunto… cuanto menos sepa nadie… mejor.
–¿Tiene Bayard algo que ver con esto?
–¿Bayard? – Cuando Xavier escupió aquel nombre, una expresión de absoluto desdén atravesó su cara de fastidio-. Es la última persona a quien acudiría con un problema. Puede que Rita se encuentre en su segunda infancia, pero su precioso hijo nunca ha llegado a salir de la primera. Ya me di cuenta de que estaba loco cuando éramos adolescentes y nos juntábamos en la casa de la abuela en Hossegor. Ocurrieron ciertas cosas… -su voz se interrumpió.
–Personalmente, todo esto me parece muy raro.
–Nunca estás contenta -dijo Xavier irritado mientras daba un sorbo a su cóctel-. ¿Qué te preocupa ahora?
–Tengo la impresión de que tú y Bayard os reunisteis hace unas semanas para almorzar y hablar del niño, y, que yo sepa, para planear el…
Su marido la cortó en seco, con un airado resplandor de advertencia en sus ojos normalmente velados.
–Como siempre, tus impresiones son totalmente erróneas. Desde el verano pasado, he visto a ese canalla exactamente tres veces. Una vez en Saint-Cloud, la noche en que llevaron a Rita urgentemente al hospital; durante los servicios fúnebres de nuestros queridos primos; y finalmente en el consejo de administración de urgencia del pasado viernes. Sería muy poco juicioso por tu parte, Di-Di, ir por ahí insinuando que yo y Bayard celebramos reuniones secretas. Muy poco juicioso. Y ahora ¿qué me dices si nos olvidamos de este tema y vamos a cenar?
–Si tú lo dices -replicó su mujer poco convencida-. Llamaré a Inés.
Edith-Ann se puso en pie y se alisó la falda de seda de su traje de Chanel. Todavía estaba preocupada.
–¿Xa-Xa? – Su voz chillona se volvió engatusadora, casi seductora-. Sólo una pregunta más antes de que entremos a cenar. Este… amigo tuyo…
–¿Qué pasa con él?
–¿Hasta dónde es capaz de llegar? ¿Si fuera necesario?
Xavier sonrió a su mujer de manera poco afable y la tomó del brazo para escoltarla hasta su comedor recientemente decorado.
–Todo irá bien, querida. Llegará todo lo lejos que sea necesario.
–Oh, bueno, entonces es un alivio. – Sus sesgados ojos de gato se angostaron, y apretó el brazo de Xavier como dando su aprobación-. Mientras cenamos, Xa-Xa, te contaré exactamente lo que me dijo el abogado. Luego tendremos que tomar una decisión. Sé qué hacer con la chica, pero el doctor todavía es un problema. Sabe demasiado. Según el abogado, ese doctor es el único que podría acarrearnos algún perjuicio.
Se encontraba de nuevo en Dallas. Sonaba el teléfono. Era Serge. Era la llamada que estaba esperando. Le pedía que fuera a Francia. Se casarían y vivirían en París. Desde la ventana de su dormitorio mirarían cómo los niños jugaban en el Pare Montsouris. Sólo que Cecil era incapaz de encontrar el teléfono. Sonaba y sonaba, y ella no sabía dónde estaba. Estaba triste porque sabía que si no contestaba ahora nunca volvería a ver a Serge ni a esos niños de nuevo. Sus dedos a tientas chocaron contra una lámpara y luego milagrosamente tocaron el frío plástico del auricular.
–¿Cecil? ¿Eres tú?
–Serge -dijo ella con una voz que era una mezcla de temor y esperanza al mismo tiempo.
–¡Cecil, maldita sea, despierta! ¡Soy Sam!
–¿Sam? – Si quien le llamaba era Sam, entonces no se encontraba en Dallas; no estaba esperando un hijo de Serge; estaba…
–Sam, estaba completamente dormida. He intentado hablar contigo… hace semanas que te llamo.
–Lo sé, he sido un imbécil dejándote sola de esta manera, pero estaba tan apurado de trabajo que no pude… -la voz de Sam se interrumpió y a continuación regresó con su antiguo tono vital-. Cecil, ¿te has enterado? ¿Has visto los periódicos? ¿Alguien se ha puesto en contacto contigo? – sus palabras le llegaban como el frenético tableteo de una ametralladora.
–¿Te refieres a Christine y a Frederick? Me enteré la noche pasada, y hoy he visto en la televisión francesa un documental que hablaba de ellos. Sam, escucha, tengo que decirte una cosa… fui a casa de los Schomberg cuando estuve en París. Conocí a Bayard y a Rita Schomberg.
–Ya lo sé, encanto. Jeff Sandlin me puso al corriente de ese episodio.
–¿Por qué no me llamaste entonces? Estoy frenética. Te he dejado una docena de recados.
–Apuesto a que mi fiel Estelle está tan furiosa como un oso con un tiro en el culo. El problema es que todavía no he podido llamar a Estelle. Mira, Cecil, esto es lo que ha pasado: estuve alejado del mundo durante una semana en Arabia Saudí, operando a la favorita del rey. Cuando regresé me metí en una juerga de proporciones monumentales. Estaba tan trompa que no habría podido marcar tu número de teléfono ni aunque mi vida hubiera dependido de ello.
–Mierda, Sam, ¿se supone que debo compadecerme de…?
–Guárdate tu compasión y déjame hablar. He actuado como un asno irresponsable, pero de nuevo tengo la cabeza sobre los hombros. Tengo una cosa importante que decirte. ¿Estás bien despierta?
–Sí, pero Sam…
–¡Sé lo que vas a decir! – le soltó-. Has pasado un infierno; llevas el hijo de dos personas que han muerto; yo te he metido en esto; estás de lo más preocupada -Cecil pensó que hablaba con un hombre con una bomba de relojería a punto de explotar junto a él en cualquier momento.
–Ya lo arreglaremos, te lo prometo, pero por el momento sólo quiero que me escuches. Es vital que te quedes en Niza, en tu habitación, si puedes soportarlo un par de días. No dejes subir a nadie. No vayas a París, no importa quién te lo pida o cuál sea el pretexto. No corras ningún tipo de riesgo. Yo estaré ahí… veamos, hoy es lunes, o lo que queda del lunes… el miércoles por la tarde. Resérvame una habitación en tu planta por una o dos noches. ¿Te acordarás de todo?
–Sam, si me encuentro en algún peligro, quiero saber exactamente de qué se trata… ahora.
–Muchacha, no es mi intención asustarte, pero estoy muy preocupado, y no puedo hablar de esto por teléfono. Nos enfrentamos a una situación tan candente como los retozos de un cowboy de Tejas en el lecho de una joven viuda.
–Bueno, he estado enferma, creo que deberías saberlo. Vi a un médico llamado López, e insistió en que debería hacerme algunas pruebas muy complicadas en Niza.
–¿Tienes algún dolor ahora?
–No, me siento estupendamente, pero la semana pasada…
–¿Por qué demonios no llamaste a Parodi del Hospital Americano si tenías un problema? Te di una ficha con su nombre y su número de teléfono cuando te fuiste de Dallas.
–Parodi está en París y yo estoy aquí. Necesitaba un tratamiento de emergencia.
–Los teléfonos funcionan en casos de emergencias médicas aunque estén intervenidos. El bebé es demasiado importante para ti como para dejarlo en manos de algún curandero de por ahí.
–¡Entonces tú mismo deberías estar aquí!
–Cecil, mi prioridad número uno es llegar a París. Quiero averiguar por qué existe este silencio total en lo que respecta al asunto del bebé. Además, voy a lanzar un par de bombas a nuestros amigos de París. Para cuando el polvo se haya aposentado, estaré en el vuelo de Niza.
–¿Y después de eso?
–Te llevaré de nuevo a Dallas. Me temo que a partir de ahora nos las tendremos que arreglar solos tú y yo.
El corazón de Cecil se detuvo por un momento, aun cuando sabía que había malinterpretado sus palabras.
–Como en un show de Broadway con sólo dos vedettes.
–Eso es lo que siempre me gusta de ti, Cecil… tu intuitiva inteligencia y el hecho de que puedas darle la vuelta a una frase con la misma gracia que un irlandés. Es un show, de acuerdo, y nuestro pequeño amigo es la estrella. Veremos ahora qué ocurre. Nadie más en el mundo quiere que este show llegue a estrenarse. Por eso tenemos que formar un equipo. En Dallas te pondré bajo la custodia de mi fiel Estelle, que te protegerá mejor que si fuera un caballero medieval.
–Entonces, si te he comprendido correctamente, ¿he vuelto a convertirme en una valiosa mercancía?
–Al menos eso es lo que has sido siempre para mí. Y no te enfades hasta que hayas oído lo que tengo que decirte. Después ya me odiarás si ése es tu antojo. No diré ni una sola palabra de protesta.
En una súbita intuición, Cecil comprendió por qué Sam había estado de juerga y por qué le preocupaba tanto la supervivencia del bebé.
–No te odiaré, Sam. Después de todo, ahora compartimos algo, ¿no crees?… la casa oscura y el azote del amor.
–No es el estado de mi salud emocional lo que tengo planeado revelarte.
–Pero tú querías mucho a Christine, ¿no es cierto?
Hubo un silencio absoluto; Cecil se preguntó si había ido demasiado lejos. Cuando Sam finalmente respondió, lo hizo de un modo vacilante, como si sólo ahora descubriera él mismo la respuesta.
–Digamos… que Christine me enseñó algo muy europeo… algo muy extraño para un norteamericano. Es posible amar a más de una persona al mismo tiempo… así funcionan las cosas por allí. Se separan pequeños compartimientos… -su voz se interrumpió.
–Sam, lo siento. Lo siento mucho.
–Es mejor que no te cuente nada más. No es bueno para ninguno de los dos. Escucha, simplemente procura quedarte en tu habitación y no ponerte a tiro de ninguna bestia peluda hasta que nos veamos el miércoles, ¿de acuerdo? Ah, y he de decirte una última cosa.
–¿Aun cuando el teléfono esté intervenido?
–Sí, aun con todo.
–Estoy del todo despierta y escuchando.
–Me vuelve loco, completamente loco, ese hermoso pelo rojo que tienes.
Antes de que Cecil pudiera decir nada más, Sam había colgado. Aún con el auricular en la mano, desvió su mirada hacia el espejo que había enfrente. Su cara se reflejaba claramente al resplandor de la lámpara de la mesita de noche, mientras observaba fijamente su imagen, algo se superpuso sobre ella… el pelo de Christine Schomberg, o lo que quedaba de él, grandes copos de ceniza cayendo como en un sueño sobre la nieve, sobre la cúspide de una silenciosa montaña. Christine Schomberg, nada más que un recuerdo ahora, y ella, intacta, llena de vida, embarazada del hijo de Christine.
Cecil no deseaba otra cosa sino dormir.
Las frases pronunciadas por Serge y Sam se arremolinaban en su cerebro, reclamando su atención y obligándola a concentrarse en algo que hasta entonces había evitado. En el epicentro del huracán de su mente, Cecil vio un bebé infinitamente pequeño pero real. Antes de ese momento había sido sólo un fantasma, una nebulosa entidad sin sustancia ni subsistencia. Cecil se las había arreglado para obliterar las manifestaciones físicas de un feto que no era más real para ella que un extraño en la habitación contigua de una casa de huéspedes. Los dos habían vivido a ambos lados de una delgada pared, durmiendo, despertándose, comiendo al mismo tiempo y aun así ignorándose mutuamente.
Y ahora se había iniciado un sutil despertar, algo tan inesperado que había dejado a Cecil sin aliento de tanta sorpresa. Saltó fuera de la cama, y descalza comenzó a caminar arriba y abajo de la habitación, mirando por la ventana de vez en cuando. Una tormenta se desató sobre el Mediterráneo; los relámpagos estallaban sobre la explanada y convertían a las palmeras en espectros blancos e irisados. Siguiendo un impulso, Cecil se detuvo y abrió la ventana. De pronto quería oír el tamborileo de la lluvia sobre la negra superficie del mar.
¿Qué había intentado decirle Sam con tantos tapujos? ¿Había sido realmente un secreto o algo que ella ya sabía?
Con una mano temblorosa, Cecil se sirvió un vaso de agua fría de la jarra que había sobre su mesa de noche y bebió un buen trago. Estaba arrebolada por la novedad de la idea, ardiendo ante el efecto vigorizador de ese súbito descubrimiento. Se volvió hacia la ventana abierta y esta vez dejó que la llovizna le golpeara los brazos y piernas desnudos. El distante retumbar de un trueno fue como un eco de los latidos como martillazos de su corazón.
Era realmente tan simple, y aun así ella no se había dado cuenta. Meneó la cabeza asombrada, y por primera vez llevó las manos a la floreciente redondez de su cuerpo. Cautelosamente, casi con timidez, comenzó a acariciarlo.
Estaba embarazada de un niño verdadero, y vivo, y se trataba del heredero de Christine y Frederick Schomberg. El heredero de los Schomberg.
Era sencillo, tan sencillo.
Ese niño que estaba bajo sus dedos poseía el dinero. Y ella al niño.
La mujer no se está quieta. Por culpa de ella, él no puede dormir. Ella camina, se vuelve, camina más rápido, casi corriendo.
Con un pequeño pie, él lanza una tentativa de patada a su estómago, luego lo intenta con el otro. Ella no presta atención. Sigue moviéndose. En un arrebato de ira, él le da una patada y luego otra, su pequeño pie golpea como los palillos de una batería de jazz sobre su tambor.
¡Sólo con que se sentara! ¡Échate! ¡No te muevas! Otro giro brusco y el feto flota hacia adelante a través del líquido nebuloso hasta chocar con una pared. Rebota y se ve proyectado hacia atrás para golpear de nuevo. ¿Por qué no se queda quieta? ¿Es que no sabe que él quiere dormir?
Por fin ella se detiene y levanta un brazo. Un río de hielo le recorre el cuerpo hacia abajo, como un terrible escalofrío. Aterriza sobre su estómago.
Enojado de nuevo, da otra patada de protesta. Odia esa frialdad que lo invade todo. Llena de frío, ella se queda inmóvil. La mano de ella comienza a moverse hacia el estómago, apretando suavemente hacia dentro, buscando algo. No se trata de un movimiento de amenaza. Es casi como si ella quisiera saber…
Ella está muy cerca, su mano presiona a menos de dos centímetros de su cara. Casi casi se tocan.
El feto se queda lánguido, tranquilo; el calor del cuerpo de ella ha disipado el frío. A medida que flota sin rumbo, levanta sus dedos bellamente formados hacia sus ojos cerrados para frotarse el sueño que no está muy lejos.
Con el cordón umbilical alrededor de su frágil cuerpo como una alegre cinta de Navidad, y la pálida piel cubierta de un untuoso barniz, parece un reluciente paquete atado y envuelto en plástico transparente. A punto para la entrega.
Una expresión de gran calma se asienta en su cara. La calma de alguien que aguarda la eternidad.
Todos estaban allí… es decir, lo que quedaba de la familia.
La pobre Rita estaba apuntalada en un rincón envuelta en una manta de mohair. Parecía veinte años más vieja que en la última foto que se le tomara para el folleto de los accionistas. Sus cabellos rubios se habían vuelto parcialmente grises, y aunque alguien les había consagrado mucho tiempo y atención, todavía emanaba de ellos un aura peculiar de inminente calvicie. Sus enormes ojos azules se habían apagado, y todo lo que la rodeaba sugería una apatía como de ensueño. En aquellas dos horas sólo en una ocasión tomó la palabra.
Bayard estaba sentado junto a su madre, mimándola con gran empeño y emitiendo pequeños arrullos para animarla. En un momento dado tomó una de sus manos como garras, la dobló cuidadosamente sobre la otra y colocó ambas sobre su regazo. Finalizó sus manejos enderezándole la espalda y arropándola con la manta de mohair. De ese modo, Rita parecía plácidamente satisfecha, casi normal.
También Bayard estaba muy contento, se deslizaba de un lado a otro de la biblioteca desde que Sam Sweeney había entrado a fin de comprobar, mientras procuraba que alguien se encargara de su abrigo, sombrero y bufanda, que el doctor recibía una saludable ración de bourbon y era debidamente presentado. Fue Bayard quien lo dispuso todo después de la llamada de Sam desde Londres, y fue él quien insistió en que Sam pasara la noche con ellos en lugar de regresar a su hotel a través de la humedad y el frío de París. Ahora, sin embargo, el primogénito estaba sentado como un gato gordo y contento, aunque vagamente enigmático, sonriendo con benevolencia a su huésped. Pues eran ahora sus huéspedes. Bayard era el amo de la casa de Saint-Cloud, y quien asumía toda la responsabilidad del destino de su madre.
Y, tal como Sam no dejaba de recordarse a sí mismo, era Bayard quien se quedaría con el dinero si algo le ocurría al bebé de Cecil.
Las personas locuaces eran los primos: Xavier Schomberg y su mujer, Edith-Ann, una mujer de unos cuarenta años que Sam encontraba atractiva pero hosca. La gente la llamaba Di-Di, un estúpido nombre que no encajaba con su fuerte personalidad. Sam podía darse cuenta de que Xavier y su mujer habían reñido por algo aquella noche, pero se veía incapaz de clasificarlos. Aunque de Xavier Schomberg podía decirse que era agradable y acomodaticio, y que parecía ansioso por llegar a un acuerdo.
Justo al principio había habido un torpe y apenas velado intento de sobornar al doctor. Sam les dejó hablar, sintiendo curiosidad por ver dónde llegarían. No al millón que Christine había prometido; eso era demasiado. Sam incluso dejó escapar la cifra como una broma, pero a partir del frío silencio que siguió, supo que jamás habían pensado en tales términos.
De todos modos aquello aclaraba las cosas; después de eso los Schomberg comenzaron a hablar del niño como de un ser con sustancia y realidad. Xavier anunció que él y Di-Di lo adoptarían y se lo llevarían a vivir con ellos. Esta nueva insinuación dejó tan asombrado a Sam que casi se perdió la mejor parte: que tanto los papeles para la adopción y para el descargo de Cecil ya estaban casi redactados y esperando la firma de la interesada. El bebé formaría parte de la pequeña familia de Xavier y Di-Di, y como tal tendría los mismos derechos que sus dos hijos herederos.
Sam clavó los ojos en aquella pareja que de modo tan inesperado deseaba adquirir otro nuevo bebé, y les preguntó con su más exagerado acento de Tejas:
–Díganme, si no les importa, ¿por qué el niño debería renunciar a toda la fortuna de los Schomberg para recibir tan sólo un tercio de la parte de los primos? Una vez descontados los impuestos franceses, no le quedaría mucho más que para tomarse un vaso de agua, ¿no les parece? Seré franco con usted, señor Schomberg. Esta semana pienso regresar a Tejas con la señorita Gutman. Los dos averiguaremos cuáles son los derechos legales del bebé desde Estados Unidos.
Entonces fue cuando Rita volvió a la vida.
–¡Nooo! – gimió, y todos, incluso Bayard, se volvieron hacia ella con una mezcla de temor y fascinación-. ¡Nooo! No el hijo de Frederick. No puede volar. Es demasiado pequeño. No le dejéis que suba a ese avión, por favor, por favor. ¡No les dejéis que maten también a nuestro bebé, no!
Como Lázaro saliendo de la tumba, se desembarazó de los brazos de Bayard, que intentaba detenerla, y se puso en pie. Ahora estaba llorando, las lágrimas en seguida le inundaron los ojos y la nariz y la boca, y siguieron su rumbo hasta la manta de mohair, formando gruesas y pegajosas gotas. Balanceándose y temblando, Rita gemía y a continuación repetía ese «¡Nooo!» pronunciado con horror, perturbadoramente lastimero.
Edith-Ann tiró de la borla de seda roja que había en la pared como si fuera algo que deseara despedazar.
–Maldita sea, ¿dónde está? ¡Esta estúpida mujer nunca está aquí cuando la necesitamos!
Con inesperada agilidad, Bayard dio un salto hasta quedar a pocos centímetros de Sam. Su cara estaba roja como la remolacha, y temblaba de un modo incontrolable. Una expresión malévola había reemplazado sus rictus de gato satisfecho.
–¡Mire lo que ha hecho! ¡Ha perturbado a mi pobre madre! ¡Cómo se atreve a hablar así sabiendo lo enferma que está! Su bocaza tejana le acarreará algún problema un día de estos, muchos problemas, ¿me ha oído?
–¡Tú eres el que está perdiendo los estribos, Bayard! – le cortó en seco la voz de Xavier-. El estado de Rita no tiene nada que ver con esta reunión. Si no eres capaz de controlarte, es mejor que abandones esta habitación.
Sam se volvió hacia Xavier.
–Si me permitiera examinar a la señora Schomberg, quizá podría administrarle…
–¡Desde luego que no! – gritó Bayard, a punto de rebosar de histeria-. Mi madre tiene toda la medicación que precisa. ¡Manténgase lejos de ella! ¡Soy el único que puede calmarla cuando se pone así!
–¡Entonces llévatela a su habitación y quédate allí! – le espetó Xavier-. Aquí está la señorita Sánchez, a punto para acompañarles a los dos arriba.
Una enfermera de tez cetrina y aspecto severo entró en la biblioteca empujando una silla de ruedas. Ya había levantado a una Rita que no dejaba de protestar y la había tomado entre sus brazos musculosos. Rita volvió la cabeza, intentó no perder de vista a Sam. Era como una sordomuda llevando un mensaje que era cuestión de vida o muerte. Su boca se abría y cerraba frenéticamente; sus delgadas mejillas temblaban como rebanadas de gelatina. Cuando la señorita Sánchez pasó junto a Sam con la silla de ruedas, Rita levantó una de sus manos como garras hacia él, pero ningún sonido emergió de sus labios crispados. A continuación salió de la habitación y Bayard salió detrás de ella.
Después de aquel desagradable episodio, Sam Sweeney decidió que era el momento de decirle a Xavier cómo iban a ir las cosas. Se lo expresó en unos términos lo menos ambiguos posibles. Sam y Cecil serían nombrados coguardianes de la herencia de los Schomberg. Un representante legal, quizá Jeff Sandlin, se encargaría de salvaguardar los intereses financieros del niño hasta que fuera mayor de edad. Xavier seguiría ocupando el cargo de director de SCHOMBERG MONDIAL, y Bayard mantendría su cómoda asignación, siempre y cuando ambos firmaran de inmediato y sin condiciones el reconocimiento del estatus legal del niño y sus derechos dentro de la familia.
–¡Brindemos por eso! ¡Y por nuestra futura colaboración! – proclamó una sonora voz desde el umbral. Bayard había regresado sin que nadie se percibiera de ello, con las mejillas sonrosadas y su sonrisa de gato fatuo de nuevo en su rostro.
–Gracias, pero no deseo beber más -dijo fríamente Sam-. Hoy ya he sobrepasado mi límite. De hecho, creo que ya es hora de que vaya a acostarme.
–Oh, vamos, ya he pedido que nos traigan una botella de un Bollinger de lo mejor de nuestra cave. Si no lo prueba lo consideraré como una prueba de rencor hacia mí por mi estúpido arrebato de hace un momento. ¡Por favor, diga que no está enojado conmigo!
Sam vaciló, irritado y con un deseo urgente y casi incontrolable de abandonar aquella casa lúgubre y oscura. Estaba ahí para sacarles lo máximo posible a aquellos cabrones; no podía dejarlos mientras todavía tuviera una racha ganadora. ¿Qué importaba media hora más cuando todos los triunfos estaban en su mano?
–Muy bien, descorchemos esa botella -dijo Sam con forzada afabilidad-, Christine y Frederick estarían satisfechos de saber que estamos brindando por la salud de su bebé.
No una, sino varias botellas trajo Madame Henriette, y luego las colocó en unas cubiteras de plata para que se enfriaran. Bayard insistió en mostrarle a Sam su colección de llaves y cerrojos, y cuando retornaron a la biblioteca la primera botella ya estaba descorchada y su contenido servido en las copas que estaban sobre una bandeja. Siguiendo la indicación de Sam, Xavier propuso un brindis por el niño que les había unido. Si su voz era casi tan seca como el propio champán, Sam prefirió no darse cuenta. Tenía tanto que hacer; ésta sería la última velada que durante mucho tiempo, quizá para siempre, dedicara a beber. Mientras levantaba su copa, tuvo la repentina visión del pelo de Christine bailando por encima de él a la luz del fuego de la chimenea; su boca carnosa y sensual estaba hinchada de pasión, y sus labios magullados de tanto hacer el amor.
El champán se había acabado; la copa estaba vacía. Sam necesitaba más. La abstinencia la dejaría para mañana y para noches subsiguientes, para las solitarias noches que le aguardaban.
Sam observó el interior del agua tibia. Las burbujas que surgían de sus profundidades color chartreuse le recordaban la sangre agitándose en las máquinas del hospital. A excepción de dos focos que había en cada extremo de la piscina, todas las luces del invernáculo estaban apagadas. El techo de cristal en forma de cúpula era una impresionante masa de oscuridad encima de su cabeza, y formas grises y confusas aparecían en los bordes de la piscina. De pronto Sam se vio invadido por un pánico casi animal de sólo pensar lo que podía estar al acecho en la oscuridad. Luego, disgustado consigo mismo, se zambulló en el agua y comenzó a nadar a lo largo de la piscina. El fondo de la pileta era muy hermoso, lo más hermoso que había visto nunca. Aunque estaba seguro de haber nadado en una piscina como aquélla hacía años-luz.
¿Cómo demonios había llegado ahí? Recordaba vagamente copas chocando la una con la otra y brindis exageradamente amistosos. En algún momento, Bayard le había dado unos golpecitos en la espalda y le había sugerido compartir una sauna. Eso había sido un estúpido error, ya que Sam lo sabía todo acerca de Bayard y sus saunas. Y aun así allí estaba, completamente desnudo y nadando en aquellas maravillosas aguas verdes y cálidas.
En un súbito movimiento, Sam regresó a la superficie. Salió del agua como una foca lustrosa y tomó una gran bocanada de aire. Luego, más tranquilo, se puso de espaldas e hizo el muerto. Era un completo imbécil por nadar solo después de haber consumido tanto alcohol. Haría una o dos piscinas más, sólo para despejarse, y luego se iría. De la piscina, de la casa, de Francia. De nuevo a Tejas, allí donde pertenecía.
Con grandes y poderosas brazadas Sam se impulsó hacia el extremo más profundo de la piscina. Estaba tan oscuro allí, tan muerto. Sólo el agua estaba viva. Dos objetos espectacularmente blancos, en forma de serpiente, nadaban justo detrás de él; Sam tardó unos segundos en reconocerlas como sus propias piernas, transformadas por las rizadas aguas en unos miembros engañosos y malformados de un feto que flotara dentro de su vasija de formaldehido.
–¿Quién está ahí? ¿Hay alguien ahí?
Se había oído un furtivo sonido, como si hubiera alguien en el trampolín que estaba encima de su cabeza. Sí, allí estaba de nuevo. Sam no podía ver nada en aquella negrura. Naturalmente, no había nada que ver; no era más que su mente rebosante de alcohol que le gastaba bromas. Como salido de la nada, tuvo una visión de Bayard Schomberg de pie y desnudo junto a él al borde de la piscina. Su mano se posó en el hombro desnudo de Sam.
–Estúpido muchacho, el agua es buena para usted. Ya sé que no se hace, esto de prescribirle tratamiento a un médico, lo sé, pero quiero ayudarle. Vamos, salta, estúpido muchacho.
¿Quién había dicho eso? Debía de haber sido Bayard, pero en medio de las distorsiones de su ebria memoria, la voz no sonaba en absoluto como la de Bayard. ¿Y por qué no podía recordar Sam haberse zambullido en la piscina? ¿Era otro momento en blanco de su mente, como le había ocurrido en Londres? Dios le ayudara, no podía permitirse eso en aquellos momentos…
Cristo, allí estaba de nuevo aquel ruido. Justo encima de él. Un sonido amortiguado y como de arañazo, como si algo pesado fuera arrastrado por las baldosas, el peso muerto de un cadáver. No, no era eso en absoluto. Era más como algo arrastrando una alfombra o un enorme saco de arpillera lleno de paja. ¿En la oscuridad?
–¿Hay alguien ahí? ¿Bayard, eres tú?
Sam nadó un tanto inquieto alejándose del borde de la piscina, surcó el agua de nuevo y levantó la cabeza hacia aquella misteriosa negrura llena de formas oscuras y borrosas. De repente sintió mucho frío. Por primera vez percibió el ininterrumpido golpeteo de la llovizna que azotaba la gran cúpula del invernáculo. Cristo, estábamos a finales de diciembre, no era la época apropiada para ponerse a nadar, ni aun en una piscina climatizada. Tenía que salir de allí; tan sólo esperaba poder encontrar las ropas que ni recordaba haberse quitado.
Sin previo aviso, las luces de la piscina se apagaron.
–¡Qué demonios! – exclamó Sweeney enojado-. ¿Quién está ahí? ¡Maldita sea, volved a encender esas luces! ¿Me habéis oído? ¿Qué clase de cretino sois, apagar las luces mientras todavía estoy en la jodida piscina?
Su pregunta fue saludada por un siniestro y angustioso silencio.
Sam braceó vigorosamente hacia el borde de la piscina. En el mismo instante en que sus manos se asían al azulejo, algo plano y brutalmente pesado cayó encima de su cabeza y le devolvió al agua. Aquella cosa se abrió alrededor de él y comenzó a hundirse. Sam intentó escabullirse nadando por debajo de aquello, que se volvía cada vez más pesado, más oscuro, más sofocante, y que se extendía sin cesar en todas direcciones, empujándole inexorablemente hacia abajo.
Sam abrió la boca para inhalar desesperadamente el aire que necesitaba, y su garganta se llenó de agua. Se atragantó e intentó toser, pero cada bocanada sólo dejaba entrar más agua. Penetraba por todas partes, ahora, en su nariz y en su garganta y en su esófago y en sus pulmones, y en todas aquellas partes donde entraba agua sentía un dolor que parecía desgarrarle, como si sus entrañas fueran a despedazarse de un momento a otro. Abrió los ojos para encontrar alguna manera de escapar, pero no había absolutamente nada en la negrura, tan sólo una bestia empapada arrastrándole en su mortal abrazo.
¡Iba a morir! No era posible, no de ese modo, nadie moría de ese modo, cayendo a plomo al fondo de una piscina vulgar, ahogado en una masa de pieles, asesinado vilmente por una alfombra. Por favor, no, Virgen Santa, no puedo morir así, por favor, Dios mío, soy un médico, no me dejes morir.
Entonces, de improviso, Sam dejó de luchar. Sus pulmones dejaron de palpitar con el imposible anhelo de respirar, y se sintió inundado por una especie de paz. Milagrosamente, de nuevo era capaz de ver. «Una luz amarilla titilaba en aquellas aguas negras como la tinta; en el centro había un objeto infinitamente deseable. Sam estiró los brazos con suavidad, creyendo que se trataba del rostro vital y luminoso de Christine que le estaba haciendo señas, pero lo que vio en la brillante luz que no dejaba de avanzar fue aquello mismo que le había arrastrado a través del vasto laberinto de su vida hasta ese preciso lugar. Era una rueda, y giraba de manera vertiginosa. Impúdica. Y cuando la vio, Sam no sintió más que una profunda alegría.
Oh dulce madre de Dios, he buscado durante tiempo el lugar al que escapó mi buena suerte, mi suerte de Midas, y aquí está, la he encontrado de nuevo, oh gracias a ti, Jesús, gracias, ésta es, ésta es la rueda de la fortuna. Mi fortuna, sólo con que el agua no estuviera tan turbia, sólo con que no se me nublara la vista, pero apenas puedo ver la aguja, la rueda todavía gira, ya no, no, está parando, oh si sólo pudiera verla, por favor, un poco más de tiempo, para ver dónde se detiene la aguja.
Se detiene, se ha detenido. No, por favor Dios mío, por favor Jesús mío y todos los santos, por favor María madre de Dios, no dejes que se detenga ahí, por favor, no en el doble cero, no dejes que se detenga en el doble cero, no esta noche, no me hagas esto a mí, no, por favor.
Soy médico.
Por favor.