que no pudo esperar.
¿De dónde vienes,
querido hijo?
De todas partes, y he acabado aquí.
George MacDonald
En el cielo, un ángel
no es nadie en particular.
George Bernard Shaw
Capítulo 1
-¿Hay alguien más esperando? – preguntó E. Z. Jeffrey Sandial. Su voz se abrió paso a través del interfono al igual que una segadora de césped a través de la brisa de verano.
–Sí, señor. Estaba a punto de avisarle. Hay una tal señorita Cecil Gutman esperando para verle.
Pronunció Cecil como si fuera B. de Mille. Un nombre masculino.
–Mándela abajo. Y dígale a Denise que la haga pasar en cuanto llegue. Ya lleva un cuarto de hora de retraso.
Sandlin colgó el auricular de un golpe, irritado, y comenzó a diseccionar a la señorita Cecil Gutman antes de haberla visto. Tenía tiempo. Los pasillos de McNaught, Muncheon, Sandlin y Doss eran largos, muy largos.
Uno: Señorita. Nunca había estado casada. Vulnerable y siempre dispuesta a cambiar de opinión. Demasiado arriesgado. Dos: Cecil. Hombruna. Probablemente marimacho y llena de verborrea feminista. De ninguna manera. Tres: Gutman. Suena étnico. Quizá judío. Un judío nunca buscaría algo así. Tres fallos y quedará descalificada, señorita Cecil Gutman. Lo siento mucho, porque no encontrará nunca oportunidades en las que se ofrezca el salario que nosotros le proponemos.
Cogió su pluma Dupont de oro, extradelgada, y trazó una airada línea a través de su nombre. Ella era -o había sido hasta ese mismísimo instante- la candidata número diecisiete. Sandlin sintió un nuevo arrebato de ira ante el pensamiento de tener que pasar, aunque fuera un breve instante, en compañía de esa joven. Meneó la cabeza con irritación. Había estado haciendo eso periódicamente y de manera incontrolable durante toda la mañana.
Aun en el caso de que nuestro cliente fuera tan rico como todos los jeques del Golfo juntos, preferiría no haberme visto envuelto en eso. Realmente no… realmente no es… Por un instante, Jeff Sandlin no encontró palabras para expresarse y experimentó un instante de asombro por encontrarse en situación tan insólita. Luego, con una sonrisa de triunfo, encontró el término exacto que estaba buscando… ¡saludable!
Denise O'Neil, su joven y decididamente nada hombruna secretaria, golpeó suavemente la puerta, la abrió y se hizo a un lado para dejar entrar a la joven que la acompañaba. Por el casi imperceptible movimiento de cabeza de su jefe comprendió que debería llamarle exactamente dentro de doce minutos e interrumpir esa entrevista a causa de un pretexto acordado de antemano.
Denise hizo las presentaciones, ofreció una de sus mejores sonrisas y dijo:
–Llámenme si necesitan algo.
Luego abandonó el despacho haciendo crujir su vestido de seda azul y blanco y balanceando sus largas y bien conformadas piernas.
Sandlin se obligó a sí mismo a concentrar sus no escasos poderes de observación en Cecil Gutman a medida que ella llevaba a cabo su largo viaje a través de la gruesa alfombra hasta el monolítico bloque de mármol blanco que hacía las veces de mesa de despacho. Era muy alta y delgada, el tipo de mujer joven que, si hubiera sido un poco menos desmañada y un poco más consciente de sus posibilidades, podría haber hecho una buena carrera posando como modelo para unos grandes almacenes. O para catálogos de ventas. Vestía una blusa rosa y estampada, de aspecto barato, un fino jersey de verano de algodón, sandalias con correa. Tenía el pelo descuidadamente echado hacia atrás y sujeto por una cinta elástica: su aspecto era horrible. En la metódica mente de Sandlin, todo eso no eran sino más puntos en contra de ella. Ni siquiera se había arreglado para la entrevista; por tanto, no se sentía motivada. Parecía un tanto hippy; no era una mujer controlable. Ella le recordaba a alguien que había visto en televisión, una actriz inglesa… Vanessa algo. Más que una hippy: una revolucionaria. Relacionada con los terroristas del Oriente Medio, una persona de ese tipo.
Había muy pocas oportunidades de que Sandlin cambiara la opinión que tenía de ella. En ningún despacho de abogados de Dallas se aplicaba el axioma «el tiempo es oro» ni se citaba con más prontitud que en McNaught, Muncheon, Sandlin y Doss. Además, siempre que el hijo del penúltimo socio fundador tomaba una decisión repentina, se atenía a ella. Repudiar un juicio o un plan de acción era admitir que se había malgastado tiempo y que un beneficio potencial se había desperdiciado irremisiblemente.
Sin embargo, Sandlin dejó que una indolente pregunta se deslizara a través de su estructurado cerebro, tan eficiente como un ordenador: ¿por qué ha venido? Era una criatura tímida y oprimida. Quizá lo único que buscaba era dinero fácil, como tantas otras a las que había entrevistado. Educada en Tejas… o Arkansas, o Louisiana, o en uno de esos horribles vecindarios de Fort Worth o Dallas, no tenía ninguna posibilidad, ningún futuro en ninguna parte.
–Por favor, tome asiento, señorita Gutman -dijo Sandlin con su voz sureña más amable-. Estoy encantado de conocerla. Tenemos todo el tiempo del mundo, así que, por favor, póngase cómoda.
Exactamente once minutos y medio, calculó lanzando una rápida mirada al reloj que había en su escritorio, una pequeña obra maestra de Peretti, en jade y oro. Tal como Sandlin se había comportado, la joven jamás imaginaría que ya la habían eliminado, del mismo modo que los testigos en un juicio tampoco pueden prever que el amable y elocuente abogado que hay frente a ellos está a punto de saltarles a la yugular.
La señorita Gutman se sentó en la butaca de piel que había frente a él y por fin levantó la cabeza. Sandlin vio su cara por primera vez, perfectamente iluminada por el sol que resplandecía a través de la ventana que él mantenía sin persianas, precisamente para poder iluminar a todo aquel -amigo o enemigo- que se sentara en esa butaca en particular. La luz del piso 21, sin ningún edificio de comparable altura que la oscureciera, era perfecta para el tipo de inquisición que a Sandlin le gustaba llevar a cabo. Incluso así, rompió una de sus reglas cardinales y se inclinó hacia adelante para contemplarla más de cerca, y una expresión de absoluta sorpresa se dibujó en su atractivo rostro.
¿Cómo podía haberla juzgado estúpida y sosa? ¿Se debía a la manera en que ella había entrado en la habitación, con la cabeza inclinada, manteniéndose en las sombras como si temiera ser vista? ¿O para poder ver? Hacía tan sólo un minuto, el pelo de esa chica le había parecido triste, de un marrón tirando a pardo. Ahora le parecía de un color tan rico como un tapiz bizantino, un resplandor castaño veteado de hilos de oro pálido. Y sus ojos… eran, al menos para él, más increíbles que su cabello. Eran grandes y luminosos, de un intenso color violeta, engastados bajo unos finos arcos de cejas castañas y enmarcados por unas pestañas más oscuras. En resumen, ella era -o había sido antes que alguna profunda aflicción o amargo desengaño se hubiese aposentado sobre ella y oscurecido sus rasgos- una joven asombrosamente hermosa. Esos increíbles ojos parecían anormalmente grandes en su rostro fino y pálido, y su boca hacía tiempo que había olvidado cómo sonreír. Esas sombras oscuras bajo los ojos, las manos lánguidas sobre el estampado de su falda barata, todo en ella apuntaba a la existencia de sufrimiento reciente.
Dios, pensó Sandlin, no permitas que sea nada físico. No me importa si está más loca que una cabra, pero no permitas que tenga ninguna enfermedad.
–Señorita Gutman, ¿le importaría hablarme un poco de usted?
–¿Qué necesita saber? – Su voz era áspera, pero no carecía de educación. Delataba enojo, posiblemente incluso hostilidad.
–Cualquier cosa que pueda servirme de presentación -dijo Sandlin intentando tranquilizarla.
Lo que siguió fue pronunciado de modo apresurado y con la misma voz áspera:
–Tengo 23 años y mi estado de salud es perfecto. Tengo grandes deseos de que se me elija para este cometido. No me asusta lo más mínimo. No existen lazos personales ni de otro tipo que me impidan asumir mis responsabilidades. ¿Le parece satisfactorio?
–Bastante sucinto -comentó secamente Sandlin. No quería incrementar la hostilidad de la muchacha, aunque le preocupaba todo lo referente a su educación y familia. ¿Y qué demonios importa todo eso? Aunque los clientes especificaron claramente…
-Me pregunto si sería tan amable de abordar cuestiones más personales, señorita… eh, ¿puedo llamarla Cecil?
Pronunció Cecile, y ella respondió inmediatamente.
–Puede llamarme como le venga en gana, pero no es Cecile, sino Cecil. En cuanto a mi vida personal, no quiero entrar en eso. De hecho, no lo haré.
–Aprecio su susceptibilidad y su reserva, señorita Cecil. Ambas son cualidades que despertarán la estima de mis clientes. Pero también me siento obligado a informarle de que me he pasado casi toda esta semana entrevistando candidatas para este… eh… puesto. Los requisitos son más difíciles de cumplir de lo que usted puede imaginar, debido a ciertas especificaciones indicadas por mis clientes. Estoy obligado a obtener información que quizás usted, en principio, no desee proporcionarme, pero cuya utilidad se hará evidente a medida que progresemos en nuestras relaciones.
–Mi intención es ser sincera -dijo Cecil. Una ligera curva en su labio superior mostraba exactamente lo que pensaba de las palabras de Sandlin-. Le he dicho ya tres cosas acerca de mí misma que son relevantes para esta entrevista: la edad, mi salud y mi buena voluntad. Existe una cuarta que, si yo fuera usted, desearía asegurarme respecto a ella. No parece que vaya a preguntármelo, pero se lo diré de todos modos. Moralmente, soy digna de confianza. Si me propongo cumplir una tarea, estoy en ella hasta el final. Mantengo mis promesas, sin importarme los obstáculos que puedan interponerse en el camino. Soy sueca y muy obstinada.
Dijo todo eso con energía y con una aureola de verosimilitud, pero Sandlin sólo había oído una palabra que le interesara verdaderamente, y saltó sobre ella de inmediato.
–Sueca. Creía que Gutman era más… ¿centroeuropeo? ¿Alemana, quizá?
–Realmente no sabría decirle. Los Gutman han vivido en Estados Unidos durante más de cien años, y todos ellos han sido suecos.
–¿Y sus creencias religiosas…?
Ella le lanzó una mirada glacial, y él en seguida dejó caer la pregunta:
–¿Es usted judía, señorita Gutman? – Siempre hacía esa pregunta amablemente, con la regia conmiseración de un rabino hacia su rebaño.
–Que yo recuerde, de niña era luterana.
La curva de sus labios era más perceptible ahora. La modestia de esa joven había desaparecido completamente, y Sandlin experimentó el tipo de conmoción que tenía lugar en el tribunal cuando una joven de dulce aspecto le plantaba cara súbitamente con la hostilidad de una serpiente de cascabel. A él no le gustaba eso, ni lo comprendía. En ese instante, se sentía un tanto violento en su mullida butaca de ejecutivo.
–¿Qué motivos le llevaron a considerar…?
–El anuncio mencionaba Francia. Necesito salir del país… -Hizo una pausa, pareció momentáneamente confusa a medida que procedía a explicarse-. Lo que intento decirle es que necesito un cambio de aires y de escenario… cuanto antes mejor.
–Mi querida y joven dama, me temo que hay algún error. Quizá no leyó el anuncio correctamente.
Ella había recuperado su compostura, y de nuevo le respondió con brusquedad.
–Lo he leído muy bien, señor Sandlin. Tengo una licenciatura en medios de comunicación. Quizás el anuncio se redactó ambiguamente para atraer a un mayor número de aspirantes. ¿O se hizo a propósito para que resultara deliberadamente engañoso?
Sandlin hizo caso omiso de su indirecta.
–La situación legal en Francia es extremadamente ambigua, por no decir otra cosa. Esa es la razón por la que mis clientes están buscando en Estados Unidos, y por eso desean que usted permanezca aquí mientras lleva a cabo su… trabajo.
Sandlin se quedó asombrado de la rapidez con la que la hasta entonces lánguida mujer saltó de las cómodas profundidades de la butaca de piel. Elevándose por encima de él, muy erguida ahora, mostraba una expresión que podía haber sido de alivio si hubiera habido algo más en ella aparte de esa cólera implícita.
–Esa era mi condición, señor Sandlin. Si no hay viaje, entonces no perderé el tiempo.
Él se puso en pie a su vez, se movió apresuradamente alrededor de la ancha pieza de mármol que le servía de escritorio y la tomó de uno de sus delgados brazos. De ninguna manera iba a permitir que esa mujer le dejara plantado.
–Por favor, señorita Gutman, queremos que quede satisfecha. Yo estaba hablando de los arreglos preliminares, que llevarán un mínimo de tres meses. Seguramente comprenderá usted que no hay manera de calcular anticipadamente estas cosas. Sin embargo, creo que puedo interceder ante mis clientes a fin de que, posteriormente, podamos ponerla en un avión hacia Francia. Si es que eso va a hacerla más feliz. – Ella todavía intentaba desembarazarse de él, y Sandlin añadió presuroso-. Primera clase. Y si quiere, en el Concorde.
–¿Cuánto tiempo podría quedarme?
–Bajo tales circunstancias, podría verse obligada a quedarse en Francia hasta que todo el asunto hubiera concluido. Yo no estoy en situación de adoptar esa decisión por mí mismo, pero… digamos que usted deseara hacer un pequeño viajecito por la campiña francesa durante un mes o algo así, una vez hubiera acabado todo. Es muy posible que mis clientes…
–Sí. Eso es exactamente lo que quiero.
–Muy bien. Entonces queda perfectamente claro, y créame que aprecio su sinceridad. Por favor, puede estar segura que su bienestar irá por delante de cualquier otra consideración si se la selecciona para este puesto. Pero debe usted responder a mis preguntas. Necesitamos alguna base sobre la que tomar nuestra decisión definitiva.
Finalmente, el brazo de ella se relajó ante el apretón de Sandlin. Cuando él la soltó, ella volvió a hundirse en la enorme butaca de cuero como una marioneta cuyas cuerdas de pronto se han soltado.
–Bueno, ahora vayamos a los hechos -dijo Sandlin, tomando la iniciativa con firmeza-. En qué universidad se graduó.
Ella volvió a vacilar. Luego, como si se preparara para la penosa experiencia de revelar ni que fuera una mínima cantidad de información, se echó hacia atrás y sacó de su bolso de tela una cajetilla de cigarrillos.
–En la Universidad de Illinois. Allí recibí mis dos titulaciones, con un intervalo de un año. La segunda en mayo del año pasado.
–¿Hizo un máster en un año? Extraordinario. ¿Y su familia?
–No tengo a nadie. Si desea referencias familiares, tendrá que buscar a otra persona.
–¿Dónde trabaja en la actualidad?
Durante todo este tiempo, Sandlin tomaba notas ostentosamente en una libreta que había en su mesa. En realidad estaba estudiando las reacciones de la mujer, catalogando algún signo de tensión o desequilibrio emocional, registrando los débiles temblores que estremecían su cuerpo de vez en cuando. El abogado no tenía necesidad de tomar notas. Su mente recordaba cada palabra y cada gesto. Nunca olvidaba nada.
–Trabajé en la facultad mientras estudiaba. Los dos últimos años fui ayudante en el departamento de periodismo. Desde entonces no he hecho nada digno de figurar en un curriculum. Soy muy pobre, señor Sandlin. Cuando necesito comer, trabajo de camarera en una coctelería. Generalmente en la del Holiday Inn.
–¿Con un título de máster? – preguntó con una leve nota de escepticismo.
–Puede que usted no sepa cómo están las cosas… desde aquí arriba. – Sus manos describieron una amplia curva que abarcó las paredes de cristal, las obras de arte y los marcos de oro, los terminales de ordenador, el teléfono extraplano de marfil, aquella alfombra que había bajo sus pies, tan espesa como la hierba-. Para algunas personas, es una época difícil.
Abruptamente, ella dejó de hablar y se hundió aún más en la butaca. Su cabeza cayó hacia adelante, y de nuevo asumió esa actitud de retirada que parecía invadirla de vez en cuando.
–Tuve algunos problemas cuando dejé la universidad -dijo en una voz muy baja, sin mirarle-. Problemas de naturaleza personal, quiero decir. Emocionales. No quiero hablar de eso, tan sólo decirle que pasé el último año intentando recuperarme, y que finalmente lo conseguí. Ahora ya ha acabado todo. Completamente. De una vez por todas.
Y un cuerno, se dijo Sandlin, pero apartó de sí ese pensamiento como a una mosca inoportuna.
–Dice usted que es pobre, señorita Gutman. La compensación económica que implica este «encargo» quizá no sea tan sustancial como había creído. Además de la compensación moral de ayudar a dos personas distinguidas y respetables, víctimas de un destino poco amable, recibirá usted un reembolso de gastos equivalente a 30.000 dólares. Nosotros, naturalmente, le proveeremos de todos los vales necesarios para estos «gastos», pero sólo se le pagará una vez haya usted completado su examen final. ¿Me he expresado con la suficiente claridad?
–No quiero los treinta mil. Puede quedárselos usted mismo si quiere. Como tarifa por sus pesquisas. Después de todo, es usted quien me ha encontrado, ¿o no?
Ella rió por primera vez y a continuación le lanzó una mirada astuta. Toda su timidez se había evaporado como el humo, y Sandlin tuvo la desconcertante impresión de que era la joven la que le estaba poniendo a prueba, y no al revés. Era una sensación que le desagradaba intensamente. Su irritación crecía a pasos agigantados, y de nuevo se preguntó por qué había permitido que le metieran en un caso en el que habían tantas condenadas mujeres. Jeff Sandlin era un chovinista y estaba orgulloso de ello; a pesar de las costumbres radicalmente cambiantes, su vida discurría igual que siempre, es decir, tal como él había decretado. Recientemente había cambiado una mujer madura y que empezaba-a-causar-problemas por otras mucho más jóvenes que ahora administraban sus momentos de diversión. Naturalmente, él las compensaba debidamente por su trabajo. Sandlin conocía todo lo referente a la remuneración del trabajo realizado eficazmente, pero no comprendía a las mujeres fuera del marco de su valor monetario.
No comprendía a Cecil Gutman en absoluto, y eso era demasiado en un caso que había puesto a prueba su paciencia durante más de una semana. Allí donde dirigía su atención, tan sólo encontraba comportamientos irracionales e impredecibles. Incluso las personas que le habían contratado eran apenas mejores que las mujeres enloquecidas que desfilaban por su oficina.
Estas reflexiones fueron cortadas en seco cuando se abrió la puerta de su oficina. Denise O'Neil permanecía de pie en el umbral, una mirada de consternación en su cara pecosa y ruborizada.
–Señor Sandlin, siento terriblemente interrumpirle, pero acaba de llamar el juez Baker para decir que necesita ese escrito antes de una hora. Está ahora al teléfono, y quiere saber…
–Denise -le interrumpió suavemente-. Dígale al juez Baker que se vaya al infierno.
Denise se quedó por un instante con la boca abierta, asombrada. Luego, como era una chica inteligente, posó su mirada sobre Cecil Gutman, estudiando su esbelta figura con un destello de excitación reprimida.
–Será mejor que vuelva con el juez, si es que todavía no ha colgado -dijo Sandlin fríamente.
–Oh, sí señor. Ciertamente le daré su recado, tal como me lo ha dicho. ¡Apuesto a que vociferará alguna maldición!
Lanzó una risita y cerró la puerta mientras Sandlin retornaba su atención a la joven que ahora fumaba y miraba por la ventana, aparentemente nada impresionada por un recado que hubiera provocado una apoplejía a un magistrado federal si de hecho hubiera sido transmitido.
–Señorita Gutman, he aquí un cuestionario para que lo cumplimente en todo detalle. A primera vista, usted no satisface las condiciones especificadas por mi cliente, aunque debido a su excepcional personalidad y carácter, voy a hacer una excepción y…
Hizo una pausa al ver que las cejas de Cecil Gutman se levantaban en un gesto de divertido escepticismo. La aflicción la había abandonado momentáneamente, y parecía bastante encantadora.
–Muy bien, pongamos las cartas sobre la mesa. Creo, por varias razones, que usted puede ser de interés para mis clientes, aunque no puedo decirlo de manera positiva hasta que ellos hayan visto su informe completo. Quiero que sea consciente de que si su candidatura es aceptada, aunque sea provisionalmente, entonces tendremos que iniciar las formalidades. La presentaré a uno de mis clientes. Si me da luz verde después de conocerla, entonces será conducida a un hospital y sometida a un chequeo completo. Tendrá que pasar una penosa serie de pruebas… no sólo las normales de grupo sanguíneo, diabetes, enfermedades pulmonares, irregularidades hormonales, etc., sino también para detectar enfermedades poco conocidas, problemas hereditarios y, sobre todo, enfermedades por transmisión sexual. De modo que si hay algo que desea confiarme, éste es el momento de hacerlo. Eso le evitará gran cantidad de incomodidades y de situaciones embarazosas posteriormente.
–Cuando entré en esta habitación le dije que gozaba de perfecta salud. También que era digna de confianza. ¿Debo volver a repetirlo? Creía que para llevar a cabo un sucio negocio como éste, ustedes, los abogados tenían que tener plenos poderes.
Lee mis pensamientos, pensó Sandlin reprimiendo su furia. Y no le gusto. Ni lo más mínimo. Puede que se considere a sí misma una persona digna de confianza, pero no tiene aspecto de confiar en las personas con las que trata. Su apariencia humilde es sólo una fachada. Es una zorra en toda regla, pero no puedo permitirme el lujo de rechazarla. Si alguna vez se averiguara que he dejado escapar a una chica como ésta, se me caería el pelo. Existe una oportunidad entre un millón de volver a encontrar una licenciada con un máster que tenga estas características físicas. ¡Al diablo! Cuanto más rápido ponga en marcha el espectáculo, antes me libraré de todo este asunto.
–Señorita Gutman, estoy encantado con usted. Obviamente, es una joven de gran inteligencia, capacidad y bien educada, y además posee una personalidad atractiva. Estoy seguro que nuestra asociación será agradable. Ahora, como le estaba diciendo, si me hace el favor de rellenar este cuestionario, entonces podré ponerla al corriente de la naturaleza exacta de su… empleo.
Ella estaba sentada en el rincón más oscuro del oscuro bar que había en el subterráneo del centro comercial. El lugar -al menos lo que ella podía ver- estaba cubierto de tela escocesa, madera pulimentada y las muchachas que servían a los clientes llevaban delantales cortos de encaje y blusas escotadas.
Hace frío aquí dentro, casi tanto como en el rascacielos de ese cabrón de abogado que hay al otro lado de la calle. Dicen que mantienen la temperatura ambiente a 21 grados, pero parece como si fueran 15. Las únicas personas felices que vienen a esta Hora Feliz son esquimales y lapones.
Ella sabía que no era tan sólo el frío lo que la hacía temblar de esa manera. Su mano poco firme tomó el vaso de cóctel. Al instante, su helado aguijón la golpeó justo detrás de los ojos, allí donde palpitaban otras muchas cosas.
La primera vez que vio el anuncio no pensó que llegara a presentarse. Se lo había tomado con mucha calma, bromeando, jugando con esa idea. En primer lugar, había telefoneado para concertar una cita, luego había caminado lentamente por el subterráneo del centro comercial, deteniéndose a mirar los escaparates de las boutiques que vendían hombrunas ropas de mujer, trajes con grandes y acolchadas hombreras de jugador de rugby, botas negras y lustrosas, corbatas a rayas de seda o satén. Había entrado al ascensor recubierto de espejos y observado cómo los números resplandecían a intermitencias en un verde luminoso, como mensajes de una galaxia remota. Había recorrido un vestíbulo de mármol color crema y unas luces de neón de un amarillo enfermizo; se había sentado en una butaca de cuero y metal y había engatusado a la recepcionista para que le contara algunas indiscreciones. Había docenas de aspirantes, había dicho la joven rubia con el vestido de cachemir.
–¿Sabe de qué va todo esto, señorita…?
–Muffy, llámame Muffy, encanto. Supongo que todas estas damas vienen con la esperanza de ser mecanógrafas secretarias de los abogados, aunque tal como están las cosas, quizá quieran ser ya sus socias, ¿no crees? Y aunque no sea mi trabajo, creo que van detrás de… ¿No te lo dijeron cuando telefoneaste?
Cecil lo sabía, pero no le iba a decir a Muffy que treinta mil dólares era una fortuna cuando todos los empleos que había disponibles eran de analista de mercado o de programador de ordenadores, cuando era más fácil obtener una tarjeta sindical para trabajar en la construcción en la ciudad de Nueva York que para un graduado en artes liberales encontrar un empleo en Dallas. Incluso el Servicio Extranjero te rechazaba a menos que hubieras cursado ciencias políticas en la Universidad de Georgetown. Y ahí estaba ese empleo en el que ofrecían todo ese dinero, ¿y qué pedían a cambio? Muy poco. Lo mismo que esos engañosos anuncios para trabajar en Australia y Nueva Zelanda: envía 5,95 dólares para recibir una lista de mil empleos de altos salarios, por los que no se necesita ninguna cualificación.
Dinero. Odiaba incluso la palabra, odiaba pensar que ese presuntuoso abogado cobraba doscientos dólares la hora (simplemente lo suponía, pero le parecía probable) para entrevistarla, observándola de arriba abajo como si estuviera concursando para Miss Girasol de Tejas o Miss Pastel de Cerezas. Insistiendo en pedir pruebas de su educación cuando hubiera sido mucho más seguro y rápido escoger a cualquier idiota de veinte años que estuviera en buenas condiciones físicas. Entre alguien que posee un máster y una deficiencia mental, ella siempre hubiera elegido a este último.
De modo que, durante todo el tiempo que había estado sentada en la butaca de cuero de Sandlin, se había aferrado a la idea de que sus posibilidades eran nulas. Pero luego, cuando comenzó a sospechar que la cosa podía funcionar, que Sandlin -por alguna razón rebuscada- iba a ofrecerle el «empleo» a ella, había sentido una oleada de repugnancia tan grande que apenas había sido capaz de permanecer en la habitación. Había sido incluso peor cuando él se lo había explicado de una manera precisa y clínica, sin ningún matiz de humanidad en su voz. Durante todo el tiempo que él estuvo hablando, ella se obligó a sí misma a concentrarse en los aviones que despegaban de Love Field. Todavía volaban tan bajo que parecían rozar los tejados de los edificios cercanos. Nubes como cucharadas de nata espumosa sobre el reloj del Banco Mercantil y el Flying Red Horse, y más allá, sobre los vastos mosaicos de las autopistas, pasos elevados y puentes, coches en miniatura corrían a toda prisa al igual que hormigas en alguna misión vital. Y a continuación, entre dos edificios de vidrio y cemento de gran altura, Cecil había visto algo que la había dejado boquiabierta. Estaba lejos, muy lejos, pero ella podía verlo perfectamente: la noria azul de State Park. Era como un parpadeo de luces espectrales y doradas a medida que giraba mágicamente a la luz gris de última hora de la tarde.
No se había enterado de casi nada de lo que le había dicho Jeff Sandlin.
Ahora se censuraba por encontrarse tan afectada por esa entrevista. Quería ir a Francia, ¿o no? Deseaba tres o cuatro meses de libertad antes de que su vida regresara a ese rumbo desordenado que siempre había seguido a sacudidas… de ninguna parte a ninguna parte. ¿Y qué debería haber esperado de Jeff Sandlin? Era un hombre incapaz de despertar las simpatías de nadie que no fuera su hermano gemelo, e incluso eso hubiera supuesto un serio esfuerzo para sus recursos emocionales. No, ella debía hacer frente a la verdad: había ido a su oficina porque quería lo que él le ofrecía. Incluso su enfermedad no era ninguna excusa verdadera.
Cecil dejó que su mente retrocediera al mes de mayo del año pasado, antes de que finalizara el trimestre de primavera, cuando creía que todo lo que había deseado se encontraba al alcance de su mano. Pero sobrevino una negra mañana, una negra tarde, y después esos negros días y noches se extendieron ante ella como los sombríos senderos que recorren los agonizantes bosques de Bavaria. Cada mañana, al despertarse, sus pensamientos se dirigían a Serge de una manera inmediata, incontrolable. Moscas revoloteando sobre una carroña inmundamente dulce, devorándola hasta dejarla en los huesos. De vez en cuando ella misma era esos huesos, una criatura de Lewis Carroll que se volvía más y más delgada y más y más alta, como si misteriosamente se la estrujara hacia adentro y hacia arriba. Como es de suponer, no había sido capaz de trabajar, y sus escasos ahorros habían menguado al ritmo de la carne de su cuerpo. Después de un tiempo, incluso comenzó a preguntarse si la encerrarían en un sanatorio. En Tejas, un lugar en el que había casi tantos locos como en California, donde tenías que ser un psicópata, y escalar las paredes de los edificios públicos para que alguien pudiera fijarse en ti. Y la gente comenzaba a fijarse en ella.
Había apartado todo eso de su mente.
La primera semana que se sintió mejor, fue capaz de dormir; la segunda, de comer. Le lavaron el pelo, le cortaron las uñas, que se habían vuelto largas y duras, igual que las de Howard Hughes cuando se volvió viejo y loco. Y a medida que recuperaba la salud, se abrían las ventanas de su mente, una a una. Fue capaz de hacer llamadas telefónicas, de ir en autobús, de encontrar un trabajo. De recordar.
–Perdone, ¿no me tropecé con usted hoy en la cámara acorazada del Banco Mercantil?
–No, no estuve ahí.
Era un hombre alto y con aspecto de búho, con gafas gruesas y ovales y el pelo sedoso y marrón. Un hombre serio que había bebido demasiado.
–Bueno, pues en alguna otra sección del banco entonces. Sé que la vi allí. – Agitó los brazos y se dejó caer lentamente en la silla que había junto a ella-. No olvidaría una cabellera roja como la suya.
–Mire, ésta es mi mesa, y no tengo intención de compartirla con usted. Además, no he estado en el Banco Mercantil, ni hoy ni nunca, puesto que no poseo ninguna cuenta.
Se detuvo en seco, furiosa por haber revelado esa insignificante información acerca de sí misma.
–¿No tiene cuenta bancaria? – La idea era tan asombrosa para el hombre que pareció aclararle un poco la mente.
–Por favor, váyase o llamaré al encargado.
Él se inclinó hacia adelante. Sus ojos, aumentados por los gruesos lentes, eran como globos convexos de incredulidad.
–¿No tiene talonario de cheques? ¿No tiene libreta de ahorros? ¿Ni siquiera una tarjeta de crédito?
–Y sigo viva, ¿no le parece?
–Escucha, pelirroja, necesitas ayuda. – Hablaba lentamente, midiendo sus palabras, como si realmente le preocupara todo eso. Su cara de búho no estaba a más de quince centímetros de la de ella-. Necesita ayuda y pronto. Y sucede que soy un profesional en esto de ofrecer ayuda. Si quisieras darte una vuelta hasta mi casa…
Ella se puso en pie y camino con toda la firmeza que le fue posible hasta la camarera, que servía bebidas en la barra.
–¿Hay algún teléfono que pueda utilizar?
–Claro que sí, junto a la puerta principal. Escuche, acaban de poner salchichas en la mesa de los entremeses. Son bastante sabrosas y están calientes. ¿Por qué no coge alguna cuando vuelva a su mesa?
Miraba a Cecil con amabilidad. Ella lo sabía. El hombre con aspecto de búho también lo sabía. Quizás incluso todas esas personas, todos esos jóvenes profesionales con aspecto de haber venido haciendo jogging de la oficina. Todas esas personas estaban juntas, la una con la otra. Sólo Cecil estaba sola en todo el bar. Sin embargo, con el hecho de ponerse en pie y encaminarse hacia el teléfono, se demostraba a sí misma que era una joven con un amigo de verdad, una conexión temporalmente interrumpida pero a punto de restablecerse. No necesitaba ningún compañero; ya tenía uno.
Temblaba de nuevo cuando la voz familiar respondió.
–Soy Cecil.
–¿Qué hay?
–Acabo de salir. Fue más duro de lo que pensaba.
–¿Cómo de duro? Lo sabías antes de ir, ¿o no?
–No me des un sermón. No podría soportarlo ahora.
–De acuerdo. Cuéntame todo.
–Tengo que ingresar en un hospital para que me hagan un reconocimiento completo. Muy pronto. La idea de estar encerrada en la habitación de un hospital… es algo que me afecta mucho. Quizá lo mejor sería que…
–Lo mejor es que te decidas querida*. Esto que pretendes me parece una verdadera locura. Pero el darle vueltas a la cabeza no te hará ningún bien.
–Tienes razón. ¡Siempre tienes razón, maldita sea! Solamente, no esperaba que me eligieran. Y ahora creo que si paso el examen físico me darán el trabajo. Al menos, ésta es la impresión que he sacado del charlatán de abogado que me entrevistó.
–Bueno, eso es estupendo, ¿no? ¿No es eso lo que esperabas?
–La palabra «esperar» ya no existe en mi vocabulario, Mica. Esa página la he arrancado de mi diccionario.
–Deja de utilizar esa charla de colegial conmigo. Yo también dependo de tu decisión. ¿Vas a aceptarlo o no?
–¿Cómo demonios voy a saberlo? Sí… supongo que sí. Creo que voy a hacerlo.
–Al menos por una vez en la vida toma una maldita decisión. – Su bronca voz latina parecía desvanecerse a medida que pronunciaba esas palabras.
–¡Oh, Mica, por favor, no! ¡Por favor! Tú eres una persona fuerte. Tienes que comprender.
–¿Qué hay que comprender?
–Lo asustada que estoy. Eres la única persona en todo el mundo a quien puedo decirle esto. Mica, lo que acabo de hacer, me da miedo… mucho miedo.
Jeff Sandlin extrajo la ficha de la caja fuerte de su oficina. Su nombre cifrado, «Saint-Germain», procedía del bulevar de París en donde residían sus clientes cuando no estaban en Nueva York o en Río de Janeiro o en Cap d'Antibes o Gstaad o en una de sus plantaciones del Caribe. La ficha era tan secreta que nadie -excepto un socio con quien Sandlin se había visto obligado a discutir la ética del asunto- conocía sus nombres o incluso la naturaleza exacta de los servicios que la empresa iba a proporcionarles. Los anuncios habían aparecido simultáneamente en los periódicos de las cuatro grandes ciudades de Tejas, e informado a todos aquellos interesados que llamaran a un número de teléfono que no figuraba en la guía telefónica y que comunicaba con el despacho de Denise O'Neil. El trabajo de Denise era desanimar -con las menos palabras posibles- a los chiflados, psicópatas, travestidos, fanáticos religiosos, maníacos sexuales, borrachos, drogadictos y vendedores de seguros, de lotería, de cosméticos y de artículos de bajo precio. Hacía falta un poco más de tacto para tratar con los chicanos y esposas de pescadores vietnamitas residentes en Corpus Christi. Los negros eran los más duros de todos. Era ilegal preguntar por las buenas, ¿es usted negra o no? Consecuentemente, unas pocas jóvenes se colaron a través de la tupida red de Denise y llegaron a hacer la entrevista. Todas merecieron el tratamiento de «el juez Baker al teléfono», aunque Jeff Sandlin las miraba alejarse con cierta lástima; le habría gustado entrevistar a dos o tres fuera de la oficina.
Además, la edad era importante. Cualquiera que tuviera más de treinta años era rechazada con firmeza. Una mujer que daba la impresión de tener setenta años, pero que dijo tener treinta y cinco, rehusó aceptar su descalificación; estuvo pegada al teléfono durante casi una hora intentando averiguar cuál era la retribución que ofrecían. Denise tenía claras instrucciones de no enfrentarse abiertamente con nadie.
Dos de las que llamaron eran periodistas que esperaban encontrar una historia de interés humano, pero el cuento que Denise les contó -que era ella misma la mujer que buscaba ayuda, que el pastor de su iglesia le había autorizado a poner el anuncio, que lo hacía para complacer a su anciana madre, que agonizaba de cáncer en una clínica- sonaba tan improbable y tópico que ambas periodistas colgaron sin hacer más averiguaciones.
A las más o menos veinte mujeres que pasaron el filtro preliminar se les dio el nombre de la empresa y la dirección, junto con el día y la hora de su cita. Sandlin quería entrevistarlas en la habitación de un hotel o en algún otro lugar neutral, pero Denise, con una sorprendente muestra de valor, puso el veto a tal cosa, afirmando que el episodio ya era lo suficientemente traumático para una mujer sin el miedo añadido de ser atraída a una trampa.
Todo discurrió según lo programado, con la excepción de un obstáculo bastante molesto: Denise O'Neil conocía las identidades de sus clientes. Alguien tenía que secundar a Jeff Sandlin. No iba a ponerse a hacer él sus propias llamadas telefónicas ni a teclear sus propios télex o transmitir sus fax. En cualquier caso, ya le había contado a Denise toda la historia una tarde de domingo, mientras yacían en su cama de agua, bebiendo Kir Royales y viendo una película porno. Había experimentado una súbita necesidad de impresionarla y lo había soltado todo. Jamás hasta entonces había traicionado la confianza recibida, y se preguntó si había ocurrido porque se estaba haciendo viejo. El episodio le preocupaba tanto que, a la mañana siguiente, se entregó a un programa de ejercicio intensivo, masaje y pérdida de peso en el gimnasio que había en el piso superior de su edificio.
Sandlin conocía exactamente el procedimiento que debía seguir ahora que había descubierto a la exótica señorita Gutman, pero, de todos modos, volvió a repasar las instrucciones de sus clientes. Le provocaba un pequeño estremecimiento el ver el nombre de éstos en letras de molde. Era un nombre que figuraba en las placas de varios de los valiosos objetos que se desperdigaban por su propia casa.
La primera llamada que hizo tuvo por destinatario a Sam Sweeney. Conocía de vista al médico, debido a que con frecuencia almorzaban en los mismos clubes y restaurantes, y una primavera sus esposas ocuparon asientos contiguos en una exposición de azaleas en Turtle Crek. Sandlin no apreciaba particularmente a ese médico, quien no sólo era unos buenos doce centímetros más alto que él, sino también más robusto y delgado. De hecho, Sweeney era tan fuerte, campechano y decidido, y tenía tanto encanto irlandés, que a Sandlin le gustaba fantasear pensando que era un impostor, uno de esos hombres que no poseen ninguna titulación ni experiencia médica y que de pronto colocan una placa de latón y comienzan a tratar a los demás, y con frecuencia con un éxito extraordinario. Naturalmente, los médicos así siempre tropiezan en algún tecnicismo y acaban en la cárcel. Pensar en Sam Sweeney entre rejas le resultaba tan agradable que Sandlin se permitió una breve y pequeña sonrisa antes de recordar que el médico, y eso era algo demasiado real, estaba en camino de convertirse en una celebridad entre la alta sociedad. Como bien probaba la ficha que acababa de abrir, también atendía las necesidades médicas de una de las familias más ricas del mundo.
Sandlin presionó el botón del interfono.
–¿Denise? Ponme con el doctor Samuel Sweeney. Prueba primero en el Centro Médico. Si no está ahí, probablemente puedan encontrarle con el localizador personal. Si no, tengo otra media docena de números que puedes intentar, incluyendo el de su casa.
–Muy bien, cariño.
–Denise -repitió enojado-. Te lo he dicho varias veces. Existe un vocabulario para la oficina y otro para después de la oficina. Y bajo ninguna circunstancia hay que confundirlos.
–Lo siento, amor.
Dejó de presionar el botón y comenzó a golpetear su escritorio con su regla de bordes dorados. Estaba de nuevo irritado. Se veía incapaz de manejarla; nunca debería haber comenzado una aventura con una muchacha que tenía la mitad de años que él. Lo había sabido desde el principio, y aun así…
La luz del interfono parpadeó de nuevo.
–El doctor al teléfono, señor.
Sandlin sonrió y dejó la regla en la mesa. Era una muchacha que sabía exactamente cómo levantarle el ánimo. Tanto en la oficina como fuera de ella.
–¿Doctor Sweeney? Soy Jeff Sandlin, de McNaught, Muncheon…
–Tu memoria supera a la mía, Sam, y eso no es ningún cumplido barato. – Sandlin sonrió para sí mismo; por supuesto, él jamás olvidaba nada, pero resultaba de buen tacto darle al doctor un poco de margen-. Creo que debo haber reprimido en mi memoria todo ese episodio.
–¿No te gusta perder, eh?
–¡Puedes estar seguro de eso! Estoy esperando la revancha para darte un par de buenos golpes en el tuyo. En tu culo, quiero decir. Pero no es por eso por lo que te llamo, Sam. Tengo tu nombre en una ficha…
–¡Cristo! ¿Otra querella por negligencia médica? Llama a Tony, ¿lo harás, Jeff? Él es quien se encarga de todos estos asuntos. Yo no tengo tiempo de preocuparme por eso.
–No, no, amigo mío, que yo sepa nadie va a querellarse contra ti, pero unos clientes míos franceses me dieron tu nombre para que me pusiera en contacto contigo…
–¿Francia? ¿No te referirás a Christine?
–Se me ha encargado que no mencione nombres durante las fases preliminares -replicó Sandlin remilgadamente-. Esto se refiere a…
-Sé a qué se refiere, por amor de Dios. Yo soy el tipo que montó todo este tinglado, y el que le recomendó que utilizara una firma legal de Dallas, la cual, presumo, es la tuya. De modo que… ¿has encontrado a alguien?
–¿Qué aspecto tiene? – le cortó en seco el doctor.
Sandlin frunció el ceño irritado. No había sido capaz de finalizar una sola frase desde que tenía a Sweeney al teléfono. Además, había decidido que el doctor estaba tan loco como los parisinos. El aspecto físico no tenía nada que ver con el asunto, a menos que Sweeney sólo deseara fantasear acerca del examen ginecológico que pronto tendría que hacerle a Cecil Gutman. Se preguntaba si el doctor podría permanecer indiferente cuando se pusiera los guantes de goma y comenzara a tocar a esa hermosa…
–¿Todavía estás al teléfono, Jeff? ¿Me oyes? ¿Te he preguntado qué aspecto tiene la mujer?
–Alta y escuálida. Es una belleza, supongo, de esas que no tienen carne de sobra, aunque sí la suficiente como para encenderte la mecha…
–¿Y su pelo? ¿Sus ojos? – la impaciencia de la voz de Sweeney era máxima.
–Bueno, ése es el motivo por el que te he llamado. Puedo enviarte a alguien de acuerdo con las instrucciones, pero hay una serie de problemas que quiero discutir antes contigo. Es pelirroja, y el color de sus ojos es como se supone que son los de Elizabeth Taylor, aunque probablemente no lo sean.
–Ya. Mmm. ¿Tiene estudios?
–Inteligente, y además sabelotodo. Másters. Universidad de Illinois. Personalmente, yo no la recomendaría en absoluto, sólo que…
–¿Cuál es el problema? No me estás hablando claro.
–Bueno, te hablo todo lo claro de que soy capaz: puede que sea una chiflada.
–¿Hasta qué punto?
–Es muy excitable, es obvio que tropezó con alguien en el pasado. Quizá la abandonó algún estudiante en la universidad y no pudo…
–Muy bien. Ya me encargaré yo de comprobar su salud. Voy a quitarte este asunto de las manos lo antes posible. Jeff, no hace falta que le des más vueltas. ¿Cuándo va a venir al hospital?
–Le dije que tu secretaria le daría una cita. Pronto llamará.
–Muy bien. Lo arreglaré todo para verla mañana a primera hora. ¿Qué más?
–Esto es todo por el momento. Seguiré con las entrevistas hasta que me digas que puedo parar. Ah sí, tengo que llamar a París…
–¡Muy bien! Dile a Christine que has hablado conmigo. Dile… dile que todo va a ir bien y que no se preocupe. Hazlo por mí, ¿de acuerdo, Jeff?
–Encantado. ¿Cuándo volveré a tener noticias tuyas?
Colgó el teléfono de un golpe y Jeff Sandlin se quedó escuchando el pitido de la línea. Una expresión de ira absoluta se aposentó sobre su apuesto y ancho rostro.
Si Jeff Sandlin había desagradado a Cecil a primera vista, ella odiaba al doctor Samuel Sweeney. A los tres días de estar ingresada en el Centro Médico, su pasatiempo favorito consistía en imaginar métodos para vengarse del doctor: prender fuego al Mercedes del que se sentía tan orgulloso, conseguir que le revocaran su licencia médica o que le denunciaran por prácticas ilegales, o, lo mejor de todo, verle acabar como paciente en ese mismísimo hospital.
En sus escasos momentos de lucidez, Cecil tenía que admitir que no era al doctor personalmente a quien odiaba, sino el dolor y la indignidad a que había sido sometida desde que llegara ahí. De mala gana, incluso podía admitir que Sweeney podía poseer un cierto encanto, que en un marco diferente al de las paredes verde-letrina de la cámara de tortura de un hospital podría incluso haberle tenido cierto aprecio.
Pero aun con todo, sus agravios contra el doctor eran numerosos. En el lugar más destacado de su lista estaba el hecho de que él había insistido en que se le hicieran todas las pruebas teniéndola ingresada en el hospital, cuando era obvio que se las hubieran podido hacer con la misma facilidad sin necesidad de tenerla internada. Lo único que él quería era poder dominarla, y atormentarla así más a sus anchas. A continuación, incluso antes de haberle pinchado un solo dedo, el doctor Sweeney le anunció que debería dejar de fumar si deseaba mantener su candidatura. Dejarlo de golpe. Y no sólo eso, sino también olvidarse de cualquier tipo de bebida alcohólica.
–Vino, cerveza, jerez, absolutamente todo. Lo más fuerte que beberá a partir de ahora será Coca-Cola sin cafeína. Y en cuanto a fármacos, nada, ni uno, cero. Ni tranquilizantes, ni píldoras contra la gripe, ni siquiera vitaminas o aspirinas sin mi consentimiento. ¿De acuerdo?
Algún día me las pagarás todas juntas, se dijo Cecil para sus adentros. Mientras tanto, lo que más la afectó fue dejar de fumar.
–Debería agradecérmelo -dijo secamente Sweeney-. Es su vida, pero ya que ahora tengo un interés creado en ella, y ya que no tengo tiempo de seguirla a todas partes para ver si se porta bien o mal, comenzaré confiscándole el cartón de cigarrillos que he visto en el cajón de su armario. – Una sonrisa positivamente sádica atravesó su temerario rostro irlandés-. Aquí no venden en ninguna parte, ni en el vestíbulo de abajo, así que ni se moleste en intentarlo.
Cecil estaba furiosa. El hecho de que la trataran como a una chiquilla descerebrada era más que suficiente para poner a cualquiera en su lista de seres odiados. El haberle arrebatado sus cigarrillos le colocaba en la categoría de un nazi experto en tortura.
Por suerte, la llevaban todo el día de un lado para otro, y no tenía mucho tiempo para lamentarse de sus desgracias. El miércoles por la mañana, apenas se había despojado de sus ropas y ya la habían enfundado en un camisón del hospital que le daba el aspecto de un bromista en carnaval, un enfermero le llevó un cuestionario para que lo rellenara ¡de una extensión de veinticinco páginas! Abarcaba todos los detalles de su vida, desde cuánto había pesado al nacer hasta el tipo de deportes que había practicado en la universidad. Había cuatro páginas dedicadas al historial médico de su familia más directa. La mayoría de estos últimos quedaron en blanco, ya que sus padres habían muerto en accidente de coche cuando ella contaba ocho años; no tenía ni hermanos ni hermanas, y a excepción de la abuela que la había criado, no conocía a ningún otro miembro de su familia. La totalidad del cuestionario acababa pues refiriéndose a ella y a su abuela, la cual, imaginó, había sido siempre una persona sana, y eso le hizo revivir recuerdos de Nana que eran sorprendentemente tiernos. Justo cuando comenzaba con esa parte del cuestionario, entró el doctor como Pedro por su casa, acompañado de su prohibición de fumar, y salió con la misma naturalidad. Después, un grupo de enfermeras, asistentes y residentes vagaron por su habitación para distraerla de su cuestionario, tomándole la temperatura, extrayéndole tales cantidades de sangre que parecían poner en peligro su vida, y enviándola pasillo abajo a fin de recoger muestras de orina y excrementos.
Un fotógrafo entró en la habitación para tomarle fotos de la cara desde tres ángulos distintos. «Como un presidiario», le dijo a ella alegremente. Así era exactamente como se sentía.
A las doce le trajeron en una bandeja un almuerzo ligero y bastante sabroso, y luego fueron a los pisos de abajo para una serie de pruebas que a las seis de la tarde la dejaron exhausta, hambrienta y llena de ira contra Sweeney. La mitad de la tarde la pasó en manos de un dentista enano, quien le hizo varias radiografías de la boca para medir, según le explicó muy jovial, su estado óseo y el grado de descalcificación. El dentista decidió hacerle una limpieza bucal y rellenarle una antigua caries. El resto del miércoles lo pasó tendida sobre el duro lecho de una mesa de rayos X en el sótano, mientras ella y un técnico de mediana edad y piel moteada intercambiaban viejos chistes de Woody Allen. Durante todo ese tiempo él permaneció sentado tras la pared protectora, jugando a ser un director de cine. Los silbantes movimientos de la máquina le indicaban a Cecil cada vez que quedaba inmortalizado uno de sus órganos.
Nada de esto resultó particularmente desagradable, aunque tampoco era su manera favorita de pasar el tiempo, especialmente tras una mañana en la que la habían pinchado, hurgado y trajinado de aquí para allá. Cuando regresó a la relativa seguridad de su habitación, pensó que probablemente tendría anemia debido a la pérdida de sangre, y cáncer por haber estado expuesta a la radiación. Tampoco es que al doctor Sweeney y a sus compinches les importara gran cosa. Todo lo referente a su futuro una vez transcurrido el año siguiente les sería por completo indiferente: una vez ella hubiera cumplido con su contrato, se desharían de ella como de una lata de judías vacía que ya no es de utilidad para nadie.
Si el miércoles resultó un fastidio, el jueves fue una pesadilla. Comenzó en el despacho de Sweeney, en el undécimo piso, donde había dispuesto otro cuestionario para ella, dedicado enteramente a los asuntos sexuales y reproductivos. Luego Sweeney y su enfermera la colocaron sobre otra tabla bastante dura -una mesa ginecológica- y hurgaron en ella un poco más. Le pareció que la cosa duraba horas. Cuando regresó a su habitación, se quedó asombrada al comprobar que no eran más que las diez y media.
Apenas tuvo tiempo para tomar un trago de agua antes de que un celador la llevara de nuevo hacia el ascensor y a otra sala de reconocimiento, llena esta vez de máquinas de todo tipo, un aposento realmente digno del doctor Frankenstein.
–Aquí -dijo un hombre pequeño con acento alemán y gafas de cristales azules que le daban el aspecto de una estrella del rock-, vamos a someterla a las pruebas de electrocardiograma, biometría, espirometría, tonometría y audiometría.
Cecil pronto se enteró de que iban a comprobar si su corazón le latía, si sus reflejos funcionaban más o menos normalmente, si podía oír, oler y ver. Le taparon los ojos y le pidieron que identificara una serie de ridículos objetos; se le pidió que diferenciara entre lo húmedo y lo seco, lo blando y lo duro, lo cuadrado y lo redondo. Su destreza fue puesta a prueba, al igual que su capacidad para responder a las señales luminosas, a las estructuras repetitivas de sonidos. Era un grupo de test apropiados para un niño que aspira a ingresar en la guardería o para algún teórico de la imbecilidad, y probablemente tenían relación con el equilibrio emocional o la inteligencia o -¿quién podía saberlo?– la fertilidad. Sin otra opción, siguió adelante con las pruebas. A las ocho de la tarde estaba en la cama y caía en un sueño ansioso e inquieto.
El viernes no resultó duro desde el punto de vista físico, pero fue el que le supuso un mayor esfuerzo. Lo primero que hizo por la mañana, incluso antes de desayunar, fue someterse a un examen ultrasónico de la región pélvica, a continuación de lo cual fue escoltada al departamento de psiquiatría, donde fue entrevistada por dos residentes, y finalmente por el propio Sweeney. Para entonces, ya sabía que no le iban a dar de desayunar, y tampoco le importaba. De todos modos, no habría podido comer nada. Sweeney quería saberlo todo acerca de su crisis nerviosa. Para su sorpresa, se encontró con que se lo estaba contando sin ocultar casi nada. Sólo se guardó una cosa: la peor parte, acerca de la cual había mentido en todos los cuestionarios. Finalmente, Sweeney meneó la cabeza.
–No puede ocultarle una cosa así a su propio médico -dijo con benevolencia-. Me enteré ayer.
–¡Váyase a tomar por el culo! – le soltó ella. Deseaba abofetearle, pero en lugar de eso rompió a llorar. Estuvo sollozando durante un buen rato, y luego, sintiéndose ya mejor, se despreció a sí misma por haber obrado así.
El doctor Sweeney la observó mientras se limpiaba las lágrimas, de nuevo con su habitual sonrisa sardónica.
–Sé que me odia por haberla obligado a dejar de fumar y por someterla a todos estos test. Y ahora voy y me entrometo en su último y pequeño secreto.
–Odiar no es el verbo exacto, doctor Sweeney. En su caso, hace dos días que lo que siento va más allá del odio.
–Bueno. Eso confirma lo profundamente sólidos que suelen ser sus juicios.
–¿Quiere usted decir que, después de todo lo que ha averiguado de mí, hay algo que merezca su aprobación?
–Oh, vamos, Cecil, no juegue conmigo a ser una chica modesta. Eso no va con usted. Si una cosa nos dicen todos estos test es que es usted una persona obstinada y orgullosa. Tiene usted una opinión muy elevada de sí misma, cosa que, debo añadir, es algo que está justificado.
–Sí, supongo que poseo un cierto talento a la hora de sufrir crisis nerviosas. Es algo que no está al alcance de sus pacientes más corrientes, ¿no le parece?
–Tuvo usted un asunto amoroso que acabó mal. Eso le pasa a todo el mundo. El único aspecto poco corriente en su caso es que a usted le afectó. A casi nadie le ocurre.
–¿De verdad, doctor? ¿Me está usted diciendo que me puse enferma porque quise apurar la última gota de amor que había en el mundo?
–Sólo le digo lo que veo a mi alrededor. Hay muchas emociones que aspiran a ser catalogadas mediante esa grandiosa palabra, pero muy pocas resistirían una investigación seria.
–Ya veo que es usted de esos cínicos que consiguen que nuestro feliz mundo siga girando.
–Puede que sí, y también puede que no. Hablemos de usted, Cecil. Usted me odia y yo la aprecio. No estoy seguro del porqué.
–Quizá se deba a algo que ha descubierto en las veintiséis horas de pruebas que me han hecho. A algo que me ha encontrado en la sangre, o en el páncreas. Desde luego no en el corazón. No creo que le gustara ver lo que hay ahí.
Sweeney echó la cabeza hacia atrás y rió. Ella observó que tenía una dentadura perfecta.
–Probablemente así es como la gente se casa. Se hacen test el uno al otro por si existe alguna posible enfermedad, alguna falla genética, algún defecto mental, y luego intentan conjuntar todos los elementos positivos que quedan.
–¿Me está usted proponiendo matrimonio?
–Por desgracia, ya tengo una esposa.
–¿Por desgracia?
–Y con todo un lapsus demasiado freudiano.
Rió de nuevo, un poco menos felizmente, pero todavía consciente de su capacidad de seducción.
–¿Entonces qué me propone?
–Un empleo. Todavía lo quiere, ¿verdad? No me gustaría pensar que ha pasado por todas estas penalidades para nada.
–Ya le dije a su amigo el abogado que una vez daba mi palabra nunca me echaba atrás.
–Sandlin no es necesariamente mi amigo, pero sí es abogado, y ha preparado un montón de papeles para que usted los firme. ¿Debo decirle que venga aquí con ellos?
–¿No podría irme a casa ahora? – Su voz adquirió de pronto la entonación de una niña cansada-. Vivo con una amiga. Estoy segura de que estará preocupada. No esperaba quedarme.
–No, quiero que se quede en el hospital hasta que el papeleo haya acabado. Una vez hayamos arreglado eso, le daré unas píldoras que la ayudarán. Luego, hay una o dos manipulaciones que hacer, indoloras pero necesarias. Voy a seguir adelante y programar la primera para el lunes por la mañana.
–¿Quiere decir que me está dando el visto bueno? ¿Definitivamente?
–¿No es eso obvio?
–¿Y quiere empezar ahora? ¿Hoy?
–Cuanto antes mejor. Se suponía que Jeff tenía que haberle explicado todo esto.
–Tengo la impresión de que se trata de un asunto que va a durar bastante, y que incluso va a hacerse interminable.
–Con otro, seguramente. Conmigo será rápido.
–Naturalmente. Me olvidé de que no estaba tratando con un médico corriente, sino con un verdadero genio. – No podía apartar el sarcasmo de su voz, pero a Sweeney no parecía importarle. Su ego probablemente era impermeable a cualquier tipo de ataque-. ¿Cuánto tiempo entonces?
–Encanto, ¡haré que esté embarazada dentro de seis semanas!
Y no sólo había crecido Sam Sweeney en medio de esta enrarecida atmósfera, sino que había vivido en la mejor calle de Highland Park, Beverly Drive. Cuando a los catorce años aprobó el examen de conducción a la primera, se encontró con un cadillac blanco convertible que le esperaba en la calzada, y cuando a los diecisiete recibió la carta de admisión en Harvard, Sam Jr. le dejó en el vestíbulo de entrada el recibo por un depósito de 10.000 dólares que acababa de efectuar en la cuenta corriente de su hijo.
A pesar de vivir en ese ambiente, Sam Jr. consiguió convertirse en una persona agradable. En Harvard trabó amistad con chicos y chicas que acabarían siendo los líderes en los campos de estudio que habían elegido. Dos meses después de su graduación, Sam se casó con la más guapa e inteligente de esas muchachas, Judith McKinney-West, conocida como Jude, licenciada en arte dramático en el Smith College y de un coeficiente intelectual muy superior a la media. Después de una luna de miel que transcurrió saltando de isla en isla en el Caribe, los recién casados regresaron a Tejas. A lo largo de todos estos años en Harvard, Sam se había dedicado a tocar el violoncelo, y cuando comenzó a buscar una buena escuela médica, ya era un excelente músico aficionado. Esto, y no otra cosa, fue lo que le hizo entrar en Baylor, donde un famoso grupo de investigadores necesitaba a un violoncelista para su cuarteto de cuerda de los fines de semana.
Tan brillante fue la actividad de Sam Sweeney en Baylor que uno de sus mentores le predijo que llegaría a ser el Christian Barnard de su generación. Sam agradeció el cumplido, pero ya había decidido no especializarse en cardiología en general y en trasplantes de corazón en particular. Ese campo estaba demasiado trillado, y con mucho acierto supuso que habría aún más competencia en los próximos quince o veinte años como para que un joven y ambicioso cirujano se hiciera un nombre traspasando corazones de una cavidad pectoral a otra. Sin embargo, una especialidad completamente nueva estaba en sus inicios, y Sam, con más rapidez que sus otros compañeros de estudios, vio sus posibilidades y decidió que ésa era la dirección que iba a adoptar.
El doctor Samuel Sweeney se hizo famoso, tal como sus profesores le habían predicho, sólo que en el campo de la fertilidad humana. Antes de que pasara mucho tiempo, una procesión de mujeres comenzó a llegar a su sala de espera decorada a listas azules y oro. Venían de todo el mundo; estrellas de cine que habían sufrido demasiados abortos o que habían permitido que sus relojes biológicos llegaran a una fatídica medianoche; una mujer tras un velo, procedente de Dubai, que padecía una vergonzosa infección; un miembro de la familia imperial japonesa; incluso una hija del presidente, acompañada de dos hombres del servicio secreto que esperaron pacientemente en el vestíbulo durante toda la serie de largas y complicadas pruebas.
Con todo ese ajetreo, Sam tenía poco tiempo libre. Y con todo, cada día se sentía más inquieto. Sus operaciones le dejaban agotado, y cuando llegaba a casa por la noche no podía dormir. Conocía demasiado bien las drogas como para recetárselas, y se sentía un poco estúpido tocando el violoncelo a las tres de la mañana en la sala de música de su inmensa e imponente mansión. Jude, con muy buen juicio, nunca regañaba a Sam por pasar tan poco tiempo en casa. En lugar de ello se convirtió en una asidua de los clubes de mujeres, muy aficionada a las reuniones mundanas y políticas. Cuando daba la casualidad de que Sam estaba en casa, Jude generalmente se hallaba ausente, de modo que no solían comunicarse de ninguna de las maneras que están a disposición de las parejas casadas. Si todavía se amaban el uno al otro, era a través de un abismo que se ensanchaba de día en día.
En cierto momento, Sam descubrió que ir a las partidas de póquer con sus viejos compinches de Harvard y Baylor era algo bastante relajante. Siempre había alguna partida en uno u otro lugar de la ciudad. Podía dejarse caer por allí una hora o dos, a las once de la noche e incluso más tarde, si ése era su deseo. La competición masculina, los cigarros y el whisky rebajado con agua que bebían para mantenerse en marcha complacían a alguna parte secreta de sí mismo. Sin embargo, más que por cualquier otra cosa, acudía allí por la emoción de ganar. Al principio -cuando comenzó a jugar-, Sam tenía mucha suerte. Ganaba con frecuencia. Naturalmente, no necesitaba el dinero. Tenía más del que podía pensar en gastar, pero estaba a sus anchas en medio de esa excitación, con la posibilidad de poder perder los ingresos de un mes, por ejemplo, en un solo golpe de esos fríos dados. Y al cabo de un tiempo, eso fue exactamente lo que ocurrió. Por entonces, frecuentaba tan sólo las partidas en las que apostaba fuerte, esos muchachos que no pensaban en otra cosa que en llevarle a Las Vegas de fin de semana, con todos los gastos pagados. Después, parecía estar subiendo al avión todo el tiempo, de Las Vegas a Curaçao y de Curaçao a Londres. Los nombres se hacían más grandes, los lugares más exóticos. No había límite a la generosidad de sus recién encontrados amigos.
En algún lugar a lo largo de este camino, Sweeney dejó de tocar el violoncelo. También dejó de hacer el amor con su mujer y de interesarse por sus dos hijos. Era la clásica historia del varón americano de cuarenta años carente de toda vida emocional, pero no había nada clásico en los hombres que comenzaron a seguir a Sam. Le aguardaban en los rincones oscuros de la zona de aparcamiento de su oficina o cerca de los hospitales donde operaba, siempre de dos en dos, siempre con mensajes breves y concisos que sonaban como los diálogos de una serie de televisión.
–Hey, doc, ¿qué pasa? Mackie dice: «Que traiga la pasta este lunes». Dice que esta vez no puede esperar. Que no volverá a concederle un aplazamiento. Sabe que un buen matasanos como tú no querrá defraudar a un buen amigo como Mackie.
A eso es a lo más que habían llegado hasta ahora. De hecho no le habían amenazado con romperle los dedos para que no pudiera operar, ni con nada tan descaradamente brutal. Era demasiado importante, demasiado conocido, sus amigos ocupaban cargos demasiado altos. O eso era lo que a Sam le gustaba pensar. Quizás era tan sólo que él les proporcionaba una renta estable, haciendo rodar los dados tres o cuatro veces por semana, como si todo le importara un rábano.
Todo eso no afectaba a su trabajo. Era todavía el rey Midas de los hospitales, el chico de oro, un innovador como no se había visto en esta parte del país. De hecho, estuvo a punto de llevar a cabo un adelanto tan revolucionario en el trasplante de embriones que todo el mundo esperaba que saliera en el Times o en el Newsweek, por no hablar de la radio o de los informativos de televisión de la tarde. Sin embargo, la presión era superior a lo que podía soportar; ya no trabajaba sólo para mantener a los chicos. Por entonces, se encontró con que no podía soportar la visión de su frágil y encantadora esposa rodeada de todo un yermo de ropas de diseño, muebles de diseño y linge de maison de diseño. Les entregaba de mala gana a ella y a sus hijos cada centavo que ganaba; se volvió alérgico tanto a su casa de Dallas, gravada por una hipoteca, como a su rancho de ganado en Brownsville, deficitario y gravado por otra hipoteca. No podía permitirse el lujo de tener ni una casa ni un rancho. Y lo que era peor aún, tampoco quería.
Sam Sweeney no sabía lo que quería hasta que, después de una visita profesional a la esposa de un campeón de tenis escandinavo en Zurich, siguió una partida de póquer en Gstaad, y, al día siguiente, en la falda de una colina, tropezó con Christine Schomberg. Literalmente. Ella se deslizaba a toda velocidad montaña abajo, llevaba unos tejanos recortados y una camiseta blanca de hombre, y cuando chocaron, Sam quedó sin sentido y pensó que había muerto. Que esa mujer provocativa y espectacular le había matado. Posteriormente, cuando recuperó plenamente la conciencia también se enteró de que ella era siempre igual de imprudente. Que conducía su Porsche a velocidades muy adecuadas para partirse el cuello, que era una passionée de la fotografía submarina a profundidades peligrosas, que le gustaba el vuelo sin motor y practicar el ala delta, que su idea de un fin de semana de descanso era explorar un volcán o hacer averiguaciones en la zona del Canal de Suez ocupada por Israel. Christine era todo menos una mujer decorosa y formal.
A ella simplemente todo le importaba un cuerno.
En la piscina cubierta de Gstaad, rodeados por la nieve fría y brillante, él la observaba ejecutar una perfecta zambullida desde el trampolín más elevado y luego perder su traje de baño verde mientras continuaba en el interior de las claras profundidades del agua. Sin volver la vista atrás para buscar la pieza de ropa perdida, Christine salió de la piscina y permaneció completamente inmóvil sobre las lonas blancas, aceptando las miradas de admiración que sólo se dirigían a ella. También Sam la observaba como si jamás hubiera visto carne de hembra. Desde un punto de vista clínico, admiraba su perfecto sentido del equilibrio y del movimiento y su delicada estructura ósea; desde el artístico, disfrutaba con su control del efecto dramático; desde el personal, la deseaba. Violentamente.
Unos minutos más tarde, Christine estaba junto a él en el módulo azul de la sala de bronceado, estirándose para aprovechar al máximo los rayos del mediodía. Sam no tenía que apartar los ojos de ella para saber que todos los hombres y casi todas las mujeres les estaban observando.
–¿Va usted a seguir así? – le preguntó riendo, aunque también con un deje de inquietud.
–¿Por qué no?, le pediré prestada su camisa cuando vuelva al vestuario.
–¿No tiene miedo… de que le pidan que salga de aquí?
–¿A mí? ¿Pedirme que salga? Debe de estar bromeando, Sam. Nadie me pide que haga nada que no quiera hacer.
Más tarde, ese mismo día, con todo su alborotado pelo rojo azotándole la espalda y su rostro bronceado, parecía una actriz en una película porno de alto presupuesto, pero era real, y era él, el doctor Samuel Sweeney, quien cabalgaba con ella. Sí, él, quien incluso en Las Vegas, con todas las chicas que Mackie y los otros muchachos le habían ofrecido, nunca había experimentado nada ni remotamente parecido a Christine Schomberg, nacida De la Rouvay, una de las mujeres más ricas debido a su matrimonio con Frederick Schomberg, noble debido a la pretensión de su propia familia de ser descendientes «del lado malo de la caterva» de Luis XV.
–Todo comenzó cuando Madame de Pompadour plañía la muerte de su hijo -le contó Christine más tarde, cuando se bañaban juntos en una bañera que poseía una vista espectacular de los picos cubiertos de nieve que les rodeaban-. El viejo Luis tenía esa muchacha procedente del Parc des Cerfs… ¿lo sabías?
–No, pero estoy seguro de que me lo vas a contar.
–Era un barrio de Versalles que estaba al otro lado del palacio. Luis tenía ahí toda una colección de jóvenes campesinas, algunas de ellas poco más que unas niñas. Una de ellas le complacía tanto que le compró una casa en Saint-Cloud. Solía ir allí y jugar a ser su marido, un tipo normal. Solía disfrazarse de cochero y llevarla a comer al Bois de Boulogne, y allí les preguntaba a los transeúntes, «Decidme amigos, ¿qué opináis de nuestro rey?». Al cabo de un tiempo, Luis y la joven tuvieron un hijo, y el pequeño les acompañaba en sus almuerzos y paseos en coche por los bosques. Todo fue muy bonito hasta que Luis se cansó de su amante. Como regalo de despedida, le ofreció un titre de noblesse para su hijo.
–¿Y así es como te llegó a ti?
–Sí, ¿no es más agradable que ser la hermana fea de un cardenal?
Fuera o no verdad, era una historia encantadora, y ejercía una enorme fascinación sobre un muchacho de Tejas, incluso para alguien que había recorrido mucho mundo y conocido a más realeza de la que hubiera podido soñar Luis XV en su palacio. Pero por aquel entonces, todo lo que se refería a Christine Schomberg cautivaba a Sam Sweeney.
El doctor estaba cansado. Acababa de rebasar los cuarenta y debería encontrarse en lo mejor de la vida, pero había pasado mucho tiempo sin que alguien cuidara de él. Casi, le parecía, desde que se alejara de la calidez de los pechos de su madre hasta los uniformes blancos y almidonados de sus primeras institutrices. Quizás era el propio toque de Midas lo que apagaba su sensualidad, convirtiéndole en alguien aburrido más allá de todo lo imaginable debido a todos esos bienes mundanos que estaba a punto de perder, bienes, veía ahora claramente, chapados con el oro de los necios. Incluso esos mensajeros de su condenación, esos hombrecillos que cada semana le llevaban mensajes cada vez más amenazadores con sus agotadas voces a lo Peter Lorre, le resultaban un fastidio. La propia idea de que su propia y endiosada reputación quedara mancillada le dejaba cínicamente indiferente.
Y de pronto, en las montañas de Suiza, una mujer tropezaba con él debido a su imprudente forma de esquiar. Una mujer que no quería nada de él… tan sólo devolverle todo lo que había perdido.
Comenzaba por retornarle su joie de vivre.
Luego, Christine le hizo una proposición, tan meticulosamente pensada y tan impecablemente presentada, que Sam se preguntó si su violento encuentro en las pistas de esquí había sido realmente un accidente o sólo otra prueba de su extraordinaria habilidad atlética. Qué importaba, de todos modos, ya que lo que Christine le estaba sugiriendo era, después de todo, algo sencillo. Sencillo para él, aunque no para ninguna otra persona del mundo. Su proposición también apelaba a su espíritu de jugador, y fue eso, por encima de todo, lo que finalmente le decidió.
Su última noche en Gstaad, ante unas maravillosamente heladas de Piper-Heidsieck y platos de homard a la nage, con la nieve cayendo rápida y violentamente fuera, y la luz de las velas jugando con los enmarañados cabellos de Christine y con su cara bronceada y angulosa, con sus extraños ojos, tan brillantes como canicas color púrpura, hablaron del asunto. Lo que Christine deseaba desesperadamente no era legal, tampoco era ético. Por otro lado, podría ayudar inmensamente a tres personas, y una de esas tres era él mismo. No haría daño a nadie… a nadie, excepto a una chica anónima, en alguna parte del mundo, una chica que, para ser perfecta, habría de ser pelirroja, tener los ojos violeta, una naturaleza manejable y un alto grado de inteligencia. Sí, cuando se encaraba con los hechos de frente, lo que Christine le proponía iría contra los intereses de esa hipotética muchacha. Con suerte, sin embargo, con su toque de Midas, ella nunca sabría lo que le habían hecho, lo que le habían arrebatado, cómo la habían engañado.
De modo que Sam se quedó mirando los ojos fieros y encantadores de Christine y dijo:
–No haría esto por ninguna otra persona en este mundo, ni siquiera por mí. Quiero que lo creas, aunque yo también vaya a sacar algún provecho de ello. Lo haré por dos razones: número uno, porque es arriesgado, y número dos, porque tú lo deseas tanto.
–¿Estás seguro, Sam, querido? ¿Absolutamente seguro? Por favor, dime que no te echarás atrás cuando regreses a tu pequeño mundo, a tu mundo de seguridad.
–No hay nada seguro en mi mundo, creía habértelo explicado.
–Muy bien, pero puede que todo te parezca distinto cuando estés en Tejas. Sois tan religiosos en esa parte del mundo, siempre hurgando en vuestras almas para ver si tienen pensamientos sucios. Quizá deberíamos hacerlo aquí… en Inglaterra o en Holanda, en algún lugar que estuviera más cerca.
–¡Basta, Christine! Ahora está en mis manos, y lo llevaré a cabo a mi manera, con los mínimos riesgos posibles para los dos.
–Lo siento, mon amour. Después de todo, tú eres el doctor, ¿no es cierto? Brindemos por eso, y por algo igualmente importante. Por ti y por mí. Por nuestro futuro.
Mientras levantaban sus copas, sonriéndose el uno al otro como conspiradores en una pequeña guerra, Sam fue consciente de que jamás, en toda su vida, había emprendido una carrera que implicara una sensación de peligro tan grande, una mayor certeza de encontrarse en el filo de la navaja.
Como muchas otras familias francesas adineradas, los Schomberg eran de origen alsaciano. Hasta épocas muy recientes, habían sido personas dedicadas a su trabajo, prósperas, y unos protestantes puritanos. El origen de su asombrosa fortuna se remontaba a la primera mitad del siglo XIX, cuando cuatro industriosos de Colmar previeron la expansión del ferrocarril en Europa y procedieron a transformar su modesta fundición en la empresa metalúrgica de más rápida expansión de Francia. Tan inteligentes a la hora de captar las oportunidades para sus negocios como a la hora de salir ilesos de los tumultuosos avatares políticos de la época en Francia, los hermanos fundadores rápidamente edificaron un enorme imperio. Cada uno ejercía su control sobre un área específica. Hubert se quedó en Colmar fabricando componentes de acero, mientras que Gustave emigraba a Pennsylvania para abrir una sucursal en América del Norte. El hijo de Gustave, Le Second Gustave, como se le conocía en la familia, expandió los intereses norteamericanos en las minas de carbón y en el campo de la inversión bancaria.
Felix, tras una larga asociación con Hubert en Colmar, con el tiempo se trasladó a una pequeña ciudad en los alrededores de Nancy, donde estableció las instalaciones para la fabricación de básculas, cocinas y otros artículos de metal. A mediados del siglo XX, esta rama de los negocios fue la que hizo popular el nombre de Schomberg dándoselo a radios, televisores, lavadoras y otros populares electrodomésticos.
El cuarto hermano, el más joven, Thomas, era la rareza de la familia. Adquirió el genio familiar, lo dedicó a la tecnología de innovación y la aplicó a la manufactura de vidrio, abriendo otra factoría que llevaba el emblema de los Schomberg en el este de Francia. El negocio de fabricación de vidrio nunca dio beneficios, pero ya que Thomas era imaginativo, y su hijo Cyril, un genio, les servía para el útil propósito de alzar un aura artística sobre el imperio de los Schomberg.
Debido a que había crecido lo suficiente como para perpetuarse por sí sola, varias generaciones de aplicados Schomberg fracasaron a la hora de mermar la fortuna familiar. Por el contrario, al igual que algunos abotargados parásitos que se alimentaban sin compasión de la economía francesa, se expandió en todas las direcciones posibles. Sin embargo, otra revolución industrial tenía lugar de modo invisible en el mundo occidental, y ésta fue tan discreta que sólo un miembro de la saga de los Schomberg fue capaz de ver los signos de aviso y de comprender su significado.
Este Schomberg era una persona muy joven, apenas acababa de salir de la escuela empresarial y no había hecho nada, o muy poco, que fuera digno de recordar. Pero no importaba; se dio cuenta, mucho antes de que otros lo hicieran, de que la industria pesada en general, y la del acero en particular eran empresas agonizantes en Europa. Como se veía en el deber de cumplir el servicio militar, obtuvo una prórroga del jefe de Servicios Médicos del Ejército Francés, nada menos. Una vez dejada atrás la amenaza de todos esos meses perdidos, Frederick Schomberg se dispuso a labrarse un nombre por sí mismo y, en ese proceso, salvar la dinastía.
Cinco años antes, la brillante joya de la corona de los Schomberg -la fábrica de Colmar- había desaparecido. Había sido un cierre brutal, pero su pérdida apenas resultó una tragedia para el consorcio. De todos modos, Frederick ya estaba creando tantos empleos como los que se habían perdido en Alsacia, expandiendo la compañía hacia nuevas tecnologías como la robótica, la inteligencia artificial y los componentes electrónicos. La prensa europea le proclamó un genio, el primer descendiente verdadero de los cuatro fundadores. Todavía no había cumplido treinta años.
Un borrascoso día de otoño, en el trayecto hacia París, procedentes de Colmar, Frederick Schomberg pidió a su chófer que se detuviera en la fábrica de vidrio que había a la salida de Luneville. Era tan sólo un capricho. Luneville era una pintoresca ciudad conocida por su cerámica, sus bordados y el singular estilo, aunque bastante demodé, de fabricación de cristal ideado por Cyril. Aunque nunca había reportado dinero, en esa factoría siempre ocurría una u otra locura, y Frederick Schomberg se sentía aburrido y necesitaba distracción.
Ese día en particular, una joven diseñadora se encontraba en el edificio, arguyendo acerca de lo que ella consideraba una muestra particularmente odiosa para la línea de embellecedores de oro destinada a un jeque de Qatar. Cuando oyó que el gallardo Frederick Schomberg, el más adorado por todos los consejeros de inversiones, banqueros y columnistas de la prensa amarilla, se había dejado caer por la fábrica para hacer una visita, fue directamente a su oficina para echarle un vistazo.
Frederick levantó la mirada de unos proyectos y vio a una joven vestida completamente de ante, en colores rojizos, que llevaba una camisa de hombre y corbata de lazo; el pelo largo y ondulado hacía juego con el ante y bailaba alrededor de su cara a medida que ella se movía inquieta por la habitación.
Sólo necesita un sombrero Stetson, fantaseó Frederick, y sería una cowgirl absolutamente perfecta.
La joven era de mediana estatura, pero parecía mucho más alta con sus botas de piel de serpiente de tacón alto y su arrogante manera de andar. Él sabía que ella le estaba estudiando, y no hacía el más ligero intento de ocultarlo.
Christine vio a un hombre delgado, por su aspecto casi un muchacho con el pelo oscuro y lacio y una cálida mirada. De ningún modo parecía capaz de cerrar fábricas, de revitalizar una ciudad industrial agonizante, de enfrentarse a los sindicatos izquierdistas, y, por lo que había oído recientemente, de hacerse cargo de todos los intereses familiares después de dejar de lado a varios parientes aspirantes a directores, tanto en Francia como en Estados Unidos. No parecía nada de eso, pero ella, instintivamente, sabía que lo era. Ya fuera por la sorpresa de su aspecto vulnerable y juvenil o por la magia de su historia personal -ella nunca lo supo de cierto-, Christine de la Rouvay se enamoró de Frederick Schomberg al instante, desde el momento exacto en que le vio por primera vez.
Aquella tarde ella regresó a París en los asientos traseros del vehículo de Schomberg.
La familia se quedó horrorizada ante la noticia de su compromiso. No era ya que Christine fuera una don nadie, una cazadora de fortunas, una pequeña advenediza. De hecho, según los criterios de la familia de ella, los Schomberg estaban mucho más abajo en la escala social. Después de todo, los De la Rouvay afirmaban ser descendientes de Luis XV, y la propia Christine, aunque de modo completamente inconsciente, contemplaba a los miembros de la familia Schomberg como si la sangre del viejo Luis palpitara con fuerza e ímpetu por sus venas, y ellos se contaran entre sus más humildes súbditos.
Ya que Frederick aparentemente la amaba más allá de lo razonable, poco podía hacer la familia, excepto mostrarse mohínos y reunirse en secreto para discutir la situación. Según su opinión, Christine tenía dos fallos incorregibles: no tenía una suma considerable de dinero (es decir, que su cuenta corriente tenía menos de ocho ceros), y, más importante, era católica. A lo largo de tres siglos, los Schomberg se habían mostrado adeptos a la preservación de su identidad protestante en un país predominantemente católico, recurriendo a la emigración e incluso a falsas conversiones cuando las circunstancias dictaban la necesidad. Mantener esta fe había provocado el derramamiento de la valiosa sangre de los Schomberg. Ahora, por vez primera, una católica romana era empujada al mismísimo núcleo de la familia. Había que hacer algo, ¿pero qué?
Y aunque Frederick estaba al corriente de esos cónclaves, prefería ignorarlos. Todos le temían, incluso su hermano mayor, Hubert Bayard, que hubiera dirigido el imperio Schomberg de no haberse visto implicado en varios desagradables incidentes que habían quedado permanentemente inscritos en su casier judiciaire. Su madre, Marguerite, conocida como Rita, había gastado una pequeña fortuna en honorarios y sobornos para limpiar la ficha de Bayard, pero ningún consejo directivo le elegiría jamás -ni siquiera nominalmente- para dirigir una empresa Schomberg.
Bayard jamás se había casado. Después de la muerte de su padre, Hubert, se trasladó a la hacienda familiar para vivir con Rita. Era propietario de una docena de caballos de carreras, a los que dedicaba gran parte de su tiempo, dinero y afecto, yendo y viniendo entre París y Deauville durante la temporada y dejando que le fotografiaran en sus establos para la Jour de France y otras publicaciones de moda. Asistía a todas las inauguraciones a las que era invitado: clubes nocturnos, nuevos restaurantes de moda en Les Halles, presentaciones de joyas y muebles, incluso exposiciones de flores. Era uno de los habituales en las reuniones de la sociedad parisina: le encantaba acompañar a viudas ricas a colecciones de haute couture, soltar ohs y ahs en su compañía ante un sombrero chic, unas pieles, o en sus reuniones. También mantenía una de las mejores colecciones de Francia de cerrojos y llaves, algunas de cuyas piezas se remontaban a la época del imperio romano. La especialidad que le había valido renombre en el mundo del coleccionismo eran cerrojos alsacianos de mecanismo visible. Le gustaba aproximarse a los invitados que admiraban sus piezas en el estudio de Rita y decirles: «Permítame que le enseñe la pieza clave de mi colección», o, si estaba un poco achispado: «Sé que resultan fálicas, encanto. ¿Por qué si no iba a desperdiciar mi tiempo con estos trastos oxidados?».
Bayard era muy feliz con su vida y quería que prosiguiera sin ningún cambio. Naturalmente, sería agradable sacudirse el yugo financiero de Rita y tener algún capital propio. Y todavía mejor sería escapar de lo que perturbaba la superficie aparentemente calma de su vida y que le sumía en incontrolables arrebatos de ira: las mofas de su hermano. Frederick se burlaba de él a la mínima oportunidad: porque era perezoso, porque estrujaba a Rita como si fuera una esponja, porque salía gordo y borracho en una foto en Figaro-Madame, porque recibía llamadas telefónicas de mujeres de más de setenta años y de muchachos de menos de diecisiete, porque se había enfurecido por algo que Rita había dicho y había desgarrado todas sus toallas de baño de Nina Ricci por la mitad con su navaja de afeitar. Las burlas de Frederick eran frías y desapasionadas, pero Bayard las percibía como el veneno salpicante y ardiente de un padre-ogro censor. Haría cualquier cosa para no tener que volver a experimentarlo.
Mucho menos satisfecho con su vida estaba el primo carnal de Frederick y de Bayard, Xavier Schomberg. A causa de varios giros del destino de Francia en general y de los Schomberg en particular, Xavier había quedado a cargo de las siderúrgicas de Colmar. Era un hombre orgulloso, de carácter reservado, y nunca había superado del todo el hecho de que la familia no poseyera título alguno y que jamás fuera ya a adquirirlo, después de las disputas con Napoleón III, perdiendo así su última oportunidad de entrar en la aristocracia. Sin embargo, Xavier era un hombre de negocios serio, y se identificaba completamente con las siderúrgicas, cuya fundación había coincidido con el inicio de la inmensa riqueza de la familia.
Xavier era también el hombre de confianza de Hubert Schomberg, y en general se aceptaba que se quedaría al frente cuando Hubert se retirara. Durante un tiempo, el anciano depositó todas sus esperanzas en su hijo mayor, Bayard, pero cuando resultó obvio para todo el mundo -y sobre todo para el padre- que Bayard no sería más que un indolente playboy, y posiblemente de tendencias patológicas, Hubert intentó mitigar su dolor y decepción volviendo la mirada hacia la otra rama de la familia. Si Bayard le había fallado de un modo tan absoluto, lo mismo ocurriría con su hijo Frederick, por entonces un adolescente tímido y aparentemente introvertido. Él deseaba genes diferentes y frescos para el consorcio.
Su sobrino Xavier poseía todas las cualidades de un hombre de negocios de éxito; su mujer, la ya mencionada Edith-Ann Grumman, procedía de una adinerada familia de Alsacia y gozaba de múltiples contactos en el mundo de los negocios y las finanzas. El propio Xavier era una persona que trabajaba duro, santurrona y carente de humor, y si poseía alguna debilidad pasional, nadie la conocía, y Hubert menos que nadie. Xavier era el perfecto segundo de a bordo; incluso poseía un cierto encanto basado en su rechazo a implicarse en cualquier tipo de cuestión que pudiera remitirse a Hubert.
Debido a que había sido elegido por su tío para sucederle, la caída en desgracia de Xavier fue doblemente dolorosa y humillante. Una semana después de la muerte de su marido, Rita convocó una junta general de accionistas. Se trataba de una necesidad legal, aunque para todos los propósitos prácticos era una pérdida de tiempo, ya que Rita controlaba la mayoría de acciones de la compañía. En cualquier caso -y ante el asombro de todo el mundo-, ella dominó completamente la junta, convenciendo a los dos primos segundos de Estados Unidos, Thomas y Gustave Schomberg-Smith, de que votaran con ella en todos los asuntos importantes. Los principales resultados de esa junta fueron que Frederick se convirtió en titular al frente de la compañía. Fue un atrevido golpe de Estado, dado que Frederick era diez años más joven que Xavier, y, hasta entonces, el trabajo más importante que había tenido había sido el de reparador de ordenadores para una cadena de televisión norteamericana durante unas vacaciones de verano. Cuando dos años más tarde, el mismo muchacho, anunciaba su intención de liquidar todas las posesiones siderúrgicas de la familia, Xavier le declaró la guerra abierta.
La enemistad subsiguiente perduró tres años y finalizó cuando Xavier vio que no sólo las siderúrgicas se habían cerrado y vendido, sino que él mismo se veía relegado a un pequeño negocio secundario consistente en fabricar maquinaria de jardinería en un pueblo situado ahí donde las afueras de París se desvanecen en medio de los húmedos, verdes y aparentemente interminables campos de Normandia. Xavier no se hubiera encontrado más lejos del mundo de las altas finanzas y de los grandes negocios si lo hubieran desterrado a la isla de Elba.
Ni él ni su estirada y fríamente atractiva esposa Edith-Ann perdonaron jamás a Frederick. Acudieron a Rita a expresarle sus quejas, pero esto fue algo necio en extremo: estaban atacando a la persona que Rita más amaba en este mundo. Esa confrontación sólo sirvió para que aquella mujer se volviera extremadamente suspicaz hacia su sobrino y acabara por enterrarles más profundamente en sus montañas de herramientas para jardinería.
Rita poseía muchas cualidades, incluyendo buen sentido, un astuto criterio económico y un gran encanto personal; todo lo cual se lo había transmitido a Frederick, por quien estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, incluyendo el perdonarle un matrimonio que no aprobaba. Durante años, la menuda y fiera Rita había sido una influencia moderadora en todas las peleas y apuñalamientos por la espalda familiares. Ya que controlaba tantas acciones, todos la escuchaban cuando hablaba.
Sin embargo, a lo largo del último año, Rita Schomberg había comenzado a volverse olvidadiza de un modo peculiar. Entraba en el cuarto de baño de la doncella para ducharse en lugar de utilizar el suyo propio; intentaba abrir la puerta principal de la casa haciendo uso de una lima para las uñas; de repente, era incapaz de recordar el nombre de Edith-Ann (ante lo cual Bayard replicó: «Es su cara lo que yo he estado intentando olvidar»).
Una tarde, cuando una limusina la trajo a casa procedente del barrio de Saint-Honoré, donde había ido de compras, Rita le dio al chófer un brazalete de diamantes y de rubíes valorados en un millón de francos en lugar de una propina. Aquel hombre tan amable, que la había llevado a todas partes durante diez años siempre que el chófer de ella no estaba libre, regresó esa misma tarde con el brazalete. Le explicó al hijo de Rita lo sucedido.
Bayard no perdió tiempo y llamó a Frederick.
–Mamá ha perdido la chaveta, querido hermano. Tendremos que retirarla de la circulación. Creo que está senil.
–No digas tonterías, Bayard. Los dos estamos tan lejos de la senilidad como lo está o lo estará alguna vez Rita.
–Lo que pasa es que no quieres admitir que nuestra chère maman se está haciendo vieja.
–Cuando yo estoy con vosotros, es el metro cincuenta y cinco de Rita quien marca el paso, y tú, querido hermano, le vas bastante a la zaga. ¿No crees que es tu esforzado calendario social el que te retrasa tanto?
Se estaban aproximando a terreno peligroso, y Bayard percibía ya cómo aumentaba la presión de su sangre. Sin embargo, se veía incapaz de refrenar su lengua. Por una vez, tenía algo importante que señalar.
–Pero Frederick, últimamente está haciendo unas cosas muy raras. Yo casi tengo miedo de seguir viviendo con ella.
–¡Pues entonces lárgate! – fue la réplica instantánea. Sin palabras de despedida, Frederick colgó de un golpe, dejando a Bayard, como siempre, enfadadísimo.
Dos semanas más tarde, Frederick trajo unos documentos a Saint-Cloud para que Rita los examinara y firmara. Ella los estudió cuidadosamente e hizo varios acertados comentarios, sorprendiendo a su hijo, tal como hacía con frecuencia, por su comprensión de las complejidades del carácter de los Schomberg. Cuando hubieron acabado, Rita invitó a Frederick a su sala de estar privada a tomar un Grand Marnier delante del fuego. Ella se sentó tranquilamente durante un rato, y Frederick tuvo la sensación de que algo le rondaba por la cabeza. Aguardó pacientemente, sabiendo lo difícil que podía ser ese tema, y que tarde o temprano habría que mencionarlo. Por fin, ella se irguió y se giró hacia él, con una expresión interrogativa en su cara todavía sin arrugas.
–Querido, ¿hay alguna buena noticia? ¿De Christine…?
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que no me gusta fisgonear, pero me gustaría oír que se nos bendecirá con… un niño.
Frederick vio que sus inmensos ojos adquirían un brillo sospechoso, y se quedó sorprendido al darse cuenta de que sus palabras la habían emocionado.
–Te doy mi palabra, Rita, dedicamos a ello todos nuestros esfuerzos. ¿Crees que podrás resistir un poco más?
Ella no aceptó el tono despreocupado.
–Frederick, puede que yo no tenga todo el tiempo del mundo. No querría que nada me sucediera antes de saber que se ha asegurado la sucesión familiar.
–¡Haces que esto parezca la familia real británica! En primer lugar, nada va a sucederte porque yo no lo permitiré. Necesito a alguien que interprete correctamente las entradas y errores del balance.
–Por favor, querido, no cambies de tema.
–No lo hago. Lo abordo de la única y torpe manera que sé hacerlo. Christine y yo hemos tenido algunas… digamos dificultades de fabricación, pero en este momento estamos solucionándolas. Creo que puedo prometerte con toda seguridad que nuestra línea de producción estará en marcha antes de fin de año, puede que incluso antes.
–¿Significa esto que Christine ha ido a ver a un especialista?
-Los dos hemos ido a ver a uno. El mejor en su campo.
–Explícamelo con palabras sencillas, querido. ¿Va a haber un bebé?
–Sí, entregado con todas las garantías, además. ¿Te parece esto suficiente?
–Sí. Si tú me dices que va a ocurrir, entonces sé que no tengo que volver a preocuparme.
Todo asomo de lágrimas se había desvanecido ahora. Rita ofreció a su hijo una brillante sonrisa que iluminó su menudo rostro y que por un instante le confirió el aspecto de una joven y lozana adolescente. A continuación, Rita se inclinó hacia adelante para besarle ambas mejillas, manifestando todo su amor y devoción en ese abrazo. Luego pidió disculpas, se dirigió al dormitorio adyacente y se rapó un considerable mechón de sus hermosos y rizados cabellos, todavía rubios.
Consultaron a varios médicos, contrataron a varias enfermeras y Bayard tuvo la incomparable satisfacción de decirle a su hermano: «Te lo había advertido». Y aunque los médicos no encontraron inmediatamente una etiqueta para su enfermedad, Frederick ya no podía fingir que su madre gozaba de perfecta salud.
De este modo, unos ciento cuarenta años después de que esta historia de éxitos comenzara, la gran familia Schomberg se veía reducida a guerras, muertes, fusiones y un debilitamiento general de su línea sanguínea, a un cada vez más confuso matriarcado, a varios primos lejanos que eran más norteamericanos que franceses, y tres herederos en Europa: Frederick y su hermosa y presunta descendiente de Luis XV; Bayard, el decadente dandy que nunca se casaría y nunca procrearía; y Xavier, el primo que comenzaba a hacer todos los esfuerzos posibles para enterrar viejas querellas y recobrar el prestigio perdido ante Rita.
Xavier y Edith-Ann Schomberg poseían una suprema ventaja sobre sus primos: eran los padres de dos fornidos muchachos. Los herederos de los Schomberg.
Ella espera.
Sólo la separa la cuatromilésima parte de una pulgada; su tamaño es monstruoso en comparación con el de sus pretendientes: es ochenta mil veces más grande que el más débil del millón de menudos seres que la codician. Completamente inmóvil, no hace nada para atraer a sus amantes espermáticos, aunque ellos se abren paso como si ella fuera Salomé quitándose el velo en una danza increíblemente erótica.
Las infinitésimas criaturas que nadan hacia ella realizan una carrera mortal. Como serpientes de agua en un mar primigenio, atraviesan la solución lechosa, azotando sus colas de un lado a otro para proyectarse hacia adelante. Algunos ya la han alcanzado. Forman una melé, luchan como perros rabiosos para conseguir un lugar tan cerca como sea posible de esa pared aparentemente diamantina. Una de esas frenéticas criaturas encuentra un menudo nicho y culebrea su cabeza una vez, una segunda vez, una tercera. Desesperada, lo intenta de nuevo. De pronto, contra toda esperanza, se abre una brecha. Sin vacilar ni un segundo, penetra hacia el interior para acceder a un lugar desconocido del que nunca saldrá.
Luego, como en un cuento de magia, el recién forjado círculo mágico se cierra, y los frustrados pretendientes quedan fuera. Para marchitarse y morir.
El momento de triunfo del conquistador es breve. Ahora se ve encerrado en el interior de un óvulo gigante. Una vez quedan bloqueadas todas las rutas de escape, la matriarca comienza a devorar a su cautivo con total impunidad. Ya ha consumido su cola y su parte central. Con más de medio cuerpo desaparecido, él gasta un último cartucho para salvarse, hinchándose en el interior de ella hasta que la invade totalmente y la pone en peligro. Ya no puede rechazarle: es el protonúcleo masculino.
Después de conquistar a su amada contra tan aplastantes contratiempos, el esperma ha estado a punto de ser canibalizado. En lugar de eso, ha obligado al óvulo a reconocerle, y ahora los dos asumen una identidad común. Forman el cigoto.
Las luchas continúan. La célula se divide y vuelve a dividirse. Lo que resulta es ignominiosamente obligado a entrar en una jeringa, y desde esa plataforma de lanzamiento, es arrojado hacia el oscuro universo. Como una nave espacial perdida en una remota galaxia, gira y gira y gira a la búsqueda de un refugio o de una puerta en un mundo hostil. Los propios cielos se encolerizan y contraen, e intentan expulsar al solitario viajero que ha osado penetrar con una audacia tan descarada e insensata.
El tiempo pasa… quizás una eternidad para esta infinitamente pequeña y extraviada porción de materia. En algún momento de esta interminabilidad, unos cabellos en forma de raicillas se forman en las paredes. Con su ayuda es capaz de implantarse en la mismísima carne del anfitrión. Se aferra ahí, precariamente al principio, luego con más seguridad, ya que el refugio que ha encontrado de pronto parece a la vez seguro e inviolable.
El pretendiente y su amada se unen ahora para lo mejor y para lo peor. Arrojan a un caldero común todos los ingredientes que poseen, la diminuta materia que determinará todo su futuro. Se convierten en una entidad, un embrión, una criatura que todavía es tan conmovedoramente débil que lo cierto es que tan sólo le queda una sola cosa que hacer. Y ésa es crecer.
Mica permanecía de pie en el umbral sosteniendo un paquete envuelto en papel de plata, cintas rojas caían desde un gran lazo que había en lo alto. Una expresión de absoluta sorpresa le cubría la cara.
–¿Así son las habitaciones de hospital en tu país? – Avanzó vacilante hacia Cecil; sus ojos iban de un lado a otro de la habitación, como si previnieran una emboscada.
Cecil rió.
–No, no lo son. Al menos las normales, si es eso lo que me preguntas. Simplemente me han traído aquí… una especie de promoción. Oh, Mica, esto huele bien. Muchas gracias.
Besó a su amiga y comenzó a arrancar el torrente de cintas y el bonito papel de plata.
–¡Un manojo de hierbas aromáticas! Justo lo que necesitaba para traer un poco de vida a este lugar estéril. Creo que debería ponerlo en el antepecho de la ventana, ¿no crees? Que les dé bien el sol.
Dándose cuenta del silencio de Mica, se volvió y extendió los brazos como para abrazar toda la habitación.
–Bueno, ¿qué te parece? Te encuentras en la mejor suite del Centro Médico. La suite Presidencial, o al menos así la llaman las enfermeras. ¡Y en estos momentos se aloja en ella tu compañera de habitación!
Mica sacudió la cabeza, incrédula.
–Da gracias por encontrarte aquí y no en algunos lugares en los que yo he estado enferma. Deben considerarte muy importante para gastar tanto dinero en ti.
Cecil separó un brote de menta y comenzó a masticar una de las hojas.
–¡A mí! – exclamó con desdén-. Personalmente, no les importo un cuerno, pero quieren ESO: y por esa razón debo oír música suave, tomar comida suave, mucha luz, aire fresco, tranquilidad. Lo que ves aquí realmente no es más que un magnífico criadero de reses.
Mica continuó sacudiendo la cabeza. Ella, que era la fortaleza personificada, parecía, por una vez, haber perdido su aplomo.
–En mi país no tenemos estos problemas. Ahí una mujer duerme con un hombre, y por supuesto* ella se queda embarazada en seguida.
Cecil sonrió.
-Embarazada*. Preñada. La primera o segunda vez que lo hacen. Después de eso, tienen que casarse, y luego tienen seis, siete hijos, quizás incluso más si el marido se va de casa y empieza con otra. En mi país, las mujeres no hacen cola en los hospitales, están todas en la iglesia encendiéndole velas a Dios* y rezándole para que no les envíe más hijos.
–Bueno, debo de tener algo de latina, ya que es la primera vez que lo intento. Todo el mundo en este hospital está muy excitado por este asunto.
–¿Quieres decir que…?
–Sí, casi estoy preñada de un mes. Ahora ya están absolutamente seguros. El doctor Sweeney está más hinchado que un pez globo. Les dijo a todo el mundo que lo haría en seis semanas, y nadie le creyó, pero él posee una buena panoplia de nuevas técnicas para intentarlo, y yo he sido su conejillo de Indias.
–¿Y qué hay de nuevo en todo esto? Cada semana sale alguien por televisión que tiene un bebé por otra persona.
–Debe de haber miles de niños FIV y muchas madres sustitutas pero nadie ha hecho lo que Sweeney está intentando conmigo. Su operación constituye un notable avance.
–No comprendo todos estos términos médicos.
–Es muy fácil cuando, cómo yo, te pasas el día oyendo hablar de ello. La FIV es la fertilización in vitro, lo cual quiere decir que ellos crean al bebé en el laboratorio utilizando el huevo de la madre y el esperma del padre. Cuando obtienen un embrión, si es que eso ocurre, lo ponen de nuevo en el interior de la madre. Luego, si no hay rechazo, sigue a eso un proceso de embarazo bastante rutinario. Una sustituta, hasta ahora, de hecho era una mujer contratada por una pareja para ser inseminada artificialmente por el marido. El bebé que lleva es de ellos, pero super-Sweeney dice que yo puedo ser la primera mujer en el mundo que dé a luz un bebé con el cual no tenga la menor relación biológica. Hay otros casos similares de fecundación in vitro programados para la próxima primavera, pero Sweeney tiene la esperanza de que nosotros nos adelantemos. Y ése es el motivo, Mica querida, por el que estoy siendo el centro de tantas atenciones.
–Veo que todo esto no te preocupa demasiado.
–Me han dicho que te puedes acostumbrar a todo -la voz de Cecil adquirió un tono sombrío, y Mica lamentó en ese mismo instante haber dejado escapar esa crítica. Más que nada en el mundo, ella quería ver a su amiga tan alegre como hacía sólo un momento. Cecil Gutman era el centro de la vida de Micaela Quesada Martínez.
Había llegado a Estados Unidos hacía casi cinco años, a pie, y todos, incluso Cecil, habían fracasado a la hora de conseguir que Mica contara algo del país de América Central sin identificar del que había escapado.
–Si nadie sabe de dónde vengo, ¿cómo podrán enviarme de vuelta? – Era la evidente réplica de Mica a cada intento de interrogarla acerca de su país de origen.
A primera vista, la vida que llevaba en Estados Unidos era austera; debido a que estaba ilegalmente, no poseía ningún derecho en su país de adopción. Además, no tenía ni amigos, ni familia, ni amante, y muy escasas posesiones materiales. Mica, además, amaba su casa y su pequeño automóvil y su trabajo. Amaba la comida que compraba en el supermercado y las ropas que ella misma se confeccionaba. Le emocionaba tener una televisión con tantos canales. Estaba asombrada de ver a la gente caminar junto a un policía armado por la calle sin acobardarse. Mica creía que la vida era perfecta. Ni siquiera se había dado cuenta de lo sola que vivía hasta que una tarde atisbo a Cecil Gutman sentada en un banco del parque. Mica jamás había visto a nadie con un aspecto tan encantador ni tan desolado como el de esa chica alta, pelirroja y de piel pálida. Sin vacilar ni un momento, Mica se había llevado a Cecil a su pequeña casa en Oak Cliff y había comenzado a cuidar de ella. Desde entonces Cecil había vivido allí. Era la única amiga de Mica, su único vínculo emocional con su nuevo país.
–¿Cuánto tiempo van a tenerte aquí? – le preguntó a Cecil, dejando que su mirada se deslizara a través de la habitación lujosamente amueblada hasta la ventana.
Sobre el techo del edificio contiguo, algo enorme y gris sobrevolaba como un pájaro amenazador a punto de atravesar el cristal y adentrarse en la habitación en la que se encontraban.
Al ver la asustada mirada de Mica, Cecil dijo:
–No es más que un helicóptero. Todo el día está aterrizando y despegando. Una enfermera me ha dicho que ese edificio pertenece a uno de los hombres más ricos de la ciudad. Gracias a Dios que el cristal aísla del ruido.
–¿Cuánto van a tenerte aquí? – repitió Mica con aspereza.
–¿Puedes creértelo? El sádico del doctor quiere que me quede aquí dos meses más. Ahora que las cosas le van saliendo tan bien, no quiere que haya ningún riesgo de perder al bebé. Parece ser que este tipo de bebés al principio tienen cierta tendencia a desprenderse, de modo que Sweeney dice que tengo que ser perezosa y simplemente quedarme echada aquí hasta que pase el peligro. Entonces, y sólo entonces, el Gran Hombre me pondrá en un avión.
–¿Vas a tener el niño aquí o allá?
Cecil le había hecho la misma pregunta al doctor Sweeney la semana anterior, y él le había salido con una de sus habituales chanzas.
–Nuestros amigos franceses se quedaron sorprendidos cuando se enteraron de que quería pasar una temporada en su encantador país. Una vez les hube convencido de ello, se quedaron bastante complacidos. Si no hay ninguna complicación (y conmigo por aquí, desde luego, no va a haber ninguna), seguiremos adelante y continuaremos nuestro espectáculo en el Hospital Americano de París. Es de lo mejor de Francia, y nuestros amigos de allí estarán encantados. Además, como fui a la universidad con el jefe del departamento de obstetricia, no habrá ningún problema en lo que atañe a mi supervisión «no oficial» del parto. Bueno, ¿qué me dice de una temporadita de diversión en París?
–De hecho, me gustaría estar lo más lejos posible de aquí cuando… cuando… ocurra.
–¿Que sea como un sueño, no?
Cecil le miró sorprendida.
–¿Cómo lo sabe?
Él se encogió de hombros.
–Paso mucho tiempo con mujeres, las oigo expresar sus esperanzas y temores, cosas que no se atreven a contar a nadie. Puede que usted me considere superficial e insensible, pero conozco a las mujeres. Incluso simpatizo con ustedes, encantadoras criaturas.
Demasiado, pensó Cecil en ese momento. Y también sabes demasiado de Cecil Gutman.
-Bueno, ¿dónde? – la voz de Mica irrumpió en su ensueño-. ¿Es que hoy tengo que repetirlo todo dos veces?
–Lo han dispuesto todo para que dé a luz en París.
Al ver la expresión alicaída de su amiga, Cecil la tomó de la mano y se la apretó con fuerza. Permanecieron así por un instante. Mica apenas parecía respirar.
Entonces Cecil se separó y la guió a través de la puerta hacia la habitación adyacente.
–Echa un vistazo a esto, Mica… mi propio salón, con equipo estéreo, televisión, vídeo. Todo lo que tengo que hacer es coger el teléfono y una hora más tarde viene un mensajero con el casete, el libro o el disco que le haya pedido.
–Sí, es muy bonito -dijo Mica-. Mucho mejor que mi casa, supongo.
–Oh, vamos, Mica, parece que hable otra persona por ti. Sabes perfectamente que si un día te hartas de lavar el pelo de los ricos, siempre puedes comenzar a decorar sus casas. Puedes convertir una habitación perfectamente vulgar en un decorado de cine con todo lo que se vende en las subastas de muebles de segunda mano.
–No quiero hablar de mí -dijo Mica, intentando contener una sonrisa de placer-. Dime lo que se siente al estar embarazada. ¿Te gusta?
–Me niego a pensar en ello -dijo Cecil con voz áspera-. No es mi hijo, y no quiero tener que ver más con él que lo estrictamente necesario. En cualquier caso, me quedan dos meses antes de ir a Francia, y he decidido seguir las órdenes del doctor y no hacer nada. No pensar en nada.
–¿Le has dicho a él que vas a Francia?
–¿A él? – Cecil fingió no comprender.
–El de Burdeos.
–Oh. La verdad es que no. Si le escribo, su madre se apoderará de la carta y la romperá. Ya lo hizo una vez. Cuando llegue a Francia, probablemente vaya directamente a Burdeos y… y… me presente en su casa, supongo.
–¿Y qué pasará si él no se alegra de verte? ¿Volverás a derrumbarte?
Cecil rió. No estaba muy segura de sí misma, pero de todos modos la risa era auténtica.
–No puedo. Tengo un trabajo que hacer, ¿no te parece? En cierto modo creo que todo esto me hará bien. Tantas atenciones, quiero decir. La gente que hay por aquí, dejando aparte el doctor, son muy considerados. Deberías ver la cara que ponen algunos cuando entran aquí y ven esta suite. Me toman por una rica heredera.
–¿Quién paga todo esto?
–Esto es lo más divertido. Ni siquiera lo sé. Sandlin está todo el día entrando y saliendo y trayéndome cosas para que las firme, pero nunca responde a mis preguntas. Es tan reservado como tú. Dice que la familia prefiere permanecer anónima, y que, incluso cuando llegue a París, es probable que no tenga contacto directo con ellos. Sweeney estará allí, naturalmente. Lo tiene todo dispuesto para la primera semana de junio.
–Veo que hablas mucho del doctor. ¿No estarás enamorada de él?
–¡Oh, ojalá él te oyera decir eso! Añadiría más combustible a su ya hinchado ego, ¡y la verdad es que te adoraría por haber hecho esa pregunta!
–¿De modo que sólo tú y el doctor estaréis ahí?
–Ojalá pudieras venir.
–A mí también me gustaría.
–Escucha, tengo una idea. Ya que me van a dar todo ese dinero, ¿por qué no te envío un billete una vez esté allí?
-Querida*, no tengo papeles, ni pasaporte. No puedo ir a ninguna parte. Ya es un milagro que haya llegado tan lejos. Y que haya podido quedarme.
–Oh, Mica, lo siento. No lo había pensado. Es sólo que estaré tan sola en París.
–Puede que no. Puede que estés con él.
-¿Eso crees? No dejo de imaginar nuestro encuentro, pero cuando llegue a la parte en la que tengo que explicar que estoy embarazada… y las circunstancias…
–Si entonces me necesitas, recuerda que no puedo acudir -dijo Mica con voz sombría-. ¡No importa lo que ocurra!
Una expresión de intensa aflicción apareció en su cara redonda.
–No hablemos más de eso. ¡Mira! Quiero mostrarte algo.
Cecil sacó un billete de cien dólares del bolsillo de su albornoz de terciopelo que Denise O'Neil le había entregado aquella misma mañana, junto con media docena de trajes de noche.
–Pensaron que necesitaría algún dinero para evitar que me aburriera y que perturbara el equilibrio emocional del niño.
–¿Para gastar en qué? ¿Qué necesitas?
–No necesito nada. Pensé que sería divertido hacer ostentación por una vez en mi vida.
–¿Ahora te gusta el dinero? Antes no te importaba.
–¡Mica, deja por una vez de estar tan seria! Hay una tienda de perfumes en el vestíbulo. Tú y yo vamos a comprarnos un frasco de nuestro perfume favorito. Vamos a fundir estos cien dólares ahora mismo.
Sus grandes ojos violeta resplandecían luminosamente vivos. Mica nunca había visto a Cecil tan hermosa como ahora, con su pelo rojo cayéndole por encima de la felpa de su albornoz azul.
Es feliz. Eso es lo que yo quería, ¿no?
-Muy bien -dijo en voz alta-. Vamos pues. ¿Me darán un frasco grande por cincuenta dólares?
–Probablemente no -suspiró Cecil-. Pero de todos modos será divertido.
–No quiero abrumarte con un montón de complicados términos médicos.
–No lo hagas. Simplemente explícamelo.
–Ya han pasado las fases críticas. Puedes planear descorchar el champán para el uno de junio más o menos.
–Oh, Sam. Éste es el regalo más maravilloso que me han hecho nunca.
–Bueno. Pues vamos a mi hotel y así podrás expresarme plenamente tu agradecimiento.
–Oh, calla. ¿No te das cuenta de que éste es un momento especial?
Para su asombro, ella se echó a llorar.
Era uno de los últimos días hermosos del año, y el doctor Samuel Sweeney y Christine Schomberg estaban sentados en la terraza de uno de los restaurantes más alegres del Bois de Boulogne, bebiendo pernod. Christine acababa de llevar a Sam a realizar una prolija visita al bosque para que viera a los «brasileños», aquellos travestidos de largas piernas y apenas vestidos que habían abandonado las playas de Copacabana e Ipanema por los paseos de este inmenso parque, un territorio más extenso que toda Moncoa. Debido al buen tiempo, los brasileños se mostraban en todo su esplendor, reclinándose sugerentemente contra los árboles en la parte de atrás de sus caravanas con ventanillas convenientemente provistas de cortinas. Sam se había puesto a jadear, fingiendo estar poseído por la lujuria, y Christine le había dado pie para ello con sus sarcasmos. Lo habían pasado bien, y ahí estaba ella ahora, la cabeza casi apoyada en la mesa y el cuerpo estremecido de sollozos.
–Por amor de Dios, Christine, jamás prestes atención a lo que dice un hombre. Basta con ver lo que hace. Un acto vale más que mil palabras, tal como dijo con acierto algún escritorzuelo.
–¿Y qué? – preguntó ella entre sollozos-. ¿Qué intentas decirme?
–Sólo quiero recordarte, muy gentilmente y sólo porque pareces haberlo olvidado, que hice esto por ti, porque me importas mucho.
–Ya lo sé. Y tú también deberías recordar algo. Cuando una mujer llora, no es siempre porque esté triste.
–Entonces, y contrariamente a lo que parece, ¿es éste un momento de alegría?
–De felicidad, más bien. Uno de los momentos más felices de toda mi vida.
–Brindaré por ello. Garçon, encore deux pastis, s'il vous plait!
–Deberías hacer esto en Saint-Tropez -dijo Christine, alzando su cara surcada de lágrimas-. Nadie bebe pernod en París.
–Entonces también beberemos en Saint-Tropez. Tenemos muchas otras cosas que celebrar juntos.
Christine emitió un último hipo de origen lacrimógeno, se sonó con el pañuelo de Sam y comenzó a beber pernod con ganas.
–Tienes razón. Quizá podrías proporcionarme otro bebé el año que viene.
–Así que ahora quieres dos, ¿no es eso? Supongo que planeas tener a esa pobre chica trabajando para ti un año sí y otro no.
–¿Por qué no? Si le pagamos lo suficiente…
–Siento decirte que este asunto sólo puede llevarse a cabo una vez. En cualquier caso, no se debe tentar la cólera de los dioses. ¿No querrás que te persigan por el cielo con sus fieros rayos, o sí?
Aún tenía los ojos húmedos de las recientes lágrimas, pero se las arregló para esbozar una triste sonrisa.
–No puedo responderte a eso. No hasta que la tenga en mis brazos.
–¿La tenga? Creía que era un Schomberg lo que deseabas.
–Quiero un bebé, Sam. No me importan ni el apellido ni el sexo. Sé que soy una salvaje y que estoy un poco loca, pero adoro a los niños. En este momento soy tan feliz como si me acabaras de anunciar que soy yo la que está embarazada. Por favor. Háblame del tema.
–Bueno, tenemos un embrión que cuesta una impresionante suma de dinero y que costará mucho más cuando se convierta en un bebé y vaya a alojarse en tu chalet o en tu castillo o mansión o donde sea que los Schomberg pasen su tiempo. La semana pasada le hice un sonograma, ¿y te imaginas lo que descubrí?
–Nada irá mal, ¿no es cierto? – Christine le miró absolutamente afligida, y Sam se arrepintió de su pequeña broma.
–No, todo va bien. Simplemente que lleva un pan debajo del brazo. Eso es, de hecho, lo primero que observé.
–Oh, yo creía que todos los americanos nacían iguales.
–¡Y un cuerno!
–¿Por qué tan vehemente, cariño?
–Porque el hijo que vas a tener está lo más alejado posible del concepto de igualdad. Cualquier fertilización lo está, pero la tuya mucho más. Si consideramos que el esperma es potencialmente la mitad de un ser humano, entonces cada vez que intentas concebir un hijo, o simplemente cuando haces el amor, existen doscientos cincuenta millones de fragmentos de vida que se deshidratan sobre las sábanas. ¿Sabes cuán pro-derecho a la vida son los americanos?
–Sí, eso es algo muy americano.
–Son antiabortistas, gente que se manifiesta en la calle en favor de los embriones, el 25 % de los cuales, de todos modos, son abortados espontáneamente, por no hablar de los que perecen en el nacimiento o inmediatamente después.
–También tenemos por aquí esa gente. ¿Y qué? ¿Estás intentando convencerme de que la naturaleza es muy pródiga? ¿Que es cómo esa gente que se compra una docena de bufandas en Hermes y deja la mitad de la comida en el plato en Maxim's?
-Siempre la pequeña snob. No, veo la naturaleza más como una fábrica de coches con una línea de montaje estropeada, que manufactura billones de productos que nadie quiere.
–Y aún así, tú, de entre todas las personas, luchas por santificar la vida humana.
–¿Yo? Nunca me comprenderás, encanto. Todas estas barreras culturales impiden que nos comuniquemos, excepto entre sábanas de satén. Por eso somos tan compatibles. En mi opinión, un feto que no sirve, simplemente, aguarda en la gran sala de espera de la vida a que se le llame para que preste servicio en un momento más propicio.
–Dime entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por dinero? ¿Para que tu rostro irlandés como el de Kennedy salga en los periódicos? ¿O es porque deseas tener poder sobre todas las mujeres desesperadas como yo? Dímelo.
Sam se reclinó en su silla y le sonrió, irritándola con su silencio. El sol de la tarde había formado un glorioso halo alrededor de sus cabellos rojizos, y sus ojos relucían como piedras airadas y aceradamente cortadas.
–¿O es que tú mismo no lo sabes? ¿Tengo razón? – preguntó Christine después de un minuto. Estaba enojada. Sam la asió de la mano, y cuando la tocó sintió una ligera conmoción. Hubiera jurado que una chispa había saltado justo por encima de sus manos unidas.
–¿Has visto eso?
–¿El qué? – Ella todavía fingía estar enfadada con él.
–Ese resplandor de electricidad. Eso es lo que hago… prender la chispa que trae una persona a la vida. Y cada vez que lo hago, me inspira al mismo tiempo horror y admiración.
–De nuevo te burlas de mí.
–No. Te estoy diciendo la verdad. Por una vez.
Christine estudió su atractivo rostro irlandés para ver qué podía leer en él.
–Es algo grandioso. Cuando eso ocurre yo tengo también la sensación de un deslumbramiento. – Desvió la mirada hacia los lejanos árboles, y sus pronunciados rasgos parecieron volverse más duros, como si se deshiciera de una fachada de superficialidad que le era necesaria en su vida cotidiana.
–Nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho por mí, Sam, lo que me has dado. No te rías de mí por decirte esto. Para mí eres como un dios. Posees unos conocimientos mágicos y la capacidad de utilizarlos. Pero no nos comprendes; no sabes lo que es vivir en una capa social donde la gente es demasiado perezosa y demasiado rica. Me sentiría mucho más segura si fuera yo la que llevara el bebé en mi seno en lugar de esa chica que has embrujado en Tejas.
–¿Por qué, por amor de Dios? – Era el turno de Sam para quedarse asombrado-. Le di el visto bueno a la chica. Hará un buen trabajo. De todos modos, ¿qué otra cosa podías hacer?
–Nada -replicó Christine con severidad-. Sam, escucha, nunca he hablado de esto antes, pero… esta… familia, los Schomberg. No sé cómo hacerte comprender la clase de gente que son. No puedes ni imaginártelo, viniendo de un país distinto, de un país de cowboys.
-Se sabe que los cowboys perdían los estribos y mataban a una docena de personas antes de desayunar -dijo Sam secamente-. ¿Qué pasa en el interior de esa hermosa cabecita roja que tienes? Estás jugando a ser una ansiosa futura madre, imaginando algún destino terrorífico y totalmente improbable para tu bebé.
–¡Basta de tanta condescendencia! – le soltó Christine-. Oh, Sam, lo siento, pero no puedo controlar mi miedo. Tengo la sensación… constantemente… de que algo va a suceder.
–¿Sucederle a quién?
–A mí. A ti. A esa chica, Cecil Gutman. O peor aún… -En esta ocasión, su voz también titubeó-. A… mi hijo.
Christine Schomberg, la muchacha más amante de la diversión en toda Europa, no reía en esos momentos.
Sin ser una cosa, ni tampoco un feto, el embrión flota en el interior de una bolsa oscura y sellada. Con un hocico tan grande como el de un cerdito y la piel sin nada de pelo y de un rosa porcino brillante, es todo lo que se quiera, menos humano.
En su cabeza informe comienzan a formarse las orejas no más grandes que partículas de polvo. En el interior de su boca comienza a brotar la lengua.
Pequeños capullos como tumores aparecen sobre su tallo casi sin forma. Alimentándose vorazmente de su anfitrión, crecerán hasta convertirse en brazos, piernas, una tiroides, un hígado, un par de pulmones. Por el momento, de todos modos, no son nada.
Entre las piernas que aún brotan, se ha formado una protuberancia. No hay ninguna sensación de placer, ni de ningún tipo. El embrión no siente nada; no reacciona a nada ni dentro ni fuera del cuerpo.
La cabeza se mueve ahora al azar. Casi se podría comparar con una cola doblada de reptil.
No más grande que la punta de un alfiler, el corazón late.
Tan menudo y carente de entendimiento como el embrión de un jabalí, de un gato, de un ratón, esa cosa flota y crece. Y crece.
Debido a que su padre jamás había mostrado el más ligero interés hacia él, Frederick había aprendido desde edad muy temprana a reprimir todos los deseos y frustraciones personales que experimentaba, y también a domeñar el lado más oscuro de su personalidad. Por esta razón conservaba ese aire de inocencia juvenil que tanto cautivara a Christine de la Rouvay el día que le conoció. Con Christine, Frederick bajaba la guardia tanto como era capaz; le revelaba algunas de sus necesidades más ocultas, y ella, a su vez, le tranquilizaba y le confortaba. Además, Christine recibía mucho de esa relación, mucho, es decir, aparte de la seguridad financiera y un estatus social que venían incorporados con el matrimonio. Christine sabía que era y seria la única mujer importante en la vida de Frederick, y este sentimiento de ser una persona única, de haber sido elegida entre muchas contendientes, le otorgaba una gran satisfacción personal. Le hacía sentir lo que su familia siempre le había dicho: que sería una reina.
El problema era que Frederick rara vez estaba en casa. Pasaba los días en las fábricas y oficinas de la compañía, y las noches en limusinas, cabinas de aviones y suites de hotel. Lo más asombroso para Christine era que su marido, que era un genio a la hora de organizar un imperio a partir de ciento veinte compañías distintas, era incapaz de poner orden en su vida personal. Ella creía que iba a ser fácil moverse a través de mundos diferentes, hacer juegos malabares con su marido, sus amantes y su carrera.
Christine había recibido la fábrica de vidrio de Luneville como regalo de bodas de Frederick. Su primera iniciativa después de hacerse cargo del negocio fue contratar a un director comercial, un joven estirado, al que envió al extranjero para hacer prospección de nuevos mercados. Cuando aquél regresó de Nueva York con una cartera repleta de pedidos, Christine amplió y modernizó la fábrica y empleó a unos cien nuevos trabajadores. Sin dejar de mantener la línea tradicional de Cyril de lámparas y jarrones pâte de verre, también introdujo las esculturas, los frascos de perfume para las tiendas de baute couture y modernas instalaciones de vidrio para cuartos de baño, cocinas, patios y suites para ejecutivos. En el segundo año de su reinado en Luneville, la colección christine schomberg fue lanzada internacionalmente mediante una importante campaña publicitaria. En el curso del tercer año, los artículos de cristalería daban beneficios por primera vez en la historia. Al cuarto año, Christine había comenzado a acumular una fortuna propia. Ahora no pasaba más de dos días a la semana en el este de Francia; el resto del tiempo trabajaba en París, dedicándose al diseño y al marketing. También mantenía una intensa vida social, le daba a su marido, de quien todavía estaba enamorada, todo el tiempo que él deseaba, y distraía su ocio con amantes de diversas nacionalidades.
Aun cuando procedían de ambientes distintos, todos los hombres de Christine estaban dotados de las mismas cualidades que originalmente habían despertado su interés por Frederick Schomberg: un encanto juvenil y casi inocente, que camuflaba su dureza diamantina en lo más hondo y una implacable obsesión por su profesión e intereses. En compañía de Christine, estos hombres básicamente fríos veían despertar en ellos pasiones hasta entonces desconocidas y singulares. Ellos siempre se enamoraban. Ella nunca. Christine era feliz en su matrimonio, de una manera que había funcionado perfectamente en Francia durante siglos. Disfrutaba con su trabajo y con su posición social y no veía nada inmoral ni hipócrita en serle infiel a su marido, siempre y cuando fuera para él una buena esposa. Lo único que faltaba en la vida de Christine Schomberg era un hijo.
En su afán por concebir, Christine había acudido a los especialistas más caros y a los enormes y mugrientos hospitales públicos de París, y finalmente a una serie de clínicas en Suiza ya como última esperanza. Fue en una de ellas donde oyó hablar por primera vez del doctor Samuel Sweeney.
–Ya sabes, uno de esos terribles tejanos como J. R., locos por el vino, las mujeres y el juego. Demasiado escabroso para nosotros, chérie, pero es tan encantador. Desconfía si te quedas a solas con él. Y aun con todo, si realmente quieres tener un hijo, él es la persona a quien debes acudir.
Christine le contó todo esto a Frederick de una manera considerablemente más diplomática. En primer lugar, su ego masculino ya estaba bastante lastimado por lo que consideraba una seria carencia en su persona y, segundo, podía haberse pasado muy bien sin un hijo. De todos modos, quería complacer a su mujer, y a su madre, de modo que con el tiempo no sólo consintió en financiar los complicados métodos que le había esbozado Christine, sino que estoicamente también sometió su propio cuerpo a las muchas indignidades físicas requeridas.
Bayard, que tenía la costumbre de espiar a los miembros de su familia, se enteró de estos planes y se alegró en secreto. De modo que su querido hermano era prácticamente impotente, y su mujer tampoco era material de primera. Probablemente la muy zorra se había hecho practicar más de un aborto, y ése era el precio que había que pagar ahora. Al día siguiente, Bayard acudió a una biblioteca pública para informarse de lo que era la fecundación in vitro. Concluyó que ni Frederick ni Christine -en vista de sus problemas físicos- tenían la menor probabilidad de éxito. Y si su plan no funcionaba, y ahora estaba seguro de que no iba a funcionar, entonces Rita haría que Frederick se liberara de esa pequeña advenediza católica. Y mientras tanto, como precaución extra, él mismo se inmiscuyó en aquel asunto, y contrató a un detective privado para que siguiera a Christine.
Un mes más tarde, Bayard estaba estremecido y al tiempo asqueado por todo lo que había llegado a saber. La muy puerca no perdía el tiempo. Además de todos los pintores, escritores y músicos que había ido coleccionando en diversas capitales europeas, Christine aparecía en bailes de caridad, partidas de póquer privadas y antros árabes con su propio especialista en fertilidad. Tampoco hacía el menor esfuerzo por ocultar la naturaleza de sus relaciones. ¡Era algo atroz! Christine era un verdadero demonio, una mujer de pies alados que sobrevolaba los lugares que él mismo tendría miedo de pisar. ¿Pero para qué había que preocupar a la pobre y enferma Rita con estas historias? Muy pronto esa zorra saldría de su casa y regresaría a la calle, su verdadero hogar.
Una fantasía ocupaba un lugar cada vez más importante en la mente de Bayard. Si algo le sucedía a Frederick (generalmente solía pasar por alto esta primera parte de su fantasía, ya que era tan improbable que algo pudiera ocurrirle a su saludable y joven hermano), entonces él, el heredero superviviente, quedaría al frente de los negocios de los Schomberg. Ahora, mientras tomaba un cóctel en un gran hotel parisino en la avenida de Jorge V, Bayard veía de pronto cómo Rita le confería el poder de todas sus acciones; veía cómo la propia Rita ponía al idiota de su primo Xavier al frente de la compañía por él. Por muy mal que Xavier manejara la compañía, habría el dinero suficiente como para que pudiera continuar con su dieta de champán, carreras de caballos y cerraduras y llaves por el resto de sus días. Podría llevar a la pequeña Rita a hacer largos y lujosos cruceros mientras todavía fuera capaz de viajar. Tendría toda su atención, debido a que el hijo a quien amaba más que al primogénito habría desaparecido, se habría esfumado de la faz de la tierra…
En este punto, Bayard comenzó a temblar. Derramó casi la mitad de su cóctel sobre la pechera de su camisa de seda amarilla. Había olvidado cómo y por qué iba a desaparecer Frederick. No importaba. Ya estaba hecho, ¿o no? Él, Bayard, iba a convertirse en el jefe de la familia y en el guardián del destino de Rita. Era un multimillonario al que nadie tenía que decirle si derrochaba o no el dinero de los Schomberg.
Hizo señas al camarero para que le trajera otra copa y saludó a varios conocidos que estaban al otro lado de la sala simplemente para indicar lo feliz que se encontraba, para probar que era un hombre sans ennuis.
Su agradable fantasía resultaría difícil de convertirse en realidad, naturalmente, si esa pequeña pelirroja cazadora de fortunas conseguía tener un hijo. Pero jamás lo conseguiría. De eso estaba seguro Bayard. Ella y ese idiota de médico tejano nunca lo conseguirían, y si, por algún increíble milagro, fuera de otro modo, entonces Bayard Schomberg, uno de los hombres más inteligentes e influyentes del mundo, se encargaría de que esa cosa monstruosa jamás pudiera ver la luz del día. Era muy capaz de hacerlo. Era tan fácil. Un embrión, un feto, ¿qué oportunidades puede tener contra un adulto? ¿Contra un hombre fuerte, brillante, imaginativo, la persona más celebrada de París y Deauville?
Bayard pensó en eso durante un rato y luego comenzó a reír. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se desternillaba de la alegría que eso le producía. Era demasiado placentero para poder expresarlo en palabras.
Todavía al borde del ataque de risa se levantó de su mesa y se adentró en el vestíbulo brillantemente iluminado tratando de localizar un teléfono. Ahora podía dar un pequeño paso hacia la realización de su sueño.
Bayard pidió por el número de la fábrica de herramientas de jardinería, en Normandia, el lugar en el que su primo había sido exiliado injustamente por su hermano.
–¿Xavier? Soy Bayard. Me preguntaba si podrías venir a la ciudad el viernes.
–¿Para qué? Estoy colapsado de trabajo con los pedidos de primavera. ¿Es que Rita está peor?
–No, nuestra pequeña mascota aguanta valientemente. Está como siempre, encantadora, no ha dado ningún problema. De hecho te llamo porque quiero invitarte a almorzar. En el Boeuf sur le Toit.
–Ahorra tus francos, Bayard. No te daré ningún préstamo sea cual sea la historia que te inventes esta vez.
–Querido primo, me hieres con tu mente eternamente suspicaz. Pronto no necesitaré más préstamos. Nunca más. Tengo algo que tratar contigo, pero no quiero que le digas ni una palabra a Edith-Ann.
–¿Y por qué no me das alguna pista sobre qué se trata?
–Te lo explicaré el jueves. ¿Digamos a la una? Tengo una proposición de negocios que hacerte, mon cher, y me parece que la encontrarás demasiado buena como para rechazarla. Por el momento, de todos modos, que quede estrictamente entre tú y yo.
–Muy bien -replicó taciturno Xavier-. El jueves a la una. Pero si resulta que es otro truco para sacarme un préstamo, Bayard, te garantizo que te quedarás sin postre.
–¿Por qué?
–Porque te retorceré tu cuello gordinflón antes de que lleguemos al segundo plato.
Durante algún tiempo, ha sido una cosa rudimentaria, casi monstruosa. Su cara es todavía amorfa, con unos ojos que, si pudieran ver, lo harían desde los lados de su enorme cabeza. Dos fosas nasales bien separadas flotan sobre un hocico. Afuncionales, sus orejas como botones están muy bajas, casi en el cuello, mientras que un corazón de desmedido tamaño se halla casi a la altura de la boca. Una piel sutil y traslúcida le recubre el cuerpo.
De pronto, tiene lugar un cambio drástico. Los ojos se desplazan hacia adelante para tomar una posición permanente a ambos lados de la nariz. Sobre sus brazos como tocones, estallan diez protuberancias infinitesimales, los primitivos dedos. La cloaca ya no es como la de un pájaro. El saco de la yema, hasta ese momento la fuente nutritiva del embrión, se encoge y cuelga inútil bajo el amnión.
El crecimiento es prodigioso: de la cabeza al trasero, ¡el embrión ya casi mide un centímetro! Ha pasado de parecer un pez a parecer un mono. Sus branquias casi se han cerrado, pero la mandíbula superior sobresale de modo grotesco. Su boca es una ranura. Con su cara de simio y un cuerpo sin forma, podría ser un pequeño mono. No hay manera de distinguirlo.
Sólo una cosa diferencia ahora a este embrión del de otros primates, y es aún algo latente. Esta porción de materia todavía insignificante posee todo el potencial necesario para convertirse en un ser humano.
El avión llegó al aeropuerto Charles de Gaulle a una hora muy temprana de la mañana. Medio dormida, Cecil atravesó el control de pasaportes y luego fue a parar a lo que parecía un puente móvil encajado dentro de un tubo de plástico transparente. Fue transportada sin el menor ruido a través de un vestíbulo enorme y acristalado, atravesado en todas direcciones por otros puentes que transportaban a otros agotados pasajeros.
Ratas de laboratorio, pensó Cecil. No somos más que ratas de laboratorio que intervienen en algún experimento inútil, un grupo que viaja hacia arriba todo el día y otro que va hacia abajo para que algún frío científico pueda diseccionarnos.
Cecil comenzó entonces a correr sobre aquella estera de goma, desesperada por salir fuera. Emergió al nivel del suelo en otro vestíbulo lleno de africanos vestidos con túnicas de vivos colores y cabezas cubiertas por un pañuelo, un grupo de hombres de negocios japoneses, familias indias de mirada ascética, francesas enfundadas en pieles, inglesas que lucían unos trapos de lo más chic; todos ellos mostraban la expresión vagamente confusa de las personas que han aterrizado procedentes de algún confuso planeta y que se preocupan por el nivel de oxígeno que habrá en el exterior del edificio.
Cecil recogió su equipaje, consistente en una bolsa de tela de tamaño medio. Ni la maleta ni Cecil habían despertado el menor interés del oficial de aduanas antillano, reclinado y adormilado tras su mostrador. Más allá de la entrada, se topó con un joven alto y de mirada inteligente que vestía un impecable uniforme azul marino y una gorra con visera.
–¿La señorita Gutman?
–¿Sí?
–Soy René. Deje que le lleve la bolsa. Voy a conducirla a su hotel.
–Oh, no me lo esperaba… Nadie me dijo nada.
Cecil se sentía casi como una actriz que llega a París para el estreno de una película. ¡Había venido a esperarla un chófer! Era estúpido impresionarse por eso, pero no podía evitar un sentimiento de júbilo.
–Por aquí las cosas con frecuencia se hacen en el último minuto -replicó René ofreciéndole una abierta y amistosa sonrisa. Ya la guiaba hacia los ascensores-. Se acostumbrará a esto.
Las puertas de metal se abrieron directamente a un aparcamiento débilmente iluminado. René caminaba ligeramente por delante de ella, llevaba la bolsa de tela y la guiaba. Había un olor volátil y asfixiante que la estaba mareando. Dio media docena de pasos y se detuvo para apoyarse contra un pilar de cemento.
–¿Se encuentra mal, señorita?
–Estaré bien en un momento. Debe de ser el jet-lag. El vuelo desde Dallas ha sido muy largo. De verdad, me encuentro bien.
Normalmente se encontraba bien. El personal del doctor Sweeney había expresado una admiración sin límites por la manera en que ella llevaba el embarazo. Incluso Jeff Sandlin procuraba atribuirse algún mérito, congratulándose (cuando no había nadie que le felicitara) por haberla escogido a ella entre tantas otras candidatas.
–No te inquietes, encanto, todo va según los deseos del doctor Sam -le dijo Estelle, la enfermera jefe, en su segundo mes de embarazo, cuando Cecil estaba prácticamente frenética por abandonar el hospital-. Dentro de poco estarás jugando al fútbol. Sólo tienes que esperar un poco. Ya verás.
Cecil ni siquiera había sufrido mareos matutinos, a excepción de unas pocas molestias que se le aliviaron fácilmente con una taza de té y unas pastas. Y lo mejor era que sus sentimientos de angustia, las tormentas de amarga infelicidad y desesperación, habían desaparecido como por arte de magia, dejándola en un estado de optimismo y llena de energía. Su buena salud, naturalmente, hizo que su estancia en el hospital se le hiciera más cuesta arriba. Pasaba los días leyendo, mirando películas, tomando baños de sol en el jardín, charlando con Mica y las enfermeras, incluso esbozando su futura tesis doctoral.
–Siempre ocurre igual -le había dicho Sam muy alegre-. Me llega una paciente con una fuerte depresión, y luego, una vez está ya embarazada, se siente estupendamente. Sí, ya lo sé, veo cómo se despierta su cólera feminista, de modo que permítame que se lo explique claramente… casi todo es físico. Las hormonas que han estado fuera de circulación durante años de pronto comienzan a circular de nuevo de un lado para otro, y la mujer recibe un fuerte y totalmente inesperado soplo de euforia.
Cecil tuvo que admitir que no se había sentido mejor desde la muerte de su abuela. Y por supuesto desde el día en que Serge le dijera que regresaba a Burdeos debido a que su madre había amenazado con suicidarse si llevaba a casa a una desconocida norteamericana como esposa. Marchándose aquella misma tarde, él le aseguró que «regresaría», que le escribiría, que mandaría a buscarla, que seguirían en contacto, que la llamaría… Toda esa mierda.
Y aun cuando Sam le había sometido a una estricta dieta, ella y Mica habían conseguido escabullirse hasta el drugstore del hospital casi cada tarde para comprar cajas de chocolatinas inglesas, que consumían mientras miraban vídeos en su sala de estar. De manera asombrosa, no había ganado mucho peso: sólo dos o tres kilos. Mica había engordado ocho. Cecil estaba antes tan delgada que el peso extra de ahora no había sino rellenado su cara y su figura, confiriéndole un aspecto más saludable y hermoso. Nadie podía darse cuenta de que estaba embarazada. Mientras cruzaban el Atlántico, un ex alumno de Yale había intentado convencerla de que la vista más excitante de París se contemplaba desde la ventana de la habitación de su hotel. O al menos desde la cama que había junto a su ventana.
Quizá podría dedicarme a esto en el futuro, pensaba Cecil con ironía. Un bebé al año, todos los gastos pagados y además treinta mil dólares. Es mejor que la enseñanza.
René le abrió la puerta de la limusina Mercedes de color negro y Cecil se aposentó en el blando cuero del asiento de atrás con un suspiro de alivio. Luego debió de quedarse dormida, ya que lo siguiente que vio fue que se encontraban en la autoroute y que ya podía ver los primeros e inhospitalarios edificios de apartamentos que se recortaban contra el sucio cielo de diciembre.
A medida que se adentraban en el centro de París, nada de lo que Cecil vio modificó su primera impresión de hallarse en un entorno gris y sombrío: la Ciudad de la Luz era mucho más apagada que en sus sueños. Naturalmente, sabía que había glorificado tanto París que nunca podía llegar a cumplir sus expectativas. Había otorgado a cada café que había en la acera y a cada castaño en flor la incandescencia de su amor por Serge. Ahora, las sillas y las mesas de hierro forjado de los cafés se apilaban a un lado debido al clima invernal, y los árboles, podados y penosamente desnudos, parecían unos símbolos casi perfectos de su imposible amor.
A pesar de que René, procurando complacerla, había dado un rodeo para enseñarle el Arco del Triunfo y el obelisco de la Concorde, débilmente visible al otro extremo de los imponentes Campos Elíseos, Cecil no experimentó ninguna emoción, sino sólo una sensación de déjà vu, como si esos lugares míticos fueran sólo decorados de un musical de Hollywood o las engatusadoras fotos en una revista de viajes. Hileras de luces colgaban a todo lo largo de la Avenida Jorge V, delante del hotel. Brillando débilmente, a través del agua nieve gris de la mañana, sólo servían para recordarle que -si no ocurría ningún milagro- pasaría las Navidades en París sola.
Después de decirle adiós a René, que rehusó una propina y educadamente rechazó identificar a las personas para quienes trabajaba, Cecil se adentró en el hotel y fue conducida escaleras arriba, hasta una habitación grande y lujosamente amueblada. Tenía dos cosas que hacer en París, y, mientras deshacía el equipaje, intentaba decidir cuál sería la primera. Aunque la fatiga pudo más. Se tendió en la cama y se dejó ir en un sueño profundo e inquieto.
Se despertó con la inconfundible impresión de que había alguien en la habitación, aunque no tuviera la menor idea de en qué habitación se encontraba, ni dónde estaba emplazada. Estaba oscuro, y sólo podía discernir una vaga forma que se movía a hurtadillas hacia ella.
–¿Quién está ahí? – preguntó de inmediato, incorporándose y llevando las piernas a un lado de la cama, dispuesta a echar a correr.
–¡Oh! Lo siento, Mademoiselle. Creí que la habitación estaba vacía. Entré para hacer la cama.
Cecil meneó la cabeza, procurando despertarse.
–¿Por qué… por qué está tan oscuro aquí dentro?
–Es invierno, Mademoiselle. Y hay aguanieve. Parece como si hiciera meses que no se ve el sol.
–¿Qué hora es?
–Las cinco en punto, Mademoiselle. ¿Quiere que vuelva más tarde?
–¡Las cinco! Entonces hace casi siete horas que duermo.
–¿Quiere que le traiga algo?
–No, no se preocupe.
La sombría figura se deslizó hacia el pasillo, y sólo después de que se marchara se dio cuenta Cecil de que había estado hablando todo el rato en la oscuridad. No había visto la cara de la mujer. ¿Había sido la camarera o quizás una ladrona, una rat d'hótel? Cecil recordó lo despacio que se había movido hacia ella al despertar, y que su voz había sido suave y educada, en absoluto la voz de una camarera. Cecil alejó de sí la sensación de que siempre le ocurrían cosas fuera de lo normal. Se encontraba en un país extranjero y no podía esperar comprender las costumbres locales. Alumbró la lámpara que había al lado de su cama. Era asombroso haber dormido tanto. Otro día perdido de su vida. Había habido tantos.
Por un momento consideró salir a comer una hamburguesa, aunque luego se dio cuenta de que podía pedir lo que se le antojara al servicio de habitaciones y hacer que se lo anotaran en su cuenta. ¡Lo que se le antojara! Era la primera noche que estaba en París, ¿o no? ¿Por qué tenía que caminar entre el frío y el aguanieve para acabar en un restaurante barato?
Cecil estudió el menú del hotel y luego pidió por teléfono caviar, blinis, salmón ahumado noruego, lionesas cubiertas de chocolate y media botella de Dom Perignon. ¡Si Sam se entera! Mientras esperaba, indolentemente sumó el precio de los platos que había pedido y luego lo tradujo en dólares. Se quedó con la boca abierta cuando vio la cifra. Se preguntó qué ocurriría cuando llegara la factura. ¿La llamaría Jeff Sandlin para quejarse? ¿O acaso una comida de ese precio les parecería perfectamente normal a esas personas? Quizá ni siquiera llegara a ver ni a oír hablar de la factura; la pagaría algún empleado indiferente que ni siquiera sabría quién se lo había comido y a quien tampoco le importaría.
¡En qué mundo tan extraño se había metido! Ella, que despreciaba el dinero y que le había dicho a Jeff Sandlin que se quedase con él sólo por el placer de ponerle en su sitio, ahora se encontraba en una habitación decorada de satenes y tapicerías, y le estaba tomando gusto a alojarse en un hotel de lujo. Era divertido echarse en la cama y esperar a que te trajeran champán mientras una tormenta gélida rugía en el exterior.
¿Por qué habría de sentirse culpable? ¿Era su hijo y estaba en su interior, o no? Disfruta lo que puedas mientras dure, se recordó a sí misma. Era una erudita que ahora se dedicaría a observar el hasta entonces desconocido estilo de vida de los supermillonarios.
Una vez hubo acabado con el último de los pecaminosamente deliciosos profiteroles, Cecil descolgó el teléfono. Todavía vacilaba acerca de qué llamada hacer, y vio con irritación que le temblaba la mano. Finalmente siguió el camino más fácil y llamó a Dimitri.
–¡Cecil! ¿Cecil Gutman? No puedo creer que estés en París. ¿Está contigo Serge?
–No… no está conmigo. Ya te hablaré de Serge cuando nos veamos, Dim.
–¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
–Bueno, la verdad es que no lo sé. Probablemente vaya a Burdeos dentro de un día o dos.
–¿Entonces vas a ir a verle?
–Sí… Mira, ¿podemos vernos?
-Mais oui, mais oui! Cuanto antes mejor. ¿Quieres que venga a París y te enseñe las vistas… el Lido, el Moulin Rouge, la Opera? No soy muy rico, pero ya encontraremos algo que me pueda permitir.
–No te preocupes, yo tengo mucho dinero, y de todos modos no quiero ir a ninguno de esos lugares.
Dimitri lanzó una carcajada explosiva.
–¿Qué ha pasado? Debes de haber conseguido un trabajo estupendo después de tu graduación.
–Ya lo creo. Un trabajo increíble.
–Bueno… cuéntamelo. ¡Me muero de curiosidad!
–Deja que primero te pregunte una cosa, Dim. ¿Has visto a Serge últimamente?
-Naturellement. Los dos únicos rusos que estudiaron en la Universidad de Illinois tienen que verse de vez en cuando, ¿no crees? La verdad es que Serge no es un ruski auténtico… no es como yo. Veamos. Serge y yo cenamos juntos en París… debió de ser en octubre. ¿No te lo mencionó en alguna de sus cartas?
–Eso es lo que quería contarte, Dim. Serge y yo estamos… un poco distanciados. Hace más de un año que no me ha escrito ni llamado.
–¡Qué! ¡No me lo creo! Si hace sólo dos meses Serge me contó que estabas enfrascada en algunos asuntos en Tejas y que después ibais a casaros. Creía que me llamabas para invitarme a la boda.
Cecil sonrió débilmente. Se dio cuenta que asía el auricular con tanta fuerza que le dolía la mano.
–¿De modo que te hizo creer que estábamos prometidos?
–Ya te digo, Serge hablaba de ti constantemente. Los dos sois mis mejores amigos, y me encanta oír hablar de tus excelentes cualidades, Cici, pero Serge era tan insistente que incluso llegó a fastidiarme. Debe de tratarse de un malentendido entre vosotros. Una pelea de amantes.
–Dim… una de las razones por las que te he llamado… quería pedirte una cosa… ¿Podrías venir conmigo? A ver a Serge, quiero decir. Este encuentro me pone muy nerviosa. Si tú estuvieras allí, sería como en los viejos tiempos… los tres juntos y bromeando de nuevo.
–Nada en el mundo me gustaría más, Cici, y hubiera aprovechado la oportunidad si hubieras venido una semana antes, pero ahora debo comenzar mi servicio militar. ¿Puedes creerlo? Tengo el equipaje hecho y estoy esperando saber dónde me mandan.
–¡Oh, no! – dijo Cecil consternada-. ¿Quieres decir que vas a entrar en el ejército francés?
–Bueno, desde luego no en el soviético. Lo que ocurre es que tampoco es el francés. Mi querida madre llamó a Asuntos Exteriores y charló con unos viejos amigos, y voy a ir a Moscú. Se me ha asignado a la Oficina Cultural de allí. Pueden llamarme en cualquier momento, aunque no creo que lo hagan hasta dentro de una semana o dos.
Cecil sintió todo el peso del desánimo. Había contado con el apoyo de Dimitri para el viaje a Burdeos, y ahora se enteraba de que estaría lejos, en un lugar del todo inaccesible. Estaría verdaderamente sola. Tal como Mica se lo había anunciado.
–Escucha, Cici -siguió diciendo Dimitri-, ¿por qué no vienes a ver dónde vivo? Es un lugar antiguo y maravilloso, antes era un castillo, aunque ahora es una ruina. Está lleno de disidentes y de excéntricos como yo. Y sólo hay un corto paseo hasta el cementerio ruso de Sainte-Geneviève-des-Bois.
–Me encantará, Dim. No mañana, pero sí quizá pasado.
–¡Estupendo! Déjame que te explique cómo se llega en tren. Te esperaré en la estación, naturalmente.
–Preferiría ir en taxi.
–¿En taxi? Cecil, no puedo creer que seas tú la que esté hablando. Te costará 30 o 40 dólares llegar hasta aquí.
–Sólo voy a estar en París unos días. Deja que derroche mi dinero sin discutir, ¿de acuerdo?
-Mon dieu! ¿Y cuál es ese trabajo que haces?
Cecil intentó una explicación.
–Estoy haciendo un estudio confidencial para… una familia francesa muy rica.
–¿Y cuál es ese estudio? Quizá pueda echarte una mano antes de irme.
–Eso es lo malo. No se me permite revelar nada hasta que haya acabado el trabajo.
–¿No estarás trabajando para la DST?
–¿Qué es eso?
–Nuestra muy querida CIA.
Cecil soltó una carcajada.
–Ojalá. Probablemente sería más fácil que lo que estoy haciendo. ¿Puedo traer un poco de champán cuando vaya a verte?
–¡Qué! Esto es una comunidad religiosa. Un ex monasterio.
–Aunque creo que es más ex que monasterio, ¿me equivoco?
–¡Eres clarividente!
–¿Entonces qué quieres?
–Ya te he dicho que nuestra ruina es tan rusa como un servidor. ¡Trae una botella de vodka! ¡Trae dos botellas! O simplemente ven tú sola. ¡No sabes las ganas que tengo de verte!
Cecil colgó el auricular. Se sentía excitada y feliz; ya no estaba sola. ¡Gracias a Dios que no había llamado primero a Burdeos!
Bien hubiera podido así arruinar su primera noche en París.
Yace confortablemente al fondo de su saco lleno de fluido cuando un brusco movimiento efectuado por la mujer al cambiar de lado mientras duerme le proyecta hacia arriba. Muy lentamente, flota de nuevo hacia abajo, llegando a posarse tan suavemente como un submarino sobre el fondo del océano.
La cosa que está ahí anclada ya no es un embrión, sino un feto. Ha perdido su aura de pájaro dentro de la yema; de pez con huecos; de mono con una mandíbula protuberante y una cola prensil. En lugar de eso se ha convertido en un hombre anciano y menudo. Flota en el interior de su oscuro mundo como un sabio entregado a la contemplación, con una mano en posición de sostener su cabeza doblada y pesada. Su cráneo no tiene pelo y es brillante, y sus miembros son menudos y frágiles. El peso del mundo parece equilibrado sobre esta enorme cabeza y este insignificante cuerpo.
Las uñas ya se han formado sobre sus diminutas manos que se cierran y abren, buscando… ¿el qué?
La boca sorbe a minúsculas bocanadas el fluido amniotico. Los músculos digestivos se contraen como si esperaran comida, pero no, el estómago permanece vacío. Como siempre.
Éste es un momento peligroso para el feto. Un desorden de vasos atraviesa la superficie de su gran cabeza como riachuelos llenos de sangre. Las células nerviosas todavía no están maduras, y los lóbulos cerebrales son pequeños. Es vulnerable.
Con el trémulo resplandor de un extraño planeta bajo esa piel tan delgada como el papel de arroz, el cerebro comienza a emitir débiles señales. Algo parecido a una mente refulge en el lejano horizonte del ser.
El feto, tan cercano al latido del corazón de la mujer, siente un estímulo que no tiene nombre; casi amor.
Frederick entró de puntillas en la habitación a oscuras, creyendo que su madre estaba durmiendo. Cuando vio que su gran cama de bronce estaba vacía, fue hasta la puerta que conducía a su sala de estar privada y llamó a la puerta.
–¡Entra! – dijo la voz de Rita, completamente despierta, e incluso alegre.
Frederick abrió la puerta y se quedó sorprendido de ver que la habitación estaba tan a oscuras como el dormitorio. No había ninguna iluminación, a no ser un brillo parpadeante y plateado que procedía de una esquina. Sintió un miedo súbito e irracional mientras permanecía de pie en el umbral: atravesó su mente la idea de que algo terrible estaba sucediendo ahí, algo que ni siquiera quería saber. Entonces se dio cuenta de que en absoluto había nada de siniestro; sencillamente, su madre estaba viendo la televisión con las luces apagadas.
–¿Rita? – dijo-. Soy Frederick.
Últimamente, el estado de su madre había comenzado a deteriorarse con más rapidez incluso de lo que habían dictaminado los médicos más pesimistas. En su desesperación, Frederick había hecho venir a un joven especialista, que inmediatamente había probado con ella un medicamento nuevo, y todavía en fase experimental, capaz de regenerar algunas de las conexiones nerviosas afuncionales de su cerebro. El joven neurólogo había advertido a Frederick y a Bayard de que esperaran antes de emitir un juicio definitivo. No podía garantizarles una mejoría permanente. Nadie sabía cuál podía ser el efecto a largo plazo del fármaco.
–¡Querido! – le llamó Rita-. Ven aquí y siéntate a mi lado en el sofá. Me lo estoy pasando estupendamente viendo «Champs-Elysées». Esta noche hay todo un desfile de cantantes maravillosamente horribles. ¡Es tan divertido!
Frederick cruzó la inmensa extensión de oscuridad hasta llegar junto a su madre y se agachó para besarla en cada mejilla. El buen humor de Rita era un tónico para el suyo propio, y pensó aliviado que esa noche iba a poder hablar con ella. El volumen del receptor estaba muy bajo, y, a Dios gracias, la voz del cantante punk apenas podía oírse.
–Tengo buenas noticias para ti, Rita -dijo, avanzando a tientas hasta encontrar un lugar en el sofá de terciopelo marrón, junto a ella-. He esperado un par de meses para decírtelo porque queríamos estar seguros del todo…
–¿No me digas que Christine…? – preguntó en un arrebato de excitación-. ¿No me digas que está esperando…?
Frederick se quedó sin habla. Su madre, que durante meses no había sabido ni dónde se encontraba, ni tampoco quién era, había regresado en esa oscura habitación a su antigua y soberbiamente intuitiva personalidad. Leía en su mente tal como había hecho en los primeros recuerdos que Frederick tenía de ella.
–No exactamente -se vio obligado a replicar. A continuación, a medida que se adentraba en la luz de la parpadeante pantalla, vio cómo su feliz expresión se arrugaba hasta convertirse en una de extrema decepción, y decidió contarle la verdad-. Christine no está embarazada, pero vamos a tener un bebé, Rita.
–¿Quieres decir que vais a adoptarlo? – La expresión alicaída todavía se reflejaba en su cara.
–No, nada de eso. Christine y yo tenemos problemas físicos, como ya te dije hace algún tiempo. De hecho, no había ningún obstáculo insuperable que nos impidiera concebir, pero Christine nunca podría llevar a término un embarazo ni aun en el caso de que quedara en estado. Todos los médicos a los que acudimos nos lo confirmaron. Nuestra situación parecía desesperada hasta que consultamos con un médico norteamericano llamado Samuel Sweeney. Probablemente le habrás visto en televisión, en algún programa de entrevistas. Habla un francés muy fluido.
–Le he visto -le espetó Rita-. Un tipo endiabladamente atractivo, se parece a los Kennedy. Y no tiene mal acento para ser yanqui. Así pues, ¿qué ha hecho este hombre por ti y por Christine?
–Ha sido la fuerza motriz que hay detrás de la concepción inmaculada de los tiempos modernos. El niño es de Christine y mío, pero ha sido concebido in vitro, en el tubo de ensayo de un laboratorio, si quieres. Otra mujer lo lleva en su seno, una madre suplente, une mère porteuse. Rita, sé que todo esto suena un poco raro, pero la tecnología en este campo es muy compleja, tanto más porque en ella se van implicando las funciones humanas más básicas. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
–¡Deja de hablarme como si fuera una niña idiota! – le soltó Rita-. Sé todo lo que hay que saber de este método. En todos los periódicos y revistas que leo hay un artículo que lo explica. ¿Quién es esa mujer que lleva a tu hijo?
–Una norteamericana. Una persona perfectamente fiable que el doctor Sweeney nos encontró.
–Quiero conocerla.
–Lo siento, Rita, pero eso es imposible. Sweeney cree que es mejor para todos los implicados mantenerse alejados unos de…
Ella le cortó en seco.
–Si no he comprendido mal, es ese médico norteamericano el que trabaja para nosotros y no al contrario. Eres tú quien le paga, ¿o no? Y muy bien, me imagino.
–Claro que sí, pero debes confiar en el doctor Sweeney, tiene más experiencia en estos asuntos…
–He dicho que quiero conocerla, Frederick. Es la mujer que lleva a mi nieto. Posiblemente el único que tendré. ¿Qué edad tiene?
–Creo que veintitrés.
–¡Veintitrés! Pero si es una niña. Debo verla y hablar con ella. Lo antes posible.
Frederick suspiró.
–Si eso va a hacerte feliz, procuraré arreglarlo.
–El solo hecho de saber que tu hijo está en camino ya me ha hecho feliz. Más de lo que te imaginas. ¿Cuándo se espera que nazca?
–A primeros de junio. El doctor Sweeney se encargará del parto personalmente. En el Hospital Americano de París.
–¡Junio! Y casi es Navidad. ¿No me equivoco, verdad? – Miró a su hijo momentáneamente confusa, luego recobró la compostura-. Deberías habérmelo dicho antes. Sabes que últimamente no me he encontrado bien. La edad, supongo, algo terrible que le puede pasar a cualquiera. Hay días en que estoy… un poco olvidadiza.
–Para mí siempre has sido la misma.
–No, ya no soy la misma, y no hay por qué mentir en ese punto. Tenemos que afrontar los hechos, Frederick. Este bebé cambia muchas cosas. Quiero modificar mi testamento. Procura que Monique venga a casa la semana que viene. Dile que esté preparada para redactar un codicilo que llevará mi firma.
Frederick apretó la mano de Rita en un gesto tranquilizador. Le horrorizaba tener que contarle a su madre una historia tan complicada, pero todo había ido estupendamente, y ahora sentía como un nudo en la garganta, una mezcla de orgullo, ante el pensamiento de haberle dado tanto placer, y de aflicción debido a la idea de que quizá Rita no pudiera vivir para ver a su nieto. Gracias a Dios que había esperado a que se encontrara mejor para darle la noticia.
Mientras permanecía sentado junto a ella, observó cómo el cantante punk desaparecía de la pantalla y era reemplazado por el atractivo presentador del programa.
–Querido, por favor, que Christine sepa lo contenta que estoy. No debe sentirse avergonzada ni disminuida de ningún modo por la manera en que esto ocurre. A fin de cuentas, el resultado será el mismo, un maravilloso bebé, ¿no es eso?
–Por supuesto que sí. Y Christine se encuentra estupendamente. Era yo el que me sentía un poco ridículo con todo este asunto… supongo que es un golpe a mi orgullo masculino.
–No seas tonto. Tenemos suerte de vivir en una era de tecnología avanzada en la que tales cosas son posibles. De otro modo, esto podría haber acabado en tragedia familiar, una catástrofe para la dinastía de los Schomberg. Escucha, querido, estaba pensando… ¿no hay nada que podamos sacar de todo esto?
–¿Algo que sacar de esto? – De nuevo sintió ese miedo, esa desazón, la aprensión de que su madre no sabía qué hacer ni qué decir.
–Para la compañía. ¿No te parece que podríamos abordar el campo de la ingeniería genética?
–No se te escapa nada, ¿eh? – rió Frederick-. La semana pasada le pregunté a Gradwohl si podríamos comenzar a investigar en este campo. De modo que nuestras dos mentes corren de nuevo parejas.
–Bueno, dejemos por ahora las cosas como están. Haz que esa chica venga por aquí tan pronto como sea posible.
–¡Siempre serás la misma! – Frederick la besó en ambas mejillas y se puso en pie-. Será mejor que me vaya. Le prometí a Christine que la llevaría a un nuevo restaurante en Les Halles esta noche. Le encantará saber que estás de tan buen humor.
–Querido, estoy en éxtasis desde que empezó este programa. Ha cambiado mi forma de ver la vida. ¿No has visto quién sale en pantalla? Pensaba que dirías algo al respecto, en especial ya que vi cómo le mirabas desde que entraste.
–Me temo que esta noche no he visto a nadie digno de mención, aunque no soy ningún fan del pop -le sonrió a su madre-. ¿No me digas que te has prendado de uno de esos rockeros?
–¡No seas ridículo! Quiero decir en este momento. ¡Mira! ¡Mira! No lo ves o qué… ahí, justo ahí, ¡con el micro en la mano! – Rita se excitaba hasta un grado peligroso. Se levantó del sofá y cogió a su hijo por los hombros, volviéndole la cabeza para que mirara el receptor-. ¡Mira, cariño! ¡Es Hubert! ¡Tu padre! Podría echarme a llorar de lo feliz que estoy de verle. No puedo ni imaginar lo que está haciendo con esa serpiente, ¿y tú? ¡Pero qué guapo es! ¡Oh, la verdad es que no soy capaz de esperar hasta que vuelva esta noche después del show!
Frederick se quedó helado en medio de la oscura habitación, observando cómo el más popular maestro de ceremonias de Francia contaba aún otro chiste y se quedaba a un lado mientras presentaba a su invitado, una hermosa encantadora de serpientes de la India oriental.
Rita se inclinaba hacia adelante, sus manos pequeñas y delgadas se extendían hacia el receptor de televisión. Parecía haber olvidado la presencia de su hijo. En su rostro, iluminado por el resplandor del televisor, había una expresión de completa alegría, de estática gratitud. Estaba a punto de reunirse con su marido, el amor de su vida, que hacía ya casi diez años que había muerto.
En el cuarto de baño en sombras que daba a la sala de estar de Rita, también Bayard se había quedado aturdido de la conmoción. Había escuchado atentamente cada palabra pronunciada por su madre y su hermano. Ninguna de ellas le había complacido.
Le pareció haber ideado su plan ayer mismo, un plan grandioso en el que él mismo capturaba tanto el imperio Schomberg como el amor de su madre de un solo golpe. Y ahí, en la mismísima habitación contigua, estaba su fastidioso hermano, una persona a la que Bayard había bloqueado con tanto éxito en su mente que le parecía que ya no existía. Bayard sintió cómo la cabeza le daba vueltas, y algo repugnante emergió de sus entrañas para instalarse en su garganta, asfixiándole. Por un momento tuvo miedo de vomitar en la taza del váter, y de que tanto Rita como Frederick descubrieran que estaba al tanto de todo. La aparición de su hermano le había dejado atónito, al igual que la visita espectral de su padre había dejado al propio Frederick sin habla. No sólo su odiado hermano estaba perfectamente, sino que además estaba repleto de noticias acerca de un hijo. Un hijo que había sido concebido de modo diabólico, un cachorro de esa perra que se proponía entregar a Rita.
Bayard se había dicho a sí mismo una y otra vez que tal cosa nunca ocurriría. ¿Qué oscuras fuerzas habían provocado ese hecho? ¿Qué poder era más fuerte que el suyo propio? Lo averiguaría, y una vez lo supiera actuaría antes de que esa nefasta criatura llegara a nacer. No permitiría que un hijo del demonio y de una diablesa puta viviera.
Él, Bayard Schomberg, salvaría al mundo de su diabólica presencia, y al mismo tiempo se salvaría a sí mismo.
El nombre estaba pintado en letras grandes y boyantes, aunque ya comenzaban a perder el color, sobre un panel de madera que había en el portón de entrada: «Tatyana Muyshkin». Debajo había una fecha: 1928.
Como nadie respondía a su persistente llamada a una campanilla oxidada, Cecil abrió el portón y se adentró en el patio de lo que antaño fuera una gran casa de campo. A un lado, una pequeña capilla se encontraba a un paso de convertirse en un montón de escombros cubiertos de hiedra, y, al otro, una torre de piedra había sido implacablemente guillotinada por el viento y la lluvia. Todo lo que Cecil veía, de hecho, se encontraba en un estado de alarmante desmoronamiento y abandono. El edifìcio principal, cuyos escalones ahora ascendía, le parecieron un cruce peculiar entre un castillo medieval y una casa solariega que hubiera sufrido transformaciones a lo largo de los siglos y por último abandonada a su suerte. Las contraventanas colgaban formando extraños ángulos y ya no había ni rastro de pintura, y un impresionante número de tejas había desaparecido de una parte del tejado que sobresalía de la puerta principal.
Mientras Cecil levantaba una mano enguantada para llamar, su nariz percibió la vaharada de una mezcla improbable: moho, estiércol y algo absolutamente maravilloso cocinándose ahí dentro. Pasaron algunos minutos antes de que una vieja increíblemente gorda abriera la puerta y la escrutara con una expresión tan asombrada que Cecil tuvo la impresión de retroceder en el túnel del tiempo.
–¿El señor Tartakovsky?
Mientras la anciana meneaba la cabeza, Cecil lo intentó de nuevo.
–Estaba… quiero decir que está… esperándome para almorzar.
–¿Cecil Gutman?
De pronto, una resplandeciente sonrisa apareció en la amplia cara eslava de aquella mujer.
–Oh, usted es la amiga de Dimitri, ¿da? El tan feliz de verla, y ahora ido y es una vergüenza, por qué enviaron a buscarle hoy, no sé, sin avisar, nada, justo cuando usted viene de tan lejos -la mujer hablaba francés con un acento ruso atroz, y Cecil seguía difícilmente sus confusos pensamientos.
–¡No me dirá que Dimitri se ha ido! – exclamó Cecil, con la esperanza de haberla entendido mal-. ¡No se habrá ido a la Unión Soviética!
–Da, da, eso, eso, quería llamarla, pero nadie dónde encontrarla, no dejó nombre de hotel ni nada, así que no encontrarla. Esta mañana, gran coche negro viene a por él, él ha de coger avión y quizá ya en Moscú ahora.
–Moscú -repitió Cecil estúpidamente, intentando contener el torrente de lágrimas que sentía irrumpir-. ¿Dejó… dejó algún recado para mí?
–Da, tri. – La mujer comenzó a contar con los dedos de su mano gordinflona-. Uno, la invita a visitarle allá. Dos, vaya al cementerio ruso mientras esté por aquí. Tres… -Dejó de contar, y volvió a aparecer esa sonrisa radiante que le llenaba la cara de arrugas-. Después del cementerio, vuelve aquí a comer borscht conmigo. Le enseñaré los huérfanos.
–¿Huérfanos? Lo siento, la verdad es que no comprendo.
–Antes de irse, Dimitri me pidió que le enseñara fotos de mis pequeños huérfanos. Todos se han ido ya, todos ellos, y yo, la última de las enfermeras que cuidaban de ellos en la casa de Madame Tatyana.
–¿Quiere decir que antes esto era un orfanato?
–Claro, todos saben eso. Incluso el Gran Duque, él venir aquí, tomar fotos de mí y de mis huérfanos. Yo mostrar.
–Naturalmente. – Cecil meneó la cabeza-. Debería haberlo supuesto. ¿Dónde podía haber vivido Dimitri Tartakovsky, sino en un orfanato para rusos blancos? Oh, qué lástima que no pudo esperarme, ¡qué bien nos lo hubiéramos pasado bromeando acerca de eso!
Nada se movía. La escarcha se extendía ligeramente sobre la hierba marrón y marchita, y las ramas de los árboles se recortaban rígidas contra un cielo color peltre apagado.
Cecil estaba sorprendida de que una quietud tan absoluta pudiera existir sólo a unos kilómetros del centro de París. A medida que seguía el estrecho sendero que conducía al cementerio, intentaba sacudirse la sensación de abandono que se había apoderado de ella al enterarse de que Dimitri se había marchado. No conocía a nadie más en Francia que a Serge, y todavía no tenía ni idea de cómo reaccionaría cuando le llamara. Había pasado mucho tiempo sin que se sintiera tan completamente sola. En Dallas estaba Mica y… Sam. Le gustara o no, Sam había sido un amigo.
Una limusina giró hacia el sendero delante de ella. Era casi tan ancha como el propio camino y había algo en el coche que le resultaba familiar. Iba aumentando su velocidad, dirigiéndose implacablemente hacia el lugar en que ella se encontraba. Apartada de su ensueño por una sensación de inminente peligro, Cecil saltó de la carretera justo en el momento en que el coche frenaba en seco. No se encontraba a más de un metro de ella, y el hombre que abría la portezuela en el lado del conductor era René, el joven chófer que había conocido en el aeropuerto de Roissy. Cecil ahogó un sollozo.
–Perdone que la haya asustado, Mademoiselle. Siento interrumpirle su excursión.
Con la esperanza de que René no observara que le temblaban las rodillas de miedo, Cecil habló en un tono despreocupado.
–Qué hay, René. ¿También has venido a visitar el cementerio ruso? Qué extraordinaria coincidencia que volvamos a encontrarnos en este lugar.
René no sonrió. Se tocó la visera de su gorra y dijo:
–Se me ha pedido que la lleve de vuelta a la ciudad, Mademoiselle. Mi patrón desea reunirse con usted urgentemente.
Cecil pasó a hablar con un tono frío y decididamente poco amistoso.
–¿Cómo me ha encontrado?
René sonrió de modo tranquilizador. Tenía el mismo aspecto que en el aeropuerto (encantador e inofensivo) y Cecil se sintió estúpida por ser tan ruda con él.
–Fui a su hotel. Había salido, de modo que pregunté por ahí. El portero recordó que le había dado esta dirección a un taxista. No es muy normal que un turista americano visite este lugar, de modo que se le quedó en la cabeza.
–¿Es normal el que me siga de esta manera?
René no parecía muy contento.
–No la estoy siguiendo, Mademoiselle. Me han dado instrucciones para que la lleve a la casa tan rápidamente como sea posible. Si la llevo a la ciudad, le ahorraré el tener que coger un taxi.
Cecil meneó la cabeza.
–No hay remedio, ¿no es eso? No se me permite ni un día de intimidad en París. Supongo que es de esperar cuando una acepta trabajar para personas groseras e imposibles.
René se quedó completamente estupefacto. Obviamente, nadie había insultado jamás a su patrón de esa manera. Cecil no le dio ninguna oportunidad de recuperarse.
–Volveré con usted, René, siempre y cuando me deje en paz después de esto. Me importa un rábano lo que su jefe piense o diga. No hay absolutamente nada en mi contrato que indique que tenga que estar siempre a su disposición ni llamarle todos y cada uno de los días que esté en Francia. Puede que hayan comprado mis servicios para el próximo mes de junio, pero no les permitiré ser los dueños de mi vida durante los nueve meses.
–Lo siento, Mademoiselle -replicó René, con una expresión de profundo azoramiento en su joven rostro-. Procuraré no importunarla de nuevo.
Le sujetó la puerta mientras ella subía a la parte posterior de la limusina. Unos segundos más tarde, rodaban a una velocidad endiablada hacia París.