Capítulo 5
Mientras mi madre seguía tendida en el suelo a tan solo unos metros de mí, abrí el viejo frigorífico marrón y me senté en el primer escalón, mi cuerpo iluminado por su luz.
Saqué sin mirar las latas de metal, sin fijarme en las viejas etiquetas, cuidadosamente pegadas. Les quité las tapas desgastadas y las lancé sobre el suelo de cemento como si fueran peonzas. Entonces, solo entonces, cuando mis ojos se encontraron con la mil veces utilizada capa de papel parafinado, la levanté muy despacio y descubrí qué escondía. Allí estaban las trufas al brandy elaboradas según la receta de mi abuela de Tennessee. O los merengues de pacana que olían a azúcar moreno. Preparamos dulces juntas hasta el final, aunque, por el bien de mi línea y el de la salud de mi madre, tenía que bajar de inmediato al sótano y guardar en el congelador todo lo que habíamos preparado, y mentirle a mi madre diciéndole que regalaba el contenido de las latas a los vecinos que, aunque de manera difusa, ella aún situaba en nuestro barrio.
Saqué un merengue y lo desmenucé entre los dedos. Me quedé mirando los restos de polvo y pacana que cayeron al suelo. Las constantes regañinas para que utilizara un plato, para que no engullera como un pavo, para que calculara el tamaño y el peso y lo imaginara depositado en mis caderas.
La primera vez que me puse enferma de pequeña, que me puse enferma a propósito, fue el año que cumplí los ocho. El arma elegida en aquella ocasión fueron los tofes. Había entrado en la cocina y, metódicamente, como el soldado que encaja balazos en el estómago, me había comido una bandeja entera de aquellos dulces.
Pasé dos días enferma, y mi madre los pasó enfadada, pero a mi padre le había hecho gracia. Llegó a casa y colgó la chaqueta en la percha de detrás de la puerta; dejó el sombrero —al que a menudo cambiaba la pequeña pluma que adornaba la cinta— en la mesa de delante, y se dirigió al salón.
— ¿Qué haces aquí sola? —preguntó.
Me había obligado a sentarme a la mesa, cuando lo único que me apetecía era tumbarme y lloriquear.
—Está castigada —respondió mi madre, acercándose a él con paso decidido para quitarle el maletín de la mano—. He hecho una bandeja de tofes y se la ha terminado.
Mi padre desprendía una cercanía muy especial cada vez que se quitaba las gafas. La montura de metal se le clavaba a ambos lados de la nariz, de modo que siempre se las quitaba nada más entrar en casa. Durante treinta minutos se quedaba ciego como un topo, lo cual no suponía ningún problema puesto que aquella era la media hora antes de la cena que siempre se reservaba para tomar una copa.
Aquel día hizo todo eso, como era habitual en él, pero también se rió, algo que no era habitual en él, y aquella risa salió de lo más profundo de su ser. Mientras se reía, agarró a mi madre y le plantó un fuerte beso en la mejilla, y después se agachó y me besó en la frente, por encima del ralo flequillo.
Como empleado de la planta de tratamiento del agua de Pickering, se encargaba de medir los niveles del agua y de analizar el contenido de las reservas locales. Se desplazaba a ciudades cercanas y en ocasiones también hasta Erie.
—Es como si un buen día decidieras zamparte una bandeja entera de sedimentos —me dijo mi padre—. Cualquiera se pondría enfermo.
Le había pedido que se sentara a la mesa conmigo a hablar del agua, de lo distinta que era cada gota de agua cuando se las observaba a través de un microscopio. Sin las gafas, tenía la mirada desenfocada, y me pregunté hasta qué punto estaba ciego y qué veía cuando me miraba.
Subí las escaleras del sótano y entré en la cocina, la trenza balanceándose colgada de mi puño. Abrí el cajón que había junto al teléfono, lleno de trozos de papel de aluminio doblado y gomas elásticas, y encontré una bolsa de tamaño medio para congelar alimentos. Metí en ella la trenza, la cerré, y eché una ojeada a la cocina. La ropa de mi madre estaba esparcida en montones húmedos por todo el suelo.
Cuando tenía tres años, entré en la cocina y me encontré a mi madre sentada en el suelo con las piernas extendidas al frente. Alcancé a verle las bragas, que hasta entonces no le había visto nunca. Tenía la mirada clavada en un montón de harina derramado en el suelo.
—Mamá ha sido mala —dije.
Mi madre se levantó, cogió el paquete de harina de dos kilos que había en la encimera y lo estrechó contra su pecho. Entonces sacó un puñado de harina y la esparció al aire como si fuera nieve.
Solté un grito de alegría y corrí hacia ella. Cuando me tuvo cerca se apartó de mí. Lanzó más harina, en aquella ocasión trazando amplios círculos por toda la cocina. Yo la perseguía de un lado a otro, correteando y dando vueltas, gritando cada vez más alto y tragándome las ganas de reír.
La persecución duró hasta que tropecé y caí al suelo. Levanté la cabeza y la miré. Ella estaba de pie junto a mi trona, riendo. Me fijé en las manchas de harina que tenía en la frente y en la barbilla, y en las que cubrían el vello invisible de sus brazos. Quería que se acercara a mí y me cogiera en brazos, por lo que rompí a llorar a pleno pulmón.
Mi bolso estaba de pie encima de la mesa del comedor. Metí la bolsa de congelación, mi trofeo de plata en su interior, en el compartimento de en medio y, como si temiera olvidar algo, eché un vistazo alrededor. Di un respingo cuando vi la cara del señor Fletcher iluminada en una ventana, mirando hacia mí, pero entonces caí en la cuenta de que no había encendido ninguna luz en el comedor y de que no me miraba a mí sino la pantalla de un ordenador que, mientras él navegaba por Internet o jugaba a los mismos juegos de estrategia que le gustaban al marido de Emily, le iluminaba la cara con fogonazos azules y verdes.
Cuando llegué a mi coche y me volví para mirar el camino enladrillado que conducía a la puerta principal, las manchas de polvo blanquecino que tenía en el pecho y las piernas —el azúcar de los merengues de pacana, la harina de las obleas de la boda mexicana— eran la única señal que delataba mi presencia en el sótano de mi madre.
Sentí ganas de llorar, pero en lugar de eso me concentré en pensar adonde podía ir. Tenía que tranquilizarme. Solo lo sabía Jake. Y aunque habían sucedido cosas que me llevaban a pensar que otra gente pudiera saberlo —la llamada a Avery, las preguntas de la señora Leverton, la aparición de la señora Castle—, en realidad no era así. Nadie podía entrar en la casa si yo no estaba allí.
Me senté en mi viejo Saab con las ventanas subidas y coloqué el bolso en el asiento del copiloto, resistiendo la tentación de ponerle el cinturón como si fuera un niño pequeño. Arranqué muy despacio, agarrada con fuerza al volante como si las calles estuvieran cubiertas por una densa niebla.
La casa de la señora Leverton estaba a oscuras salvo por las luces de seguridad que había instalado su hijo. El reloj del salpicadero marcaba las 8.17. Una hora en que las ancianas ya estaban acostadas. Aunque no los ancianos, según parecía. Al pasar por delante de la casa del señor Forrest lo vi sentado en la sala de la parte de delante. Todas las luces estaban encendidas. Nunca había sido partidario de las persianas. Al menos en el pasado, siempre había tenido perros. «Ahí está —pensé—. Un anciano vulnerable al ataque de gamberros y ladrones.»
Tenía dieciséis años cuando aquel día, en casa del señor Forrest, vi por primera vez láminas en color de mujeres retratadas en distinto grado de desnudez.
—Las llaman musas, Helen —me dijo mientras yo hojeaba un enorme libro titulado simplemente El desnudo femenino—. Son mujeres que inspiran grandes cosas.
En aquel momento pensé en las fotografías que había por toda nuestra casa. Fotografías de mi madre vestida con lencería pasada de moda o ligeros camisones transparentes, sonriendo con dulzura a la cámara.
Los treinta minutos en coche que separaban mi casa de la de mi madre siempre habían sido una buena excusa para hablar. Hay gente que habla sola delante de los espejos de su casa para mentalizarse antes de pedir un aumento o emprender un nuevo proyecto personal. Yo solía hablar sola en el coche, cuando viajaba por las carreteras secundarias que me llevaban de Phoenixville a mi barrio de casas que imitaban el estilo colonial, en Frazer. El punto intermedio, no el geográfico sino el mental, era el arroyo Pickering y el pequeño puente de un solo carril que lo cruzaba.
La noche que maté a mi madre tarareé en voz baja en un esfuerzo por crear algún tipo de ruido blanco entre lo que había hecho y yo. De vez en cuando me decía: «Estás bien, estás bien, estás bien», al tiempo que me aferraba con más fuerza al volante para notar la presión de la sangre que me latía atrapada en las yemas de los dedos.
Una vez en Pickering, me detuve en el lado de Phoenixville para dejar pasar a un Toyota desvencijado, y cuando retomé el camino por el puente mi coche dio una leve sacudida al pasar por encima de un bache. La luz de los faros detectó una presencia que se movía entre las ruinas de piedra caliza que había al otro lado. Me pareció la silueta de un hombre que bailara iluminado sobre la oscura roca, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Al otro lado de Pickering los árboles eran más delgados pero más frondosos, y durante el día peleaban por hacerse con parte de la luz que bañaba las tupidas copas. Diez años atrás era común ver equipos de excavación en aquella zona, y cuando pasaba en coche por delante mis ojos se encontraban con cientos de jóvenes abedules arrancados de raíz. Detestaba que la casa de Natalie, a medio camino entre la de mi madre y la mía, fuera una de las cutres mansiones construidas entre aquellos árboles. Sobresalía en mitad del bosque, con sus ridículas torrecillas de cuento de hadas y su puerta principal de casi cinco metros de altura.
Natalie y el ya treintañero Hamish llevaban viviendo en aquel palacio de pan de jengibre ocho años, desde que Natalie denunciara con éxito al fabricante de ruedas de camión que abastecía a su marido. El marido de Natalie iba por Pickering enfrascado en una lucha de miradas con el conductor de otro coche y aceleró más de la cuenta. Una de las ruedas delanteras reventó, se rompió un eje del camión y, tras salir disparado por el parabrisas, aterrizó de cabeza contra el viejo puente de piedra que llevaba en ruinas más de un siglo. Murió en el acto.
A través de la cortina de jóvenes árboles de corteza blanca que habían vuelto a crecer tras la marcha de los constructores, vi a Hamish tendido en el camino que llevaba a su casa, uno de sus muchos coches a medio desmontar y una potente lámpara portátil colgada del parachoques. Reduje velocidad y por fin me detuve. Sin saber aún qué iba a decirle a Natalie cuando la viera, abandoné aquella carretera desierta y tomé el giro en dirección a su casa. Era como si estuviera haciendo justo lo que Jake me había pedido que no hiciera, pero no podía evitarlo.
Cuando la luz de mis faros se mezcló con el resplandor procedente del coche averiado, Hamish salió propulsado de debajo del coche sobre su plataforma rodante y me indicó con un gesto que la apagara.
Saqué la llave del contacto y bajé del coche. En mis primeros pasos sobre el camino de gravilla me temblaron las piernas.
Hamish se incorporó y se apartó el pelo a un lado con la mano. —Mi madre ha salido —dijo.
Nunca había dejado de pensar en Hamish como en el niño que jugaba con Emily en el cajón de arena del parque que había al final de mi calle. «Hamish no va a ir a ningún lado… por ahora», decía Natalie en los años que siguieron a la muerte de Hamish padre. Parecía contenta con ello. Como si después de haber perdido a un Hamish, al menos le quedara el consuelo de que el otro seguiría a su lado.
— ¿Adonde ha ido?
—Tenía una cita —respondió Hamish, y sonrió. Tenía los dientes blancos como las luces de un estadio. Natalie me había dicho que se los blanqueaba cada seis meses.
No sabía qué me resultaba más extraño, si estar en la entrada de la casa de mi mejor amiga después de haber matado a mi madre o que Natalie hubiera salido con alguien y no me lo hubiera dicho.
—Acabo de recordar que se suponía que no debía contárselo a nadie. No se lo digas, Helen. No quiero que se enfade conmigo.
—Ningún problema —respondí.
Dos ridículas palabras que me había pegado un administrador australiano de Westmore. Servían para todo. «Ha explotado la caldera.» «Ningún problema.» «Tengo que cancelar la clase del jueves de dibujo al natural.» «Ningún problema.» «He matado a mi madre y se pudre mientras hablamos.»
—En serio, Hell —dijo Hamish. Se había acostumbrado a los diminutivos en la Academia Militar de Valley Forge, a la que Hamish padre lo había obligado a ir para fortalecer el carácter.
—No me encuentro demasiado bien, Hamish. Creo que me voy a sentar.
Abrí la puerta de mi coche y me senté de lado, con los pies en el suelo de gravilla. Doblé la cintura y dejé caer la cabeza entre las manos, con los codos apoyados sobre las rodillas.
Hamish se agachó junto a mí.
— ¿Estás bien? ¿Quieres que llame a mi madre?
La luz de la lámpara colgante llegaba hasta mi coche abierto e iluminaba cuanto encontraba a su paso. Vi los zapatos de Hamish cubiertos de polvo y mis zapatillas de jazz, hechas un absoluto asco. Me zafé de ellas haciendo fuerza con los pies mientras Hamish me observaba. Recordé el día que, en el sótano, me había acariciado la mejilla.
— ¿Te tumbarías encima de mí? —pregunté.
— ¿Qué?
Alcé la vista y lo miré a la cara, aquella cara con arrugas prematuras, las pecas que le salpicaban la nariz y las mejillas fruto de pasar demasiado tiempo al sol, los dientes tan blancos.
—Confías en mí, ¿no?
—Claro.
No me paré a pensar qué aspecto tenía. Me levanté y él también lo hizo. Abrí la puerta trasera y me deslicé sobre el asiento.
—Entra —ordené.
Pensé en mi madre, tendida en el frío suelo de cemento. Me tumbé de espaldas, con los pies colgando fuera del coche. Hamish entró pero se sentó en el borde del asiento, de espaldas a la puerta abierta.
—No sé de qué va todo esto —dijo.
—Tengo frío. Solo quiero sentir tu cuerpo encima del mío. Quería follármelo.
Cerré los ojos y esperé. Momentos más tarde noté que Hamish, con cuidado, con demasiado cuidado, se colocaba encima de mí. Se agarraba con fuerza al asiento y apoyaba la mayor parte de su peso en el suelo.
—No sé qué quieres —dijo.
—Quiero que te tumbes encima de mí —respondí mientras abría los ojos.
—Hell. Estoy… —En lugar de terminar la frase agachó la cabeza y se echó un vistazo.
—Tú deja caer todo el peso encima de mí. No pasa nada.
Y entonces, segundos más tarde, noté su cuerpo — ¿cuántos serían, ochenta y cinco, noventa kilos?— sobre el mío, ejerciendo presión. Noté su erección, los dedos de mis pies contra sus espinillas, su cara a la derecha de mi cara, su oreja, aquel cartílago laberíntico, pegada a la mía. Pensé en el teléfono de la cocina de mi madre. ¿Cuántas veces había sonado antes de parar?
Alcé la mano derecha y la deslicé por un costado hasta encontrar el borde de su camiseta, después metí la mano por debajo y le acaricié la piel. Hamish gruñó, un animal que deseaba ser tocado. Cuando era adolescente, Sarah se había enamorado de él.
—Podemos hacer lo que queramos —dije.
Aquello fue como girar una llave. Levantó la cabeza. Tenía una expresión soñadora y distante que hasta entonces no había visto en los ojos del hijo de mi mejor amiga.
—Claro, nena —susurró, y yo traté de no prestar atención al tono de su voz. El tono que yo sabía que adoptaba con las mujeres que había visto subidas a su moto, detrás de él. Las mismas que llevaban minúsculos pantalones cortos y se aferraban al torso y a las piernas forradas de kevlar de Hamish. Intenté imaginarme agarrada a él. Me había invitado a subir en más de una ocasión, pero siempre me había negado. «Está loco por ti», me dijo Natalie una vez, y ambas nos echamos a reír, de camino a una de nuestras clases de gimnasia despiadada, mientras Hamish salía disparado en dirección contraria montado en su mortífera máquina japonesa.
Tenía los labios fláccidos, ridículos, jóvenes. Lo agarré por la cabeza y lo empujé hacia mí para besárselos. Comenzaba a sentir todo su peso, sus huesos contra los míos. Me habría gustado que hubiera sido diferente, haber podido tirarme al hijo de mi mejor amiga sin tener que ser tan consciente de ello. Entonces me dejé llevar, con decisión, convencida de que pensar no iba a llevarme a ninguna parte. La moralidad era una red de seguridad inexistente. Todo aquello, lo que había hecho y lo que estaba haciendo, no me acercaba peligrosamente al borde de ningún precipicio. Yo ya había saltado.
Tiré hacia arriba de su camiseta y Hamish, separándose durante unos segundos de mi cuerpo, se la quitó por la cabeza. Era hermoso, tenía el pecho musculoso y definido, pero su belleza tenía que ver con su juventud, con la vida que todavía tenía por delante, más que con cualquier otra cosa. Sentí una punzada de arrepentimiento.
Aparté la mirada de su cara y me desabroché el pantalón. Hamish se precipitó a ayudarme y se golpeó la cabeza contra la parte interior de la puerta. Hizo un espantoso ruido hueco. Pensé en la caída que la señora Leverton había sufrido delante de su casa seis meses atrás. En cómo había llamado a mi madre a través de los arbustos para que fuera a ayudarla. En cómo las enemigas se habían unido fugazmente. Ambas estaban desesperadas por seguir viviendo solas en sus casas.
La señora Leverton opinaba que yo era una degenerada, una esposa fracasada que se ganaba la vida posando desnuda, pero en realidad, en cierto sentido, envidiaba a mi madre. La señora Leverton tenía un hijo dispuesto a hacerlo todo por ella, pero «todo» se traducía en un hogar de ancianos anexo a una residencia con un programa de tratamiento más bien caro. «Todo» consistía en allanarle el terreno a la muerte a golpe de talonario. Su hijo pretendía cubrir de oro el camino hasta su tumba, cuando lo que ella realmente quería era que la dejaran morir en su casa.
—Joder —dijo Hamish. Se frotó la cabeza y soltó los pantalones, que se me quedaron arrugados en los tobillos, la apremiante locura seriamente amenazada de nuevo.
Me mordí el labio. Me estremecí.
—Fóllame —dije, con la esperanza de que no me estuviera mirando ningún Dios.
Aquello lo devolvió al momento. Me miró fijamente.
— ¡Uau! —exclamó. De un solo tirón, me arrancó los pantalones y los lanzó sobre el suelo de gravilla. Contraje el gesto cuando me rompió las bragas. No es que fueran altas de cintura, ni viejas, ni que estuvieran raídas, pero el hecho de que me desnudara me devolvía con demasiada fuerza a lo que yo acababa de hacerle a mi madre. Me incorporé de repente y lo agarré por el pene, que le asomaba por encima de la goma de los calzoncillos.
Tiré de él hacia delante y hacia abajo. Hamish gemía de placer mientras yo separaba las piernas y le rodeaba con ellas la cintura.
— ¡Oh, mierda, mierda, mierda! —chilló.
Permanecí inmóvil, no me lo podía creer. Había eyaculado encima de mi estómago. Mis dedos, pegajosos y enfurecidos, apretaron con fuerza. —
— ¡Ay! —gritó, y me agarró por la muñeca—. Suéltame.
Comenzó a desplazarse sobre el asiento y me aplastó una rodilla con el culo, hasta que por fin logró sentarse detrás de mis piernas, con las suyas dobladas por encima. Me llegó el olor fétido de la parte de atrás, donde el aroma de las verduras frescas que había comprado en el mercado se mezclaba con el olor a humedad que salía de mi bolsa del gimnasio.
—Joder, lo siento —dijo—. Esto es bastante intenso.
Me quedé tumbada. De repente estaba con mi madre en el sótano. La señora Leverton bajaba por las escaleras con una bandeja de chocolatinas After Eight dispuestas en un bonito círculo. El teléfono de la cocina sonaba sin cesar y Manny estaba en el piso de arriba, lanzando preservativos a diestro y siniestro.
— ¿Me llevas a Limerick? —pregunté, como si estuviera pidiendo que me ingresaran en un manicomio al otro lado de las montañas. No quería mirarlo. No quería verle la cara. De modo que me concentré en el rasgón que había en la esquina superior del asiento del copiloto y traté de recordar cómo se había producido.
Hamish fue amable, aunque su amabilidad estuviera motivada por una vergüenza innecesaria.
— ¿Quieres lavarte?
—Me quedaré aquí —respondí.
Noté que quería decir algo pero se contenía.
—Te traeré una toalla —dijo al fin, y yo asentí con la cabeza para decir que sí a la toalla y para que, por el momento, desapareciera de mi lado.
Me quedé tumbada en el asiento de atrás y me dediqué a escuchar los ruidos nocturnos que me rodeaban, me recordé follando con Jake en el escarabajo Volkswagen, en Madison. Avery venía a cuidar de las niñas y nosotros nos marchábamos a algún rincón oscuro de las afueras del campus de la universidad y dejábamos la radio en AM mientras hacíamos el amor.
Me habría gustado estar mirando el cielo, pero en lugar de eso me quedé mirando el techo tapizado de mi Saab. El aire fresco de la noche se coló por la puerta abierta de la que me colgaban los pies y sentí un escalofrío, de modo que me incorporé, me coloqué en posición fetal y me quedé mirando la parte de atrás del asiento del copiloto, en el que la trenza de mi madre descansaba en el interior de mi bolso.
Una vez había leído uno de los libros de Sarah sobre crímenes reales que se había dejado en casa. Trataba sobre un asesino en serie llamado Arthur Shawcross y lo más llamativo de la historia, al menos para mí, era el retrato que hacía de una mujer a la que era evidente que había intentado matar, pero que había resultado demasiado lista para él. Era una vieja prostituta que aún se metía speedballs y se colocaba con frecuencia. Se pasó tres días colocada después de que Shawcross intentara estrangularla mientras la violaba en su coche. El tipo escogía a una prostituta, se la llevaba a un lugar oscuro y la mataba después de no haber sido capaz de realizar el acto sexual. Aquella mujer había sabido cómo hablarle, cómo situarse para que las manos de él, aferradas a su cuello, no produjeran el grado de presión que le habría partido la tráquea. Y había sabido que su supervivencia estaba en íntima relación con la capacidad de eyacular de aquel hombre. Había tardado horas, o eso declaró, y había sido difícil, pero él se sintió tan agradecido que en lugar de matarla la devolvió al lugar donde la había recogido.
— ¿Cómo puedes leer esas cosas? —le pregunté a Sarah por teléfono, agitando, como si pudiera verme, el ejemplar de aquel libro que había devorado en una sola noche.
—Es todo verdad —respondió ella—. No es ninguna gilipollez.
Hamish regresó oliendo a Obsession para hombre de Calvin Klein, lo cual, el hecho de saberlo, me avergonzó. Se inclinó frente al asiento trasero y me ofreció una toalla de manos azul. La miré horrorizada, sin ni siquiera tocarla.
—Estoy bien. No me hace falta.
De nuevo una expresión burlona le cruzó el rostro, pero en lugar de preguntar, dibujó una sonrisa.
—A ti te gusta que te lo echen encima —dijo.
—Hamish —grité, al tiempo que me incorporaba y salía apresuradamente del coche para recuperar los pantalones y las bragas—. Si no te callas vas a lograr que vomite.
—Te has pasado.
—Tienes que entender que soy la amiga de tu madre y que tus frases de seductor están calibradas para funcionar con mujeres a las que doblo la edad.
—Como mínimo.
—Touché —respondí, y me abroché el pantalón al tiempo que me calzaba las zapatillas.
—Aunque tienes que admitir que normalmente no nos relacionamos de este modo.
—Iremos en mi coche. Yo conduzco. Ve al otro lado.
—Guay. Mamá siempre me hace conducir.
Me senté al volante, aparté bruscamente el bolso del asiento del copiloto y lo encajé a mi lado. Imaginé a un Hamish de ocho años, corriendo hacia mi coche con una sonrisa salvaje en el rostro. Se había enamorado locamente de Emily el mismo día que la conoció, cuando ambos tenían dos años. Miré por la ventana al adulto que había estado a punto de follarme y que ahora rodeaba el coche para sentarse a mi lado. Ya no sabía quién era ni de qué era capaz.
Se metió en el coche y me besó en la mejilla.
—Abróchate —dije, la espalda erguida contra la suave piel del asiento.
Salí por el camino marcha atrás, la gravilla crujiendo debajo de mis ruedas. La sillita de Leo había hecho el rasgón que había en el asiento del copiloto. Me había costado una barbaridad meterla en el coche el día que a mi madre se le cayó el niño, pero quería demostrarle a Emily que era capaz de hacerlo, mientras ella seguía de pie en la acera, abrazando a Leo y gritando: «¡No importa, madre! ¡Déjalo! ¡Déjalo ya!», hasta que por fin logré colocarla y cerré la puerta. El día que llamé a mis padres para decirles que estaba de nuevo embarazada, mi madre soltó un bostezo exagerado y preguntó: «¿Es que aún no te has aburrido?».
— ¿Con quién ha salido Natalie? —pregunté, mientras giraba para tomar la carretera.
—Mierda. No me hagas decírtelo.
Pero yo no quería hablar sobre lo que había ocurrido entre nosotros.
—Está bien, ¿podemos hablar de tu padre, entonces? ¿Te alegra que esté muerto?
— ¿A ti qué cono te pasa? Siento lo que ha ocurrido, pero haz el favor de calmarte, ¿de acuerdo? Solo quiero hacerte feliz.
—Lo siento, es que he estado en casa de mi madre.
—Ah.
Era de dominio público que mi madre y yo teníamos nuestros problemas, que me ocupaba de ella por obligación, pero ahora acababa de cometer una estupidez, y lo sabía. Acababa de darle información a Hamish sobre dónde había estado. Era una asesina pésima y él era un amante pésimo. Estábamos hechos el uno para el otro.
—Estoy a gusto con mi madre —dijo Hamish—. Nos llevamos bien y eso de vivir juntos funciona. Con papá era más difícil.
—No tienes que hablar de ello —dije, sintiéndome culpable.
—Te lo cuento, si quieres.
Pensé en Hamish de pequeño, en cómo dejaba que Emily le diera órdenes, y en cómo, con el paso del tiempo, ella llegó a aprovecharse de la situación de un modo que no me gustaba en absoluto. Seguía siendo el mismo niño. Me diría cuanto quisiera saber igual que regalaba sus juguetes a mi hija o, cuando ella se lo ordenaba, le llevaba un cubo de arena tras otro para que construyera castillos para su Barbie. Natalie y yo, aunque por poco tiempo, llegamos a imaginar que acabarían casándose. En un momento determinado nos dimos cuenta de que ninguna de las dos tenía la menor idea acerca de qué constituía un buen matrimonio.
—Ya sabes que tu padre y yo no nos llevábamos bien —dije.
Habíamos dejado atrás la zona de cutres mansiones engastadas entre abedules y atravesábamos la extensa tierra de nadie poblada de almacenes de una sola planta y locales comunitarios de la época de los cincuenta.
—Eso no es raro en ti —dijo Hamish, con la mirada clavada al frente.
— ¿Cómo dices?
—Si a pasar de alguien, como haces conmigo, lo llamas llevarse bien… —respondió Hamish.
—Nunca he pasado de ti.
—Sé qué piensas de mí.
— ¿Y qué pienso de ti?
—Que soy un vago. Que soy una carga para mi madre. Cosas por el estilo.
Guardé silencio. Todo lo que había dicho era verdad. Salí de Phoenixville Pike y enfilé hacia Moorehall Road. Estaba tomando el camino más largo.
—Soy una auténtica zorra, ¿no? Hamish se rió.
—Pues sí. La verdad es que puedes serlo.
Reduje velocidad y eché un vistazo al aparcamiento de Mabry's Grill en busca del coche de Natalie.
—La ha recogido en un Toyota cuatro por cuatro —dijo Hamish.
Me aclaré la garganta y puse el intermitente para girar por Yellow Springs.
—Mi padre fue horrible en muchos sentidos. No echo de menos los gritos entre ellos y entre él y yo. Me odiaba.
Aquel era el momento de decir: «No es cierto», o «Estoy segura de que no era así», pero no lo hice. Hamish podía necesitar sus buenas clases de sexo tántrico, pero su noción de la verdad era de lo más exacta.
—Mi madre se alegra —dijo Hamish—. Aunque a mí nunca me lo dirá. El sueño de mi padre era volver a Escocia algún día.
— ¿Cómo soporta vivir tan cerca del puente? —pregunté.
—Tengo mi teoría. Creo que quiere estar cerca por si algún día su espíritu asoma del arroyo, para poder darle un buen golpe en la cabeza.
—Eso mismo siento yo por mi madre —dije.
—Ya lo sé —respondió Hamish, y alargó un brazo para tocarme el pelo.
¿Cuánto tardaría Jake en llegar a Pensilvania? El vuelo duraba al menos cinco horas, tal vez más. Venía de Santa Bárbara, no de Los Angeles o San Francisco. Había demasiadas cosas que yo no sabía. Sentí ganas de contarle a Hamish que el mismo día que Jake conoció a mi madre, se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Por qué no me habías dicho que estaba chiflada?». Y que aquello había sido como una cortina que se abría y me mostraba por primera vez un mundo más grande, el principio de la línea divisoria entre el amor de Jake y el de mi madre. La fuerza que, de haberlo permitido, me habría partido por la mitad.
—Lo conoció por Internet, al tipo con el que ha salido —dijo Hamish—. Es contratista. De Downington.
— ¿Qué?
—Tenía miedo de que la juzgaras. Creo que quiere volver a casarse.
Pasamos por delante de las graveras y dejamos atrás uno o dos edificios de poca altura en los que, en el tiempo que llevaba viviendo en el valle, jamás había visto entrar a nadie. Aquellos edificios lucían dos enormes uves en las fachadas de acero ondulado, no tenían ventanas y estaban protegidos por vallas electrificadas.
— ¿Te acuerdas? —pregunté, señalando los edificios con la cabeza.
—Solo quise entrar porque no nos dejaban —dijo Hamish—. No pretendía robar nada.
—Así que un Toyota cuatro por cuatro, ¿eh?
— ¿Helen? ¿Juzgar a alguien? Helen nunca juzga nada. ¡Todo le parece bien!
— ¿Una zorra?
—De primera.
— ¿Quién querría conformarse con menos? —pregunté entre risas.
—Por eso mi padre me mandó a Valley Forge —dijo Hamish un momento más tarde.
Y entonces mi corazón lo vio en sus años más difíciles. Los años en que había intentado hacer feliz a su padre y siempre había fracasado, como el día que los tres vinieron a cenar a mi casa y Hamish se sentó en el borde de la silla, «como un auténtico soldado», con una sonrisa en los labios mientras le pasaba a Emily las chuletas de cordero. «Tú no eres un auténtico soldado», le dijo su padre, sirviéndose gelatina de menta mientras un silencio de lo más incómodo se instalaba en la mesa.
Al otro lado de Industrias Vanguard se encontraban los restos de un pueblo fundado durante los años previos a la guerra de la Independencia, así como algunas construcciones que se habían añadido al término de la misma y hasta finales del siglo XIX. Solo quedaban en pie siete edificios, todos a un lado de la calle. Los del lado opuesto habían desaparecido durante la misma tormenta que dejó al descubierto el gran yacimiento de grava que formaba la cantera Lapling.
Cuando Hamish y yo pasamos por allí, en el pueblo estaba todo cerrado. La tienda de comestibles, aún en activo y anexa a una taberna que solo servía Schlitz, había cerrado sus puertas a las ocho de la tarde. A través de las ventanas vi la tenue luz que iluminaba la barra y a Nick Stolfuz —de mi misma edad y el único hijo del propietario—, que estaba recogiendo.
Al llegar a la esquina del Ironsmith Inn, cerrado ya a cal y canto, di un volantazo a la derecha con la habilidad conseguida tras años de recorrer aquellos atajos, casi invisibles.
El día que descubrí la central nuclear de Limerick iba con Natalie. Fue durante una larga y cálida tarde de principios de los ochenta en la que me dirigía a casa de mis padres con Emily a remolque. Sarah se había quedado en Madison con Jake.
Cada vez que regresaba a casa desde Wisconsin llamaba a Natalie, y aquellos se convertían en largos viajes en los que ninguna de las dos decía palabra. Era nuestro modo de estar a solas sin estarlo y nos servía de excusa perfecta que darle a mi madre, a Jake, al marido de Natalie, para alejarnos un rato de los vínculos emocionales que con tanta benevolencia se denominan «vida familiar».
Salíamos dispuestas a perdernos juntas. Y así llegábamos a viejas carreteras rurales sin salida que nadie había pisado en muchos años o íbamos a parar a remotos camposantos sin iglesia, donde nuestros pies se hundían en los hoyos cavados por los únicos visitantes asiduos: los topos. Una vez perdidas y fuera ya del coche, paseando, nos separábamos, convencidas de que nos volveríamos a encontrar. Si decidía buscarla, era probable que topara con un castaño que llevara años muerto y la oyera llorar. En aquellos momentos sentía que las cuerdas de mi educación tiraban de mí hacia atrás. No me habían educado para abrazar, ni para consolar, ni para convertirme en familia de nadie. Me habían educado para mantener las distancias.
Pasé frente a gallineros y jardines oscuros, y al llegar al viejo túnel abovedado que separaba lo que quedaba del pueblo de las tierras de cultivo y del incipiente desarrollo suburbano que asomaba al otro lado, me di cuenta de que Hamish se había quedado dormido. La cabeza le colgaba suspendida hacia delante y no encontré razón para despertarlo. Juzgar a Natalie tal y como mi madre siempre me había juzgado era, sentí ganas de decirle a su hijo, mi torpe y contraproducente modo de demostrar amor. Me había pasado la vida tratando de traducir ese lenguaje y ahora me daba cuenta de que al fin había llegado a hablarlo con fluidez. ¿En qué momento te diste cuenta de que el hilo que entretejía tu ADN contenía la ineptitud social de tus parientes de sangre en el mismo grado que su diabetes o su densidad ósea?
A lo largo de los diez últimos años, Hamish había hecho distintos trabajos en casa de mi madre. Después de cualquier trabajo, ya fuera instalar un aspersor para regar los setos y enredaderas que había junto al bordillo o, como le tocó hacer una vez, reptar por el agujero más estrecho para rescatar a un gato callejero, mi madre lo recompensaba con "comida. Yo llegaba por la tarde para ver cómo había ido todo y lo encontraba sentado a la mesa del comedor, rodeado de latas de galletas del alijo de mi madre.
Un día que mi madre había ido a la cocina para prepararme de mala gana, según me pareció, una taza de té, Hamish se fijó en la expresión de mi rostro.
—Me ha dicho que tenías problemas de peso.
Me alargó la lata de tofes, que, a medida que mi madre envejecía y yo me hacía con el timón, se había ido llenando de grumos de azúcar.
—No, gracias, Hamish —dije.
— ¡Más para mí!
Se llevó una porción de caramelo a la boca y me guiñó un ojo.
Recordé las diversas fiestas infantiles celebradas al otro lado del túnel a las que había llevado a mis hijas. Yo me quedaba en la cocina con las otras madres, preguntándome qué clase de diabólica conciencia común ideaba juegos que consistían en saltar sobre globos hasta que cada niño reventaba el suyo, caía al suelo, y corría a un lugar determinado para recibir una lluvia de caramelos. Una vez, en plena noche, la voz entrecortada de una madre reclamó mi presencia. Era una de aquellas fiestas en las que los niños se quedaban a dormir y al parecer Emily había mojado la cama. Cuando llegué a recogerla la encontré sola, sentada en el pasillo encima de la colchoneta del perro y con mermelada en el pelo. Y mientras Emily se meaba, Sarah se peleaba. Daba patadas. Llamaba a los otros niños «gordos idiotas», «bebés grandes», o su insulto favorito, «cabrones gilipollas». Mis dos hijas me recordaban a los dos polos de un imán de nevera.
Miré a Hamish y pensé con asombro en aquel hombre que había decidido no marcharse de casa. Aquella decisión me parecía poco acertada, aunque, en realidad, era la misma que yo había tomado.
El coche enfiló el ascenso familiar de la última colina y subimos hasta las casas donde las penetrantes uñas de Peter Harper habían dejado una cicatriz en la frente de Sarah y donde Emily había recibido su primer beso tumbada en el sofá marrón a cuadros de un chico del instituto que tocaba el saxofón. Apagué las luces, seguí avanzando a oscuras hasta un lado de la carretera y me detuve. La cabeza de Hamish se inclinó hacia atrás y chocó con el asiento. Abrió los ojos durante un instante y volvió a cerrarlos.
Desde su construcción, las torres de la central de Limerick, iluminadas a lo lejos, se habían convertido en una señal de mal augurio. Tanta energía contenida. La silueta de aquellas enormes ubres blancas que se ensanchaban como cráteres.
Me quedé en el coche con el durmiente Hamish y dirigí la vista a las oscilantes extensiones de cultivo y más allá de las copas de los árboles, iluminadas a contraluz por los focos que rodeaban las torres.
Natalie y yo habíamos hablado de hacer una excursión a la central para comprobar cuánto lográbamos acercarnos, pero el plan nunca llegó a concretarse. Era como si hubiéramos acordado tácitamente que era mejor mantener aquella imagen lejana, que la realidad resultaría decepcionante. Siempre nos habíamos referido a aquella imagen como «el futuro sin futuro».
Cuando supe que estaba embarazada de Emily llamé a mi padre a la oficina. Había ido al centro médico estudiantil de Madison a hacerme un análisis de sangre. La enfermera que me llamó para comunicarme el resultado me recomendó que me apuntara a las sesiones informativas sobre control de natalidad. Me senté en círculo junto a otras chicas y me di cuenta de que yo era la única que sonreía. Yo lo quería, a él, a ella, a quien fuera que estaba en mi interior y era parte de Jake y parte de mí.
—No todo el mundo querría un hijo siendo tan joven —dijo mi padre—. Yo me alegro, Helen. ¿Y Jake?
Jake estaba sentado en la vieja silla del comedor, prestándome su apoyo en silencio.
—También.
— ¿Niño o niña? —me preguntó—. ¿Qué preferirías?
—Me da igual, papá. He pensado en ello y la verdad es que no me importa.
—Entonces deja que sea egoísta y te diga que me encantaría tener una nieta. Sería como recibir la visita de una pequeña Helen.
Después llegó el momento de decírselo a mi madre. Marqué el número de casa e identifiqué la KYW de fondo. Era la emisora de noticias que escuchaba todo el día. Boletines informativos sobre homicidios, incendios y muertes extrañas.
—Y bien, ¿estás orgullosa? —preguntó.
— ¿Qué?
—Estás desperdiciando tu vida, lo sabes, ¿no? Echándola por la borda.
Miré a Jake—.
— ¿Mamá?
— ¿Qué?
—Voy a tener un hijo.
— ¿Y qué quieres? ¿Un premio?
Jake debió de notarme algo en la expresión porque se levantó y me quitó el auricular de la mano.
—Señora Knightly, ¿no le parece una noticia estupenda? La idea de ser padre me hace inmensamente feliz.
Ocupé la silla que Jake había dejado vacía y lo miré maravillada. Pese a haber entrado en el estado de confusión que mi madre solía causarme, sentí que si lo miraba a la cara y escuchaba su voz lograría regresar al mundo nuevo que Jake y yo habíamos formado. Un mundo que no estaba gobernado por mi madre.
Casi ocho años más tarde, también fue a mi padre a quien acudí, y fui a buscarlo a la iglesia católica del barrio. Estaba de vuelta en la ciudad, pero cuando llamé a mi madre no se lo dije. No quería verla hasta haber hablado con él.
Un hombre que trabajaba con mi padre le había hablado de los cada vez más elevados costes de mantenimiento de la parroquia de Saint Paul, y mi padre le había sugerido al sacristán que se hiciera con unas cuantas ovejas. Con todas aquellas antiguas losas que sobresalían y se amontonaban torcidas en el suelo, las ovejas mantendrían la hierba a raya mejor que cualquier cortacésped, y además su técnica era exacta, dijo mi padre. «Ni siquiera hará falta repasarla.» Aunque no tenía relación con la iglesia, se había ofrecido a ocuparse de los animales cuando le fuera posible.
Las niñas y yo nos acercamos a él desde el aparcamiento de la parroquia. Llevaba a Sarah en brazos, aunque en Madison le había dicho que, a sus cuatro años, era ya demasiado mayor para que mamá cargara con ella a todas partes. Emily, sin embargo, sonrió por primera vez desde que las metiera a ellas dos y a las tres maletas en el Escarabajo.
«¡Abuelito!», gritó. Estábamos cerca de la tapia del cementerio cuando Sarah se deslizó por mi cuerpo y se plantó en el suelo. Mi padre se volvió y al vernos soltó el rastrillo. Emily se las arregló para franquear la tapia con sus saltitos de caballo mientras yo volvía a tomar a Sarah en brazos y la pasaba por encima.
Después de conocer a las ovejas, Sally, Edith y Phyllis, y una vez que mi padre les hubo enseñado cómo las cuidaba —limpió su cobertizo de madera y rellenó los cuencos de la comida y el agua— y hubo charlado con Emily sobre un niño de la escuela que la tenía asustada, las niñas se quedaron jugando entre las tumbas.
Mi padre y yo dimos un paseo.
—Se te nota en la cara —me dijo en voz baja mientras cruzábamos el cementerio y nos adentrábamos en la zona nueva donde una cortacésped, no las ovejas, se ocupaba de mantener limpias las losas.
—Vamos a divorciarnos —dije.
Sin decir palabra, ambos nos sentamos en un banco de mármol blanco donado por una familia que había perdido a tres de sus miembros en un accidente de tráfico.
Estuvimos un rato en silencio y rompí a llorar.
—Siempre pienso en la gran cantidad de vida que hay en el cementerio —dijo mi padre—. Las flores y la hierba no crecen tanto en ningún otro lugar.
Apoyé la cabeza en su hombro. Había llegado a cierto grado de cariño con Jake y sabía que lo echaría de menos. Noté casi de inmediato que mi padre se sentía incómodo. Se apartó de mí unos centímetros y levanté la cabeza.
— ¿Has visto a tu madre? —preguntó.
—No me sentía capaz —respondí—. La he llamado desde una cabina y me ha dicho dónde estabas.
— ¿Volverás a casa?
—Me gustaría estar cerca de ti —respondí—. Pero creo que las niñas necesitan…
—Claro. Claro.
Me di cuenta de que su cabeza se ponía en marcha como había esperado que hiciera. Pensé en el pequeño reloj con la parte de atrás de cristal que había encima de su cómoda, en la fascinación que de pequeña —ejercían sobre mí las ruedas de engranaje que se movían detrás del cristal biselado.
—El señor Forrest tiene un amigo que es agente inmobiliario —dijo—. Han construido una nueva urbanización cerca de la zona donde tu madre y yo nos planteamos ir a vivir. Bonitas casas de dos plantas.
—Pero…
—Será mi regalo. —Me dio unos golpecitos en la mano.
Me puse en pie y me alisé la falda. El viaje desde Wisconsin había sido largo y caluroso. Sintiéndome culpable, me quedé mirándolo mientras me daba la espalda y se acercaba al cementerio y a sus nietas. No quería depender de él.