Capítulo 11
Me abrí paso entre la multitud de estudiantes reunida a las puertas de la asociación. Westmore no se distinguía por sus alumnos brillantes ni tampoco por sus atletas. Se distinguía por ser una facultad de precio asequible, buena para las carreras de cuatro años con asignaturas como marketing o sistemas de asistencia sanitaria. El departamento de arte, al igual que el de inglés, era una anomalía consentida que se mantenía gracias a un surtido de ejemplares a los que Natalie y yo agrupábamos bien en fracasados bien en genios. El fundador de la facultad, Nathaniel Westmore, había sido artista y escritor antes de desaparecer a lo Thoreau en los bosques de Maine. El resultado fue que ambos departamentos eran relativamente independientes del resto del campus.
Los estudiantes de Westmore se vestían con ropa de saldo que se llevaba en Nueva York diez años atrás. En las contadas ocasiones en que mi hija Sarah me había acompañado al campus, su presencia había causado sensación. Siempre me había sentido orgullosa de que mis hijas vivieran en otros estados y hubieran elegido hacer sus vidas lejos de casa, aunque, muy a menudo, también me habría gustado poder subir al coche y hacerles una visita. Pero jamás le haría aquello a ninguna de las dos. Una de mis pocas virtudes era haber tenido una madre incapaz de venir a visitarme.
Subí por la rampa habilitada para las sillas de ruedas, dejé atrás el acalorado y momentáneo silencio de la doble puerta, y allí estaba Natalie, entre la marea de estudiantes treinta años más jóvenes que nosotras. Estaba sola, sentada a una mesa redonda cercana a la pared de ventanas que daba a la extensión pantanosa sin edificar.
Desde la asociación de estudiantes no se veía el viejo roble, solo la hierba poblada de juncos que muy pronto, tras las siguientes heladas, cambiaría de color y, con la llegada del invierno, cuando el viento agitara sus tallos secos, produciría un agradable sonido.
Tenía la mirada perdida a lo lejos, tal vez puesta en la autopista en que las grandes señales de tráfico se habían convertido en pequeñas salpicaduras de color verde y era imposible distinguir los coches.
Me di cuenta de que no se lo iba a decir. ¿Cómo hacerlo? Hasta entonces solo había pronunciado una vez aquellas palabras. «He matado a mi madre.» Repasé el nuevo vocabulario que había adquirido. «He matado a mi madre. Me he follado a tu hijo.»
Caminé hacia ella, apenas consciente de los estudiantes que pasaban a mi lado cargados con bandejas.
—Natalie.
Y allí estaban sus ojos, los ojos marrones de Natalie, los que llevaba viendo desde que era una niña.
Llevaba uno de sus vestidos Diane von Furstenberg de imitación en los que Diane von Furstenberg jamás se atrevería a imprimir su nombre. La tela tenía un estampado inescrutable que adornaba la mayoría de los cuerpos de mujeres de mediana edad, una especie de camuflaje deslumbrante ideado para que el ojo del observador no se fijara en la silueta que se ocultaba en su interior. Aquel vestido cruzado era del estilo que ambas considerábamos perfecto para desnudarse pero que yo había abandonado hacía tiempo. Llegó el día en que ver aquellos vestidos colgados de mi armario comenzó a deprimirme; su tela ligera y sus patrones indescifrables me hacían pensar en una sucesión interminable de prendas de carne gastada.
—Hola —dijo—. Cómetelo si quieres. Estoy a reventar.
Me senté frente a Natalie, que empujó la bandeja naranja pálido de la cafetería hacia mí. Había un pedazo de queso azul y un yogur sin abrir. Siempre había sido así. Ella pedía demasiado y yo me comía sus sobras.
— ¿Dónde estuviste ayer? —preguntó—. Te llamé un montón de veces. Incluso llamé al Teléfono Rojo un par de veces.
—En casa de mi madre —respondí.
—Me lo imaginaba. ¿Cómo está?
— ¿Podemos no hablar de eso? — ¿Un café? Sonreí.
Natalie se levantó con su taza. Los vigilantes de la cafetería nunca nos llamaban la atención cuando nos poníamos a la cola para rellenarlas de nuevo. Se daba por hecho que teníamos los mismos privilegios que los profesores.
Engullí el pedazo de queso y levanté la tapa del yogur. Cuando Natalie regresó ya casi me había terminado mi desayuno de segunda mano. El café —caliente, aguado, flojo— acabó de saciarme el apetito.
— ¿Qué te pasa? —preguntó.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces algo inquieta. ¿Es por Clair?
Pensé en respuestas evasivas. Podría haberle dicho que no todo el mundo se toma media botella de vino y un somnífero antes de acostarse, o que no todo el mundo se folla en secreto a un contratista de obras de Downington… pero no lo hice. Hasta donde pudiera, iba a decirle la verdad.
—He visto a Jake —respondí.
Fue como si hubiera oído un disparo. Golpeó la mesa con las palmas de las manos y se inclinó sobre la mesa.
— ¿Qué?
— ¿Recuerdas cómo solía despertarme cuando las niñas estaban durmiendo? ¿Con las piedras que encontraba en los geranios de los vecinos?
—Sí, sí.
—Pues así me ha despertado esta mañana, sobre las cinco. Estaba frente a la valla del jardín, tirando piedras. Hemos pasado la mañana juntos.
— ¡Helen, ahora creo que no estás lo suficientemente inquieta! ¿Qué está pasando?
—No lo sé. ¿Cómo está Hamish?
— ¿Desde cuándo te importa? ¿Cómo está Jake?
Le conté que estaba viviendo en Santa Bárbara, en casa de un magnate de la informática al que todavía no conocía. Que le estaba haciendo un encargo. Que una mujer le cuidaba los perros, Milo y Grace, y que tenía previsto viajar a Portland a visitar a Emily y a los niños. Mientras le contaba lo poco que sabía me di cuenta de que no sabía demasiado.
— ¿Y por qué ha venido a verte?
Me retumbó en la cabeza: «No quería el divorcio».
—Aún no estoy segura —respondí.
Levanté la taza de café y fingí que me calentaba las manos con ella. Cuando Natalie me miró, con aquella mirada suya de «Me ocultas algo», sentí que me temblaban los codos, apoyados sobre la mesa. Un segundo más tarde, ya había derramado todo el líquido hirviente.
Natalie se levantó del banco. El café había llegado hasta la manga de su vestido, pero la mayor parte se concentraba en el centro de la mesa, filtrándose y empapándome los pantalones. No me moví. Sentí que el agua caliente me quemaba los muslos. Me resultó una sensación agradable. Vi el reloj que había en la pared de enfrente. Eran las 9.55.
—Hora de ir a clase —dije.
Y entonces oí mi voz. No tenía entonación. Siempre se lo había contado todo, y ahora, en tan solo veinticuatro horas, había hecho más de lo que la mejor de las amistades podría soportar.
Por un momento me pregunté qué diría Natalie si le propusiera marcharse conmigo a algún lugar, marcharnos juntas, mudarnos a otra ciudad y tal vez abrir la tienda de ropa con la que ella siempre había soñado. Estaba ajustándose el vestido y limpiando de su bolso las salpicaduras de café. «¿Te acuerdas de cuando montábamos en bici? —sentí ganas de preguntarle—. ¿Te acuerdas de aquel empollón que vivía al lado de tu casa y tenía un timbre en el manillar? ¿De cómo lo hacía sonar todo el tiempo?» Recordé que aquella mañana había visto al señor Forrest. Y de repente vi a la señora Castle hablando con la policía, sus brazos arqueados en el aire mientras lo hacía. ¿Lo había visto en realidad? ¿O tan solo hablaba tranquilamente con ellos? ¿Tomaban nota los agentes? ¿O solo la escuchaban? Traté de recordar cuántos coches de policía había en el lugar. Dos en el lado de la casa de mi madre y otro en la esquina. El furgón forense y la ambulancia se habían detenido frente a la casa de la señora Leverton. Podría llamar al hospital y averiguar qué le pasaba, pero a Jake no le parecería bien. Sería como meterme en la boca del lobo.
—Te ha afectado mucho verle —oí que decía Natalie.
Levanté la vista para mirarla. Veía los contornos borrosos y de repente su voz pareció llegarme de muy lejos.
—Bueno, hora de desnudarse. Y después tú y yo iremos a algún lugar y hablaremos de hombres. Yo también tengo noticias —dijo Natalie.
Aquello me hizo bien. Me gustaba que tuviera intención de hablarme del contratista. Era cuanto necesitaba —la futura confianza de mi amiga— para que mis piernas se pusieran en marcha y conseguir levantarme.
Salimos de la asociación de estudiantes y bajamos por la pendiente asfaltada que llevaba a la así llamada Cabaña de Arte. Jamás había entendido aquel mote, porque si algo parecía el edificio de arte era una pésima imitación de un complejo de oficinas. Un complejo que no había llegado a levantarse más de dos plantas y al que hubieran arrancado el techo para reemplazarlo por un enorme parche de conglomerado y alquitrán. En su interior, no obstante, estaban las cabañas. Los rincones cálidos y oscuros de los estudios más grandes en los que muchos de los profesores adjuntos pasaban la noche, ya que las condiciones del edificio de arte solían ser mejores que las de las casas que alquilaban en los alrededores, sobre todo en invierno. En la Cabaña de Arte podías poner la calefacción a tope y la factura llegaba a la universidad. Mientras cruzábamos la puerta y subíamos los tres escalones que conducían al pasillo del primer piso, pensé que tal vez debiera mudarme a aquel edificio. Seguro que quedaba libre algún recoveco acogedor. Lo que entonces aún no había descubierto era que ya estaba comenzando a maquinar. Parte de mi cabeza había comenzado a planear la huida.
Vi que Natalie me saludaba con la mano antes de entrar en la clase 230, la Sala Caliente. Pensé que era injusto que Natalie tuviera siempre la suerte de que le tocara aquella clase y me pregunté si habría un trato de favor hacia mi amiga por parte de los encargados de asignar las clases al inicio de cada semestre. No sería de extrañar. Ni Gerald, otro modelo, ni yo repartíamos magdalenas y vino entre los empleados de administración. Nunca dejábamos lápices de Halloween con la goma en forma de vampiro, o calabaza, o fantasma, en el buzón de secretaría.
Entonces pensé que no quería encontrarme con Gerald. Su madre había muerto en un incendio el año anterior. La mujer había dejado un cigarrillo mal apagado antes de acostarse y Gerald se había despertado en el suelo, esforzándose por tomar aire. Logró salir justo a tiempo, pero su madre, según le dijeron, había muerto por inhalación de humo antes de abrasarse. Desde entonces, cada vez que me encontraba con él, me decía «Mi madre ha muerto», en mitad de una conversación sobre el tiempo o sobre las poses que adoptábamos en clase. A Natalie siempre le había parecido poco avispado, y aquella nueva costumbre suya parecía confirmarlo, pero mientras avanzaba por el pasillo en dirección a mi clase no pude evitar pensar que era un auténtico genio. ¿Cómo supieron los bomberos que fue su madre quien dejó el cigarrillo mal apagado sobre la mesita de noche?
—Hola, Helen. ¡Estás estupenda! —me dijo una de las estudiantes.
Se llamaba Dorothy, era la mejor alumna de la clase y una pelota insufrible.
Noté que uno o dos estudiantes se fijaban en mí. Estaban preparando los carboncillos, desgastados y manchados tras años de uso.
Me dirigí al biombo de tres bastidores detrás del que me vestía o me desvestía. Eché un rápido vistazo al objeto colocado en la tarima y a lo que adornaba la cortina que servía de fondo. Era una pila. También había una esponja y un peine. De la cortina colgaba un enorme cuadro de una bañera antigua. No me sorprendió. Pensé «Bañera», me coloqué detrás del biombo y me senté en la silla negra de madera para quitarme los zapatos y acercarme las chanclas de bambú.
Mientras me entretenía con la idea de que Natalie me hablaría del contratista me llegó el punzante olor a lejía de la antigua bata de hospital que colgaba de la percha metálica que había en una de las paredes del biombo. Natalie y yo creíamos que la mujer que lavaba la ropa del edificio de arte temía contraer la enfermedad de los modelos al natural. En consecuencia, utilizaba tanta lejía que nuestras batas no tardaban en tener un aspecto desgastado, como de papel de seda. Pero el aroma de su miedo, patente en el de la lejía, me sirvió para concentrarme en mi tarea. Oí que Tanner Haku, un grabador japonés que había terminado en Pensilvania después de haberse pasado veinte años dando clases por todo el mundo, entraba en la habitación y saludaba a sus alumnos. Comenzó a hablar del estilo individual en la representación del desnudo.
Me quité el jersey y lo lancé al pequeño baúl que había debajo de la ventana que tenía a mi lado. Metí los zapatos en el otro baúl. Aún llevaba los vaqueros negros y la enagua de mi madre. Al otro lado del biombo, oí a Tanner Haku citando a Degas: «El dibujo no es la forma sino la manera de ver la forma».
Pero no mencionó a Degas. Si mencionara a Degas tendría que explicar quién era Degas y qué significaba Degas para él. Tendría que entregar mucho más de su alma en aquella clase de lo que estaba dispuesto a hacer.
Me desabotoné los vaqueros y me puse en pie para quitármelos.
—Eso no tiene sentido —dijo un chico de voz aflautada.
Entonces oí el ruido sordo en el interior del pecho de Haku. Después de tantos años, aunque fuera solo la modelo, también yo sentía ese ruido dentro de mí. Pero la afirmación contundente con la que aquel chico acababa de rebatir cien años de historia me dejó indiferente. De algún modo me hizo saber que, ocurriera lo que ocurriese, todo seguiría como hasta entonces, conmigo o sin mí. Gerald se acercaría y diría «Mi madre ha muerto», y los estudiantes, incómodos, asentirían con la cabeza, pero él subiría a la tarima y ellos acometerían un trabajo un tanto distinto —Hombre subido a un pedestal en lugar de Mujer en el baño—, y después los entregarían y Tanner los evaluaría con desgana mientras escuchaba ópera a todo volumen y bebía ginebra.
—Helen nos hará una serie de poses en las que representará a una mujer en el cuarto de baño.
Oí algunas risitas ahogadas mientras dejaba los vaqueros enrollados al lado del jersey. «Ah, los está provocando», pensé y sentí un sobresalto que me paralizó.
Mientras les daba los detalles, sabía que estaría señalando la pila y la pequeña toalla que había en la tarima y el cuadro de la bañera antigua. Sabía que debía darme prisa en desnudarme. En unos momentos Tanner diría: «Helen, cuando quieras». Pero aún no me había quitado la enagua de mi madre. Noté la suavidad de la vieja tela en contacto con mi piel. Me quité las bragas y después me desabroché el sujetador, que deslicé por debajo de los finos tirantes de la enagua. Por un momento pensé en Hamish, esperándome. Lo imaginé tumbado en el sofá del salón de Natalie. Entonces la imagen cambió y de repente tenía la cabeza cubierta de sangre. Dejé la ropa interior en el baúl, encima de los pantalones y el jersey.
Todo cuanto implicaba desnudarme en Westmore tenía su ritmo. Entraba en clase, saludaba a unos cuantos estudiantes, miraba la tarima y me escondía detrás del biombo. Empezaba a desnudarme cuando llegaba el profesor y seguía haciéndolo mientras él soltaba el discurso que precedía a mi aparición. Nuestra ropa tenía un lugar asignado en cada clase. En la que posaba Natalie había una vieja taquilla de metal rescatada del viejo gimnasio. En mi clase estaban los baúles y una silla de respaldo alto. Mientras deslizaba la mano por la tela color pétalo de rosa y me tocaba el pecho, el estómago, la leve curva de la cadera, pensé en mi madre. Pensé en el hecho de que Westmore siempre había sido un refugio para mí. Salía, despojada de todo, y me colocaba delante de los alumnos, que me dibujaban. Nunca había sido tan inocente como para creer que aquello significara que en realidad me veían, pero el proceso metódico de desnudarme, el hecho de subir a la tarima enmoquetada, incluso el escalofrío que me recorría el cuerpo, a menudo me parecía de lo más revolucionario.
Oí que los estudiantes abrían sus grandes cuadernos de bocetos por una hoja en blanco. Tanner estaba llegando al final de su breve e inútil explicación. Me quité la enagua por la cabeza y me calcé las chanclas de bambú. Dejé la enagua en la silla y descolgué la bata de hospital de la percha. Me apresuré a cubrirme. —Helen, cuando quieras.
Miré la enagua. Era mi madre lo que estaba en aquella silla. Sentí ganas de soltar un grito de terror pero me contuve. ¿Actuó el instinto de supervivencia en aquel momento? ¿Fue eso lo que me llevó a hacer lo que hice? Como si fuera uno de los pequeños adornos de mi casa que ya no quería, enrollé la enagua de mi madre y la lancé detrás de los baúles, contra la pared enlucida. Allí se quedaría, sin duda, durante un buen tiempo. Una vez Natalie perdió un anillo y pasaron meses antes de que un profesor tan aburrido como para cambiar los muebles de lugar en mitad de la clase lo encontró.
Salí de detrás del biombo con la bata de hospital anudada a la cintura, mis chanclas y el movimiento de los estudiantes como únicas fuentes de sonido. Subí los dos escalones que conducían a la tarima enmoquetada y Tanner me dio un librito. Tanto Natalie como yo lo conocíamos bien. Poco más grande que la palma de mi mano, formaba parte de una serie de pequeños libros de arte publicados a finales de los cincuenta que llevaban años dando vueltas por las clases. Aquel libro reproducía quince láminas en color y se titulaba, sencillamente, Mujeres arreglándose.
—Lo tengo claro —dije, ofreciéndole el libro a Haku.
—Haremos una rotación. Primero dales una pose de tres minutos. Diez, nueve, siete, cuatro y terminas con la dos, que puedes aguantar durante un poco más de tiempo, si quieres. ¿Te sabes las láminas?
—Sí —respondí.
En otras circunstancias habría dicho los títulos en el orden que me había pedido, pero en aquel momento no le prestaba atención. Concentré toda mi atención en Dorothy, la mejor estudiante de la clase. Decidí que luciría para ella el asesinato de mi madre en la piel.
Para mi primera pose tenía que dar la espalda a los alumnos, de modo que me volví mientras Tanner se alejaba de la tarima. Me fijé en el cuadro de la bañera que colgaba de la cortina, me quité la bata y la sostuve con la mano derecha, como si fuera la toalla que aparecía en Mujer secándose después del baño. Me incliné, como hacía ella, y agaché la cabeza para mostrarles un medio perfil. La clase se llenó de inmediato con el sonido de los trazos furiosos de los estudiantes, como si ellos fueran las cámaras y yo el sujeto que hubieran de cazar al vuelo. Muy pocos, entre ellos Dorothy, tenían el don de la consideración.
Tres minutos era una concesión para los estudiantes. Al final del semestre tendrían que hacerlo en tan solo dos. Pero yo era capaz de aguantar poses durante mucho más tiempo, siempre lo había sido. Quedarme totalmente quieta se me había dado bien desde el principio.
—Parece que hayas nacido para esto —me dijo Jake una vez.
Entonces era mi profesor. Mi Tanner Haku, y a mi modo de ver, yo era su Dorothy. Pero yo no tenía el talento de Dorothy.
—Tienes una piel tan hermosa —me había dicho Jake.
Y yo me aferré a ello. Como si tuviera la sensación de que, si volvía a decirlo, algo se rompería en mi interior. Y lo hizo. Lo dijo cuando se dio cuenta de que tenía frío y estaba casi temblando. Se acercó a mí —estaba tumbada y se me había dormido el costado—, y se quedó allí de pie, mirándome. Temí que en cualquier momento dijera: «¿Sabes qué? Me he equivocado. Eres horrible. Ha sido un error».
—Estás amoratada de frío —dijo.
—Lo siento —respondí, intentando con todas mis fuerzas evitar que me castañetearan los dientes. Tenía dieciocho años, nunca había visto a un hombre desnudo y mucho menos había estado desnuda frente a uno.
—Relájate —dijo.
Se colocó detrás del biombo del estudio y lanzó una manta por encima que aterrizó sobre mí. La aspereza de la lana se sentía como una agresión, pero tenía demasiado frío para quejarme.
—He encendido la tetera. Te prepararé una taza bien caliente. También tengo sopa de fideos, si te apetece.
Sopa de fideos como afrodisíaco. Más tarde le pregunté a Jake si entonces ya sabía que haría el amor conmigo.
—En absoluto. Cuando te vi con aquel ridículo vestidito rosa estuve a punto de echarme a reír.
—Era de color coral —lo corregí. Me había dejado en él todo mi dinero.
—Cuando te lo quitaste me enamoré.
— ¿Entonces te pareció el vestido adecuado?
—Cuando cayó al suelo.
Seguía envuelta en la rugosa manta cuando Jake regresó con dos tazas de té.
—Gracias, Helen —dijo, y dejó la mía en el suelo. Recuerdo que aún tenía demasiado frío para alcanzarla—. Has hecho un trabajo extraordinario.
Guardé silencio. .
—Y tienes una piel realmente fantástica, en serio —dijo.
Rompí a llorar. Por el frío y por la nieve amontonada en el exterior, por lo lejos que estaba de mi casa y de mi madre. Jake dejó la taza en el suelo y me preguntó si podía abrazarme.
—Hummm…
Me rodeó con los brazos y apoyé la cabeza en su hombro. No podía dejar de llorar. — ¿Qué te pasa?
¿Cómo iba a decirle algo que me parecía tan ridículo? Tanto tiempo soñando con alejarme de mi madre y ahora la echaba de menos. Durante aquel primer semestre, esa sensación me persiguió como una sombra.
—Es solo que tengo mucho frío —respondí.
— ¡Cambio! —bramó Haku.
Los estudiantes dieron los toques finales a lo más evidente de Mujer secándose después del baño, que no era aquello que a muchos de ellos aún les daba vergüenza dibujar: mi culo. Cada vez que ojeaba los dibujos de los alumnos de primero veía que centraban su atención en los detalles accesorios. La vez que posé para el Centro de Ancianos no ocurrió así. Aquellos hombres y mujeres se metieron de lleno en la tarea, conscientes de que el tiempo era limitado.
— ¡Mujer en el baño! —anunció Tanner orgulloso.
Entonces no hubo risas. Los estudiantes estaban concentrados, y después de soltar la bata que me había servido de toalla me incliné sobre la pila de metal, sostenida en una silla, y cogí la esponja con la mano derecha. Me volví hacia la clase y me cubrí los pechos con el brazo derecho mientras me acercaba la esponja a la axila izquierda, como si me estuviera lavando.
Aquella pose siempre me había resultado incómoda. Me obligaba a mirarme la axila y a cobrar demasiada conciencia de mi propio cuerpo. Con el paso de los años, cada vez tenía más manchas en el pecho y en los hombros, y la piel tersa con la que había sido bendecida se había vuelto fláccida a pesar de las posturas invertidas de las que era capaz en clase de yoga. Al fin y al cabo, la flexibilidad no anulaba la gravedad. Me encontraba en el límite entre una Venus que aún lo tenía todo en su sitio y La madre en cueros de Whistler. De repente, mientras la esponja seca seguía detenida junto a la delicada piel de mi axila, se me ocurrió que si hubiera sido menos flexible, si no hubiera estado en forma, no habría podido cometer ninguno de los delitos de los que ahora era culpable. Me habría sido imposible levantar y arrastrar a mi madre. Que Hamish me hubiera encontrado atractiva, impensable.
— ¿Helen? —dijo Tanner, y se acercó a la tarima. Me llegó el olor a las cápsulas de ajo que tomaba a diario.
— ¿Sí? —pregunté, manteniendo la pose.
—Da la impresión de que estás temblando. ¿Tienes frío?
—No.
—Concéntrate —ordenó—. Dos minutos más —anunció a la clase.
Cinco años antes, a altas horas de la noche, Tanner había decidido dibujar el esqueleto de un conejo que había visto en una vitrina polvorienta en el viejo edificio Krause de biología. Me había llevado a la inauguración de una exposición de arte y habíamos terminado abriéndonos paso con una linterna en un edificio a oscuras que aún no había sido restaurado. Encontramos muchas vitrinas, pero no la que andábamos buscando, y nos quedamos paralizados como niños traviesos al oír el crujido de la puerta de salida en el piso de abajo, y a Cecil, el viejo vigilante de seguridad, gritando en mitad de la oscuridad: «¿Hay alguien ahí?».
El año siguiente, durante la restauración del Krause, pasé por allí y vi algunos huesos que sobresalían de un contenedor. Sin preocuparme que alguien pudiera verme, me levanté la falda y subí a uno de los bloques de hormigón que una grúa había dejado en el lugar, aún envuelto en su malla de acero, para ver qué había en el contenedor. Allí estaba el esqueleto del conejo, tumbado sobre un costado.
El esqueleto, en tan buen estado como cabía esperar, se había convertido en la pieza principal de una colección de objetos encontrados que Tanner había dispuesto en la larga y alta repisa que rodeaba la clase. A veces era lo primero que veía nada más entrar: los delicados huesos del conejo junto a las rocas de distinta forma y tamaño, el ojo de Dios que había dibujado el hijo de una estudiante y la interminable colección de cristales de playa que Tanner recogía en sus viajes solitarios a las costas de Jersey.
Ahora sentía la amenazante presencia de aquel esqueleto a mis espaldas y no podía librarme de la imagen de mi madre, pudriéndose capa a capa hasta quedarse en los huesos. Había algo en aquella idea, la lenta muda hacia el calcio amarillento que debe mantenerse inmóvil para evitar la disgregación, que me resultaba a un tiempo terrorífico y tranquilizador. La idea de que mi madre era eterna como la luna. La naturaleza ineludible de aquel hecho me dio ganas de reír. Viva o muerta, la madre o la ausencia de la madre siempre determinaba la vida de una persona. ¿Acaso había pensado que sería fácil? ¿Que su sustancia, desmenuzada, me haría sentir que me había vengado? La había hecho reír con mis tonterías. Le había contado historias. Me había convertido en una imbécil a merced de otros imbéciles, y con ello había logrado que no se perdiera nada cuando decidió volver la espalda al mundo.
Entregándole por completo mi vida compraba breves espacios de tiempo. Podía leer los libros que quisiera. Podía plantar las flores que me gustaran. Podía conducir hasta Westmore y posar desnuda en una tarima. Solo cuando me creí Ubre descubrí lo aprisionada que estaba.
— ¡Cambio!, —bramó Haku. Su tono me transmitió que debía esmerarme en las poses.
Una bendición, aquella, después de lo violenta que había resultado la anterior. Me senté de lado en la silla, consciente de que los estudiantes tendrían que imaginarse el borde de la bañera junto a mi cuerpo. Que mi culo tendría que parecer redondeado, y no cuadrado como me lo dejaba la silla. De nuevo, cogí la bata de hospital y la utilicé a modo de toalla. Después del baño, mujer secándose la nuca siempre me permitía darme un rápido masaje en los hombros antes de volver a quedarme inmóvil.
Oí que algunos estudiantes se quejaban de la falta de tiempo. Querían que las poses duraran más. Había un chico que me caía especialmente mal, aunque en ocasiones sentía que era demasiado dura con él. La primera semana de clase, cuando me presenté y les hablé un poco de mí y de mis hijas —dónde vivían y a qué se dedicaban—, el chico me dijo: «Entonces tendrás, al menos, la edad de mi madre». Como mi orgullo no conocía límites, le contesté que tenía cuarenta y nueve años. Las dos palabras de su respuesta, que después le repetí a mi madre entres risas, fueron: «¡Menudo asco!».
—Una vez intenté seducir a Alistair Castle —me dijo ella.
Permanecí inmóvil y la miré. Cuando cumplió los ochenta comenzó a contarme cosas que ignoraba. Como que un amigo de su padre la había tocado de manera inapropiada. O que después del accidente de mi padre habían dejado de tener «relaciones». O que no le importaba demasiado Emily pero le gustaba enterarse de los fracasos de Sarah en las audiciones. «Imagina tener que pasar una audición para ser camarera», decía, encantada con la idea de que en Nueva York trabajar en un restaurante fuera tan competitivo que los aspirantes hubieran de superar una prueba.
Con cada una de aquellas inesperadas revelaciones me volvía más insensible, un arte que había desarrollado con el tiempo a fin de extraer la verdad que se escondía tras los destellos.
— ¿Y cómo resultó tu estrategia de seducción? —pregunté, la cabeza dándome vueltas al pensar en el daño que le habría hecho a mi padre si se hubiera enterado.
— ¡Menudo asco! —respondió mi madre mirando la chimenea vacía, con los ladrillos pintados de negro—. Marlene Dietrich sabía lo que se hacía. Durante unos diez años puedes ponerte gomas en el pelo y estirarte la piel, pero después es mejor que te retires. Al menos entonces te vuelves misteriosa.
Sentí ganas de decirle que en términos de misterio le había tocado la lotería. Desde lo de Billy Murdoch hasta sus salidas envuelta en mantas, tenía el misterio garantizado, aunque este fuera más del estilo raro y escalofriante que del de mujer inaccesible.
Desvió la mirada de la chimenea y la clavó en mí. Me evaluó.
—Deberías considerar la cirugía plástica. Yo lo haría si tuviera tu edad.
—No, gracias.
—Faye Dunaway… —comenzó.
—Tetas, mamá. Si me hago algo será ponerme unas tetas monstruosas. Serviré en ellas la comida y tú podrás comer de la derecha y yo de la izquierda.
—Helen, eso es asqueroso —dijo. Pero había logrado que se riera.
Me levanté a bajar las persianas y encender la televisión para que viera sus programas de noche. Mientras lo hacía, justo antes de llegar a la otra esquina donde estaba el televisor, mi madre lanzó un dardo envenenado:
—Además, Manny y yo lo hemos hablado y creemos que te conviene arreglarte la cara. El cuerpo aún lo tienes bien.
Lo que me apeteció decir fue: «Me alegra saber que a Manny le gustaría follarme decapitada». Lo que dije fue:
—Parece que en lugar de La semana de Wall $treet dan un concierto en directo desde Boston.
Días más tarde llegó el resto de la historia.
—Hilda Castle estaba en el hospital por la histerectomía —dijo mi madre—. Y yo me ofrecí a él.
Aquella frase me causó repugnancia.
— ¿Que tú qué?
—Intenté seducirlo.
Yo sujetaba las toallas grandes de baño con las que la cubría para salir y ella se entretenía como hacía siempre que teníamos que ir al médico.
Me quedé frente a la puerta y desplegué la primera toalla para colocársela sobre los hombros a modo de toquilla. Era la de seguridad. Si por alguna razón la toalla que llevaba en la cabeza se le caía, podía levantar rápidamente la otra y cubrirse.
Me miró a los ojos, su piel de pergamino ensombrecida bajo el verde alga de la toalla.
— ¿Sarah folla?
Sabía que era mejor pasar por alto el comentario.
—Llegamos tarde a tu cita con la máquina —respondí.
Tenían que hacerle una resonancia magnética y estaba muerta de miedo. Semanas antes había llegado a su casa y la había encontrado tendida en el suelo del salón, con un despertador junto a la cabeza.
— ¿Qué haces? —le había preguntado.
—Practico.
Ir al médico era algo que no podía hacer por ella. Era su cuerpo el que tenían que manosear y pinchar, no el mío. El hombre al que mi madre todavía llamaba «el médico nuevo» pese a haber sustituido al antiguo médico de mis padres a principios de los ochenta, le había sugerido en dos ocasiones que tomara un sedante para que salir de casa no le supusiera un suplicio. Ella había asentido como si le pareciera un sabio consejo. La observé mientras doblaba la receta por el medio y después seguía doblándola, una vez y otra. Cuando llegamos al coche la receta ya era del tamaño de un sello, incluso más pequeña que las notas que recordaba haber encontrado en la habitación de Sarah cuando era una adolescente. «Mindy se ha tirado a Owen debajo de las gradas», se leía en las notas de Sarah. «Xanax 10 mg. Cuando sea necesario», se leía en las de mi madre.
Como hija suya podía recoger las recetas, y aunque ella no se medicaba, yo sí solía tomarme una de sus pastillas antes de bregar con ella para meterla en el coche. Me ayudaba a mantener las esperanzas en alto: si, gracias al sedante, estampaba el coche y nos mataba a las dos, la vida sería mucho más sencilla.
—Emily debe de follar porque está casada —dijo mi madre, pero mientras terminaba la frase le coloqué la toalla en la cabeza, atenuando el sonido. En realidad, era mejor que se centrara en temas como aquel. La agresividad era preferible a la otra alternativa, que era que gimoteara asustada mientras la bajaba por las escaleras de camino al coche.
Había hecho aquello demasiadas veces como para preocuparme por lo que pudieran pensar los vecinos. Manny me había dicho que muchos de los nuevos vecinos daban por hecho que mi madre había sufrido quemaduras y que las mantas y las toallas servían para esconder sus cicatrices.
—Pero es una anciana encantadora. Me sorprendió —dijo Manny.
—Si tú lo dices —respondí, y después Manny bajó al sótano a hacer algún trabajo misterioso por el que tendría que pensar cuánto iba a pagarle.
—Alistair Castle solo me miró —dijo mi madre, de pie junto a mí, debajo de las toallas—. Y después dejó de venir.
—Y empezó a hacerlo Hilda —dije.
—Su marido la rechazó después de la operación. Teníamos eso en común.
— ¿Una histerectomía?
—No, el rechazo sexual —aclaró mi madre. Se había levantado la toalla lo justo para asegurarse de que la oyera.
—Entiendo —respondí.
— ¡Cambio! —bramó Tanner.
Oí que los estudiantes se inquietaban. No solían ser capaces de mantener la atención durante más de tres poses. Los ajustes que tenía que hacer para Mujer lavándose en la bañera eran mínimos. Solo tenía que inclinarme un poco más y cambiar la bata que hacía de toalla por la esponja, que debía apoyarme en la nuca. Me dolían los hombros, pero estaba muy acostumbrada a aquella sensación. De repente levanté la mirada y vi a Dorothy detrás de su caballete. Me miró fijamente.
Jake venía de una familia que rezaba. Emily había tomado el relevo asegurándose de cubrir todas las bases: espiritualismo New Age, evangelismo cristiano y un sentido ecuménico de la inclusión que rayaba en lo sublime.
Recordé a mi padre cuidando las ovejas del cementerio para una iglesia a la que nunca había pertenecido. Las iglesias le daban escalofríos, decía. «Prefiero estar ahí afuera, con los muertos.»
En las semanas que siguieron a su suicidio, recordaba aquella frase y le atribuía más significado del que probablemente tuviera. Lo hacía con todo. Recordaba la dulzura con que había besado a Emily y a Sarah días antes. Me sorprendió lo bien colgados que estaban sus trajes en el armario, tanto que hasta Jake se fijó en que uno de ellos acababa de salir de la tintorería, listo para ser usado. Fui a su taller en busca de una fotografía que había visto allí cuando era niña.
Seguía en su mueble de las herramientas. Me quedé mirando al chico que con el tiempo se convertiría en mi padre y que terminaría quitándose la vida. ¿A qué momento se remontaba?
Levanté la fotografía y marqué el número de Jake en Wisconsin. En aquel momento su obra comenzaba a despertar interés y se había decidido a solicitar una beca Guggenheim para trabajar en el extranjero. Hacía poco que se había marchado de la casa que habíamos compartido y vivía en una casa alquilada a las afueras de Madison: una casita de madera anexa a una mansión situada a orillas de un lago.
—Cuéntamelo todo —dijo.
—No puedo.
Había sido capaz de soltar la noticia, pero no de utilizar la palabra exacta: «suicidio». Así pues, Jake comenzó a hablarme del agua del lago. De la puerta trasera de su casa, que se abría a un corto tramo de escalones de cemento que iban a parar directamente al agua; de que, dependiendo de la estación, el agua llegaba a pocos centímetros de su puerta.
— ¿Dónde están las niñas? —preguntó en algún momento.
—Con Natalie. Yo estoy en la cocina. Mamá en el piso de arriba.
Me agarré con tanta fuerza al cordón del teléfono que las uñas se me volvieron blancas.
—Di algo —dijo Jake—. Habla.
Me situé frente a la ventana. Veía el taller de mi padre y el jardín trasero de los Leverton.
—El nieto de la señora Leverton estaba fuera, arrancando las hierbas del camino. La señora Leverton fue quien llamó a la policía.
Sentí un nudo en la garganta pero logré contener el llanto. Estaba ciega de ira y de confusión. Odiaba a todo el mundo.
—Pensé en él esta mañana, solo por un momento, a decir verdad. Llevaba a las chicas al campamento. A Emily le dieron ayer la insignia del pez volador. Estaba parada en un semáforo y oí la música del coche que teníamos detrás. Era Vivaldi, del estilo exageradamente dramático que haría sonreír a mi padre. El señor Forrest sabría reconocer la obra.
Aparté el taburete rojo de peldaños de la pared y lo llevé al centro de la cocina. Podía sentarme en él y ver el salón y la calle.
—Utilizó la vieja pistola de mi abuelo —dije.
Si me lo hubiera permitido, habría oído un crujido momentáneo al otro lado de la línea, tal vez el murmullo de la respiración de Jake, el ruido perplejo de la distancia que nos separaba. Le dije cuanto sabía, cómo encontré a mi padre al cruzar la puerta, que mi madre me parecía casi anulada, tanto me costaba concentrarme en ella, que la policía y los vecinos se habían comportado con tanta decencia, con tanta amabilidad, y que lo único que quería era arrancarles a cada uno de ellos la cara y lanzarlas todas, carnosas y húmedas, en el mismo suelo en que yacía mi padre.
Por fin, cuando ya llevaba un buen rato hablando, Jake dijo:
—Sé que te quería.
Me quedé boquiabierta. Pensé en el vodka que tenía en el congelador de mi casa. Me pregunté qué medicamentos —sedantes y analgésicos— quedarían en los armarios del baño y en los cajones de las cómodas.
— ¿Y esto es una demostración de amor? —pregunté. Jake no supo darme una respuesta.
Pensé en el sacerdote católico. Mi padre me había dicho que nunca lo llamaba por su nombre.
—Llamaba a mi padre David en lugar de Daniel cuando lo veía por allí, ocupándose de las ovejas.
— ¿Helen?
Era Tanner. Estaba a mi lado.
Me llegó el revuelo que se había levantado en el fondo de la clase. Con el cuerpo dolorido, me incorporé en la silla.
—Toma, ponte esto. —Me envolvió con la desgastada bata de hospital—. Han venido a verte unos hombres. — ¿Unos hombres? —Policías, Helen.
Por encima del hombro de Tanner eché un vistazo al fondo de la sala. De pie junto a la puerta, intentando no fijarse en ninguno de los dibujos de mi cuerpo desnudo, había dos hombres de uniforme. A su lado, también tieso como un palo pero vestido con ropa de calle, estaba el tercero. Tenía el pelo tupido y canoso y llevaba bigote. Echó una ojeada a la clase y al fin detuvo en mí su mirada.
—Chicos —dijo Tanner—, lo dejamos aquí. Retomaremos el trabajo en la siguiente clase.
Los caballetes trastabillaron mientras se recogían los cuadernos y se guardaban los carboncillos. Se abrieron mochilas y se conectaron teléfonos móviles, que emitieron pitidos y melodías y silbidos que confirmaban a los estudiantes que sí, que, tal y como creían, habían sucedido cosas más interesantes mientras ellos habían estado encerrados en el aula.
Me acordé del adorno navideño de fieltro que mi madre me había mandado a Wisconsin un año a mediados de julio. Estaba fabricado con minuciosidad, desde las cuentas cosidas a mano que formaban adornos, todos ellos distintos, hasta la lazada de la parte superior, cubierta de hilo de seda trenzado. En la tarjeta que venía en la caja se leía: «Lo he hecho yo. No desperdicies tu vida».
Mientras los estudiantes salían de clase, el hombre de la cazadora se acercó a la tarima.
—Helen Knightly —dijo, tendiéndome una mano—, soy Robert Broumas, de la policía de Phoenixville.
Su mano se quedó suspendida en el aire y le indiqué con un gesto que no podía mover las mías, aferradas a la bata por debajo del pecho.
— ¿Sí?
—Lamento comunicarle que tengo una mala noticia. — ¿Sí?
Pensé cómo prepararme para aquello, qué decir. La fiesta sorpresa sin sorpresa estaba a punto de empezar y no tenía ni idea de cómo debía comportarme.
—Una vecina ha encontrado a su madre esta mañana —dijo. Primero lo miré a él y después a Tanner. —No sé de qué me habla.
—Está muerta, señora Knightly. Tenemos que hacerle algunas preguntas.
No fui capaz de dibujar ningún tipo de expresión. El hombre me miraba con intensidad y yo era incapaz de hacer otra cosa que no fuera devolverle la mirada. Levantarme o bajar de la tarima me parecían reacciones cobardes, una confesión de mi culpabilidad.
Si hubiera podido desmayarme, el breve momento de inconsciencia habría sido gratificante, pero no pude. También había deseado desmayarme cuando descubrí a mi padre, pero en lugar de eso había tenido que oír la voz de mi madre.
—Ella me ayudará a limpiar —le dijo a los agentes de policía que tenía más cerca, y como a mí no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer, me dirigí a la cocina, llené de agua la vieja palangana del hospital y regresé al pasillo, donde me esperaba mi madre, descalza sobre el charco de sangre de mi padre—. Al final lo ha hecho —dijo—. Nunca creí que lo hiciera.
Sentí ganas de pegarle, pero los agentes nos miraban y, además, sostenía la palangana.