Jake y yo llevábamos casados poco más de un año cuando comencé a tener pesadillas. Aparecían cajas, cajas de regalo vacías que ocupaban espacio sobre las mesas o formaban un círculo debajo del árbol de Navidad. Pero aquellas cajas estaban empapadas y el cartón había oscurecido. Lo que aquellas cajas contenían eran trozos de mi madre.
Jake aprendió a despertarme despacio. Me ponía la mano en el hombro mientras yo farfullaba palabras al principio demasiado confusas para que pudiera entenderlas. «Estás conmigo, Helen, y Emily está a salvo en la cuna. Vamos a ver a Emily, Helen. Estás con nosotros.» Había leído en algún sitio que repetir el nombre de la persona dormida contribuía a devolverla al presente. Y así me hablaba hasta que notaba que salía a la superficie. Entonces yo abría los ojos, que seguían extraviados hasta que lo oía decir su nombre, y el de Emily, y el mío. Mis pupilas eran como las lentes de una cámara, tenían que ajustarse, reajustarse, enfocar. «¿Otro sueño de mutilaciones?», me preguntaba después. Despacio, regresaba de ese mundo en que yo misma había despedazado a mi madre y etiquetado las cajas. En el sueño mi padre solía estar en casa. Silbando.
Mientras salían los últimos estudiantes y Tanner gritaba en vano a sus espaldas los deberes para la clase siguiente, me dirigí al biombo para vestirme.
—La esperaremos fuera —dijo el detective Broumas.
Oí que se marchaban y el ruido de la puerta al cerrarse, pero no me vestí. Seguí sentada en la silla de madera, temblando, abrazada cada vez con más fuerza a la bata de hospital. Por fin lo había hecho y ahora el mundo lo descubriría.
— ¿Helen?
Era Tanner.
— ¿Estás bien?
—Ven aquí —dije.
Tanner rodeó el biombo y se arrodilló frente a mí. Una vez habíamos intentado acostarnos pero terminamos borrachos y deprimidos por el rumbo que habían tomado nuestras vidas. Cuando se arrodilló frente a mí me fijé en que se estaba quedando calvo en la coronilla.
—Tienes que vestirte.
—Lo sé.
Me miré las rodillas, que de repente me parecieron tener el mismo aspecto marmóreo que la piel de mi madre. Me vi las articulaciones, la grasa vertida en una planta de tratamiento de residuos animales. Hamburguesas Scarsdale hechas con carne de mis muslos y brazos y almacenadas en un congelador, a la espera de que las asaran o las doraran en una sartén.
—Todo saldrá bien —dijo Tanner—. Los polis meten un poco de miedo, pero solo te harán preguntas sobre la rutina de tu madre, cosas así. Yo pasé por lo mismo cuando murió mi casera.
Pensé en asentir, por un segundo incluso creí que lo hacía, pero era como si el cerebro se me hubiera partido por la mitad. Miré a Tanner.
—No estoy llorando —dije.
—No, Helen, no lo haces.
—Se acabó.
Tanner no conocía los detalles de mi vida, pero cuando nos emborrachamos le mencioné que sentía que mi madre me succionaba la vida día tras día, año tras año. Me pregunté si cabía la posibilidad de que supiera qué significaba «Se acabó», o si, a pesar de sus costumbres libertarias, le conmovía la imagen sentimentaloide que se tenía de las madres en todo el mundo.
—Deja que te ayude. ¿Es este tu jersey?
Se acercó al baúl y sacó el jersey junto con el sujetador, que también había guardado allí. Se apresuró a recogerlo del suelo mugriento.
—Lo siento —dijo.
Aunque Tanner me había visto desnuda semana tras semana durante años, en el momento que me deslicé la bata por los hombros y la dejé caer sobre el asiento me sentí como si nunca antes me hubiera desnudado delante de él. Tanner sostenía el sujetador como sostendría un vestido para ayudarme a ponérmelo. Cuando me di cuenta de que su intención era vestirme, me dije que, por difícil que me resultara, tendría que hacerme con el control y salir adelante.
Le quité el sujetador y me lo llevé al regazo. —Gracias, Tanner. Puedo hacerlo sola.
Me ofreció su mano izquierda y posé en ella la que tenía libre. Me levanté y él se inclinó levemente y me dio un beso en la cabeza. — ¿Te veo el lunes a las diez? En aquella ocasión sí asentí.
Me estaba abrochando los pantalones cuando entró Natalie.
— ¿Estás ahí detrás?
—Sí.
Apareció con su vestido de Diane von Furstenberg y una nube de perfume recién pulverizada. Tenía la cara llena de manchas. Se notaba que hacía poco que las lágrimas le habían humedecido las mejillas.
—Han entrado a buscarte en la doscientos treinta y dos. Me he vestido todo lo rápido que he podido. ¿Puedo darte un abrazo? —preguntó. En cualquier situación, incluso en aquella, irradiaba que para ello se me tenía que pedir permiso.
Su calor me hizo fundirme en ella, quererla como siempre había querido una madre. Sin embargo, mi cerebro animal me advertía de lo peligroso que era aquello. Las mismas cosas que me confortaban podían desatar lo peor de mí.
Sentí ganas de arañarla. De rasguñarle los generosos pechos y el pliegue de grasa en el estómago que, según había leído, a su edad se debía a «causas hormonales». Quería agarrar aquel ridículo pelo teñido y arrancárselo de cuajo. Y quería hacer todo eso porque no podía hacer lo que más deseaba: filtrarme en su interior y desaparecer.
Dejé que pasara la mano por las cortas cerdas que me cubrían la cabeza y que la bajara hasta la nuca. Dejé que me frotara los marcados omoplatos. Y lloré, solo un poco, incapaz de discernir si lo hacía porque era lo que debía hacer en aquellas circunstancias o porque el consuelo de Natalie me resultaba doloroso.
— ¿Dónde está Jake? —preguntó.
Me puso las manos en los hombros y me apartó de su cuerpo. La miré. Me alegré de que me hubieran asomado las lágrimas. ¿Servirían para despertar compasión? ¿Podría volver a hacerlo cuando fuera necesario?
Recordé nuestra coartada.
—No lo sé. Tiene que venir a recogerme. Había quedado con un antiguo alumno que ahora trabaja en la Tyler.
—Entonces llegará pronto. Puede venir con nosotras.
— ¿Con nosotras?
—A comisaría —dijo Natalie.
— ¿Qué?
—A tu madre la han asesinado, Helen. Tuve que sentarme.
— ¿No te lo han dicho? Creí que lo sabías. Intenté contener un gesto de dolor. — ¿Quién ha sido?
—Creí que te lo habían dicho, cariño. Lo siento. Vamos, ponte los zapatos. Enseguida te dirán todo lo que saben.
— ¿Tienen a algún sospechoso?
—No lo sé. Estaba hablando con un policía y entonces llegó otro, uno con cazadora, y lo interrumpió.
—El detective Broumas —dije. Mi voz articuló cada una de las sílabas con un tono monocorde. Me acordé de Jake y de nuestros votos: «¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo, hasta que la muerte os separe, en la salud y en la enfermedad y en las excentricidades criminales?».
—Los zapatos —dijo Natalie, y me los acercó con el pie.
La puerta se abrió y oí la voz de Jake en el pasillo.
— ¿Le queda mucho? —preguntó una voz familiar.
—Enseguida vamos —trinó Natalie—. Denos un minuto.
—Su marido está aquí. —Puede pasar.
—El detective le está haciendo algunas preguntas.
Natalie y yo nos miramos. Ya me había puesto los zapatos y, a efectos prácticos, no podía estar más lista.
Agarré el bolso y durante unos segundos de confusión pensé que la trenza de mi madre estaba aún en su interior. Suerte que le había hecho caso a Jake. De no haber sido por él, la trenza seguiría en la cama, enroscada como una serpiente.
— ¿Pintalabios? —preguntó Natalie.
—Bésame —ordené.
Y sin dudarlo, lo hizo. Apreté un labio contra el otro para extender el brillo. — ¿Lista? —Vamos.
—Es horrible lo que ha sucedido —dijo Natalie cuando estábamos ya cerca de la puerta—. Pero Jake está aquí. Los caminos del Señor son inescrutables.
No podía contarle a mi amiga que aquello no tenía nada que ver con el Señor y todo que ver con una sucesión de acontecimientos que yo misma había puesto en marcha menos de veinticuatro horas antes. La presión sobre las toallas, las mantas alrededor de su cuerpo roto, la enagua pétalo de rosa encajada entre el baúl y la pared, los restos de la trenza plateada en la taza de váter de mi casa. Todo aquello, igual que la llamada a Avery que había alertado a Jake, lo habían hecho las mismas manos que ahora sostenían mi bolso, que ahora sujetaban la puerta abierta, que ahora estrechaban la palma carnosa del detective Broumas.
Vi a Jake sentado a la mesa del profesor, en la clase de enfrente. Hizo ademán de levantarse, pero una mano en el hombro se lo impidió.
—Su marido está respondiendo unas cuantas preguntas sencillas —dijo el detective Broumas—. Me gustaría que usted hiciera lo mismo.
Me fijé en sus hombros. El negro azulado de la lana estaba salpicado de caspa. Los ojos, de un marrón intenso y cercados por tupidas pestañas, me recordaron a los del psicoterapeuta al que había ido durante cinco años tras la muerte de mi padre. «Explorar, explorar, explorar —le había dicho a aquel médico—. ¿No piensa hacer nada más?»
Un estudiante que llegaba tarde a su clase, auriculares a todo volumen, pasó frente a mí, volvió la cabeza como si fuera una cámara de seguridad y siguió su camino.
—Ya podemos irnos —dijo Natalie.
— ¿Irnos?
—Sí, detective. Me gustaría acompañarla a comisaría. El detective sonrió.
—No necesitamos tanta sofisticación. Creo que podemos buscar una clase vacía y sacarle partido.
Yo miraba a Jake. Le sobresalían los pies por delante de la mesa. Pese a su altura, a su madurez, en aquel momento me pareció estar viendo a un niño. Habiendo venido a ayudarme, habiéndose colado por aquella ventana, se había enredado inextricablemente en lo que fuera a suceder conmigo. Recordé nuestra versión. Se había ofrecido para arreglar la ventana de mi madre, como favor por los viejos tiempos.
— ¿Le parece si entramos?
— ¿Aquí? —pregunté, señalando la puerta por la que Natalie y yo acabábamos de salir.
—Sí, si le parece bien.
El detective Broumas le pidió a Natalie que esperara fuera. Llamó a uno de los agentes de uniforme y entramos los tres en la clase.
—Ha sido una mañana muy agitada para los vecinos del barrio —dijo el detective Broumas.
Echó un vistazo a la habitación y, viendo que había poco espacio para sentarnos, señaló la tarima.
—Allí debe de haber una silla. ¿Le parece bien?
—Claro. Hay otra silla detrás del biombo —respondí—. En realidad —añadí—, el profesor Haku preferiría que no tocaran esa silla. La ha dejado en su sitio para la pose del lunes.
El detective Broumas sonrió. Se quitó la cazadora azul oscuro y la colgó en uno de los caballetes de la primera fila.
—Hemos estado hablando con su marido. Todo un artista. ¿Fue así como comenzó en este trabajo?
—Sí —respondí.
El policía, que se llamaba Charlie, acercó la silla en la que hacía tan poco me había sentado y la colocó delante del detective Broumas.
—Déjela allí arriba, junto a la otra —dijo—. Cuando quiera.
Mientras subía a la tarima y me sentaba en la silla que me había servido de bañera en Mujer lavándose en la bañera, el detective Broumas se volvió para sacar un cuaderno del bolsillo de su cazadora.
Recordé la vez que encontré un pequeño cuaderno que debía de haberse caído del bolsillo de la chaqueta de Jake. Era una especie de diario del tiempo que pasaba fuera de casa, en el frío.
Los carámbanos llevan cuarenta minutos goteando sobre la nieve. Un árbol me sirve de cubierta. ¿Podría arrancar un pedazo de hielo y soldarlo con el calor de las manos?
Hojas delgadas como pergaminos. ¿Cómo embellecer lo que ya es perfecto?
— ¿Está lista? —preguntó el detective Broumas. Se sentó frente a mí. El policía de uniforme se había apostado junto a la puerta. Lo miré durante unos segundos y noté en él cierto aburrimiento, como si aquel fuera un día como cualquier otro.
—Mi amiga me ha dicho que a mi madre la han asesinado —dije.
—Vemos en ello la mano de alguien, sí.
— ¿De quién?
—Todavía no estamos seguros. Una vecina la encontró en el sótano.
—La señora Castle. Tiene llave —dije, respondiendo para mí la pregunta tácita que acababa de formularme.
—En realidad no. Encontró abierta la ventana de atrás, vio que la habían forzado y le pidió ayuda a una joven.
El detective Broumas echó una ojeada a su cuaderno. Era pequeño, encuadernado en piel, con una cinta roja que señalaba la página.
—Madeline Fletcher. Su padre vive en la casa de al lado.
Por unos momentos pensé en aquella piel tatuada, deslizándose en el interior de la casa de mi madre, lo desagradable que habría sido para ella.
—Sí. Esa es la ventana que mi marido intentó arreglar ayer. —Estaba del todo abierta. —No debería haberlo estado.
—La señora Castle nos ha dicho que usted estuvo allí ayer por la tarde. Que a las siete su coche aún estaba en la puerta. —Así es.
— ¿Qué hacía allí?
—Es mi madre, detective.
—Cuénteme qué hizo y cómo estaba ella cuando se marchó, si es tan amable. ¿Estaba dormida? ¿Despierta? ¿Qué llevaba puesto? ¿La llamó alguien por teléfono? ¿Oyó algún ruido extraño? ¿Tenía su madre miedo de algo o de alguien?
—Hacía ya tiempo que mi madre estaba perdiendo facultades —me oí decir. Utilicé el tópico que tanto odiaba en relación con los ancianos—. La mala racha comenzó años atrás, cuando le diagnosticaron un cáncer de colon y nunca se recuperó del todo. Su médico dice que, si vivimos los años suficientes, el cáncer intestinal termina por afectarnos a todos. Es su broma favorita.
El detective Broumas se aclaró la garganta.
—Sí, bueno, suena muy duro. Hemos hablado con la señora Castle y al parecer ayudaba mucho a su madre. ¿Había alguien más que frecuentara la casa?
Me miré las manos. Ya no utilizaba joyas de ningún tipo. No me gustaba tener que soportar su peso en el cuerpo, y cada vez que iba a un restaurante, al final de la comida las había amontonado todas, anillos, pendientes y reloj, a la izquierda de mi plato. Era incapaz de hablar con ellas puestas.
—Últimamente no —respondí.
—La señora Castle mencionó un incidente que tuvo lugar en la casa no hace demasiado tiempo —me provocó. Alcé los ojos para mirarlo.
—Encontré un preservativo en mi antigua habitación.
— ¿Y?
—Todos dimos por hecho que era del chico que hacía los encargos y que en ocasiones se ocupaba de las tareas que mi madre ya no podía hacer.
Echó una ojeada a su cuaderno.
— ¿Manny Zavros?
—Exacto.
— ¿El mil quinientos veinticinco de Watson Road?
—Allí vive su madre —respondí—. Él desapareció después de que la señora Castle pusiera a toda la comunidad de fieles en su contra.
— ¿Desapareció? — ¿Creen que ha sido él?
—Estamos considerando todas las posibilidades. —No quiero meter a Manny en problemas, pero…
— ¿Sí?
—Hay algo que no le he contado a nadie.
—Yo soy la persona a quien debería contárselo. Supe que había llegado el momento de plantar la semilla. Mientras hablaba, noté que me sonrojaba.
—Por las mismas fechas a mi madre le robaron las joyas.
— ¿Y no informó de ello a la policía?
—Pasaron semanas antes de que me diera cuenta y para entonces Manny ya se había marchado y ya habíamos cambiado las cerraduras. Además, no quería preocupar a mi madre. Llevaba años sin ponerse muchas de aquellas joyas.
—Entiendo. Por cierto, debo decirle que su madre no ha sido la única que ha muerto en las últimas veinticuatro horas.
Sabía qué estaba a punto de decirme y traté de ocultar de inmediato cualquier expresión que pudiera delatarme.
—No será el señor Forrest, ¿verdad?
— ¿Por qué pregunta por él?
—Porque le tengo mucho cariño. Lo conozco desde que era pequeña.
—La señora Leverton.
Di un grito ahogado y me llevé una mano a la boca. La reacción —demasiado calculada— me pareció de inmediato afectada.
—La mujer de la limpieza la encontró esta mañana en su dormitorio.
Aunque sabía qué había visto —a la señora Leverton aún viva, subiendo a la ambulancia—, no pude evitar pensar que al menos yo había estado presente cuando mi madre había muerto.
— ¿Cómo murieron, exactamente? —pregunté. Sentí una fina película de sudor debajo del jersey. Tenía las manos pegajosas. ¿Por qué no había hecho esa pregunta al principio?
—De manera muy distinta. La señora Leverton estaba inconsciente pero aún respiraba cuando su empleada la encontró. Murió en una ambulancia, de camino al hospital.
— ¿Y mi madre?
— ¿A qué hora se marchó de casa de su madre anoche?
Erguí la espalda y busqué indicios de que estuviera a punto de acusarme. Pero me dirigió una mirada fugaz y se alisó la pernera derecha con la misma mano en que sostenía el bolígrafo.
Recordé una expresión que me había enseñado Sarah. «Casi guapo.» Se utilizaba en el mundo del espectáculo para designar a aquellos hombres que eran la sombra de los realmente guapos. Estaban bien proporcionados y tenían todos los atributos —color de pelo, altura y demás—, pero había en ellos el grado suficiente de mediocridad como para que no consiguieran hacerse con los papeles protagonistas. La barbilla achatada, los ojos un poco separados, las orejas despegadas de la cabeza. Decidí que Robert Broumas era un «casi guapo».
—Me gustaría saber cómo murió.
—Le responderé a eso enseguida. ¿A qué hora se marchó de casa de su madre?
—Poco después de las seis —respondí, y tuve que contener una mueca de dolor. La señora Castle había dicho que me había visto a las siete.
El detective Broumas pasó hacia atrás algunas hojas de su cuaderno. Se acomodó en la silla y carraspeó. — ¿Fue directamente a su casa? —No.
— ¿Adonde se dirigió?
—La señora Castle le habrá dicho lo mal que estaba mi madre. Y que ayer no la reconoció.
—Así es.
—Sabía que tendría que buscarle una residencia. Y que una vez que se la llevaran no volvería a ver su casa.
Entonces me descubrí llorando. Tenía las mejillas empapadas y me enjugué las lágrimas con la manga del jersey. «Jamás tuvo que marcharse de su casa —sentí ganas de decir—. ¿Se da cuenta de lo importante que era eso para ella?»
—Estuve conduciendo durante mucho rato. Al fin fui a un lugar al que me gusta ir, a pensar.
— ¿Dónde está ese lugar?
—Cerca de unas extensiones de cultivo, subiendo por Yellow Springs Road. Desde —allí se ve la central nuclear de Limerick.
— ¿Cuánto tiempo se quedó allí?
Calculé las horas que había pasado con Hamish y añadí la hora más que había pasado en casa de mi madre.
—Unas tres horas.
— ¿Se quedó sentada, pensando, durante tres horas?
—Me da vergüenza admitir que me quedé dormida. Mi madre puede resultar agotadora.
— ¿Y después se fue a su casa?
—Sí.
— ¿Hizo alguna llamada o habló con alguien?
—No. ¿Me dirá ahora cómo murió mi madre? —No hacía más que acumular mentiras, y era consciente de ello.
—Encontramos su cuerpo en el sótano.
— ¿En el sótano? ¿Acaso se cayó? —me interrumpí. Incluso a mis oídos, mis palabras sonaban falsas.
—Aún no lo sabemos. La autopsia está programada para esta tarde. ¿Cómo iba vestida ayer su madre?
Mencioné la falda que le había cortado, la blusa que le había rasgado y el sujetador descolorido. Ya lo habrían recogido todo del suelo de la cocina.
— ¿Solía vestirse ella sola?
—Sí —respondí.
— ¿Salía mucho de casa?
—Padecía agorafobia. Le costaba un mundo salir de casa.
—Me refiero a si salía al jardín o si bajaba los escalones que hay enfrente de la cocina para sacar la basura, cosas así.
—Era muy terca y no dejaba que la señora Castle y yo lo hiciéramos todo.
Pensé que apenas habíamos empezado, pero tras colocar la delgada cinta roja en la página por la que estaba abierto, el detective Broumas cerró el cuaderno. Me di cuenta de que se relajaba y adoptaba una pose que anunciaba que no estaba de servicio.
— ¿Puedo hacerle una pregunta personal? —dijo.
— ¿Puedo verla?
El detective Broumas se levantó. Yo permanecí sentada en mi silla de modelo.
—Mañana, después de la autopsia —respondió—. ¿Qué tal es esto? —Señaló con un gesto la clase.
— ¿Qué tal es qué? —pregunté.
—Hacer lo que hace para ganarse la vida.
—Tenía la sonrisa fácil.
Lo detestaba. Lo detestaba porque no podía mandarlo a la mierda, porque sabía la clase de interés que tenía. Sincero y también lascivo.
—Como cualquier otro trabajo, solo que mucho más expuesto.
Se rió entre dientes y bajó de la tarima. Lo interpreté como una señal de que podía levantarme.
—Hay algunas personas con las que nos gustaría hablar que todavía no hemos localizado. —Descolgó la chaqueta del caballete y se la puso—. Nos quedan algunas huellas digitales y la de una pisada por analizar. Encontramos una pequeña cantidad de sangre en el porche lateral. Podría ser de su madre. Sabemos que desplazaron el cuerpo.
Bajé de la tarima. Me sentía como si flotara.
Me imaginé desnuda y acurrucada en la bañera del taller de mi padre. Las herramientas y los tornillos que se habían desprendido de la pared se me clavaban en la carne sin vida.
«El frío mata.» Lo había leído en el diario de Jake, garabateado con su letra presurosa. Pensé en mi madre asomada a la ventana de mi habitación cuando era adolescente, podando y volviendo a podar la enredadera que había fuera. El hecho de protegerme del señor Leverton había sido tan importante para ella que se había arriesgado con frecuencia a caerse del segundo piso de su casa. ¿Por qué no tenía miedo? ¿Tanto me quería, o aquello no tenía nada que ver conmigo? ¿Había producido mi nacimiento un acrecentamiento de su miedo?
El agente de uniforme abrió la puerta.
—La dejo con su amiga y con su marido. Oh, lo siento —dijo el detective Broumas—. Su ex marido, ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Acababa de bajar de la tarima y ya necesitaba con urgencia una silla. Me apoyé, con la mayor naturalidad de la que fui capaz, contra el borde enmoquetado de la tarima.
—Sí.
— ¿Cuánto tiempo llevan divorciados?
—Más de veinte años —respondí.
—Mucho tiempo.
—Tenemos dos hijas.
—Y siguen lo suficientemente unidos como para que viniera a arreglar la ventana de su madre.
—Sí.
— ¿Desde Santa Bárbara?
—En realidad, ha venido a ver a su…
El detective Broumas me interrumpió.
—Sí, sí, me ha dado un nombre. Vamos, Charlie.
Me incorporé y caminé hacia la puerta. Me acordé del juego de la sombra al que las niñas jugaban de pequeñas, en el que una de ellas caminaba por delante de la otra, girando a la derecha cuando la otra giraba, inclinándose hacia la izquierda cuando la otra se inclinaba, de modo que la que iba delante no lograra ver a la que hacía de sombra.
Vi a Natalie y a Jake hablando en la sala de enfrente. Ambos estaban sentados en la primera fila de la que era una clase más tradicional, en la que se impartía historia del arte y teoría del pensamiento occidental. Los pupitres eran de color amarillo limón pálido y tenían los bordes redondeados.
Vi a los policías alejarse por el pasillo, el detective Broumas unos pasos por detrás de los dos agentes de uniforme. Hablaba por teléfono. Oí que decía «lazo de pelo» con tono autoritario y después la palabra «trenza».
Jake, sentado de cara a la puerta, me vio primero.
Natalie se volvió torpemente y me miró.
—A veces creo que no te conozco —dijo Natalie.
Noté que se me revolvía el estómago. Comencé a hablar pero entonces vi a Jake, que negaba vigorosamente con la cabeza y articulaba un «no» silencioso.
En ese caso, solo había otra cosa a la que Natalie pudiera estar refiriéndose. ¿Por qué se lo habría contado?
—Lo siento —dije.
—Lo conoces desde que era un crío.
No me importaba. Muchos cincuentones se acostaban con treintañeras, y estaba segura de que entre ellos habría quienes habían conocido a sus conquistas desde que eran niñas. Por desgracia, en aquel momento solo pude acordarme de John Ruskin y de la pequeña de diez años Rose la Touche.
—Fue algo mutuo.
—Por favor —escupió Natalie.
Volvió la cabeza hacia la pizarra. Le seguí la mirada. Algún estudiante había aprovechado que la clase estaba vacía para dibujar un gigantesco pene. La caricatura que le hacía una felación se parecía muchísimo a Tanner.
— ¿Te has acostado con Hamish? —preguntó Jake con expresión de incredulidad.
—Ayer por la noche, en el coche de ella —dijo Natalie—. ¡Lo he llamado para contarle lo de tu madre y me ha salido con eso! Dice que está enamorado de ti.
— ¿Le has dicho a la policía que estuve con él? —pregunté, consciente de que aquello contradecía mi versión.
— ¿Eso es lo único que te importa? ¿Es todo lo que vas a decir?
Jake me miraba fijamente.
—Lo llevaste al lugar con vistas a Limerick. —No era una pregunta. Asentí.
El vestido de Natalie, como solía sucederle, se había aflojado y la tela que se solapaba sobre el pecho se había abierto, dejando al descubierto su sujetador y su generoso escote.
Comparada con ella me sentía como una ramita que pudiera partirse con una pisada: quebradiza, frágil, combustible. Pasto del fuego o de la lujuria.
—La autopsia está programada para esta tarde —anuncié—. No la mataron en el lugar en que encontraron el cuerpo.
Natalie se levantó. Caminó hacia mí.
Agaché la cabeza para evitar su mirada.
—Supongo que debería felicitarlo. Hamish llevaba mucho tiempo queriendo estar contigo.
— ¿Y qué me dices de mí? —pregunté.
— ¿La verdad?
—Sí.
—Estoy harta. Harta de vivir en esa estúpida casa, de este trabajo, y estoy saliendo con alguien.
—Un contratista de Downington.
—Por supuesto, no lo apruebas.
—Ahora mismo no estoy en posición de juzgar a nadie. Natalie me posó una mano en la mejilla. Un gesto que, como bien sabía, también era habitual en Hamish.
—Pero lo haces —respondió.
Salimos de la Cabaña de Arte. Mis articulaciones soportaban el dolor de la tensión, producto de los acontecimientos de la noche anterior, las poses y el interrogatorio de la policía. Me moría por salir y regresar al lugar con vistas al roble podrido de detrás del edificio donde había estado por la mañana.
— ¿Te acuerdas de los muñecos de madera de mi padre? —le pregunté a Natalie. Estábamos en el aparcamiento. El coche rojo de Jake refulgía bajo el sol.
—Sí.
Los había visto una vez, poco antes de que por fin derribaran el edificio. Jake los conocía solo de oídas.
—Para él eran más reales que mi madre y que yo. —Me da asco mirarte —dijo.
Hurgó en su bolso en busca de las llaves. No costaba encontrarlas. Como las había perdido en infinidad de ocasiones, Hamish le regaló un llavero coronado por un enorme gato rojo.
Jake trató de llenar el silencio.
—Sarah llega hoy de visita. Me temo que no podremos recibirla con las mejores noticias.
Se había metido las manos en los bolsillos, algo que siempre hacía para tranquilizarse. No sé por qué razón me acordé de la camiseta que llevaba debajo del jersey: «esto es vida».
—Yo me voy a Nueva York con mi contratista. Quiere presentarme a su madre —le dijo a Jake.
A mí no me miraba. De repente me había convertido en la desequilibrada y ellos en los ciudadanos rectos. ¿Había matado a la única persona que, comparada conmigo, me hacía parecer cuerda?
Momentos más tarde estaba acurrucada en el asiento trasero del coche de Jake, igual que la noche anterior lo había estado en el mío. Natalie se había alejado sin despedirse de mí.
—Cuídate —le dijo a Jake.
—Ha sido estupendo volver a verte, Natalie.
—Sí, supongo —respondió.
Jake arrancó y cerré los ojos. Haría el viaje en el asiento de atrás como cuando era pequeña y mi padre conducía y no había nadie en el asiento del copiloto. No le había contado a Natalie lo de mi madre y ahora sabía que no lo haría jamás.
Después de que lo que quedaba de Lambeth fuera derruido para construir una nueva carretera de circunvalación y un centro comercial en las afueras, escribí un verso para mi padre: «Todos han desaparecido, solo quedo yo; y para mí, nada ha desaparecido». No me acordaba de quién lo había dicho ni en qué contexto.
Cuando Jake dejó de dibujarme creí que su fascinación por el modo en que el hielo cubría las hojas o en que las moras aplastadas se mezclaban con la nieve y dejaban un tinte viscoso sería un capricho pasajero. Pensé que volvería a mí. Pero entonces comenzó a hacer figuras de tierra y hielo, palos y huesos, y se olvidó de la carne humana.
Emily descubrió una de sus vulgares primeras esculturas y se quedó maravillada. Estaba hecha de una mezcla de hierbas y tierra, la hierba seca del invierno como estructura de paja para evitar que el barro se desparramara. De no haber sido por el entusiasmo de Emily, me habría protegido una mano con algo y la habría tirado al váter. Me parecía un pedazo de mierda de lo más particular, allí de pie, detrás de la taza. Pero como Emily me había hecho ponerme de rodillas, y la había llamado «bonita», tuve ocasión de fijarme bien.
Jake había hecho una pequeña escultura. Mientras la observaba con la boca abierta, Emily, hasta entonces de rodillas junto a mí, cambió rápidamente de posición como solo podía hacerlo el cuerpo de un niño, se sentó con las piernas extendidas y comenzó a darse palmadas de alegría en los muslos rollizos.
— ¡Papi! —gritó.
—Le tiene miedo al váter, Helen —dijo Jake más tarde, cuando ya había recogido el ofensivo objeto y lo había colocado en la pequeña bandeja de cerámica en la que dejaba las llaves y las monedas al llegar a casa.
— ¿Y es así como te propones quitárselo? ¿Haciendo burros de mierda?
—Es barro, y se supone que es un dragón.
Por aquella época, si quería hablar con él tenía que detenerlo en algún punto entre la puerta de la pequeña casa que habíamos alquilado y la ducha. Empezaba a desvestirse en la entrada, quitándose capas de bufandas y sombreros, la parka, el chaleco y las camisas a cuadros de lana gruesa, de modo que cuando llegaba a la habitación tenía ya el aspecto de una persona normal lista para sentarse a la mesa.
Aquel día lo había perseguido desde la puerta hasta la habitación, sosteniendo en alto la bandeja de cerámica en la que se apoyaba la escultura.
— ¿Le ha gustado? —preguntó cuando llegábamos a la habitación. Llevaba su viejo jersey de lana encima de otro de cuello alto, y lo sabía porque todas las mañanas, en la penumbra, lo observaba mientras se vestía, capas ocultas de camisetas y calzoncillos largos. Lo primero que se quitaba al entrar en casa eran las botas, pero su mitad inferior seguía cubierta por los viejos pantalones militares que se había comprado en un establecimiento de restos de serie y unos tupidos calcetines de lana con aspecto de raspar como un cactus que le obligaban a ponerse un forro entre ellos y los pies, cuarteados por el frío. En las manos no llevaba protección, seguro de que con el tiempo se acostumbrarían al frío y él se volvería más diestro, podría pasar más horas fuera y sería capaz de trabajar más los detalles de sus obras.
—Pues claro que le ha gustado —respondí negándome a señalar lo evidente, es decir, que a cualquier niño, por asustadizo que fuera, le encantaría encontrarse un animal de barro junto a la taza de un váter semi impoluto.
Se volvió hacia mí. Tenía las mejillas permanentemente encendidas allí donde le daba el aire, entre la gorra de lana, encajada hasta las cejas, y la bufanda, que se anudaba a la altura de la nariz. Sus ojos azules, un tanto llorosos por el calor que emanaba del suelo de la casa, me parecieron transparentes.
—Eso es lo único que pretendía. Hacerla reír cuando se encontrara cara a cara con esa cosa.
No podía decirle que estaba celosa, no de mi hija, sino de los objetos que había empezado a hacer, como tampoco podía rogarle que siguiera dibujándome.
Se quitó de una vez todas las capas de camisetas y ropa interior afelpada y las lanzó sobre la cama, después se dirigió al baño y abrió el grifo de la ducha. Lo seguí hasta el plato de la ducha, vestida de arriba abajo.
— ¿Qué haces, Helen? —preguntó entre risas.
—Fóllame —respondí.
No me planteaba qué me estaba sucediendo. Había empezado a perseguir a mi marido como alguna vez había perseguido a mi madre, intentando estar a su altura, una niña sombra que se esforzaba por ser lo que creía que ellos querían que fuera.
Noté que Jake cruzaba el badén que había justo antes de llegar a la puerta principal de Westmore.
—Siéntate y habla conmigo —dijo—. Sé que estás despierta.
Me incorporé apoyando el brazo en el asiento como si estuviera en clase de yoga y abandoné la posición del cadáver, muy apropiada en aquella situación.
Me miró por el retrovisor.
— ¿O sea que después de asfixiar a tu madre decidiste seducir al hijo de Natalie? ¿En ese orden?
—Sí.
Jake meneó la cabeza.
—Ahora te dedicas a jugar con niños.
—Tiene treinta años.
—Bueno, la mía tiene treinta y tres —dijo.
— ¿La tuya?
—Se llama Fin.
— ¿Fin? ¿Qué clase de nombre es ese?
—El mejor nombre posible, si tenemos en cuenta que su padre le puso Finea y la llamaba Fini. Trabaja en el museo de arte de Santa Bárbara.
— ¿Y cómo es? —pregunté.
— ¿No deberíamos hablar de otro tema?
— ¿Como la cárcel?
—Como de qué vamos a decirle a Sarah.
Aparcó al otro lado del Burger King. Había una tienda en la que nunca había entrado que se llamaba Four Corners.
— ¿Quieres algo? —preguntó. Negué con la cabeza.
Me fijé en que Jake le sujetaba la puerta a una joven madre que empujaba un carrito y llevaba otro niño en brazos, y recordé que mi madre le había dado mi número de teléfono al hombre que había cavado los canales de drenaje aquella primavera.
—Te tengo dicho que no des mi número sin preguntármelo antes —le dije. En aquel momento el hombre ya me había llamado tres veces.
—Tu sórdida vida es tu sórdida vida. Si no te gusta no deberías vivirla.
Fue así de sencillo. Se quedó de pie en su cocina y me lanzó la invitación velada de que terminara con mi vida. ¿Cuándo era consciente y cuándo no de lo que decía?
Me pregunté qué ritmo sonaba en el interior de la cabeza de mi padre cuando levantó la pistola. Se había caído de frente por las escaleras, la sangre dibujando un arco ascendente y formando un reguero cada vez menos intenso a lo largo de la ondulante superficie de la escalera. Lo había hecho delante de ella. ¿Le habría rogado mi madre que se detuviera o le habría rogado que lo hiciera, dirigiendo sus pensamientos como un policía de tráfico?
Bajé del coche y cerré la puerta. Vi que Jake salía de la tienda.
—Cigarrillos —dijo—. Este es el efecto que tienes sobre mí. Sube.
En aquella ocasión me senté a su lado.
Cerró la puerta.
—Esta mañana he visto un parque a la salida de la carretera, a medio camino entre aquí y tu casa. Necesitamos ir a un lugar en el que podamos hablar.
Asentí mientras arrancaba.
—La señora Leverton habría sido una testigo —dije cuando avanzábamos de nuevo por la carretera—. Nos vio a las dos ayer por la noche en el porche lateral. Estuve allí con mamá antes de usar la toalla.
Jake guardó silencio. Sentí la brisa de la noche anterior. Vi las ramas de los árboles que ondeaban al viento, la luz sobre la puerta trasera de Cari Fletcher, los sonidos sordos de su radio. ¿Había estado su hija, Madeline, con él esa noche? ¿Habría visto algo?
—Ahí está el parque del que te he hablado —dijo Jake.
Salimos de la carretera y tomamos la ruta de acceso hasta llegar a un pequeño parque triste lleno de mesas de madera y basura. Daba la impresión de que las parrillas de hierro forjado que descansaban sobre los bloques de cemento llevaban muchos años sin que nadie las utilizara. Aparcamos en la pendiente y salimos del coche.
—Pensilvania me deprime —dijo Jake.
—Puede que pase lo que me queda de vida en Pensilvania.
Jake se plantó sobre un trozo de tierra cubierto de hierba y malezas y arrancó el celofán de su paquete de Camel. — ¿Quieres uno?
—No, gracias —respondí—. Ya tendré tiempo de viciarme en la prisión de Graterford o en su equivalente para mujeres.
—Joder. —Dio una larga calada al cigarrillo, casi como si fuera un porro, y expelió el humo por la nariz en lugar de por la boca—. Creo que lo saben, Helen. Tenemos que decidir qué vamos a decir.
— ¿Te casarás con Fin? —pregunté.
—Helen, estamos hablando de nuestro futuro ingreso en prisión.
—Del mío.
—La ventana, la coartada compartida, ¿me sigues?
—Cuéntales la verdad si tienes que hacerlo. No te pasará nada.
—No.
—Tiene sentido. Fui yo quien la mató. Tú solo entraste para asegurarte de que estaba bien.
—Me hicieron preguntas sobre tu estado mental —dijo, mirando distraído el cigarrillo como si alguien se lo hubiera colocado en la mano.
— ¿Qué dijiste?
—Que estás totalmente cuerda.
Se acercó a mí y me rodeó con un brazo. Me estrechó contra él y me acomodé en su cuerpo, mi hombro encajado debajo de su axila como en tantas ocasiones.
—Eres…
— ¿Soy qué? —pregunté.
—Increíble. Siempre lo has sido.
Frente a nosotros, entre dos barbacoas en desuso, se levantaba un pequeño árbol joven que el ayuntamiento había plantado hacía poco. Recordé haber leído algo sobre una discusión acerca de los pros y los contras; embellecer el entorno con árboles contra la opción de invertir más dinero en las escuelas. Un soporte metálico rodeaba el tronco de aquel árbol, y me pregunté si alguien se acordaría de retirarlo antes de que estrangulara lentamente al árbol.
—Pobre infeliz —dijo Jake.
— ¿Yo o el árbol?
—Tu padre, en realidad. ¿Pensaste que te casabas con él cuando lo hiciste conmigo?
—Quería tu atención.
—La tuviste —respondió.
—Por muy poco tiempo.
—Era mi trabajo. No tenía nada que ver contigo.
Agachó la cabeza y nuestros labios se encontraron. Nos besamos de manera que, aunque fugazmente, hizo que me sintiera elevarme por encima del mundo en que la disciplina y la furia, el valor y la determinación me habían guiado durante semanas y años. Después se quedó mirándome.
—Tendré que contarles todo lo que sé.
—Creo que deberías.
— ¿Y qué hay de las niñas?
—Yo se lo diré a Sarah —dije—. Y a Emily.
—Emily no lo entenderá, ya lo sabes.
— ¿Crees que le importará que fuera tan mayor?
— ¿A Emily?
—A la policía.
—No hay ningún atenuante de ese tipo, que yo sepa. Supongo que depende de cómo lo enfoque el abogado.
—No conozco a ningún abogado.
—No pensemos en eso ahora, ¿de acuerdo?
—Debería haber continuado yendo a terapia —dije.
— ¿Por qué lo dejaste?
—Las estanterías de aquel hombre estaban llenas de libros de I.B. Singer, y las estatuas moldeadas a la cera perdida que adornaban las mesas eran estilo Holocausto. Montones de troncos de gente torturada envueltos en alambre de espino y clavados en palos. Yo estaba allí, hablándole de mi madre, y cada vez que levantaba la vista me encontraba con la presencia amenazante de un torso sin brazos ni piernas.
Jake se rió. Avanzamos hacia el árbol y nos sentamos en el suelo cubierto de maleza. Encendió otro cigarrillo.
—Además, le encantaban los juegos de palabras. Le hablé de la ciudad de mi padre, de la inundación, y él me miró con los ojos fuera de las órbitas, como si fuera un gato con un ratón, y dijo: «Eso es, ¡desahóguese!».
— ¿Cómo? —preguntó Jake.
—Lo que oyes. ¿De qué me servía a mí eso? Me gasté miles de dólares y solo sirvió para que le cogiera manía a Philip Roth.
—Hay otros psicoterapeutas.
Empecé a arrancar la hierba que tenía debajo, algo que una vez le había dicho a Sarah que no debía hacer.
—Yo también recurrí a alguien durante un tiempo —dijo Jake—. Una pista: llevaba leotardos a lo Pipi Calzaslargas.
— ¿Frances Ryan? ¿Fuiste a ver a Frances Ryan? —Me quedé mirándolo con incredulidad.
—Me ayudó cuando te marchaste.
Frances Ryan se había licenciado en la Universidad de Madison mientras nosotros estuvimos allí. Todo el mundo la conocía por sus inconfundibles leotardos.
— ¿Aún los lleva?
—Hace por lo menos diez años que no la veo. No creo que esos leotardos funcionen pasados los cuarenta.
—Yo creo que no han funcionado jamás.
—Mejor que los torsos de mártires —dijo Jake pasándome el cigarrillo.
Aparte del asesinato y la seducción, en los últimos tiempos había limitado mis vicios hasta tal extremo que una sola calada bastó para marearme de inmediato. En terapia había trabajado el autodominio, hasta que un fin de semana fui a la frutería y comencé a aporrear melones. Sostuve un cantalupo entre las manos y tuve la sensación de estar sosteniendo mi cabeza. El terapeuta había fisgoneado en mi interior hasta dejarme el cerebro hecho papilla.
— ¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
—Ir a recoger a Sarah. Ponernos en marcha. Creo que es lo único que podemos hacer hasta que se pongan en contacto con nosotros.
—O entregarnos.
A nuestras espaldas oímos que aparcaba un coche. Ambos nos volvimos. Era una camioneta que llevaba dos paneles de vidrio reflectante sujetos a la parte de atrás. El conductor apagó el motor pero dejó la radio conectada. Se oía un programa de llamadas en directo. El rencor se filtraba a través de las ventanas abiertas. —Hora de comer —dijo Jake.
Lo observé mientras terminaba de fumar. Pensé que siempre me había parecido ridículo con un cigarrillo, algo femenino, como si declamara tumbado en un diván.
—Entonces, ¿te casarás con Fin?
Jake consideró la pregunta unos segundos.
—Es probable que no —respondió.
— ¿Por qué?
—Es eficiente.
— ¿Qué significa eso?
—Se le da muy bien organizar cenas y viajes.
— ¿Y alimentar a perros?
—Hace mucho tiempo decidí trasladarles todo mi cariño.
— ¿A Milo y a Grace?
—A los animales en general.
—Eso no es propio de ti.
—Ya ves cómo he terminado. —Sonrió—. Además, me gusta demasiado pasarlo mal. Ya lo sabes.
—Pobre infeliz —dije.
Me miró. Tenía los ojos como nunca antes se los había visto, como si se los hubieran reventado, aplastados por el peso de mi existencia.
—Yo te quería, Helen.
Lo que le había hecho, no solo a mi madre sino a todo el mundo, me pareció de repente infinito.
Emergió antes de que pudiera detenerlo. Un graznido estridente y roto, cercano al sonido de las arcadas, y después, de la nada, la cara cubierta de lágrimas. Mis senos nasales se inundaron, y la boca y la nariz se me llenaron de saliva, de flema. No podía esconderme, de modo que me cubrí la cabeza con las manos y me incliné hacia un lado para enterrar la cara en el suelo.
—No pasa nada, Helen —dijo Jake—. No pasa nada.
Noté que se arrodillaba a mi lado, su mano apoyada suavemente en mi espalda, después en la nuca. Hice cuanto pude para no sucumbir a su contacto. Sentía que apenas podía respirar, pero tomaba grandes bocanadas de aire. Lloraba, tosía, machacaba el suelo con el puño.
—Helen, por favor.
Me agarró la muñeca y lo miré.
— ¡Lo he estropeado todo! ¡Todo! —grité.
El hombre de la camioneta había subido el volumen de la radio. No dejaban de entrar llamadas a favor de prohibir la inmigración ilegal.
—Tienes que controlarte. Hazlo por las niñas, por mí. ¿Quién sabe? Tal vez no pase nada.
En cierto modo, que no pasara nada me parecía aún peor. Que hubiera tan pocos indicios de que le había entregado mi vida a mi madre que pudiera incluso llegar a matarla y nadie lo descubriera. Al fin y al cabo, yo era insignificante. ¿Era aquel mi escarmiento? ¿O el hecho de que cuando me incorporé y Jake me limpió la cara con su camiseta observara que el hombre de la camioneta había aparcado a un lado, tres espacios más allá para, supuse, no tener que mirarnos mientras almorzaba? Primero me fijé en ello y después vi a una mujer en el vidrio reflectante sujeto a la camioneta. Era yo. Sentada en el suelo de un parque desierto de Pensilvania. Un hombre con el que me había casado, con el que había tenido hijos, intentaba tirar de mí hacia él. Vi el árbol y las barbacoas herrumbrosas y el borde de la carretera a mis espaldas.