Capítulo 9

 La noche que los hombres vinieron a nuestro jardín yo tenía dos adultos a los que recurrir: mi madre, escondida en el baño del piso de abajo, y el señor Forrest, al final de la calle.

Mientras descolgaba la chaqueta de la percha que había al lado de la cocina, contemplé una de las viejas fotografías de mi madre. Era pequeña, de 10x15, y en ella llevaba una enagua y un corpiño de encaje. La de color crudo. Me senté entre el montón de adornos superfluos que había junto al canapé de terciopelo rojo, en mi opinión el mueble más incómodo que pudiera existir.

—Anima a la gente a marcharse antes —decía mi madre cuando me quejaba.

— ¿Qué gente, mamá? —preguntaba yo.

Me acerqué a la fotografía y me detuve. Quería hacerle daño, pero siempre estaba desmoronándose y llorando, ladrando y mordiendo, y llegar a ella me parecía imposible. Levanté la fotografía y recorrí la silueta de su cuerpo con el dedo. Me metí el marco en el bolsillo de la chaqueta y salí de casa sin hacer ruido. Era imposible que mi madre me hubiera oído por encima del sonido de la radio.

A la caída de la tarde las calles parecían desiertas. Ya no había nadie en los jardines. Traté de imaginar cómo sería una vista aérea de nuestro barrio si se arrancaran los tejados de las casas. ¿Cuántas familias felices se estarían acomodando para pasar una noche tranquila frente al televisor con un cuenco de palomitas en el regazo? En casa de Natalie, su madre estaría quedándose dormida, ayudada por lo que ella llamaba «un chorrito». Natalie estaría en su habitación, fantaseando con Hamish Delane, que acababa de llegar a Estados Unidos con su familia. Estaría llenando páginas de garabatos, en las que, como más tarde confesaría, se leía «Señora Natalie Delane» escrito una y mil veces.

Arrancar los tejados de todas las casas y dejar al descubierto nuestras miserias era una solución demasiado sencilla, y yo lo sabía. Las casas tenían ventanas con persianas. Los jardines tenían puertas y vallas. Había carreteras y aceras cuidadosamente planificadas, y si elegías adentrarte en la realidad de los demás, aquellos eran los caminos que debías estar dispuesto a seguir. No había atajos.

 

La puerta se abrió antes de que llamara al timbre. —Esperaba que vinieras a verme —dijo el señor Forrest—. Pasa, pasa. Dame el abrigo.

—Le he traído una cosa —dije yo.

Hurgué en el bolsillo de la chaqueta y saqué la fotografía enmarcada.

El señor Forrest me la quitó de las manos. Me quedé de pie en el recibidor, mirando alrededor, al paragüero de cerámica y al salón, que solo había visto desde fuera, y al comedor que se abría más allá y al que se accedía mediante tres anchos escalones de madera.

Llegué a su casa echando humo y una vez dentro sentí el calor del enfado en las mejillas.

—Es una mujer hermosa, tu madre —dijo el señor Forrest, mirando la fotografía.

—Ya.

—Vamos a sentarnos en el salón, ¿te parece?

Hasta entonces no me había dado cuenta de que el señor Forrest estaba siendo increíblemente amable conmigo, de que incluso se preocupaba por mí. Y sabía que aquello era extraordinario en él. El señor Forrest no tenía trato con ninguno de los vecinos, solo con mis padres. Nunca fue desagradable, pero su amabilidad, como llegaría a descubrir con el tiempo, era tan solo una estrategia defensiva.

Había estado en nuestra casa en muchas ocasiones a lo largo de los años, pero yo jamás había entrado en la suya. Ahora me encontraba al borde de una alfombra de seda extendida frente a la chimenea, sin saber qué decir.

—Siéntate —dijo. Mientras lo hacía, el señor Forrest soltó un fuerte silbido y Tosh entró corriendo en la habitación—. Sé muy bien a quién has venido a ver —dijo, y sonrió.

Tosh se detuvo obediente delante del señor Forrest y se tumbó en el suelo junto a él, de cara a mí.

—Te debo una disculpa —dijo el señor Forrest— No debería haberme ido. Nunca me he sentido demasiado cómodo en este lugar. En ese sentido, me parezco a tu madre.

Me fijé en la bandeja ovalada que había al lado de la chimenea. Descansaba sobre una mesa alargada de madera de cerezo, y dispuestas a su alrededor había botellas de cristal que reflejaban la luz. El señor Forrest siguió mi mirada.

—Sí, te mereces una copa —dijo con aire nervioso—, A mí también me apetece. Ven, Tosh.

Condujo a Tosh hasta el sofá de funda blanca en el que estaba sentada y dio unas palmaditas a mi lado. Tosh subió y enseguida se tumbó junto a mí.

—Buen chico —dijo el señor Forrest.

Mientras el señor Forrest me daba la espalda, me acerqué a Tosh y lo abracé, acariciando sus orejas caídas.

—Para ti he elegido un vino de oporto. Podemos beber despacio mientras hablamos de gente desagradable.

Me acercó el líquido color rojo sangre y fue a sentarse delante de mí, en una silla de terciopelo dorado en la que las rodillas le llegaban casi a la altura de los ojos.

Se rió de sí mismo.

—Nunca me siento aquí. Se llama silla de tocador, y las señoras las utilizaban para sentarse frente al espejo. Era de mi bisabuela —aclaró. —A veces lo veo por la ventana —dije, —Una visión de lo más aburrida.

Rodeaba a Tosh con un brazo y le acariciaba la oreja derecha. El tenía la boca abierta a modo de sonrisa jadeante y de vez en cuando volvía la cabeza para mirarme. Tomé un trago de oporto y enseguida tuve ganas de escupirlo.

—Despacio —dijo, al verme la cara—. Ya te lo había dicho, ¿no?

Pasé el que me pareció el minuto más largo de mi vida alborotando el pelo de Tosh y echando una ojeada a la habitación.

—Helen, ¿qué ha pasado cuando me he marchado?

—Olvídelo —respondí, sintiendo de repente que no quería hablar de ello, deseando quedarme a solas con Tosh.

—Lo siento, Helen. No suelo relacionarme con los vecinos, y si no me meto en sus asuntos me dejan en paz.

—El amigo de él me ha pegado.

El señor Forrest dejó la copa en la mesa de mármol que había a su lado. Parecía como si también a él le hubieran golpeado. Tomó aire.

—Helen, voy a enseñarte dos palabras muy importantes. ¿Estás lista?

—Sí —respondí.

—Y después te traeré algo distinto para beber porque es evidente que eso lo detestas.

Aún tenía el oporto en la mano pero ni siquiera era capaz de fingir que bebía.

—Aquí van: «Jodido cabrón».

—Jodido cabrón —repetí.

—Otra vez.

—Jodido cabrón —dije, con mayor seguridad. — ¡Con más brío!

— ¡Jodido cabrón! —dije, casi a gritos.

Me recosté en el sofá, conteniendo la risa.

—Los hay a millones. Y no puedes vencerlos, créeme. Solo cabe la esperanza de encontrar el modo de vivir tranquilo entre ellos. Aquí sentado, leyendo junto a la ventana, rodeado de mis antigüedades y mis libros…  Viéndome así no lo dirías nunca, pero soy un revolucionario.

Quise preguntarle si tenía novio, pero mi madre siempre me advertía de que no debía entrometerme en la vida de los demás.

—Ya sabes que colecciono libros. ¿Te gustaría ver alguna de mis nuevas adquisiciones? —dijo el señor Forrest.

— ¿Y qué hay de mi madre? —pregunté, y la imaginé acurrucada junto a la radio, como una concha cónica.

— ¿Tu madre? —repitió mientras se levantaba—. Los dos sabemos que no irá a ninguna parte.

Se acercó para llevarse la copa aún llena de oporto. El rabo de Tosh azotó el respaldo del sofá.

—La odio —dije.

— ¿En serio, Helen? —Se quedó allí de pie, una copa en cada mano, mirándome fijamente.

—No.

—Siempre serás más fuerte que ella. Aún no lo sabes, pero es así.

—Dejó morir a Billy Murdoch.

—Eso lo hizo su enfermedad, Helen, no ella.

Levanté los ojos para mirarlo, no quería que se callara.

—Ya te habrás dado cuenta de que tu madre es una enferma mental —dijo. Dejó las copas en la bandeja de plata y se volvió hacia mí—. ¿Qué dice tu padre al respecto?

—Enferma mental.

Me sentí como si acabaran de dejarme con mucho cuidado una bomba en el regazo. No sabía desactivarla, pero sabía que, por aterrador que resultara, en su interior había una llave, la llave de todos los días malos y puertas cerradas y ataques de llanto.

— ¿Es que nunca habías oído esas palabras?

—Sí —respondí resignada.

Había utilizado el término «loca», nunca «enferma mental». «Loca» no me parecía tan malo. «Loca» era una simple palabra, como «tímida», «cansada» o «triste».

Tosh notó que el señor Forrest quería irse y saltó del sofá. Me levanté.

—Echaremos un vistazo a los libros y te prepararé un gin-tonic —dijo—. No tienes que entregarte en cuerpo y alma a tu madre, ¿lo sabes? Y tu padre tampoco, a decir verdad.

—Acaba de decir que es una enferma mental.

—Tu madre es una superviviente. Ten por seguro que hoy volverás a casa con un libro o dos de los que de otra manera no habrías oído hablar jamás, y tú me harás el favor de dejar la fotografía donde estaba.

Tosh, el señor Forrest y yo cruzamos el comedor y entramos en la cocina. Después de haber visto las otras dos habitaciones, la cocina me sorprendió. Era blanca y extremadamente funcional. No había nada en las encimeras que hiciera pensar que hubiera comido o preparado algo para comer en los últimos meses.

Me apoyé contra el fregadero y él abrió la nevera.

—Puedes darle un premio a Tosh —dijo de espaldas a mí. Encontró las botellas que buscaba y abrió el congelador—. Están en el conejo blanco de porcelana que hay al lado del fregadero.

Mientras yo alimentaba a un Tosh eufórico con lo que parecían conejos en miniatura, el señor Forrest preparó las bebidas.

— ¿Por qué es amigo de ella? —pregunté.

—Tu madre es fascinante. Es una mujer increíblemente ingeniosa y bella.

—Y cruel —añadí.

—Por desgracia tu padre y tú tenéis que vivir muchas cosas que yo no sabré jamás. Hablamos de libros. Nos ceñimos a eso y después me marcho.

Me acercó mi vaso.

—Piensa, si quieres, en la muerte de todos los jodidos cabrones de este mundo —dijo, e hizo chocar su vaso contra el mío.

— ¿Y mi madre?

—Tu madre no es una de ellos. Los jodidos cabrones son simples por naturaleza. Y ahora bebe, porque pronto estarás en una habitación donde no están permitidos los líquidos.

El gin-tonic era mejor que el oporto, y estaba frío. Bebimos mientras el señor Forrest me guiaba por el pasillo que salía de la cocina.

—En algún punto de este pasillo me convierto en una persona distinta. Pero como estoy contigo intentaré seguir aferrado a la realidad.

Llegamos a una doble puerta acristalada a través de la cual vi los pequeños focos que iluminaban la amplia habitación que había al otro lado.

—Dejemos aquí las bebidas. ¿Tienes las manos limpias? Dejé el vaso al lado del suyo, en la estantería empotrada.

—Creo que sí.

El señor Forrest alzó los brazos hacia el estante superior y bajó una caja de madera. En su interior había varios pares de guantes blancos de algodón.

—Toma, póntelos.

Me puse los guantes y me quedé mirándome las manos.

—Me siento como el ratón Mickey —dije.

—Como Minnie —me corrigió—. ¿Estás lista?

—Sí.

Se volvió hacia Tosh.

—Lo siento, chico.

Abrió la puerta y levantó la clavija del interruptor. Además de los focos direccionales colocados en círculo alrededor de la habitación, había una serie de apliques instalados en la repisa superior de las estanterías. La habitación no tenía ventanas.

—Me gusta imaginar que esta es mi ciudad —dijo el señor Forrest—. Cierro la puerta y el mundo desaparece. Puedo pasarme horas aquí dentro, salir y no tener ni idea de qué hora es.

Me acompañó a una mesa larga. No pude resistir la tentación de acariciar su brillante superficie.

—Es de Nueva Zelanda. Está hecha a partir de un viejo puente de ferrocarril. Pesa como un muerto y me costó una fortuna, pero me encanta.

Se inclinó sobre el centro de la mesa y arrastró hacia sí una caja de cartón, grande y plana.

—Son cajas archivadoras. Aquí guardo las láminas a color y algunos tipos de letras, como estas que me trajeron ayer. Venían embaladas en unas horribles bolsas de congelación. ¿Te lo puedes creer?

Abrió la caja. La primera letra que vi fue una «H» que asomaba por debajo de una lámina opaca que tomé por una hoja de papel de calco.

— ¿Ves? Es perfecto que hayas venido hoy. Aunque debo admitir que siento debilidad por la «S» de la mayoría de los alfabetos.

Levantó con cuidado la «H», protegida por lo que me explicó que era papel de vitela, y la sacó delante de mí.

— ¿Ves las caras? Por lo común tienen un gesto de lo más estoico. Pero este artista desafió las convenciones al hacer que los personajes que aparecían en las letras fueran expresivos. No lo supe hasta que las vi, y no creo que logre venderlas. Al menos no por ahora.

El señor Forrest me hizo recordar a un chico un poco raro de la escuela que se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en la sala de audiovisuales manipulando los equipos de sonido. Un día, en la cafetería, nos habló con tanto entusiasmo de las virtudes de los convertidores estáticos que todos guardamos silencio hasta que David Cafferty, un chico del equipo de fútbol al que una patada en la boca durante un entrenamiento lo había dejado sin los dos dientes superiores, rompió a reír y propició un estallido general de carcajadas que lo hundieron en la miseria.

— ¿Cuántos años tienen? —pregunté.

—Son del siglo dieciséis, pero, aparte de las caras, lo que las hace tan especiales es que las dibujó un monje que había hecho voto de silencio. Me gusta pensar que esta era su única vía de comunicación. Espera, verás.

El señor Forrest se apresuró a sacar todas las letras de la caja y esparcirlas a lo largo de la mesa cubiertas por su papel vitela.

—Es una historia —dijo—. Aún no la he descubierto, pero a juzgar por la lanza que lleva uno de los personajes y la frecuencia de ciertos colores, diría que el monje estaba contando su propia historia.

Miré la «H» que tenía delante. Dos figuras ocupaban las líneas verticales. En la horizontal, una figura le estaba pasando algo a la otra.

— ¿Es comida? —pregunté. Y me acordé del guiso malogrado de mi madre.

—Muy bien, Helen —respondió el señor Forrest—. Sería grano. Las láminas cuentan la historia de la cosecha, algo muy común, pero también cuentan una historia muy distinta. Mira, fíjate, las tenemos en orden. Ven aquí y síguelas conmigo.

El señor Forrest rodeó la mesa y se colocó a mi lado, delante de la «A».

—Esta es la figura que hay que observar —dijo, señalando al personaje masculino que parecía llevar el pelo cortado a tazón—. ¿Ves que va vestido de azul y oro?

—Sí.

—Aparecerá en la mayoría de las letras. Algo bastante inusual. Estos alfabetos son sobre todo decorativos, y no solían repetir figuras para atraer la atención sobre ellas.

—Aquí está de nuevo —dije, y señalé la «C».

Caminamos muy despacio a lo largo de la mesa, examinando cada letra y persiguiendo a la figura azul y dorada.

—Tu padre no está en casa, ¿verdad?

—Se supone que está en Erie.

— ¿Cómo se encuentra últimamente?

—Si pudiera sacarme el carnet de conducir, al menos podría ir yo a hacer la compra.

Llegué a la «X» y me acerqué a ella. En el trazo que descendía desde la izquierda había una figura que bien podría haber estado durmiendo. En el trazo que partía desde la derecha y cruzaba el cuerpo del durmiente aparecía la figura azul y dorada. Sostenía tan solo la empuñadura de una lanza. El resto estaba clavado en la figura del durmiente.

— ¡Mató a alguien! —exclamé.

— ¡Bravo, Helen! ¡Muy bien! Yo tardé bastante más en darme cuenta.

La «Y» era el asesino implorando a los dioses, los brazos en alto y de la cabeza tan solo visible la barbilla levantada para gritar. En la «Z» no aparecía ninguna figura humana, sino un grupo de lanzas entrelazadas y al final un yunque.

— ¿Se gana la vida con esto?

—Sí. Viajo a ferias de libros antiguos y trato de encontrar cosas en las subastas. Siempre me llevo un par de guantes. He rastreado hasta el último rincón en muchos kilómetros a la redonda.

— ¿Cuánto vale todo esto?

— ¿Tengo ante mis ojos a una coleccionista en ciernes?

Comenzó a recoger las letras, empezando por la «Z» y siguiendo hasta la mitad del alfabeto, donde se encontraba la caja. Colocó en su interior las últimas letras y siguió adelante desde la «M» hasta la «A».

—Ahora mismo lo único que tengo son fotografías de mi madre en ropa interior.

— ¿Sabes qué es una musa, Helen?

—Creo que sí.

— ¿Qué?

—Los poetas las tienen.

Metió el segundo montón de letras en la caja y la cerró. —Y otros artistas también.

Se dirigió a la estantería que tenía a sus espaldas y fue directo a por un enorme libro de lomo blanco. Se volvió y depositó en mis manos el pesado volumen.

—El desnudo femenino —leí.

El señor Forrest apartó una silla de madera con el respaldo redondeado.

—Venga, siéntate. Muchos artistas tienen musas. Pintores, fotógrafos, escritores. Y tu madre tiene mucho de ellas.

Me senté a la mesa y contemplé página tras página a aquellas mujeres desnudas. Algunas estaban tumbadas en sofás, otras sentadas en sillas, algunas sonreían con recato y otras no tenían cabeza, solo piernas, pechos y brazos.

—Mi padre trabaja con sedimentos.

—Eso no significa que Clair no le pueda inspirar.

— ¿En qué?

—Tu madre hace que siga adelante, Helen. Si no eres capaz de verlo es que estás ciega. Están entrelazados, uno sostiene al otro.

En las páginas que tenía frente a mí aparecían dos retratos de la misma mujer.

—La maja vestida —leí en alto—. La maja desnuda.

—Sí. De Goya. ¿No son maravillosas?

Miré los dos cuadros, uno al lado del otro, y cerré el libro precipitadamente.

—El señor Warner dijo que todos creen que deberíamos mudarnos —dije.

Entonces vi los agujeros de la madera por los que alguna vez habrían pasado los hierros que sostuvieron el armazón del puente. Los habían rellenado con unos tacos de madera en tono más claro cortados a la medida justa.

— ¿Tú quieres mudarte?

—No lo sé.

Guardó silencio durante unos segundos y después me tendió la mano.

—Creo que deberías permitir que te enseñara a conducir. — ¿En el Jaguar?

— ¿Es que hay otros coches? No tenía ni idea. Me sonrojé de felicidad.

 

Volví a mi casa con dos cosas: la fotografía de mi madre vestida con la enagua color ocre, que debía devolver a su sitio, y una invitación para ir a jugar con Tosh cuando quisiera. Aunque lo que ocupaba mis pensamientos era la visión de mí misma al volante del coche del señor Forrest. Me veía con un colorido pañuelo en la cabeza, unas enormes gafas de sol y, por algún motivo, fumando.

Ya había oscurecido, pero en el piso inferior de mi casa no había ninguna luz encendida. Una vez dentro, me fijé en que el baño que había junto a la cocina estaba vacío, y encontré la radio y la labor de mi madre al pie de las escaleras. Subí a mi habitación y saqué un pijama del último cajón de la cómoda.

Me cambié y salí a lavarme los dientes. Pensé en los desnudos escondidos en casa del señor Forrest. Se había olvidado de darme un libro para mi madre y aquello me alegró, me sentí como si hubiera ganado una competición, como si su lealtad, si bien de manera indirecta, fuera ahora para mí. En el baño llené de agua mi vaso rosa de plástico y me lo llevé a mi habitación.

Nada más entrar oí el restallido de las persianas de metal.

— ¿Dónde te habías metido? —preguntó mi madre.

Se acercó a la otra ventana, justo encima de mi cama, y soltó la persiana de golpe.

No respondí. Me limité a pasar junto a ella y sentarme en la vieja silla que había en un rincón de mi habitación. Estaba a rebosar de ropa por lavar, como siempre, pero en lugar de apartarla me senté en lo alto de la montaña y la miré.

—En serio, me tenías muy preocupada.

No dije nada.

Mi madre comenzó a caminar de un lado para otro sobre la alfombra trenzada.

—Escucha, Helen, sabes que me resulta muy duro —dijo. Nada.

—De ningún modo podría haberme enfrentado a esos hombres. Ni siquiera he salido al jardín desde que, ya sabes, desde que aquel niño se cayó en la carretera.

«¡Lo atropello un coche!», grité, pero solo en el interior de mi cabeza.

— ¿Dónde has estado?

Me dirigió una mirada a medio camino entre la acusación y la súplica. Le temblaban las manos, que no dejaba de mover para aplacar a la bestia que yo no veía, al fantasma que la perseguía día tras día. Pero yo solo oía las palabras del señor Forrest: «enferma mental».

—Supongo que has estado en casa de Natalie. No creas que no noto la peste a alcohol. ¿Qué le has dicho a esa mujer? ¿Le has dicho que la loca de tu madre estaba acurrucada en el baño? No conseguirás nada hablando mal de mí con los vecinos, ni emborrachándote con Natalie y su asquerosa madre. No puedo mantener esta casa en orden sin ayuda. ¿Sabes de dónde es la madre de Natalie? ¿Lo sabes? Del sur, igual que yo, pero ella siguió la estrategia de «Me voy al norte y pierdo el acento», como si el sur fuera un estercolero del que por fin hubiera logrado escapar. Créeme, si piensas que la madre de tu amiguita Natalie es mejor que yo en algún aspecto, estás loca.

Me sentí como si hubiera salido de mi cuerpo. Me levanté de la silla mientras ella seguía hablando, aunque ya no la oía. Mi madre agitaba las manos cada vez con mayor violencia y yo solo quería que parara. Tenía el vaso rosa de plástico en la mano, y después el brazo salió disparado hacia delante y solo la cara empapada de mi madre me devolvió a lo que acababa de hacer.

Quería decirle que me habían pegado; quería que me consolara. Quería chillar y arañarle la cara. Quería que recuperara el juicio. Pero ella se agachó, y grité:

— ¡El señor Warner me dijo que los vecinos han decidido por consenso que deberíamos marcharnos!

Y entonces, tan repentinamente como me había levantado, me senté de nuevo sobre el montón de ropa sucia.

Mi madre ni siquiera hizo ademán de secarse la cara. Trazó una débil sonrisa y dijo en voz baja:

—El señor Warner nunca utilizaría una palabra como «consenso». Es un…

Terminé la frase por ella, como en uno de esos juegos de rellenar huecos con palabras. —Cretino prepotente.

Me di cuenta de que mi madre estaba agradecida por ello, de que sentía que había ido a su encuentro al lugar en que se había adentrado. Le goteaba agua de la nariz y los labios. La cara le brillaba bajo la luz de la lámpara.

—Uno de aquellos hombres me pegó, mamá —dije.

Cuantas más palabras pronunciaba, mayor era la sensación de que la firmeza, la separación, la autonomía, se escapaban de mi cuerpo. Aún le pertenecía.

Se apartó de mi lado y bajó la vista al suelo.

—Helen.

— ¿Sí?

—Es solo que… 

— ¿Qué?

—Es solo que tengo…  Bueno, ya me entiendes. Eres mi hija. No encajo en este lugar.

Observé que mi madre levantaba el borde de la alfombra con el pie. Era un movimiento compulsivo que parecía seguir el ritmo alborotado de sus manos. Intentaba rescatar de algún lugar el lenguaje de las disculpas pero era evidente que le costaba.

— ¿Por qué no te cepillo el pelo? —pregunté—. Como hace papá.

Me levanté y mi madre se cubrió la cara con las manos. Me miró escondida tras ellas.

—Quiero hacerlo —dije—. Será agradable, y después nos iremos a dormir y por la mañana todo estará mucho mejor.

Lo que no dije fue que no tenía intención de volver a dirigirle la palabra. Que por la mañana me levantaría y saldría de casa temprano para no tener que verla. Que empezaría a comer a escondidas para, llegado el mediodía, poder decir que no tenía hambre. Que el señor Forrest me había regalado algo mucho más grande que cualquier clase de conducción o gin-tonic. Había llamado a mi madre «enferma mental» y, aunque mi padre no lo hiciera, yo estaba dispuesta a aceptarlo como una gran verdad.

 

Las semanas que siguieron fueron de lo más estimulante. Cuando mi padre llegó a casa le conté qué había sucedido en el jardín y que el señor Forrest se había ofrecido a enseñarme a conducir. No hizo falta que mencionara que no le hablaba a mi madre porque aquella fue la noticia con que ella lo recibió nada más verlo cruzar la puerta. Para mí, no hablarle era como hacer acopio de comida o de balas. Cada día me sentía con más fuerzas.

El señor Forrest aparcaba delante de casa y hacía sonar el claxon, y yo agarraba la chaqueta y bajaba la escalera a toda prisa. A veces reparaba en una presencia sombría en el salón, pero una vez al pie de las escaleras solo tenía que dar tres zancadas hasta llegar a la puerta, y me gustaba pensar que cada vez que escapaba por ella, la presencia se volvía más insignificante. Afuera estaban el sol que brillaba y el coche gris verdoso con el jaguar que saltaba libre al vacío.

Una vez fuera de casa, el señor Forrest y su coche estaban a una distancia de tan solo veinte escalones, pero nunca me atreví a deslizarme por la barandilla para llegar aún más rápido. Me imaginaba con la cabeza abierta sobre el asfalto, y después veía a mi madre, incapaz de acercarse al lugar donde había caído, incapaz de llamar a una ambulancia, o aún peor: obligándose a aproximarse y pisoteando mis sesos y el suelo pringoso al tiempo que jadeaba y gesticulaba violentamente.

 

Cuando mi padre empezó a buscar casa en Frazer, Malvern y Paoli, siempre iba solo. Sacaba polaroids de las habitaciones y los jardines. Después se las llevaba a mi madre y las esparcían en el comedor, formando una especie de montaje de cada una de las casas, separadas las unas de las otras por el fondo de nogal oscuro de la mesa.

Yo volvía de mis clases de conducción con el señor Forrest y los tres nos sentábamos alrededor de la mesa, examinando con cuidado la que podría convertirse en nuestra casa. A raíz de aquella experiencia mi padre decidió equiparme con mi propia cámara.

—Así podrás sacar fotografías de tus compañeros de clase o de los conciertos, y enseñárselas a tu madre —dijo.

—No voy a conciertos —respondí.

—Ya. Bueno, pues de las cosas que hagas.

Esbozó una sonrisa frágil y supe que era mejor no decir nada. Que algo así sería cruel porque todo apuntaba a que mi madre jamás volvería a cruzar la puerta de casa.

Sin embargo, me gustaba aquello de buscar casa a través de fotografías. De noche podía soñar con habitaciones suspendidas en el aire junto a una plaza de garaje en la que había un Jaguar de color rojo cereza con el salpicadero de madera.

En ocasiones no sabía si mi madre interrogaba a mi padre o a las casas.

—Revestimiento de madera de calidad, pero una moqueta verde espantosa. ¿Qué tienes que decir a eso? —preguntaba. —Parece hierba —respondía mi padre. —Hierba roñosa, con suerte.

Y aunque entonces me tocaba hablar a mí, siempre me contuve.

Cuando por fin llegó la hora de que mi madre visitara las tres casas que habían pasado la criba, los preparativos duraron casi una semana. Mi madre eligió el traje para ese día y lo dejó en la habitación de invitados, donde los rifles de su padre aún ocupaban un lugar preferencial en la pared. Resolví que, aunque seguía decidida a no hablar con ella, encontraría un modo silencioso de demostrarle mi apoyo.

En aquella época seguía un régimen estricto, y una mañana, cuando aún faltaban unos días para el sábado de la salida, troceé mi ración de zanahorias y apio y la miré atentamente. Utilicé las rodajas naranja a modo de bloc de notas y fabriqué una versión dietética de los corazones azucarados de San Valentín. «¡Buena suerte!», escribí con rotulador negro en una de las rodajas. «¡Victoria!», escribí en otra. Entonces me animé. «¡Que se jodan!», escribí. «Cuídate.» «¡Come zanahorias!» «¡Al ataque!» «¡Adelante!»

El siguiente paso consistió en esconderlas por toda la casa en aquellos lugares donde pudiera encontrarlas. En el interior de los zapatos que había dejado en la habitación de invitados junto a su vestido. Debajo de la suave borla que tanto me gustaba y que cubría la polvera que tenía en su tocador. En su taza desportillada y manchada de pintalabios. Mientras paseaba a hurtadillas por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones en busca de lugares en los que esconder aquellas notas de zanahoria, me olvidé del odio que sentía por mi madre y me abrí al amor. Como en el balancín de un parque, era tan fácil pasar de un lado al otro.

 

La mañana del gran día mi padre me pidió que me alejara de las habitaciones y me quedara en la cocina con la puerta de vaivén cerrada. Llegado ese momento mi madre llevaba casi un año sin salir de casa y casi cinco sin poner un pie más allá del jardín. Los vecinos, que sabían que mi padre se pasaba los fines de semana buscando casa, se habían vuelto extrañamente tranquilos.

Mi padre me acompañó a la cocina y cuando se agachó para darme un suave beso en la frente, sus pensamientos ocupados en mi madre, que tarareaba en el piso de arriba con voz temblorosa, me fijé en la pila de mantas que había en la mesa del comedor y enseguida supe para qué servirían.

La mañana había comenzado con mi padre levantándose temprano y bajando a la cocina para disponer el desayuno de mi madre en una bandeja. Mi padre tenía una rueda de volumen que regulaba el amor que sentía por mi madre, y la debilidad de ella lograba girarla hasta tal punto que el retumbo me excluía.

Las mantas servirían para calmarla. Eran grises y pesadas, mantas de mudanza. De fieltro por un lado y algodón guateado por el otro. Mi madre había cruzado por última vez el límite de nuestro jardín cuando yo tenía once años. En todo el camino de ida y vuelta de la tienda no se había quitado la manta de la cabeza. Mi padre y yo tuvimos que guiarla hasta la zona de higiene femenina. Por muy torturador que le resultara, quiso estar a mi lado el día que compré mis primeras compresas.

Desde mi lugar en la cocina la vi a través del cristal de la puerta de vaivén. Estaba pálida como un muerto y llevaba el traje de hilo color albaricoque que había apartado la semana anterior. En los pies los zapatos planos en los que había escondido las rodajas de zanahoria. Mi padre se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras le susurraba palabras que no entendí pero supe que habrían de tranquilizarla. Le estuvo acariciando los músculos tensos de la espalda hasta que ella se zafó del abrazo y se irguió, adoptando la postura de la modelo que alguna vez había sido. Me fijé en que se había tomado su tiempo para aplicarse lo que consideraba maquillaje para salir, no solo los polvos y el brillo de labios que normalmente llevaba sino toda la artillería, que excepto mi padre y la tela oscura, nadie vería: rímel, lápiz de ojos, base de maquillaje y pintalabios rojo mate.

«Está lista —pensé—. Ahora o nunca.»

Mi padre levantó la primera manta gris, se la colocó alrededor de la cintura de modo que le quedara holgada y la sujetó con imperdibles. Le caía justo por debajo de los pies y rozaba el suelo. Con la siguiente manta le cubrió los hombros y se la ató por delante. Hasta ese momento aún parecía un niño grande que jugara a disfrazarse de monje. Era la última manta la que en el pasado había resultado más difícil de poner. La que iba en la cabeza.

La vez que ayudé a mi padre no pude evitar sentir que, al colocarle aquella última manta, la estábamos mandando a la horca. Había levantado el extremo para verle la cara —«¿Estás bien, mamá?» «Sí.» «Podemos ir a comprarla papá y yo.» «Yo también voy.» — y después lo había soltado y me había quedado mirando los trazos ondulados de las puntadas de la máquina, consciente de que mi madre necesitaba la tranquilidad de aquella lenta asfixia cuando salía al mundo.

 

Vi que mi padre se inclinaba y besaba a mi madre antes de desplegar la última manta. Sabía que en aquellos momentos la quería más que nunca. Cuando mi madre estaba rota e indefensa, cuando se quedaba sin caparazón y toda su rabia y su rencor no podían ayudarla. Era la triste danza de dos personas que desfallecían la una en brazos de la otra. Su matrimonio una X que unía para siempre a víctima y verdugo.

Mi padre le colocó la aciaga capucha sobre la cabeza y ella desapareció, reemplazada al instante por una imagen hueca de lana gris oscuro. Se encaminaron a toda prisa hacia la puerta. Salí de la cocina y sentí el aire fresco de la mañana que se colaba en la casa.

Con la misma premura que mi padre cogió a mi madre en brazos, y mientras ella se quejaba como un animal atrapado en un cepo, corrí yo para cruzar el salón y llegar a la entrada a tiempo de verlos cruzar la puerta y desaparecer escaleras abajo.

Mi padre lo había planeado todo con antelación. El Oldsmobile estaba aparcado en sentido contrario a los otros coches, con el asiento del copiloto frente a la casa y la puerta abierta. Vi a la señora Castle y a su marido pasar en coche junto a ellos. Mi padre no les prestó ninguna atención, cuando cualquier otro día los habría saludado con la mano. El señor Donnellson estaba cortando el césped y dirigió a mis padres una mirada cargada de compasión.

Mi madre no opuso resistencia. Sufría demasiado y no tenía fuerzas para ello. Aunque lejanos, sus gemidos se oían cada vez más fuertes. Si no fuera porque en una ocasión había ayudado a mi padre a cubrirla con las mantas no me habría creído que era ella. Parecía más bien la escena de una película en la que secuestraban a una mujer. Mi padre, el delincuente, llamaría a casa pidiendo un rescate que yo no tendría más remedio que pagar: aquí entrego mi corazón, aquí todo lo que quiero, aquí está, mi madre por mi madre.

Mi padre metió a mi madre en el coche y colocó bien las mantas para poder cerrar la puerta. Dio un fuerte portazo y rodeó el coche por delante en dirección al asiento del conductor.

«Todo mejorará cuando nos hayamos mudado», pensé, pero enseguida supe que me engañaba.

Mi padre levantó la vista. Le dije adiós desde lo alto de las escaleras. Unas casas más abajo vi al señor Warner y a su hijo mediano en el jardín. Di media vuelta y me apresuré a esconderme.

Mis padres ni siquiera llegaron a entrar en la primera casa. La agente inmobiliaria se quedó de pie en el jardín, escudriñando el interior del coche mientras mi padre le decía que lo sentía mucho pero que aquello no iba a funcionar. Ya no le interesaba comprar una casa.

—Era muy prepotente —dijo más tarde mi madre—. Sentía mucha curiosidad por mí. ¡Mi envoltorio le habría ido que ni pintado!

El señor Forrest vino a casa a preguntar cómo había ido la salida. Se sentó en el sofá, un brazo apoyado en la colcha artesanal. Mi padre sirvió unas copas y yo me quedé en el canapé Victoriano que había en el otro extremo de la habitación.

Fue increíble ver cómo construía sus críticas de la agente inmobiliaria a partir de las observaciones que había tomado prestadas de mi padre. Bromeó sobre el pelo y las uñas de aquella mujer, y dijo que su tono era un «simple anzuelo». Y allí estaba yo, incapaz de quedarme callada.

— ¿Cómo que un anzuelo, mamá?

Se produjo un fugaz silencio.

Mi padre le acercó un vaso de whisky y ella se recostó en su sillón de orejas como si en los últimos veinte años no hubiera sucedido nada excepcional.

— ¿Se lo explicas tú o lo hago yo? —le preguntó al señor Forrest.

—Las damas primero —respondió él.

Después de servir al señor Forrest mi padre tomó su copa y se sentó en el diván, junto al sillón de mi madre. Todos la mirábamos. Aún llevaba el traje de lino albaricoque y había cruzado las piernas, delgadas y cubiertas por unas medias color carne.

—Un anzuelo puede ser dos cosas. Lo que cuelga de la caña de pescar y un sucio engaño. Esa mujer era lo segundo. Todo cumplidos y dulzura hasta que vio que tu padre no iba a ceder. Entonces le cambió por completo la voz. ¡De repente era de Connecticut!

El señor Forrest rió satisfecho, igual que mi padre, mientras ella seguía despellejando a la mujer. Me quedé mirándolos desde mi lugar privilegiado en el canapé de terciopelo rojo, preguntándome si habría leído los mensajes de zanahoria. Me di cuenta de que entre las cuatro paredes de nuestra casa mi madre seguiría siendo la mujer más fuerte del mundo. Era invencible.

 

Cuando el señor Forrest se hubo marchado mi padre arropó a mi madre en la cama y al cabo de un rato salió a buscarme al jardín.

—Menudo día, mi amor —dijo. El aliento le olía a whisky.

—Mamá es diferente, ¿verdad? —pregunté.

No logré distinguir la cara de mi padre en la oscuridad, así que dirigí la vista a las copas de los abetos, su perfil recortado contra el azul de la noche.

—Me gusta pensar que tu madre está casi completa —dijo—. Tantas cosas en esta vida nos hablan de casis, no de plenitud.

—Como la luna —respondí.

Allí estaba, un delgado gajo suspendido aún a poca altura en el cielo.

—Exacto. La luna está llena todo el tiempo, pero no siempre la vemos. Lo que vemos es una luna casi llena o una luna incompleta. El resto permanece escondido, pero hay una sola luna, y es la que vemos en el cielo. Planeamos nuestras vidas en función de sus ritmos y mareas.

—Ya.

Sabía que se suponía que debía entender algo de aquella explicación de mi padre, pero lo que a mí me llegó fue que, al igual que no podíamos escapar de la luna, tampoco podíamos hacerlo de mi madre. Fuera donde fuese, allí estaría ella.