XIV
Cuando Willi se despertó amanecía y la fresca brisa del alba entraba por la ventana. Leopoldine, sin embargo, estaba de pie en medio del cuarto, totalmente vestida, con el sombrero florentino sobre el peinado y la sombrilla en la mano. «¡Dios mío, qué profundamente debo de haber dormido!», fue el primer pensamiento de Willi, y el segundo: «¿Dónde está el dinero?». Ella estaba allí con su sombrero y su sombrilla, evidentemente dispuesta a dejar la habitación al minuto siguiente. Dirigió al que se despertaba un saludo matutino. Entonces él, como deseándola, tendió los brazos hacia ella. Leopoldine se acercó más y se sentó en la cama, con gesto amable pero serio. Y cuando él la rodeó con sus brazos y quiso atraerla hacia sí, ella señaló su sombrero y su sombrilla, que sostenía casi como un arma, y sacudió la cabeza:
—Basta de tonterías —y trató de levantarse… Él no se lo permitió.
—¿No querrás irte? —le preguntó con voz estrangulada.
—Claro que sí —dijo ella, acariciándole como una hermana el pelo—. Me gustaría descansar unas horas como es debido, a las nueve tengo una reunión importante.
A él le pasó por la cabeza que podía tratarse de una reunión —¡cómo sonaba la palabra!— relacionada con él…, aquella consulta con su abogado para la que, evidentemente, no había tenido tiempo la víspera. Y, en su impaciencia, le preguntó francamente:
—¿Una entrevista con tu abogado?
—No —respondió ella con naturalidad—; espero a un compañero de negocios de Praga.
Se inclinó hacia él, le apartó el bigotito de los labios, lo besó fugazmente, susurró «adiós» y se levantó. A Willi se le paró el corazón. ¿Se iba a ir? ¡¿Iba a irse así?! Pero una nueva esperanza despertó en él. Quizá, en cierto modo por discreción, había dejado el dinero en alguna parte sin ser notada. Temerosa, su mirada erró inquieta por el cuarto…, sobre la mesa, hasta el nicho de la estufa… ¿O quizá lo habría escondido bajo la almohada, mientras él dormía? Involuntariamente introdujo la mano. Nada. ¿O lo habría metido en su billetera, que estaba junto a su reloj de bolsillo? ¡Si pudiera mirar! Y al mismo tiempo sintió, supo, vio cómo ella seguía continuamente con burla, si es que no con alegría maligna, su mirada, sus movimientos. Por una fracción de segundo, su mirada se encontró con la de ella. Él apartó la suya como si lo hubieran descubierto… y ella estaba ya en la puerta con la manija en la mano. Él quiso pronunciar su nombre y la voz le falló como en una pesadilla; quiso saltar de la cama, precipitarse hacia ella, retenerla; sí, estaba dispuesto a seguirla por la escalera, en camisa… exactamente…; tuvo la imagen ante sí…, como había visto hacía muchos años a una prostituta seguir a un caballero que no le había remunerado su amor…; pero ella, como si hubiera oído de sus labios el nombre que él no había pronunciado, sin dejar de la mano la manija, introdujo la otra en el escote de su vestido.
—Casi me olvido —dijo casualmente, se acercó más y deslizó un billete sobre la mesa…— toma —y otra vez estuvo junto a la puerta.
Willi, de golpe, se sentó al borde de la cama mirando fijamente el billete de banco. Era sólo uno, uno de mil; no había billetes de más valor, de forma que sólo podía ser de mil.
—Leopoldine —gritó con voz extraña. Pero cuando ella se volvió hacia él, siempre con la manija de la puerta en la mano, como un tanto sorprendida, con la mirada helada, sintió una vergüenza tan profunda, tan dolorosa, como en su vida había sentido. Pero ahora era demasiado tarde, tenía que continuar, hasta donde fuera, cualquiera que fuera su humillación. E, inconteniblemente, sus labios barbotaron:
—Es demasiado poco, Leopoldine, ayer no te pedí mil, probablemente me entendiste mal, sino once mil.
E involuntariamente, bajo la mirada siempre helada de ella, se cubrió con la colcha las piernas desnudas.
Ella lo miró como si no le entendiera bien. Luego asintió con la cabeza varias veces como si ahora le resultara todo claro:
—Ah —dijo—, creías que… —y con un gesto de cabeza fugaz y despectivo hacia el billete—: Eso no tiene nada que ver. Esos mil florines no son prestados; te pertenecen… por la noche pasada.
Y entre sus labios entreabiertos, entre sus dientes deslumbrantes, su húmeda lengua se movía de un lado a otro.
La colcha se deslizó a los pies de Willi. Se puso en pie y la sangre, ardiendo, se le subió a los ojos y a la frente. Imperturbable, como curiosa, ella lo miró. Y, como él no consiguiera decir palabra…, dijo como preguntando:
—¿No será demasiado poco? ¿Qué te habías imaginado realmente? ¡Mil florines!… De ti sólo recibí diez, ¿te acuerdas?
Él dio unos pasos hacia ella. Leopoldine permaneció tranquila junto a la puerta. Entonces él cogió el billete con un movimiento súbito, lo arrugó, sus dedos se movieron y pareció querer tirarle el dinero a los pies. Ella soltó la manija, se acercó a él y se quedó mirándolo de hito en hito.
—No es un reproche —dijo—. Tampoco entonces tenía más pretensiones. Diez florines… eran bastante, quizá demasiado —y hundiendo aún más profundamente sus ojos en los de él—: Exactamente diez florines de más.
Él la miró, bajó los ojos y empezó a comprender.
—Eso no podía saberlo —dijeron sus labios sin expresión.
—Hubieras podido —contestó ella—; no era tan difícil.
Él levantó lentamente la vista; y entonces, en lo hondo de los ojos de ella, percibió un resplandor extraño: había en ellos el mismo resplandor infantil y suave que había visto brillar también en sus ojos aquella noche pasada hacía tanto tiempo. Y el recuerdo revivió en él… no sólo el del placer que ella le dio, como muchas otras antes que ella y muchas después…, ni las halagadoras palabras cariñosas que había escuchado también de otras…; recordó entonces aquella maravillosa entrega, nunca antes experimentada, con que ella le rodeaba el cuello con sus brazos, y resonaron en él palabras extinguidas…, el sonido y las palabras mismas, como nunca las había oído de otra: «No me dejes sola, te quiero tanto». Todo lo que había olvidado volvía a recordarlo ahora. Y exactamente como había hecho hoy ella… también lo recordaba ahora…, indiferente, distraído, mientras ella parecía aún dormitar en dulce sopor, él se había levantado entonces de su lado, después de pensar fugazmente si no bastaría también con un billete menor, y le había dejado rumbosamente uno de diez florines en la mesilla de noche…; luego, sintiendo sobre él, ya en la puerta, la mirada soñolienta y sin embargo angustiada de la que empezaba a despertarse, se fue precipitadamente, para echarse aún en la cama del cuartel unas horas; y a la mañana, antes ya de entrar de servicio, había olvidado ya a la pequeña florista de Hornig.
Pero entretanto, mientras aquella noche hacía tiempo pasada revivía en él de forma tan intensa, el resplandor cariñosamente infantil se extinguió de nuevo poco a poco en los ojos de Leopoldine. Fríos, grises y lejanos miraban los suyos y, a medida que también en él palidecía la imagen de aquella noche, la antipatía, la cólera y la amargura surgieron. ¿Qué se había imaginado ella? ¿Cómo se atrevía a hacerle aquello? ¿Cómo podía comportarse como si creyera realmente que él se había ofrecido a ella por dinero? ¿Tratarlo como a un rufián que se hace pagar sus favores? ¿Y cómo añadía a aquel insulto inaudito la burla más desvergonzada, al rebajar el precio convenido, como si fuera un libertino decepcionado por las artes amorosas de una prostituta? ¡Como si pudiera dudar en lo más mínimo que él le habría arrojado a los pies también los once mil florines si se hubiera atrevido a ofrecérselos como pago de su amor!
Sin embargo, mientras la injuria que ella merecía le subía a los labios, mientras levantaba el puño como si quisiera dejarlo caer sobre aquella miserable, la palabra, no pronunciada, se le deshizo en los labios, y su mano volvió a descender lentamente. Porque de pronto comprendió —¿no lo había sospechado ya antes?— que también había estado dispuesto a venderse. Y no sólo a ella, también a otra, a cualquiera que le ofreciera la suma que podía salvarlo…; y así… en medio del pérfido atropello causado por aquella malvada mujer…, en el fondo de su alma, por mucho que se resistiera, comenzó a sentir una justicia oculta y sin embargo inexorable que, más allá de aquella oscura aventura en que se había visto mezclado, afectaba a su ser más profundo.
Levantó los ojos, miró a su alrededor y le pareció despertar de un sueño confuso. Leopoldine se había ido. Todavía no había abierto él los labios… y ella se había ido. No podía comprender cómo había podido desaparecer de la habitación tan súbita… tan inadvertidamente. Notó el billete arrugado en su mano aún crispada y se precipitó a la ventana, la abrió de golpe, como si quisiera arrojarle el billete de mil. Por allí iba ella. Quiso llamarla; pero ya estaba lejos. Iba a lo largo del muro con paso cadencioso y complacido, con la sombrilla en la mano, con su ondulante sombrero florentino… iba como si saliera de una noche cualquiera de amor, como había salido sin duda de otras cien. Llegó a la gran puerta. El centinela la saludó como a una persona honorable y ella desapareció. Willi cerró la ventana y volvió al cuarto; su vista se posó en la cama revuelta, en la mesa con los restos de la cena, en las copas y las botellas vacías. Involuntariamente abrió la mano y el billete se escapó. En el espejo que había sobre la cómoda vio su propia imagen…, con el pelo alborotado y círculos oscuros bajo los ojos; se estremeció y le repugnó indeciblemente estar aún en camisa; cogió el capote que colgaba de un gancho, metió los brazos, se lo abotonó y se subió el cuello. Unas cuantas veces, sin sentido, recorrió de un lado a otro la pequeña habitación. Finalmente, como fascinado, se detuvo ante la cómoda. En el cajón de en medio, entre los pañuelos, lo sabía, estaba el revólver. Bueno, había llegado el momento. Como le había llegado al otro, que quizá lo hubiera pasado ya. ¿O tal vez seguiría esperando un milagro? En cualquier caso, él, Willi, había hecho lo que había podido, y más aún. Y en aquel momento le pareció realmente que sólo por Bogner se había sentado a la mesa de juego, que sólo por Bogner había tentado al Destino hasta convertirse en su víctima.
El billete de banco estaba en el plato con los pedazos de tarta desmoronados, tal como se le había caído de la mano un momento antes, y ni siquiera parecía muy arrugado. Había empezado a alisarse otra vez…; sin duda no haría falta mucho para que estuviera liso, completamente liso como cualquier otro papel limpio, y nadie podría ver ya en él que realmente no era otra cosa que lo que suele llamarse el salario de la vergüenza o el precio del pecado. Bueno, de cualquier manera, le pertenecía, pertenecía a su legado, por decirlo así. Una sonrisa amarga jugueteó en sus labios. Podía dejárselo a quien quisiera: y si alguien tenía algún derecho a ello, era Bogner, más que cualquier otro. Sonrió involuntariamente. ¡Magnífico! Sí, tenía que ocuparse aún de eso, sin falta. Ojalá que Bogner no hubiera puesto fin prematuramente. ¡El milagro para Bogner había llegado! Sólo hace falta saber aguardar.
¿Pero dónde estaba Joseph? Sabía que hoy era día de ejercicios. Willi hubiera tenido que estar dispuesto a las tres en punto, y eran ya las cuatro y media. En cualquier caso, el regimiento habría partido hacía tiempo. Él no había oído nada, tan profundo había sido su sueño. Abrió la puerta del vestíbulo. Allí estaba su asistente, sentado en un taburete junto a la pequeña estufa de hierro; se le cuadró:
—A sus órdenes, mi alférez; he comunicado que mi alférez estaba enfermo.
—¿Enfermo? ¿Quién le ha dicho que…? Ah, ya. —¡Leopoldine…! Hubiera podido encargarle también que comunicara su muerte; hubiera sido más fácil—. Está bien. Ocúpese de mi café —dijo, cerrando la puerta.
¿Dónde estaba la tarjeta de visita? Buscó…, buscó en todos los cajones, en el suelo, en todos los rincones…; buscó como si le fuera la vida en ello. Inútilmente. No la encontraba… Así que no debía ser. Así que también Bogner tenía mala suerte, de forma que sus destinos estaban indisolublemente unidos… Entonces, de repente, vio brillar algo en el nicho de la estufa. La tarjeta estaba allí, con la dirección encima: Piaristengasse 20, muy cerca… ¡Y aunque hubiera estado lejos!… Así que, después de todo, aquel Bogner tenía suerte. ¡¿Y si no hubiera podido encontrar la tarjeta…?!
Cogió el billete de banco, lo contempló mucho tiempo sin verlo realmente, lo dobló, lo envolvió en una hoja blanca, reflexionó si debía escribir unas palabras de explicación y se encogió de hombros: «¿para qué?», y escribió sólo la dirección en el sobre: Señor Otto von Bogner, Teniente… ¡Sí! Volvió a darle el cargo, por su propia autoridad. De algún modo se era siempre oficial…, hubiera hecho uno lo que hubiera hecho…, o se volvía a serlo… cuando se habían pagado las deudas. Llamó a su asistente y le entregó la carta para que la llevara.
—Pero muévase.
—¿Hay respuesta, mi alférez?
—No. Entréguela en mano y… no habrá respuesta. Y no me despierte en ningún caso al volver. Déjeme dormir. Hasta que me despierte solo.
—A sus órdenes, mi alférez.
Hizo chocar los tacones, dio media vuelta y se fue. En la escalera oyó la llave girar en la cerradura de la puerta a sus espaldas.