IV
Sólo cuando estuvo otra vez al aire libre y el suave viento de la tarde le acarició la frente tuvo conciencia de su suerte o, como se corrigió enseguida, de la suerte de Bogner. Sin embargo, le quedaba suficiente para, como había soñado, poder comprarse una nueva guerrera, una nueva gorra y un nuevo fiador para el sable. También tenía los fondos necesarios para algunas cenas en agradable compañía, que ahora sería fácil encontrar. Pero, con independencia de ello… ¡qué satisfacción, a la mañana siguiente, a las siete y media, poder entregar a su viejo compañero, ante la iglesia de Alser, la suma salvadora!… Mil florines, sí, el famoso y flamante billete de mil, del que hasta entonces sólo había leído en los libros y que ahora guardaba realmente en su billetera con algunos billetes de cien. Bueno, mi querido Bogner, ahí lo tienes. He ganado exactamente esos mil florines. Para ser totalmente exacto, mil ciento cincuenta y cinco. Y entonces me he detenido. Dominio de mí mismo, ¿no? Y espero, querido Bogner, que a partir de ahora… No, no, no le echaría un sermón a su antiguo compañero. Él mismo haría que le sirviera de lección y, era de esperar, tendría también el tacto suficiente para no deducir de aquel incidente, que tan bien había acabado para él, ninguna justificación para una relación amistosa ulterior. Sin embargo, quizá sería más prudente o incluso más correcto enviar al asistente con el dinero a la iglesia de Alser.
De camino hacia casa de los Kessner, Willi se preguntó si lo retendrían también para cenar. ¡Ah, por fortuna la cena no importaba ya! Ahora era suficientemente rico para invitar a cenar a toda la reunión. La pena era que en ninguna parte había flores para comprar. Pero una pastelería ante la que pasó estaba abierta y se decidió a comprar una bolsa de bombones y, volviéndose otra vez en la puerta, otra más grande, pensando en cómo repartirlos mejor entre madre e hija.
Cuando entró en el jardín de casa de los Kessner, la doncella le informó de que los señores, la reunión entera, se había ido al Helenental, probablemente a la Cabaña de Krainer. Los señores cenarían sin duda también fuera, como la mayoría de los domingos por la noche.
Una moderada decepción se pintó en los rasgos de Willi, y la doncella sonrió mirando las dos bolsas que el alférez llevaba en la mano. Bueno, ¡qué podía hacer con ellas!
—Dígales que les presento mis respetos y… por favor —dio a la doncella las bolsas—, la mayor es para la señora y la otra para la señorita, y también que he lamentado mucho que…
—Quizá, si el señor alférez tomase un coche…, los señores estarán ahora con seguridad en la Cabaña de Krainer.
Willi miró de forma pensativa e importante el reloj:
—Ya veré —observó con despreocupación, saludó militarmente con cortesía juguetonamente exagerada y se fue.
Ahora estaba solo en la calle, en la que atardecía. Un grupo pequeño y alegre de turistas, señores y señoras de zapatos polvorientos, pasó por su lado. Delante de una villa, en una silla de paja, había un anciano leyendo el periódico. Algo más lejos, en un balcón del primer piso, una anciana haciendo ganchillo hablaba con otra que, en la casa de enfrente, con los brazos cruzados sobre el pecho, se apoyaba en la ventana abierta. A Willi le pareció que aquellas personas eran las únicas de la pequeña ciudad que no la habían abandonado en aquellos momentos. Los Kessner hubieran podido dejarle un mensaje con la doncella. Bueno, no quería imponérseles. En el fondo, no tenía ninguna necesidad. Pero ¿qué hacer? ¿Volver enseguida a Viena? ¡Tal vez fuera lo más razonable! ¿Por qué no dejar la decisión al azar?
Había dos coches ante el casino.
—¿Cuánto quiere por llevarme a Henental?
Uno de los cocheros no estaba libre y el otro le pidió un precio francamente desvergonzado. Willi decidió dar un paseo vespertino por el parque.
A aquella hora estaba todavía bastante concurrido. Parejas de casados y de enamorados, que Willi se atrevía a distinguir con seguridad, y también muchachas y señoras, solas, en parejas o en tríos, pasaban por su lado y encontró muchas miradas sonrientes, incluso alentadoras. Pero no se podía saber si no las seguía un padre, un hermano o un novio, y un oficial estaba obligado a ser dos o tres veces más prudente de lo normal. Siguió un rato a una señora esbelta y de ojos negros, que llevaba a un niño de la mano. Ella subió la escalera de la terraza del casino, pareció buscar a alguien, al principio inútilmente, hasta que, al hacerle gestos animados desde una mesa lejana, se sentó, después de mirar de soslayo a Willi con una mirada burlona, con un grupo de personas bastante numeroso. También Willi hizo como si buscase a algún conocido, pasó de la terraza al restaurante, que estaba bastante vacío, y fue de allí al vestíbulo y luego a la sala de lectura, ya iluminada, en la que, sentado a una mesa larga y verde, no había más que un general retirado, de uniforme. Willi lo saludó, haciendo chocar los talones; el general hizo un gesto de cabeza malhumorado y Willi se dio la vuelta apresuradamente. Delante del casino seguía estando uno de los coches de punto, y el cochero, sin que le preguntara, se mostró dispuesto a llevar al alférez al Henental por poco dinero.
—Bueno, ahora no vale ya la pena —dijo Willi y, con paso rápido, se dirigió al Café Schopf.