IX
En la Alserkirche dieron las cinco menos cuarto. Se abrió la gran puerta y una compañía del noventa y ocho pasó desfilando ante Willi, y los soldados volvieron marcialmente la cabeza al llegar a su altura. Willi correspondió llevándose la mano a la gorra unas cuantas veces…
—¿Adónde se dirigen, Wieseltier? —preguntó con condescendencia al cadete que iba el último.
—Al prado de los bomberos, señor alférez.
Willi asintió con la cabeza y siguió con la vista un momento al noventa y ocho, sin verlo. El centinela seguía saludando cuando Willi atravesó la puerta, que se cerró a sus espaldas.
Voces de mando que llegaban desde el fondo del patio rechinaron en sus oídos. Una tropa de reclutas hacía instrucción con armas, bajo la dirección de un cabo. El patio estaba vacío e iluminado por el sol, y aquí y allá se alzaban en el aire algunos árboles. Willi continuó a lo largo del muro; levantó la vista hacia su ventana; su asistente apareció en el marco, miró hacia abajo, se cuadró un instante y desapareció. Willi subió aprisa las escaleras; ya en el vestíbulo, donde el asistente se disponía a poner a calentar la olla de vapor, se desembarazó del cuello y se abrió la guerrera.
—A sus órdenes, mi alférez, el café estará enseguida.
—Está bien —dijo Willi; entró en su habitación, cerró la puerta a sus espaldas, se quitó la guerrera y se echó en la cama con pantalón y zapatos.
Antes de las nueve no puedo ver al tío Robert, pensó. En cualquier caso, le pediré doce mil florines y Bogner tendrá también sus mil, si es que entretanto no se ha matado. Por lo demás, quién sabe, tal vez haya ganado realmente en las carreras y esté en condiciones incluso de sacarme a mí de apuros. Ja, once mil o doce mil no se ganan tan fácilmente en las taquillas.
Los ojos se le cerraban. Nueve de picas…, as de diamantes…, rey de corazones…, ocho de picas…, as de picas…, sota de tréboles…, cuatro de diamantes…: así danzaban las cartas ante él. El asistente trajo el café, acercó la mesa a la cama y le sirvió; Willi, apoyado en un brazo, bebió.
—¿Quiere mi alférez que le quite las botas?
Willi negó con la cabeza:
—No vale ya la pena.
—¿Quiere mi alférez que lo despierte más tarde? —y como Willi no pareciera entender—: Si me permite que se lo diga, tiene instrucción a las siete.
Willi volvió a negar con la cabeza.
—Estoy enfermo, tengo que ir al médico. Vaya a comunicárselo al capitán… Enfermo, entiende; enviaré luego el parte. Que tengo cita con el doctor, por algo de la vista, a las nueve. Y que ruego a mi sustituto el cadete Brill que se encargue él de la instrucción. Vaya usted… ¡Un momento!
—¿Mi alférez?
—A las siete y cuarto irá usted a la Alserkirche; el señor que estuvo aquí ayer por la mañana, sí, el teniente Bogner, estará allí esperando. Que tenga la amabilidad de disculparme… y que por desgracia no he conseguido nada, ¿entiende?
—Sí, mi alférez.
—Repítalo.
—Que mi alférez se excusa de que mi alférez no ha conseguido nada.
—De que, por desgracia, no ha conseguido nada… Un momento. Si hubiera tiempo todavía hasta esta noche o mañana por la mañana… —se detuvo de pronto—. No, nada más. Que por desgracia no he conseguido nada, y basta. ¿Entiende?
—Sí, mi alférez.
—Y cuando vuelva de la Alserkirche, llame a la puerta por si acaso. Y ahora cierre la ventana.
El asistente hizo lo que se le había dicho, y una voz de mando estridente en el patio se interrumpió a la mitad. Cuando Joseph cerró la puerta tras de sí, Willi se echó de nuevo y se le cerraron los ojos. As de diamantes…, siete de tréboles…, rey de corazones…, ocho de diamantes…, nueve de picas…, diez de picas…, reina de corazones…; ¡maldita chusma!, pensó Willi. Porque la reina de corazones era realmente la señorita Kessner. Si no me hubiera detenido junto a su mesa, no hubiera ocurrido todo este percance. Nueve de tréboles…, seis de picas…, cinco de picas…, rey de picas…, rey de corazones…, rey de tréboles… No se lo tome a la ligera, señor alférez… Que se vaya al diablo, tendrá su dinero, pero luego le enviaré mis testigos… no puede ser… ni siquiera puede darme satisfacción…; rey de corazones…, sota de picas…, reina de diamantes…, nueve de diamantes…, as de picas…: así danzaban ante él; as de diamantes…, as de corazones…, absurda, incesantemente, de forma que los ojos le dolían bajo los párpados. Seguro que no había en el mundo entero tantas barajas como las que desfilaron velozmente ante él en esa hora.
Llamaron a la puerta; se despertó de pronto, pero también ante sus ojos abiertos siguieron pasando velozmente las cartas. Su asistente estaba allí.
—Mi alférez, a sus órdenes; el teniente le da las gracias por la molestia y envía a mi alférez sus mejores saludos.
—Ah… ¿Y no ha dicho… no ha dicho nada más?
—No, mi alférez; el teniente se dio la vuelta y se fue.
—Ah… se dio la vuelta… ¿Y le ha dicho que yo estaba enfermo?
—Sí, mi alférez.
Y, como Willi viera que su asistente sonreía, le preguntó:
—¿Por qué se ríe tan tontamente?
—A sus órdenes, es por el capitán.
—¿Por qué? ¿Qué ha dicho el capitán?
Y, sin dejar de sonreír, el asistente contó:
—Así que tenía que ir al oculista, dijo el capitán, y que mi alférez debía de haber estado mirando demasiado a alguna chica —y como Willi no se riera, el asistente añadió, un tanto asustado—: Lo dijo el capitán; a sus órdenes.
—Váyase —dijo Willi.
Mientras se arreglaba, pensó toda clase de frases y ensayó interiormente el tono del discurso con el que esperaba conmover el corazón de su tío. Desde hacía dos años no lo había visto. En aquel momento apenas podía rememorar la persona de Wilram, ni siquiera los rasgos de su rostro; una y otra vez se le aparecía una figura distinta con una expresión distinta y otras costumbres, otra forma de hablar, y no podía prever ante quién se encontraría hoy.
Desde la infancia recordaba a su tío como un hombre delgado, siempre vestido muy atildadamente y todavía joven, aunque, al ser veinticinco años mayor que él, le había parecido ya entonces muy maduro. Robert Wilram venía siempre de visita por pocos días a la pequeña ciudad húngara en la que su cuñado, entonces todavía mayor Kasda, estaba de guarnición. Su padre y su tío no se entendían muy bien, y Willi recordaba incluso vagamente una discusión entre sus padres sobre su tío, que terminó con su madre saliendo de la habitación deshecha en lágrimas. De la profesión de su tío apenas se hablaba nunca, pero Willi creía recordar que Robert Wilram había desempeñado un puesto de funcionario público y, habiendo enviudado pronto, lo había dejado. De su difunta mujer heredó una pequeña fortuna; vivía desde entonces como rentista y viajaba mucho por todo el mundo. La noticia de la muerte de su hermana la había sabido en Italia, no llegó hasta después del entierro, y en la memoria de Willi quedó grabado para siempre cómo su tío, de pie con él junto a la tumba, sin derramar una lágrima pero con expresión de sombría serenidad, miraba la corona de flores apenas marchitas. Poco después, los dos habían dejado la pequeña ciudad; Robert Wilram se había ido a Viena y Willi había vuelto a la academia militar de Wiener-Neustadt. A partir de entonces, había visitado a su tío muchas veces los domingos y días de fiesta, y él lo había llevado al teatro o a restaurantes; más tarde, después de la súbita muerte de su padre y después de haber sido destinado Willi, como alférez, a un regimiento de Viena, su tío le concedió, espontáneamente, una renta mensual, que un banco pagaba puntualmente al joven oficial, incluso durante los viajes ocasionales de su tío.
De uno de esos viajes, en el que estuvo gravemente enfermo, Robert Wilram volvió visiblemente cambiado y, aunque la renta mensual siguió llegando regularmente a la dirección de Willi, en el trato personal entre tío y sobrino se produjeron muchas interrupciones cortas y largas, lo mismo que parecían alternar de forma peculiar las épocas en la existencia de Robert Wilram. Había momentos en que mostraba un talante alegre y sociable; iba como antes con su sobrino a restaurantes, al teatro y a lugares de esparcimiento, ocasiones en las que casi siempre había también alguna joven lozana, a la que Willi veía entonces, por lo común, por primera y única vez. Y había también semanas en que su tío parecía totalmente retirado del mundo y de los hombres; y, siempre que recibía a Willi, éste se encontraba con un hombre serio, parco en palabras y prematuramente envejecido, envuelto en una bata de color pardo oscuro parecida a un traje talar, con la expresión de un actor amargado, que iba de un lado a otro por la habitación de bóvedas altas, nunca totalmente iluminada o, leyendo o trabajando, se sentaba a su escritorio con luz artificial. La conversación se desarrollaba entonces la mayoría de las veces de forma penosa y lenta, como si los dos fueran mutuamente extraños por completo. Una vez, cuando casualmente hablaron de un compañero de Willi que, poco antes, había puesto fin a su vida por un amor desgraciado, Robert Wilram abrió un cajón de su escritorio, sacó, para asombro de Willi, un montón de hojas escritas y leyó a su sobrino algunas consideraciones filosóficas sobre la muerte y la inmortalidad, y también muchas cosas despectivas y melancólicas sobre las mujeres en general, mientras parecía olvidarse completamente de la presencia del joven, que lo escuchaba no sin desconcierto y más bien aburrido. Precisamente en el momento en que Willi trataba inútilmente de reprimir un pequeño bostezo, su tío levantó la vista del manuscrito; sus labios se fruncieron en una sonrisa vacía, plegó las hojas, las metió otra vez en el cajón y se puso a hablar de repente de otras cosas que quizá podrían interesar más a un joven oficial. Pero también después de esa entrevista poco afortunada siguió habiendo algunas veladas agradables al viejo estilo; también siguieron dando los dos pequeños paseos, especialmente las tardes de buen tiempo de los días de fiesta; un día, sin embargo, en que Willi tenía que recoger a su tío en casa de éste, recibió una excusa y, poco después, una carta de Wilram, en la que le decía que estaba tan enormemente ocupado que, por desgracia, tenía que rogar a Willi que, de momento, prescindiera de nuevas visitas. Pronto se interrumpieron también los envíos de dinero. Un cortés recordatorio escrito no fue contestado, lo mismo ocurrió con el segundo, y un tercero recibió la respuesta de que, lamentándolo, Robert Wilram se veía obligado, «al haber cambiado esencialmente su situación», a interrumpir en lo sucesivo sus ayudas «incluso a las personas más allegadas». Willi trató de hablar personalmente con su tío. Por dos veces no fue recibido y la tercera vio cómo su tío, del que acababan de decirle que no estaba en casa, desaparecía rápidamente por una puerta. Así comprendió finalmente la inutilidad de cualquier otro esfuerzo y no le quedó más remedio que reducir sus gastos en lo posible. La escasa herencia de su madre, de la que hasta entonces se había mantenido, acababa de consumirse, pero, de acuerdo con su forma de ser, no había pensado seriamente para nada en el futuro, hasta que ahora de repente, de un día a otro, de una hora a otra, las preocupaciones se le presentaban de la forma más amenazadora.
Con el ánimo deprimido pero no desesperado, bajó por fin la escalera de oficiales, retorcida y siempre en semipenumbra, sin reconocer enseguida al hombre que, con los brazos extendidos, le cerraba el paso.
—¡Willi!
Era Bogner quien lo llamaba.
—¿Eres tú? —¿qué quería?—. ¿No sabes? ¿No te ha informado Joseph?
—Lo sé, lo sé, sólo quiero decirte…, por si acaso…, que la inspección se ha aplazado hasta mañana.
Willi se encogió de hombros. Realmente, no le interesaba mucho.
—¡Aplazada! ¿Comprendes?
—No es tan difícil de comprender —y descendió un escalón.
Bogner no le permitió seguir:
—Es un signo del Destino —exclamó—. Puede ser la salvación. No te enfades, Kasda, si otra vez… Sé muy bien que ayer no tuviste suerte…
—En efecto —barbotó Willi—; en efecto no he tenido suerte —y con una carcajada—: Lo he perdido todo… y más aún.
Y, sin dominarse, como si tuviera ante él, en la figura de Bogner, la verdadera y única causa de su desgracia:
—¡Once mil florines, oye, once mil florines!
—Santo cielo, eso es, evidentemente… ¿Qué piensas hacer?…
Se interrumpió. Sus miradas se encontraron y el rostro de Bogner se iluminó:
—Entonces, ¿supongo que irás a ver a tu tío?
Willi se mordió los labios. ¡Importuno! ¡Desvergonzado!, pensó para sus adentros, y no faltó mucho para que se lo dijera.
—Perdóname… no es asunto mío… y no debo mezclarme, tanto más cuanto que, hasta cierto punto, la culpa…; bueno…, pero si lo intentas, Kasda… que sean doce u once mil, a tu tío le resultará bastante indiferente.
—Estás loco, Bogner. No me dará los once mil, como no me daría los doce.
—¡Pero vas a ir a verlo, Kasda!
—No lo sé…
—Willi…
—No lo sé —repitió él, impaciente—. Tal vez… y tal vez no… Adiós.
Lo echó a un lado y se precipitó escaleras abajo.
Doce u once, no era en modo alguno indiferente. ¡Precisamente todo podía depender de esos mil!… Y en su cabeza zumbaban: ¡once, doce…; once, doce…; once, doce…! Bueno, no tendría que decidirse hasta que estuviera ante su tío. En su momento se vería. De todas formas, había sido una tontería haberle dicho a Borgner la suma, haberse dejado detener siquiera en la escalera. ¿Qué le importaba aquel hombre? Compañeros…; bueno, sí, ¡pero realmente amigos no habían sido nunca! ¿Y ahora, de pronto, su destino iba a estar indisolublemente unido al de Bogner? Absurdo. Once, doce…; once, doce. Doce, tal vez sonaba mejor que once, tal vez le trajera suerte…, tal vez ocurriera el milagro… precisamente si pedía doce. Y durante todo el camino, desde el cuartel de Alser, a través de la ciudad, hasta la viejísima casa de la estrecha calle situada detrás de la catedral de San Esteban, reflexionó en si debía pedirle a su tío once o doce mil florines…, como si el éxito dependiera, como si en definitiva su vida dependiera de ello.
Una persona de edad, a la que no conocía, abrió la puerta cuando llamó. Willi dijo su nombre. Que mi tío…, sí, era el sobrino del señor Wilhelm…, que mi tío me disculpe; se trata de algo muy urgente y no lo molestaré mucho rato. La mujer, al principio indecisa, se alejó, volvió sorprendentemente deprisa con expresión más amable y Willi…, que respiró profundamente…, fue recibido.