V

Los jugadores seguían allí, como si desde la marcha de Willi no hubiera pasado ni un minuto, sentados de la misma forma que antes. Bajo la pantalla verde, la luz eléctrica lucía pálida. En la boca del cónsul, que fue el primero en notar su entrada, Willi creyó percibir una sonrisa burlona. Nadie mostró la menor sorpresa cuando Willi arrimó de nuevo, entre las otras, su silla que había seguido vacía. El doctor Flegmann, que en aquel momento tenía la banca, le dio carta como si fuera algo lógico. Con la prisa, Willi apostó un billete mayor de lo que había pensado; ganó y se mostró luego prudente; la suerte, sin embargo, cambió y pronto llegó el momento en que su billete de mil pareció estar seriamente en peligro. «¡Qué importa!», pensó Willi, «de eso yo no hubiera tenido nada». Pero entonces volvió a ganar y no tuvo que cambiar el billete; la suerte le fue constante y, a las nueve, cuando se acabó la partida, Willi estaba en posesión de dos mil florines. «Mil para Bogner, mil para mí», pensó. «La mitad de éstos me la reservaré para jugar el próximo domingo». Pero no se sentía tan contento como hubiera debido estarlo naturalmente.

Se dirigieron para cenar al Stadt Wien y se sentaron en el jardín, bajo un roble frondoso, hablando sobre juegos de azar en general y partidas famosas, con enormes pérdidas, en el Jockey Club.

—Es y será siempre un vicio —afirmó con toda seriedad el doctor Flegmann.

Se rieron, pero el teniente Wimmer pareció dispuesto a tomar a mal la observación. Lo que quizá fuera un vicio en un abogado, observó, no tenía por qué serlo, ni mucho menos, en un oficial. El doctor Flegmann explicó cortésmente que se podía ser vicioso y, sin embargo, hombre de honor, de lo que había muchos ejemplos: Don Juan, por ejemplo, o el Duque de Richelieu. El cónsul opinó que el juego sólo era un vicio cuando no se podía pagar las deudas. Y en tal caso no era en realidad ya un vicio, sino una estafa; sólo que de una especie cobarde. Hubo un silencio en el corro. Por fortuna, apareció entonces el señor Elrief, con una flor en el ojal y ojos de triunfo.

—¿Se ha podido escapar ya de las ovaciones? —le preguntó Greising.

—No actúo en el cuarto acto —respondió el actor, despojándose negligentemente de un guante, quizá de la forma en que tenía previsto interpretar a un vizconde o marqués en su próximo estreno. Greising encendió un cigarrillo.

—Harías mejor en no fumar —dijo Tugut.

—Pero, señor médico del regimiento, ya no tengo nada en la garganta —respondió Greising.

El cónsul había encargado unas botellas de vino húngaro. Brindaron. Willi miró la hora.

—Por desgracia tengo que despedirme. A las diez cuarenta sale el último tren.

—Acabe de beber —dijo el cónsul—; mi coche lo llevará a la estación.

—Señor cónsul, eso no puedo…

—Puedes —lo interrumpió el teniente Wimmer.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Tugut, el médico del regimiento—; ¿hacemos algo todavía hoy?

Ninguno había dudado de que, después de la cena, la partida continuaría. Pasaba lo mismo todos los domingos.

—Pero no por mucho tiempo —dijo el cónsul.

«¡Qué suerte tienen!», pensó Willi, envidiándoles la perspectiva de poder sentarse otra vez enseguida a la mesa de juego, probar su suerte, ganar miles. El actor Elrief, a quien el vino se subía enseguida a la cabeza, dio al cónsul, con sonrisa un tanto estúpida e insolente, recuerdos de la señorita Rihoscheck, como se llamaba su común amiga.

—¿Por qué no ha traído usted a la señorita, señor mimo? —le preguntó Greising.

—Irá más tarde al café a ver la partida, si el señor cónsul lo permite —dijo Elrief. El cónsul no hizo gesto alguno.

Willi vació su vaso y se levantó.

—Hasta el próximo domingo —dijo Wimmer—; entonces te aligeraremos los bolsillos.

«Os llevaréis una decepción», pensó Willi, «no se puede perder si se es prudente».

—Tenga la amabilidad, alférez —observó el cónsul— de enviarme al cochero enseguida otra vez desde la estación —y volviéndose a los que se quedaban—. Pero que no se haga hoy tan tarde, es decir, tan temprano como hace poco, caballeros.

Willi saludó otra vez al círculo y se volvió para salir. Entonces tuvo la agradable sorpresa de ver, sentadas a una mesa cercana, a la familia Kessner y la señora de aquella tarde con sus dos hijas. No estaban ni el irónico abogado ni los jóvenes y elegantes caballeros que habían llegado en coche a la villa. Lo saludaron muy amablemente y él se quedó de pie junto a la mesa, comportándose alegre y despreocupadamente…, como un oficial joven y apuesto, en situación desahogada, y además, después de tres vasos de fuerte vino húngaro y en aquellos momentos sin competidores, agradablemente «colocado». Lo invitaron a sentarse y él rehusó, dando las gracias y señalando con gesto desenvuelto hacia la puerta, donde lo esperaba el coche. De todas formas, tuvo que responder aún a algunas preguntas: ¿quién era aquel guapo joven vestido de paisano?… Ah, ¿un actor?… ¿Elrief?… Ni siquiera conocían su nombre. El teatro allí era, en general, bastante mediocre; todo lo más podían verse las operetas, opinó la señora Kessner. Y, con una mirada prometedora, sugirió: la próxima vez que viniera el alférez, quizás podrían ir juntos al anfiteatro.

—Lo mejor sería —dijo la señorita Kessner— alquilar dos palcos vecinos —y dirigió una sonrisa al señor Elrief, a la que él correspondió radiante.

Willi besó la mano a todas las señoras, saludó otra vez hacia la mesa de los oficiales y un minuto después estaba en el coche del cónsul.

—Deprisa —dijo al cochero—. Le daré una buena propina.

Willi creyó ver una irritante falta de respeto en la indiferencia con que el cochero recibió su promesa. De todas formas, los caballos corrieron magníficamente y, en cinco minutos, estuvo en la estación. Pero en ese mismo instante se ponía en movimiento también, arriba en la estación, el tren, que había llegado un minuto antes. Willi saltó del coche, siguió con la vista los vagones iluminados mientras avanzaban lentamente sobre el viaducto, oyó perderse en el aire de la noche el silbido de la locomotora, sacudió la cabeza y no supo si estaba irritado o contento. El cochero estaba, indiferente, sentado al pescante, acariciando uno de sus caballos con el mango del látigo.

—No hay nada que hacer —dijo por fin Willi. Y al cochero—: Vamos otra vez al Café Schopf.