Capítulo 12

Se busca marido y banquero británico

 

Isaías dio por finalizada nuestra reunión en tanto vio la palidez en mi rostro. Con su habitual falta de cortesía me invitó a abandonar aquella estancia, temiendo que tal vez pudiera transmitirle una enfermedad contagiosa.

—Roberto Carlos le llevará al banco —anunció mientras se dirigía a la puerta.

Durante el trayecto de vuelta no pude evitar que las lágrimas bañaran mi rostro. Lo tenía grabado, pensé, tratando de encontrar un motivo por el que sonreír, pero la pena que me encogía el corazón era mucho más abrumadora que cualquier previsible triunfo. No me sentí con ánimos de subir a mi despacho, de modo en tanto llegué a las torres di media vuelta y me largué de ahí.

No había nadie en el loft de Patrick a excepción del marqués, quien me recibió con los brazos abiertos y la expectación tatuada en su mirada.

—¿Has grabado la reunión? —preguntó levantando las dos cejas.

—Así es —afirmé sin ganas de conversar, alcanzándole el bolígrafo.

—Entonces, ¿a qué viene esa cara?

—Es el demonio en persona —respondí con la mirada perdida.

—Nada que no supieras ya, ¿no es cierto? —Me miró fijamente, como si de algún modo pudiera contemplar la sucesión de imágenes que desfilaban por mi mente—. ¿Dónde os habéis reunido?

—En el palacio donde se congregan los miembros de la orden.

—¡Santo cielo! —exclamó con admiración—. Escúchame bien, Sofía —me pidió, posando sus manos sobre mis hombros—. Al rubiales, ni una sola palabra de esto, ¿me oyes?

—Descuida —dije, entregándole el porta documentos que había robado del despacho de Isaías—. No le diré nada a nadie.

Juan se extrañó por la ausencia de entusiasmo en mi voz, pero no debió darle mayor importancia pues dejó que me marchara sin ni siquiera preguntarme si me sucedía algo.

Me tumbé sobre la cama y, a medida que los minutos pasaban, los nervios se fueron relajando. No sucedió así con el desconsuelo y el dolor que sentía en el epicentro de mi corazón.

Cuando al cabo de un rato la puerta de mi habitación se abrió, supe enseguida que Juan era portador de malas noticias. La decepción se había instalado en el contorno de sus ojos, donde sus arrugas se mostraban mucho más marcadas. Apretó los puños antes de hablar.

—No ha resultado como esperaba —anunció sin precisar cuál había sido exactamente el problema.

Se sentó en el borde de la cama con la mirada clavada en la pared. Me incorporé con dificultad y le palmeé la mano.

—¿Qué sucede, Juan? —pregunté—. Lo ha confesado todo y no ha escatimado en detalles.

Le contemplé, extrañada. Se volvió y me miró fijamente. Tenía las pupilas extremadamente dilatadas, como si estuviera bajo los efectos de algún opiáceo. Masculló unas palabras incomprensibles para mis oídos y entonces fue cuando lo vi. Me arrodillé frente a él, contemplando la desesperación y la derrota que se reflejaban en su mirada. Juan parecía totalmente vencido por las circunstancias. Recé para que aquel pensamiento no saliera a través de mis labios.

—Me estás asustando. ¿Qué pasa?

—Inhibidores, Sofía —exclamó, furibundo.

Su comentario me pilló por sorpresa y, a decir verdad, no pude comprender qué era lo que quería decir. 

—La grabación no tiene sonido —aclaró con un ronco susurro.

Me incorporé con un movimiento brusco. Di media vuelta y eché a andar por la habitación.

—Lo lograremos, Juan —dije con un fingido entusiasmo—. No sé cómo, pero atraparemos a ese malnacido y lo llevaremos ante la justicia.

Ni yo misma creía semejante estupidez. Al menos no por aquel entonces.

 

 

Los siguientes días transcurrieron a una velocidad mucho más lenta de la habitual. Traté de animar al marqués, pero mis intentos cayeron todos en saco roto. Apenas salió de su habitación, donde permanecía obsesionado por encontrar el modo de derrotar a la orden mientras contemplaba, sin descanso, una fotografía de su hijo. Verle así me apenó el corazón.

James y George tuvieron que viajar a Madrid durante un par de días por un asunto oficial del que, para variar, no comentaron absolutamente nada. Teresa deambulaba por el apartamento en camisón, haciendo todo lo posible por desbocar cualquier hormona masculina que encontrase a su paso. Para su desgracia y mi regocijo, Patrick no dio muestras de un especial interés por el contoneo de sus sensuales caderas. En cuanto a mí, me dediqué en cuerpo y alma a intentar redimir las fuerzas del mal que habitaban en el Banco Estrella.

La mujer que conocí durante la manifestación frente a las torres del Banco Estrella me envió más de diez correos electrónicos. Cada uno de ellos contenía al menos cinco o seis expedientes de clientes del banco que aparentemente habían sido engañados por el mismo. Pasé todo el fin de semana encerrada en mi habitación, revisando uno por uno y tratando de reordenar la marabunta de información que me había enviado.

El derecho bancario no era mi especialidad. A decir verdad, no era una rama por la que sintiera especial interés. Llamé a filas a todas y cada una de mis neuronas y, poco a poco, logré encaminar posibles líneas de actuación judicial para los primeros expedientes a los que dediqué todos mis esfuerzos. Trabajé con un ordenador portátil que Patrick me había prestado a regañadientes, pues no parecía apoyar mi empeño por ayudar a los cientos de clientes supuestamente estafados del banco.

El marqués por su parte, estudió desganadamente el informe sobre el Proyecto Imperium que Isaías me había entregado el jueves. Su estado de ánimo parecía haber decaído notablemente, al igual que me había sucedido a mí, pero a diferencia de él, yo había logrado resurgir de entre mis cenizas. No tenía más opción que recuperar las ganas por continuar luchando, era lo menos que podía hacer por todas aquellas personas que habían sufrido el engaño de la estrella en sus propias carnes.

El domingo por la tarde, tras haber pasado recluida más de dos días en los que apenas me relacioné con el mundo exterior, decidí salir de mi encierro. Acudí directamente a la habitación del marqués. La puerta estaba entreabierta, por lo que entré sin pedir permiso.

Juan estaba tumbado sobre la cama. Su cabeza descansaba sobre una almohada de acolchamiento viscoelástico.

—El tratamiento con aloe vera tiene un efecto inmediato sobre la calidad de mi sueño —comentó—, y una memoria que recuerda la forma de mi cabeza.

A decir verdad, aquel eslogan de medio pelo me sonó a broma, pero contuve la mueca de burla que luchaba por dibujarse en mi rostro.

Me tumbé a su lado y contemplé el techo sin decir ni una sola palabra. Apenas había luz en la habitación. Alargué el brazo hasta rozar el suyo y le acaricié la mano. Si alguien entraba en aquel momento podía interpretar erróneamente la escena, pero lo cierto era que mi única intención era reconfortar a Juan.

—Estoy bien, pecosa —dijo, adivinando mis propósitos y llevándose una mano a la frente, que acarició como si tratara de calmar un dolor—. Continúa con lo que estabas haciendo, no te preocupes por mí.

Se me cayó el alma al suelo al evidenciar su decaimiento. Juan vestía un traje oscuro que parecía dar la bienvenida al desamparo. Le acaricié suavemente su rostro sin afeitar mientras contemplaba la botella de whisky medio vacía que había sobre la mesilla de noche junto a la fotografía de su hijo.

—¿Hay algo de lo que te gustaría hablar? —le pregunté.

—No, Sofía —respondió, falto de energía—. Solo quiero descansar.

«De ningún modo», le respondí en silencio. No podía permitir que se derrumbara.

—Aun a riesgo de parecer una entrometida, hay algo que quisiera preguntarte.

—Dispara —contestó con un gesto enternecido.

Me mordí el labio, sopesando la conveniencia de formular la pregunta que me quemaba en los labios.

—¿No te gustaría retomar la relación con tu hijo? —solté finalmente.

Se incorporó de la cama bruscamente y me miró con el rostro teñido de pena.

—Me temo que eso es imposible, Sofía —contestó.

—¿Por qué te culpa de la muerte de su madre? —pregunté.

Me miró sin pestañear, sabiendo que podía confiarme un secreto tan doloroso con el que estaba punto de revelar.

—El once de diciembre de mil novecientos noventa y tres fue el último día en que le vi —comenzó a explicar mientras se masajeaba la barbilla—. Por aquel entonces mi hijo tenía veinte años. Nuestra relación no pasaba por su mejor momento. Yo estaba todo el día en el banco, trabajando sin descanso y él… —Exhaló el aire de sus pulmones—. Mi hijo había hecho nuevas amistades en la universidad.

—¿Qué clase de amistades? —quise saber.

—No eran de las buenas —respondió con ambigüedad—. Al principio no le di la menor importancia. Ya sabes, cosas de la edad. Pero poco a poco comenzó a distanciarse de mi mujer, en paz descanse, y de mí. No me di ni cuenta, Sofía —dijo, mirándome con pesar—, de la noche a la mañana mi hijo se transformó en un pequeño tirano. Acudimos a decenas de psicólogos, pero nadie pudo ayudarnos, pues él casi nunca asistía a las consultas. Nos aconsejaron que le diéramos su espacio y así lo hicimos, pero la cosa fue de mal en peor. Me llamaron de comisaría hasta en diez ocasiones. Todo eran delitos menores de los que siempre se acababa librando de una u otra forma hasta que un día un hombre le acusó de haberle propinado una paliza. —Tragó saliva y me miró avergonzado—. Ese hombre era un mendigo.

—Podría haber acabado en la cárcel por algo así —se me escapó.

—El hombre se retractó de su declaración y retiró la denuncia al cabo de pocos días.

—¿Fue tu hijo quien le golpeó?

—Nunca lo supe a ciencia cierta, pero intuyo la respuesta —confesó—. Aquella experiencia le hizo cambiar, o al menos eso creímos mi esposa y yo. Por primera vez se había visto contra las cuerdas y eso pareció asustarle. Pero al cabo de poco tiempo, el tirano que habitaba en él regresó con más fuerza que antes.

—¿Cuánto tiempo duró aquella situación?

—Más de un año —contestó con la mirada perdida—. Yo pasaba muchas horas fuera de casa, de modo que mi mujer se convirtió en su blanco preferido y…

Guardó silencio durante un par de segundos.

—¿Y qué? —le apremié.

—Mi esposa enfermó —contestó con lágrimas en los ojos—. Le diagnosticaron un trastorno depresivo mayor. Perdió completamente el interés por vivir y, a decir verdad, la culpa de ello no solo la tuvo el comportamiento de mi hijo sino el hecho de que yo no estuviera a su lado —confesó profundamente apenado.

—¿Y qué paso?

—La enfermedad de mi mujer cambió las cosas.

—¿En qué sentido?

—Mi hijo se asustó —respondió con la voz desgastada—. Tardó tiempo pero finalmente entendió la gravedad de la situación, y cuando lo hizo se sintió desolado al darse cuenta de la tristeza que anidaba en el corazón de su madre.

—¿Cambió de actitud?

—Lo hizo, al menos con ella.

—¿Qué sucedió aquel día de diciembre?

—Era sábado —respondió con una mezcla de nostalgia y arrepentimiento—. Mi mujer no se encontraba muy bien y se echó a dormir. Mi hijo estaba en casa, tumbado en el sofá, y blasfemando por el devenir del universo —comentó, irónico—, de modo que le propuse ir al cine. Pensé que pasar la tarde juntos sería una buena idea. A fin de cuentas, él era mi hijo y yo su padre. Por supuesto, él se negó en redondo. Traté de hacer valer mi autoridad, pero de nada sirvió. Se marchó del salón dando un sonoro portazo y subió escaleras arribas mientras maldecía en voz alta. Subí a su habitación con intención de hacerle cambiar de idea. —Guardó silencio un par de segundos—. En tanto abrí la puerta el mundo se me vino encima.

—¿Qué paso, Juan?

—Tenía un revólver en la mano —respondió, abriendo los párpados—. No sé qué diablos hice mal. Tal vez le consentí demasiado. Quizá no pasé el tiempo suficiente con él. Qué se yo…

—¿Y qué hacía tu hijo con una pistola? —pregunté, cada vez más ansiosa.

—El arma era mía. Los robos en domicilios se habían disparado aquel año en Barcelona —comentó a modo de justificación.

Reprimí una mueca de reproché y le insté a continuar con su relato.

—Mi hijo sostuvo el revólver con el brazo extendido y me apuntó a la cabeza.

—¿Y tú que hiciste?

—Nada —respondió, palideciendo al desenterrar aquellos recuerdos—, ¿qué podía hacer? —Soltó una risa inquietante y añadió—: Ni siquiera había balas en la recámara, pero él sostenía el arma como si pudiera arrebatarme la vida con un simple disparo. —Inspiró intensamente—. Entonces comenzó a gritarme.

—¿Y qué te dijo?

—Me culpó de la enfermedad de su madre —contestó con un profundo pesar—. Dijo que yo había sido el causante de la depresión de mi mujer al haberme alejado cada vez más de ella, al no haberla apoyado en los momentos difíciles y al haber entregado mi vida al banco en perjuicio de mi propia familia. Y lo cierto es que razón no le faltaba.

—No digas eso, Juan —quise consolarle.

—La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés —adujo, citando a un famoso poeta español—. Sus palabras me hirieron profundamente, tal vez porque no hacían más que reflejar una realidad que yo me empeñaba en ocultar. —Bajó la mirada, intentando retener las lágrimas—. Entonces apareció mi mujer.

Me llevé las manos a la cara.

—¿Vio cómo tu hijo te apuntaba con el arma? —pregunté, espantada.

Asintió, secándose las lágrimas.

—Se fue sin decir nada y se encerró en nuestra habitación. Unas horas después mi esposa falleció por una sobredosis de barbitúricos.

 

 

Permanecimos en silencio durante más de diez minutos. Su angustia y, especialmente, la impotencia que sentí al no poder consolarle me escocían como una herida abierta. Le contemplé detenidamente, reprimiendo el deseo de estrecharle en mis brazos. Parecía liberado, como si con su confesión se hubiera deshecho de una pesada carga, pero también se le veía destrozado, de modo que opté por dejar aparcado el asunto de su hijo.

—Estoy trabajando muy duro para ayudar a las personas a las que el banco estafó —comenté de pronto, cambiando de tercio. Su mirada narcotizada apenas me prestó atención, así que decidí obligarle a salir de su madriguera haciéndole creer que le necesitaba —. Me iría bien que me echaras una mano, Juan. Apenas conozco el funcionamiento de los productos financieros que ofrece el banco. Todo esto me viene demasiado grande.

—Iré a tu habitación en media hora —comentó, resignado.

Observé su desconsuelo sintiéndolo en lo más profundo de mi alma. Tenía el rostro pálido, el pelo revuelto y los ojos irritados. Supuse que habría estado bebiendo. Lo cierto es que su mirada no dejaba lugar a dudas. Juan tenía una resaca espantosa. Le palmeé su enmarañada cabellera con cariño y me fui contenta al saber que en media hora estaría en mi habitación, ayudándome a destruir a Isaías con las únicas armas de las que por el momento disponíamos. 

Bajé las escaleras y me dirigí a la cocina, donde me preparé un café mientras repasaba una y otra vez la conversación que había mantenido con el marqués. Eran las ocho de la noche pero no tenía apetito, por lo que tras unos segundos de indecisión finalmente cerré la puerta de la nevera. Un ruido a mis espaldas me hizo girarme súbitamente.

Teresa me miró con descaro, repasándome de arriba abajo y sonriendo con maldad al contemplar mi original atuendo. Instintivamente bajé la vista y observé el ridículo pijama de rayas rosas con el que iba vestida. La vergüenza tiñó mis mejillas de un rojo intenso en tanto vislumbré mis zapatillas acolchadas con forma de unicornio. Teresa, en cambio, lucía un insinuante y vaporoso vestido de tirantes de color blanco con volantes a la altura del muslo.

—¿Vas a salir? —pregunté con simpleza, incómoda por el silencio que reinaba en el ambiente.

Mis palabras quedaron suspendidas en el aire. Me examinó de nuevo, sin ocultar su desfachatez y enarcando una indecorosa ceja. Dio media vuelta y echó a andar hacia el sofá, de donde cogió un chal de flores. Regresó a la cocina con su sonrisa repelente.

—La verdad es que no sé qué ve en ti —dijo, dejando escapar toda la maldad que acumulaba en sus labios.

Avanzó hacia mí e instintivamente retrocedí. Su insolencia me dejó helada. Si dejaba que ganase terreno estaba perdida, pensé.

—No sé de qué hablas —respondí con una fingida indiferencia.

—No te hagas la tonta conmigo —dijo sacudiendo la cabeza—. No tienes nada especial —añadió con unas palabras impregnadas de menosprecio—, pero al parecer James sí lo cree.

Quise contestarle, pero en aquel instante mi lengua parecía haberse enredado en un alambre de espino que me impedía pronunciar una sola palabra.

—A mí no me engañas —prosiguió con resquemor mientras yo me preguntaba de dónde demonios vendría la extraña fijación que aquella mujer tenía conmigo—.Las personas no son ridículas sino cuando quieren parecer o ser lo que no son —añadió, rememorando a un conocido poeta.

—¿Cuál es tu problema? —pregunté estupefacta.

—¿Mi problema? —se burló repitiendo mis palabras con mofa—. Dime, mosquita muerta, ¿qué te traes entre manos con Patrick?

«Ahí está la clave», me dije al caer en la cuenta de cuál era su verdadero resquemor. Aquella mujer era víctima del veneno de los celos, algo que no podía reprocharle, pues yo misma había sufrido idéntica toxina en mis propias carnes.

Le observé con cierta admiración. Era realmente hermosa, pensé. Nariz afilada y distinguida, labios carnosos que invitaban al pecado y pómulos perfilados. Un rostro para enmarcar. Su elegancia natural hizo que a su lado me sintiera realmente ridícula.

—Nada, Teresa —dije en tono conciliador—. Entre Patrick y yo no hay absolutamente nada.

—¡Embustera! —espetó combativa—. No tienes agallas para decirme la verdad.

Me senté sobre un taburete, abatida. Nada de lo que yo pudiera decir le haría cambiar de opinión, pensé mientras contemplaba las infames arrugas que se le formaban en las comisuras de los labios.

—¿Es por eso que viniste a Barcelona? —pregunté, malintencionada, dejándome arrastrar por su perversidad—. Patrick te habló de mí y quisiste regresar para conocerme y evitar que algo pudiera suceder entre nosotros —deduje en voz alta.

El sonido de su móvil amortiguó su risa sarcástica. Atendió la llamada taladrándome con su sanguinaria mirada. «Si quiere guerra la tendrá», me dije a mi misma, cegada por una emoción retorcida. «Patrick y yo…», pensé. Podría haberle dicho que nunca sucedería nada entre nosotros por la sencilla razón de que yo estaba enamorada de James, pero un revuelo de vanidad mezclado con mis repentinas ansias de venganza, me lo impidió. Cierto es que, de haberle tranquilizado con aquellas palabras, no habría hecho sino faltar a una verdad que todavía no se había siquiera gestado.

 

 

Regresé a mi habitación con un humor de perros. Estuve a punto de derramar el café de mi taza en un par de ocasiones mientras subía por las escaleras. Mis manos temblaban vigorosamente a consecuencia de la irritación. Noté el frenético furor que trepaba por mi espina dorsal, instándome a iniciar una guerra para la que no estaba preparada.

La puerta de la habitación de Patrick estaba entreabierta. Miré al frente, tratando de ignorar la tentación, algo de lo que finalmente no fui capaz. Él estaba dentro y hablaba con alguien en voz baja. Mis pies se encaminaron hacia la puerta desoyendo a la voz de la prudencia. Acerqué la oreja para escuchar.

—Dame un segundo —le pidió Patrick a su interlocutor—. Pondré altavoz y anotaré la dirección.

—Está bien —se escuchó el susurro de una voz al otro lado del teléfono—. ¿No está Sofía por ahí? —preguntó James.

—Lleva encerrada en su habitación desde el viernes. No sé qué le sucede, no me lo ha querido contar.

—¿Crees que oculta algo?

—Puedes jurar que sí. He intentado sonsacárselo, pero no ha habido manera. Es extremadamente desconfiada y muy testaruda.

Escuché un ruido que me sobrecogió. Instintivamente pegué un brinco, llevándome un dedo a los labios mientras me reprimía por mi torpeza. Eché un vistazo a mi espalda, pero por fortuna ahí no había nadie. No había sido más que la vibración de un móvil, deduje aliviada.

—Averigua lo que está tramando —le ordenó James con su habitual sequedad. Exhaló un largo y contrariado suspiro de frustración—. ¡Diablos, no puedo creerlo! Con ella siempre es lo mismo —protestó antes de soltar un juramento que no alcancé a entender.

—¿Cómo demonios quieres que lo averigüe? —preguntó Patrick tras un ligero titubeo—. No me dirá nada, ya la conoces. Además, no se fía de mí.

James guardó silencio. Estaba pensando.

—No podemos esperar a mañana. Si lo hacemos puede que sea demasiado tarde. La creo muy capaz de cometer una locura. Invítala a cenar y trata de averiguar todo cuanto puedas.

—De acuerdo —respondió Patrick, sorprendido por aquella petición.

—Estate alerta. Sofía es una pésima mentirosa, pero tiene una extraña habilidad para… —Dudó durante un instante y añadió—: Para complicar las cosas.

Patrick rió. Mi orgullo herido me impidió ver el lado gracioso de aquel comentario, que por supuesto no pensaba pasar por alto.

—Llevas razón. Es un auténtico imán para los enredos.

Dejé la taza en el suelo e imité en silencio una risa irónica, dedicándoles un corte de mangas.

—Escucha, Patrick, la quiero fuera de esto en tanto sea posible — comentó James en un tono mucho más serio—. No tuve más remedio que aceptar su involucración porque así lo exigió Juan, pero en el mismo instante en que tengamos lo que necesitamos, ella sale de la misión, por eso es de vital importancia tenerla muy controlada.

«Lo llevas claro», pensé.

—Descuida —le tranquilizó Patrick.

Algo en su voz me resultó especialmente extraño. ¿Qué podía ser? ¿Tal vez culpa? ¿Quizá remordimiento? Y si así fuera, ¿a qué se debía?

Continuaron hablando mientras yo trataba de hallar la pieza que no encajaba en aquella historia. Tenía la horrible sospecha de que Patrick no estaba siendo del todo sincero con James. Claro que, ¿acaso yo lo estaba siendo?

—¿Habéis averiguado algo más? —preguntó Patrick.

—Al parecer están negociando la venta de una nueva partida de armas.

Me llevé la mano a la boca tratando de sofocar un alarido.

—¿Con quién?

—Nigeria —respondió—. Ese maldito hijo de perra se nos vuelve a escapar —se quejó como si hablara consigo mismo.

—Daremos con él —atajó Patrick sin sonar muy convincente—. ¿Cuándo regresáis?

—Mañana. —Se hizo el silencio durante un par de segundos—. No dejes que Sofía vaya al banco sin haber descubierto antes qué demonios se trae entre manos, ¿me oyes?

—Déjalo en mis manos.

—Una cosa más, Patrick —comentó con un claro tono de advertencia—. Invítala a cenar. Nada más.

 

 

La situación había tomado una nueva dimensión. Me alejé de la habitación de Patrick y caminé hacia la del marqués.

—Todavía no han transcurrido los treinta minutos —se quejó en tanto me vio.

Traté de contestarle, pero me había quedado sin habla. Una única pregunta me rondaba la cabeza, una cuestión que volaba dando vueltas y giros en el angosto espacio de mi cerebro. ¿Armas?

El marqués contuvo un bostezo y se incorporó lentamente.

—¿Qué sucede, pecosa? Parece que hayas visto un muerto.

Miré a través de la ventana. Había comenzado a llover y desde la habitación podía sentir la humedad tan característica de la ciudad condal.

—¿Sabías que la orden comercia con armas?

Una sonora carcajada respondió a mi pregunta.

—¿Cómo crees que se financian sino? —preguntó como si dirigiera sus palabras a la inocencia personificada.

—Con el dinero de sus miembros —respondí, encogiéndome de hombros—. Si no recuerdo mal, debían pagar trescientos mil euros por entrar a formar parte de la orden, además de la cuota anual de…

—Cuarenta mil euros —acabó la frase y soltó una risa irónica—. Con ese dinero, querida, no tendrían ni para empezar. 

Abrió el cajón de su mesilla de noche de donde extrajo una pequeña caja de madera tallada con dibujos tribales africanos. La sostuvo en sus manos sin decir nada más.

Sin moverme de la ventana, contemplé a la gente corriendo de un lugar a otro, tratando de resguardarse de la repentina lluvia. Sentí la humedad adherida a mis pulmones, dificultándome el respirar con normalidad.

—¿Por qué nadie me cuenta nada? —protesté en voz alta.

Volví la vista hacia Juan, pensando que tal vez él lograría explicarme porqué siempre era la última en enterarme de todo. Abrió la caja de madera y extrajo una bala de su interior. Un proyectil alargado, bañado en oro, y con pequeñas incrustaciones de brillantes en su punta redondeada.

—Obsequio de la hermandad. —Sacudió la cabeza con una expresión a medio camino entre el sarcasmo y la repugnancia—. Un macabro tributo al inframundo que sostiene a la diabólica Orden del Denario.

—¿Cómo podías formar parte de eso? —exclamé con la boca pastosa, ahogando un lamento que provenía de lo más profundo de mi corazón.

Me sentí algo mareada, por lo que me senté en el borde de la cama junto a Juan. El calor de la habitación se volvió sofocante.

—Recuerda, pecosa, que yo no elegí pertenecer a la secta de los banqueros. Como ya te expliqué en su día, la Orden del Denario se constituyó con un propósito muy distinto al actual —comentó a modo de justificación. Me miró cabizbajo y agregó—: Pero no puedo negar que continué formando parte de ello aun conociendo sus perniciosos designios.

—Así es —espeté, crucificándole con la mirada.

Me mordí la lengua, tratando de controlarme. Juan apresó mis manos casi implorando mi compasión.

—Sabes que traté de abandonar la orden en tanto me di cuenta de cuál era su verdadera alma —comentó con voz tenue. Inspiró hondamente y exhaló lo que pareció ser un último aliento—. Sabía que llegaría el día en que lo echarías en cara.

—No te juzgo, Juan —repuse, furibunda—. Es solo que no comprendo cómo pudiste participar en semejante conspiración —añadí a modo de reproche.

—Se trata de algo mucho más grande que una simple conspiración —me corrigió con amargura.

—¿Cómo conseguiste aquel peón que contenía la información del Proyecto Imperium? —le interrumpí.

—Lo robé el día que se celebró el primer encuentro con los empleados seleccionados para el Proyecto Imperium —respondió con orgullo.

—¿En la Casa del Sol? —pregunté, recordando las palabras del doctor Cabeza de Vaca.

—Así es —asintió—. Yo era uno de los organizadores del evento —confesó con vergüenza—. Mis instrucciones eran tan sencillas como escuetas, todo cuanto debía hacer era reforzar la fe ciega de los empleados en el banco y eliminar el menor resquicio de pensamiento crítico. Algo despreciable —admitió—, pero debía participar de aquella truhanería si quería reunir las pruebas necesarias para desenmascararles.

—Bueno, ¿y cómo lo hiciste? —le urgí.

—Esperé a que terminara el acto, que duró cerca de seis horas, y en lugar de marcharme del centro, permanecí en el edificio. Unos minutos después me tropecé con Isaías e Ignacio Javier, el presidente de Blankium, justo en el instante en que salían de una sala cercana al auditorio. —Guardó silencio durante unos segundos, disimulando el brillo de sus ojos—. Supe enseguida que acababan de reunirse con el Rey.

—¿Cómo lo supiste? —quise saber.

—Echando mano de mi capacidad de observación —respondió—. Ya conoces a Isaías, su auto-endiosamiento no tiene límites. Sin embargo, en aquel instante la expresión de su mirada denotaba subordinación y rendimiento.

—Está bien —dije, dando por buena su suposición—. Volvamos al momento en que robaste el peón del Rey —añadí, intentando centrar de nuevo la conversación.

—Aguardé a que se alejaran y, tras asegurarme de que no había nadie más en las inmediaciones, me colé en la sala de donde les había visto salir instantes antes. Rebusqué por todas partes sin saber muy bien qué era lo que pretendía encontrar. Aquel día el destino decidió encomendarme una misión: desenmascarar a la Orden del denario. ¿Por qué sino habría puesto aquel valioso peón en mi camino?

—Tal vez tengas razón —acepté sin mucha convicción.

—Lo que averigüé aquel día me sobrecogió —prosiguió—. La secta se financia con el tráfico de armas, es cierto, pero el entramado de la orden tiene unos tentáculos sempiternos. —Se acarició la barba mientras negaba con la cabeza—. El gran peligro del Proyecto Imperium no es otro que su éxito y su más que previsible efecto dominó.

—Comprendo.

Guardamos silencio durante unos instantes.

—Sabes de sobra que yo no soy como ellos —soltó de pronto, incómodo por el más que evidente juicio al que le sometían mis ojos.

—No pretendía recriminarte nada —murmuré.

—O estás con ellos o contra ellos, Sofía —insistió—. Nadie abandona la secta. No sin sufrir consecuencias.

Salimos a la terraza de su habitación y Juan se encendió un cigarrillo que saboreó como si nada malo estuviera sucediendo.

—Hay más… —le anuncié.

—Dispara.

Su comentario me sonó poco apropiado, dadas las circunstancias y mi extrema sensibilidad. 

—James quiere que Patrick me invite a cenar.

Se echó a reír.

—Sospechan de ti, pecosa. El guaperas tratará de sonsacarte información sobre lo que te traes, nos traemos —se corrigió de inmediato— entre manos.

—Así es —balbucí—. ¿Cómo lo has sabido?

—No era difícil de adivinar —respondió con una sonrisa risueña—. El rubiales está coladito por ti. No le pediría tal cosa a Patrick a menos que fuera para intentar averiguar qué es lo que les escondes. Créeme, si James estuviera en Barcelona jamás le ordenaría a otro hombre que te invitara a cenar. Además, no has dejado de mirar a la puerta desde que has entrado, por lo que temes que Patrick aparezca tras ella en cualquier momento —añadió, exhalando el humo de su cigarrillo.

—¿Y qué hago, Juan?

—Hazte la dormida —respondió sin el menor asomo de preocupación.

—¿La dormida? —repetí sin secundar su absurda propuesta.

—Regresa a tu habitación y finge que estás durmiendo. Si cenas con Patrick, él acabará por averiguar nuestros planes.

—¿Por qué dices eso? —pregunté, ofendida—. Yo sé guardar un secreto.

—Digamos que no se te da bien ocultar tus emociones y él lo sabe. Será por ahí por dónde te asalte y tú, querida mía, caerás en sus redes cual presa atrapada por su carga eléctrica.

Le miré malhumorada, sabiendo que muy probablemente estuviera en lo cierto.

—Está bien —refunfuñé—, me voy a dormir.

—Antes de que te vayas, quería comentarte algo más —dijo en voz baja—. Pasado mañana se celebra la gala benéfica anual que organiza la fundación del banco.

—No había oído hablar de ella.

—Se ha convertido en uno de los actos sociales más importantes del país —comentó con tono desdeñoso—. Este año recaudarán fondos para erradicar el hambre en el mundo —añadió, sarcástico.

—La verdad es que no parece una mala idea —dije con ingenuidad.

—No es más que un lavado de imagen, Sofía. No hay el menor ápice de altruismo en este tipo de eventos. Es publicidad gratuita para el banco, marketing social sin coste alguno, ¿comprendes?

—Recaudarán dinero que destinarán a una buena causa. ¿Qué problema hay si su obra social no es más que una promoción de la propia entidad? A fin de cuentas, lo que verdaderamente importa es acabar con el hambre, ¿no es así?

Resopló y puso los ojos en blanco.

—El narcotraficante más temible del mundo también tenía su propia obra social, pero ello no le exime de haber dado muerte a más de cinco mil personas.

Su comparación me sorprendió y así se debió reflejar en mi mirada.

—No me mires así, pecosa. Creo que con la información de la que dispones en estos momentos puedes hacerte una idea de cuál es la verdadera alma del banco. Sabes que engaña, estafa, negocia con armas y, por si eso fuera poco, tiene previsto llevar a cabo un proyecto de lavado de cerebro a ciertos empleados para que estos estafen a los clientes con un producto tóxico.

—Visto así… —contesté con simpleza—. Y dime, ¿por qué estamos hablando de esto?

Abrió de nuevo el cajón de la mesita de noche. Sacó una pequeña caja envuelta en papel de cartón y decorada con hojas secas, ramitas y un hilo grueso de algodón.

—Necesito que durante la gala le entregues esto a María Pedrosa.

—¿A tu amante? —solté sin pensar, tras lo cual me mordí la punta de la lengua.

Se rio ante la espontaneidad de mi comentario.

—Sí, pecosa, a ella. Pero quisiera aprovechar para aclarar que María es mucho más que mi amante —dijo muy solemne.

—¿Puedo saber qué es lo que hay en la caja?

Negó con la cabeza.

—De ningún modo. Deberás confiar en mí.

—Dime al menos si tiene que ver con el Proyecto Imperium —exigí de un modo infantil.

—No guarda la menor relación.

—¿Y no puedo dárselo por la mañana en la oficina?

—¡No! —respondió agitando las manos y sacudiendo la cabeza—. Tiene que ser a las once en punto. Ni un minuto más, ni un minuto menos —añadió con una expresión intrigante.

—Está bien, Juan. De todas formas, siento decirte que no me han invitado a la gala benéfica. No formo parte del exclusivo elenco de asistentes —me burlé, irónica.

Me miró con su perpetua sonrisa de sabelotodo.

—Lo harán, querida —respondió escuetamente.

 

 

El marqués debía ser adivino. De otro modo no me explicaba cómo se las arreglaba para acertar todas sus predicciones. La mañana siguiente abrí la invitación al evento social del año mientras degustaba el tercer café del día. Lo cierto es que una parte de mí se alegró de haber sido invitada a una gala como aquella. Sin embargo, continuaba teniendo en la cabeza a los cientos de clientes estafados por el Banco Estrella, cuyos expedientes aguardaban en mi bandeja de correo a la espera de ser examinados. Saldría pronto del despacho y, antes de acudir a la recepción benéfica, trabajaría un poco más en los casos que todavía no había podido inspeccionar, pensé.

Tal y como me había propuesto Juan que hiciera, en tanto regresé a mi habitación la noche anterior fingí estar dormida. Patrick entró tras llamar a la puerta y permaneció observándome en silencio. Mi respiración se volvió ligeramente agitada, pero por lo demás disimulé como debía. O al menos, eso creí. Una vez me aseguré de que Patrick se hubiera marchado, encendí la luz de la mesita de noche y examiné minuciosamente toda la documentación de la que disponía sobre el Proyecto Imperium. 

El estridente sonido del teléfono me obligó a regresar a la realidad aquella calurosa mañana de julio.

—Quiero que venga a mi gala con su marido —comentó Isaías Ferrer tras un formal intercambio de saludos.

«¡Maldita sea! —exclamé para mis adentros— ¿Qué marido?».

—Verá, señor, a Philippe le encantaría acudir, pero me temo que no le será posible. Tiene ciertas obligaciones que atender.

Isaías permaneció en silencio, a la espera de que yo recapacitara sobre mi decisión, pero al percatarse de que no movía ficha, la furia habló por él.

—¿Acaso no está comprometida con nuestra causa? —gruñó.

—Por supuesto que sí.

—En ese caso hará todo lo posible para que su marido le acompañe —sentenció como si aquellas palabras hubieran pronunciadas por el mismísimo Dios.

Sopesé la posibilidad de mandarle a paseo.

Debía comprar urgentemente una de esas pelotas de gomaespuma semi-blanda, con forma de animal de granja, para poder estrujarla en momentos como aquel y liberar todo el estrés acumulado.

—¿Es que no me oye? —rezongó—. ¿Está usted sorda?

«Una pelota no será suficiente», me dije. A falta de una, agarré la grapadora y la apreté con fuerza. Aflojé en mi aprisionamiento y volví a apretar, haciendo que los músculos de la mano y del antebrazo trabajaran de un modo poco ortodoxo. En vista de la inutilidad de mi ejercicio, con el que no conseguí liberar ni un ápice de adrenalina, lancé la grapadora contra una de las ventanas. Le siguieron el portalápices y un par de bolígrafos.

Soy plenamente consciente de la imprudencia que cometí. También lo fui en aquel momento. Sin embargo, aquel lanzamiento de material de oficina, una disciplina que a mi modo de ver debería catalogarse como deportiva, logró relajar mis nervios.

—Estoy cien por cien entregada a su causa —comenté sin saber de qué causa estaba hablando—. Acudiré a la gala y mi marido me acompañará.

—Así me gusta —dijo, condescendiente—. Hay algo más que quisiera comentarle.

—Usted dirá… —dije mientras miraba a través de la ventana. Llovía a mares.

—Tengo una sorpresa para usted. —Guardó silencio durante unos segundos, tratando de darle más emoción a sus palabras. Bostecé al tiempo que apoyaba los pies sobre la mesa, aburrida por las excentricidades de aquel mentecato y sin tener la menor idea del aguacero que estaba a punto de caer sobre mi cabeza—. Robert Redsign está aquí en…

El sobresaltó hizo que a punto estuviera de caerme al suelo al escuchar aquellas palabras.

¿Robert Redsign? Mi tapadera y, en aquel instante, mi conducto hacia la perdición. La culpa era del marqués, me quejé para mis adentros, era él quien había decidido inventarse mi relación laboral con un miembro de la familia Redsign.

Un respingo involuntario me obligó a soltar el auricular del teléfono, que salió disparado hasta estrellarse en el interior de la papelera. Mantuve el equilibrio durante una fracción de segundo, mientras mis pies permanecían suspendidos en el aire, a la espera de recibir la orden de un nuevo destino, y mis brazos, abiertos en cruz, se balanceaban de un lado a otro tratando de coordinar una aparatosa acrobacia. Para cuando aterricé en el suelo, Isaías ya había colgado el teléfono, enervado al no recibir respuesta alguna por mi parte.

Escuché la puerta del despacho.

—¿Qué demonios haces en el suelo? —preguntó Patrick, ladeando la cabeza y entornando los ojos.

—¡Robert está aquí! —vociferé como si un espíritu maligno me acabara de poseer.

—¿Qué Robert? —preguntó, confuso.

Sacudí la cabeza, soltando un resoplido que no parecía entender de modales.

—Da igual, no importa —rezongué.

Me agarró del brazo.

—¿Qué mosca te ha picado?

No contesté, pues todas mis neuronas estaban centradas en asuntos de otra índole. Clavé la mirada en la pared y me esforcé por aplacar los nervios.

—Ayer me hubiera gustado invitarte a cenar —comentó Patrick con una sonrisa cautivadora—, pero estabas dormida cuando entré en tu habitación.

—¿Crees que hablará español? —pregunté sin prestar atención a sus palabras.

—¿De quién hablas? —Frunció el ceño, mostrando un semblante serio y un tanto preocupado.

—¡De Robert! —exclamé molesta porque no prestara la debida atención. Bajé la voz y le miré avergonzada—. Verás, es que mi inglés está un poco oxidado…

Abrió la boca para decir algo, pero la confusión le impidió hablar.

—Al listillo del marqués no se le ocurrió que algo así pudiera pasar —protesté apretando los puños.

Patrick arrugó el entrecejo. Me contempló con sus enormes pupilas dilatadas, que parecían preguntarse por el origen de aquel nuevo arrebato de locura.

Debía hablar urgentemente con Juan, pensé. Agarré el bolso con virulencia y rebusqué mi móvil personal en su interior hasta que di con él. Lo saqué con mis manos temblorosas, de las que se escurrió casi al instante, saliendo disparado como si huyera de mí. Patrick lo agarró al vuelo. Levantó la mano que sostenía el móvil de modo que yo no pudiera alcanzarlo.

—En tanto te tranquilices te lo daré —dijo, autoritario.

«Por Dios, pero ¿qué diablos está haciendo este majadero? No se da cuenta del lío en el que estamos. Mi coartada se va a paseo», me dije a mí misma.

Y como quien no quiere la cosa, la demencia fue colonizando cada uno de mis músculos hasta que un resorte imaginario me obligó a brincar como una gacela, tratando de dar alcance al móvil que sostenía Patrick a una altura aparentemente inalcanzable.

—¿Has consumido algún tipo de alucinógeno? —preguntó, torciendo el gesto.

Conté hasta diez y finalmente contesté.

—No quiero hacerte daño —solté en claro proceso de delirio—. Devuélveme mi móvil, es una cuestión de vida o muerte.

Rompió a reír, algo que hirió de muerte a mi inconsciente orgullo.

«Tírate a por él», me dijo una voz interior. No me lo pensé ni un instante, me abalancé sobre Patrick sin la menor piedad. Con una mano me colgué del cuello, dejando la otra libre para lograr su cometido: robarle el móvil cuando mis piernas estuvieran preparadas para darme el impulso necesario.

La puerta de mi despacho se abrió en aquel instante. «Maldita sea, ¿es que aquí nadie llama antes de entrar?», murmuré para mis adentros.

La amplia sonrisa de Brígida desapareció en el instante en el que asimiló la escena con la que se encontraron sus ojos. Los papeles que sostenía en las manos se desplomaron sobre el suelo a cámara lenta. Nos contempló ojiplática hasta que de pronto creyó adivinar el motivo por el cual yo estaba abrazada a Patrick como si un adhesivo potente me impidiera separarme de él. 

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó con una gran risotada—. ¡Las acciones han vuelto a subir! —añadió, feliz, cerrando los puños y agitándolos en señal de victoria.

Aproveché el desconcierto de Patrick para arrebatarle el móvil y salí de ahí escopeteada. Esta vez sería él quien recibiera el caluroso abrazo de Brígida.

 

 

El destino quiso que no localizara a Juan hasta la tercera llamada.

—¿Por qué no me cogías el teléfono? —espeté.

—Estaba hablando con Patrick. ¿Qué sucede? Parecía preocupado por ti.

—¿Que qué sucede? —vociferé mientras atravesaba un largo pasillo sin importarme cómo me miraran las personas con las que me cruzaba por el camino—. ¡Robert está aquí!

—¿Qué Robert? —preguntó, aturdido.

«Por el amor de Dios, ¿acaso se han vuelto todos tontos de repente?», me pregunté al punto del colapso. 

—Robert Redsign —contesté con un resoplido—. Está aquí.

—No digas tonterías, Sofía. ¿Qué va a hacer alguien de la familia Redsign en el Banco Estrella?

—¡Y yo que sé! —protesté—. No tengo ni la menor idea de lo que hace en el banco, pero está aquí. Ha sido Isaías quien me lo ha dicho. —Inhalé todo el aire a mi alrededor y, con un tono muy próximo a la histeria, pregunté—: ¿Qué hago?

—En primer lugar deberás tranquilizarte. Respira conmigo. Inspira y piensa en…

—¡Déjate de juegos, Juan! No hay tiempo para eso. Tarde o temprano Isaías vendrá a mi despacho con Robert y mi tapadera quedará al descubierto.

Se quedó en silencio, cavilando sobre la situación.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —pregunté, malhumorada.

—Adelántate a ellos —dijo finalmente—. Ve a su despacho y sorpréndeles. Saluda a Robert con efusividad, como si lo conocieras de toda la vida y cuando lo hagas guíñale un ojo, de modo que crea que estás coqueteando con él.

—¿Qué? —vociferé, sin poder controlar la rabia que salía por mi boca—. ¿Ese es tu magnífico plan?

—Me temo que sí. No quiero engañarte, Sofía, la verdad es que lo tenemos crudo —dijo con una sinceridad que nadie le había pedido—. Le pediré a María que encuentre el modo de interrumpiros en… —Se detuvo un instante—. ¿Diez minutos?

Suspiré sabiendo que no tenía alternativa.

—Maldigo el día en que te conocí en el manicomio —renegué entre dientes.

—Lo harás muy bien —dijo en un intento por calmarme—. Escúchame bien, pecosa, la técnica de la respiración te será de mucha utilidad en una situación como esta. Respira como te enseñé mientras caminas hacia el despacho de Isaías —comentó con una voz de lo más radiofónica—. Quiero que te visualices a ti misma saliendo airosa de esta situación. Sé que puedes hacerlo. —Me retiré el móvil de la oreja y miré el aparato mientras maldecía al marqués—. ¡Puedes y lo harás, Sofía! Tú eres el capitán del barco, puedes manejarlo en la dirección que desees.

Colgué el teléfono. Lo último que necesitaba era escuchar más voces dementes. Suficiente tenía con las que sonaban en el interior de mi cabeza.

Me encaminé hacia el despacho de Isaías con decisión, haciendo de tripas corazón y encarando aquel último contratiempo como un nuevo reto a superar.

«Eres una heroína, Sofía», me dije en voz baja. Llamé a la puerta con los nudillos y entré sin esperar respuesta, sabiendo que debía actuar con determinación.

Y ahí estaban los dos, al final del espacioso despacho presidencial. Al verme entrar con semejante furor, Isaías se quedó boquiabierto, como si estuviera sufriendo una alucinación visual. Sus ojos y su boca se abrieron sincronizados mientras torcía el gesto y me mostraba las palmas de las manos.

El otro hombre, Robert, no era como yo esperaba. También me miraba anonadado, pero en sus labios se dibujaba una media sonrisa un tanto inquietante, como si acabara de acordarse de un buen chiste y tratara de reprimir la risa. Su rostro me resultó familiar. Ojos pequeños y de un color verdoso, resguardados tras unas gafas redondas de madera ligeramente violácea. Sus orejas, de lóbulos redondeados, no guardaban proporción con el resto del rostro. Apretaba los labios, finos y herméticos, mientras trataba de contener la risa. Tenía una nariz magnánima con un pico bulboso que le otorgaba un aspecto un tanto bufón. El cabello era oscuro y abundante, peinado con la raya a un lado de un modo curiosamente infantil. 

Debía actuar con rapidez y determinación. Sin titubeos. Isaías continuó con la boca abierta, pero no dijo nada. Permanecía pasmado por mi súbita interrupción. Clavé mis ojos en el cómico semblante de Robert y abrí los brazos en cruz, presa de lo que parecía ser un brote psicótico. Llené de oxígeno mis pulmones, hinchando el pecho de manera exagerada mientras una enorme y falsa sonrisa se posaba sobre mis labios.

Oh, my God! —exclamé con un acento inglés de lo más exagerado. Avancé hacia él con los brazos extendidos mientras su sonrisa parecía temblar en sus pálidos labios—. My friend!

Instintivamente el hombre dio un paso atrás y me miró como si tuviera delante a la mismísima Linda Blair interpretando el papel de la niña de «El exorcista».

La tensión del momento hizo que me sobreviniera una súbita e inoportuna amnesia idiomática. «Seguro que habla español, Sofía, ¿cómo sino iba a entenderse con el cernícalo de Isaías?», me dijo una voz interior, tratando de tranquilizarme.

Robert comenzó a sudar de manera enfermiza. El rictus de su boca reflejaba temor. En un gesto involuntario llevó los brazos a la altura del pecho, como si quisiera protegerse.

No tuve la menor piedad. Le abracé con ímpetu hasta que su rostro comenzó a adquirir una tonalidad cadavérica de lo más espeluznante. Acerqué mis labios al lóbulo de su colosal oreja derecha.

Follow my game —le pedí, recuperando mi entonación sajona.

Robert me miró aterrado.

—¿Qué me ha dicho? —murmuró, patidifuso, en un perfecto castellano, pronunciando sus palabras con una lentitud exasperante—. Por favor, no me haga daño —lloriqueó con cara de pena.

Le miré extrañada. Dos cosas me llamaron la atención en aquel instante. En primer lugar, no tenía acento británico. «Tal vez haya pasado largas temporadas en España», me dije a mi misma tratando de encontrar una explicación. Pero si había algo que no me cuadraba en aquella historia era su aspecto remilgado y mojigato. No era así como me esperaba a un miembro de la archiconocida familia de banqueros.

—Sígame el juego —le susurré de nuevo mientras Isaías descolgaba el teléfono con intención de llamar a seguridad—. Me llamo Sofía. Usted y yo somos grandes amigos, ¿de acuerdo? —añadí con un guiño.

El hombre se apartó de mí con una enorme sonrisa, como si mis palabras resolvieran el gran misterio de la humanidad. Sus ojos tenían una expresión traviesa de lo más inquietante. Los abrió hasta el extremo, mientras ladeaba la cabeza y asentía con la misma. Se dio un golpe seco en la frente con la palma de su mano derecha. Como si de una marioneta se tratara, sus brazos comenzaron a cobrar vida con movimientos bruscos que parecían obedecer las órdenes de un titiritero. Los extendió cual mesías en plena evangelización y dio un paso al frente.

—¡Sofía! —exclamó con una sonrisa colosal que descubría su resplandeciente dentadura. Isaías nos miraba boquiabierto con el auricular del teléfono pegado al oído—. Amiga mía, no te había reconocido. Que grato placer es poder disfrutar de tu presencia —añadió Robert mientras me estrechaba entre sus brazos.

Noté el frenético latido de su corazón, vibrando suavemente sobre mi hombro derecho. Tras un lapso que consideré más que indecoroso quise separarme de Robert. Posé mis manos sobre su pecho y traté de zafarme de aquel pulpo que parecía haberse encariñado con mi cuello. Su sonrisa guasona continuaba tatuada en sus labios como un rictus permanente. Me miró fijamente, con sus desvariados ojos radiantes de emoción, y de pronto los abrió desmesuradamente, sin abandonar su expresión socarrona. Levantó y bajó las cejas avivadamente mientras se frotaba las palmas de las manos con el mismo entusiasmo.

Isaías permanecía en un segundo plano, todavía con el teléfono descolgado. Estaba totalmente petrificado. Sus cejas alzadas, los ojos abiertos de par en par y la mandíbula caída dejaban entrever su enorme desconcierto. Le miré fugazmente y la expresión en su semblante pareció mudar de emoción. Frunció el ceño y apretó los labios, mostrándome ligeramente los dientes en lo que parecía ser una actitud de lo más hostil.

—¿Qué hace aquí? —soltó finalmente con un tono poco amistoso.

Robert, que hasta entonces le había dado la espalda a Isaías, se volvió hacia él, colocándose a mi derecha con una proximidad de lo más inoportuna.

Carraspeé y tragué saliva de forma reiterada. Tenía el paladar reseco y apenas podía mover la lengua.

—Disculpe la intromisión, señor. Tan solo quería saludar a mi amigo.

—¿Su amigo? —preguntó incrédulo. Levantó una ceja con escepticismo. Se llevó la mano a la boca y, extendiendo sus dedos, se golpeó suavemente los labios hasta que en ellos se dibujó su habitual sonrisa de desdén—. No sabía que conociera a Ignacio Javier.

Sus palabras me dejaron casi sin habla. ¿De qué demonios estaba hablando?

—¿Ignacio Javier? —repetí instintivamente mirando al hombre a mi derecha que de nuevo parecía haber recordado un gran chiste.

Isaías alzó la barbilla con arrogancia, inclinó el tronco hacia atrás y elevó los hombros mientras cruzaba los brazos a la altura del pecho con una actitud altanera.

—Ignacio Javier Gabikagogeaskoa —dijo expandiendo el pecho—. ¿Acaso no sabe el nombre de su amigo? —preguntó con escarnio.

«¿Y este quién diablos es?», me pregunté mientras miraba de soslayo a ese tal Ignacio Javier de apellido impronunciable. Noté como mi boca se curvaba hacia abajo, abatida y quejumbrosa. Clavé la mirada en el suelo, incapaz de proseguir con aquella comedia.

—Por supuesto que lo sabe —comentó de pronto el hombre a mi derecha de quien ya no me separaba ni medio centímetro de distancia—, pero a ella le gusta llamarme Nacho —añadió mientras me palmeaba las nalgas con disimulo.

«¡Será cretino!», pensé mientras valoraba el soltarle un guantazo. Claro que, teniendo en cuenta que aquel hombre acababa de librarme de una buena, tal vez podía ser un poco benevolente con él. Inspiré profundamente y decidí obviar su grosería. Por el momento.

—Llamaré a seguridad —refunfuñó Isaías abriendo sus fosas nasales de donde parecía salir un humo imaginario—. Ya no es necesario que se personen en mi despacho.

Me di la vuelta y agarré a Ignacio Javier por el brazo.

—Como me vuelta a tocar el culo le corto la mano, ¿está claro? —le solté en voz baja. El hombre asintió sin perder su sonrisa burlona. Resoplé con cierto alivio y le pregunté—: ¿Quién es usted?

—Ignacio Javier Gabikagogeaskoa —contestó elevando los hombros con una postura engreída y orgullosa—. El presidente de Blankium, uno de los bancos más importantes de este país.

—Y entonces… —comencé a decir, pensativa—. ¿Dónde diablos está Robert?

Debería haber permanecido callada, pero aquella pregunta surgió de mis labios sin mi consentimiento.

—¿Qué Robert? —preguntó Ignacio Javier como si mis palabras fueran de lo más graciosas.

—¿De qué Robert habla usted? —intervino Isaías, que acababa de colgar el teléfono, fulminándome con la mirada.

Resoplé y un mechón de pelo salió disparado en el aire. Aquella era la cuarta vez que respondía la misma pregunta en la última media hora.

—Redsign —contesté hastiada.

Isaías alzó los hombros con parsimonia.

—No sé dónde se hospeda, si es eso lo que quiere saber.

—Pero ¿no ha dicho que estaba aquí? —insistí desesperada, levantando las manos mientras sacudía la cabeza con frustración.

—Claro, ¿acaso no lee los periódicos? —preguntó con menosprecio mientras cogía uno de los diarios que había sobre su mesa y me lo plantaba delante de la cara. Lo golpeó con su dedo índice, señalando una noticia. Al parecer, Robert Redsign había venido a Barcelona interesado por la inversión hotelera en la ciudad condal o, al menos, eso se explicaba en aquel diminuto artículo donde ni siquiera publicaban una imagen del famoso banquero—. Invítele a la gala de mañana, desearía conocerle.

—Me temo que eso no podrá ser —balbucí con mis neuronas ligeramente adormiladas.

Isaías me taladró con su mirada, a la espera de mi rectificación.

—Está bien —comenté abatida—. Hablaré con él.

La puerta del despacho se abrió bruscamente. Tras ella apareció Maria Pedrosa.

—¡Fuego! —gritó evidenciando nerviosismo—. Tienen que marcharse de aquí, ¡hay un incendio!

Isaías palideció casi al instante. Ignacio Javier, por el contrario, continuó sonriendo, lo que me llevó a pensar que tal vez tuviera alguna rigidez labial.

—Tranquila, María, ya no es necesario —comenté en voz baja y sin mucho acierto mientras le guiñaba un ojo apremiante.

—Pero ¿qué dice, majadera? —soltó Isaías desde la puerta.

Dejé que saliera escopeteado sin avisarle de que en realidad no había ningún incendio. El presidente de Blankium le siguió, dando unos ridículos saltitos de bailarina mientras crinaba su anticuado peinado.

—¿Qué sucede, Sofía? —preguntó María en un susurro, una vez nos quedamos a solas.

Me senté sobre la enorme silla presidencial. Tenía el alma desbordada y el ánimo decaído.

—¡Ay, María! —gemí—. Necesito encontrar un marido y un detestable banquero inglés —solté con simpleza.