Capítulo 6

De abogada a banquera

 

En tanto me levanté al día siguiente sentí la dolorosa bofetada de la resaca. Las dos semanas en la Casa del Sol, durante las que no probé ni una sola gota de alcohol y apenas había fumado un par de cigarrillos, habían resultado ser una saludable cura de desintoxicación. En cambio, aquella mañana volví a sufrir los devastadores efectos de la bebida.

Mi sistema nervioso pareció confabularse con el enemigo, haciendo que un dolor agudo y continuo me abordara sin la menor piedad. Sentí un insoportable malestar en la mitad derecha de mi cabeza. El ojo de tal extremo se mimetizó con mi agonizante estado y comenzó a latir desenfrenadamente. Me incorporé lentamente, como si temiera que la bomba instalada en mi cabeza explotara de un momento a otro.

Había pasado la noche en una bonita habitación rústica de aire provenzal. Respiré el agradable aroma a lavanda mientras contemplaba, maravillada, la hermosura de aquella estancia donde la madera y el blanco parecían ser los claros protagonistas.

El exceso de luz me hizo volver a cerrar mi ojo derecho, empeñado en hacerme agonizar. La sobriedad y la elegancia de aquel mágico aposento contrastaban con el desastre que alguien había armado en el suelo de la habitación. Supuse que ese alguien debía haber sido yo misma cuando, entre el desorden de sábanas, almohadas y toallas que había en el suelo, divisé mi vestido.

Me tumbé de nuevo sobre la cama y contemplé ensimismada el techo con vigas de madera. Observé la pared de ladrillo que quedaba a mi izquierda, combinando con sumo gusto el estilo industrial con la inspiración campestre. Junto a ella había un gran sillón de cuero desgastado sobre el que descansaba una manta de color verde.

Traté de incorporarme de nuevo al preguntarme dónde diablos estarían Juan y Pancho. Un nuevo latigazo me azotó con fuerza en la cabeza cuando me levanté, haciendo que por un instante temiera caer redonda sobre el suelo. Logré llegar hasta el lavabo con una velocidad no superior a la de una babosa maltrecha. Una vez ahí, me miré en el espejo y comencé a hablar con la mujer que tenía delante.

—¿Por qué no habré pasado la noche con James? —le pregunté de pronto, como si mi reflejo pudiera solventar todas y cada una de mis dudas.

Llené el lavamanos de agua mientras me reprendía por mi lamentable aspecto. Medio minuto con la cara sumergida en un agua considerablemente fría, bastó para despertar a mis neuronas. Me recogí el pelo en una coleta y, por enésima vez, me prometí a mí misma no volver a probar el alcohol. Fue entonces cuando me percaté de la desgracia. Abrí los ojos como platos y me llevé la mano al pecho como si acabara de presenciar la mayor desgracia de mi vida. El colgante que me había entregado Juan había desaparecido.

Regresé a la habitación aterrada y me senté sobre el borde de la cama, tratando de serenarme. Un minuto después comencé a revolver toda la estancia en busca de aquel maldito peón, cuya desaparición calmó momentáneamente mi agónico dolor de cabeza. Al no dar con él tuve que hacer frente a la triste realidad. Había perdido un objeto de gran valor, la llave que abría la puerta a la salvación del marqués.

Ensayé mis disculpas frente al espejo antiguo que había sobre la cómoda. No había mucho que pudiera alegar en mi defensa, pensé cabizbaja. En aquel instante escuché unos nudillos golpeando la puerta de la habitación. Contuve la respiración como si ello pudiera detener el tiempo. Medio segundo después y, sin esperar respuesta alguna por mi parte, la puerta se abrió.

—¡Buenos días, pecosa! —exclamó Juan con un entusiasmo envidiable.

Balbuceé mis disculpas entre un llanto tan patético como ensordecedor. Percibí algo extraño en su mirada, pero continué hablando sin parar hasta que finalmente la sonrisa del marqués me advirtió del malentendido.

—No has perdido nada —me dijo con voz relajada—. Yo tengo el peón.

—Pero, ¿cómo…?

—Anoche te lo pedí y tú me lo diste —aclaró, mirándome atentamente—. Es peligroso que lleves algo así colgado del cuello. Fue una temeridad por mi parte el habértelo entregado y te pido perdón por ello. Yo… —prosiguió, dubitativo—, tenía que hacerlo.

Cerré los ojos y respiré aliviada.

—¿Por qué es tan importante ese peón? —pregunté con curiosidad.

—Todos los miembros de la orden tenemos uno —respondió rascándose la coronilla—. Es nuestra obligación llevarlo con nosotros a cada reunión.

—¿Para qué?

Juan se metió la mano por el cuello de la camisa y sacó la cadena con el peón. Me mostró la base del mismo donde advertí un código ilegible.

—Es una clave única de identificación.

—¿Y por qué un peón?

Sonrió, irónico.

—Son fieles soldados de infantería.

Resoplé, confusa.

—Si todos tenéis uno, ¿qué tiene este de especial? No es más que una figura de ajedrez.

—Es mucho más que eso, pecosa. —Permaneció en silencio durante un par de interminables segundos. De pronto tuve la inquietante impresión de que Juan estaba a punto de revelarme algo importante. Y así fue—. Es el peón del Rey.

 

 

Tardé un par de minutos en darme cuenta de la relevancia de su confesión. Claro que, el hecho de que por fin me hubiera percatado de cuán importante era no significaba que lo hubiera comprendido.

—Me temo que sigo sin entenderlo. Tal vez cobre valor al pertenecer del Rey, pero ¿qué importancia puede tener un diminuto peón? ¿Acaso es un objeto de culto? —pregunté a modo de burla.

—Marfil de elefante —comentó, sacudiendo la cabeza con repugnancia—. Un ejemplar joven.

—El Convenio CITES prohibió el comercio internacional de marfil de elefante hace más de veinticinco años —apunté.

—Pero no la venta del mismo en mercados locales —puntualizó, curiosamente irascible—. Continúan comercializándose toneladas de marfil ilegal escudándose bajo el manto del comercio legal. 

Le miré extrañada, sin entender muy bien por qué estábamos teniendo aquella conversación.

—¿Y en qué se diferencia este peón del que tienen los demás miembros de la orden?

Sonrió con satisfacción.

—En el contenido.

Juan hizo girar la base del peón, enroscada al resto del cuerpo.

—¿Es una memoria USB? —pregunté ladeando la cabeza.

—Eso es.

Creí intuir lo que aquello podía significar, pero la falta de cafeína en mi cuerpo junto con el latente dolor de cabeza anularon por completo mi capacidad de raciocinio.

—Creo que necesito un poco de café.

Una vez en la cocina me senté sobre uno de los cuatro taburetes de mimbre que había junto a la isla móvil situada en la zona central de la estancia. Juan comenzó a preparar café al tiempo que parecía tararear una canción estival.

—¿Dónde están todos? —pregunté sorprendida al no ver a nadie.

—La mayoría de invitados se fueron anoche. Solo quedamos los más allegados —comentó como si él fuera un íntimo amigo de la familia—. Tu hermana y Ulbrecht están preparando la maleta. —Se miró el reloj—. En veinte minutos se irán al aeropuerto.

—¿Al aeropuerto? —pregunté abriendo los ojos.

—Eso he dicho —respondió con una sonrisa—. Vuelan a Buenos Aires.

—¿Buenos Aires? —exclamé despertando súbitamente sin necesidad de ingerir ni una sola gota de café.

—Es la capital de la República Argentina —se burló—. Su viaje de luna de miel, Sofía. —Bajé la mirada, avergonzada porque alguien a quien había conocido dos semanas atrás me informara de aquel detalle sobre el que yo ni siquiera había pensado—. Philippe está en los jardines jugando con Pancho. Carolina y James se han marchado, pues al parecer tenían un asunto muy importante que atender —explicó con un guiño, tal vez con intención de invocar a mis celos.

—¿Y George? —pregunté tratando de mostrar indiferencia.

—Está en el salón —comentó mientras me servía una gran taza de café con leche a la que añadió dos cucharadas de azúcar. Posó su mirada sobre mis ojos con una expresión traviesa y añadió—: Alguien tenía que quedarse aquí para vigilarnos.

—¿Y mis padres? ¿Y los de James? ¿Y Vrej y Aurelia? —solté sin apenas respirar.

—¡Pardiez! —profirió con un aire novelesco mientras hacía ademán de retirarme la taza de café que yo agarré como si fuera mi más preciado tesoro—. Todos han marchado ya. Me pidieron que te diera un gran abrazo de su parte. —En mi rostro debió reflejarse la indignación—. ¿Qué esperabas, Sofía? Son ya las cuatro de la tarde.

—¿Las cuatro de la tarde? —vociferé—. Pero ¿por qué nadie me ha despertado? Tengo que estar a la seis en Barcelona.

—Tenemos —me corrigió—. Marcharemos en un solo coche junto a George —anunció.

—¿Y Pancho?

—Philippe cuidará de él.

—¿De qué va todo esto, Juan? —pregunté visiblemente enojada, incorporándome bruscamente ante la repentina necesidad de moverme—. Es evidente que me ocultas algo. Sé que ayer hablaste con James e intuyo que hoy lo has hecho con George —añadí con una mirada desafiante, caminando de un lado a otro como si padeciera el síndrome de las piernas inquietas.

—Así es —confesó sin el menor pudor—. Dos conversaciones muy agradables.

—¿De qué habéis hablado? —quise saber.

—No creo que haga falta que te de muchos detalles acerca de lo que hablé con James, ¿verdad? —comentó con retintín—. En cuanto a mi conversación con George, podría decirte que ha sido de lo más fructífera. Digamos que ambos tenemos un objetivo común —añadió con una sonrisa irónica.

—¿Cuál?

—Acabar con el Rey.

 

 

Media hora después estaba sentada en el asiento de copiloto del coche de George, pensando en el emotivo abrazo que mi hermana y yo nos habíamos dado antes de despedirnos definitivamente. El marqués, aposentado en la parte trasera del vehículo, tarareaba una canción pegadiza mientras hojeaba un ejemplar antiguo de la revista Gun Digest.

Ninguno de los tres pronunció una sola palabra durante el trayecto, que duró poco más de una hora. George pudo apreciar mi desconcierto. Siendo como era un hombre de gran corazón, se apiadó de mi confuso estado de ánimo, lo que hizo que en más de una ocasión cogiera mi mano y la acariciara en señal de apoyo y comprensión.

—Ya hemos llegado —anunció justo antes de aparcar el coche en un parking privado de la calle Enrique Granados.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Hemos quedado en media hora en esta dirección —comentó echando mano de la ambigüedad mientras me entregaba una nueva tarjeta de visita.

—¿Hemos quedado? —repetí—. ¿Quiénes?

—James estará ahí —respondió precipitadamente. Aclaró su garganta—. Es posible que alguien más acuda a nuestra reunión, pero de momento no puedo decirte mucho más.

«Ya estamos de nuevo con los secretos», me dije recordando no tan viejos tiempos.

Salimos del parking con el silencio como cuarto acompañante. Me aterraba la posibilidad de volver a las viejas andadas. ¿Y si volvía a ser la única persona que no sabía lo que estaba sucediendo? Desde luego, así parecía ser en aquel momento.

—Entrad en esa cafetería —nos pidió George, señalando con la mano un lugar situado a pocos metros de ahí, con una seriedad que no encajaba en él—. En poco más de veinte minutos —añadió, mirando su reloj—, acudid a la dirección acordada.

Vi alejarse a George, perdiéndose entre la gente como si de un lejano recuerdo se tratara. Juan y yo entramos en la cafetería con expresiones radicalmente opuestas. Me sentí aturdida y presa del desconcierto más aplastante. En cambio, el marqués estaba relajado y seguro de sí mismo, como si aquella situación no fuera más que la escena de un guion que él ya había leído. 

—Tus amigos están valorando la posibilidad de que formes parte de esta misión —dijo mientras tomábamos asiento en el interior de la concurrida cafetería.

—¿Yo? —exclamé medio ilusionada.

—Te pondrán a prueba —prosiguió.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté con curiosidad y, sin darle tiempo a contestar, continué—: ¿Cuándo será eso? ¿Y cómo podré saberlo?

—En cualquier momento. Ahora mismo deben estar espiándonos —comentó en un susurro al tiempo que abría los ojos desmesuradamente.

—¿Y qué hago? ¿Cómo supero la prueba?

—Limítate a seguir las señales.

No sabía si me estaba tomando el pelo o si, por el contrario, estaba hablando en serio. Escogí la segunda opción, concediendo credibilidad a sus absurdas advertencias.

—Lástima que no me enseñaras tu apartamento el día en que visitamos a la vidente —comentó Juan al cabo de unos minutos, mientras degustábamos dos deliciosos capuchinos y una suculenta tarta de zanahoria.

—No había mucho que mostrar —dije con desinterés—. Creo que lo pondré a la venta.

—Y si lo vendes, ¿dónde vivirás?

—Supongo que en casa de mis padres —respondí encogiéndome de hombros, sin mostrar excesivo entusiasmo por la conversación.

—¿Y James? —insistió.

Me volví hacia él y le miré ceñudamente, dándole a entender que aquel no era un tema de conversación que yo deseara tocar.

—No sé dónde vivirá él. Y lo cierto es que me da igual —mentí.

—Embustera —contestó con una sonrisa de lo más inquietante al tiempo que se incorporaba—. Me voy fuera a fumar un cigarrillo. Sé que no querrás acompañarme, pero mis buenos modales me obligan a preguntártelo. ¿Me honrarías con tu compañía?

Negué con la cabeza. Estaba harta de que el marqués se introdujera una y otra vez en mi cabeza. Necesitaba un instante a solas para reordenar mis pensamientos.

¿Y si Juan tenía razón? ¿Y si de verdad James y George estaban valorando el contar conmigo para la misión? Comencé a cavilar sobre la posibilidad de que así fuera, lo que me hizo adentrarme en una espiral de nervios, emoción y satisfacción. Ya no tenía trabajo en mi anterior bufete, un despacho que había desaparecido del mapa de la noche a la mañana, y lo cierto era que tampoco me sentía especialmente entusiasmada por volver a ejercer la abogacía. Así pues, la idea de colaborar con un grupo de agentes especiales que luchaban contra el crimen organizado me sedujo en un abrir y cerrar de ojos.

Una nueva cuestión me abordó repentinamente al recordar las palabras del marqués. «Te pondrán a prueba», había dicho. «En cualquier momento». ¿Y si ese momento era ahora? De pronto, lograr superar aquella prueba, fuera la que fuera, se convirtió en mi prioridad número uno. Como si la vida me fuera en ello, abrí los ojos atentamente, concentrándome en cuanto sucediera a mi alrededor.

Eché un nuevo vistazo al interior de la cafetería, apreciando la singularidad del lugar. Altas paredes, decoradas con cuadros de lo más vanguardistas, parqué claro y originales lámparas que colgaban del techo como si de una exposición de arte se tratara. «Ahí está el secreto de un buen espía —me dije como si supiera de lo que hablaba—, en la capacidad de observación».

Cerré los ojos y traté de reproducir en mi mente la estampa que mis ojos acababan de fotografiar. «Seis mesas, unas veinte sillas. Taburetes forrados con tela estampada. Tres lámparas, a cual más original. Un muchacho de unos treinta años tras la barra del bar. Una camarera morena de pelo rizado que masca chicle. Está enamorada de él, pues se sonroja cada vez que sus miradas se cruzan. Hay un matrimonio de unos sesenta años sentado en la mesa situada a mi izquierda. Están tomando un batido de frutas y una tarta de queso. Dos mesas a mi derecha hay un par de mujeres de unos cincuenta años. Las dos son rubias. Hablan sin parar sobre lo cara que está la vida».

—¿Se encuentra usted bien?

Aquellas palabras me obligaron a abandonar el intenso ejercicio mental en el que estaba inmersa. Abrí un solo ojo, pensando que tal vez no era a mí a quien aquella voz se dirigía. Acto seguido abrí el otro y comprobé que, efectivamente, era conmigo con quien la camarera estaba hablando. El chicle iba de un lado a otro de su boca. Lo mostraba orgullosa mientras hablaba, como un trofeo de exposición.

—Dicen que reduce el estrés —comenté con una sonrisa, contemplando la idea de que aquella mujer no fuera en realidad una camarera—. Además de mejorar la concentración.

—¿El qué? —preguntó, clavándome la mirada.

—Mascar chicle. Reduce los niveles de cortisol, la hormona del estrés.

—Ya, claro —contestó sin ocultar su desinterés—. Bueno, ¿está usted bien? Estaba con los ojos cerrados y hablando sola.

Inspiré enérgicamente.

—Estoy lista —le anuncié tras haber llegado a la sabia conclusión de que aquella mujer no era una camarera, sino una agente especial.

Se inclinó sobre mí, acariciándome el brazo con una expresión de compasión.

—Todas lo estamos, cariño —comentó en voz baja—. Pero el príncipe azul no se da por enterado.

Sus enigmáticas palabras añadieron más confusión en mi atolondrada cabeza. Dotándolas de un significado oculto que yo debía descifrar, comencé a cavilar sobre ellas, tratando de solventar aquel nuevo acertijo. «Limítate a seguir las señales», había dicho Juan. «Las señales», repetí en silencio.

Sin saber muy bien porqué giré el cuerpo hacia atrás y comencé a observar la pared que quedó frente a mí. En un instante de inspiración concluí que era precisamente en aquella pared donde encontraría el enigma a resolver, la prueba que debía superar antes de formar parte del equipo de James y George.

Unas flechas rojas que señalaban hacia el interior de la cafetería me indicaron el camino a seguir. Cogí mi bolso y, sin pensármelo dos veces, seguí las indicaciones que acabaron por guiarme hacia una galería de arte.

Un hombre canoso me miró por encima de sus gafas sin mostrar demasiado interés. Estaba sentado sobre un taburete y apoyaba los brazos en una mesa alta donde tenía una infinidad de papeles y bolígrafos esparcidos sin el menor atisbo de orden. Parecía entretenido, concentrado en la revista de crucigramas que sostenía en sus manos.

—Hola —dije con una voz tímida y sin saber muy bien qué demonios estaba haciendo ahí.

—¿Qué palabra de cuatro letras contiene seis? —soltó de golpe.

—Seis —respondí—. La palabra es seis.

—Profesión del inventor del vibrador —dijo sin levantar la vista del crucigrama—. Seis letras.

—Médico.

—Emperador romano —prosiguió cada vez animado—. Cinco letras.

—Nerón. Pero oiga, en realidad yo solo quería…

—Sistema económico en el cual los metales preciosos constituyen la riqueza esencial de los estados. Trece letras.

—¡Maldita sea! —protesté. El hombre levantó la vista y me lanzó una mirada enojada, como si el interrumpir su crucigrama fuera un verdadero sacrilegio. ¿Y si él también era uno de ellos? ¿Y si aquello era la prueba de la que hablaba el marqués?—. Mercantilismo.

—Fenomenal. Preste atención porque con esta palabra completaremos el crucigrama —comentó visiblemente emocionado—. Pájaro nacional de Argentina.

—Hornero —contesté, impaciente, antes si quiera de que el hombre pudiera decirme el número de letras.

Se quitó las gafas y agitó los brazos en señal de triunfo, mirándome como si fuera una celebridad. Su extraña reacción, sobradamente exagerada, no quedó ahí. El hombre se levantó de la silla y me rodeó con sus brazos hasta que la asfixia me obligó a separarme de él.

—¿He completado la prueba? —le pregunté.

—¿El crucigrama? —respondió confuso y, sin esperar mi respuesta, añadió—: Sí. Muchas gracias por su ayuda.

—¿Y ahora qué?

—Ahora tendrá que comprar un cuadro —contestó con una sonrisa socarrona mientras veía en mí su oportunidad de coronar la cima.

—¿Comprar un cuadro? —repetí extrañada—. Pues menuda prueba más absurda. Y dígame, ¿cuál he de comprar?

El hombre no daba crédito. Acababa de tocarle el premio gordo de la lotería.

—Este —respondió señalando un cuadro de gran tamaño que reproducía la singular escena de un elefante haciendo malabares con antorchas en llamas—. A decir verdad, está reservado. Hay un caballero que muy interesado en él.

—¡No! —exclamé, cayendo en la trampa—. El cuadro tiene que ser mío. Escuche, he de superar esta prueba sea como sea.

—Dos mil euros —repuso alzando la ceja derecha mientras se frotaba las manos en su imaginación.

—¿Está usted loco? —grité enfurecida. El hombre, que ya había descolgado el cuadro, hizo ademán de colgarlo de nuevo en la pared, por lo que tuve que actuar rápidamente—. Está bien, dos mil euros —claudiqué, entregándole la tarjeta de crédito mientras me imaginaba lo mucho que se estarían divirtiendo James y George con aquella estúpida prueba—. Oiga, ¿me devolverán mi dinero después?

El hombre no respondió. Lo cierto es que no creo que ni siquiera llegara a escuchar mi pregunta, pues parecía estar celebrando aquella venta como si de un gran acontecimiento se tratara. En tanto pagué por aquel despropósito al que llamaban arte regresé de nuevo a la cafetería. El marqués me esperaba sentado en un taburete, conversando con el camarero sobre temas triviales.

—¿Dónde estabas? —preguntó—. Estaba preocupado por ti.

—Superando la prueba —respondí mientras le cogía del brazo para salir de ahí—. O, al menos, eso creo.

 

 

Fue George quien abrió la puerta. Nos saludó con una sonrisa tensa mientras nos invitaba a entrar. El piso era especialmente luminoso, de largos y anchos pasillos, techos altos y abovedados, revestidos con ladrillo rojo. El suelo, de mosaico hidráulico, era una auténtica obra de arte, compuesto de tantas formas y colores como la imaginación pudiera dar de sí. Llegamos a una gran sala sin ventanas, cuya oscuridad contrastaba con la claridad del resto del apartamento.

James estaba esperándonos, apoyado sobre la mesa con los brazos cruzados. Su mirada no parecía especialmente amigable. Algo de aquella situación no era de su agrado. Me pregunté si tal vez sería mi presencia lo que no acababa de gustarle. Me miró a los ojos y sin pronunciar palabra me habló a través de su mirada. «No deberías estar aquí», me dijo.

—Hola, Sofía —escuché detrás de mí.

Me volví sobresaltada.

—¿Qué demonios haces tú aquí? —le pregunté a mi padre sin poder creer lo que veían mis ojos. Me giré hacia James y, cruzando la delgada línea que separa el enojo de la ira, le grité—: ¿Qué hace él aquí?

—Tranquilízate, cielo —me pidió mi padre al tiempo que me invitaba a tomar asiento en una de las sillas que había en la sala. Obedecí sin que mis ojos mostraran la menor compasión. ¿Cómo era posible que todavía siguiera trabajando cuando no hacía ni un mes me había prometido que se retiraría definitivamente? —. La pregunta no es qué hago yo aquí, sino qué haces tú aquí.

Mi padre pronunció aquellas palabras con una brusquedad impropia en él. Se volvió hacia el marqués, instándole a aclarar lo que a todas luces era algo más que un malentendido.

—Tengo información que os puede ayudar a atrapar al Rey —comentó Juan mientras se sentaba a mi lado—. Si aunamos nuestras fuerzas, podemos acabar con la Orden del Denario.

—¿Y quién le ha dicho a usted que nosotros queremos acabar con la orden? —preguntó George con una expresión de dureza que incluso a mí me asustó.

—Vamos, hijo, no me hagas perder el tiempo —le pidió el marqués, mirando a James de reojo. Inspiró hondamente y continuó hablando—. Os puedo servir su cabeza en una bandeja.

—¿Qué quiere a cambio? —preguntó George ante la atenta mirada de mi padre, quien no parecía sentirse muy cómodo en aquella situación.

—Nada y todo —respondió esquivo—. Quiero lo mismo que vosotros. Acabar con el Rey.

—El Rey no es nuestro objetivo —repuso George.

—Claro que no. ¿A quién le interesa perseguir un delito financiero pudiendo luchar contra el crimen organizado? —ironizó el marqués. Se percató enseguida de su metedura de pata, de modo que trató de reconducir la situación—. Puede que el Rey no sea vuestro objetivo, pero desde luego sí lo son los tipos con los que él hace negocios. Acabando con el Rey, acabaréis con ellos. —Dirigió su mirada a los tres—. Veréis, soy consciente de que por el momento no gozo de vuestra confianza, pero si queremos zanjar este asunto debemos actuar rápidamente.

—¿De qué asunto habla? —preguntó mi padre.

El marqués se incorporó y comenzó a caminar. Parecía ser víctima de un repentino nerviosismo. Sin embargo, su admirable capacidad de autocontrol hizo que en cuestión de un par de segundos volviera a ser aquel hombre sereno y seguro de sí mismo.

—El conocimiento es poder, dicen. —Carraspeó. Se tomó un par de segundos para reordenar sus ideas y después continuó hablando—. Pues bien, eso es lo único de lo que yo dispongo en estos momentos. Una información de gran valor que podría incriminar al Rey, a su organización y a más de un alto cargo público. ¿Habéis oído hablar del Proyecto Imperium?

Los tres se miraron sobresaltados, como si aquellas dos palabras hubieran abierto la puerta del infierno.

—Sí —contestó finalmente mi padre con los ojos clavados en la pared, una mirada que parecía decir en voz baja «No puede ser»—. Hemos oído hablar de él, pero…

—Pero no tenemos ninguna prueba de su existencia —apuntó George.

—Yo dispongo de esa prueba —respondió Juan, mirándole fijamente como si estuviera a punto de lanzar los dados del destino. Se metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y de él extrajo la memoria USB con forma de peón. La dejó sobre la mesa y añadió —: El proyecto existe y se llevará a cabo si no lo impedimos antes.

Guardaron silencio durante unos minutos. Mi enmudecido estado me impidió preguntar acerca de aquel proyecto del que todos parecían estar al corriente.

—No me fío —indicó George, dirigiéndose a su hermano.

Antes de que James pudiera intervenir, el marqués comentó:

—No pretendo que creías en mí sin tener ninguna prueba —comentó sosteniendo el peón—. Vamos, hijo, al menos échale un vistazo al contenido del pen drive.

George se marchó de la estancia sin decir una palabra. Regresó al cabo de un minuto con un ordenador portátil que dejó sobre la mesa. Extrajo la base del peón y lo introdujo en unos de los puertos USB.

—La contraseña —dijo girando el portátil para que el marqués pudiera teclear.

El rostro de los dos hermanos palideció en tanto sus ojos vislumbraron la información que se mostró en la pantalla del ordenador. Mi padre se llevó la mano a la frente, evidenciando la presencia de la adversidad. Y así fue como aquella insignificante figurita de mármol marcó el pistoletazo de salida de lo que acabaría siendo una tortuosa travesía por del desierto de la Justicia.

 

 

El silencio acampó a sus anchas en la habitación. El marqués y su testimonio habían cobrado credibilidad, pero todavía le quedaba por ganarse la simpatía y la confianza de los ahí presentes.

—¿Y qué pinta ella aquí? —preguntó James mientras ponía las manos sobre la mesa, inclinando su cuerpo en un claro gesto de desafío.

—Eso es obra del destino —respondió Juan—. Ella es quien me ha traído a vosotros. —Me volví hacia él y por primera vez me pregunté si nuestro encuentro en el manicomio habría sido casual—. Y ella será quien nos ayude a acabar con la orden —sentenció con contundencia.

Sentí el malestar de mi padre. Noté la tirantez el rostro de George, cuyos músculos parecían tensarse a media que avanzaba la reunión. Pero por encima de todo, advertí el profundo odio que parecía gestarse en la mirada de James.

Durante un efímero instante me sentí terriblemente engañada y dolida con el marqués. Saltaba a la vista que él tampoco había sido sincero conmigo. Al menos, no del todo. No obstante, el mero hecho de que quisiera involucrarme en sus planes tenía para mí mucha más importancia que el engaño e incluso que el riesgo que con ello me obligaba a asumir.

—¿Cómo os conocisteis? —quiso saber mi padre.

Me volví hacia el marqués extrañada, pues había dado por sentado que les habría hablado sobre nuestra estancia en la Casa del Sol.

—Preferiría que fuera Sofía quien os lo explicara —comentó Juan.

Sentí todas las miradas clavadas en mí. Calibré durante unos segundos la posibilidad de sincerarme, pero finalmente decidí guardar silencio.

—Vamos, hija, ¿de qué conoces a este hombre? —me preguntó mi padre, preocupado.

Me conmovió su expresión de desamparo. Desvié la mirada hacia la pared que quedaba enfrente y una voz interior me habló: «No les cuentes nada, Sofía. No se lo merecen. Ellos siempre te mienten. Sé firme y mantente callada». La profunda raigambre de mi firmeza desapareció en tanto volví la vista y mis ojos se cruzaron con los de mi padre. Dos minutos después acabé por explicarles mi aventura en la Casa del Sol. Omití, deliberadamente, unos cuantos detalles que erróneamente juzgué como irrelevantes. Entre ellos, el nombre del centro.

Sus expresiones oscilaban entre el desconcierto, el aturdimiento y, en ocasiones, la risa. La carcajada de George al escuchar el contratiempo del avión relajó el ambiente e hizo que mi periplo sonara mucho menos grave.

En tanto acabé mi relato, Juan tomó el testigo y les explicó qué hacía él internado en aquel sanatorio, al que bautizó como un «fraudulento balneario de espiritualidad», evitando en todo momento el revelar su verdadero nombre. Todos permanecieron atentos a sus palabras, de las que nadie pareció dudar.

—Sofía fue la única persona en la que pude confiar durante mi estancia —dijo, dirigiéndome una cándida mirada—. Y me alegro de haberlo hecho.

—Le has puesto en peligro —le interrumpió James sin ocultar su hostilidad.

—Es posible que así haya sido —confesó el marqués con una expresión de arrepentimiento—. Y lo siento mucho.

—Ella está fuera de la misión —impuso James sin esconder su firme oposición.

—Verás, hijo —comenzó a decir el marqués con cierto aire de superioridad—, creo que no lo acabas de comprender. Si ella no participa, no hay misión —añadió, afanándose en sacar a relucir sus asombrosas dotes de persuasión—. Si Sofía no interviene en la operación, podéis olvidaros del Rey y del Proyecto Imperium.

Quise saborear aquel pequeño instante de gloria. Mi ofuscación me impidió ver el peligro al que Juan me estaba exponiendo al exigir mi involucración en aquella misión. Un orgullo renovado, pizpireto y engreído me hizo sonreír triunfal, como si las palabras del marqués no fueran sino una enorme victoria. La advertencia, con tintes de amenaza, lanzada por Juan había supuesto una agradable caricia para mi ego.

George y James miraron a mi padre, casi implorándole que pusiera fin a aquel chantaje al que tan descaradamente les estaban sometiendo. Mi padre negó con la cabeza, dándoles a entender que no había nada que hacer. Se volvió hacia Juan y le preguntó:

—¿Qué propones?

—Gracias por el voto de confianza —dijo el marqués antes de entrar en materia—. Veréis, sé que el Proyecto Imperium existe por la sencilla razón de que yo fui, en cierto modo, su artífice. Me encomendaron la honorable tarea de diseñarlo e implementarlo. Cierto es que, por aquel entonces, yo no conocía el propósito real del mismo —añadió a modo de escusa.

—¿De cuántos empleados estamos hablando? —preguntó James, asumiendo su derrota.

—Al menos trescientos —respondió Juan mucho más relajado—. Según el plan original el proyecto ya debería haber comenzado, pero tengo entendido que mi ausencia —indicó, haciendo comillas con los dedos—, les ha obligado a posponerlo. No obstante, me temo que no tardarán mucho en reanudarlo.

—¿Por qué le eligieron a usted? —quiso saber George.

—Trátame de tú —le pidió con voz calmada, tratando de encaminar la conversación hacia su propio terreno—. Fui escogido para liderar el proyecto porque no existe ninguna otra persona en toda la orden que disponga de una maestría como la mía.

—Y bien —intervino James, impaciente—. ¿Cuál es esa codiciada maestría? —preguntó con un tono sarcástico.

El marqués se levantó de la silla y dio unas cuantas zancadas alrededor de la mesa. Me miró como si quisiera disculparse conmigo. Tomó aire hasta saciar sus pulmones, clavando sus ojos sobre los míos, desnudando sus emociones y expresando su arrepentimiento. Un instante después se volvió hacia los demás y les preguntó: 

—¿Habéis oído hablar del control mental?

 

 

Hicimos un pequeño receso que aproveché para ir al baño. A la salida me tropecé con James. Quise evitarle, pero sus brazos impidieron que pudiera sortear su presencia.

—Estás a tiempo de irte —me dijo al oído—. Deberías olvidarte de este asunto.

—Prefiero quedarme —contesté con terquedad.

—No sabes dónde te estás metiendo, Sofía.

No pude ni quise contestarle, por lo que, una vez logré zafarme de él, encaminé mis pasos hacia la sala, desoyendo el único consejo sabio que había recibido en toda la tarde.

George sirvió cinco copas de whisky. Miré la bebida y la aparté a un lado mientras observaba detenidamente aquella anodina estancia, a la espera de que Juan retomara su discurso.

—No puedo sacar toda esta información a la luz —comentó el marqués de pronto, dirigiéndose a mi padre y respondiendo una cuestión sobre la que debían haber hablado durante mi ausencia—. Me tomarían por loco. Tengo pruebas, sí, pero no me servirían de nada. No es suficiente para desenmascararles. Solo hay un modo de destapar este asunto.

—¿Cómo? —preguntó mi padre, prestándole toda su atención mientras miraba de soslayo el cuadro que yo había dejado instantes antes apoyado sobre una de las sillas.

—Infiltrando a alguien en la orden.

—¿De quién estás hablando?

Juan me dirigió una furtiva mirada y de nuevo pareció pedirme disculpas.

—De Sofía —contestó desviando sus ojos hacia la pared de enfrente.

Un silencio atronador retumbó en las paredes de mi cerebro. «¿Ha dicho mi nombre?», me pregunté presa de un desbordante asombro, a camino entre dos mundos, el de la sensatez y el del aturdimiento.

En un gesto curiosamente sincronizado James y George comenzaron a blasfemar en inglés. Mi padre, en cambio, permaneció tranquilo, tratando de evaluar la situación. En cuanto a mí, continué observando aquella representación teatral como una mera observadora, al tiempo que un descomunal despliegue de neuronas parecía querer advertirme del error que estaba a punto de cometer.

—¿Por qué ella, Juan? —preguntó mi padre, rindiéndose ante la fatalidad.

El marqués inclinó su cuerpo sobre la mesa sin dejar de mirarle. Parecía haber una incomprensible conexión entre ambos, una singular complicidad de la que solo ellos dos estaban al corriente.

—Porque ella es pura de corazón —respondió, sosteniendo mi mano por debajo de la mesa.

Durante la siguiente media hora los cuatro continuaron discutiendo sobre si yo debía o no participar en una misión como aquella. Debatían acaloradamente sin reparar en mi existencia, lo que acabó por agitar a mis malhumoradas neuronas. El marqués basaba su firme alegato en el contenido del peón del Rey, algo que en aquel momento ya había sido inspeccionado por todos. Por todos excepto por mí.

—¿Qué opinas, hija? —preguntó finalmente mi padre, adivinando mi desazón.

Su muestra de interés me pilló por sorpresa, por lo que apenas fui capaz de reaccionar. La escena se había desarrollado como si de una película se tratara. Una película de no muy buena calidad, quisiera añadir. Una de esas que ves cuando no hay nada más que ver por televisión, sujetando el mando a distancia con fuerza, a la espera de que el cerebro de la orden para cambiar de canal.

—Desconozco el motivo por el cual Juan cree que puedo ser útil para la misión —respondí en un alarde de sinceridad—, pero lo cierto es que me gustaría participar. Además, he superado vuestra prueba —comenté, señalando con la cabeza en dirección al esperpéntico cuadro del elefante.

—¿De qué diablos estás hablando? —preguntó James.

—He respondido correctamente a todas y cada una de las preguntas del crucigrama —protesté, incorporándome enérgicamente—. He seguido vuestras estúpidas señales y, por si eso fuera poco, he desembolsado dos mil euros por esta grotesca obra de arte —añadí, señalando el cuadro—. ¿Acaso no pensáis devolverme mi dinero?

Sus expresiones no daban lugar a dudas. Nadie tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Nadie a excepción del marqués, que hacía un gran esfuerzo por contener la risa.

—Yo te daré todo el dinero que necesites, pero cálmate, por favor —me pidió mi padre con gran confusión—. No sé de qué crucigrama estás hablando, ni tampoco a qué te refieres cuando hablas de nuestras señales y, por supuesto, tampoco sé por qué demonios has comprado un cuadro tan horrendo pero, hija, eso no importa en estos momentos.

«Claro, como tú no te has gastado dos mil euros en una pintura que a duras penas debe valer más de cinco», quise responderle. El desconcierto de sus miradas acabó por reconfirmar lo evidente: no había superado ninguna prueba por la sencilla razón de que nunca había existido tal prueba. Me volví hacia el marqués, el instigador de aquel costoso y desafortunado malentendido. Apretaba los labios, tratando de reprimir una sonrisa traviesa.

—Olvídalo, papá —dije finalmente—. De todos modos, me gustaría formar parte de la misión.

Noté la tensión en la mirada de James, quien no disimulaba su disconformidad con el rumbo que estaba tomando la situación. Sus ojos, suplicantes, parecieron hacer un último intento, mirándome al tiempo que me pedían dar marcha atrás.

—James —comenzó a decir el marqués en un tono apaciguador—, sé que solo tratas de protegerla —prosiguió como si yo no estuviera presente—, pero has de asumir de una vez por todas que ella es libre para tomar sus propias decisiones, equivocadas o no. Debes comprender que no siempre podrás resguardarla del peligro y, si continuas intentándolo, solo conseguirás asfixiarla aún más.

James y el marqués se miraron fijamente en lo que parecía ser un desafiante duelo de miradas. Carraspeé un par de veces, tratando de llamar su atención.

—¿Y en qué consistiría exactamente la misión? —pregunté finalmente, despertando de mi reciente letargo.

—Tendrías que infiltrarte en uno de los bancos de la orden —respondió Juan sin apartar sus ojos de James.

—Infiltrarme, ¿cómo? —insistí, contrariada al no lograr captar su atención—. ¡Juan! —exclamé—. ¿Quieres hacer el favor de mirarme cuando te hablo?

El marqués se volvió hacia mí y me dedicó una sonrisa a modo de disculpa.

—Trabajando en él —respondió.

—No sé si mi perfil encaja en un banco —comenté un tanto confusa.

—Encajará, Sofía, créeme —contestó. Juan se giró hacia mi padre—. Hasta que me despidieron yo era el director ejecutivo del área de Finanzas de uno de los bancos de la Orden del Denario.

—¿Te despidieron? —le interrumpí.

—Hicieron algo más que eso, pecosa —dijo con una inquietante sonrisa, que permaneció congelada en sus labios durante unos interminables segundos—. Todavía tengo contactos en el banco, gente en la que puedo confiar, personas que podrían ayudarnos a conseguirte un puesto en la entidad.

—¿Qué puesto? —preguntó George, haciéndose a la idea de que, inevitablemente, yo formaría parte de la misión.

—El mío.

El marqués se había vuelto completamente loco. No me quedó la menor duda tras escuchar su respuesta.

—Vamos, Juan, no digas tonterías. Yo soy abogada, no me llevo especialmente bien con los números. ¿Cómo diablos quieres que ocupe el cargo de directora del departamento de Finanzas sin tener la menor idea de finanzas? —pregunté elevando la voz.

—Eso es lo mejor de todo, Sofía. Es un banco —indicó, como si su comentario respondiera a mi pregunta. Abrí los ojos y encogí los hombros mientras le mostraba las palmas de mis manos, dándole a entender que sus palabras no arrojaban la menor luz sobre la cuestión—. No es necesario tener idea de nada para ocupar un puesto de dirección —añadió, arrancándonos una sonrisa a los cuatro—. Mi puesto ha quedado vacante y todavía no han decidido quién me sustituirá. Conozco muy bien a una de las personas que deberá reclutar a mi sustituto. Es posible que podamos contar con su colaboración.

—No me convence… —intervino George.

—Vamos, hijo —dijo el marqués, conciliador—, no tenemos muchas alternativas. Podemos crearle una identidad falsa, hacer que su nombre suene entre los altos directivos de los bancos y conseguir que en cuestión de pocos días todos quieran rifársela. La nueva Sofía será una despiadada directiva que ha trabajado para los bancos más importantes de todo el mundo. ¡Un auténtico lobo de Wall Street! —bromeó, guiñándome un ojo.

Aquello de despiadada me pareció tan exagerado como inverosímil.

—Por cierto, ¿de qué banco estamos hablando? —pregunté.

Juan se volvió hacia mí con una mirada entusiasta, sabiendo que estábamos a punto de sellar un gran acuerdo.

—Del Banco Estrella.