Capítulo 1
Cómo acabé en el manicomio
Kauai puede ser un magnífico destino de luna de miel. Si cierro los ojos creo que todavía puedo imaginar ese agua, templada y cristalina, acariciándome los pies con la suavidad de la seda. Puedo sentir la brisa del mar, un soplo de aire cálido, susurrándome al oído alegres melodías estivales. Creo apreciar el perfume de la placidez, el tacto de la arena blanca deslizándose entre mis dedos y el delicioso sabor del Daiquiri que bebo con la misma regularidad que la Piña Colada.
En la misma Isla Jardín tendría que haber disfrutado de las dos mejores semanas de toda mi vida. Pero para ello antes debería haber contraído matrimonio con James, cosa que, como ya habréis imaginado, no hice. Con un Dios en permanente estado de huelga, el azar no quiso concederme un respiro y optó por cambiar el destino de Hawai por el de un manicomio.
Haré una escueta pero sincera presentación para quien todavía no me conozca. Mi nombre es Sofía Aldana y padezco un desequilibrio aparentemente incurable por la medicina moderna. Un brioso desarreglo mental, tal y como solía llamarlo mi psicóloga. Un torrente de desórdenes emocionales, con gran pendiente y enorme caudal, cuyo manantial no es otro que mi propio pasado.
Resumiré mis extravagancias en un conciso apunte. Sufro arrebatos incontrolables con una asiduidad fuera de lo normal. Engullo bombones a todas horas creyendo que con ello apaciguaré a mis demonios. Tengo una obsesiva afición por los acertijos. Soy capaz de escuchar composiciones musicales que, al parecer, solo suenan en mi imaginación. También oigo voces en mi cabeza, soberbios y agudos bisbiseos que, sin la menor sutileza, me ordenan cómo debo actuar. Y, por si lo anterior no fuera suficiente, padezco una severa alergia y rechazo crónico a los hombres en lo que a asuntos de alcoba se refiere. Esta última patología estaba en proceso de curación, entre otros motivos, porque me iba a casar con alguien a quien amaba más que a mi propia vida.
El veintidós de mayo de dos mil dieciséis, el hombre más apuesto del mundo —y sinvergüenza, me veo obligada a añadir dadas las circunstancias—, me propuso matrimonio. En honor a la verdad, he de decir que fui yo quien se lo pidió muchos años atrás, cuando no era más que una niña. Sea como fuere, el caso es que nos comprometimos a pasar el resto de nuestras vidas juntos, lo que me sumió en una inacabable sinfonía de violines.
Las cinco semanas anteriores a su proposición habían sido un auténtico calvario para mí, algo normal teniendo en cuenta que todo mi mundo se había desplomado como un castillo de naipes. Pero el mismo infierno que caprichosamente había unido nuestros destinos, se desvaneció tal y como emergió, dejando tras de sí un regero de esperanza.
Dos días antes de partir de viaje a Venecia junto a James, mi hermana Helena y Ulbrecht, su prometido, disfrutaba de mis últimas horas en Praga. La mala suerte —o la buena, según se mire—, quiso que mis oídos fueran testigos de una conversación privada entre mi hermana y James.
—¿No crees que sería mejor si Sofía supiera la verdad? —le preguntó Helena en un susurro colmado de pecado, unas palabras que parecían rogar la misericordia de un Dios clemente.
«Maldita sea —comencé a blasfemar para mis adentros—, una nueva mentira».
James se tomó unos segundos para meditar su respuesta, el mismo tiempo que tardé en hacerme a la idea del nuevo infortunio que se cernía sobre mis hombros.
—No —sentenció con templanza y una pincelada de arrepentimiento. Acerqué la oreja a la puerta de su habitación, pues sabía que una confesión estaba a punto de producirse—. Anularía la boda si lo supiera. Es la última vez que le miento, Helena, pero no me obligues a decirle la verdad ahora cuando estoy a punto de solucionarlo todo.
Miré hacia el techo juntando las palmas de mis manos y, con todo el dolor de mi corazón, supliqué saber qué era aquello que me haría romper mi compromiso con James. «Deseo concedido», me pareció escuchar en la lejanía mientras el sonido de una marcha fúnebre se aproximaba peligrosamente.
—¿Y si Mónica no firma los papeles? —insistió mi hermana.
—Los firmará —contestó James con contundencia—. Se lo prometió a su padre.
Permitidme hacer un alto en el camino para poneros en antecedentes. Mónica era su ex novia —una de tantas, quisiera aclarar— e hija de Vrej, un narcotraficante retirado y gran amigo de James.
—No sé cómo pudiste casarte con ella —le reprochó mi hermana.
Y ahí vino el golpe mortal. Un bofetón en toda la cara y con la mano abierta, de esos que te hacen ver las estrellas sin disfrutar del firmamento.
«James está casado», comencé a escuchar en el interior de mi cabeza, como si una voz interna quisiera cerciorarse de que efectivamente había comprendido lo que estaba sucediendo. Rebusqué en los bolsillos de mi pantalón, ansiando hallar un bombón con el que refrenar la hecatombe emocional que estaba germinando en el interior de mi corazón.
—Ocurrió hace mucho tiempo, Helena. Sabes que yo no quería —se apresuró a argüir James.
Al parecer, debía creer que aquella justificación, pulida con un exaltado aderezo emocional, era más que suficiente para zanjar el asunto.
Se hizo el silencio durante una eternidad. Zarandeé la cabeza de lado a lado, tratando de deshacerme de aquella miel pegajosa que se había adherido a las paredes de mi cerebro, el líquido viscoso de la traición. Apoyé mi cuerpo contra la pared y durante un instante permití que se desplomara sobre el suelo.
¿Por qué me quedé quieta en lugar de huir? James estaba casado, ¿qué más necesitaba saber? Tal vez fue la intuición lo que me obligó a permanecer en el suelo un instante más, escuchando una conversación que, sin saberlo, acabaría por descifrar un nuevo acertijo.
El sonido de un móvil interrumpió el ensordecedor mutismo que reinaba en la habitación. James respondió la llamada tras un chasquido de lengua que dejaba entrever su intenso malhumor.
—Ahora no puedo hablar —le escuché decir. Permaneció callado durante unos segundos y después añadió—: Ya sabes que nosotros no investigamos delitos financieros.
«Claro, a ti te va más la acción», ironicé de mala gana. James y su hermano George trabajaban, bajo las órdenes de mi padre, en una organización pseudo clandestina que luchaba contra el crimen organizado. La misma noche en que nos comprometimos, James me prometió que abandonaría su trabajo.
—Me da igual que estés en Praga —prosiguió—, la respuesta sigue siendo la misma. No cuentes con nosotros.
Colgó y lanzo el móvil sobre la mesa, provocándome un sobresalto que a punto estuvo de desvelar mi posición.
—¿Con quién hablabas? —quiso saber mi hermana.
—Con Patrick —respondió en tono despectivo.
Mi hermana debía conocer a aquel tipo. Lo supe por el modo en que reaccionó. Escuché el aire entrando en sus pulmones a gran velocidad e incluso pude advertir el sonido de sus labios curvándose hacia arriba.
—Hace una eternidad que no le veo —comentó Helena—. Juraría que la última vez fue aquí, en casa de Ulbrecht. ¿Cómo está?
—No lo sé y para serte sincero tampoco me importa.
—¡Vamos, James! —le recriminó mi hermana—. No seas así, han pasado ya muchos años desde aquello.
Un microorganismo patógeno, enmascarado con el disfraz de la curiosidad, me infectó en aquel instante. «¿De qué demonios estarán hablando?», me pregunté en voz baja.
—Me ha parecido escuchar que estaba en la ciudad —insistió Helena.
—Así es —gruñó James.
—¿Cómo sabía él que tú estabas en Praga?
—Mantiene el contacto con mi hermano.
Se quedaron en silencio durante un breve instante tras el cual Helena volvió a la carga.
—Bueno y ¿qué le trae por aquí?
—Está en apuros —respondió con indiferencia—. Anda tras un sospecho. Alguien que por lo visto tiene secuestrado a uno de sus hombres.
—¡Santo cielo, James! —exclamó mi hermana—. ¿Y ni siquiera le vas a escuchar?
—No quiero saber nada de él, Helena —respondió con terquedad.
«Esa obstinación le jugará una mala pasada», me chivó una voz interior de lo más premonitoria.
—Le exiliaron a España hace ya más de dos años, si no recuerdo mal.
—Por desobediencia —apuntó él.
—¡Por el amor de Dios, James! Si hablamos de insubordinación tú serás el peor parado. Habla con él, ¿qué puedes perder?
—He dicho que no, Helena.
El silencio se acomodó de nuevo en la habitación. Aquel era el momento idóneo para irme, pensé mientras repasaba mentalmente la última jugada del destino.
—No tendrías que haberlo hecho, James, ni siquiera por Vrej. —Mi hermana reanudó la conversación que habían dejado a medias—. ¿Qué más te daba a ti si a Mónica no le permitían permanecer en los Estados Unidos? Podría haber contraído matrimonio con cualquier otro norteamericano sí lo único que quería era la dichosa nacionalidad —Permaneció en silencio durante unos segundos y finalmente añadió—: Fue algo estúpido e irracional, pero sigo creyendo que Sofía debería estar al tanto.
—¡No! —exclamó él con suficiente ímpetu como para que mis piernas decidieran incorporarme del suelo.
Tras aquel duro revés mis pies se encaminaron, porque así se lo ordené, hacia un nuevo destino. Antes de salir de casa, todavía con lágrimas en los ojos, me despedí de mi boda de ensueño, de una luna de miel de película y, sobre todo, de una esperanzadora vida junto al único hombre a quien había amado. Y así fue como esta nueva aventura comenzó.
Una vez en el aeropuerto, compré un billete de regreso a Barcelona, mi ciudad natal. Los nervios se habían adueñado de mi estado de ánimo y lo cierto es que ello no solo tenía que ver con el hecho de haber descubierto que mi prometido ya estaba casado. Desde que salí de casa de Ulbrecht había tenido la impresión de que alguien me seguía. Considerando el número de años que llevaba sufriendo aquella turbadora manía persecutoria, finalmente decidí no concederle el menor crédito. Claro que mis emociones y mis decisiones solían seguir caminos dispares.
Desde la misma puerta de embarque llamé a mi hermana y le expliqué lo que había sucedido. Helena apenas trató de justificarse. Todo cuanto hizo fue sollozar un par de disculpas bienintencionadas a las que, por supuesto, no hice el menor caso.
El despecho que en aquel momento sentía era tal que apenas escuché ni uno solo de sus precarios alegatos. Me era indiferente saber por qué James y Mónica estaban casados y, a decir verdad, no me importaba tanto el hecho de que lo estuvieran sino el que él hubiera decidido ocultármelo. Aquel no era el modo de iniciar ningún enlace duradero, me dije a mí misma.
—De aquí a unos días te llamaré —le dije a mi hermana sin saber todavía que no podría cumplir mi promesa—, hasta entonces no quiero saber nada de ninguno de vosotros.
—¡Sofía! —sollozó con una malograda dramatización. Escuché la saliva recorriendo su garganta mientras tragaba algo más que su angustia—. Por favor, no te olvides de mi boda. Sabes que no podría hacerlo sin ti. Vayas donde vayas, prométeme que vendrás.
«¿Cómo eres tan egoísta para hablarme de tu boda en un momento como este?», quiso preguntarle mi orgullo herido. Fijé la mirada en una máquina expendedora que examiné de arriba abajo como si en ella pudiera encontrar la paz y la serenidad que ansiaba. A su izquierda había un hombre de unos cuarenta y tantos años con un aspecto un tanto extraño. Llevaba unas gafas de aviador oscuras y una gorra con una prominente y curva visera en cuya parte frontal tenía un monograma bordado en tela.
—Tienes mi palabra —contesté finalmente, rascándome la frente y preguntándome cuándo y dónde sería el enlace.
—Es en dos semanas —respondió Helena, adivinando mis pensamientos—. En la ermita de Sant Martí del Corb a las cinco de la tarde. Por lo que más quieras, no me falles —suplicó—. Hemos reservado habitaciones para todos los invitados en una masía cercana a la capilla.
—Descuida, ahí estaré —afirmé con rotundidad y sin tener ni la menor idea de todo lo que debería sufrir para cumplir mi promesa.
Y colgué. El resentimiento me atacó con tanta fuerza que no pude evitar estampar el teléfono contra el suelo, lo que inevitablemente llamó la atención de todos los pasajeros que esperaban pacientemente para embarcar. La batería de mi móvil recorrió unos cuantos metros hasta topar con la bota de un corpulento guardia de seguridad que me observó detenidamente con cara de pocos amigos. Me acerqué hacia él con un paso tan inseguro como ridículo, rememorando una popular canción de los años noventa. Un pasito pa´lante, Sofía. Un, dos, tres. Un pasito pa´tras.
El hombre se llevó la mano a su cinturón de servicio y, sin apartar su mirada de mí, comenzó a palpar todo cuanto sus indecisos dedos encontraron a su camino. El corazón me dio un vuelco en tanto su mano se detuvo en las esposas. «No puedo salir de aquí detenida», me dije temerosa, como si la voz de la videncia me hubiera revelado el final de aquella aventura. Sus dedos continuaron manoseando el cinturón, haciendo una pequeña parada a la altura de la linterna. Continuó el recorrido hasta que alcanzó el gas pimienta. Tras una fracción de segundo, sorprendentemente interminable, la mano de aquel fortachón acabó en un bastón retráctil, que sujetó con la misma firmeza de la que en aquel momento disponía mi cordura.
La genialidad más absurda llamó a mi puerta. Me agaché a por los restos de mi moribundo móvil y sin saber muy bien por qué abrí mi bolso, mostrándole el interior al desconcertado guardia. Saqué un frasco de aspirinas que acababa de comprar en la farmacia del aeropuerto. Tapando la etiqueta, y como si de una maraca se tratara, agité el bote con excesivo brío para después sacar un botellín de agua de mi bolso e ingerir una pastilla.
—Discúlpeme usted, me da miedo volar —le dije a modo de justificación mientras me retiraba el pelo de la frente con un gesto excesivamente agitado—, pero ahora me tomo esta píldora mágica y verá como me tranquilizo enseguida.
Como cualquiera en su sano juicio hubiera podido suponer, aquel hombre no entendió ni una sola de mis alborotadas palabras, que pronuncié precipitadamente y en español. Sin embargo, y a pesar de no haber comprendido mi desatinada explicación, el fornido guardia comenzó a asentir con la cabeza como si creyera intuir lo que sucedía. Me cogió del brazo con suma delicadeza y me acompañó hasta la apiñada fila de espera, de donde se despidió de mí gesticulando con las manos. Acto seguido se dirigió hacia las azafatas que esperaban pacientemente en la puerta de embarque. Conversaron durante no menos de cinco minutos, mientras aquel guardia de metro noventa de altura y más de un centenar de kilogramos no hacía más que señalarme con su nervudo e interminable dedo índice.
Traté de reconstruir mi móvil ensamblando un número de piezas —tal vez inferior al necesario— que habían quedado esparcidas por el suelo tras mi exaltado arrebato.
—El todo debería ser más que la suma de sus partes —escuché a mi espalda.
Me di la vuelta curiosa por comprobar si era a mí a quién se dirigían. Era un hombre de unos cincuenta años quien había tenido el arrojo de hablarme. Y digo arrojo porque en aquel instante ya no quedaba nadie a mi alrededor que dudara sobre mis escasas habilidades sociales. No entendí su comentario y, a decir verdad, tampoco quise entenderlo.
La fila comenzó a moverse y el arrepentimiento me hizo barajar la posibilidad de salir huyendo y regresar a los brazos de James. «¿Qué importa si está casado?», me preguntó una impetuosa voz interior al tiempo que parecía golpear las paredes de mi cerebro. «Ha dicho que está tramitando el divorcio, ¿qué más quieres?», insistió.
Claro que quería algo más, pensé. Quería sinceridad.
Noté el recelo en la mirada de la azafata cuando le entregué la tarjeta de embarque. Su desconfiada mirada siguió mis pasos con suspicacia cuando avancé hacia la pasarela de acceso al avión. Dirigió sus dedos, índice y corazón, hacia sus ojos, para después señalarme con ellos de un modo hostil y amenazador. «Menuda chiflada», murmuré en voz baja.
Una vez dentro del avión debería haber prestado mucha más atención a las señales que auguraban la catástrofe que se avecinaba, pero con una capacidad de observación en paradero desconocido y un orgullo gravemente herido, no fui capaz siquiera de advertir la sombra del infortunio.
El mismo hombre que me había abordado en la fila de embarque tomó asiento a mi lado, sonriendo como si mi compañía hubiera sido un gran golpe de suerte. Debería haber advertido el inusual y chispeante brillo en sus ojos, pero no lo hice. En su lugar, me limité a devolverle la sonrisa sin poder apartar la vista de sus dientes, cuyo tamaño parecía estar claramente por encima de la media.
—¿Sabía usted que en este avión no hay fila trece?
«Lo sé yo y lo sabe el resto de pasajeros», quise decirle.
—Es debido a la triscaidecafobia —insistió como si creyera que su conversación podía resultarme interesante—. El miedo irracional al número trece —aclaró chirriando aquellos monstruosos dientes que, inevitablemente, chocaban unos contra otros cada vez que el hombre movía sus labios.
—Oiga, le agradezco la explicación —comencé a decir con un tono cercano a la amabilidad—, pero no tengo ganas de hablar.
Acabé por tragarme mis propias palabras. Antes de que el avión despegara me vi contándole a aquel dentudo caballero el motivo de mi intempestivo regreso a Barcelona.
—¿A qué se dedica usted? —preguntó tras mi desgarrador relato.
—Soy abogada —respondí bajando la mirada, como si ello fuera motivo de vergüenza.
Tras media hora de charla, el hombre me ofreció un tranquilizante para calmar mis nervios, pues la agitación con la que me expresaba dejaba entrever una alteración nada saludable. Sin pensármelo dos veces me tomé el comprimido sin inquietarme lo más mínimo la posibilidad de estar ingiriendo un alucinógeno o algo aun peor.
A medida que los minutos avanzaban, las palabras comenzaron a amontonarse a las puertas de mis labios, ansiosas porque mis cuerdas vocales les dieran forma y sonido. Sin embargo, por algún motivo claramente relacionado con mi temeraria e irreflexiva automedicación, mi lengua comenzó a sufrir un repentino entorpecimiento mientras trazaba, sin que yo se lo hubiera ordenado, un sinuoso y húmedo recorrido por mis labios. Algo que, sin duda alguna, explicaría el siguiente comentario, manifiestamente inoportuno, de mi atento compañero de vuelo.
—¿Quiere que vayamos al lavabo?
Aquella pregunta surgió con excesiva dificultad, colándose entre los casi inexistentes huecos de sus incisivos centrales.
Sacudí la cabeza y levanté la mano derecha, haciendo un extraño aspaviento con la única voluntad de rechazar su nauseabunda proposición. Mi lengua continuaba excesivamente acartonada, lo que a duras penas me permitía articular palabra. Traté de morderla sin el menor control sobre mi dentadura y con la intención de detener sus incontrolables movimientos, pero todo cuanto logré fue agravar la patética imagen que estaba ofreciendo.
«Debería comer algo para eliminar los efectos del sedante», me dije a mí misma, acusando una súbita somnolencia. Sin pensármelo ni un segundo alcé el brazo con menos energía de la deseada y pulsé el timbre para llamar al personal de a bordo. Aguardé pacientemente mientras echaba una ojeada a la carta de comida y trataba de ignorar la lujuria con la que mi acompañante parecía repasarme de arriba abajo.
Y de repente, al levantar la vista, me pareció divisar al misterioso hombre de la gorra de béisbol, sentado unas filas más adelante. Ladeé la cabeza, que traté de asomar por el pasillo, pero en vista de que para ello debía aproximarme a mi acompañante de un modo indecoroso, cometí el error de cesar en mi empeño.
—¿Qué desea? —me preguntó una azafata inclinando ligeramente su famélico cuerpo hacia mí.
No pude evitar asombrarme ante su extrema y enfermiza delgadez. Sus acentuados pómulos hacían que sus ojos parecieran aún más hundidos de lo que ya estaban. Una nariz respingona resaltaba entre sus inexpresivas facciones.
—Un ladillo de mamón —le pedí cuando acabé mi escrutinio, abriendo los ojos desmesuradamente como si ello me hiciera parecer más respetable.
«Si me viera mi hermana…», pensé, acusando una repentina nostalgia. Acabé con aquella burlesca y, por qué no decirlo, ridícula escena señalando el menú número tres de la carta de comida. La desnutrida auxiliar de vuelo sonrió, aliviada por perderme de vista, y se marchó, no sin antes dirigirme unas calurosas palabras de despedida, pronunciadas con una irritante lentitud.
—No se preocupe —dijo como si le hablara a alguien que estuviera bajo los efectos de una sustancia psicotrópica—. Ahora le traeré su bebida, una coca-cola light y el bocadillo de jamón extra grande.
Se fue haciéndome un infantil gesto con la mano a modo de despedida. No había caminado ni dos pasos cuando de pronto se dio media vuelta y se acercó de nuevo a mí.
—Perdone, me había olvidado de cobrarle —dijo a la vez que sus atrofiados y extenuados músculos parecían querer esbozar una sonrisa—. Serán veintitrés euros.
«¿Veintitrés euros?», repetí mentalmente. La hambrienta tripulante de cabina tuvo suerte de que mi lengua continuara buscándole el sentido a la vida. De lo contrario le habría soltado unos cuantos improperios por aquel descarado atraco. En lugar de eso, tragué saliva —además de una pizca de orgullo— y saqué un billete de cincuenta euros con el que, a regañadientes, pagué mi costoso antojo.
Permanecí a la espera durante más de diez minutos, mientras parecía recobrar el control sobre mis músculos faciales. Cuando por fin me sirvieron la bebida, que apenas daba para llenar medio vaso de plástico, una visible sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro. Bebí un gran trago con el que prácticamente di por concluida mi coca-cola y me dispuse a engullir mi bocadillo de jamón.
En aquel momento sufrí en mis propias carnes la misma frustración que William «D-Fens» Foster padeció en su agónico día de furia. Una ráfaga de aire caliente pareció abofetearme en mi enrojecida mejilla derecha mientras notaba como, poco a poco, las venas de mi cuello se iban hinchando de manera vertiginosa.
El apetitoso bocadillo de jamón, que lucía en la carta de comidas esplendoroso como una modelo de alta costura, se había convertido en un esperpento tan vomitivo como insultante. Miré de nuevo la carta, temiendo haber sufrido un repentino delirio visual. Pero no había sido así. La imagen mostraba claramente un exquisito bocadillo de jamón ibérico de bellota, cortado a mano —así se especificaba—, de un color rojo intenso y una delicada y mantecosa textura, fruto de una fina capa de grasa exterior. Mi inagotable imaginación incluso había apreciado en aquella fotografía ligeros trazos de bellotas y hierva de la dehesa extremeña. Un apetitoso pan de Viena, con su característica miga esponjosa, untado en tomate y aceite, coronaba aquella gran obra de la gastronomía.
Pero la realidad distaba mucho de aquella imagen de ensueño. Un extenuado pan amarillento, tan famélico como la azafata, volteaba de un lado a otro del nada elegante plato de plástico. El ilustre chef que había elaborado aquel despropósito no debía conocer la compleja receta del pan con tomate, sal y aceite. Algo tal vez demasiado complicado para un bocadillo por el que tenían la friolera de cobrar, nada más y nada menos, que dieciocho euros. Pero el broche de oro, sin duda alguna, era la solitaria y apenada loncha de jamón verdoso que, tras varios segundos de búsqueda, logré encontrar entre las dos rebanadas del mugriento pan.
Un impulso tan involuntario como delirante me obligó a llamar a la descarnada azafata pulsando insistentemente el timbre que tenía sobre la cabeza. Antes de que el botón de llamada comenzara a echar chispas la mujer regresó de nuevo con cara de circunstancias. Mi acompañante, el señor de los dientes grotescos, viendo el espectáculo que se avecinaba se había ido hundiendo cada vez más en su asiento que, para su desgracia, quedaba entre el mío y el pasillo.
—¿Se puede saber qué diablos es esto? —le solté a la azafata, sin darle tiempo a que me recitara una de sus ensayadas preguntas, mientras señalaba la ridiculez a la que desvergonzadamente llamaban bocadillo.
—Lo que usted ha pedido —contestó descaradamente.
Quise estamparle el bocadillo contra sus marcados pómulos, que cada vez más me recordaban a la calavera de un reptil. Un espasmo involuntario apareció repentinamente en su ojo derecho, lo que distrajo mi atención por un instante, haciendo que mi enfado desapareciera momentáneamente. La contracción espasmódica de su párpado derecho se volvió cada vez más repetitiva, contagiando finalmente a su ojo izquierdo.
—Mírelo por el lado bueno —comenzó a hablar de nuevo, abriendo y cerrando los párpados a la velocidad del sonido—, al no haber mucho jamón, no se engordará tanto.
«¿Que no me engordaré tanto?», me dije mentalmente, temblando por la agitación. Aquello era el colmo y así lo entendieron mis extremidades inferiores que, sin previo aviso, decidieron incorporarse súbitamente, ignorando el caos que ello acabaría por provocar.
Me levanté de un respingo, golpeando la mesita abatible y haciendo que la lata de coca-cola saliera disparada contra un pasajero que observaba la escena con sumo interés desde el otro lado del pasillo. El hombre dejó de verle el lado cómico al espectáculo y comenzó a quejarse mientras se ponía de pie al tiempo que gritaba con voz gangosa:
—¡Esto con Franco no pasaba!
Me volví hacia él, presa de un nuevo arrebato. No se me ocurrió otra cosa que hacerle un grotesco corte de mangas que repetí, incansable y ruidosamente, hasta cinco veces. Me planté en el pasillo del avión con los brazos en jarras, como si su comentario me hubiera ofendido más que nada en el mundo. Sin darme apenas cuenta, comencé a frotarme las manos de manera frenética haciendo extraños aspavientos y respirando a gran velocidad.
—Tenga la amabilidad de volver a su sitio —me pidió la azafata sin dejar de mirar las rebanadas de pan que habían quedado medio suspendidas sobre el cabecero del asiento de delante.
—Que vuelva él primero —protesté, señalando con el dedo al franquista a quien había agredido con la lata de mi refresco.
Miré a los lados, preguntándome dónde habría ido a parar la liliputiense loncha de jamón verde.
—Haga el favor de regresar a su asiento —insistió la auxiliar de vuelo en un tono mucho más autoritario, mientras me cogía del brazo y avisaba con un gesto al sobrecargo.
—Como usted ordene —claudiqué, resoplando con un espeso bufido.
El hombre sentado junto a su esposa en la fila de delante se levantó lentamente, se acercó a la auxiliar y le comentó algo al oído. Los dos asintieron como si acabaran de encontrar la salida a un oscuro túnel. Aquello despertó mi curiosidad, pero finalmente decidí tomar asiento y dar por concluida mi disparatada aventura. Sin embargo, y a pesar de mis buenas intenciones, la fortuna persistió en su empeño por mirar en dirección contraria a la mía.
Dos segundos después de haberme sentado descubrí el escondite de verdecida loncha de jamón. Reposaba sobre el extraño peinado de la mujer sentada en el asiento de delante, que llevaba el pelo recogido en una elaborada trenza griega sostenida alrededor de su cabeza por cientos de horquillas metálicas. Para mi sorpresa, el azar había querido que el jamón quedara atrapado entre dos de aquellos alambres.
Pude haberme quedado quieta, pero no lo hice. Me incorporé de nuevo, ante la atenta mirada de la azafata y del hombre que hablaba con ella. En un gesto que bien podría tacharse de temerario, me abalancé sobre la cabeza de la mujer como si de un balón de rugby se tratara y comencé a hurgar en ella.
—Perdón —le dije a su marido—, su esposa tiene jamón en la cabeza —traté de aclarar de modo poco locuaz, mientras la mujer de la trenza se volvía hacia mí con cara de pocos amigos.
El hombre levantó los brazos enérgicamente y, en lugar de detenerme, abrió el compartimento superior, sacando de él un maletín ejecutivo de piel con ostentosos cierres metálicos de color dorado. Abrió cada uno de los herrajes con una asombrosa lentitud, como si el tiempo se hubiera quedado suspendido con cada uno de sus movimientos.
—Está usted sufriendo un episodio de agitación psicomotriz que puede suponer un riesgo para la tripulación y los pasajeros —me dijo con una voz cadenciosa y un contacto visual groseramente prolongado.
Fui consciente del peligro que me acechaba, pero ni aun así cesé en mi empeño por extraer la loncha de jamón enredado en la trenza de la señora. No tenía malas intenciones, más bien todo lo contrario. Sin embargo, eso no me eximió del castigo que se avecinaba. Entre la auxiliar de vuelo y el sobrecargo trataron de inmovilizarme mientras yo comenzaba a gritar como si el mismísimo diablo me estuviera poseyendo.
—Cuénteme cómo se siente —comenzó a decir el hombre del maletín, tarareando sus palabras y moviendo su mano derecha delante de mis ojos para tratar de llamar mi atención—. Explíqueme sus miedos. Siéntase libre para comentarme lo que usted quiera.
A esas alturas ya no me cabía duda de la profesión de aquel encandilador de serpientes. Era un psiquiatra. Había conocido a decenas de ellos a lo largo de mis treinta y seis primaveras.
—Oiga, no tengo miedos —mentí—, y tampoco hay nada que quiera explicarle. Todo ha sido un gran malentendido. He pagado veintitrés euros por una coca-cola minúscula y un bocadillo de jamón sin jamón. Solo estaba reclamando lo que creo que es justo y, de paso, retirándole a su esposa del pelo una locha de carne envenenada.
Tal vez debiera haber empleado un tono mucho más sosegado del escogido. Ahí radicó, sin duda, mi gran equivocación, pues me expresé con tal agitación que apenas le dejaba al doctor mucho margen de actuación.
—No está colaborando conmigo —me advirtió el hombre en un tono mucho menos amable mientras sacaba un pequeño frasco de su maletín, quitándole el tapón con una coreografía ya ensayada, para después desinfectarlo con un algodón humedecido en alcohol.
Inconscientemente di un pequeñísimo paso hacia atrás, todo cuanto el casi inexistente espacio me permitió. El doctor apoyó el frasco sobre su maletín abierto y, con una seguridad aplastante, extrajo una jeringa que sostuvo en su mano con la aguja apuntando hacia el techo. Retrajo el émbolo hasta la mitad e introdujo la aguja en el frasco, llenándolo de aire frente la atenta mirada de un corro de gente que se había formado a nuestro alrededor.
—¿Alguien tiene un bombón? —gimoteé, desesperada por llevarme un chocolate a la boca. Pero mi pregunta no fue atendida, por lo que tras dos segundos en el aire, se desvaneció como si nada.
Ante el más que previsible y desmoralizador desenlace, comencé a lloriquear mientras intentaba zafarme del creciente número de manos que trataban de inmovilizarme. El doctor extrajo el contenido del medicamento sin perder el contacto visual. Golpeó suavemente la jeringuilla con el dedo corazón, removiendo las burbujas de aire hacia la parte superior, y empujó el émbolo hasta que empezó a salir el líquido.
Todo a mi alrededor se volvió nubloso antes siquiera de que el doctor me inyectara el contenido de aquel fármaco. La Tierra no supo si continuar con su movimiento de rotación o detenerlo de inmediato, optando finalmente por la segunda opción.
El hombre me tomó con suavidad del brazo y levantó lentamente la manga de mi camiseta, dejando al descubierto el músculo deltoides, que acabaría por ser la diana perfecta de aquel dardo que parecía quemarle entre los dedos de su mano derecha.
Y ahí terminan todos los recuerdos de aquel fatídico viaje en avión. Desperté unas horas más tarde en lo que, a todas luces, era un centro psiquiátrico.