Capítulo 10

La visita sorpresa que ensombreció mi gloria             

 

Mi atropellado caminar no siguió la menor lógica. Anduve perdida por todo el restaurante sin encontrar la salida. ¿Dónde diablos estaba? Me sentía totalmente abatida, dando vueltas y tratando de encontrar el modo de huir de aquel lugar.

Sentí la mano de James reteniendo mis pasos. Solté un suspiro de alivio que enseguida traté de disimular.

—¿Qué os habéis creído? —grité enfurecida.

Sin mediar palabra tomó mi mano y me arrastró hasta el lavabo de señoras, donde no parecía haber nadie que interrumpiera lo que a todas luces sería una nueva reprimenda.

—Cálmate, por favor —me pidió.

—¿Que me calme? —exclamé, sin encontrar un modo más elocuente de protestar ante tamaño atropello.

—No trabajamos así, Sofía. Hay reglas que seguir, ¿comprendes?

—¿Y a dónde os han llevado vuestras reglas?

Acarició mi mejilla, secándome las lágrimas, en un claro intento de acercamiento.

—No lo lograrás —le advertí, desafiante.

—¿Lograr, el qué? —preguntó, haciéndose el sorprendido.

—Engatusarme. Estoy muy enfadada. No me has defendido delante de ese cretino —dije, refiriéndome a Patrick.

Arqueó las cejas y sonrió abiertamente. La situación se me antojo peliaguda y peligrosa. Cedía terreno ante lo evidente. Aquel demonio de ojos verdes me estaba manipulando. Una vez más.

—Por favor, mi amor —dijo con voz sedosa—. Regresa de nuevo a la mesa.

Vio el destello de debilidad en mi mirada y lo aprovechó. Acercó sus labios a los míos y me besó lentamente, haciendo que aquel instante quedara congelado en la inmensidad del universo.

A decir verdad, no sé qué hubiera ocurrido si aquella mujer no nos hubiera interrumpido.

—¡Virgen Santísima! —exclamó una señora vestida de gala que debía rondar los setenta años de edad—. Ahora mismo llamaré al encargado. ¡Esto es una desvergüenza intolerable!

James se separó de mí al instante. La situación le divertía, o eso se desprendía de su mirada burlona.

—No será necesario, señora —dijo, mostrándole una seductora y encantadora sonrisa—. Será mejor que olvidemos este pequeño incidente. Por el bien de todos.

—De ningún modo, joven —repuso ella, mucho más comedida, contemplándole con ojos de lujuria—. ¿Acaso cree que una conducta tan bochornosa como la que usted y esta… señorita han protagonizado puede pasar desapercibida ante una dama respetable como soy yo?

—El gran problema de las mentes cerradas es que casi siempre tienen la boca abierta —le soltó James  sin la menor piedad.

—¿Cómo se atreve? —gritó la mujer con una entonación ridículamente aguda—. ¿Tiene la menor idea de quién es mi marido? Mi esposo es un magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y…

—Lo era, señora —le interrumpió James con determinación—, y no creo que a usted le interese que su marido se entere de su aventura con Gustavo.

La mujer dio un paso atrás, llevándose las manos a la cara.

—¿Quién es Gustavo? —intervine con curiosidad.

—Su profesor de golf —contestó James sin apartar la mirada de la mujer, que salió del lavabo como alma que lleva el diablo.

—¿Cómo…? ¿Cómo sabías eso? —pregunté una vez a solas.

Me guiñó un ojo y sonrió. Era obvio que no tenía la menor intención de responderme.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó acercándose de nuevo hacia mí.

—James… —le recriminé, todavía atónita.

—Está bien, retomaremos la conversación esta noche —se burló—. Es hora de volver a la mesa. Una cosa más, Sofía —comentó con semblante serio antes de salir del lavabo—, no vuelvas a desobedecer una orden de Patrick.

 

 

Una vez regresamos junto a los demás, tuve que tragarme una gran dosis de orgullo antes de comenzar a hablar. Debía haber ofendido algún Dios del universo, pensé mientras recordaba las últimas palabras de James.

—Será mejor si hablamos de lo sucedido en otro momento —dijo de pronto Patrick, haciendo un gesto con la barbilla.

El marqués y yo volvimos la cabeza al instante. Vi a un grupo de hombres trajeados que tomaron asiento en una mesa próxima a la nuestra.

James le hizo un gesto al camarero, que se acercó enseguida.

—¿Cómo ha ido, pecosa? —me preguntó el marqués en voz baja.

—Mal —contesté irascible, mirando a James de reojo. Hablaba con el camarero entre susurros. Volví la vista a Juan y, con gran cantidad de resquemor acumulado, le solté—: Muchas gracias por tu falta de apoyo.

El marqués rompió a reír.

—Señores —dijo el camarero—. ¿Podrían, por favor, acompañarme a una mesa en la zona exterior? Nadie les molestará ahí —añadió con una ligera inclinación de cabeza.

 Mientras nos dirigíamos hacia la terraza del mirador, George se acercó a mí y me acarició la espalda, mostrándome su incondicional apoyo. Agradecí su gesto con una sonrisa franca.

Una vez afuera, me maravillé con la sorprendente decoración al más puro estilo ibicenco. El aroma de las hortensias y las espectaculares vistas al mar me embriagaron de paz, haciendo que durante un breve instante me sintiera libre de preocupaciones.

Tomamos asiento bajo un bucólico porche de cáñamo. La comodidad de los sillones de madera desgastada y enea, junto a la sublime combinación del blanco inmaculado y el azul celeste del mar, consiguió relajar el ambiente.

Una vez sirvieron las bebidas, mis compañeros de mesa me miraron expectantes, esperando una información que yo parecía reticente a revelar. De pronto, recordé el desplome de Jordi Conejo. Un intenso sentimiento de culpabilidad me invadió al instante.

—Es posible con el señor Conejo haya fallecido —anuncié sintiendo una repentina tristeza por aquel hombre que hasta hacía nada me parecía un ser deplorable.

—Continúa vivo —apuntó Patrick.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté con un profundo suspiro de alivio.

—Es mi trabajo, Sofía —contestó todavía molesto—. Soy un súper agente especial, ¿recuerdas?

—Vamos, amigo —intervino George, intentando poner paz—. Olvidemos lo sucedido antes.

—Pero yo le vi desplomarse sobre el suelo —insistí, obviando su comentario—. ¿Qué le sucedió?

—Sobredosis —respondió Patrick.

—¿De qué?

—Cocaína. Y ahora, ¿puedes, por favor, explicarnos qué fue lo que averiguaste?

Un par de camareros sirvieron la comida.

—Han nombrado a Jordi duque de la Orden del Denario —les anuncié una vez a solas.

Miré los platos sobre la mesa, acusando la ausencia de apetito. Esperé con prudencia a que alguien interviniera.

—¿Eso es todo? —preguntó Patrick con desprecio.

—¿Cómo dices?

—Creo que la pregunta es sencilla. ¿Eso es todo cuanto la señorita espía ha logrado averiguar?

—No te pases, Patrick —le advirtió James.

El ambiente se volvió irrespirable. Bajé la vista hacia mi mano derecha que parecía debatirse entre coger un cuchillo y clavárselo a Patrick o bien hacerle un ridículo corte de mangas.

Sentí la mano de James acariciándome la rodilla. Casi al mismo tiempo, el marqués, sentado a mi derecha, me zarandeó del brazo.

—Vamos, pecosa. Háblanos del mentalista.

—¿Qué? —exclamé volviéndome hacia él—. ¿Cómo sabes lo del…? —Interrumpí mi pregunta cuando recordé que él mismo era un gran gurú de la mente. No tenía ni idea de cómo lo había hecho, pero era evidente que había leído mis pensamientos. Eso sí, todavía había algo que él no sabía, por lo que permanecí en silencio durante unos segundos, regocijándome en aquel insignificante momento de gloria.

—Mi amor… —me urgió James.

Una voz interior me habló en aquel instante: «pídeles algo a cambio, Sofía. Hazte valer».

—Antes de nada, quiero saber en qué consiste el Proyecto Imperium.

James suspiró, dejando caer su cuerpo sobre el respaldo del asiento. Parecía agotado y lo cierto es que lo sentía por él, pero yo no pensaba dar marcha atrás. Tenía derecho a saber dónde me estaba metiendo.

—¿Ya estamos de nuevo con lo mismo, Sofía? —preguntó finalmente.

—Harías bien en controlar a tu gente —malmetió Patrick, calentando aún más el ambiente.

James se levantó de la mesa y, con un gesto de nula cordialidad, le pidió que le acompañara a otro lugar.

Una vez me quedé a solas con George y el marqués, la tensión pareció esfumarse repentinamente. Sin embargo, ninguno de los tres hizo ademán de probar la comida. En lugar de eso, bebimos el delicioso vino tinto que el camarero sirvió sobre unas elegantes copas de borgoña elaboradas en cristal de Bohemia.

—¿Sabes quién te sustituirá en el proyecto? —le pregunté al marqués, adelantándome a la ridícula cata de vinos que estaba a punto de protagonizar.

Sentía verdadera curiosidad por saber si lo habría adivinado.

—Es posible —contestó con ambigüedad acercando la copa hacia su nariz para inhalar los primeros aromas.

—¡Juan! —exclamé—. ¿Lo sabes o no?

Dejó la copa sobre la mesa y tomó mi mano derecha. Apoyó suavemente su pulgar sobre mi muñeca. George nos observó divertido. Se recostó sobre su sillón, dispuesto a disfrutar del espectáculo que parecía estar a punto de comenzar.

—Solo hay cinco personas capaces de llevar a cabo un proyecto de control mental como el que han ideado los príncipes de la secta de los banqueros —dijo Juan con voz prosaica mientras las palabras control mental retumbaban en mi cerebro—. Voy a decir en voz alta los nombres de cada uno de los candidatos, ¿de acuerdo? Tú simplemente respira siguiendo mis indicaciones.

Asentí emocionada.

—Inspira por la nariz de forma suave y profunda. —Obedecí. Miré de soslayo a George, quien parecía estar a punto de soltar una carcajada—. Ahora quiero que exhales el aire por la boca de manera calmada, vaciando completamente tus pulmones. Inspira de nuevo, Sofía. Siente la energía que embriaga tu cuerpo, inhala el poder que ilumina tu interior y cierra los ojos. —Permaneció en silencio. Entreabrí un ojo, temiendo morir asfixiada si no saltábamos pronto al siguiente paso—. Cierra el ojo. Expulsa el aire por la boca y sonríe mientras expiras. Siente como poco a poco te vas purificando—. Cumplí sus órdenes sin protestar, pero la risilla de George me hizo advertir la evidente tomadura de pelo—. Abre los ojos.

—¿Me vas a decir los nombres de una vez? —me quejé.

—¡Chist! —me pidió silencio—. Concéntrate en la respiración. —Calló durante un instante—. Allá vamos. Dirk Weinmann, Bastien Lombrad, Celestino Santoro, Anthony Blaine y María Luisa de Peñasola.

Soltó mi mano con delicadeza. Le miré con ojos entornados, tratando de adivinar si de verdad habría logrado averiguar algo con aquel ridículo ejercicio. Sonrió con travesura y anunció:

—Anthony Blaine.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté boquiabierta.

Rompió a reír.

—Por tu respiración, pecosa. Perdiste el ritmo en tanto mencioné el nombre de Anthony.

James y Patrick regresaron en aquel instante. Las expresiones en sus rostros no podían ser más opuestas. James parecía satisfecho. En cambio, la mirada de Patrick reflejaba cierta frustración. Sonreí, gamberra, tentando a la suerte. Le vi apretar los labios y enseguida me arrepentí de mi osadía.

—Esta noche hablaremos del Proyecto Imperium —dijo James con voz calmada. No fue precisamente una victoria, pero a decir verdad yo la sentí como tal—. Mientras tanto, ¿podrías explicarnos qué sucedió en el despacho del director de Recursos Humanos?

—Claro que sí —respondí con una fingida amabilidad, tratando de hacerle entender a Patrick lo agradable que podía ser si se me trataban como merecía—. Entré en su despacho con la intención de encontrar alguna pista sobre el proyecto. Después de rebuscar entre los cajones di con un documento que parece contener información relevante.

Abrí mi bolso y saqué unos papeles que entregué a James ante la atenta y poco amistosa mirada de Patrick.

—Bien hecho —dijo, orgulloso y comedido al mismo tiempo.

—¿Y bien? —preguntó George—. ¿Qué son esos documentos?

James levantó la vista y, tras lanzarme una mirada furtiva, se volvió hacia su hermano.

—Es el listado de empleados que participan en el proyecto —contestó alcanzándole el informe. Se giró hacia mí—. Continúa, por favor.

—Lo que sucedió a partir de entonces fue de lo más extraño —les advertí—. Escuché pasos cerca del despacho, por lo que decidí esconderme bajo la mesa. Acto seguido, Jordi entró en la sala. Parecía contento, tarareaba una canción. Cerró la puerta del despacho con llave, bajó las cortinas y entonces… ¡se puso a bailar!

La risa de George rompió la seriedad del ambiente. Patrick y James se miraron el uno al otro sonriendo.

—Comenzó a cantar —continué—, y se tiró al suelo como si fuera una estrella de rock.

El marqués soltó una sonora carcajada. Supongo que imaginarse a Jordi Conejo de tal guisa debía resultarle de lo más gracioso.

—Lo peor vino después —proseguí—. Jordi empezó a hablar solo, ¡creía que había alguien más en la habitación!

—Se le fue la mano con la cocaína —comentó Patrick con los ojos en blanco mientras negaba con la cabeza. Me miró detenidamente y, con una expresión cordial que incluso rozaba el afecto, me preguntó—: ¿Y qué fue de lo que hablaron?

—La verdad es que yo solo escuché a Jordi —respondí sin atino, desconcertada por su repentina simpatía. Carraspeé nerviosa y continué—: Dijo que le habían nombrado duque de la orden y también habló sobre el Proyecto Imperium. Al parecer, le han encomendado encargarse de ello.

—¿Algo más? —preguntó James, clavándome sus aditivos ojos verdes—. Trata de recordar todo cuanto dijo, Sofía. Cualquier cosa podría ser importante.

—Mencionó a Juan —respondí bajando la mirada.

—¿Ah, sí? —intervino el marqués con torno de burla—. ¿Y qué dijo de mí ese pusilánime miserable?

Aclaré mi garganta antes de responder.

—Dijo que eres una rata de cloaca y que les habías traicionado.

—Viniendo de él, es todo un cumplido —comentó el marqués sin darle la menor importancia a mi comentario.

—¿Tienen ya un sustituto para Juan? —quiso saber James.

—Sí —respondí, mirando a George y al marqués—. Un tal Anthony Blaine.

James cerró los ojos tratando de refrescar la memoria. Permaneció pensativo durante un par de segundos.

—¿Estaba en el listado de los candidatos que barajábamos? —le preguntó al marqués, quien asintió con la cabeza—. Muy bien. Más tarde hablaremos de esto. —Se volvió hacia mí—. ¿Alguna otra cosa que debamos saber?

Le observé fascinada. Se sentía realmente cómodo liderando una misión como aquella. No tenía el menor miedo a la adversidad. Es más, diría que casi le gustaba. Parecía disfrutar con los contratiempos, que para él no eran más que nuevos y apasionantes desafíos.

—La primera convención será el jueves de la semana que viene —contesté.

Mis palabras les dejaron sin aliento. Era evidente que esperaban contar con un poco más de tiempo.

—¿Dónde? —quiso saber Patrick.

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

—Tranquilos, muchachos —dijo el marqués alzando la mano. El whisky había hecho estragos en su locuacidad, por lo que sus palabras costaban mucho más de entender—. Yo puedo averiguar la ubicación.

—¿Cómo? —preguntó James frunciendo el ceño.

El marqués sonrió, travieso. Comenzó a hacer leves movimientos con los hombros que acompañó con una ligera inclinación de cabeza. ¿Estaría escuchando música?, recuerdo haberme preguntado.

—Tengo un informante —contestó finalmente.

—¿Quién es? —preguntó James dando muestras de su habitual falta de paciencia.

El marqués sacudió la cabeza y miró de reojo a Patrick, un gesto que se me antojó de lo más extraño.

—No puedo revelar su identidad —se quejó, ofendido, con un gesto de lo más exagerado.

—No juegues conmigo, Juan —le advirtió James. Bajó la voz y añadió—: Estamos todos en esto. No quiero ni un secreto, ¿me oyes? Si intuyo que alguien me oculta información, le apartaré de la misión. Y esto va para todos —dijo mirándonos uno a uno.

—Vamos, hijo —le dijo el marqués en tono conciliador—. Ella no tiene nada que ver con este asunto. Si te digo su nombre podría ponerla en peligro.

—Me vas a decir su nombre. Tú decides si quieres hacerlo por las buenas o por las malas —le advirtió James. Me volví hacia él, mirándole con espanto. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Cómo podía amenazar a Juan de ese modo? Nuestras miradas se cruzaron y vio el reproche reflejado en mis ojos—. No le pasará nada malo, tienes mi palabra.

Ya no había ningún rastro de embriaguez en los ojos de Juan, a quien por primera vez me pareció ver asustado. No se decidía a contestar. Meditaba el modo de salir airoso de aquella situación sin tener que revelar el nombre de su informante.

—¿Tú sabes quién es? —me soltó James a bocajarro.

Su pregunta me pilló desprevenida. Claro que lo sabía, pero no podía decírselo. No, si con ello disgustaba al marqués. Recordaba perfectamente a aquella mujer que me había abordado dos días atrás a la salida de mi primera reunión en el Banco Estrella. Debía tener alrededor de unos sesenta y pocos años de edad. Su vestimenta era un tanto ridícula y pasada de moda, pero tenía una belleza particular. Era la responsable del área de comunicación, o algo así, creí recordar.

—Sofía… —me apremió James.

Dudé antes de responder, ¿qué podía hacer?

—No lo sé —respondí, consternada.

James apoyó los codos sobre la mesa. Nos miró al marqués y a mí entornando los ojos.

—Os quiero fuera de la misión.

Seis dagas disfrazadas de palabras que lanzó sin preaviso. Quise protestar, pero el nudo de mi garganta me impidió pronunciar palabra.

—No la mezcles a ella en esto —le pidió el marqués, señalándome con la barbilla.

—Se ha metido ella sola —replicó James—. Ya os lo he dicho antes, no quiero a nadie en mi equipo que me oculte información.

—Es complicado, James.

—No lo es. O me dices el nombre de tu informante o te vas del equipo. —Ambos se miraron desafiantes—. Es tu amante, ¿me equivoco?

—Vamos, James… —intervino su hermano, tratando de apaciguar las aguas.

El marqués trató de adiestrar sus emociones mientras le lanzaba una mirada de lo más camorrista. La sangre se me heló al ver la expresión en sus ojos, que no parecían dispuestos a firmar ninguna tregua.

—Todavía te sientes culpable, ¿no es así, James? —Hundí el rostro en mis manos, rezando para el marqués no continuara por aquel camino—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años? ¿Veinticinco? Y aun a día de hoy te sigues torturando por lo mismo. —Inspiró profundamente antes de su estocada mortal—. Crees que podrías haberle salvado del infierno que vivió —añadió señalándome con la cabeza.

—Juan, por favor… —le pedí. Me giré hacia James, quien aparentemente parecía sereno, y le dije—: Yo no le he contado nada.

Pero él no me escuchó. A James le traía sin cuidado si yo le había explicado o no al marqués lo sucedido hacía veintitrés años. Sus ojos vendados por la rabia le impedían ver más allá de aquella estúpida batalla que estaban librando.

El marqués apoyó los brazos sobre la mesa, reclinando su cuerpo hacia delante y continuó hablando.

—Te crees muy duro, ¿verdad? —Su mordaz inspiración pareció tomar carrerilla. Me lanzó una mirada fugaz y volvió a fijar sus ojos sobre los de su contrincante—. No lo eres, James. Ella te hace vulnerable.

—¡Ya está bien! —solté alzando la voz—. Pero ¿qué demonios os pasa a vosotros dos? Haced el favor de dejar ya esta estúpida pelea de gallos y centraos en el trabajo. Tenemos mucho por hacer y no podemos perder el tiempo con absurdas e infantiles riñas de patio de colegio.

Mis palabras salieron de mis labios desbocadas pero, tras un minuto de silencio, finalmente parecieron surtir efecto.

—Tienes mi palabra de que no le haremos correr ningún riesgo —le dijo James a Juan con un tono apaciguador y casi hasta comprensivo—. Más allá del que asume al ser tu confidente.

El marqués permaneció pensativo durante unos segundos.

—María Pedrosa. Es la responsable de comunicación y relaciones institucionales —dijo y soltó un largo suspiro de resignación. Apretó los labios, conteniendo su resentimiento—. Espero, por tu bien, que cumplas tu promesa —añadió mirándole fijamente a los ojos.

James no pareció tomarse muy bien la advertencia del marqués. Inclinó su cuerpo hacia adelante, sosteniéndole la mirada. George quiso mediar, pero su hermano se le adelantó.

—Yo siempre cumplo mis promesas, Juan —dijo con la más absoluta frialdad. Entonces se volvió hacia mí y añadió—: Siempre, claro está, que me permitan cumplirlas.

No lo vi venir. Aquella embestida, propiciada con alevosía, me cogió por sorpresa. Tragué saliva y le miré con los ojos abiertos de par en par. Sabía muy bien a lo que se refería. Hablaba de su promesa de matrimonio. La misma que me había hecho veintitrés años atrás cuando yo no era más que una niña. Esa promesa que ahora yo no le permitía cumplir, pues había roto nuestro compromiso.

 

 

Regresé al despacho exhausta. Pensé acerca del nuevo James que acababa de ver, un hombre mucho más frío y despiadado que de costumbre. Cerré la puerta con llave y dejé caer mi cuerpo sobre la silla, que giré una cuantas veces como si tratara de encontrar el sentido a la vida. Apoyé la cabeza sobre el respaldo y clavé los ojos en el techo mientras apoyaba los pies sobre la mesa. Me zambullí de lleno en el inmenso océano de mis pensamientos, alejándome cada vez más de aquel mundanal lugar en el que la miseria empañaba mis emociones.

El teléfono fijo sonó en aquel momento. El sonido estridente del mismo me sobresaltó y a punto estuve de caerme de la silla. Miré la pantalla del aparato y vi el nombre de Isaías Ferrer. No hubiera imaginado regresar a la realidad de peor modo que aquel.

—En mi despacho en diez minutos —dijo sin más.

Me removí en mi asiento, malhumorada por su descortesía. Me hirvió la sangre casi al instante.

—Se le han olvidado dos palabras —solté sin pensar.

Aquel primitivo impulso había surgido de mi alma concupiscible. El diablo de la intemperancia había vuelto a hacer de las suyas.

—¿Ah, sí? ¿Y cuáles son? —preguntó, impertinente y desconcertado por mi espontánea osadía.

Por favor —Y colgué.

Pero ¿qué demonios se había creído aquel cretino? Un insondable ardor me recorrió el cuerpo. La arrogancia y la desfachatez de Isaías Ferrer lograban exasperarme hasta el delirio. ¿Acaso nadie se atrevía a pararle los pies?

Me levanté alborotada. Comencé a caminar a lo largo y ancho del despacho. Pasear me ayudaba a aliviar la tensión, pero la estancia enseguida se quedó pequeña, por lo que decidí huir de aquella ratonera donde difícilmente podía respirar.

Apenas tuve tiempo de salir de mi despacho. En tanto abrí la puerta, me tropecé con Patrick, quien con un brusco movimiento me obligó a entrar de nuevo.

Le miré ceñuda, cruzando los brazos a la altura del pecho.

—¿Dónde vas tan alterada? —me preguntó mientras cerraba la puerta.

—No es buen momento, Patrick —le advertí—. No estoy de buen humor.

Me miró a los ojos, advirtiendo mi delirio, lo que sorprendentemente debió parecerle divertido. La seriedad de su rostro fue transformándose en una media sonrisa.

—No vengo a discutir —se limitó a decir.

—¿Y a qué has venido, entonces? —pregunté con desconfianza.

—A hacer las paces.

Aguardé en silencio a la espera de que la inspiración me chivara la respuesta que debía darle, pero no llegó, por lo que alargué el brazo y le ofrecí un apretón de manos que aceptó con cierta sorpresa. Sonrió de nuevo como si la situación fuera de lo más cómica. Apretó mi mano con fuerza y tiró de ella atrayéndome hacia él. Mis ojos desorbitados le preguntaron qué demonios estaba haciendo. Aquello estaba totalmente fuera de lugar. Por no hablar de que alguien podía entrar en cualquier momento y hacerse una idea equivocada de lo que estaba sucediendo. Equivocada, o tal vez no, pensé.

—¿Qué hay entre James y tú? —soltó de sopetón.

—Eso no es asunto tuyo —respondí, molesta y barajando la posibilidad de soltarle un par de guantazos.

Rompió a reír al tiempo que me dejaba ir.

—¿A dónde te dirigías? —preguntó, cambiando de tema, como si nada hubiera sucedido.

—El todopoderoso quiere verme en su despacho —contesté dando un paso atrás y mirándole con recelo.

—Buena suerte —dijo con un guiño, dirigiéndose hacia la puerta—. Nos vemos esta noche.

—¿A qué hora sales de trabajar? —pregunté—. Tal vez podríamos ir juntos a casa.

No tengo ni la menor idea de por qué dije lo que dije. Tampoco sé por qué demonios pronuncié mis palabras con una lentitud claramente insinuante. Contuve la respiración y me mordí el labio, como si con ello pudiera enmendar el error, mientras sentía como mi dignidad quedaba sepultada bajo tierra.

—He de ir al hospital —contestó con seriedad.

Me sentí realmente estúpida.

—Lo siento —dije cabizbaja—. Espero que no sea nada grave.

—Puede que sí —contestó con una sonrisa traviesa—. O puede que no. Lo cierto es que me trae sin cuidado. Voy a visitar a Jordi Conejo.

Brígida interrumpió la conversación. Entró en el despacho tras golpear suavemente la puerta.

—Discúlpame, Sofía. El señor Ferrer quiere que vayas a su despacho ahora.

—¡Qué hombre tan impertinente! —se me escapó.

Patrick me miró anonadado. En cuanto a mi secretaria, el desconcierto hizo que se llevara las manos a la cara.

—¡Qué hombre tan persistente! —puntualicé, ruborizada—. Persistente e inteligente.

Salí del despacho sin volver la vista atrás. Me imaginé el estupor de Brígida, quien seguramente todavía tendría las manos soldadas a su rostro. Patrick muy probablemente estuviera sonriendo. Imaginármelo me hizo sonreír a mí también.

Entré en el despacho de Isaías como una apisonadora, dispuesta a no dejarme amedrentar por la arrogancia de aquel hombre a quien en cuestión de tres días había llegado a aborrecer.

—Tome asiento —me pidió mostrándome su perfecta dentadura.

Obedecí, refunfuñando en silencio.

—Usted dirá… —dije con la mirada perdida en la colección de credenciales que esculpían la pared a su espalda.

—Necesito tener la certeza de que puedo confiar en usted —comentó desplegando todo su encanto.

El colosal tamaño de sus orejas captó mi atención.

—¿Acaso lo duda? —respondí con una pregunta, sonriendo para mis adentros.

—Se trata de un asunto muy serio —dijo alzando el dedo índice mientras enarcaba una ceja.

Una campanilla sonó en mi cerebro. «No lo hagas, Sofía», me sugirió una voz interior a la que mandé callar de inmediato.

—¿El Proyecto Imperium? —pregunté, desoyendo a la voz de la prudencia que cada vez sonaba más lejana.

Se revolvió en su asiento, nervioso. Miró hacia otro lado y abrió la boca para soltar alguna impertinencia, pero finalmente se contuvo. Su labio inferior comenzó a temblar, lo que me pareció extraordinariamente divertido. Me miró con ojos trastornados, devanándose los sesos mientras trataba de adivinar cómo demonios sabía yo acerca de la existencia de su maquiavélico proyecto.

—Isaías, dejémonos de tonterías, ¿quiere? —solté con una mirada retadora—. Estoy al corriente de sus planes. —Me marqué el farol sin sopesar el riesgo que estaba asumiendo—. Tiene usted un traidor en sus filas.

Aquel arrebato me sobrevino sin previo aviso. No tenía ni la menor de quién hablaba por mí, pero desde luego no era yo quien se lanzó al ruedo sin ni siquiera implorar la protección de los dioses.

—¡Eso es imposible!

El presidente comenzó a sudar. Zarandeó la cabeza intentando asimilar lo que estaba sucediendo. Su rostro palideció mientras una gota de sudor le recorría la frente.

—No se altere —dije con una sonrisa maliciosa—. Tranquilícese, señor, y hablemos como personas adultas.

—¿Dónde ha oído usted hablar de ese proyecto? —preguntó enfurecido.

—No le puedo revelar la identidad de mi fuente —dije muy digna—. Oiga, tengo mucho trabajo por hacer. ¿Quiere o no que le ayude?

—¡No! —gruñó—. Yo solo quería comentar sus propuestas de adquisición. El banco necesita expandir sus fronteras y había pensado que tal vez Sudamérica sería una buena opción.

¿Sería el alcohol?, me pregunté. No podía ser, apenas había bebido una sola copa. Tal vez habían sido las palabras de James lo que me había trastornado. A fin de cuentas, él siempre lograba sacar a relucir mi fiereza. Pero ¿y si aquel arrebato guardaba relación con el reciente atrevimiento de Patrick? «No, Sofía —me dije—. Lo que verdaderamente te hace delirar es la soberbia de este cretino». Fuera como fuese, mis labios decidieron desobedecer a todas y cada una de las alarmas que comenzaban a sonar de manera estrepitosa en el interior de mi cerebro.

Me levanté de mi asiento, siendo plenamente consciente de la locura que estaba a punto de cometer. Un viaje de no retorno.

—Tengo amigos muy importantes, señor Ferrer. Amigos y confidentes —maticé, estrechando la mirada—. Muchos de ellos son miembros de la hermandad de banqueros con más renombre del continente. Supongo que no hará falta que le aclare de lo que estoy hablando, ¿no es así?

Negó con la cabeza, totalmente anonadado.

—No era esto de lo que yo quería hablar —insistió con un tono titubeante—, sino de las inversiones que usted…

—Ese no es un asunto relevante —le corté, alzando la barbilla y mimetizándome con su petulancia—. Lo que verdaderamente le debería preocupar ahora mismo es poner en marcha el Proyecto Imperium de una vez por todas. Le ha encomendado la supervisión del mismo a un incompetente.

—¿Cómo dice? —exclamó sin salir de su asombro.

—¡Por el amor de Dios! ¿De verdad cree que un inepto como Jordi Conejo puede hacerse cargo de un proyecto de semejante envergadura? No será necesario que me responda —dije extendiendo la palma de mi mano, cerrando los ojos y negando con la cabeza—. Yo lo haré por usted. ¡No puede! Con el debido respeto, señor presidente, ahora mismo usted solo cuenta con una persona capaz de tal designio.

Cruzó los brazos y me miró a medio camino entre la consternación y la alucinación.

—¿Y quién es esa persona?

—¿Hace falta que se lo diga? —pregunté con los brazos en jarras—. Piénseselo, señor Ferrer, y cuando esté listo para encomendarle el proyecto a una persona con valía, llámeme.

 

 

A las siete en punto dejé caer el bolígrafo sobre la mesa. Encaminé mis pasos hacia el apartamento de Patrick, que quedaba a escasos cinco minutos, pensando en la imprudencia que acababa de cometer al hablarle a Isaías sobre el Proyecto Imperium. Temí la reacción de James y Patrick al enterarse de lo que había hecho, por lo que comencé a esgrimir argumentos que justificaran mi temeridad. No los encontré, pero un repentino pálpito me hizo saber que la charla con el presidente daría buenos resultados. Medio minuto después, el teléfono móvil que disponía como empleada del banco comenzó a vibrar.

—Señora Bartomeu —dijo Isaías—. Mañana a las nueve en punto quiero verla en mi despacho. Hablaremos sobre el Proyecto Imperium.

Colgó antes siquiera de que pudiera responderle. Su habitual falta de modales me trajo sin cuidado. Estaba eufórica. No veía el momento de contárselo a los demás.

Llamé a James en tanto me serené, pero no respondió mi llamada. George tampoco contestó. Probé suerte con Patrick, pero no tuve mayor fortuna que la de hablar con su contestador.

—¿Pecosa? —respondió el marqués, mi última opción—. ¡Tienes que sacarme de aquí!

—¿Qué sucede? —pregunté espantada.

—Muero de aburrimiento —sollozó teatralmente.

—¿Dónde están los demás?

—El guaperas está en el hospital, visitando al cocainómano —dijo con desprecio—. George ha ido a ver a su mujer. En cuanto a tu novio, no tengo ni la menor idea…

—No es mi novio —refunfuñé malhumorada.

—No te enojes, sabes que lo digo desde el cariño. Yo puedo hacerte compañía, si así lo deseas. ¿Qué te parece si tú y yo nos vamos a tomar una copa? —preguntó entusiasmado.              

—Creo que no es buena idea. ¿Y si alguien te viera?

—El local que tengo en mente no es un lugar que suelan frecuentar los tragavirotes del banco —respondió con una sonora carcajada—. Vamos, anímate pecosa y sácame de aquí. Le enviaré un mensaje al rubiales para que se reúnan con nosotros en tanto acaben sus menesteres.

Acepté su proposición con cierta desilusión. Esperaba poder compartir con todos la buena noticia. En lugar de eso tuve que conformarme con la compañía de Juan, a quien, dicho sea de paso, no tenía muchas ganas de ver aquel día.

El marqués tenía razón. No había riesgo de tropezar con ningún empleado del banco en un lugar tan peculiar como aquel, cuyas paredes lucían la utilería propia de un musical de los años sesenta: cazadoras de cuero, espejos de mano, gafas de sol, pompones de colores y botes de brillantina para el pelo.

Tomamos asiento en una mesa apartada. Juan le hizo un gesto a un camarero que enseguida se acercó con un caminar de lo más singular. Doblaba ligeramente las rodillas mientras contoneaba las caderas y chasqueaba frenéticamente los dedos. Tomó nota de nuestra comanda, que canturreó en voz alta al ritmo de Rock and Roll.

—¿Qué sabes de Philippe? —le pregunté al marqués una vez a solas.

—Se ha marchado de viaje —respondió mientras se llevaba un cacahuete a la boca.

—¿A dónde?

Se ajustó el nudo de la corbata, mirándome de soslayo.

—A Venezuela —contestó como si aquello no fuera con él.

—¿A Venezuela? —repetí, incrédula—. ¿Con quién?

—Con una mujer. —Se acomodó sobre el respaldo de su asiento mirando distraídamente hacia la mesa de su derecha. Puso su mano sobre la mía y, con una sonrisa traviesa, me soltó—: ¡Tu marido te ha abandonado!

Aquello no tenía la menor gracia. Al menos para mí. Pero no quería discutir, ni tampoco alterarme, de modo que me mantuve relajada mientras pensaba cómo podía afectar la ausencia de Philippe a nuestra misión.

—Al parecer se ha enamorado —comentó el marqués, adivinando mis pensamientos.

—¿De quién? —pregunté con una fingida indiferencia.

—De una mujer casada. Eso es todo cuanto sé —mintió.

Un cielo plomizo se cernió sobre mi espalda en tanto escuché aquellas palabras. Pensé sobre ello durante un instante, pero no fui capaz de adivinar el contratiempo que aquel repentino enamoramiento acabaría por significar.

George y James se unieron a nuestra improvisada tertulia al cabo de una hora. Quise contarles las buenas noticias enseguida, pero me contuve a la espera de que Patrick también estuviera presente.

—Enhorabuena —me dijo el marqués en voz baja, evitando que James o George pudieran escucharle.

—¿Por qué? —pregunté, volviendo la vista hacia él.

—Tu logro resulta más que evidente, pecosa. Irgues la barbilla mucho más que de costumbre. Tus ojos despiden rayos de luz propia, sin duda a consecuencia del éxito. Y en cuanto a la respiración, es agitada y arrítmica debido a la ansiedad que sientes al no poder gritarlo a los cuatro vientos. Ya eres parte del Proyecto Imperium, ¿me equivoco?

Asentí, resoplando. ¿Cómo demonios lo hacía? Me llevé el dedo índice a los labios y le pedí silencio. No quería que me estropeara la sorpresa.

Patrick llegó al cabo de cinco minutos. Sonreí, triunfal, y me dispuse a revelarles el gran avance de la misión.

—¿Qué tal está el toxicómano? —preguntó el marqués en tanto me vio abrir la boca.

—A decir verdad, estaba completamente destrozado —contestó Patrick al tiempo que le hacía un gesto con la mano al camarero.

—¿Tan grave es? —pregunté, posponiendo mi momento de gloria—. ¿Qué dicen los médicos?

—No es un asunto hospitalario —respondió Patrick con una extraña sonrisa—. Al parecer, su mujer le ha abandonado.

Me llevé la mano a la boca, completamente aturdida, mientras trataba de encajar aquella endiablada pieza de puzle.

Patrick pidió una ronda de cervezas y el camarero lo anotó alegremente en su libreta al tiempo que tarareaba Hound Dog a golpe de cadera. Se marchó entonando un nuevo éxito rocanrolero mientras parecía invocar al espíritu del mismísimo Elvis Presley.

—¿Le ha dejado por otro hombre? —pregunté, conociendo la respuesta.

—Así es.

—¿Quién es él?

—No lo sé. —El camarero trajo las bebidas, que sirvió mientras continuaba con su extraña danza de apareamiento—. ¿Te preocupa?

—Pero ¿es que no lo veis? —exclamé, levantando las manos. Me volví hacia el marqués—.  Te dije que no era buena idea involucrar a Philippe.

Nadie pareció inmutarse. Tal vez lo sabían y les daga igual o quizá todavía ignoraban que la mujer de Jordi Conejo había abandonado a su marido para fugarse a Venezuela con Philippe. Qué complicado era todo, pensé abatida.

—¿Cómo te fue con nuestro presidente? —preguntó Patrick, irónico y sin prestar especial atención a mi crispación. 

—Muy bien —respondí con una orgullosa sonrisa de satisfacción, olvidándome al instante de Philippe y de su temeraria desaparición.

—Lo imaginaba. Eres una gran espía —su burló—. Ni Margarete Gertrud Zelle podría hacerlo mejor —añadió con un guiño.

Crucé las piernas, nerviosa, y me retiré el pelo de la cara.

—Espero no sufrir un destino tan trágico como Mata Hari —contesté, acariciando suavemente la copa de vino.

Me dispuse a explicar mi gran hazaña del día, dando por concluida aquella breve y extraña conversación que acababa de mantener con Patrick. Sentí un ligero mareo antes de abrir la boca, pero no le di la menor importancia.

—Pues veréis —comencé a decir henchida de orgullo—, resulta que…

—Aguarda un instante —me interrumpió el marqués, saboteando mi triunfo. Me miró fijamente de un modo diablesco y de pronto soltó—: ¿Estás enamorada de Patrick?

Abrí los ojos, desorbitados.

—¿Qué? ¡No, por Dios! Pero ¿qué dices? —tartamudeé nerviosa, mirando a James por el rabillo del ojo.

Patrick enarcó las cejas, sorprendido por las palabras del marqués.

—Tal vez me haya equivocado. Te pido disculpas si así ha sido. Tu lenguaje corporal no daba lugar a dudas, pero quién sabe… —dijo Juan encogiéndose de hombros—. No es una ciencia exacta.

—Pero ¿qué…? ¿De qué lenguaje corporal hablas? —vociferé a punto de romper a llorar.

—Estabas coqueteando con él, pecosa. De hecho… —Volvió la cabeza hacia Patrick y le miró con los ojos entreabiertos—. Me atrevería a decir que él también siente algo por ti.

Mi enojo iba en aumento. James nos miró con seriedad a la espera de una reacción que demostrara la equivocación del marqués. Traté de poner mis neuronas en fila india, ansiando que alguna de ellas me indicara como debía atajar aquella locura. Miré de reojo a George y me extrañó su inmutabilidad. Fue él el único que adivinó la motivación oculta tras la impertinencia del marqués.

—¿De qué va todo esto? —preguntó James, sin perder la calma.

Me encogí de hombros.

—No lo sé —balbucí, casi sollozando—. Yo solo quería contaros lo que sucedió en la reunión que mantuve con Isaías.

—Cuando te has dirigido a Patrick parpadeabas mucho más que de costumbre —se apresuró a decir el marqués.

—¿Y qué? —gimoteé con las emociones desbordándose a raudales.

Me imaginé a mí misma agarrándole por la boca y la parte trasera del cráneo. En mi enfermiza fantasía le hacía girar la cabeza al marqués con un movimiento certero, ocasionándole la muerte de manera inmediata.

—No has dejado de tocarte el lóbulo de tu oreja derecha mientras le mirabas con ojos entornados —contestó Juan como si la situación le resultase gratificante—. ¿Y qué me dices del zapato?

—¿Qué diablos pasa con mi zapato? —grité, dominada por el espíritu de la ira.

—¡Venga ya, pecosa! Todos lo hemos visto —alegó con soberbia—. Lo has dejado caer por el tacón mientras le apuntabas con la punta del pie —comentó como si sus necias y absurdas palabras resumieran la teoría del Big Bang —. ¡No puede ser más evidente! Bebes los vientos por Patrick —añadió con una sonora carcajada.

Llegados a este punto no me quedaba más alternativa que abalanzarme sobre Juan y asestarle un gancho directo a la mandíbula. En esas estaba cuando James me sujetó con fuerza del brazo.

—Déjalo estar, Sofía —me pidió en voz baja, susurrándome al oído sin apartar la vista del marqués—. Está jugando contigo.

Me volví hacia él.

—Pero ¿por qué? —pregunté.

Patrick permanecía callado, mirándome de reojo y preguntándose qué habría de cierto en las palabras del marqués.

—No lo sé, pero lo averiguaré —contestó James.

 

 

Para cuando regresamos a casa mi estado de ánimo había decaído considerablemente. Durante el viaje de vuelta mi mente fue divagando por un inmenso océano de dudas. Juan era una persona extraordinariamente inteligente y astuta. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Y si yo sentía algo por Patrick? Le di tantas vueltas a esa misma pregunta que, para cuando entramos en el edificio, mi cabeza estaba a punto de estallar. Solo pensaba en tumbarme en la cama y olvidarme de aquel extraño asunto.

Patrick metió la llave en la cerradura de la puerta, extrañándose de que la misma no estuviera cerrada. Giró el pomo lentamente y en silencio. Un instinto primario hizo que se llevara la mano al cinturón, buscando desesperadamente un arma que en aquel momento no llevaba consigo, pues su labor de incógnito en el banco así lo exigía. Volvió la cabeza y miró a James, a quien le hizo una señal que no pude entender.

El marqués, advirtiendo un repentino peligro, dio unos pasos atrás tirando de mí y tratando de ponerme a salvo lejos de la puerta.

Patrick entró en el apartamento sin hacer el menor ruido. Agarró con fuerza el bate de béisbol que guardaba junto al paragüero del vestíbulo y examinó la estancia con suma cautela. Le observé desde fuera, sin poder ver el interior del apartamento.

El sonido del bate de madera golpeando el suelo despertó mi curiosidad. Avancé un par de pasos hasta llegar a la altura de la puerta. Patrick estaba boquiabierto, pero la expresión de su rostro no hacía intuir el menor peligro. James, en cambio, pareció palidecer casi al instante.

—¿Qué haces aquí, Teresa? —preguntó Patrick.