XI

“Me interné en los bosques porque quería vivir intensamente; quería ‘sacarle el jugo’ a la vida. Desterrar todo lo que no fuese vida, para así,

no descubrir en el instante de mi muerte que no había vivido”.

La sociedad de los poetas muertos

 

Es curioso como con cierto optimismo se manejan los conflictos en esta pintoresca cultura donde caí sin elegir. Lo inquietante es que por menos jodido que sea un problema, tras solucionarse, se ve como una especie de logro y aquella etapa superada se agranda a proporciones casi irreales. Me explico: A cierto tipo le da cierto cáncer (así es, uso el ejemplo del cáncer como desgracia común). Ni diré el lugar ni el tipo de cáncer ni la agresividad del mismo. Solo digamos que le dio cáncer. Aun así, siendo un poco caricaturizados, tomaremos dos clases de cánceres como escala. La menor y la mayor escala en términos de esperanza de vida. El cáncer de la uña del meñique será el más inofensivo, tratable, curable. Hasta el más patético. En definitiva, una gripa con tos sería más peligrosa que un cáncer de la uña del meñique. De tratamiento bizantino. Anestesia local, extirpación de la uña, incapacidad laboral de un día, uso de sandalias en el pie afectado, acetaminofén cada cinco horas, listo. 

Mientras que, como último grado del tumorómetro, tomemos la metástasis de un cáncer cerebral. El más letal, intratable, incurable. A lo largo de la historia de las metástasis de un cáncer cerebral, quienes lo han sobrevivido con éxito y sin secuelas ni siquiera pertenecen al mismo continente o al presente siglo. Solo remotas anécdotas que rozan la leyenda, a su vez el mito, a su vez la fantasía. De aquellos minúsculos casos documentados latinos, donde el paciente vivió unos años más, no hay uno que no sea o agonizando, o vegetativo. En definitiva, si no muere, queda bobo.

Teniendo ahora los dos extremos, le pondremos algún nombre al tipo, tan cualquiera a un fulano. Paco, quien tiene esposa e hijos, tras el diagnóstico de un cáncer (independiente de la clase) verá su destino como el de un paciente con cáncer de la uña del meñique. Con tranquilidad, optimismo, cotidianidad incluso. Por más complicado que sea en realidad, él, su esposa, sus hijos, su familia, la familia de su familia, los vecinos, sus colegas, sus amigos, todo aquel que no lo desee muerto, verá ese X cáncer como un estúpido, fútil, insignificante, cáncer de la uña del meñique. Así pues, estando enfermo, fisiológicamente puede llegar a tener una metástasis de cáncer cerebral, mientras que mentalmente tendrá siempre, el de uña.

Paco hace el X tratamiento para su X cáncer. Digamos que se recupera del todo y retoma su vida cotidiana. Sabiendo que ya está curado, Paco, su esposa, sus hijos, su familia, la familia de su familia, los vecinos, sus colegas, sus amigos, todo aquel que no lo desee muerto, verán ese X cáncer superado, como una odisea milagrosamente culminada. Se verán únicos. Como un puñado de arena cogido de entre todas las playas del planeta. Así pues, pudo llegar a tener cáncer de la uña del meñique, mientras creyó aliviarse de la mortífera metástasis.

Nuestra exageración innata nos hace minimizar el problema. No tiene que ser cáncer. Cualquier enfermedad, cualquier adversidad, sea física, económica, social, solemos verla distinta a como la veríamos en los demás. Si la desgracia es ajena a nosotros y a nuestra burbuja no dudamos en afirmar, con todo el realismo del caso, «está jodido». Mientras que cuando nos toca, la desgraciada hecatombe deja de ser desgraciada hecatombe y se convierte en un simple brete. 

Inmediatamente superada (si es que se supera), esa exageración fusionada un poco con orgullo, nos hace agrandarlo ahora sí a la desgraciada hecatombe (superada) para sentirnos bendecidos, glorificados, únicos. 

Al tener solo un par de ojos para ver el mundo, cada quien hace de su perspectiva una excepción beata en el universo. Bien sabemos que nuestra estadía aquí es insignificante en absoluto. Si con obras palpables no logramos dejar huella, nuestro inconsciente, nuestra cultura, nuestra autoestima psicótica nos convence de ser una anomalía celeste. 

Es por esto que siempre en cada caso personal, el número de lotería escogido será el ganador, un terremoto jamás tumbará nuestra casa, la comida de la calle solo tiene gérmenes para los demás, el azar estará de nuestro lado en una evaluación de respuesta múltiple, el SIDA no existe, el herpes menos. Caminar en la noche es seguro porque ningún ladrón, ningún violador, ningún terrorista/guerrillero/paramilitar/secuestrador, querrá molestarnos. 

Si elegimos sello, no será cara. Nuestro equipo de fútbol es el mejor del mundo. Basta una bendición para que el arquero tape el penalti pues del lado del arquero estoy yo y por más bendiciones que se echen todos aquellos que están con quien lo cobra, el arquero no dejará que le metan gol. Ejemplo flojo, no sé por qué lo doy. A la mierda el fútbol igual.

¿Recorte de personal? Eso no me incluye. ¿Tiroteo casual? Imposible que me atraviese una bala. Cada uno de nosotros cree (aunque no lo admita) que las encuestas abarcan a todo el cochino mundo, menos a uno. Todo por imaginarnos fuera del montón de la humanidad. Apartados en un lugar de la existencia donde solo estuvo Jesús, Mahoma y Newton. Sabiendo, incluso, que allí, por más páginas de la historia que un ser pueda ocupar, se disipará poco a poco en el olvido. La incertidumbre de ser nada la combatimos con el dogma de ser la irregularidad misma. Uno, en miles de millones. Ignorando que el resto, cada uno de los miles de millones restantes, piensa lo mismo. 

¿Has tenido alguna vez ganas de irte a la mierda? ¿Abandonar el colegio, abandonar todo y tan solo irte? ¿Que nunca quisiste liberarte de los límites que la sociedad te dibujó e ir en busca de lo que de verdad te llene? No querrás ser el chico o chica promedio que termina sus estudios, busca carrera, un cubículo, una casa, un salario, una esposa, un jefe, un hijo, un perro. Qué deseo insaciable de libertad se siente, ¿cierto? Sabes lo que no quieres hacer, pero no tienes idea de lo que quieres realmente. Formar una banda. Escribir un libro. Ser futbolista. Una estrella de Hollywood. Un dichoso desconocido. Un excéntrico famoso. Alguien feliz. Tu lema es carpe diem. “Aprovechen el día muchachos”, te repites esa frase de Robin Williams tratando de encontrar el verdadero significado de aprovechar. Cómo quisieras ser testigo de una injusticia, pararte en tu escritorio cual poeta muerto, ignorar a la autoridad, y desahogar tu corazón diciendo: “Oh capitán, mi capitán”. Te detienes y caes en la cuenta de, primero, no tener un profesor por quien valga la pena ser expulsado; segundo, te verías como un mongólico parado en un escritorio gritando estupideces; y tercero, no posees ni siquiera un cómplice amante de la vida que impulse tu lírico afán. ¿Qué vale la pena, maldita sea? ¿Acaso la vida es solo una orgía química en nuestro cerebro? ¿Un vómito cósmico?

La verdad, no quiero creerlo. No quiero creer que el amor es un puto neurotransmisor que dura pocos meses. Que el apego es oxitocina. Que alma y cuerpo son la misma mierda. ¿Above us only sky?

Debe ser más común en los ancianos darse cuenta de la preliminar epifanía sobre la insignificancia del hombre. No estoy muy seguro si el hecho de que, en mi incluso más insignificante pubertad, saberlo sea una maldición o una bendición (y vuelvo con lo de sentirse bendecido). De cualquier forma, le agradezco a ese existencialismo taciturno por moverme, en parte, a escribir. Pretendiendo dejar cualquier pisada, cualquier huella o al menos cualquier mugre. Y le agradezco también por instruirme la saludable rutina de soñar.

Verán, a pesar de que antes lo hacía a diario, nunca había comprendido el valor existencial de vivir las horas en las que dormía. Sabía que si comía algo pesado bien entrada la tarde, las pesadillas me atormentarían toda la noche. (Dato científicamente comprobado, no por eventualidad). Aunque cambié por un tiempo el hábito de engullir cuanta mierda se me apareciese al caer el sol (alitas con bbq, hamburguesa doble carne, punta de anca término medio, etcétera), me di cuenta que estaba dejando de soñar. Podrá sonar estúpido, pero aquello me espantó.

No podía dejar de pensar en la muerte como eso. Si bien tardaría un solo parpadeo para ver la mañana (bueno, de hecho, dos parpadeos pues santamente me veo obligado a orinar en la mitad de cada noche, lo que me atosiga bastante), el solo pensar en la muerte como esa absoluta nada, ese parpadeo sin mañana, sin tarde y sin noche, me angustiaba. Retomé, entonces, el hábito y me acosté siempre con el estómago lleno. Por supuesto, las malas ilusiones volvieron sin medida. Desde escenarios factibles con fracasos, desastres, suicidios, asesinatos; hasta escenarios menos factibles, y más apócrifos, con dragones, demonios, fantasmas, holocaustos, fines del mundo, Voldemort, Hannibal Lecter, Freddy Krueger y Michael Myers.

Al tiempo, la experiencia me ayudó a manipular el rumbo de mis sueños cual DiCaprio en Inception. Quién diría que tras comer como cerdo, una mera pastilla de sal de frutas disuelta en un poco de agua, bastaría para hacer de una pesadilla en la calle Elm, un sueño pastel de Wes Anderson, y en ocasiones hasta fantasías eróticas con Emma Watson.

Sin descartar, por supuesto, algunos sueños enigmáticos que ni horrorizaban ni deleitaban a mi almohada. Son, seguro, esa parte de los sueños encargada de desechar los intrascendentes detalles de los detalles incrustados en la cotidianidad. Sueños que, al ser unidos con el último pensamiento del día, con alguna imagen de la mañana, con el sonido mecánico del ventilador dando vueltas en media luna, formaban una completa melcocha de sinsentidos y surrealismo. Símbolos incapaces de ser leídos y una apatía recurrente. Ni sudor frío, ni sudor cálido, ni emisión nocturna, ni párpados inquietos, ni sonrisa disimulada. No inspiraban nada. Para ponerlo en un nombre, eran y son (hoy, con menor frecuencia) películas de David Lynch. 

Elegí, pues, el vivir mis noches ensimismado. Ya sea en llanto, sudor frío, palpitaciones de pánico, o en alegrías, anhelos de quedarme allí por siempre, o simplemente en simbolismos contingentes. El provecho de mis en promedio ocho horas cobijadas, han sido y serán, vivir, en vez de visitar a la muerte a diario con el baldío fin de acostumbrarme.

Dios quiera que Dios exista. Dios quiera que el mortal sea inmortal. ¿No son acaso más cercanas que lejanas las dos concepciones acerca de la muerte? El infinito, la eternidad, se vive tanto en “el Cielo” como en la biológica “inexistencia”. Ambas escapando del tiempo. Sin inicio, sin fin. Sin la existencia común del sujeto humano. Sin etapas o partes. Sin dualidad. ¿Es entonces la “nada” semejante (¡o igual!) a la gloria eterna? Las diferencias ya son de contexto. Para la mitología griega se vive en Los Campos Elíseos, un lugar paradisiaco semejante a los infinitos campos fértiles de Aaru de la mitología egipcia. Para el budismo, en el nirvana. Para judíos y cristianos, en presencia de Dios, el banquete celestial del Cielo.

Todas las religiones concuerdan en trascender. Lo que las diferencia del otro concepto es que mientras en esa trascendencia se tiene noción del existir, razón de quién se fue y de quién (o qué) se será por toda la eternidad. Desde el pensamiento científico el ser escapa de la existencia. Sin razón de lo que fue. Mucho menos de los huesos que es. Mucho menos del polvo que será. Y muchísimo menos de la nada que será para siempre. ¿Algún parecido? En efecto, se coincide en una palabra. Sea lo que se sea, sabiendo, o no, qué se es, tras la muerte, “eso” se prolongará “infinitamente”. Siendo la prolongación, o del ser, o de la nada. O, en el caso menos esperado, siendo el ser y la nada, sinónimos.

¿Venimos entonces de la inexistencia para existir un soplo e inexistir el resto de los siglos de los siglos? ¿O acaso el yo es tan intemporal que trasciende la materia? Suena bien lindo, pero, ¿y la memoria? ¿Acaso la reminiscencia hace al yo, a la conciencia y a la mera existencia? ¿A la vida? Cierta esa frase de Gabo de que la vida no es lo que uno vivió sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda para contarlo. Viéndolo así, lo único que diferiría a la eternidad de la nada, ambas infinitas, ambas sin alfa ni omega, es la memoria; en efecto, el único infinito presencial que conocemos, un infinito que heredamos y que legaremos, que por propia manía de la entropía y del puto tiempo inmisericorde se corromperá o se dulcificará dependiendo del narrador.

(¿Dónde cabes, Dios mío?, ¡¿dónde?!).

Es contradictorio, nunca lo sabremos con certeza. Pese que a diario más de ciento cincuenta y cuatro mil personas se encuentran con la verdad, ninguno de ellos regresa para contarlo en el noticiero. Si acaso en abstracciones esquizofrénicas o en apariciones a familiares, pero nunca a la humanidad misma, como para quitarles de una vez por todas la fastidiosa duda. La verdad no estoy seguro qué enloquecería en mayor medida, ¿saber lo que es (o no es) la muerte, o seguir divagando en teorías? Como sea, no perderé más mi tiempo ni el de ustedes escarbando en el puto Sahara.