CAPÍTULO XIII. Roma: el destierro

NUNCA se había preocupado Queipo de Llano de ocultar sus sentimientos o su opinión sobre Franco, ni como jefe militar ni como ser humano; si en África le reputó de “frío, insensible y cruel”, no se contuvo en calificarlo después de “egoísta y mezquino”. Hizo alusiones más o menos indiscretas a las irregularidades que rodearon la elección de Franco como Generalísimo y acuñó desde antiguo para él el sobrenombre de Paca la Culona. Evidentemente, cada una de sus palabras iba llegando a los oídos de éste, que había admitido delante de sus íntimos que “le tenía hasta miedo físico”, por lo que esperaba la menor oportunidad para librarse de él.

En abril de 1939, el coronel Juan Beigdeber Atienza, puesto junto a Queipo en calidad de “espía”, le dice a Franco que éste está sondeando opiniones entre todos los generales y altos cargos del Ejército con el fin de sustituirlo por un directorio militar y neutralizar así el poder de la Falange, hechura del jefe del Estado.

Para más agravio, cuando la legión Cóndor regresa a Alemania, Queipo, en su afán de conocer y visitar lugares nuevos, aprovecha la ocasión para volar a Berlín y recibirla allí como jefe de la misión militar sin la anuencia de Franco. En este país es objeto de múltiples homenajes, que enardecen aún más contra él el ánimo de su superior.

Luego estaban las cartas escritas al Caudillo, que tanto le molestaban, con sus veladas alusiones y sus sarcasmos; en una reunión oficial llegó a mostrar copia de las más críticas que le había enviado.

Y para rematar toda la colección de afrentas y antiguos rencores pronuncia en Sevilla el ya reseñado discurso en el que expresa su, por otra parte, comprensible indignación porque Franco no hubiera concedido la laureada a esta ciudad, dado el papel protagonista que tuvo en el alzamiento. Fue el pretexto perfecto para Franco, pues al ser públicamente cuestionadas su legalidad y decisiones, él, que no soportaba ya más lo que consideraba una larga serie de humillaciones recibidas de Queipo, decidió tomar cumplida venganza y desquite, que ya había comenzado con la exclusión del desfile celebrado en Madrid el 19 de mayo de 1939 de las tropas del Ejército del Sur que se encontraban bajo su mando, al mismo tiempo que se aseguraba de que cualquier conato de levantamiento en su contra, por más imaginario que fuera, quedara inoperante.

Le tendió, pues, una trampa para alejarlo de Sevilla y lo convocó en Burgos el 20 de julio de 1939, con el falso pretexto de requerirse su asistencia para una serie de consultas. Nada más llegar a esta ciudad, sin darle tiempo a instalarse, se le presentó un oficial para transmitirle la orden de que el Generalísimo le esperaba de inmediato en su despacho. Cuando entró Queipo de Llano, aquél ni se levantó, ni le tendió la mano; con la mayor frialdad le indicó que tomara asiento, lo que hizo sin imaginar aún lo que le aguardaba. Sobre la mesa de Franco había varios documentos, entre ellos una carta bien visible de Beigdeber, en la que lo denunciaba, con la facundia de los buenos mentirosos, de cuantas acusaciones le parecieron que serían eficaces, y aprovechando que las imputaciones caerían en terreno abonado para dar crédito a cuanto fuera en demérito de éste, finalizaba afirmando que Queipo de Llano preparaba con diversos militares el mencionado golpe de Estado para derrocarle y poner en su lugar un directorio militar que presidiría el propio Queipo de Llano.

Con la misma serenidad con que le había visto en África firmar penas de muerte para sus propios soldados como método ejemplarizante, Franco le comunicó su decisión: había dispuesto con esa misma fecha su cese en Sevilla y su inmediata salida del territorio español. La única gracia que le hacía era permitirle elegir el lugar de su destierro: Argentina como embajador, o Italia como jefe de la misión militar.

Quedó Queipo asombrado. Ni siquiera intentó defenderse de las acusaciones que se le hacían. Sabía que no eran éstas las que habían pesado en el ánimo del jefe del Estado para decidirle a tomar tan radical postura como enviarle a un destierro más o menos disimulado; tan sólo era la disculpa que necesitaba para alejarlo de España. Eran demasiados años de enfrentamientos y conocía bien los rencores y envidias que despertaba en el ánimo de su comandante supremo. Continuamente y más desde que asumió el puesto de Generalísimo, le había recordado:

—Tú me llamaste en África cobarde delante de la tropa.

Invariablemente, Queipo se limitaba a responder:

—Eso no es exacto.

Durante una operación que tenía por objeto la apertura de comunicaciones con la Zona Internacional de Tánger, Franco, al mando de una bandera completa, debía defender la retirada de la tropa desde una loma, pero ante la virulencia de los ataques del enemigo optó por retirarse. Cuando llegó donde se encontraba el general, éste se limitó a decir:

—Señor teniente coronel, no esperaba este comportamiento de usted.

Envió Queipo entonces a dicha loma a un teniente al frente de tan sólo veinte hombres que cumplieron la misión encomendada a plena satisfacción de aquél.

Con su orgullo no era Franco hombre dado al perdón o al olvido. Había llegado el momento de la revancha.

Sabiendo que la situación era irreversible, eligió marchar a Roma por encontrarse más cerca de su patria y de su familia.

Dando por terminada la entrevista, que transcurrió en un clima frío y mortificante, se apresuró a despedirse, manifestando su intención de cumplimentar la orden recibida, para lo cual saldría de inmediato hacia Sevilla con el objeto de preparar su marcha, organizar su casa y asuntos, asistir al relevo de su sucesor e imponer a éste de cuanto precisara conocer en relación con las cuestiones pendientes. Pero se encontró con la sorpresa de una negativa incuestionable y rotunda. Franco le prohibía dejar Burgos y volver a Sevilla: de Burgos debería salir directa y lo más prontamente posible para Italia. Solicitó de nuevo volver a Sevilla, aunque sólo fuera por preparar su equipaje y despedirse de familia y amigos, y se encontró frente a otra negativa. No se le permitía volver a esta ciudad. Pero se le hizo la concesión de que pudiera acercarse a algunos kilómetros de ella; el equipaje que se lo prepararan, y él lo recogería en el punto que le fuera ordenado no sobrepasar, y en relación con las despedidas, de cuantos menos lo hiciera, mejor; su familia podría ir a darle su adiós allí donde él estuviera.

Acto seguido se publicó un decreto de la Jefatura del Estado mediante el cual el teniente general Queipo de Llano «pasa al servicio de otros ministerios y cesa, en consecuencia, en el mando de la II Región Militar». Le sustituyó en la misma el teniente general don Andrés Saliquet, que llegó de inmediato, el 21 de julio de 1939, a Sevilla en avión y tomó posesión de su nuevo destino. El cese no pudo ser más rápido, mejor planeado y más prontamente ejecutado. Pero el propio Franco quedó asombrado de la facilidad de la victoria obtenida sobre su enemigo. No podía comprender que en éste el amor a España primaba sobre cualquier otra consideración, especialmente las de índole personal, y tenía muy presente el precario equilibrio en que se encontraba el país.

Quedó pues Queipo de Llano retenido, prácticamente arrestado en un hotel de Burgos, desde el que se puso en contacto con su mujer para comunicarle la situación en que se encontraba. Tras numerosas conversaciones y sopesadas diversas consideraciones, Genoveva decidió permanecer en Sevilla, por lo que su inseparable compañera, su hija Maruja, decidió partir con el padre al destierro. También lo acompañarían, fieles como siempre y en calidad de ayudantes, César López Guerrero y Juliano Quevedo.

Durante el tiempo en que permaneció en Burgos, tuvo que sufrir la humillación de quedar bajo vigilancia, la cual fue encomendada al general Sagardía, que ni a sol ni a sombra se separaba de él, hasta el punto de que Queipo le llamaba jocosamente «mi niñera». Cuando se le permitió marchar rumbo a Andalucía, dicho general se presentó ante él: «Mi general, vengo a despedirme, a manifestarle mi pesar y a darle las gracias. Hemos pasado muchas horas juntos para que cuanto más le conozco, más dolorosa me resulte la separación, más injusta me parezca la situación en que se encuentra y más desee que sea lo más breve posible. Y a darle las gracias por no haber intentado escapar: sepa usted mi general, y conste que pongo en juego mi carrera con lo que voy a decirle, que durante el tiempo que ha permanecido aquí, todas las salidas estaban tomadas militarmente y se había dado la orden de disparar a matar si se veía partir su coche.»

Llegó el general hasta Alcalá de Guadaira, donde se le unió su hija con el Buick ya cargado de equipaje. Al volante el chófer. De allí partieron hacia Barcelona, donde debían coger un barco que los llevaría hasta Italia.

Llegados a Barcelona, quedaron sorprendidos por el entusiasmo popular que despertaba el paso de Queipo por las calles. Las mujeres lo besaban, los hombres se acercaban a estrechar su mano, a darle las gracias; en numerosos lugares se organizaron auténticas manifestaciones al reconocerle, y la gente se concentraba a su alrededor vitoreándole y aplaudiéndole. Fue discretamente advertido de que se habían recibido instrucciones para que fuera más prudente y no se dejara ver en público, para evitar «posibles disturbios callejeros» durante los días que quedaban hasta la salida del barco que los llevaría a Italia.

Entusiasta de las corridas de toros, había adquirido entradas de palco, donde podría pasar más desapercibido, para asistir al día siguiente a una. Ante las indicaciones que se le hicieron, decidió, en contra de todos los reglamentos de la fiesta taurina, entrar en la plaza cuando hubiera salido ya el primer astado, a fin de que no se advirtiera su presencia. Apenas sentados en sus asientos, comenzó a correrse la voz de que el general Queipo estaba en el coso, y los asistentes, vueltos de espaldas al ruedo, y el propio torero, mientras los peones entretenían al morlaco, prorrumpieron en una ovación que hizo llorar de emoción a Maruja y obligó a Gonzalo a responder a los frenéticos aplausos que se le tributaban.

A esto comentaría: «No podía imaginar que en Cataluña se me quisiera tanto.»

A la mañana siguiente, recibió la orden expresa de permanecer recluido en el hotel en que se alojaban hasta la salida del barco.

Embarcaron en el Augustus, que atracó en Génova el 18 de agosto. Para recibirle y cumplimentar a su hija Maruja, que recibió de bienvenida un gran ramo de flores, subieron a bordo el cónsul general de España en Italia, conde de Bulnes, y el cónsul en Savona, Julio Balbontín. De Génova partieron en coche rumbo a Roma, adonde llegaron el 21.

Los componentes de la misión militar fueron alojados en el hotel Excelsior de Roma. Gonzalo y su hija compartirían una suite de dos dormitorios, separados por un enorme salón. Ése sería su hogar durante tres largos años.

Al llegar al hotel, una vez que el director les enseñó sus habitaciones y se puso incondicionalmente a su disposición, tras retirarse entre reverencias, quedaron solos Gonzalo y su hija. Paseó aquél su mirada por la sala, entró en el dormitorio, donde se encontraba su equipaje, aún sin deshacer, apoyó las manos en el quicio de la puerta, permaneciendo así un largo rato, volvió despacio al salón, fue sentándose en cada butaca, en cada silla, luego abrió las ventanas, y pasó un tiempo asomado a cada una de ellas. Con paso lento se encaminó al dormitorio de Maruja; ella le seguía de cerca:

—¿Estarás bien aquí, hija?

En su voz había ternura, tristeza, algo que Maruja no pudo descifrar, pero que en cualquier caso contrastaba con los chistes y bromas, con la simpatía que acababa de derrochar con cada miembro del personal del hotel que había acudido a recibirle. Sus ojos, una vez más, miraban hacia dentro, pero ella sabía que la estaba viendo a ella, calibrando sus sentimientos, acariciándola con la mirada que llena de preocupación, clavaba en su rostro.

—Magníficamente, papá. Esto es precioso; será una interesante experiencia. Tú podrás descansar y olvidar muchas cosas, y yo, yo seré feliz, sabes que adoro las novedades. Qué más quiero que estar en Roma, nada menos que en la maravillosa Roma, y verlo todo contigo.

—No mientas.

—No miento. Me gusta todo, me gusta Roma, me gusta la idea de una vida distinta durante un tiempo, esto no va ser eterno..., y me gusta este hotel.

—No te equivoques. Esto no es un hotel; es nuestra cárcel. Dame el hotel Don Simón de Sevilla o una posada en el rincón más perdido de España, pero en España. —En sus ojos aparece una humedad sospechosa; Maruja mira hacia otro lado—. Me han arrebatado mi patria, lo que más amo en mi vida. —Se levanta de un salto de la cama en que se había dejado caer—. Habrá que pensar en hacer algo. Deshaz las maletas, saldremos a dar una vuelta, que lo veas todo. —Se yergue en toda su estatura—. No voy a dejar que te sientas infeliz.

Sale apresurado del dormitorio, pero en medio de la sala se vuelve:

—Maruja.

—Dime, papá.

—Gracias, hija.

Se da media vuelta y se encierra en su habitación. Saldrá, al cabo de una hora, tranquilo, sonriente.

Esa noche cenarán los cuatro solos en el mismo comedor del Excelsior. Es la primera de tantas veladas, que cada uno pasará añorando lo que ha dejado atrás, pero en las que fingirán y bromearán para que los otros no adviertan lo que sienten realmente.

Al día siguiente se presentó al embajador español, para ponerse a sus órdenes y recibir las instrucciones relativas a los servicios que debía prestar. Fue recibido con la mayor cortesía y mejores maneras, pero todo fueron evasivas y, en ningún momento, se le señaló una misión concreta: debía estar a disposición de la embajada, acudir a los actos oficiales o fiestas para las que fuera requerido..., nada más. Aguardó, convencido de que, dada la novedad del puesto que desempeñaba, pronto se le requeriría para una actuación más positiva.

Con el transcurso de los días, Gonzalo irá advirtiendo que, en contra de lo que esperaba, su puesto está huero de trabajo y responsabilidades. No hay en Roma misión alguna para él y la que le otorgan es puramente social, pero vacía de contenido político, de interés, de cualquier labor que le permita sentirse útil, activo. Se procura alejarlo de los centros que rozan con la política o el poder y se le aparta de toda posible actuación, sea de la índole que sea. Pedirá permiso para participar como observador en un viaje a Alemania y se le negará. Si desea emprender viaje a España, por algún acontecimiento familiar o por simple deseo de ver a los suyos, deberá someterse el desplazamiento a la aprobación del jefe del Estado, que según le parezca oportuno, admitirá la visita o la prohibirá.

El suyo es un verdadero destierro y en el fondo una prisión, enorme prisión, donde se siente cautivo, excluido, confinado. La situación en que se encuentra le llena poco a poco de amargura; su carácter se entristecerá. El, tan alegre y vital, dotado de una inmensa capacidad de disfrute, comenzará a encerrarse en sí mismo, a acusar los agravios que ha sufrido a lo largo de su vida como si fueran actuales. Aparecerá en su carácter una vena de amargura inexistente hasta entonces. Sus únicas alegrías son las visitas que recibe de España, amigos o simplemente compatriotas que desean saludarle. Para ellos, que serán muchos, recuperará su ánimo de siempre, dicharachero, ameno, encantador, centro y alma de todas las reuniones.

La posición en que se le ha colocado le oprime, le humilla, está en contradicción con su naturaleza, siempre activa; se siente colmado de abatimiento y pesadumbre. No sabe hacia dónde dirigir su fuerza y cómo encauzar su vitalidad; decidirá, entonces, aprovechar tantas horas muertas de las que dispone en escribir sus memorias. Parte las hará manuscritas, y parte las dictará a Maruja a la máquina, en uno de aquellos enormes armatostes que recibían, no obstante, el nombre de portátiles. En la redacción de éstas, en la lectura, en sus múltiples visitas a museos y escapadas turísticas, en atender a los numerosos amigos que le visitan procedentes de España, irá transcurriendo el tiempo; un tiempo que le llevará a la amargura de saberse una vez más desplazado, que empañará de tristeza su ánimo, que acabará de enfermar su corazón y agotará las que parecían inagotables energías del general. Por momentos se desesperará, otros se encerrará en sí mismo. Pero en medio de su desilusionada pesadumbre estará dispuesto a llevar siempre el buen humor a los que le rodean. Sólo los más cercanos, su hija, Juliano, César, sabrán del abatimiento que cada día se apoderará un poco más de su espíritu.

Durante toda su azarosa vida sus actitudes respondieron siempre a un solo estímulo: el bien de la patria y la realización de la justicia dentro de ella y para y por su pueblo. Es consciente que cuantas aventuras emprendió y en cuantos movimientos políticos tomó parte, movido por estos principios para él inamovibles, han sido en vano; que su vida entera carece de sentido, pues nada de lo que pretendió se ha cumplido: nada ha podido llevar a cabo. Su lucha permanente, en que se jugó puestos, economía, familia y vida, ha carecido de objeto, ya que sus metas, las que perseguía con tanto entusiasmo, cada una considerada preferible a la existente para obtener la mejora del estado del país, ha terminado en situaciones que han degenerado luego hacia derroteros para él impensados y de los que ha salido con fama de bocazas, por pregonar la verdad; de chaquetero, por adoptar posturas cambiantes, como luchar tanto y tan bien a favor de la República, y luego a favor del golpe de Estado, que, sin él quererlo, acabó con ella; de sanguinario, por embarcarse en una guerra con la que nunca contó, pero a la que tras el alzamiento se vio obligado; de ambicioso, cuando nunca quiso ni pidió nada para él, ni honores ni reconocimientos, sólo aquello a lo que en justicia era acreedor. Sus ideales sociales quedarán estancados dentro del régimen que ha ayudado a implantar y con ellos ha ganado además la enemistad de la clase económica poderosa dentro de España. Tampoco el pueblo, siempre olvidadizo, apreciará cuánto luchó por él, ni sus planes ambiciosos encontrarán eco en las gentes a las que quiso ayudar a salir de situaciones, a veces de auténtica miseria y a las que quiso conducir a un estado de dignidad laboral y humana.

Entra en un estado de melancolía que se alterna con momentos de imparable actividad, que hoy calificaríamos de depresión alternada con estados eufóricos; intenta escapar de la realidad, que tan ingrata le resulta. Considera su vida entera y su trayectoria un inmenso fracaso en pos de ideales inalcanzables. Se acusa de no haber sido capaz de discernir cuál habría sido en cada momento la postura más idónea para la obtención de aquéllos.

Su carácter, que de joven le había llevado a ocultar lo que él consideraba «sus fallos», mediante una imagen de fuerza, seriedad y equilibrio, le hace ahora ser capaz de reírse de aquéllos. Con el paso de los años y la tristeza del destierro, pasa del idealismo al desencanto y finalmente tiende a relativizarlo todo. Ya no se siente capaz de «curar sus heridas». Siendo como fue hombre de grandes deseos, se ha visto obligado a grandes renuncias. Comienza a sentir fascinación, mezclada con un punto de miedo, por su propia muerte. En sus momentos bajos sentirá la necesidad de recuperar los ideales pasados, pero siempre le inundará la necesidad y el deseo de alcanzar la libertad en «otra dimensión».

Tras haber sido recibido por el conde Ciano como jefe de la misión militar española en Italia, se siente en la obligación de pedir una entrevista con Mussolini. No se le niega, pero se pospone indefinidamente, de semana en semana y de mes en mes. No es que esta visita, que considera de obligada cortesía, reglamentaria, le entusiasme como idea, pero el rechazo a lo que considera que por su cargo representa le enardece. No sabe aún las fuerzas que han actuado y continúan actuando a sus espaldas.

—Hoy hace un día precioso, Maruja. ¿Qué te parecería salir a comer por los alrededores? Elige dónde, cierra los ojos, pon un dedo en el mapa y vamos para allá. Mejor no los cierres demasiado, no se te vaya a escapar el dedo a Viena.

Maruja deja de golpe en la mesa el libro que estaba leyendo.

—Vámonos. Ya.

—Mientras digo al chófer que prepare el coche, avisa a Juliano y a César.

Maruja va casi saltando por el pasillo, su padre ha decidido salir de su encierro. Aporrea las puertas de ambas habitaciones. César escribe a su familia; Juliano, lee. Pero la reacción es idéntica. ¡Por fin el general sale de su apatía! ¡Quiere terminar con su encierro! ¡A lo mejor vuelve a la normalidad!

El coche les espera junto a la puerta. Maruja ha elegido un punto lejano, lo bastante lejano como para que el padre disfrute del camino, del paisaje, para que se distraiga.

Cuando apenas llevan recorridos diez kilómetros desde la salida de la ciudad, el chófer se dirige a Queipo.

—Mi general, creo que nos sigue un coche.

El general no se inmuta.

—¿Está usted seguro?

—Creo que sí, mi general.

—¿Cuántos hombres van en él?

—Dos, mi general.

—Está bien; acelere y que nadie mire para atrás.

—Están apretando la marcha; nos siguen.

—Baje usted la velocidad al mínimo al pasar por el primer pueblo, como si estuviéramos admirando las edificaciones.

Así lo hacen. El pequeño Fiat reduce también su marcha. Se para. Vuelve a arrancar en cuanto el Buick establece una cierta distancia.

—No hay duda; nos están siguiendo.

—De acuerdo, Juliano. ¿Vas armado?

—Sí, general, como siempre.

—¿César?

—No lo creí necesario. He dejado la pistola en el hotel.

—Papá, yo tengo la mía.

—Y amartillada en el bolsillo, como siempre, ¿verdad, locuela?

—Como siempre —ríe, tranquila.

—Bien, tenemos dos armas. —Se vuelve al chófer—. Acelere usted todo lo que pueda, y en cuanto encontremos un arbolado, desvíese hacia él. Déjenos bajar y luego siga adelante un buen trecho. Pero que el coche quede bien visible desde la carretera.

Imparte sus órdenes: Maruja a la izquierda con su pequeña pistola de cachas de nácar; Juliano a la derecha, con su pistola de reglamento. César quedará detrás, pero tendrá buen cuidado de conservar la mano en el bolsillo, procurando hacer el mayor bulto posible, a fin de simular que también está armado.

Tan pronto encuentran el lugar que a Gonzalo le parece más adecuado le grita al chófer:

—Aquí. Ahora. Todos abajo.

Se esconden entre las rocas y los árboles que llenan el lugar.

Despacio, como expectante, aparece el perseguidor. Ve el Buick parado a una distancia considerable y distinguen dentro la cabeza del chófer y el sombrero que ha dejado el general en el respaldo del asiento delantero, simulando la presencia de un segundo hombre. Paran, esconden el vehículo entre un grupo de arbustos y bajan del mismo sus dos ocupantes, que avanzan cautelosamente.

Frente a ellos aparece el general, con las manos en los bolsillos y la eterna sonrisa que ostenta ante el peligro en los labios.

—¿Buscan a alguien, caballeros?

Los hombres se miran, callan.

—Porque si buscaban algo, ya lo han encontrado. —Y llama—: César, Maruja, Juliano.

Salen éstos de sus escondites, arma en ristre los dos últimos. Uno de los hombres hace ademán de meter la mano en su bolsillo.

—Quietas las manos. Sáquela despacio y vacía o no tendremos inconveniente en disparar.

No entienden lo que dice el general, pero su gesto y el tono de su voz son inconfundibles; deja, pues, caer la mano.

—César, vea si llevan armas y, si es así, desármelos y entréguemelas.

López Guerrero se acerca, los cachea y encuentra dos pistolas. Pero ninguna documentación. Guarda una en su mano y entrega otra al general.

—Está bien; no sabemos lo que tenemos aquí —sigue sonriendo—, pero apostaría que dos asesinos en potencia. ¡Al coche, andando!

Tampoco el gesto de la pistola deja lugar a equívocos. Cabizbajos, entran en el automóvil y se sientan en los transportines del mismo, encañonados, esta vez, por tres armas. Queipo ocupa el asiento delantero, junto al chófer.

—Al puesto más próximo de carabinieri. De prisa. Veamos qué caza hemos conseguido.

Al llegar al mismo, Maruja, con la pistola ya escondida, narra la historia en su perfecto italiano. Los carabinieri corren, se apresuran: es nada menos que el jefe de la misión militar española; ha capturado dos posibles delincuentes. El general se niega a marchar hasta que se conozca la identidad y los propósitos de los dos detenidos. Los hacen pasar a una pequeña sala, les ofrecen café, cuanto quieran pedir. El jefe del puesto sale a interrogar a los perseguidores, que han sido introducidos de inmediato y sin contemplaciones en una celda.

Pasan los minutos, pasa bastante tiempo. Queipo está cada vez más inquieto. Al cabo, la impaciencia le puede.

—Juliano, sal ahora mismo y entérate qué está ocurriendo y quiénes eran esos dos individuos.

Maruja salta de la silla que ocupa para acompañarlo. Se adelanta en su papel de traductora. En el puesto, los carabinieri les rehúyen la mirada. Preguntan por el comandante. Evasivas. Está hablando por teléfono en su despacho. Sin pensarlo dos veces, Quevedo abre repentinamente la puerta de éste y encuentra a aquél y a los dos detenidos en urgente charla. Echa mano a la pistola. Desde dentro del bolso, donde suele llevarla, Maruja empuña la suya. Cuando el frío le permita ponerse el abrigo será en uno de los bolsillos del mismo donde la esconda para tenerla más a mano. El comandante se levanta. Su rostro es un poema.

Se sonroja, se seca el sudor de la frente:

—Signore, signorina, tenemos que hablar con el general.

—¿Y estos dos? —interrumpe Juliano.

—Un error, un gravísimo, un increíble error. Pero todo se ha aclarado ya, vayamos a ver al general.

Sale del despacho donde quedan los pasajeros del Fiat, sin vigilancia. Juliano cruza una mirada con Maruja: se entienden a la perfección. Cruza los brazos sobre el pecho y se coloca delante de la puerta. Maruja se dirige al comandante:

—Bien, vayamos a explicarle todo a mi padre.

—Pero el señor...

—Él se queda vigilando. Ya que ninguno de sus hombres parece que pueda hacerse cargo de esta labor.

Entran en la salita donde el general pasea, cansado ya de la espera, de un extremo al otro.

—Mi general —comienza a hablar el comandante—, todo está arreglado. Los dos hombres quedarán bajo mi custodia y tenga la seguridad de que nos encargaremos de que no vuelva a ocurrir ningún incidente similar. Pueden ustedes marchar tranquilos.

—Papá, aquellos hombres estaban hablando con él en su despacho, y sin guardias. Quevedo se ha quedado controlando la salida.

El general mira de hito en hito al cada vez más abochornado carabinieri: en su frente empieza a enrojecerse la marca dejada años antes por la llave inglesa con que fue golpeado.

—Maruja, traduce, para que nuestro anfitrión no pierda ningún matiz de cuanto voy a decirle. Y ahora escúcheme, comandante: exijo una explicación inmediata de quiénes son esos hombres, de cuales eran sus propósitos y de qué se va a hacer con ellos. Por lo que sé y he comprobado, estaban siguiendo al jefe de la misión militar de un país amigo y puede, fácilmente, tratarse de dos terroristas enviados contra mí. Comprenderá que de no obtener las respuestas que solicito, esto va a dar origen a un incidente diplomático muy grave. Mañana la embajada reclamará ante las más altas instancias, por el peligro en que ustedes nos colocan, tratando con toda amabilidad y liberando de su encierro a unas personas que nos seguían y cuyas intenciones desconocemos. —Y añade—: Yo, personalmente, me quedaré aquí hasta que esta situación se resuelva, mientras mis ayudantes vuelven a Roma a dar cuenta a las autoridades a quienes corresponda entender de este asunto y darle la solución correcta.

—Mi general, yo...

—Espero su respuesta.

—Mi general, me pone usted en la necesidad de faltar a mi deber y decirle la verdad. Los hombres que le seguían son policías y estaban haciéndolo por orden del gobierno.

Queipo le mira fijamente. Sus ojos comienzan a mostrar un punto de diversión.

—¿Está usted seguro, comandante?

—Sí, mi general. Lo he verificado personalmente y no hay duda. Se trata de dos policías encargados de seguirle.

—Pero ¿no para velar por mi seguridad, supongo?

Ahora está riendo abiertamente.

—No, mi general; no son ésas sus órdenes.

—Hombre, hágame un favor, diga a esos señores que pasen.

Entran, cabizbajos, avergonzados.

—¿Les han devuelto sus armas?

—Sí, mi general —responden a dúo.

—Pues vaya papelón que han hecho ustedes, en realidad que hemos hecho todos. No les voy a pedir que revelen de quién procede la orden de vigilarme, pero créanme que se han comportado de una manera bastante torpe.

Callan ambos. El general les tiende la mano.

—Mejor hagamos las presentaciones. Ustedes ya nos conocen, ahora díganme sus nombres.

Se cuadran y se presentan. La sonrisa de Queipo es contagiosa y responden con otra.

—Y por lo que respecta a este incidente no se preocupen. Creo que lo mejor será que lo demos por no ocurrido, a no ser que el comandante deba presentar algún informe sobre el mismo.

—No, mi general, no lo considero necesario...

—Mi general, sería un acto de bondad por su parte...

—Se lo agradeceríamos infinitamente, general. Si esto llegara a saberse...

Los tres se quitan la palabra el uno al otro, hablando al mismo tiempo.

—Por mí queda olvidado; lo que no les aseguro es que en su momento no haga referencia a haberme percatado de que se me ha puesto escolta policial.

Los policías se deshacen en palabras de agradecimiento. El comandante respira tranquilo ante la difícil papeleta que acaba de quitarse de encima.

Queipo se dirige hacia la puerta, a medio camino se vuelve: —Por cierto, vamos a almorzar a... Se lo digo por si nos perdiéramos por el camino. Me gusta la velocidad, aunque procuraré no crearles inconvenientes excesivos. En todo caso, allí nos veremos.

Con el tiempo fueron entablando una relación de amistad con los policías encargados de vigilarle y, antes de cada salida, acostumbraban darles cuenta de cada uno de sus movimientos, de las personas con las que se encontraban o los acompañaban en sus desplazamientos, o de los sitios que visitarían, y almorzaron o merendaron juntos en numerosas ocasiones. Siempre decía:

—Con el coche que les han dado, un día se nos matan.

Y llegaba a hacer un alto en su camino, y hasta a retroceder en el mismo en el caso de haberlos perdido de vista durante un plazo relativamente largo, para ver si les había ocurrido algo o necesitaban ayuda para cambiar una rueda pinchada.

Inconscientemente, Gonzalo fue tornándose posesivo con su hija. Exigía su presencia siempre constante a su lado. Si salía, ella debía acompañarle, fuera a recepciones, a visitas tanto oficiales como oficiosas, las realizadas en cumplimiento de sus funciones o las que se recibían de España. Espantó con su actitud a cuantos pretendientes intentaron cortejarla, o bien ella misma los rechazaba, por miedo al pesar que, encontrándose tan sólo, podía causar a su padre. Y mientras tanto, siempre junto a ella, Juliano, el amigo incondicional del padre amado, estaba enamorado de ella como un loco, como un colegial. Viudo desde hacía trece años, tras un desgraciado matrimonio, las cualidades que adornaban a esta mujer veintitrés años más joven que él lo entusiasmaron. Sin atreverse a decir nada, comenzó a colmarla de atenciones, de pequeños regalos, o no tan pequeños, pero engañándola en cuanto a su valor, la cortejó sin ser consciente de este cortejo y le demostró su amor de mil y una maneras que él consideraba imposibles de detectar, pero eran manifiestas para cualquier mujer. Primero se sintió asombrada, luego halagada...; después, empezó a pensar en él como hombre y a analizar sus cualidades y disfrutar de sus virtudes. Andando los días, acabó enamorándose ella también con el apasionamiento de que revestía todos sus actos y sentimientos.

A la vuelta de una de tantas excursiones como efectuaban para, de alguna manera, llenar el tiempo, coincidieron en el vestíbulo del hotel con su majestad la reina Victoria Eugenia, que se alojaba en el mismo.

Gonzalo, siempre respetuoso con la soberana, pues su anti-monarquismo no fue nunca tal, sino el convencimiento de que el absolutismo pretendido por don Alfonso XIII no era lo que España precisaba, se acercó a saludarla con la inclinación protocolaria y, tras besar su mano, le presentó a Maruja.

—Señora, permitidme presentar a vuestra majestad a mi hija María.

En aquel momento, por la cabeza de Maruja cruzaron los años de persecución de Primo de Rivera, que habrían podido ser evitados con una sola palabra del rey, las penurias sufridas cuando su padre fue pasado a la reserva, el recuerdo de las angustias y la desesperación de éste ante las injusticias cometidas contra él, su destierro, la soledad, tristeza y desamparo de todo tipo en que quedó la familia. Alzó la cabeza, y sin reverencia de ningún tipo ni acto de respeto a la soberana, se limitó a extender, a modo de saludo, la mano, sin pronunciar una sola palabra.

La reina, buena conocedora del carácter humano, advirtió rápidamente el orgullo que en ese momento emanaba de ella y, tras estrechar la mano tendida, sonrió.

—Es guapa tu hija, Gonzalo, pero por lo que veo, no nos es muy devota. Es una auténtica «niña republicana».

Con ese apodo se la conoció en los círculos españoles más próximos a los reyes y el hecho que lo provocó le valió una más que áspera reconvención por parte de su padre.

—Es la reina, ¿entiendes?, tu reina. Y merece el homenaje debido a su rango.

Y no valían los «pero, papá...» ni razonamiento alguno. Maruja, ante la reprimenda, lloraba de rabia recordando los angustiosos tiempos pasados.

Para colmo de males y para terminar de empañar su reputación, hasta entonces intachable, vino a suceder el siguiente episodio. La reina ocupaba la suite contigua a la ocupada por Gonzalo y Maruja; exactamente pared por medio del dormitorio de ésta se encontraba el salón de la habitación de doña Victoria Eugenia.

La reina solía recibir en su sala a amigos y miembros de la aristocracia española, que acudían a cumplimentarla y, a veces, entablaban alguna partida de cartas, hasta avanzada la noche.

Un día, mientas en la habitación contigua la reina y sus contertulios estaban entregados a este entretenimiento, Maruja se encontraba en la cama enfrascada en la lectura. Era verano y las ventanas de su dormitorio se encontraban abiertas, lo que aprovechó un enorme moscardón para entrar en la estancia y dedicarse a revolotear en torno a ella. Harta por la distracción y molestias que le estaba causando el insecto, se levantó y, libro en ristre, se dedicó a perseguirle, con la mala fortuna que fue a posarse en la pared medianera, tras la cual, en amable tertulia, se jugaba y reía. Allá y sin pensarlo más, fue a cazarlo Maruja, que acabó con él de un fuerte golpe asestado con el libro. Del otro lado se hizo el silencio más absoluto. Mientras en la reunión todos enmudecieron ante aquel golpe que parecía una reclamación, Maruja, horrorizada, dejó caer el libro: un nuevo sonido más suave pero que retumbó en la quietud de la noche. En medio del mutismo que acababa de hacerse, se llevó las manos a la boca sin saber cómo deshacer el entuerto.

Cuando al día siguiente pidió ayuda a su padre, para enmendar la situación, éste rió a carcajada limpia durante un buen rato:

—Déjalo estar. Mejor no ofrecer disculpas que además nadie se creería. Aprende simplemente a no ser tan impulsiva.

—Impulsiva, ¿yo? Pero papá...

—No sé lo que vas a decir, pero por si acaso, cállate.

Por su parte, el rey enviaba a Queipo mediante el duque de Miranda continuas invitaciones para que acudiera a visitarlo, a lo cual Gonzalo se negaba sistemáticamente. Un día el duque se presentó en el Excelsior, preguntando por el general. Fue recibido de inmediato y, tras abrazarlo, el rostro convenientemente sombrío le anunció:

—Gonzalo, el rey ha muerto; debería usted acudir a rendirle su homenaje.

—El tiempo de coger mi abrigo.

Con el rostro demudado y un nudo en la garganta, se precipita Via Veneto abajo hasta el hotel donde reside don Alfonso. Al entrar en la antesala de éste, encuentra un grupo de caballeros en amigable conversación, en la que se mezclan risas, nada adecuadas al ambiente propio al inmediato a la muerte del monarca.

Gonzalo se vuelve al duque de Miranda y percibe en su rostro una sonrisa:

—¿Puedo saber qué pasa aquí?

—Pase, mi estimado amigo, que, dada su tozudez, el rey y yo urdimos esta pequeña patraña, para que se decidiera usted a rendir esta visita que su majestad tanto desea.

La figura de Queipo se envara, contempla los rostros expectantes que le rodean y, con un dolor que le hace arrastrar las sílabas, responde:

—Así no, Miranda; con engaños de nuevo, no.

Salió de la habitación sin una palabra más ni volver la vista atrás.

Fue empeorando el estado del rey, hasta que por fin llegó la muerte.

El duque de Miranda telefoneó a Queipo de Llano y le comunicó el fallecimiento.

Con la cara blanca, la voz teñida de angustia, entró en el salón del hotel donde Maruja y Juliano charlaban.

—De uniforme, Juliano. Su Majestad ha muerto.

Obvio es explicar el desconcierto de éste. Monárquico convencido, lo último que imaginaba era ver a su general y amigo con el espíritu tan trastornado por la noticia que acababa de recibir. Igualmente atónita quedó su hija viendo al padre pálido y perturbado. Notó la sorpresa de ambos y dijo dirigiéndose a los dos, aunque mirando a Juliano, con el que tantas porfías había mantenido:

—Yo le quería. Vivo, no era el monarca que España precisaba, pero muerto es mi rey.

Y así, en contra de las instrucciones expresas del general Franco que se recibieron de inmediato en Roma, Gonzalo Queipo de Llano y su ayudante Juliano Quevedo fueron los únicos militares que comparecieron, vestidos de uniforme, a rendirle homenaje.

En Roma reencontraría mi madre a la que en Sevilla había sido una simple conocida y que desde aquel momento se convirtió en su amiga más íntima y querida, María Lissen.

Rubia, de grandes ojos azules, transparentes, maravillosamente expresivos. Inteligente, amena conversadora, llena de ingenio y travesura, rápida, aguda y certera en sus comentarios y ocurrencias. Pero si estas peculiaridades son dignas de mención, por encima de ellas primaba un corazón inmenso, capaz de las mayores ternuras y entregas, un sentido de la amistad que superaba todos los obstáculos y una bondad natural inconmensurable.

Su padre, acaudalado caballero sevillano, perdió a manos de unos estafadores su gran fortuna, y tras el alzamiento salvó la mínima parte que restaba. Acudió al general a pedir justicia y éste, viendo los engaños, villanías y dolos de que había sido objeto, hizo cuanto estuvo en su mano para salvarle, al menos, la casa y cuatro propiedades más, que no les garantizaron a la familia ni siquiera un bienestar económico pasable. Con este motivo se conocieron en Sevilla, sin que esta relación pasara de uno o dos breves encuentros, simplemente de cortesía.

Esta fue la gran ocasión de María, de cerebro privilegiado y avanzado para su tiempo, carácter entero, pertinaz e independiente. Ya antes de la ruina se había empecinado en cursar una carrera universitaria, y pese a la renuencia paterna se licenció en filosofía y letras. Al ocurrir la bancarrota,, con el pretexto de no resultar una carga más, pidió y obtuvo una beca para realizar el doctorado en Roma, donde se alojaba en la residencia universitaria que tenían las monjas del Sagrado Corazón en Trinità dei Monti.

Dotada de una facilidad inaudita para los idiomas, hablaba correctamente francés, inglés, italiano y posteriormente sueco; con el tiempo llegó a ocupar sendas cátedras en las universidades de Estocolmo y Carolina del Norte, en Estados Unidos.

Al saber de la llegada del general a Roma, solicitó de inmediato una entrevista con él, a fin de saludarle. A partir de ese momento, Maruja y ella se convirtieron en amigas íntimas. María se incorporó plenamente al pequeño grupo reunido en torno al general y, juntos todos ellos, visitaron museos, monumentos, realizaron viajes turísticos y asistieron a conciertos, óperas y cuantos eventos culturales les era posible. Las dos juntas, combinadas su jovialidad, ganas de vivir e ingeniosas ocurrencias, constituían un dúo insuperable. Sus risas continuas entretenían a Queipo y le ayudaban notablemente a superar su ánimo sombrío.

Para las escapadas de ambas amigas, aunque luego, por ser más discreto y manejable lo utilizaría él constantemente, compró Gonzalo un pequeño Fiat de segunda mano, que hizo las delicias de Maruja.

Visitaba Maruja frecuentemente a su amiga en la habitación de la residencia. En aquellos tiempos, las diferencias de estatus entre las «madres» y las «hermanitas», aquellas que llegaban al convento sin aportar dote, eran tremendas; valga como ejemplo que los cepillos de dientes usados por las primeras pasaban a las sorellas para que acabaran de gastarlos.

En una ocasión, María, que andaba siempre corriendo, fue atropellada por un coche, por lo que hubo de guardar cama un considerable tiempo. Maruja la visitaba prácticamente todos los días, para distraerla leyéndole algún libro, ya que la postura que se veía obligada a mantener hacía cualquier movimiento sumamente doloroso. Una de las hermanas que había recibido de ellas diversos y valiosísimos regalos, por ejemplo, jabón y cepillos de dientes nuevos, acostumbraba, a espaldas de la madre superiora —que de haberlo sabido le habría impuesto un correctivo grave, no por el hecho en sí sino por permitirse hablar con las signorini—, llevar de la cocina para merendar pasteles que preparaba ella misma. Buen cuidado tenían las dos amigas de ocultarlos, para evitar posibles complicaciones a su benefactora. Un día pidió Maruja permiso a su padre para leerle a María una parte de las memorias relativas a la estancia en Cuba. Y leyéndole el manuscrito estaba cuando repentinamente se abrió la puerta y entró de improviso la superiora. Maruja tenía un merengue en la mano, que mordía golosamente. Al sentir que entraba aquélla, cerró violentamente el cuaderno y el dulce quedó espachurrado... en Cuba. Nunca entendió aquella monja, estirada y soberbia, el ataque de risas incontenibles con que fue recibida, por lo que se retiró, ofendida, tras pedir explicaciones que no obtuvo.

Las carcajadas de Gonzalo al relatarle el incidente fueron épicas; sin embargo, aquel cuaderno manchado quedó sin terminar, ya que cada vez que lo abría para recomenzar su escritura sufría un nuevo ataque de risa que le hacía perder el hilo de sus pensamientos.

Llegó el verano y decidieron pasarlo junto al mar.

Previamente al traslado, en uno de sus desplazamientos, acudieron a la playa en la que tenían previsto veranear. Ya el tiempo era cálido y cuantos se encontraban en el balneario aprovechaban para disfrutar del sol en bañador. El escándalo del general al contemplar los trajes de baño tanto de hombres como de mujeres fue mayúsculo.

Con esa autoridad suya que no dejaba margen al comentario o a la discusión ordenó:

—Es evidente que no toleraré que ninguno de vosotros se exhiba de manera tan indecente.

—Pues ¿qué quieres que nos pongamos?

—Un bañador normal, como los de siempre en España, no estas desvergüenzas. Desde luego, ni mi hija ni vosotros os vais a presentar prácticamente desnudos delante de la gente.

Los bañadores que les impuso eran para los hombres de pantalón hasta casi la rodilla y con camiseta. Estos debían llevar entre pernera y pernera un faldellín que disimulara cualquier protuberancia. La pobre Maruja debía revestirse con uno dotado de pantalones hasta media pierna y, encima, una falda. El escote, tanto por delante como por detrás, debía ser lo más discreto posible.

Tras visitar todas y cada una de las tiendas en que se vendían trajes de baño, no encontraron ni uno que se adaptara a las exigencias del general. Italia, país avanzado en este orden de cosas, había abandonado hacía tiempo estas incómodas indumentarias, que hacían difícil hasta la misma natación, para optar por otros más prácticos y pequeños. Piénsese que estoy hablando del verano del año 1940; tampoco serían tan exagerados...

Mal que bien, encontraron los señores indumentarias que cubrían el tórax y todas las exigencias impuestas. Maruja no pudo encontrar nada... más que risitas en las tiendas donde preguntó por bañadores de estas características. Compró, entonces, en una corsetería una tela de goma lo más dura que encontró, y ella misma se lo confeccionó, de acuerdo con los cánones de moda paternos.

Y así, como una imagen de los primeros años del siglo, comparecieron los cuatro en la playa envueltos en albornoces; al quitárselos se organizó el escándalo. Las miradas primero incrédulas se transformaron en francas carcajadas. Todo el mundo los miraba y comentaba, hasta el punto de que Juliano, rojo como un tomate, se arrancó la camiseta y la estrelló en la arena. Al poco rato, y pese al enfado de Queipo, César lo imitó. Peor suerte corrió Maruja, enfundada en su absurdo disfraz.

—Pero, papá, ¿no te das cuenta de que es peor llevar este bañador? Con él todo el mundo me mira, mientras que si tuviera puesto uno igual que el de todas las chicas, nadie se fijaría en mí.

Tranquilamente tumbado al sol, le respondió el culpable del desaguisado:

—Si te miran es de admiración, por ser la única mujer decente de toda la playa.

Y este calvario lo tuvo que soportar los veranos que allí pasaron.

Un día se recibió la carta que anunciaba que el Duce estaba dispuesto a recibir al jefe de la misión militar española.

Vistió de uniforme de gala el general y, con él, sus ayudantes, Quevedo y López Guerrero.

La mañana fijada para la audiencia se encontraban varios minutos antes de la hora predeterminada haciendo antesala en espera de ser recibidos, la cual, en contra de las más elementales normas de cortesía, se prolongó más de lo debido.

Cuando por fin un oficial le avisó que Mussolini estaba dispuesto a recibirle, al acercarse Queipo a la puerta entreabierta divisó que en el despacho del Duce se encontraban presentes varios de sus ayudantes, por lo que volviéndose ostensiblemente hacia los suyos, les indicó que le acompañaran.

Se levantó Mussolini de detrás de su mesa y cruzó las manos a la espalda, por lo que Queipo, al percatarse del desaire, optó por un apenas significado saludo militar.

—Me alegro de conocerle personalmente, general, y digo personalmente porque su fama le precede.

—Igualmente me siento yo satisfecho, excelencia, al ser recibido al fin por vos, en mi condición de representante militar de España.

En la Italia mussoliniana se había impuesto este tratamiento: en lugar del usted se utilizaba el voi, el vos.

—Tome asiento, general.

—No, sin que lo hagan mis ayudantes. Me permito rogar a su excelencia dos sillas para ellos.

A un gesto del Duce, aparecieron de inmediato los asientos requeridos.

Tras una conversación intrascendente, procedió éste a interesarse por la estancia de Queipo en su país y cuan grata le resultaba ésta. El español, incómodo por el recibimiento del que había sido objeto y harto de las banalidades que entre ambos contertulios se cruzaban, manifestó:

—Italia no puede resultarme más grata, pero debo manifestar a vuestra excelencia mi protesta, en honor a la representación de mi país que ostento, por dos razones: la primera, la tardanza en ser recibido por vos, cuando lo lógico, dado el cargo que me ha sido conferido, habría sido serlo mucho antes, y la segunda, el desagradable hecho de que se me haya sometido a vigilancia policial.

—Es algo normal, general, y no ha de extrañarle, dadas sus características. En previsión de cualquier queja que pudiera usted presentarme, tengo preparada y estoy dispuesto a enseñarle la carta que me remitió antes de su llegada su glorioso Generalísimo anunciándome que le enviaba en este cargo y a este país por considerar que su presencia en España no era conveniente por ser usted, como aquí dice textualmente, un «antifascista peligroso».

—Me resulta difícil creer que mi llegada le fuera anunciada en esos términos.

—Y a mí me resulta más fácil demostrárselo. Lea usted mismo la carta.

Mussolini tendió la mano hacia atrás para entregar el escrito, no directamente a Queipo de Llano sino a uno de sus ayudantes. Avanzó éste hacia el general, pero en su camino se interpuso Juliano Quevedo, con la mano extendida. Queipo de Llano no la recibiría de manos del ayudante al que le había sido confiada. Se entabló un duelo silencioso. El ayudante observaba atentamente al Duce; éste no separaba los ojos de los de Queipo, que, relajado en su sillón, medio tendía la mano esperando recibir la carta, y Quevedo interponía su cuerpo ante el avance del coronel italiano, con la vista fija en su rostro. Al fin éste cedió y puso la carta en la mano tendida de aquél, que, cuadrándose, la entregó de la manera más formal al general que con tanta calma la esperaba. Y así pudo conocer de primera mano la carta enviada por el general Franco y cuanto sobre él decía.

Terminada la entrevista, Mussolini ordenó que se le entregara una preciosa carpeta roja de piel. Dentro de ella había una fotografía suya que entregó a Queipo con una afectuosa dedicatoria.

Camino del coche, pidió éste a López Guerrero que se la diera. La miró un momento y, con una risa alegre, dijo:

—Creo, César, que no tengo el menor interés en conservarla. Puede usted romperla. Ahora mismo, si quiere.

—Mi general, aquí en público, no.

—Como quiera, pero rómpala.

Desconozco cómo llegó esta noticia a los oídos del Duce. Lo cierto es que dos días después de la entrevista y de aquel en que fue destruida la magnífica fotografía, recibió Gonzalo por correo oficial otra foto de Mussolini, con la dedicatoria: «A los héroes de España.» Era una fotografía de pequeño formato que había aparecido hasta en los periódicos.

—Este hombre no se resigna. Tendré que poner su retrato en mi mesilla de noche, o iremos recibiendo uno por semana.

Pasaban los días y el trato continuo iba acercando más a Maruja y Juliano; además, el general, entregado como estaba a la redacción de sus memorias, agradecía el ver a su hija distraída y recorriendo Roma para visitar monumentos o de compras. Era inevitable que, poco a poco, el amor del uno prendiera en la otra; comenzó Maruja a valorar sus cualidades, su hombría de bien, sus atenciones constantes y esa manera de ser, seria, discreta y fuerte. Lo que en él era una borrachera de cariño e ilusión en ella empezó como una pequeña llama, que acabó encendiéndola entera.

Llegó, entretanto, el día señalado para la audiencia privada con su santidad el Papa Pío XII, que los cuatro, buenos católicos, aguardaban emocionados. Para Maruja era el día más emocionante de su vida. Vestía, como es preceptivo, de negro, con mantilla, una de las que le regaló Juliano, y que éste se había hecho enviar de España expresamente para que ella la luciera ese día.

Al fin, en presencia del Papa, fue mi madre la que primero se arrodilló ante él para besarle el anillo. Y el Papa, sin más preliminares, se dirigió a ella:

—¿Cuántos años tienes, hija mía?

Acostumbrada como estaba a quitarse años por obligación, respondió sin vacilar:

—Treinta, santidad.

Al momento sintió que la sangre se le subía a la cabeza. ¡Qué había hecho!

Al día siguiente fue en busca de su buen amigo el penitenciario español para confesarse:

—Padre, le he mentido al Papa.

El penitenciario, al oír la anécdota se retorcía materialmente de risa y sacándola de la basílica de San Pedro la invitó a una limonada en un café cercano, para poder reírse más a sus anchas.

No fue una audiencia larga, pero tampoco de trámite. Cuando menos lo esperaba Queipo de Llano, el Papa se dirigió a él, preguntándole si se había sentido preterido y disgustado al no recaer en él la elección de jefe del Estado español, siendo como era más antiguo que Franco en el generalato.

—No, santidad —respondió—. Siempre me he considerado un soldado y no un político o un hombre de Estado. Las responsabilidades de ese puesto me habrían sobrepasado; nunca he aspirado al poder, tan sólo a servir a mi patria.

—Me alegro, hijo, me alegro. —Guardó un momento de silencio—. Es evidente que jamás podría usted haber ocupado tal cargo. Y si se le hubiera intentado elegir, Nos habríamos tenido algo que decir. Su talante y su ideología son demasiado liberales. No son los que convienen a su país, en los momentos difíciles por los que atraviesa. España necesitaba alguien más conservador y capaz de imponer una férrea autoridad, para alejar toda tentación comunista y devolverle el bienestar perdido.

Jamás comentó Gonzalo con nadie estas palabras; sí, con los que las oyeron, pues fue mucho lo que le hicieron recapacitar.

Hizo la abuela un breve viaje a Italia, a fin de pasar una temporada con el esposo, tanto tiempo lejano. Fueron para todos unos días de intensa actividad y alegría: el general estaba radiante y, como en sus mejores tiempos, inventaba salidas, actividades, distracciones. Conoció Genoveva cuanto dio tiempo a enseñarle; le prepararon tan apretados itinerarios para que no se perdiera nada interesante que tenía que pedir clemencia, agotada como quedaba después de cada jornada. Querían mostrarle todo, llevarla a todas las óperas, hacerle visitar cada monumento y comer en cada restaurante. Maruja que quería enormemente a su madre se desvivió especialmente por ella. Los días que se quedaba en el hotel, recorría Roma en compañía de Juliano o de María Lissen en busca de aquel detalle decorativo o prenda de ropa que, al pasar por la tienda algún día, habían llamado su atención. La colmó de regalos, de atenciones y de cariño. La abuela, madre y mujer, se percató inmediatamente de dos cosas: una era la manera que tenían de mirarse su hija y Juliano, la complicidad que compartían y el enamoramiento que sentían. Comunicó a Gonzalo sus sospechas, a las que éste respondió en los primeros momentos con incredulidad y riéndose de las, para él, absurdas sospechas de su mujer. Pero ella insistía, ya con datos en la mano:

—¿Y de dónde ha sacado tu hija todas las joyas nuevas que tiene y que no se quita de encima? Mira esa pulsera de brillantes; ni a sol ni a sombra deja de usarla.

Reaccionó Queipo entonces con furia contenida. Su hija le había estafado y engañado. Su amigo fraternal, su confidente que tanto sabía de él, había aprovechado la situación para conquistar a su hija, y todo a sus espaldas. Se sentía traicionado; se habían burlado de él en su propia cara. Este sentimiento se iría agigantando hasta convertirse en una auténtica obsesión.

La otra cosa que captó la abuela, aunque buen cuidado tuvo de no dejar traslucir nada, fue la enorme comunicación que se había establecido entre el padre y la hija. Si ya ésta, desde que empezó a manifestarse su carácter siendo muy niña, se había convertido en su compañera, este tiempo de convivencia continúa los había unido enormemente. En la hija había encontrado su marido una compañera, una confidente, el hombro en que se apoyaba y la alegría y el entusiasmo que ella, su mujer, no había sabido brindarle. El cariño que se profesaban se había incrementado aún más. Se encendieron sus celos, no sólo los femeninos, también los de madre.

Volvió Genoveva a España, pero la semilla de la duda había quedado ya sembrada. Gonzalo espiaba continuamente cada uno de los gestos o miradas de Juliano y Maruja, para reafirmarse en su furia. Fue naciendo en él un resentimiento absurdo contra ambos, que, por el momento, optó por no manifestar. Prefirió guardar silencio, esperando y anhelando que se tratara de un capricho pasajero. Pero se sentía herido. Él siempre había buscado la unión con los demás a través del matrimonio, la amistad o el compañerismo, aunque sin renunciar a su soledad e independencia interior. Ve en los demás más felicidad de la que encuentra en sí mismo y piensa que ha sido traicionado por dos de sus seres más queridos. Él siempre se sacrificó en aras, primero de los compañeros, después de la familia. Ha tratado de llenar el vacío de las vidas de otras personas, suavizando sus angustias y problemas. Pero le ha costado saber lo que realmente quiere para sí mismo y en estos momentos quiere... cariño, comprensión y compañía.

De la manera en que acostumbraba a hacer las cosas, una mañana anunció a sus compañeros de exilio:

—Volvemos a España.

Preguntó Maruja ilusionada si había llegado alguna orden del gobierno en tal sentido, pero la contestación fue rotundamente negativa.

—Gonzalo, no podemos abandonar Roma sin un permiso expreso de Franco.

—Sí que podemos, César; de hecho, lo vamos a hacer.

Cursó los telegramas que le parecieron oportunos —al embajador en Italia, al Ministerio del Ejército y al propio jefe del Estado—, comunicando su decidido e irrevocable propósito de dar por finalizada su estancia en este país y emprender, a la mayor brevedad posible, el regreso a la patria. La respuesta que recibió fue de permanecer en su destino, a lo que respondió diciendo que era su intención partir en el más corto plazo que le fuera posible. Tras mucha correspondencia por ambas partes, y ante la convicción de que con autorización o sin ella, Queipo de Llano volvería a España, las altas instancias consideraron más oportuno darle el pertinente permiso y permitir su retorno.

Así, con la impetuosidad que caracterizaba todas sus iniciativas, sin encomendarse a Dios ni al diablo y abiertamente en contra de las órdenes inicialmente recibidas, comenzó los preparativos para el viaje a España.

Dado que los haberes de estos años habían sido percibidos en Italia y considerada la situación internacional, estimaron que podía resultar arriesgado confiar sus ahorros a un banco al objeto de su transferencia a España. Varias personas, entre otras diplomáticos allí acreditados, le habían informado sobre una orden religiosa que, extendida por multitud de países, había organizado la siguiente, fácil y cómoda manera para trasladar los fondos que se le confiaban: en un confesionario de una determinada iglesia, los penitentes entregaban al monje que lo ocupaba el dinero que deseaban recibir en la ciudad que fuera del país que fuese, y la orden se encargaba de comunicarlo así al convento que en la «confesión» romana se determinaba; en este punto se entregaba la misma cantidad recibida, de la que se descontaba una parte en concepto de limosna, con cargo a los fondos del país acordado. Allí fueron en procesión el abuelo, mi padre y César. Aguardaron pacientemente su turno frente al confesionario, hicieron entrega de sus respectivos sobres y salieron contentos y confiados de que el dinero les esperaba en su destino, obviando las dificultades bancarias en años de guerra mundial y el peligro de llevarlo encima al atravesar países que, como Francia, ya habían entrado en el conflicto.

Jamás volvieron a ver el dinero entregado. Cuando se presentaron en los conventos acordados con las contraseñas recibidas, se les acogió con cara de profunda extrañeza, y priores y monjes alegaron que carecían de conocimiento alguno del caso. Curiosamente fue Juliano el que rió con más ganas, aunque siempre le reprochó a mamá su negativa a aceptar de él los regalos que había deseado hacerle:

—Si no hubieras sido tan mojigata, ahora tendrías una buena colección de joyas, y yo no habría perdido tan tontamente mi dinero.

Llegó el día de la partida. En el Buick se acomodaron el chófer, César López Guerrero y el abuelo. Al volante mi madre.

—El viaje es largo y difícil, y quiero sentirme tranquilo durante él, y como nadie conduce de manera tan segura como tú ni que me inspire más confianza, vas a llevar el coche.

Mamá, en el asiento del conductor, con aquel vehículo de tres toneladas en las manos, ocupado por cuatro personas y lleno de maletas, de difícil conducción, pues para dominarlo había que desarrollar una notable fuerza, se sintió, por vez primera en su vida, atemorizada detrás de un volante. Las manos le sudaban de puro nerviosismo. A los pocos kilómetros se sentía mejor, pero los primeros le resultaron una tortura.

El pequeño Fiat lo conducía mi padre, solo, con el coche cargado de equipaje hasta los topes. Después confesaría:

—Estoy convencido de que tu padre tenía la esperanza de librarse de mí por el camino.

Salieron los coches; atrás quedaba el Excelsior, Roma, tantos ratos compartidos en amistad íntima, tanta unión a la que habían llegado en los años de exilio en una convivencia de veinticuatro horas sobre veinticuatro el abuelo y mamá, el encuentro del amor para mis padres, tantas vivencias, tantas alegrías, hasta tantos malos ratos que los habían convertido en una piña inquebrantable. Les resultaba doloroso pensar en todo lo que dejaban atrás, pero delante esperaba España, la casa, la familia. Según iban acercándose a la frontera, oían, en los distintos pueblos que atravesaban, en altavoces colocados al efecto, la voz de Mussolini pronunciando una de sus arengas. Los habitantes de éstos les insultaron, les llamaron cobardes y cosas mucho más graves, les apedrearon los coches causando en ellos algunos daños, como la rotura de faros, que ya no pudieron sustituir en todo el camino o varias abolladuras en las carrocerías. Debían tomarles, pese a las placas diplomáticas, por compatriotas que huían de su país ante el conflicto bélico mundial en que éste se hallaba inmerso.

Y entraron en Francia, en una Francia devastada por la guerra, donde todo faltaba y donde podía resultarles igual de peligroso encontrarse con un grupo de la Resistencia que con una patrulla alemana.

En un lujosísimo hotel de la costa Azul donde pararon a hacer noche, les sirvieron por toda comida una tortilla de polvos con unas verduras que cultivaban en los jardines. Al pedir Gonzalo pan, el maître se inclinó, enrojeciendo:

—Señores, el hotel les presenta sus disculpas, pero hace mucho tiempo que no disponemos de una barra de pan.

Las armas iban preparadas y a mano. Mamá, como siempre, llevaba su pequeña pistola montada en el bolsillo del abrigo, que debía conservar puesto para conducir, pues el frío era glacial, aun dentro de los coches.

Una noche tuvieron el encuentro que temían: soldados alemanes les dieron el alto y pidieron su documentación. Al ver las acreditaciones y pasaportes españoles, llegaron a la conclusión de que podía tratarse de espías, por lo que decidieron entregarlos a las autoridades en un cuartel cercano de las SS. De camino hacia él, y cuando se preguntaban si no sería mejor disparar contra quienes les custodiaban y huir, escapando por pequeñas carreteras hasta cruzar la frontera, la suerte les acompañó, ya que el capitán al mando del destacamento se cruzó con ellos a bordo de su automóvil, y dio orden de parada al grupo.

Al ver el carácter de diplomático acreditado del abuelo y su rango militar, asumió la responsabilidad de permitirles continuar el viaje, aunque especificando muy claramente que dado que España se mantenía neutral, debían tener cuidado, porque el próximo oficial que encontraran podría no ser tan benévolo como él y considerarlos enemigos del Reich.

Viajaron desde ese momento por carreteras secundarias y a la máxima velocidad posible. Mamá se angustiaba pensando en Juliano al volante del inestable y ligero Fiat, tan sobrecargado y en un firme resbaladizo y en pésimo estado de conservación. Apagaba la luz del salpicadero para que el abuelo no la viera aflojar la marcha, pero éste, en cuanto se percataba de la maniobra y de la disminución de velocidad, volvía a encender la luz y, al comprobar que avanzaban con menor rapidez, decía solamente:

—Pisa.

Así pasaron todo el viaje, entre órdenes de correr, descensos de velocidad y el miedo de mi madre por el innegable peligro que iba corriendo su novio. He de decir que, después de este viaje, mi padre juró, y así lo hizo, no volver a conducir un coche en su vida.