CAPÍTULO V. Jefe de la zona de Ceuta

CON el recién adquirido grado de general, Queipo de Llano fue enviado a África, como tanto deseaba. Se le nombró segundo jefe de la zona de Ceuta, cargo del que tomó posesión el día 9 de abril de 1923.

La consideración que ya entonces merecía la recoge un artículo publicado en 1924 con motivo de la aparición de la Revista de Tropas Coloniales, de la que fue fundador, director y colaborador activo. Está firmado con el seudónimo de Juan Ceutí, y en él se inserta una curiosa fotografía suya de uniforme, con enormes mostachos. Es interesante su reproducción en un momento en el que aún su figura carece de connotación política alguna y en el que ni enemistades ni consideraciones de otra índole que las castrenses inciden sobre su persona.

«El General de Brigada Sr. Queipo de Llano es, sin disputa, una de las más relevantes figuras que tiene actualmente el Ejército Español.

Hombre de una vasta cultura, de temperamento aplomado, muy enterado de las cuestiones arduas de Marruecos, prestigioso, disciplinado a cuanto sean Leyes del Honor, su actuación en estas tierras tiene para nosotros, los que convivimos con tantas personas de tantas y tan varias cualidades, la esencial de saber que la rectitud y la equidad son el Credo de este Caballero, admirado y querido por sus subordinados y por el elemento Civil que le trata.

Dentro de unos días aparecerá la Revista de Tropas Coloniales dirigida por dicho Brigadier. [...] El General Queipo ha puesto todo su fervoroso entusiasmo en la organización de dicha Revista. Hemos de publicar hoy unas palabras, que tal vez por lo justamente tributadas, al pie de su fotografía, tienen el único mérito de ser espontáneas y como un homenaje de respeto y admiración.

Que así nos place decir de aquéllos que sin entrar en las miserias de la vida, siguen firmes por el camino de los triunfos obteniéndolos por propio merecimiento».

A estas alturas de su existencia se había convertido en un hombre dotado de un muy especial sentido de la justicia, por lo que sus actos seguían siempre las exigencias de su conciencia. Este mismo amor por la justicia y su sentido de la liberalidad le hacían ser muy generoso, a veces de manera totalmente desinteresada y anónima, ante personas y situaciones a las que consideraba que debía responder. Fue muy sacrificado en sus finanzas, dando a veces hasta lo que no tenía y necesitaba, jugándose puestos o promociones, y en todas aquellas causas que le parecieran dignas, de acuerdo con sus principios. Nunca pactó por oportunismo. Cuando estaban en juego sus ideales, fueran amistosos, de índole personal e interna, o cualquier otra cosa que afectara a sus principios, surgía todo su coraje y se ponía en situaciones que suponían un auténtico reto. No quiso nunca ser incoherente consigo mismo, no aceptaba la idea de quedarse a medias; de ahí ese carácter que puede parecer extremista, pero que, en su fuero interno y de manera inconsciente, siempre pretendía equilibrar con su habilidad diplomática y conciliadora.

Por ésta y otras características de su personalidad, sin él desearlo generaba envidias y tenía enemigos ocultos o declarados. Su impronta no podía pasar desapercibida. Ante cada uno de sus actos, cuantos le rodeaban eran incapaces de sentir indiferencia por él. En consecuencia, tenía grandes devotos y grandes adversarios; era objeto de grandes amores o de grandes enemistades, según su entorno reaccionara ante su manera de expresarse y actuar, y según se le conociera bien y se entendieran o no sus motivaciones.

Dotado de una gran capacidad de desarmar al contrincante, podía parecer un manipulador, no siéndolo en absoluto: su actitud ante los demás era fruto de una captación realmente ingenua de las cosas. Cuando estaba relajado, detrás de su fachada podía percibirse un niño, muy culto, inteligente y cautivador, nunca maquiavélico, si entendemos por esto que actuaba con astucia premeditada; simplemente, a partir de su corazón de niño, sabía utilizar bien los elementos en juego y conocer de inmediato, con su capacidad de aprehender los sentimientos de los demás, todas las debilidades humanas. La fuerte influencia que es capaz de ejercer sobre el grupo le acarreará difamaciones y enemistades peligrosas. Correrá durante toda su vida el riesgo de sufrir incomprensión, distanciamiento de amigos e incluso traiciones, siempre a causa de sus ideas y de su marcado sentido de la justicia.

Una vez más se trasladarán familia y casa, con lo que esto supone para su economía militar. La vivienda que se les proporciona da sobre el patio en que se encuentran las caballerizas: jugarán las hermanas a guerras: el enemigo que escala sus murallas serán las enormes cucarachas que, pared arriba, pugnan por introducirse en las habitaciones procedentes de las cuadras. Convertidas en defensoras de imaginados castillos, improvisarán lanzas con ramas despojadas de hojas y, con ellas, las derribarán una y otra vez, repeliendo las sucesivas oleadas.

Y allí obtendrá Maruja de su padre uno de los regalos más ansiosamente pedidos y esperados: una mona. Tras ser importunado prácticamente a diario por su voluntariosa hija, un día encontró el general en uno de sus recorridos una pequeña monita de escasos días, perdida, asustada y medio muerta de hambre. La llevó a casa dentro de uno de sus bolsillos, en cuyo borde el animalito apoyaba su cabeza y sus manos diminutas como asomada a un balcón. Nada más entrar en la casa, Maruja se percató de la recién nacida que compartía el uniforme paterno, y prorrumpió en gritos de júbilo; por fin, tendría mascota y compañera. La mona fue suya para siempre, criada a biberón; no podían estar la una sin la otra, ímprobos eran los esfuerzos de Genoveva para alejar cuando era preciso a su hija de la mona. Este fue siempre su nombre: la mona. Con su pequeño cerebro, advirtió pronto que las separaciones de su ama, fueran para un paseo, para acudir a la iglesia o a una visita, venían siempre precedidas de una imposición de la madre y decidió tomar venganza de ella con su picardía, después de haberla convertido en objeto de su malquerencia.

Cuando Genoveva pasaba por una puerta, la mona la esperaba sentada en la parte superior de la hoja con un vaso de agua en la mano que dejaba caer sobre su cabeza, o, si carecía de armas arrojadizas, saltaba sobre ella profiriendo un sonoro grito y mostrándole los dientes, en gesto de furioso ataque, para escapar a continuación con un curioso remedo de risa. Los que no podían aguantarla eran los restantes miembros de la familia, empezando por Gonzalo padre. Esta manía de simular ataques le costaría la vida. Al ser trasladado Queipo a Córdoba, la mona, evidentemente, fue con ellos al nuevo destino. Acostumbrada a la diversión que originaba con sus fingidas violencias, se enfrentó al primer soldado que apareció en su camino, enseñándole sus pequeños dientes y rugiendo con su aspecto de diminuto energúmeno. El soldado, asustado o molesto, le propinó tal patada con las pesadísimas botas de reglamento que debió destrozarla por dentro. Acompañada por el llanto inconsolable de su ama, murió a las pocas horas en sus brazos, donde Maruja la mantuvo hasta el último momento.

En aquellos momentos, dos nombres de caudillos enemigos se harán tristemente célebres: Abd-el-Krim convirtió nuestras tierras de Marruecos en un terrible campo de batalla y estuvo a punto de provocar una catástrofe nacional por las repercusiones que la contienda tuvo en la Península. Había sido amigo de España, donde estudió; llegó a ser entre los suyos kadi-kodat o juez de jueces. En el mes de abril de 1921 era también el jefe de Servicios de Responsabilidad e Importancia en la Comandancia General de Melilla. En el desempeño de su cargo, tuvo violentos incidentes con Manuel Fernández Silvestre, comandante general de Melilla, y tras una pelea especialmente virulenta, abandonó puesto y plaza, y desde las tribus del interior de Marruecos comenzó a preparar la sublevación general contra las fuerzas españolas para expulsarlas del territorio. Era un gran guerrero y un hombre cruel, que conocía perfectamente su país y sus gentes, pero desgraciadamente también el nuestro, con todos sus defectos y puntos débiles.

El otro cabecilla con el que el general Silvestre tampoco logró nunca entenderse fue El Raisuni, el Señor Bandido, como se le llamaba. Durante un tiempo, éste pareció aproximarse a los españoles, dado que aspiraba al trono del Imperio que decía pertenecerle por su estirpe, aspiración en la que era apoyado contradictoriamente por el general Silvestre. El sultán nombró a El Raisuni su representante, pero las fuerzas españolas puestas bajo las órdenes de Silvestre para defender la autoridad de aquél cometieron la grave torpeza de atacar a una columna de las harkas de El Raisuni, con lo que se incurrió en la paradoja de agredir a un embajador del aliado al que debían proteger. El Raisuni no perdonó esta agresión y se retiró a las montañas de Tarazut, desde donde llamó a todas las cabilas de Yebala a la guerra santa, que fue feroz. Las tropas rifeñas atacaron diversas posiciones provocando doce mil bajas en el ejército español y arruinando la labor de doce años. En pocos días, España perdió 5.000 km² de su territorio en África. Esto provocó en la Península una serie de manifestaciones que pedían el abandono de Marruecos; la presión subsiguiente ejercida por determinados grupos políticos fue la causa de que se encargara al general Picasso instruir un expediente para depurar las responsabilidades de los causantes de esta catástrofe, incluidas las que pudieran corresponder al propio rey.

El tristemente célebre general Silvestre, valido de su personal amistad con el monarca, pedía continuamente más dinero, hombres y material para proceder a la ocupación de todo el territorio, pero le eran negados, al recibirse, de forma simultánea, los informes del alto comisario, general Berenguer, según los cuales, el contingente de hombres y armamento era suficiente. Silvestre, privado de los refuerzos requeridos, diseminó sus hombres por la zona sin un plan previo e intentó la ocupación de diversos territorios. Los marroquíes reaccionaron violentamente y Abd-el-Krim atacó con éxito distintas posiciones. El 20 de julio salió Silvestre en persona en socorro de la posición de Igueriben, que se defendía heroicamente de sus atacantes. Silvestre tuvo que retirarse acosado por el enemigo, que no le daba tregua. La guarnición de Igueriben resistió cuanto le fue posible, hasta que murieron todos sus jefes y fue diezmada por la sed. Nuestras tropas se replegaron y Silvestre acabó refugiándose en Annual, plaza tan mal abastecida que los hombres sólo disponían de cien cartuchos cada uno, donde se produjo el conocido desastre en el que murió el propio general. Hay quien dijo que se pegó un tiro. En todo caso, su cadáver nunca apareció. La retirada se convirtió en una masacre debido al pánico, a la desorganización e indisciplina y a los ataques de los moros. En tres días se derrumbaron un centenar de posiciones.

El general Navarro intentó salvar la situación, dentro de lo que era humanamente posible, reorganizando unas fuerzas en fuga, desmoralizadas y atemorizadas. El 29 de julio se encerraron en la fortaleza de Monte Arruit tres mil hombres bajo su mando, sin apenas municiones, escasos de armas, sin alimentos y con gravísimas dificultades para conseguir agua. Ante los salvajes ataques de los moros y el enorme número de bajas españolas, por orden del alto comisario, el general Navarro izó la bandera blanca. Se obtuvieron honorables condiciones de rendición, pero al abandonar la plaza el 9 de agosto sus heroicos defensores, casi todos enfermos y heridos, fueron atacados y asesinados. Algunos de ellos, los jefes y oficiales, y el propio general fueron tomados prisioneros; sufrieron cautiverio y padecieron terribles crueldades durante dieciocho meses. Algunos fueron fusilados, y el general Navarro pasó todo este tiempo en un calabozo, cargado de cadenas.

Incluso la ciudad de Melilla estuvo en grave peligro. Fue salvada in extremis por el gran amigo de España que fue Abd-el-Kader y por el general Berenguer, que acudió en su ayuda con todas las tropas de que disponía. La caída de la plaza se evitó gracias al retraso que produjo al enemigo la heroica defensa que de Monte Arruit hizo el general Navarro, con lo que se ganó el tiempo necesario para que llegaran los refuerzos enviados desde la Península.

Don Antonio Maura movilizó fuerzas de distintas regiones españolas y, en poco tiempo, se logró reconquistar los territorios perdidos; todas ellas fueron puestas bajo el mando del alto comisario, general Berenguer. En las Cortes se intentaron plantear recompensas para los participantes en estos últimos hechos de armas, pero fueron muchos los que opinaron que antes que premiar había que castigar la imprevisión de lo sucedido, que había ocasionado tan terrible desastre, con tanta pérdida de vidas españolas.

Continuó la instrucción del expediente Picasso, en el que se reunieron cuantos datos fue posible obtener, aunque se limitaron a estudiar desde un punto de vista meramente técnico las operaciones militares que llevaron al desastre de Marruecos y se eludieron voluntariamente los aspectos políticos de éste. Su principal e injusta conclusión fue la ineptitud de que hicieron gala los oficiales españoles para hacer frente a las dificultades de la campaña. Concluida la investigación militar, la Comisión Picasso envió esta instrucción al Consejo Superior de Guerra y Marina para su juicio. Sus conclusiones no se publicaron y se informó exclusivamente de ellas al gobierno. La comisión no aplicó la promesa de inmunidad realizada por el gobierno de Maura, que entonces presidía Sánchez Guerra, y señaló que debían ser sometidos a juicio 39 oficiales. El consejo determinó que la culpabilidad debía afectar, no sólo a los jefes y oficiales que designaba Picasso, sino también a los generales Silvestre y Navarro, y al propio alto comisario de Marruecos, Berenguer, pese a ser con su actuación el salvador de la tremenda situación planteada. También dos de los ministros de Sánchez Guerra estaban en la lista de los considerados responsables por serlo en el gobierno que asistió al desastre de Annual.

Resulta absurdo el encausamiento del general Berenguer, ya que éste fue un gran militar y el general que mejor comprendió la idea de lo que era ser alto comisario en un protectorado, así como el respeto debido al espíritu indígena. Sólo cabría pensar que le alcanzaba alguna responsabilidad de manera indirecta, al tolerar las imprudencias del general Silvestre, aunque atenuadas por la división del territorio como es sabido en dos zonas prácticamente incomunicadas e independientes; por una parte, el temperamento impulsivo de Silvestre y, por otra, su mayor antigüedad le convertían en un difícil subordinado, al que además servían de acicate los temerarios alientos que, a espaldas de Berenguer y del gobierno, recibía del rey.

Tanto en el ejército como en la opinión pública había muchas voces que se elevaban descontentas del resultado del expediente Picasso, por lo que el mismo día en que se hizo público el fallo del consejo, el 27 de junio de 1924, el Directorio, hábilmente, anunció que se acordaba conceder una amplia amnistía que comprendía no sólo a los militares encartados, sino también a los civiles juzgados por delitos políticos o de prensa.

Gracias a las gestiones de don Santiago Alba y la generosidad del financiero Echevarrieta, que se hizo cargo del pago del rescate exigido, se logró la libertad de los españoles que aún se encontraban prisioneros de Abd-el-Krim, que regresaron a la Península en lamentables condiciones, pero para ser recibidos, no como héroes sino como responsables de la catástrofe.

Todo el ejército esperaba con ansiedad el remedio para tantos males que afligían a España de una decisión del rey, pero cuando éste propició y consintió el golpe de Estado de septiembre de 1923, el nuevo gobierno fue recibido con frialdad y desagrado.

El 15 de septiembre de 1923 juraba como jefe del gobierno don Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, con carácter dictatorial: se prescindía de ministros responsables de los distintos departamentos y se daba carácter definitivo al Directorio militar.

La dictadura se había implantado sin el beneplácito ni el acuerdo del ejército, aunque tuvo que consentirla, pues bastante difícil era la situación en el país para que fuera a intervenir ante unos hechos consumados y una dictadura militar establecida; los males que se hubieran derivado de la oposición a ella habrían sido mayores que los que pudiera causar el propio régimen. El golpe, por otra parte, concebido como fue en las habitaciones del rey donde venía fraguándose desde tiempo antes, invitaba a ser acatado en bien de la paz, pese al notable desacierto en que se incurrió al elegir a las personas que lo llevaron a cabo. Ya en la primavera de 1922, en la estación de Córdoba, se había referido don Alfonso, con el consiguiente escándalo de los presentes, a la ficción de la responsabilidad ministerial, ya que el único poder efectivo y al cabo, responsable, era el suyo, aunque falto injusta y arbitrariamente de iniciativas expeditas. Este afán de alcanzar el absolutismo sería la causa de su caída.

Según Alcalá Zamora, ministro de la Guerra en 1922, cuando habla de sus discrepancias con el rey dice que éstas se debían a «pequeños problemas de volubilidades, caprichos impulsivos o injerencias del monarca y aun de intriga personal. En su afán de tener en la mano los mandos militares, le gustaba más que darlos, quitarlos, sin preocuparse del daño causado a éstos o a las unidades. En su conducta, la voluntad regia tendía a la práctica del divide y vencerás, con sistemática siembra de cizaña hasta en lo más pequeño y cuando era inútil».

La implantación de la dictadura produjo el alejamiento de la propia reina madre doña María Cristina, asustada y dolorida ante este acto, ya que comprendía los peligros de cualquier aventura en busca del poder personal. Igualmente doña Victoria Eugenia no ocultaba su desagrado hacia el absolutismo y el régimen dictatorial, ni hacia la persona que lo había encarnado.

Gonzalo Queipo de Llano asistió a la implantación de la dictadura con manifiesto desasosiego. Siempre había considerado que el militar no debía tomar parte en la política y limitarse a las funciones que le correspondían; «poquita política», solía decir. De aquí que la idea de un Directorio militar le produjera un serio disgusto, pues sus convicciones estaban más por la idea de «zapatero a tus zapatos». La política era cosa de ese estamento y los militares no debían tomar parte en ella, ni individualmente considerados ni como grupo. El Directorio reunía todos los defectos que consideraba inaceptables. El país era gobernado por un grupo de militares que habían actuado a título personal, sin el apoyo o la consulta a sus compañeros, y a su frente se encontraba otro militar con el claro y definido papel de dictador. Consideraba Queipo al militar en la política desde un punto de vista decimonónico, como guardián del orden público o de la legalidad constitucional. Justificaba los golpes de Estado en tanto restablecieran las leyes conculcadas o la paz perdida, o fueran en función del bien del país, pero partiendo siempre de un acuerdo de todos los militares que consideraran que estaba en juego el bienestar patrio; posteriormente y de manera ineludible, a partir del momento en que se restableciera aquel orden transgredido, debían los sublevados inhibirse en favor de un gobierno constitucional.

Al poco tiempo de ser destinado Queipo a Ceuta se incorporó a esta Comandancia General el general Montero en calidad de jefe de la misma. Venía precedido por una fama, de todos conocida, de intemperancia y malos modales.

Al tener conocimiento el general Montero del golpe de Estado de Primo de Rivera, pidió a Queipo que se uniera a él en un escrito en el que diversos militares se oponían a este régimen, a lo que aquél se negó. Éste fue uno más de los hitos de la enemistad que se establecería entre ambos.

Advertido Queipo en cuanto tomó posesión de su cargo en África del peligro latente en las actividades de los marroquíes salió con su Estado Mayor en el transcurso del año a inspeccionar constantemente, a diario, todos los sectores de la zona, las alcazabas impuestas por el mando superior y todas las líneas de posiciones.

De la hoja de servicios:

«Tomó parte en diversas acciones, así el 30 de junio se hizo cargo del mando de las columnas organizadas para rechazar a los rebeldes que atacaban las posiciones de la línea del Lau y en particular a Tazza, objeto de un intenso asedio, asistiendo el 2 de julio al combate y ocupación del Monte Ardgós que dirigió personalmente y el 7 al combate que en este mismo sitio se sostuvo para ocupar Ibuharan y apoyar la marcha de la columna de Uad-Lau, estableciéndose en las posiciones de Solano para poder llevar a Tazza el convoy de aprovisionamiento; regresó el 9 a Tetuán después de dejar consolidadas con estas posiciones la expresada línea del Lau».

El 11 de agosto, fue a acompañar al Sr. Comandante General en su revista de inspección a las posiciones de la Costa de Gomara y recibió de él la orden de organizar una columna para controlar los movimientos de los grupos de rebeldes que, según las noticias, actuaban en Dar-Akobba, hacia la que emprendió la marcha, pero ante la situación que encontró, pues el enemigo ocupaba completamente el territorio, decidió desplazarse de inmediato a Targuis y constituir en el mismo Dar-Akobba una nueva columna, para poder acudir prontamente de presentarse alguna contingencia en alguno de los frentes; se trasladó luego con su Estado Mayor a la zona del Lau, en el que tuvieron lugar los combates del 19, 20 y 21 de agosto, regresando el 31 de este mes a Tetuán, después de obtener la victoria en éstos y de pacificar la zona, por lo que se dieron las órdenes oportunas para disolver las concentraciones de tropas que hubieron de constituirse en Uad-Lau, Targuis y Dar-Akobba.

Entre los varios problemas con que Queipo de Llano va a encontrarse en la zona, uno de ellos y muy grave es el de los suministros existentes en la misma. El cuidado de proveer a todas las posiciones y plazas de los abastecimientos precisos era responsabilidad del general en jefe y de su Estado Mayor, pero por las características de aquel territorio, dividido en dos circunscripciones, aquél había delegado este cuidado en los comandantes generales de Ceuta y Melilla. Correspondía, pues, a éstos y a sus respectivos Estados Mayores, de acuerdo con el Reglamento de campaña, atender a que todas las posiciones estuvieran suficientemente abastecidas y que en los depósitos de las mismas hubiera las cantidades de víveres previstas en una orden general que determinaba que en ellos debía haber raciones para dos meses.

Fue Queipo a pasar revista a las posiciones del sector de Xauen.

Yo no podía, sin orden expresa, inspeccionar un servicio que dependía de mi superior jerárquico. Pero al ir a revistar las posiciones del sector de Xauen, me dio cuenta el Jefe del Depósito de Intendencia que no existían más raciones que las que llegaban en el convoy diario de Tetuán y que un día de lluvia o cualquier circunstancia que impidiera la llegada de éste, dejaría sin comer a las tropas de aquel campamento y a las de las posiciones avanzadas.

Tras contemplar los almacenes vacíos, puse un telefonema oficial al comandante general y al mismo tiempo conferencié con él por teléfono dándole cuenta de la situación.

Tomó el general Montero a broma las advertencias de Queipo, y le contestó en tono jocoso que de ocurrir algo, «alquilaría camiones en Tánger para llevar las provisiones».

Pero después de ocho días que duró mi estancia en aquel sector, en todos los cuales le daba cuenta de los víveres que llegaban en los convoyes, de los que se repartían a las posiciones y se consumían, con el resumen de las existencias que quedaban, volví a Tetuán, creyendo que el Alto Mando estaría enterado de lo que ocurría.

Al saludar al Alto Comisario, y preguntarme qué ocurría en Xauen, considerándole enterado de la situación por los partes diarios dados al general Montero, el cual habría debido transmitirlos a su superior, le puse de manifiesto el estado en el que constaban las cantidades de abastecimientos que de cada clase había y las que debía haber y redacté un parte oficial a su petición, en el que expresaba mi preocupación por la falta de abastecimiento de las posiciones, lo que, a mi parecer, podía ser la causa del derrumbamiento de aquel territorio, recogiendo el estado en que se encontraban las posiciones y los hombres, hambrientos, sedientos, mal vestidos, enfermos y mal armados. Al darse cuenta de la situación, su indignación no tuvo límites ni siquiera en aplicar duros calificativos a los causantes de tan gravísima situación. De inmediato me ordenó que viese al general Correa, su jefe de Estado Mayor, al que anunció mi visita por teléfono.

Este general habló, también por teléfono, con el general Montero, ponderándole la gravedad de las circunstancias en que su negligencia nos podía haber colocado y las gravísimas en que podríamos encontrarnos si las gentes que se movían por Gomara hiciesen una incursión y atacasen un convoy.

Consideró el general Montero que se trataba de una acción premeditada urdida por Queipo para desprestigiarle. La verdad es que si éste se refirió al estado en que se encontraban las posiciones de la zona fue porque no podía concebir que Montero hubiese callado un hecho tan grave sin tratar de remediarlo, máxime cuando había recibido partes diarios sobre la dramática situación existente. Presumía Queipo que habría puesto al corriente a las más altas autoridades. Al día siguiente de su llegada se presentó a él, y tuvo que sufrir una serie de gritos, groserías y hasta insultos; soportarlos sin responder le supuso un auténtico esfuerzo, pero lo toleró todo de acuerdo con el deseo de no crear dificultades.

A los dos días me dijo extrañado que le comunicaban de Dar el Assa que carecían de algunos tipos de víveres. Le contesté que eso era lo que yo le iba a decir cuando me gritó que «él lo sabía todo» y no interfiriera en sus funciones.

A los pocos días recibí un oficio del comandante general, fechado el día 5 de marzo, notificándome que delegaba en mí la reconstitución de los depósitos, teniendo pronto conocimiento de que aquello obedecía a orden del Alto Comisario, quien tuvo la amabilidad de decirme que, aun cuando no desconocía el enorme trabajo que sobre mí pesaba, quería que yo fuese el encargado de reconstituir los depósitos porque «así viviría tranquilo».

Tuve que inspeccionar el de Tetuán, que tenía que surtir a 22.000 hombres con raciones para dos meses, y me encontré con que las existencias se reducían a las siguientes:

Efectos Había Debía haber
Harina 384629 k 547394 k
Arroz 341 221616
Azúcar 4463 45808
Café 8816 28004
Garbanzos 1577 221616
Judías 16 221616
Sal 2817 46000
Aceite 6165 49346
Tocino 141 27442
Vinagre 19 23120
Pimentón 3091 3164
Galletas 12721 60045

Esto era en la capital del Protectorado, en donde todo estaba mejor, por estar a la inmediación del Alto Mando. Lo que faltaba en Xauen y en el Zoco era, en números redondos, 900 toneladas de víveres y 1.484 de cebada.

Con la intención de dar cumplimiento al servicio encomendado, el 12 de marzo, solicitó los elementos indispensables para el transporte de las vituallas: camiones y caballerías.

Se encontró con la desagradable sorpresa de que para remediar la insostenible situación se disponía tan sólo de veinte camiones, y éstos se encontraban en un estado desastroso. Adquiridos viejos, eran inútiles. Así se lo manifestó, anticipándose a una posible orden de transportar algo en ellos, el comandante Reig al coronel Salas, jefe de Ingenieros. Las averías eran tales que resultaba más costoso repararlos que comprarlos nuevos.

Veinte días después, este jefe remitió a Queipo un comunicado, junto a la relación de averías sufridas por los camiones, según el cual, no compensaba repararlos, y añadía que se les había dado de baja un tiempo antes por inservibles. Este era todo el material que se le entregó para resolver un estado de cosas tan crítico.

No obstante, conseguí, al ser relevado, entregar al general Correa un estado en el que constaban los abastecimientos de cada posición, diciéndole:

—Con lápiz azul están señaladas las posiciones que tienen exceso; con lápiz rojo, las que le falta algo, y con negro, las que tienen lo justo.

—Pero, Queipo —exclamó—, si todo es azul.

Algunas posiciones quedaron con el triple de raciones, previsión que les fue muy útil, ya que, si no, no hubieran podido resistir lo que resistieron.

De la hoja de servicios:

«El 9 de mayo atacó el enemigo al convoy que desde Uad-Lau se llevaba a Solano y posiciones que de ésta dependían, haciendo imposible el aprovisionamiento. Como no hubiese en ellas más raciones que para dos días, se ofreció el general Queipo para llevar un convoy desde Taguesut, donde el mismo día empezó a concentrar una pequeña columna, y aun cuando nuevamente fue rechazada el día 10 la columna que pretendió llevar el convoy desde Uad-Lau, el 11, rompiendo la resistencia enemiga, lo condujo hasta su destino, racionando todas las posiciones de dicho sector, con tan sólo seis bajas. El 17 salió para Uad-Lau, en donde el 18, concentró una columna, con la que el día 19 tomó y fortificó la posición llamada Loma Verde».

El general Montero decidió establecer las posiciones que jalonaban la línea del Lau, la cual carecía de todo valor y era un peligro real. Contra la opinión unánime clara y tenazmente expresada, ordenó desmantelar y abandonar los crestones de Tirines, que eran las posiciones más eficaces para la protección del camino a Tassa, y que de haber estado restablecidas cuando sobrevino el levantamiento general, habrían facilitado la evacuación de otras posiciones que cayeron en poder del enemigo y cuyas guarniciones perecieron.

Ordenó también establecer la tristemente célebre posición de Loma Verde.

Como traté de convencerle de que no lo hiciera, sin conseguirlo, decidió que yo mismo saliese a establecer esta posición, enviándome la orden escrita a las cuatro de la mañana, por medio de mi jefe de Estado Mayor, cuando en auto salía para Tetuán a tomar los caballos en los que tenía que ir a Uad-Lau por la costa.

Sin conocer el territorio, la orden indicaba hasta los menores detalles del despliegue, ideado sobre el croquis.

Al llegar a Uad-Lau, Queipo de Llano envió al general Montero un telefonema en el que decía: «Recibida su orden, procuraré cumplirla en todas sus partes; pero le ruego me indique si podré modificarla de acuerdo con la naturaleza del terreno y disposiciones del enemigo.» Es evidente que cualquier jefe puede introducir en una acción las modificaciones a las órdenes recibidas que considere precisas de acuerdo con el Reglamento de Campaña, pero Queipo quería guardarse las espaldas y dejar patente que en ningún momento pretendía desobedecer una orden.

Pasó el día de concentración de la columna sin recibir contestación, a pesar de haber reiterado mi petición. Al día siguiente a media tarde, concentrada ya en Cova-Barsa, avancé con los jefes de unidad y una ligera escolta a los blocaos Hoj, desde donde se veía todo el terreno en que la acción se podía desarrollar, y les expuse la forma en que tendríamos que avanzar, sin decir que eso era la orden del comandante general. Según iba dando instrucciones, notaba la cara de asombro que todos ponían aunque ninguno osaba manifestar su oposición. Pero cuando pregunté, siguiendo mi norma habitual, si alguien tenía que hacer alguna observación, todos querían rebatir algún punto. Les comuniqué que sólo deseaba saber si todos consideraban falto de lógica aquel plan que me imponía la superioridad, y que ante la opinión general, lo modificaría con arreglo a las circunstancias del momento, del terreno y del enemigo. Di las instrucciones particulares a cada jefe y, como ya ninguno objetó nada, volvimos al campamento.

De nuevo volverá a solicitar contestación a sus telegramas, sin obtenerla; por fin, a las diez de la mañana tuvo el general Montero que ponerse en comunicación con Queipo, y éste se apresuró a preguntarle si no los había recibido.

—Pero ¿qué es lo que quiere usted?

—Que me autorice a modificar la orden, pues visto el terreno, no puede adaptarse a éste.

—Pues tendrá usted que cumplirla al pie de la letra.

—Pues con arreglo a los artículos correspondientes del Reglamento de Campaña, la modificaré, bajo mi responsabilidad.

Yo no podía aventurarme a cumplir una orden que podría acarrear un desastre a mi columna, arriesgando la vida de mis soldados.

En Loma Verde, en lugar de entrar por un desfiladero por el que había que pasar de a uno, a un valle que era como el fondo de una sartén, ocupé las alturas y envolví los puntos que dominaban la loma que teníamos que ocupar, con lo que los pocos grupos enemigos que se vieron abandonaron el campo sin oponer resistencia. Quedé satisfecho del resultado y lo mismo cuantos estaban a mis órdenes.

No así el comandante general, que al darle cuenta en Ceuta del desarrollo de los hechos me dijo, en la forma violenta en él acostumbrada, que había tenido suerte de que no me atacase el enemigo, porque se me hubieran exigido gravísimas responsabilidades al haberme destrozado la columna.

Esperaba la agresión e iba prevenido, por lo que, en forma correctísima y esforzándome por sonreír le dije:

—No, mi general, de esas cosas de campo entiendo un poco y creo que con mis determinaciones impedí el ataque.

—Lo que hizo usted con ellas fue exponerse a un desastre —interrumpió.

—No, mi general, de esas cosas de campo entiendo yo mucho.

Como si mi calma le excitase, fuera de sí, gritó:

—Usted no sabe nada de nada.

—De cosas de campo, mucho.

—Ni una palabra.

—De esas cosas de campo, más que usted.

Delante estaba el teniente coronel de Estado Mayor, señor Rodríguez Caracciolo.

Prorrumpió, entonces, Montero en una reprimenda a gritos que hizo a Queipo retirarse prudentemente. Conociendo su carácter, tuvo miedo de dejarse llevar por él y responder de manera indebida e inadecuada a su superior.

Al día siguiente, a las once y media de la mañana, fue a recibir sus instrucciones para el servicio sin apercibirse de actitud alguna anormal hacia él o de cualquier tipo de resentimiento o frialdad; tampoco notó nada extraño en días sucesivos.

Sin embargo, a los cuatro o cinco días, recibí un oficio, ante mi consternación y sorpresa, en el que se me comunicaba que el Gobierno de Su Majestad había dispuesto mi cese con fecha 27 de mayo de 1924 en el destino que desempeñaba, pasando a la condición de disponible, con residencia en Madrid. Se me condenaba sin juicio previo.

«Excmo. Sr. D. Gonzalo Queipo de Llano

Excmo. Sr.:

El general encargado del despacho del Ministerio de la Guerra en telegrama cifrado ayer, me dice:

El Presidente del Directorio ha dispuesto con motivo del incidente surgido entre el Comandante General de Ceuta y el general Queipo de Llano, que el general Bazán instruya una información en la que se determine con toda precisión el desarrollo de los hechos; bien entendido que esta información, no debe tener carácter judicial alguno, sino que únicamente se tramitará para esclarecer el alcance de lo ocurrido. Una vez terminada tal información y con el parecer de V. E. será elevada a este Ministerio para la resolución que proceda.

Lo que participo a V. E. a fin de que ordene al citado general Bazán proceda desde luego a instruir la información mencionada.

Lo que digo a V. E. para su conocimiento, significándole que con esta fecha se ordena al general Don Pedro Bazán la instrucción referida.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Tetuán, 8 de junio de 1924

Firmado: Aizpuru. Rubricado».

A esto contesté presentando el siguiente oficio.

«Excmo. Sr. General en Jefe del Ejército de España en África

Excmo. Sr.:

Con fecha 24 de mayo tuve el sentimiento de recurrir a V. E. contra los malos tratos de palabra de que había sido víctima por parte del Comandante General de esta Comandancia y en tal recurso no hacía más que indicar frases que, en concepto del que suscribe, no se deben dirigir a un inferior sin herir su dignidad profesional, sin entrar en detalles que esperaba exponer ante el general que se nombrase para que, con arreglo a mi petición, se esclareciese el origen y desarrollo del incidente que produjo mi cese en el Mando de esta Zona.

Nombrado a tal efecto el dignísimo Excmo. Sr. General de División Don Pedro Bazán, según me participa en su escrito de 8 del actual, tuvo a bien manifestarme que, por la forma en que estaba concebida la comunicación del general encargado del Ministerio de la Guerra, no podía admitirme otra declaración que aquello que se refiriese exclusivamente al desarrollo del incidente en cuestión.

Pero es el caso, Excmo. Sr., que no habiendo más testigo presencial que el teniente coronel de E. M. Sr. Caracciolo, quizá por ser su jefe de E. M. accidentalmente, por lo que ha de sentirse coaccionado moralmente, considero absolutamente indispensable a mi defensa la exposición de antecedentes necesarios para apreciar el estado de las relaciones existentes entre quien tiene el honor de escribir y el Excmo. Sr. Comandante General, así como también de multitud de hechos concretos que acrediten el constante proceder de dicha autoridad en sus relaciones con entidades o personalidades civiles y militares, de las que no estaba yo exceptuado, al mismo tiempo que expreso mi súplica de que se obtenga el testimonio de los Jefes, hoy generales, a cuyas órdenes serví desde hace doce años a la fecha, testimonios que acreditarán que jamás tuve que ser reprendido por actos de desobediencia y mucho menos de insubordinación.

Rendidamente suplico a V. E. se sirva acordar se tenga en cuenta el escrito que acompaño a esta comunicación para el debido esclarecimiento que se desea, a los efectos de justicia.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Ceuta, 11 de junio de 1924

El General de Brigada, Gonzalo Queipo de Llano. Rubricado».

Resumiendo, pedía que se abriese una información que pusiese de manifiesto la responsabilidad del incidente, para lo que fue nombrado juez el general Bazán, a quien, puesto que no le citaba a declarar, pidió por oficio hacerlo. También envió oficio al alto comisario, en el que decía, entre otras cosas, que el general Bazán le había manifestado que no podía admitir otra declaración que la relacionada con el incidente en sí, mientras que realmente era preciso que se conocieran los antecedentes del asunto para hacerse cargo exacto del estado de las relaciones con el comandante general y también que se pidieran testimonios que acreditaran su buen y adecuado comportamiento con otros jefes con los que anteriormente había servido.

Al negarse su declaración, presentó acusación, a su vez, por los malos tratos de palabra de que había sido objeto mediante un extenso escrito en el que exponía los numerosos fallos cometidos por el general Montero prevaliéndose de la autoridad que ejercía.

De este escrito sacó tres copias: una la envió al general en jefe; otra, directamente al jefe del Directorio, y conservó la tercera. Sería éste, probablemente, el detonante de la obsesiva persecución que contra él emprendió el dictador y de todas las desgracias que posteriormente se abatieron sobre su persona.

El general Bazán terminó la información con la mayor diligencia y rectitud, en el plazo de un mes, y su informe fue de culpabilidad para el general Montero, con todos los pronunciamientos favorables para Queipo.

Sin embargo, yo había sido separado del mando y a Montero no le había afectado determinación alguna.

Me lamenté ante Primo de Rivera de que la información, que me había sido favorable, no se hubiese efectuado antes de proceder a separarme del puesto que ocupaba y dejarme sin destino, y me dijo que, aunque lamentaba todo lo ocurrido, ahora ya no podía hacer nada para remediarlo porque no podía quitar de su puesto a quien me había sustituido; pedí el destino de segundo jefe del Gobierno Militar de Cádiz y se me concedió con fecha de 30 de junio de 1924.

«Madrid, 20 de junio de 1924

Amigo Queipo:

Ud. sabe que deseo complacerle y lamento sus contrariedades y así me disponía a proponerle para segundo Jefe de Cádiz y hoy me dicen que solicita Ud. la brigada de Zaragoza y quisiera saber cuál era en definitiva su deseo.

Si vaca la brigada de Fernández en Melilla, tampoco veo inconveniente en proponerle, ya que su nombre de Jefe en campaña no puede salir afectado de su rifirrafe de Ceuta.

Suyo affmo.

Miguel Primo de Rivera. Rubricado».

Queipo intentó recuperar su cargo y destino en África y, puesto que no quería pedirle más favores al dictador, se dirigió al general de Estado Mayor, señor Correa, con la petición de que interviniera en su favor ante el alto comisario para volver a Ceuta. Puesto que la resolución del expediente incoado por el incidente con el general Montero le fue favorable, consideraba que le asistía la autoridad moral para pedir que se le restituyera en su empleo, del que no debió nunca salir. Recibió la siguiente respuesta:

«Tetuán, 6 de julio de 1924

Excmo. Sr. Don Gonzalo Queipo de Llano

Mi querido general y amigo:

Tengo la seguridad de que el general en Jefe vería con gusto su vuelta a este Ejército, donde tan valiosos servicios había prestado; pero Ud., que es hombre de tan claro juicio, ha de comprender perfectamente que el general no puede pedirle y por tanto que Ud. sólo ha de conseguirlo con sus gestiones personales.

Excuso decirle el agrado con que yo le vería entre nosotros, ayudando y arrimando el hombro como Ud. sabe hacerlo.

Se reitera su buen amigo y compañero q. e. s. m.

Miguel Correa. Rubricado.

Perdone la concisión, pero me falta tiempo para todo».

En consecuencia, se impuso un nuevo traslado familiar, esa vez a Cádiz, y una nueva aclimatación de la familia al puesto, aunque por menos tiempo del que esperaban.

Entretanto, diversos hechos van a poner de manifiesto la incapacidad del general Montero para mandar tropas en campaña. Primeramente, se le procesó por su actuación en el Lau y se le relevó de inmediato. Posteriormente, se le volvió a procesar por no prestar auxilio a la posición de Alkazar Seguer, que cayó en poder del enemigo y cuya guarnición, bastante numerosa, fue pasada a cuchillo. Del primer proceso se decía que revestía carácter gravísimo y que Montero no tenía salvación: sin embargo, fue sobreseído y el encausado nombrado director general de Seguridad.

En lo que hace al segundo expediente, oí de augustos labios la gravedad del delito y la pena que le correspondía. Este expediente, simplemente, desapareció.

Desgraciadamente y por caminos que luego veremos, el escrito relativo a la actuación del general Montero había llegado a las manos del rey, lo que desató las iras de Primo de Rivera, que siempre creyó que había actuado a sus espaldas, en contra de uno de sus grandes amigos y, en todo caso, saltándose el conducto reglamentario. Tuvo que ser éste un rudo golpe en el orgullo de Primo, que consideró conculcada su autoridad y grado, y en su autoritarismo, que pensó escarnecido por un inferior. El rencor quedaba ahí latente y la venganza del dictador a la espera tan sólo del momento propicio para llevarse a cabo.

Entretanto me encontraba tan tranquilo en Cádiz, desempeñando las funciones propias de mi puesto, cuando, inesperadamente, fui llamado por mi jefe superior, quien me mostró un telegrama en el que el Ministro de la Guerra le decía: “Comunique al general Queipo de Llano, segundo Jefe de ese Gobierno Militar, que se le destina en comisión a las órdenes del Alto Comisario en Marruecos y que debe marchar a Ceuta lo antes posible, mediante R. D. de 29 de agosto”.

Este telegrama le sorprendió sobremanera, ya que dos días antes de recibirse, el gobierno, tras el ofrecimiento de enviar al alto comisario al general Castro Girona, al ser éste rechazado por el general en jefe, había hecho pública una nota en la que se decía que no se precisaba de ningún general.

Sin más demoras, embarcó al día siguiente, dejando familia y hasta enseres personales en Cádiz, rumbo a Ceuta, con encargo de que se guardase el secreto de su llegada, pues no quería recibimientos de ningún tipo. Allí quedó sorprendido, aunque también halagado, ya que su presencia fue acogida con una enorme satisfacción. Gentes con las que nunca había cruzado ni una palabra le paraban para saludarle y expresar su alegría por su vuelta al territorio, hechos que se repetirían en Tetuán.

Era domingo. Pensé en trasladarme el lunes por la mañana a Tetuán, tras comprar los efectos precisos para la campaña, ya que los míos habían quedado en Madrid y no había tenido tiempo de recogerlos. Se lo comuniqué así por teléfono al general Correa, el cual me contestó que acudiera en el acto, sin detenerme en compras, pues el general en jefe me esperaba con verdadera impaciencia, por lo que tomé el primer tren que salía de la plaza, incorporándome en Tetuán el día 30 de agosto.

Me recibió el general en jefe con alegría, diciéndome que me había reclamado por tres razones que cito casi textualmente: «Primera, porque después de mi parte contra el general Montero y la confirmación de las previsiones que en él exponía, había de descubrirse ante mí; segunda, por el cariño que me tenía [aunque bien podía habérmelo demostrado antes de separarme de mi puesto sin tan siquiera oírme]; y tercera, porque cuantos "doctores" había consultado sobre la gravedad del "enfermo" eran pesimistas y me llamaba para ver si yo no lo era.»

—Mi general, en mis tres meses de ausencia pueden haber cambiado mucho las circunstancias, por lo que preciso conocer detenidamente la situación de la zona, antes de emitir un «diagnóstico».

Sin disimular su pesimismo, me contó una serie de detalles reveladores, entre otras cosas y según él, del poco espíritu de los oficiales y de la tropa, que se rendían sin combatir apenas. Igualmente me dio detalles de varias operaciones, todas las cuales habían constituido un fracaso.

—Mi general, ¿con qué tropas se puede contar?

—En Ceuta se encuentran, descansando, dos tabores de Ceuta, y dos banderas, en Rifién. En Tetuán tenemos dos batallones que acaban de llegar de España y aún se esperan otros dos batallones por venir.

—Opino que en las presentes circunstancias no se puede dar el lujo de descansar nadie, por lo que las banderas y tabores deben ser llamados a Tetuán.

Se ordenó por el alto comisario el traslado inmediato de aquellas tropas a la capital del protectorado.

Ante los restantes datos que me iba proporcionando hube de responderle:

—Mi general, ante lo que acaba usted de contarme, yo también tengo que ser pesimista, pues considero que, si en un plazo de tiempo brevísimo, no vienen de España al menos veinte batallones, se perderá la zona.

Estas tropas fueron solicitadas, pero nunca se enviaron. Era disparatado pensar que con 3.500 hombres, muchos de los cuales eran soldados bisoños, se podía socorrer a más de doscientas posiciones repartidas por tan extensa zona.

En ese preciso momento entró el general Grun a recibir órdenes del general en jefe relativas a su partida para Xauen, que confirmó aquél, a lo que respondió Grun con todo respeto al general en jefe que consideraba ésta una «papeleta».

Vuelto a mí el general en jefe me dijo:

—Queipo, irá a Xauen, en lugar de a Uad-Lau.

—A sus órdenes, mi general. ¿Cuándo debo salir?

—Ya recibirá usted mis órdenes.

A continuación me pidió que le indicara la estrategia que yo consideraba más conveniente en general: para reabastecer y defender las posiciones de Duharras, Adru y Afernun. Le contesté que la única manera de salvarlas, no era reabastecerlas sino que, aprovechando la sorpresa de la noche, sus guarniciones se retiraran; en cuanto a las columnas, añadí que era disparatado y absolutamente peligroso que salieran aquellas cuyo número de hombres fuera inferior a tres o cuatro mil.

Ambos consejos fueron desatendidos: las tres posiciones fueron bloqueadas y, tras largos asedios, capitularon y cayeron en manos del enemigo. Tres columnas dotadas de pocos hombres fueron destrozadas, y se perdieron, no sólo vidas sino también armas, municiones, alimentos y animales.

En la hoja de servicios aparece el siguiente resumen de las acciones en que tomará parte durante esta época, que, dentro del pequeño desorden de las páginas que siguen, nos sirve para establecer una cronología de aquéllas.

«Por R. D. de 3 de septiembre se le nombró Jefe de la Zona de Ceuta, dirigiendo en ese mismo día una operación sobre el macizo de Gorguez, llenando los objetivos que se le habían señalado.

El día 4 salió con una columna para restablecer las posiciones que protegían el camino desde Tetuán hasta Laucien. El día 5, con una columna de 3.800 hombres de todas las armas y servicios, salió para pernoctar en Ben-Karrik, desde donde el día 6 salió para Zinat, para recoger y retirar la columna del General Riquelme, que se encontraba bloqueada en aquella posición, cumpliendo dicho objetivo a la mayor perfección y con el mayor orden, a pesar de los numerosos grupos de enemigos que dificultaban esta operación.

Después de pernoctar en Ben-Karrik, salió con la columna para Tetuán. El 10 salió con su columna para restablecer las comunicaciones con el Fondak de Ain-Jedidak y la Zona Internacional de Tánger y establecer las posiciones necesarias para la seguridad de aquéllas, tomando y fortificando en ese día Las Harchas, sosteniendo un combate con el enemigo y pernoctando, una vez cumplido el objetivo, en Laurien. El 11 establece distintos blocaos, sobre la carretera, y tras de rechazar y perseguir al enemigo, tomó y fortificó Jevel-Hedia a la entrada del desfiladero, levantando al mismo tiempo el cerco que sufría la población de Casa Quemada. Pernoctó con la columna a la entrada del desfiladero y el 12, cruzando éste, llegó al Fondak, desde donde destacó una columna que llegó a la zona internacional. El 13 regresó con su columna a Tetuán».

En momentos en que aún conservaba, al menos aparentemente, la amistad de Primo de Rivera, fue encargado de resolver los expedientes de recompensas, los cuales debía instruir e informar para la resolución procedente. Su espíritu de justicia se rebela y se dirige al presidente en una carta en la que le pone de manifiesto el mal efecto que hacía en la opinión militar la concesión de tantas medallas militares, primero en Melilla y después en todas partes, y haciéndole presente su propósito de resolver los casos en que tuviera que intervenir de una manera exigente y justa. Recibió la siguiente contestación:

«Recibo su interesante carta y no puedo menos de aplaudir su actitud. Por nuestra parte, seremos cautos y parcos en la concesión de gracias, pues la experiencia nos ha enseñado el mal efecto que producen las injustificadas; pero tampoco se puede cerrar todo camino a los merecimientos si queremos tener un Alto Mando que se salga algo de lo vulgar.

El problema es difícil y, como usted sabe, agita hace mucho tiempo.

El mejor camino de resolverlo es que todos, como usted se propone, no den paso más que al verdadero mérito.

Que le vaya bien por ahí; ¿por qué no me escribe algo de su juicio sobre la actitud real de El Raisuni por esa zona?

Sabe le quiere su antiguo amigo y compañero,

M. Primo de Rivera».

Sus medidas en este sentido fueron realmente justas, aunque improductivas. Llegó, llevado de su afán de justicia, a procesar a un íntimo amigo del presidente que había sido propuesto, sin méritos, para el ascenso, y no sólo carecía de méritos, sino que le eran imputables responsabilidades en campaña. El expediente no prosperó y el amigo en cuestión fue ascendido por elección.

Al quedar la columna del general Riquelme bloqueada en Zinat, ordenó el general en jefe que saliera Queipo con otra compuesta con los pocos y variados elementos disponibles, para proteger la retirada de aquélla. Así lo hizo y mereció por la acción elogios del alto comisario y una citación encomiástica en la Orden del Ejército.

El parte que hubo de presentar preceptivamente, tras explicar el desarrollo de la acción, dice en uno de sus apartados: «Por lamentable, por sensible que me sea, creo cumplir un deber, llamando la atención de V. E. sobre la forma en que la columna del general Riquelme, llegó a mis líneas...». Es mejor posponer para más adelante la narración pormenorizada de este hecho de armas. Constituyó un episodio realmente penoso.

Era Riquelme, como Montero, amigo personal de Primo de Rivera, por lo que las diatribas que Queipo pudo lanzar en tal ocasión contra Riquelme soliviantaron, aún más, el ánimo del dictador.

Mientras, en la zona occidental se había producido un levantamiento de las cabilas que atacaban a nuestras tropas y cercaban las diversas posiciones, ante lo cual decidió Primo marchar a Tetuán para ponerse al frente del ejército de Marruecos. Decidido a terminar con la contienda, que seguía causando numerosísimas bajas en las filas españolas, el dictador desembarcó en África en el verano de 1924. Su plan consistía en el abandono de las plazas aisladas, cuyo mantenimiento era tan costoso y problemático, y la organización de una fuerza poderosa que reconquistara el territorio abandonado. El repliegue fue muy dificultoso y costó numerosas bajas; los ataques de los rífenos fueron constantes. Desde el mes de septiembre al de diciembre se abandonaron 180 posiciones.

«Pero antes de dar el parte sobre la retirada de la columna Riquelme, ocurrieron una serie de cosas, entre las que he de contar lo ocurrido en Karrik después de la operación y a mi llegada a Tetuán. Me encontraba en la oficina indígena de Ben-Karrik, con un nutrido grupo de jefes y oficiales de las distintas armas, cuando, por una llamada de Estado Mayor, tuvo que ponerse al teléfono el capitán Amulo, quien repitió en voz alta que el Presidente del Directorio, que había llegado aquella tarde, obsequiaría al día siguiente a la tropa con una copa de aguardiente y un trozo de jamón, según le decía el coronel de Estado Mayor, Sr. Curiel.

Tomé entonces el auricular y pregunté a dicho jefe por el lugar en que habían de repartir aquellos efectos y me dijo que en sitio donde no pudiesen hacer bajas los «pacos» [francotiradores], por ejemplo, cerca del fuerte El Mogote. Contesté que para eso era mejor subirnos a la loma de Arapiles que quedaba más separada de la montaña y del río Martín y al amparo de posiciones que yo había establecido tres días antes. Quedó así convenido, y, terminada la conferencia, los reunidos empezamos a hacer jocosos comentarios acerca del número de jamones que harían falta para que a cada soldado le correspondiese un trozo apreciable.

Disuelta la reunión a la una de la madrugada recibí un telefonema ordenándome que, entre las diez y media y las once, me encontrase con las dos columnas formadas en la citada loma de Arapiles. A las 8 de la mañana, salí hacia el lugar indicado con las tropas. El camino hasta la loma era objeto de ataques continuos por parte del enemigo, así el avance era peligroso y tuve que extremar las precauciones, por lo que, cuando a las once de la mañana llegaron al lugar de la formación el Presidente del Directorio y los generales que le acompañaban con el general en jefe, todavía faltaba por concentrarse y entrar en la formación uno de mis batallones, para acabar de «arreglar» la situación.

Se me acercó entonces el capitán Amillo, a quien yo había encargado el reparto del aguardiente y del jamón, y me comunicó apurado el error en que había incurrido por la mala calidad de la comunicación telefónica y que no había tal jamón, sino 6.000 pedazos de jabón. Dispuse, entonces, se repartiese éste en Tetuán, pero avanzando que no podía ya comunicárselo a las tropas ni evitar su desilusión.

Al dar parte al comandante general, para que llegase reglamentariamente hasta el presidente, me preguntó éste, en tono distinto al que solía emplear siempre conmigo, si se había bañado la tropa, a lo que contesté que no, y que lo que necesitaban era comer, ya que no lo habían hecho desde hacía dieciséis horas y tenían ya el rancho caliente preparado en Tetuán.

—Ha debido usted aprovechar los buenos recodos que hay en el río para que se bañasen —me dijo.

—Sí, mi general —contesté en tono festivo—, hay buenos recodos, pero también hay buenos «pacos».

—Aquí no hay «pacos».

Como si le hubieran estado oyendo, en ese momento sonaron unos disparos y un proyectil atravesó el automóvil en el que, por la carretera, iba el capitán Pieltain, encargado de conducir el aguardiente y el dichoso jabón.

Después de pasar todos los cuarteles generales por delante de las unidades formadas y ante varias docenas de generales, jefes y oficiales, con voz lo suficientemente alta para que de todos fuese oída, me dijo el presidente:

—Señor general: ha debido usted hacer que se bañase la tropa, como he ordenado.

—Lo lamento, mi general, pero a mí no ha llegado tal orden.

—Cállese usted —me interrumpió—, porque si hago averiguaciones tendré que castigarle con el mayor rigor.

—Puede hacer cuantas averiguaciones tenga a bien, mi general, pues doy mi palabra de honor que yo no he recibido tal orden».

Creyó el dictador que el incidente del jamón y del baño era una humorada hecha a su costa y al de su prestigio por Queipo y se enfureció, si cabe, aún más contra éste. Se volvió entonces al general Riquelme, en su ánimo de disimular los errores del amigo y humillar a aquél, y felicitándole calurosamente por su actuación, le invitó a comer con él.

Es preciso señalar que la gravedad de lo ocurrido con la desbandada de la columna del general Riquelme fue admitida así por el propio comandante general y por el general de Estado Mayor, señor Correa. Además, en toda la zona se hacían despiadados comentarios sobre la actuación del general Riquelme en cuantas acciones había tomado parte, por lo que distintos jefes de unidad pidieron a Queipo, al llegar a Tetuán, que los reclamase para su columna, pues consideraban un peligro ir en la de aquél. Contestó, invariablemente, que tenía el firme propósito de no reclamar nada ni contra nadie. Al poco tiempo, destituido el jefe de la zona de Larache, fue nombrado para sustituirle el propio general Riquelme.

«Otra operación que quiso aprovechar el Dictador para censurarme y quizá para relevarme, fue la dispuesta para abrir las comunicaciones con la zona internacional por el desfiladero del Fondak.

Estaba dispuesta la operación para levantar el cerco que el enemigo tenía puesto a Gorguez, pero el día 9 a media mañana, el presidente nos llamó al comandante general, a Riquelme y a mí, ordenándonos verbalmente posponer la acción sobre Gorguez y en tres días dejar abierto el camino del Fondak y perfectamente guarnecido con todos los fortines que fueran precisos, para que pudiera él llegar a la zona internacional, misión en la que colaboraría el general Castro Girona con su columna, teniendo objetivos distintos cada una de las cuatro columnas así establecidas».

Dice su hoja de servicios:

«El 10 salió con su columna para restablecer las comunicaciones con el Fondak de Ain-Jedidak y la zona internacional de Tánger y establecer las posiciones necesarias para la seguridad de aquéllas, tomando y fortificando en dicho día Las Harchas, sosteniendo combate con el enemigo, pernoctando, tras realizar el objetivo ese día, en Laurien. El 11 establece distintos blocaos sobre la carretera y tras rechazar y perseguir al enemigo, tomó y fortificó Jevel-Hedia a la entrada del desfiladero, y el 12, cruzando éste en toda su extensión, llegó al Fondak, desde donde destacó una columna que llegó a la zona internacional. El 13 regresó con su columna a Tetuán».

«Desde Yebel Hedia al Fondak hay unos cuatro kilómetros de desfiladero imponente; si hubiera tenido que combatir con alguna intensidad, habría tardado muchas horas en recorrerlos. Tratadistas de guerra de montaña afirman que la velocidad de marcha de una columna por tal terreno, si ha de llevar perfectamente establecidos sus servicios de seguridad, no debe ser superior a un kilómetro por hora e inferior aún si se marcha combatiendo. Además, la construcción de un fortín para diez hombres, aun teniendo a mano materiales, si ha de tener las condiciones indispensables de defensa, no puede costar menos de tres horas; por lo tanto, si desde el principio de la construcción del primero al último mediaba un lapso de dos horas, la construcción de los seis que yo consideraba indispensable establecer no podía llevar un tiempo inferior a cinco horas. Por otra parte, el efectivo de la columna que llevaba era inferior a 1.500 hombres, y por ello era imposible que desde las dos y media hasta las siete de la tarde, en septiembre, ocupase unas posiciones tan formidables como las de Yebel Hedia, estableciese aquellas posiciones y llegase al Fondak con tiempo para que parte de mis tropas saliera para R'gaia... Por esa precipitación impuesta quedó sin asegurar el paso por el desfiladero, lo que convirtió esta garganta en un lugar temible en que se sucedían los ataques y muertes de cuantos se aventuraban a seguirle sin fuerte escolta.

Al llegar el presidente al Fondak, me preguntó por qué había ido tan lentamente. Contesté que no había hecho otra cosa que cumplir con la mayor exactitud las órdenes que iba recibiendo. Como tratase de contradecirme, mi teniente coronel jefe de Estado Mayor le mostró las recibidas que, en prevención, llevaba dispuestas».

El 18 empezó la operación sobre Gorguez, que ya había sido discutida en junta de generales, antes de la llegada del presidente; el plan quedó aprobado. La llegada de Primo de Rivera hizo que la operación se aplazase primero al día 9 y luego al 18, por lo que se cambió el plan convenido. De la hoja de servicios:

«El 18 tomó el mando de las cuatro columnas que operaron por el norte para romper el cerco que el enemigo tenía puesto a la posición de Gorguez, lo que se consiguió el día 20, logrando en estos tres días todos los objetivos que le fueron propuestos por el mando».

«En Gorguez se encontraba sitiado el valiente comandante Iradier, con su Tabor de Regulares de Ceuta, que fue cruelmente diezmado por los moros.

En la reunión en la Alta Comisaría, preparatoria de esta operación, cuyo desarrollo ya había sido determinado, hice algunas observaciones que fueron desestimadas, pero la confirmación de mis presunciones parece que afectó personalmente al presidente como una afrenta a su persona».

Realiza después Queipo de Llano una detallada explicación del desarrollo de la operación sobre Gorguez, en la que se produjeron cambios en el mando de las columnas: órdenes tan pronto de retirada como de avance; órdenes de establecimiento de posiciones seguras pero careciendo del tiempo para ejecutarlas; falta de materiales y elementos de fortificación, aunque fueron solicitados con la suficiente anticipación; nuevas órdenes que le obligaron a prescindir de tropas, por lo que era imposible, con las que le quedaron, dominar los puntos que debía tomar; impaciencias injustificadas por parte del mando, que obligaban a acciones más que arriesgadas y que se traducían en órdenes, telefonemas y heliogramas que una vez y otra se contradecían.

La desastrosa operación en que se sufrieron tantas bajas innecesarias y en la que la desorganización fue total la refleja la descripción que de la misma hace Queipo en una carta que se reproduce extractada, dirigida a su amigo el teniente coronel Hernando:

«Según la orden, yo mandaba las cuatro columnas. Al ver ejecutar algunos movimientos que no había ordenado y tratar de corregirlos, supe que obedecían a órdenes directas del presidente, de las que no me habían dado cuenta. Como también ostentaba mando el comandante general, el coronel Fanjul y cuantos querían, me limité a ser espectador, ya que el ambiente en el mando no me era precisamente favorable, creyendo hacer un buen servicio. El lío fue fenomenal. El convoy que debió estar dispuesto a primera hora de la mañana, no salió hasta las catorce. ¡Una preciosidad!

En la operación que tuvo lugar para restablecer las comunicaciones con Gorguez se me mandó permanecer alejado de las columnas, sobre las que no ejercí más que un mando constantemente intervenido, puesto que en uso de un indiscutible derecho, el Mando superior, daba órdenes directamente a las columnas».

La columna Fiscer no progresaba por Beni-Salah... porque no tenía por dónde progresar, ya que carecía de objetivo alguno. Pero a falta de misión ofensiva, debía guardar la línea de abastecimiento, evacuar las bajas y proteger el parque de municiones y de Sanidad Militar. Por eso, cuando la vio abandonar la posición que ocupaba, sin conocer la causa, se puso en contacto con el jefe, quien le comunicó que obedecía órdenes del presidente de volver de nuevo a la plaza. Ante el temor de dejar los parques y la línea de abastecimientos y evacuación, que atravesaba un kilómetro de huertas, a merced del enemigo, se puso en comunicación con el comandante general, a quien le expuso su punto de vista y lo que esta columna debía efectuar. Respondió éste que tenía que consultar con el presidente y, acto seguido, se le autorizó a llevar a cabo lo propuesto.

Así fueron liberados por Queipo los sitiados, pero esta nueva catástrofe causó el desánimo y descontento en toda la zona, lo que acabó provocando entre toda la oficialidad un sentimiento de rechazo contra el gobierno.

Finalmente, la operación se había realizado según el plan aprobado en principio, pero no antes de que se hubiese perdido un tabor entero de regulares, del que se salvaron sólo dieciocho hombres; de que a una columna, en los cinco primeros minutos, se le causaran ochenta y tantas bajas. Y a raíz de estos hechos, Primo de Rivera se enfrentó duramente con el general Castro Girona, que aunque actuó de una manera brillante, mereció su desaprobación, violentamente expresada, ya que no concebía que para recorrer una distancia que sobre plano sólo necesitaba de horas, se utilizaran tres días. No obstante de haberlo efectuado con la rapidez que se le exigía, habría caído, sin ningún género de dudas, en poder del enemigo.

El efecto causado por la desaparición del tabor, por las bajas de la columna Molina y por los incidentes con el general Castro Girona, que trascendieron al público, fue desastroso para la confianza de las tropas en el mando.

«El día 21 fueron a verme a mi despacho el teniente coronel del batallón de Segovia, que me dijo que la oficialidad se sentía inquieta por lo ocurrido en Gorguez y que si no era posible evitar situaciones como ésta. A poco de salir este teniente coronel, al que procuré tranquilizar recomendándole calma, vino a verme el teniente coronel Álvarez Arenas, que mantuvo las mismas preocupaciones que el anterior, añadiendo que la oficialidad estaba revuelta y no iba a permitir que se les enviase al matadero. Despedí también a éste con los mismos argumentos, y entonces acudió a mi despacho el teniente coronel Francisco Franco, que me habló sin ambages, diciéndome que se habían reunido los jefes de las fuerzas de choque y los de algunos batallones, soldados peninsulares que se encontraban en Tetuán y habían acordado encerrar en el Hacho al general Primo de Rivera y a los generales del Directorio que se encontraban en aquella zona, y que con objeto de que hubiese un jefe de superior categoría que unificase el movimiento, iba a rogarme que aceptase la jefatura de todos para ejecutar el plan convenido. Añadió que tenía una bandera dispuesta y que iría a detener a los generales en el momento en que se lo ordenase. Si bien a mí se me habían negado los 20 batallones que en su momento solicité para resolver la situación, al salir Primo de Rivera para aquella zona se trasladaron desde el Lau a Tetuán tres banderas del tercio, varios tabores de Regulares de Ceuta y Tetuán y el grupo completo del de Alhucemas con otros elementos de combate, principalmente artillería. De España se habían enviado 13 batallones de Infantería, varias baterías, compañías de Intendencia y varios escuadrones, con lo que pudo haberse resuelto fácilmente el problema, sin necesidad de que el Presidente se alejase de sus obligaciones de gobierno.

Las tropas que quedaban en España y los elementos escasísimos con que contaban suponían una fuerza de tan modesta importancia que el ofrecimiento que los jefes de unidad me hacían por medio del teniente coronel Franco hubiera sido tentador para quien antepusiese su ambición a su patriotismo. En mí no hubo un momento de duda, puesto que siendo patriota sincero no sentí nunca otra ambición que la de ser útil a mi patria.

Consideré las diversas opciones que se me presentaban. Podía haber dado cuenta de ellos y quedarme en tan graves circunstancias sin jefes en las fuerzas de choque o bien encerrado con los generales en el Hacho. Podía también haberme puesto al frente de la conspiración, en cuyo caso, siendo dueño de todos los elementos marciales de que España disponía, era indudable que hubiese sido arbitro de los destinos del Estado, papel para el que, sinceramente, no me siento con capacidad. Por último quedaba el camino que elegí: convencerlos para que depusiesen su actitud, lo que conseguí manifestándoles, entre otras cosas, que cualquier demora en el avance pondría en grave riesgo a las posiciones que demandaban auxilio urgente. Cedieron y, cuando me encontraba con el espíritu tranquilo, fui separado del mando y enviado a un castillo».

En su ánimo pesaron diversas consideraciones para adoptar esta postura: la peligrosa situación en que se encontraba el ejército expedicionario de Marruecos en aquellos momentos, para el que todo movimiento o acción de desunión habría supuesto un grave riesgo que no era posible asumir, ya que podría haber insuflado nuevos ánimos en los rebeldes ver a nuestros mandos peleando entre sí; la debilidad en que nos dejaría momentáneamente un golpe de Estado, y algo que siempre dijo y mantuvo durante toda su vida, que él era un militar y ni quería ni sabría asumir la responsabilidad del gobierno de la nación.

No obstante, las noticias de esta conversación sobre una posible rebelión, que gracias a Gonzalo, nunca pasó de ser eso, llegaron a los oídos del dictador, y éste, predispuesto como estaba a creer de él lo peor, lo consideró como el cabecilla de un atentado contra su poder.

Nada se hizo entre el día 13 y el 18, a pesar de que perecían muchas posiciones.

En aquellos días, Queipo dirigió diversas cartas a su amigo el doctor Hernando. Dice en uno de los párrafos:

«Estos señores [el mando] creen que esta guerra es cuestión de velocidad, sin duda porque quieren ganar ahora el tiempo perdido para salvar a la multitud de posiciones grandes y chicas que agonizan... Sus defensores van muriendo de inanición, en una agonía espantosa, conservando, sin embargo, energías, muchos de ellos, para sostener y otros para disparar el fusil. ¡Es un horror! Afernum me telegrafía hoy que el enemigo amontona haces de leña contra los postes de las alambradas, pero que los soldados apagan los fuegos bajo un diluvio de balas y rechazan al enemigo, aunque hace varios días que no tienen qué comer ni qué beber. ¡Y pensar que tan sólo con que hubiesen hecho caso de mi indicación del día 31, de que eran precisos veinte batallones en cuarenta y ocho horas, se hubiesen evitado estas desdichas, economizando cientos, miles de bajas! ¿No será España capaz de exigir las debidas responsabilidades? ¡Ahora sí que las hay exigibles!»

De otra carta:

«Un jefe de una posición, a quien el presidente ordenó que resista, contesta que muchos soldados están muertos de inanición dentro de la posición, y muchos moribundos, quedando muy pocos en estado de sostener el fusil y sin embargo continúan resistiendo y resistirán. Y termina diciendo: Ahora V. E. tiene la palabra».

En la hoja de servicios:

«El 19 de diciembre recorrió la línea del ferrocarril de Tetuán a Ben-Karrik para fijar la posición de los puestos que ha de defender la expresada línea.

El día 21 se dispuso que saliese una columna para levantar el cerco que sufría Helila, una vez obtenidos los objetivos fijados para Gorguez; había de estar mandada “por el coronel Ovilo, bajo la inspección del general Queipo de Llano”».

«Como yo no había visto jamás una orden semejante, ni podía comprender su significado, contrario a todo principio militar, rogué al Alto Comisario que me lo explicase, porque entendía que si yo iba con la columna, nadie más que yo podía mandarla. Me dijo que lo que se quería era que yo estuviese a la vista y que si la columna sufría un desastre, tomase el mando para contenerlo.

Le rogué que me dispensase de esta difícil situación, puesto que lo lógico era que fuese mandando la columna de cuya actuación respondería, porque es más fácil evitar un desorden que corregirlo bajo la presión enemiga, pero que si había de ir acompañando a la columna, rogaba no se me hiciese responsable de lo que pudiera ocurrir, ya que no habría tenido intervención alguna.

El ruego era tan lógico que me dio la razón, ordenándome entonces que desde “la leñera”, dirigiese el tiro de las baterías que habían de coadyuvar a la operación.

El general Serrano vino a verme al puesto de mando en que me encontraba este mismo día y me dijo:

—Le advierto a usted que ya está hecha la orden para el avance hacia Xauen y a usted no le dan mando de columna. Le dejan a usted en la plaza.

—Para eso —respondí— mejor estaba en Cádiz.

—¿Pero no va usted a reclamar contra ese desaire que le hacen? —insistió.

—Al venir, me juré a mí mismo y ante amigos de Cádiz que no reclamaría nada ni contra nada, pero repito que mejor estaba en Cádiz.

Ante mi falta de reacción, quiso quizá el presidente proporcionarme ocasión para hacer mi reclamación, citándonos al comandante general y a mí a las 11 de la noche en la Alta Residencia. Y cuando nos recibió en presencia del Alto Comisario y del general Correa, nos dijo que estaba muy disgustado con nosotros porque el día anterior se había dispuesto que el convoy para Gorguez saliese a las 11 y no lo había hecho hasta cerca de las 2. La Orden decía: el convoy estará organizado desde las 7 de la mañana para subir a Gorguez cuando se ordene. La operación la dirigía personalmente el presidente y él dio las órdenes directamente a las columnas, pero además en la reunión de generales y jefes celebrada la víspera de la operación, nos eximió de la responsabilidad del convoy, encargando del mismo a su Jefe de Estado Mayor, coronel Fanjul, lo que le recordé respetuosamente.

Pese a la “plancha”, Primo de Rivera me contestó:

—Pero han debido ustedes inspeccionarlo personalmente.

—Yo no podía hacerlo porque al designarme usted “la leñera” como puesto de mando, me ordenó que no me ausentase ni un momento de allí y Sania-Rmel, donde se organizaba el convoy, está a 2 km. Por otra parte, yo no me habría creído nunca autorizado, sin orden expresa de usted, para inspeccionar un servicio ordenado por el alto mando.

Tocado nuevamente, cambió el ataque:

—Ustedes tienen la obligación de inspeccionar las columnas cuando salen para que todo vaya en el mejor estado.

—Salen columnas, mi general, mandadas por generales más antiguos que yo, a las que no creo que pueda fiscalizar. Pero además, puedo asegurarle que desde mi llegada, nunca se me ha dado cuenta de que salga una columna, ni un batallón, ni tan siquiera una compañía, ni de su llegada tampoco, por lo que nunca me he encontrado en condiciones de revistarlos.

Comenzó entonces a censurar la actuación del Estado Mayor, lo que me hizo declarar que esta censura era injusta».

De otra carta:

«En fin, Virgilio, que yo tengo confianza en mí mismo pero no en este mando y no quiero compartir sus responsabilidades ni ser víctima de su ineptitud».

Tras este incidente se publicó una orden general, que en la parte que a Queipo se refería decía:

General Queipo de Llano

Columna de la Plaza

Batallón de Barbastro.

ídem de Castilla.

ídem de Segovia.

ídem de Vizcaya (100 hombres).

Dos baterías de 7,5 de Ceuta.

Una compañía de Ingenieros (viene de Uad-Lau).

Esta columna cubrirá los servicios propios de la Plaza de Teman y cuidará de su seguridad.

Lo digo a V. E. para su conocimiento y el del general de la Zona de Ceuta.

Lo traslado a V. E. para su conocimiento.

Tramítese. —De orden de S. E.— Al coronel Jefe de E. M.

Eduardo Curiel.

Rubricado.

[Hay un sello que dice]: Comandancia general de Ceuta. Estado Mayor.

«Acudí al Estado Mayor para indicar que el batallón de Barbastro había sido repartido el día anterior para ocupar las distintas posiciones de la subida a Gorguez, diciéndoseme que entonces prescindiera de él. Más tarde supe que se había dispuesto de mi jefe de Estado Mayor y de los dos capitanes del cuerpo que tenía asignados, lo que fui a decir al general Correa.

—Vengo en son de lamentación, no de reclamación.

Expuesta la situación me respondió:

—Pero no vamos a quitarlos ahora de las columnas.

—Ya he dicho que vengo en son de lamentación y no pretendo eso sino que, para cuando vuelva de Larache el coronel Curiel, se me envíe del Cuartel General al capitán Amillo a quien necesito no sólo para las incidencias de la plaza sino también para que me ayude en la preparación de las relaciones oficiales de las operaciones que he dirigido.

Llamó entonces al coronel Fanjul, a quien expuso mi deseo, que le pareció lógico y ordenó que se hiciese de esta forma.

Creyendo reforzar más aún la razón que me asistía, añadí que si tuviese que salir con la columna que se me había asignado, me encontraría sin Estado Mayor, a lo que el general Correa me contestó:

—No se ocupe usted de eso, pues el presidente dispuso anoche que esa columna la mande el coronel Ovilo.

Es posible que la orden hubiese sido dada por el general Aizpuru, aunque también es innegable que fue inspirada por el presidente, dado el alto concepto en que aquél había expuesto pública y repetidamente me tenía y por sí mismo no me hubiese dejado en tan desairada situación.

Pero lo cierto es, según lo manifestado por el general Correa, que se me había quitado el mando: la preterición era cierta. Quedaba en Tetuán como figura decorativa, como si fuese un fracasado, un inepto o un cobarde. ¿Qué papel se me reservaba si la columna que había de cubrir los servicios de la plaza y cuidar de la seguridad de ésta no estaba a mi mando sino al de un coronel? Cien veces que me encontrara en el mismo caso y sabiendo lo que iba a suceder, haría lo que hice, que fue dirigir al Comandante General el oficio siguiente:

Excmo. Sr. Comandante General de Ceuta

Excmo. Sr.:

Las graves circunstancias por que atravesamos en esta Zona, hacen indispensable que el Mando pueda poner a contribución las dotes de todos aquellos que pueden ser más útiles en el desempeño de su difícil misión, para el mejor servicio del Ejército y de la Patria.

En graves circunstancias llegó a esta zona el general que tiene el honor de suscribir, y en ellas creyó haber desempeñado acertadamente las misiones que le fueron encomendadas.

Las indiscutibles y por mí indiscutidas disposiciones del Mando parecen en abierta contradicción con aquellas presunciones mías y creyendo facilitar la gestión del Alto Mando, que así podrá utilizar los servicios de otros generales más aptos y merecedores de más confianza, indispensable para el éxito, me permito rogar a V. E., con todo el respeto y la mayor subordinación, haga llegar al Excmo. Sr. general en Jefe mi súplica de ser relevado en el Mando que ejerzo, con lo que estimo prestar un servicio al Ejército y a la Patria.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Ceuta, 22 de septiembre de 1924

Gonzalo Queipo de Llano. Rubricado».

Este oficio le valió que, por Real Decreto de 23 de septiembre, se dispusiera su cese en el cargo de jefe de la zona de Ceuta y se le impusiera un mes de arresto, que cumplió en el castillo de El Ferrol, y que por otra real orden se le trasladara a Madrid en concepto de disponible.

«”Excmo. Sr.:

En vista del escrito que ha dirigido V. E. al Comandante General de Ceuta y habida cuenta de reciente resolución que obligó a separarlo del mismo Mando, por la incompatibilidad manifiesta con el general de División Don Manuel Montero, entonces Comandante General de Ceuta, aprecio la falta de haber hecho una petición antirreglamentaria, mantenida en forma inadecuada, y estimo también que V. E. ofrece con frecuencia dificultades al mando.

Ambos extremos están comprendidos tácitamente en el concepto genérico de incumplimiento de obligaciones reglamentarias, que se consignan en el articulo 335 del Código de Justicia Militar y como correctivo necesario e inevitable, he propuesto al general encargado del despacho de Guerra, un mes de arresto en castillo para V. E. y la separación de su actual Mando con nota que puede ser tenida en cuenta para futura conceptuación.

Todo oficial debe tomar siempre el camino que le dicten su propio honor y espíritu y el que con arreglo a estos dictados procede, como yo lo hice, es porque considera en entredicho su propio honor, y todo el que manda tiene el deber de evitar que sus inferiores se encuentren en circunstancias tales que, según las Ordenanzas, hacen posible llegar hasta Su Majestad en presentación de su agravio.

Creo, por lo tanto, que nadie, pensando lógica y desapasionadamente, debió imaginar que tratase con aquel escrito de dar un consejo que ni el Mando había pedido ni necesitaba, sino de expresar un estado de la interior satisfacción, que también preconizan las Ordenanzas como indispensable, lo que no creí ni creeré nunca que sea merecedor de castigo cuando se expone respetuosamente. Confirma esta creencia la seguridad que tengo de que los generales D. Federico Berenguer y D. Julián Serrano hicieron iguales peticiones para no hacerse solidarios de lo que estaban presenciando y no se tomó con ellos la medida que se había tomado conmigo, sino que se desestimó su petición tan sólo. No era en ellos falta lo que en mí se quiso presentar como grave delito.

Pero si la petición fuese un delito, no comprendo por qué no se juzgó delictiva en el caso de los dos generales citados, ni en el del teniente coronel, los cinco comandantes, los treinta y cinco capitanes, los veintiún tenientes y los dieciocho suboficiales de las Armas combatientes que, en aquel mismo mes de septiembre, volvieron a España a petición propia”.

Después de presentado mi oficio y cuando dormía tranquilamente, me despertó un amigo, jefe que prestaba sus servicios en la Alta Comisaría, que para no ser visto acudió a mi pabellón a las dos de la mañana para decirme que el presidente había dispuesto mi arresto de un mes en un castillo y que fuera relevado de mi puesto por crear dificultades al Mando. Igualmente me informó de que se me ordenaría salir de Tetuán en el primer tren y antes de veinticuatro horas del territorio y que, con objeto de no verme, habían acordado salir al campo al amanecer.

Como es evidente, al amanecer paseaba por la plaza, viendo al poco como los coches llegaban a la puerta de la Residencia, por lo que decidí presentarme al general Aizpuru, consiguiendo con dificultad que se le transmitiera mi deseo. En ésta noté el cambio efectuado en los componentes de los cuarteles generales, que fueron saliendo del despacho de ayudantes al entrar yo en él.

Bajó el general Aizpuru un poco sorprendido.

—Me he enterado por casualidad —le dije—, de su salida al campo, y al ser el de mayor graduación de los que quedamos en la plaza, vengo a ver si tiene usted alguna orden que darme.

—Queipo —me contestó visiblemente contrariado—, después del oficio que presentó ayer, no puede seguir siendo jefe de la zona.

—¿Es que hay algo delictivo en tal oficio?

—No es a mí a quien ha disgustado, sino al presidente, que ha dispuesto su relevo.

—¿Me permite que le haga una pregunta, mi general?

—Haga usted las que quiera.

—Mi general, en el tiempo que he estado a sus órdenes, ¿le he creado alguna dificultad u ocasionado molestia de cualquier tipo?

—No, Queipo; usted sabe que tiene mi confianza absoluta, pero el presidente ha dispuesto su relevo y tenga la seguridad de que yo lo siento.

Tras despedirnos, salí, sin que me mencionase el arresto que se me impondría y me hice anunciar al presidente para despedirme, cumpliendo con mi deber.

Me recibió en su despacho.

—Vengo a cumplir con mi deber de despedirme de usted.

—Siento lo ocurrido, pero esto le servirá de lección para lo sucesivo.

—No puedo comprender que me sirva de lección lo que usted ha hecho conmigo, puesto que no creo haberlo merecido.

—Usted pretende siempre imponer su criterio y tiene la manía de ponérseme enfrente, cosa que no estoy dispuesto a permitir.

—Nunca he pretendido imponer mi criterio, sino hacer las oportunas advertencias de acuerdo con mi criterio y mi conciencia, ni tampoco he pretendido ponerme frente a usted, que desde que desembarcó ha empezado a perseguirme.

—¿Por qué no ha ido usted a Adrú? —me dijo, cambiando de repente la conversación y en tono recriminatorio.

—Porque nadie me lo ha mandado, en caso contrario hubiera ido.

—¿Que no se lo han mandado?

—Nadie —repetí—. Se me habló de que iría un convoy conducido por dos batallones al mando del coronel Obregón. Si me hubiesen mandado ir lo habría hecho sin la más mínima objeción, siendo así que sí las puse cuando el mando y la responsabilidad correspondían a otro, pues me pareció que podría ocurrir un serio fracaso.

Cambió entonces de actitud, dulcificándose, y me dijo que estaba mal informado. Viéndole en tal actitud, le dije:

—Creo que es una injusticia lo que está a punto de hacerse conmigo y le ruego por tanto que deje sin efecto esta medida o por lo menos en lo que se refiere al arresto.

—¿Y cómo voy hoy a decir lo contrario de lo que dije ayer?

Si hubiera insistido habría conseguido mi propósito, pero desgraciadamente no es mi carácter adecuado para suplicar y le respondí:

—Está bien, mi general; no quede usted mal por mí. Pero me atrevo a pedirle un favor: que me deje usted unos días, antes de empezar a sufrir el arresto, para ir a Cádiz a recoger a mi familia e instalarla en Madrid.

—No hay inconveniente. Ahora telegrafiaré al duque diciéndoselo y, desde luego, puede usted tomarse el tiempo que le parezca.

Me despedí con la frialdad que se puede suponer y salí para Cádiz y Madrid y unos días después para el castillo de La Palma, de El Ferrol.

Tal fue, reproducida con la máxima fidelidad que me permite la memoria, la entrevista que tuve con el presidente a la que mucha gente atribuyó caracteres de violencia».

En cualquier caso, es curioso reseñar cómo se adoptó esta medida contra Queipo, basándonos en la versión del comandante general, confirmada posteriormente por el duque de la Victoria, que junto con la duquesa, comía aquel día en la Alta Comisaría: se disponía el comandante general a salir para Ben-Karrik, adonde marchaban ya las columnas, cuando recibió el oficio en el que Queipo pedía ser relevado de su mando, y fue personalmente a entregárselo al alto comisario, mientras aquéllos se encontraban todavía sentados a la mesa. Se acercó al general Aizpuru y le dio cuenta de lo que ocurría y, como éste le murmuró algo, preguntó el presidente:

—¿De qué se trata?

—Una papeleta que presenta el general Queipo y no sé cómo la voy a resolver.

—Muy sencillo —contestó el presidente—, que vaya un mes a un castillo y que quede relevado del mando.

«De esta manera tan expedita, se tomó la grave determinación que me afectaba en mi carrera y en mi familia y en el bienestar y tranquilidad de la misma».

Un periódico de la época, en un suelto fechado en Larache el 28 de septiembre, da cuenta de la marcha de Queipo de África. De las veintisiete líneas con que contaba, la censura ha dejado a salvo apenas trece, en las que se debía contener la parte relativa a los hechos ocurridos, por lo que se la hizo desaparecer. Dice solamente:

«Don Gonzalo Queipo de Llano... [faltan tres líneas]

Es todo un carácter; es una línea recta, inflexible como su figura.

Le hemos visto funcionar, como se dice en el argot guerrero, y le reputamos como uno de nuestros generales más útiles, de mejor empleo en el campo.

Ya ha tenido por dos veces el puesto de segundo jefe de la comandancia general de Ceuta.

Hace algún tiempo dejó su puesto [falta una línea] y vino a España destinado.

Algún tiempo después [faltan tres líneas] Queipo volvió a África.

Ahora de nuevo [faltan dos líneas] se le destina a la Península».

El último párrafo de cinco líneas aparece entero censurado.

«He de retroceder unos cuantos meses para referir la que yo he creído siempre causa determinante de la persecución de Primo de Rivera. En el escrito que presenté haciendo historia detallada de las vejaciones de que me hizo objeto el general Montero, al no poder prestar declaración en las diligencias previas instruidas por el general Bazán, incluía una frase referida a las condiciones de la línea del Lau y de las posiciones que la integraban. Tras de advertir que éstas no habían sido establecidas en forma reglamentaria, sino respondiendo tan sólo a un capricho del general Montero, decía:

“La línea del Lau es de tal naturaleza que si una harka no numerosa pero enérgica se opusiese al racionamiento de aquellas posiciones, todas ellas caerían en poder del enemigo por inanición.”

Al mes justo estallaron los sucesos del Lau y de todas las posiciones que componían la misma sólo se salvaron dos o tres y aquéllos nos costaron más de ocho mil bajas.

Romanones, hablándome de este asunto, me dijo que la dictadura podría quitarme la carrera, pero no la gloria de haber dicho con un mes de anticipación lo que ocurriría si era atacada la línea del Lau. ¡Triste gloria! Nunca se exigieron responsabilidades, aunque están claramente definidas, por estos hechos».

Se encontraba en Madrid, después del primer cese en su empleo de segundo jefe de la zona de Ceuta, cuando, la víspera de la salida para Cádiz, se presentó en el hotel en que se alojaba toda la familia uno de sus grandes amigos, el comandante Peñalosa, para que le leyera el parte que había presentado contra el general Montero. En aquel momento salía de paseo con su mujer y sus hijos, por lo que adujo que no podía enseñárselo, pero ante sus insistentes ruegos y bajo su palabra de honor de que antes de las ocho de la mañana del día siguiente se lo devolvería, pues salía para Sevilla a las diez, le dejó la copia. Cumplió el comandante su palabra y lo recibió a la hora fijada.

Meses después, estando ya en Tetuán, recibió una carta del teniente coronel Beigdeber, agregado en nuestra embajada en París, en la que le enviaba un recorte del periódico Le Temps, que, en doble columna, contenía un amplio resumen de aquel escrito, lo que tomaba como pretexto para zaherir al ejército y a España. Tal circunstancia produjo a Queipo una gran indignación. No acertaba a comprender cómo había podido llegar aquel documento a poder del citado periódico. Al día siguiente recibió una carta del secretario del conde de Romanones en la que se le decía que éste había leído con verdadero interés el resumen publicado por Le Temps y que tenía aún mayor interés en conocer el original, por lo que rogaba se le enviase, en la seguridad de que lo devolvería a vuelta de correo (como así lo hizo), y dando todas las garantías suficientes para obtener el envío del documento, de no hacerlo público y utilizarlo tan sólo para su único y exclusivo conocimiento.

Al volver de Ceuta a Madrid, al ser relevado la primera vez, uno de los deudos más estimados del conde le contó que habían registrado la casa de Romanones sin encontrar nada, por lo que había enviado a su majestad el 31 de agosto una carta protestando contra aquel registro y remitiéndole, entre otros documentos, una copia del parte que Queipo le había enviado, para que viese las responsabilidades en que estaba incurriendo el general Primo de Rivera.

«Creí entonces que todo se me aclaraba y que la persecución de que se me hacía objeto obedecía a la creencia de que yo había dado aquel escrito al conde de Romanones como un arma para que le combatiese. Confieso mi ingenuidad, ya que al enviarlo no pensé que pudiera servir a este fin. Si lo remití fue porque, separado del mando que desempeñaba, me interesaba se supiese el motivo y no que lo había sido por ineptitud o cobardía.

Pero ¿es posible, pensaba yo, que un caballero como el conde de Romanones haya sido capaz de sacar copias sin mi autorización y mucho menos hacer uso de ellas sin haber solicitado mi consentimiento?

Fui recibido por Su Majestad el Rey, y al hablarle de mis cuitas, me demostró estar perfectamente enterado de cosas que sólo habiendo leído mi escrito podía conocer y recordé súbitamente la conversación con el deudo del conde, por lo que inconscientemente le dije:

—Es verdad, Vuestra Majestad ha leído ya la copia de mi escrito que le envié al conde de Romanones.

Me respondió solamente con un movimiento afirmativo de la cabeza. Mi informador no me había engañado.

Al ver al conde, me lamenté de su proceder. Desconcertado un momento, me dijo que sólo había enviado a Su Majestad un resumen. Contesté que no podría desmentir los testimonios que yo tenía que acreditaban que había entregado la copia entera».

La carta del conde de Romanones llegaría a su destino el día 1 ó 2; al despachar el presidente con el rey, debió tener conocimiento de que el conde estaba en posesión de aquel escrito que utilizaba para combatirle. Conociendo al presidente, debió sufrir un ataque de cólera y como ésta, «según Séneca, es la locura de un instante», en el mismo debió tomar la resolución de ser él quien fuese a Marruecos para restaurar su prestigio en entredicho.

«Entre sus propósitos de gloria entraría como uno secundario pero a llevar a efecto la venganza contra mí.

Esta opinión se funda en una conversación que sostuve con el Comodoro de Su Majestad, D. Enrique Careaga, amigo de mi juventud que me invitó a almorzar en el Savoy, almuerzo al que concurrieron el general Millán Astray y el coronel Liniers. Éste, amigo del dictador, estaba en Tetuán como ayudante del comandante general al ocurrir los sucesos que he relatado. Durante el almuerzo hablamos de la persecución de que fui víctima y al decir que no la comprendía dijo Liniers que no me molestase en pensarlo, porque al desembarcar el presidente estaba ya sentenciado por ir éste absolutamente predispuesto en mi contra y ante mi extrañeza contó que al desembarcar en Ceuta y darle cuenta el Alto Comisario del éxito obtenido en la retirada de Zinat, contestó:

—Lo ven ustedes, en cuanto llegué obtuvimos la primera victoria.

Después, cogiendo del brazo al coronel Liniers y llevándole aparte, le preguntó:

—¿Qué es lo que pasa aquí?

—Que la situación es muy grave, sobre todo porque hay una enorme crisis de mando, hasta el punto de que el único que le servirá será el general Queipo de Llano.

—Ése no me va a servir a mí para nada —contestó secamente, cortando la conversación».

Ahora bien, en el consejo del Directorio, la noche en que se trató del destino de Queipo de Llano y se acordó enviarle a las órdenes del alto comisario el 27 de agosto, el general Ruiz del Portal, al escuchar la propuesta de destinarlo a la plaza, formulada por petición del propio general Aizpuru, dijo:

—Debo hacer presente a usted, mi general, que el general Queipo tiene su carácter y puede crear alguna dificultad.

—El general Queipo —contestó Primo de Rivera— es un soldado disciplinado y un buen jefe de campaña, y como es el que está en mejores condiciones para ir, irá.

«Es decir, que a finales de agosto, yo era un soldado disciplinado y un buen jefe de campaña, mientras que el día 6 de septiembre era un díscolo y un creador de dificultades y, ¿por qué no?, un mal jefe de campaña. Y esto no porque hubiese cometido alguna falta ni actuado incorrectamente en ningún aspecto. A pesar de lo que yo pueda intuir, la causa real de aquel cambio de concepto de mí y actitud hacia mi persona constituye un secreto que se llevó a la tumba, pero que indudablemente acaeció entre la fecha de mi destino y la de su llegada a Tetuán.

Entretanto, la situación seguía sin resolverse, y los rebeldes detentaban el poder en la zona. Las miradas de todo el país estaban obsesivamente fijas en el conflicto de Marruecos. Los triunfos de Abd-el-Krim y la ampliación de sus dominios, así como sus repetidos ataques a la zona francesa, hicieron comprender a las autoridades de esta nación que su defensa dependía de la alianza con España. El 17 de junio de 1925 se celebró en Madrid una Conferencia hispano-francesa, en la que los dos países afectados concertaron la mutua defensa de sus territorios y decidieron intervenir por la fuerza de las armas para lograr la estabilidad de la zona. El 31 de agosto se reunieron, en Algeciras, Primo de Rivera y el mariscal Pétain, y el general Sanjurjo fue nombrado jefe de las fuerzas de desembarco. El 8 de septiembre de 1925 se produjo éste en Alhucemas, en la playa de Cebadilla, un cambio de emplazamiento que cogió desprevenidos a los rifeños. Las tropas entraron en combate en muchas y muy distintas ocasiones. Las fuerzas españolas y francesas fueron recuperando diversas posiciones. Nuevamente, en 1926 se reanudaron los ataques. Tras duros combates, Abd-el-Krim fue derrotado. Huyó y se entregó a Francia, y ésta, de acuerdo con el gobierno español, lo confinó en la isla de La Reunión. La guerra en Marruecos había terminado. Era el alto comisario el general Sanjurjo.