CAPÍTULO II. Pasión por la aventura
EN pleno corazón de la meseta castellana se encuentra la ciudad de Tordesillas. Cargada de historia, en cada esquina se puede imaginar un lance de amor, o un duelo en cada cruce de calles. La majestad de sus monumentos, la belleza de sus casas blasonadas, el misterio de sus recoletos conventos invitan al descanso, al recuerdo y a la añoranza.
En esta ciudad vallisoletana, donde era su padre juez, nació Gonzalo Queipo de Llano y de Sierra, el 5 de febrero de 1875, un acuario con ascendente libra, que ocupó en la familia el quinto lugar entre los hermanos. Fue su padre hombre de altísima estatura, que heredarían algunos de sus hijos, y de carácter recio y recto. Como ocurre en tantas parejas dispares, su mujer, Mercedes de Sierra y Vázquez de Novoa, era de corta estatura, rubia, de ojos azules, dulce, risueña, feúca, pero, en resumidas cuentas, adorable. Mi madre siempre dijo que era el ejemplo perfecto de abuelita de cuento de hadas, ya que reunía todas las virtudes que caracterizan la imagen ideal de éstas.
Mimosa como era, transcurrido el tiempo, y cuando su hijo Gonzalo era ya un hombre, se le abrazaba riendo a la cintura mientras él se erguía en toda su talla, diciéndole con la cara de niña reidora que siempre conservaría: «Hijo, dame un beso.» A lo que él, también entre risas, contestaba alzándola en sus brazos para que alcanzara su mejilla.
Fue también ejemplo de mujer fuerte de la Biblia, por naturaleza que la hacía ser dura, intransigente y en ocasiones arrogante, y por necesidad, para ser capaz de lidiar con la colección de hijos que el matrimonio fue poniendo en el mundo. Orgullosa de su estirpe, les enseñó a valorar el concepto de hidalguía. Inculcó en sus cabezas que esta condición no la da sólo el nacimiento, sino que las acciones de cada uno deben dar cuenta de la nobleza de origen; les exigió el respeto a sí mismos y a los apellidos que llevaban.
Educó a su prole en la escala de valores tan propia de la época: les enseñó el amor a Dios, queriendo hacer de ellos auténticos cristianos; apoyada siempre por su marido, les inculcó igualmente el sentido de la patria, por la que todo se debe sacrificar por encima de cualquier consideración; grabó en sus mentes la idea del rey como su señor natural, y les imbuyó el concepto del honor y de cuanto el vivir con honra y dignidad comporta. Tan orgullosa y rígida podía llegar a ser, tanto valoraba la estirpe transmitida a sus hijos, que si uno de ellos marchaba, especialmente a empresa arriesgada, lo abrazaba sin una lágrima, y una frase que se haría proverbial en la familia: «Hay raza.» Y con estas dos palabras resumía el espíritu que debía animar el comportamiento del que partía.
Crecieron los hermanos en el seno de una familia especialmente unida y bien avenida. Entre todos ellos Gonzalo, larguirucho desde niño, era enormemente atractivo, de claros ojos penetrantes, risueños en su juventud; tiempo tendrían de volverse melancólicos, de facciones enérgicas y porte señorial.
La vida transcurre en la libertad propia de aquellos años en una pequeña ciudad de provincias. Los hermanos corren por los campos, y se convierten en descubridores de cuantos secretos pueda brindarles la naturaleza y la orografía del entorno. Aprenden a nadar cuando su padre los arroja al río, tanto en verano como en pleno invierno, y tienen que sostenerse en el agua helada, llena de remolinos y de placas de hielo: cierto que allí están los otros hermanos para socorrer al que en tal coyuntura corra peligro, pero también entre ellos se hacen la misma jugarreta, aprovechando los momentos climáticos que hacen la natación más dificultosa.
Gonzalo, inquieto y travieso, entrena su fuerza y disfruta de su autonomía, de la que le dejan o se toma, formando tropas infantiles y organizando guerras, de las que más de uno saldrá con la cabeza abierta.
Tiene ya una clara vocación de lo que quiere en la vida: ser militar. La milicia le atrae quizá por que colma su ánimo aventurero y le apasiona. ¿No ha sido ya capitán y dirigido sus tropas en veinte combates... a pedradas? Y en otra ocasión en que, junto con sus hermanos fue a buscar pelea al barrio de los gitanos, ¿no conocieron ya el bautismo de fuego, puesto que uno de los componentes de su hueste resultó herido por una bala en el vientre? Responsable de su pasión por las armas fue, en buena parte, su madre, al inculcarle como lo hizo el orgullo de raza y el concepto de patria.
Recibirá Gonzalo una formación muy clásica y austera: las emociones no pueden ser mostradas ni manifestadas. Él, dotado de una naturaleza sensible, carecerá de la comunicación emocional que tanto necesita, por lo que elaborará en su mente una serie de mundos internos que le ayudarán a equilibrar, a compensar la rígida educación que se le da y que no cuadra con su espíritu profundo. Fue un niño, después un adolescente y más tarde un hombre en lucha entre lo que se le había inculcado, y por tanto consideraba que debía hacer, y lo que en verdad sentía o pensaba. Los tabúes de la época le harán pasar por auténticos traumas y le crearán dificultades graves hasta obtener la actitud alternativa interna que le permita canalizar su intenso potencial, por un lado muy mental, muy elaborado, pero por otro fuertemente pasional, incluso rompedor, iconoclasta, pero siempre acompañado de una sonrisa, de un saber hacer generoso y amigable. Era una personalidad muy profunda y al mismo tiempo muy ingenua, que mantuvo siempre su inocencia original, elaborando todas sus actitudes por medio de una mente profundamente estructurada y muy aguda. Se habría sentido más cómodo naciendo en otros tiempos históricos en los que sus ideales más profundos, sus inquietudes y deseos, pudieran haber sido aceptados. No ocurrió así, dado el entorno familiar y cultural en que le tocó vivir.
Entre los hermanos a los que yo recuerdo más y a los que quise entrañablemente contaría a mi tío abuelo Gerardo, el hombre más guapo que he visto en mi vida. Era inteligente, tierno, culto, siempre amable con todos y dotado de un encanto y un saber estar, así como de una hombría de bien, únicos.
Capítulo aparte merece una de las hermanas: Rosario, menuda como su madre, nada bella, pero dotada de un fuerte temperamento y una agudísima inteligencia y sentido del humor; afectuosa con aquellos a los que permitía que la conocieran bien, aunque adusta con los extraños. Fue todo un personaje, al que aprendí a respetar, querer y admirar a través de mi madre, que la adoraba.
Casada Rosario muy joven con un hombre guapo y atractivo a quien siempre se dio en la familia el nombre de Ramón el Sinvergüenza, no fue el suyo, precisamente, un matrimonio feliz. Ya en el viaje de novios le contagió una enfermedad venérea, que dada la carencia de medios de la medicina de la época, la abocó a una operación quirúrgica con la imposibilidad subsiguiente de tener hijos, lo que al parecer deseaba enormemente.
Siguió soportando durante un tiempo, más mal que bien, la vida conyugal, en la que se sucedieron sin intermitencias las infidelidades del esposo, que no hacía secreto de ellas y paseaba del brazo cada dos por tres, a la vista de todos, a la amante de turno. Cosa inaudita para aquellos tiempos, Rosario optó por la separación, pese al inevitable escándalo. Tras aquélla, en una ocasión encontró por la calle a Ramón, que acompañaba, en actitud de franco cortejo, a una señorita de vida más o menos alegre. Debió resultarle esta coincidencia más que suficiente a quien había padecido tantos desafueros y humillaciones en silencio para acabar de colmar su paciencia, y arrebatado el ánimo, aprovechó que al ser el día lluvioso se encontraba bien armada: persiguió a paraguazos al marido infiel, hasta que éste, harto de tanto golpe y de los que amenazaban con seguir, y asustado de los chichones que comenzaban a apuntar, corrió a encerrarse en un portal cercano. Mientras él, aterrado, sujetaba la puerta por dentro ante el asombro del portero, ella causaba más asombro entre los curiosos que se habían congregado a contemplar la escena, gritándole: «¡Sal, cobarde!, que aún tengo que darte tu merecido.»
Aún sonrío al imaginar la escena: una mujer de metro cincuenta que armada de un paraguas acorrala a un hombre como una torre, haciéndole permanecer durante más de una hora encerrado en el interior de un portal, por si acaso su ex esposa le aguarda aún por los alrededores.
Genio y figura... Así fue la tía Rosario. La recuerdo en sus últimos años. Pequeña, de figura compacta, derecha, cómoda pero cuidadosamente vestida. Se alojaba en una residencia regentada por monjas en la calle de la Princesa de Madrid, por ser un lugar lo suficientemente céntrico como para permitirle cuantas escapadas se le pasaran por la cabeza. En una pequeña habitación, había reunido los muebles y recuerdos más significativos y entrañables para ella. Vivía en permanente guerra con sus vecinas, a las que consideraba viejas decrépitas, sucias, incultas y carentes de interés, puesto que no disfrutaban como ella de la actualidad que bebía con entusiasmo en los dos o tres periódicos que devoraba diariamente, en los telediarios, de los que no perdía una palabra, y en los libros, su gran pasión, los que ocupaban las cabeceras de las listas de los más leídos o los que resultaran más polémicos. Todo ello constituía el gran aliciente que la mantenía viva en el más amplio sentido de la palabra.
Un día empezó a perder vista. Segura de su próxima ceguera, tomó la firme decisión y lo hizo con entereza, buen ánimo y su peculiar y recio sentido del humor, de que la vida ya no le interesaba, en tanto perdía para ella cuanto de atractivo tenía. Si iba a verse privada de aquello que mantenía su mente activa y su espíritu alerta, el acaecer diario carecía de sentido. Decidió, repito, morirse. Llamó a mi madre y le pidió que fuera acompañada por mí, entonces aún muy joven. Nos recibió con su conversación vigorosa y pintoresca de siempre, protestó, como era habitual, de aquel grupo de antiguallas con las que se veía forzada a convivir, y de repente, como un escopetazo, nos dijo: «Maruja, pequeña, [yo ya le sacaba más de dos cabezas], os he llamado para despedirme; me voy a morir porque lo prefiero. Cuando la vida aburre, ésta es la decisión más acertada. No pongáis caras raras o menos aún de pena; quiero deciros adiós con una sonrisa. Pero que quede claro que no quiero volver a veros. Hoy nos daremos un abrazo por última vez, pero sin sensiblerías. El próximo nos lo daremos cuando y donde Dios quiera, y ahora ya podéis iros. Venga, un beso y adiós.»
Fue, efectivamente, la última vez que la vi. Al comunicarme mamá a los pocos meses su fallecimiento, le rendí, eso sí, con un nudo en la garganta, el último homenaje de no llorarla, porque a ella no le habría gustado. Se dejó ir, simplemente. Su mente era tan poderosa que el deseo de no seguir viviendo hizo que la resolución tomada se cumpliera de manera efectiva y rápida.
Mujer animosa y vital, pasó la casi totalidad de la guerra civil encerrada en la cárcel Modelo de Madrid, en las celdas que ocupaban los condenados a muerte que esperaban cada día el fusilamiento a la mañana siguiente. Allí fue capaz de aprovechar el tiempo, escribiendo un curioso e interesante libro sobre sus experiencias y vivencias en la prisión, lleno de optimismo y esperanza, entre tantos horrores que tuvo que soportar y ver, y el inevitable miedo a la muerte, que cada noche se le anunciaba para el próximo amanecer. Y esto duró casi dos años, hasta que el abuelo consiguió canjearla, junto con otros prisioneros, por el hijo de Largo Caballero.
Retomando la historia, Gonzalo, niño inquieto, libre y alegre, dotado de un carisma que le convirtió en pequeño líder de sus compañeros, fue creciendo y lo hizo hasta superar ampliamente el metro noventa de estatura. Estaba provisto de una fuerza prodigiosa, de la que haría alarde en múltiples ocasiones; no es que estuviera orgulloso de ella, la aceptaba con la misma naturalidad con la que convivía con su talla o su color de pelo, pero sin olvidar la diversión que podía tan a menudo reportarle. Ya en los umbrales de la vejez, era capaz de partir en dos un mazo de cartas con la sola fuerza de sus manos, o romper de un puñetazo, lo que hizo más de una vez por alguna apuesta, el mármol de las mesas de café de la época de varios centímetros de espesor.
Siendo aún un chiquillo, en una de sus múltiples correrías por los alrededores de Tordesillas, oyó blasfemar y gritar a un carretero. Se acercó curioso por ver qué le ocurría al que así vociferaba. El carro, que transportaba un cargamento de piedra, se había hundido hasta la mitad de las ruedas en un barrizal, y por más esfuerzos que aquél hiciera o por más que fustigara a las dos mulas que tiraban del mismo, iba encallándose más y más en el cieno.
Se acercó con la arrogancia de sus pocos años.
—Pero hombre —dijo—, no pegue más a los animales, que así no va a conseguir nada. Esto es mucho más fácil; ya lo verá.
Se introdujo debajo del carro, inclinándose y doblando las piernas, dejó que éste reposara sobre sus espaldas y, al incorporarse, lo levantó del primer envite, y el tiro de mulas pudo arrastrarlo fuera del lodazal. Cuando llegó a la casa, doña Mercedes le contempló inquisitorialmente y le dijo:
—¿Puede saberse de dónde vienes, hecho un desastre como siempre y lleno de barro hasta las cejas?
—No es nada, madre; un pobre tipo que estaba en un apuro y le eché una mano.
Pasaron los años: la economía doméstica era, aunque suficiente, limitada, ya que el padre contaba sólo con su sueldo de juez. El juego, tan natural entre las gentes acomodadas de la época, había ido arruinando un tanto más cada generación, llevándose por delante una serie de importantes propiedades, como una de las más señeras fincas de las existentes junto a Valladolid, perdida en una apuesta a un tiro de caballos.
El problema del juego llegó a ser tal en la familia que recuerdo la anécdota de no sé qué pariente que se jugó a sus dos hijas. No atreviéndose el caballero a aparecer por su casa, cuál no sería la sorpresa de la esposa cuando, tras atender a una llamada en la puerta, una doncella le comunicó que dos hombres venían «a buscar a las señoritas por habérselas ganado a su padre en una partida». Prescindiendo de cualquier consideración, la buena señora se proveyó del primer instrumento contundente que encontró a mano, y a escobazos expulsó de su hogar a aquellos que reclamaban el pago de la deuda de juego. Lo que nunca supe fue qué ocurrió cuando el marido, arrepentido, decidió retornar al hogar.
Los años, repito, fueron pasando. Gonzalo, finalizados los escolares, contaba ya catorce en el verano de 1890, por lo que se hizo preciso tomar una decisión para su futuro. Era evidente que la milicia no sería su destino, el dinero escaseaba y esta carrera suponía un desembolso importante; por eso, siguiendo la tradición propia de la época por la que uno de los hijos era invariablemente destinado al servicio de la Iglesia, le correspondió a Gonzalo ser el elegido. Parece ser que esta decisión de sus padres cayó francamente mal en el ánimo del muchacho, que no se resignaba a cambiar su vida libre por la rígida disciplina de un seminario. No sé qué trucos o argumentos debieron emplear sus padres para torcer su voluntad y decidirle a ingresar en un momento en que por juventud y naturaleza eran otras cosas muy distintas las que anhelaba en la vida.
Su carácter, analítico y en el que predomina como base y meta fundamental la idea y sentimiento de la justicia, constante que marcará toda su vida, se exaspera ante la rígida disciplina que, sin razones que él pueda comprender, se le impone en el convento. No entiende nada, no comprende la vida a que se ve abocado para siempre. Él, que sueña en conocer otros mundos y otras culturas no admite depositar voluntad e inteligencia en manos de otros, que las forjarán a su antojo; cuanto de original y apasionado existe en su interior se rebela. Pasará así de castigo a amonestación y de una a otro.
Una tarde, cuatro seminaristas, entre ellos Gonzalo, son sorprendidos hablando en la hora de oración. Quien estaba a su derecha le ha pedido un libro de horas y al carecer de él, lo ha reclamado del compañero de su izquierda. Estos son los cuchicheos que se sancionan. El castigo que se les impone consiste en permanecer varias horas de rodillas sobre un saco medio lleno de garbanzos; así sufren más daño las rodillas hincadas en él y la pena infligida resulta más dolorosa.
De rodillas sobre el saco, siente bullir las ideas en su cabeza: él no va a soportar esta nueva afrenta: es injusta, y todo lo que huele a injusticia le conmociona. El padre vigilante ha salido un momento de la sala, y se pregunta cuánto tardará en volver. Contempla las caras entristecidas y sumisas de sus compañeros de castigo.
—No puedo más —les dice—, no pienso soportar más arbitrariedades; esto es un abuso y no nos lo merecemos. Y tampoco soy capaz de soportar esta vida para siempre. Me voy; vosotros podéis hacer lo que queráis, pero yo me marcho ahora, mientras no se dan cuenta.
—Nos vamos contigo —es la decisión unánime.
Despacio, recorren los pasillos del seminario hasta encontrarse en la huerta; remangándose las faldas de sus hábitos de novicios, saltan los muros del convento. Nunca más verse encerrado entre paredones que impidan a su juventud el grito, la carcajada estentórea, el contacto humano, la broma, el disfrute de la vida tan llena de posibilidades. Corren desalados atravesando los campos circundantes; entretanto, el padre vigilante vuelve a controlarlos y encuentra la habitación vacía. Da la alerta de inmediato y junto con otros frailes salen en persecución de los fugitivos. Los monjes, embarazados por el peso de sus ropas, no pueden competir con la rapidez de los jóvenes, que, por si fuera poco, para que no se les impida la huida, la emprenden a pedradas con sus seguidores. Se dispersan para burlarlos mejor. Al cabo de un rato de veloz carrera, Gonzalo, lleno de arañazos, se encuentra solo. Se sienta en el suelo para recuperar el aliento y estudiar la situación. ¿Volver?
¡Nunca! ¿Ir a casa, explicar lo ocurrido y pedir clemencia a sus padres? El castigo que le espera será peor que los del seminario, pero además corre el riesgo de que le devuelvan a la casa conciliar. No, tampoco puede acudir al domicilio familiar. De inmediato, acude a su cabeza la solución: en El Ferrol vive una tía a la que adora y que siente por él una acusada debilidad. Irá a su casa y le pedirá ayuda y cobijo, hasta que pueda organizarse él solo la vida. Ella no le fallará ni le traicionará y tendrá tiempo a su lado de pensar y... de recibir un poco de cariño, del que se siente especialmente necesitado.
Se levanta y comienza la marcha hacia el destino decidido. Su estancia en aquella santa institución ha durado tan sólo unos pocos meses. Sabe que le espera una ardua empresa, no tiene un céntimo y sus ropas le delatan, aunque, bien pensado, también pueden ser una ayuda.
Por las noches duerme en los campos, muerto de frío, o busca un granero donde refugiarse. Durante el día y ante el hambre que, pertinaz, le acosa, observa bien si en las cercanías se encuentra algún convento y, organizando lo mejor que puede sus maltrechos hábitos, se presenta en el pueblo, diciendo que le envían de aquél para solicitar limosna: algo va consiguiendo, lo que le permite en la aldea más próxima adquirir alimentos. Por el camino, cuando el estómago le impide continuar, salta las vallas de las huertas y busca zanahorias o fruta, que devora.
Al fin, avista la ciudad de El Ferrol. Compone su más humilde expresión, las manos sucias dentro de las anchas mangas y la cabeza baja, se encamina a casa de la tía tan querida. Abre la puerta una doncella y presentándose como un novicio del convento próximo (ignora cuál sea éste), pide hablar con la señora. Entra la tía en el salón y su sorpresa no puede ser mayor al verlo. Ya sabía de su desaparición por la inquieta madre, que en su angustia se la ha comunicado, pero encontrárselo en su casa, hecho un asco y apestando..., es demasiado: lo estrecha en sus brazos con fuerza, luego la mano se le escapa en un cachete, la para en el camino Gonzalo, besándosela.
—Tía, no se enfade; déjeme quedarme unos días con usted. Si no es a usted, dígame a quién puedo acudir.
—Hijo, sabes lo que te quiero —le dice entre besos—, pero no puede ser. Aquí te podrás quedar el tiempo que quieras, después de bañarte, pero con el consentimiento de tus padres, que están angustiados pensando qué te puede haber ocurrido.
—No, tía, se lo ruego, se lo suplico de rodillas si es necesario, pero no avise usted a mis padres, no les diga que estoy aquí. —El adolescente, casi un niño, está asustado—. Por favor, no lo haga; piense que, si saben lo desgraciado que era, me mandarán a la Academia Militar y no pueden costeármela, que las cosas en casa no están bien. Yo quiero ser militar, pero me lo ganaré con mi esfuerzo, no con el sacrificio de mis padres y, de paso, de mis hermanos. Que me sostenga el ejército, que para eso voy a servirlo con toda el alma. Pero imagínese si..., si están muy, pero muy enfadados, me vuelven al seminario, y eso no, que yo nací para la milicia, y además soy un hombre y sabré ganarme la vida.
—Pero, hijo, piensa en cuánto estarán sufriendo tus padres sin saber de ti.
—No, tía, que las malas noticias viajan rápido y si hubiera pasado algo grave, ya lo sabrían. Inquietos sí estarán, pero es mejor que cuando les escriba, o lo haga usted si así lo prefiere, todo esté ya organizado y yo pagándome mi futuro, no pesándoles a ellos, que bastante disgusto le va a suponer a mi madre que yo no sea cura. Déjeme tía, déjeme hacerlo a mi modo.
—Será como quieres, pero cuanto antes, que no quiero cargar con la responsabilidad de tener a unos padres en este sin vivir de no saber dónde se encuentra su hijo.
—Eso sí, se lo prometo, que tampoco para usted quiero ser una carga.
Así queda convenido. Ella no le ha visto ni sabe nada de él, aunque huelga decir que de inmediato se comunica con sus desasosegados parientes, pero, confabulados, optan todos por mantener el ya secreto a voces y que el muchacho actúe como desee. Estarán alertas, pero le dejarán hacer; han comprendido que tienen que habérselas con un carácter entero y una vocación auténtica, por lo que es más oportuna esta actitud de mantenerse al margen y aceptar las decisiones del adolescente que, según entienden, serán siempre propias.
La decisión de Gonzalo es ser militar, y de caballería, esto lo tiene muy claro —no así las ordenanzas castrenses—, y también que no quiere pesar sobre su familia, cuyo disgusto imagina, y menos después de la jugarreta que acaba de protagonizar. Tiene que encontrar una solución, y pronto, como ha prometido. Opta por sentar plaza en un regimiento; será en el de Artillería, que tiene caballos, pero se encuentra con la desagradable sorpresa de que a los quince años no puede ser artillero y, ante la perentoriedad de buscarse la vida, sienta plaza de educando de corneta, con carácter voluntario, en este cuerpo. Ya puede enviar noticias a casa y contar a todos que se encuentra bien y en el lugar que desea.
Pero no todo va ser tan idílico como imagina: un nuevo inconveniente le aguarda, insalvable e inmediato. Es incapaz de arrancar de su instrumento de manera correcta ni una sola de las llamadas de reglamento. Y así termina ese año y el siguiente. A saber cómo hace sonar su corneta, para que, en una revista que tiene lugar en el mes de abril del año 1893, el mando, con los oídos y la paciencia destrozados, tome la decisión de considerar que no reúne condiciones para su puesto de educando y lo envíe a prestar sus servicios como artillero segundo.
El padre de Gonzalo, desde su nuevo puesto de magistrado en la Audiencia de Valladolid estaba en situación de tomar cartas en el asunto. Posteriormente lo abandonó, dada su rectitud de conciencia, pues en un asunto pendiente recibió tales presiones de un ministro para que dictara sentencia en el sentido que a éste le interesaba que, antes que plegarse a las imposiciones que se le hacían, prefirió renunciar a su puesto. Pero por el momento tenía la influencia suficiente para ayudar a Gonzalo y puesto que consideraba que su injerencia sería entonces recibida con sumo agradecimiento por su independiente hijo, puso todo su empeño en liberarle del contrato que le unía al arma de Artillería, y obtuvo una plaza para él en la Academia de Caballería. Así Gonzalo abandonó esa arma en la que ingresó con tanto afán, en el mes de agosto de ese mismo año, y causó alta en Caballería, como había sido siempre su aspiración, lo que colmó sus anhelos.
Su paso por la Academia, entre septiembre de 1893, en que contaba ya dieciocho años, y febrero de 1896, cuando terminados sus estudios obtuvo el grado de segundo teniente, fue para él algo magnífico. La Caballería le apasionaba, el ejército era su vocación, se sentía conforme y entusiasta con cuanto le rodeaba. Amaba las marchas, los caballos, la esgrima, el tiro, materias en las que llegaría a ser un maestro; en fin, el manejo de las armas, las clases, especialmente las de estrategia o aquéllas que exaltan su ánimo y llenan de romanticismo su espíritu. Una frase se le quedó grabada, y la repetiría después habitualmente, como deleitándose en la misma: «El imponente huracán de la Caballería.» Y su imaginación volaba y se veía cabalgando al frente de sus hombres, asaltando fortalezas, salvando a los necesitados, rescatando doncellas en peligro y defendiendo a los débiles.
Está dotado de una potente memoria y de una mente poderosa y sumamente estructurada, lo que le hacía válido para cualquier estudio, sobre todo si era preciso utilizar sus dotes de organización y su capacidad de investigación, pero esto siempre y cuando las materias le interesaran, y como algunas no lo hacían en absoluto, tranquilamente prescindía de ellas. Así, los años en que permaneció en la Academia suspendió los exámenes ordinarios de julio, y pasaba al curso siguiente gracias al aprobado que obtenía en el mes de septiembre. La física, tal y como se le impartía, se le atragantaba. Y para colmo, el profesor de esta asignatura era, además de guapo, de corta estatura, por lo que el socarrón alumno le bautizó con el sobrenombre de la Bella Chiquita, cupletista famosa de la época; el apodo se extendió rápidamente y, siendo conocido por todos los cadetes, llegó a los oídos del propio profesor, que no debió sentirse precisamente entusiasmado. Y probablemente se la juró a su irrespetuoso educando. Pronto va a encontrar su revancha: cuando llegue el momento de estudiar la máquina de vapor. Gonzalo decide que ésta carece de valor para un cadete perteneciente al arma de Caballería. Se aplicará con ahínco en las disciplinas que entiende son de valor para ser un buen oficial de esta arma, pero considera que la máquina de vapor es un elemento inútil e innecesario. La Caballería no precisa de ella; él, en consecuencia, tampoco, y por tanto se niega a aprender cuanto la concierne. Sueña Gonzalo con las cargas de caballería medievales, sable en ristre, enfrente el enemigo patrio. ¿Se puede saber qué pinta en todo esto una máquina de vapor? Es obvio que el suspenso que recibe en esta materia está más que justificado.
El cadete que no recibía el aprobado en julio era automáticamente nombrado «perdigón de verano», título del que tampoco va a quedar él excluido, aunque llamarlo así cueste a más de uno de sus compañeros una paliza del forzudo condiscípulo. Y es que el remoquete escuece. Y tanto le desagrada, que un tiempo después aún será causa de un incidente que pudo tener consecuencias mucho más graves que un simple duelo a trompadas entre cadetes: a bordo del vapor León XIII, en el que realiza la travesía hasta Cuba, el tiempo se eterniza, y la distracción favorita de la oficialidad que espera el fin del viaje son los juegos de cartas, terminantemente prohibidos por el capitán del buque. Un día le llega el aviso de que está entablada una partida y es sonado el rapapolvo que reciben los integrantes de la misma. Gonzalo, acodado en la borda, los contempla, muerto de risa.
—Bien empleado os está, que las órdenes las conocíais de sobra.
—Pero, Gonzalo, los días se hacen interminables. Ya me dirás qué tienen de malo unas cuantas manos de póquer. En todo caso, ya que tan bien te entiendes con el capitán, habla con él intercediendo por nosotros; a ver si nos concede al menos la diversión de un pasatiempo tan inocente.
—Pues no, mira, no lo voy a hacer, que no estoy para andarme en libros de caballería por vuestra culpa.
—Para libros ya sabemos que no estás nunca, que por algo fuiste «perdigón».
El que así hablaba era un civil que iba a hacerse cargo de su puesto en la Administración colonial de la isla. Gonzalo, que ya creía olvidada su vergüenza, ni se lo pensó; la reacción fue un puñetazo que le abrió una ceja a su contrincante. Hubo que quitárselo de las manos, y afortunadamente el incidente acabó en carcajadas de todos los presentes, incluido el lesionado.
Perdigón o no, Gonzalo sigue negándose durante sus vacaciones a aprender cuanto se refiera a esa máquina, a la cual abomina. Y en septiembre, como era de esperar, la Bella Chiquita le pregunta única y exclusivamente sobre el detestado ingenio. La respuesta es catastrófica, aún peor que la del anterior examen. Pero algo viene a salvarle de repetir curso: en Cuba se necesitan hombres, y así, sin esperarlo, se encuentra con el tan ansiado aprobado y el destino al Regimiento de Dragones de Santiago, «por haber terminado con aprovechamiento sus estudios». En el mes de febrero pasa a Granada, y en abril, por fin, tiene en sus manos el destino al ejército de la isla de Cuba: va a la guerra.
Poco queda ya del Imperio español. Una de las colonias que aún permanecen en nuestra corona es Cuba, inexorablemente abocada a su independencia, por más que desde la Península se intente evitar. Perdidas ya la mayoría de aquéllas, debilitadas las fuerzas de España, deseosos los cubanos de obtener mayores libertades unos y la independencia los más, y ansioso Estados Unidos de hacerse con la isla caribeña, dado su expansionismo económico y el incremento del tráfico comercial fuera de sus fronteras, la contienda era inevitable.
España, en su afán por conservar las colonias, se encuentra en una posición realmente bochornosa. Inglaterra ha abolido la esclavitud en 1829, pero España continúa con la trata de esclavos para contentar a las clases altas de las colonias. Sólo promulgará la Ley de Abolición de la Esclavitud, para Puerto Rico, en 1873 y, para Cuba, y aun con reticencias, en 1880, durante la Primera República. Pero, por un lado, la mayor parte de los terratenientes habían ya perdido el interés en el sistema esclavista: era preferible disponer de un proletariado hambriento y dispuesto a trabajar por salarios miserables y, por otro, les resulta más provechoso quedar bajo la esfera de poder de Estados Unidos y no de España, que sigue negándose sistemáticamente a cualquier forma de autonomía, mientras que Estados Unidos les apoya en su independentismo.
Así, España va a enfrentarse a una guerra en la que tiene todo en contra. Inversamente a lo que ocurre cuando el continente se independiza, donde la casi totalidad de los indígenas están con la metrópoli y frente a los criollos, al gozar de los beneficios de las Leyes de Indias que los defienden de los abusos de aquéllos, en Cuba la situación es radicalmente diferente. España entrará en una contienda en que terratenientes y negros están en su contra, en la que se lucha en el otro lado del océano y en la que el contrincante que pelea por su independencia tiene a su gran aliado, Estados Unidos, a noventa millas de sus costas, con todo su poderío económico y su superioridad militar, tanto numérica como armamentística.
Tras un incremento de los impuestos, que aparece como una burla a las peticiones de los sectores reformistas, comienza la guerra en octubre de 1868 con el llamado «grito de Yara». A la voz de «Cuba libre», hombres armados ocupan esa localidad, y España se ve obligada a mantener durante diez años una guerra difícil, la llamada «Guerra Grande», de emboscadas y guerrillas, y cara en la sangre de sus hombres, que luchan en condiciones infrahumanas, aunque con un denuedo insospechado, contra los rebeldes que, apoyados por Estados Unidos, pelean por la emancipación de la isla.
Ya en 1869 Estados Unidos propone su mediación para poner fin a la contienda, pero sobre la base de la independencia de Cuba. El general Prim decide aceptar esta solución, pero se encuentra con la enemiga de una parte del gabinete, que se opone rotundamente a la misma, y de la opinión pública española. Consigue que el gobierno de Washington no reconozca a los rebeldes, aunque el entonces presidente Grant declara solemnemente su simpatía por los insurrectos. Las reclamaciones de Estados Unidos continuarán y la ayuda de esta potencia a los rebeldes no se interrumpirá nunca.
El gobierno español, dispuesto a poner fin a la guerra separatista cubana, encomienda esta labor a don Arsenio Martínez Campos, nombrándole capitán general de Cuba, a la que llega el 29 de diciembre de 1874, y concediéndole importantes refuerzos. Éste sigue una política conciliadora, y gracias a ella, se precipita la paz que se obtiene en el Convenio de Zanjón el 12 de febrero de 1878. Pero los términos en que se redacta el convenio no son suficientemente claros, ni satisfacen cuanto los cubanos esperan de este tratado.
Tras varios pronunciamientos e insurrecciones que no son tenidos en cuenta para modificar, en consecuencia, la política impuesta desde Madrid, la guerra por la independencia se inicia de nuevo, con el llamado «grito de Baire», el 24 de febrero de 1895.
Junto a la intransigencia de la postura cubana del partido separatista y las veladas o patentes amenazas norteamericanas, es injustificable la terrible ceguera que llevó a España a la guerra del 98, sin la más elemental previsión ni conocimiento de lo que representaba ya entonces la fuerza de Estados Unidos.
El estado de defensa de la isla era deplorable. España no tenía allí más de 14.000 hombres y unos cuantos barcos, viejos e inútiles. Cayó el partido liberal y subió al poder Cánovas. Nombró éste capitán general a don Arsenio Martínez Campos, al que se enviaron tantos refuerzos que a fines de año disponía de 126.000 hombres, con los que la rebelión podía haber sido dominada. Pero la clave del problema no estaba en los campos de Cuba, sino en Washington. El gobierno español se encontraba frente a la siguiente coyuntura: la guerra en Cuba hacía inminente la entrada en la guerra de Estados Unidos y, de producirse ésta, se perdería irremediablemente la isla. El general Martínez Campos, convencido de la gravedad de la insurrección, indicó a Cánovas que fuera designado para sustituirle el general don Valeriano Weyler.
Llegó Weyler a La Habana el 10 de febrero de 1896. Carecía éste del carácter conciliador del que fuera su maestro en la Escuela de Estado Mayor. Conocía Cuba por haber combatido en la guerra de los diez años y llegó dispuesto a acabar con la insurrección, empleando para ello todos los medios a su alcance. Para evitar que la población abasteciera a los rebeldes, ordenó evacuar las zonas rurales y concentrar a los evacuados en campos bajo vigilancia militar, con lo que la inanición y el paludismo comenzaron a diezmar de manera alarmante a los así reunidos. Éstos y otros procedimientos inhumanos ganaron para la causa revolucionaria a muchos indecisos, y su política y la fama de crueldad que rodeó su figura dieron lugar a nuevos acuerdos favorables a los insurrectos en las Cámaras norteamericanas.
Destinado por fin Gonzalo a Cuba, la madre, entera y serena, le ahorra su pena y le despide con un abrazo y la frase tan repetida en las ocasiones más graves: «Hay raza.» Y puesto que hay raza, de acuerdo con ella ha de comportarse y se comportará el recién estampillado teniente. Dentro de su corazón, aún de niño, queda una pena pequeñita: le habría gustado tanto que su madre le llenara de besos, le recomendara cuidarse y le dijera cuánto le quería...
Y aquí le tenemos en la ciudad de Cádiz, esperando el barco que le lleve a donde su fantasía, sus sueños y sus más firmes convencimientos le guían: a defender su patria con la fuerza de sus brazos, con la energía de su corazón y con el entusiasmo de sus veintiún años.
Era Cádiz en aquellos días un auténtico hervidero: en la bella ciudad se concentraban los hombres que esperaban embarcar para combatir por esos pedazos de España desparramados por el mundo. Y si unos esperaban con la resignación que produce lo inevitable y el miedo a lo desconocido, para otros esta espera estaba colmada de impaciencias, porque allá, en ultramar, aguardaba la gloria, pero también el servicio a la patria y la posibilidad del sacrificio por ella; todo esto y mucho más pasa por la cabeza del joven.
Es altísimo, flaco como una espingarda y luce unos enormes mostachos, propios de la época, que se ha dejado para dar más empaque a su imagen y, quizá, aparentar mayor edad. Viste el uniforme de rayadillo, blanco con listas azules. En las hombreras y en las bocamangas se ven las estrellas de su rango. En sus labios hay una sonrisa y una broma siempre prontas, y en sus ojos, que todo lo abarcan y absorben, una mirada para todas las mujeres que se le cruzan, porque, como dice siempre, no hay ni una sola fea, todas tienen algún encanto que las hace, sin excepción, irresistibles. Supongo que con alguna de ellas entretendría su espera, pues ya ha surgido en él la vena de mujeriego y enamoradizo que le acompañará toda su vida.
Y por fin, en el mes de mayo de 1896 se embarcará y arribará a la soñada isla de Cuba, donde va a prestar sus servicios en el Regimiento de Pizarro 30 de Caballería, en el que permanecerá hasta finales de febrero de 1897.
La isla se adueña de él para siempre; no su cielo, pues no puede olvidar el de su Castilla natal, pero el mar, ese mar turquesa, que parece envolverlo todo, y la vegetación, exuberante, lujuriosa, con verdes para él desconocidos, le desbordan el ánimo, no sabe, no tiene palabras para explicar lo que siente al verse rodeado de esa naturaleza espléndida. Esto es lo que él soñaba: los territorios lejanos en los que se integra su inquieto ánimo y la acción: la campaña y la defensa de la patria, de esa hermosa Cuba que es parte de ella y a la que ama como tal. No obstante y pese a su bisoñez, algo llama ya su atención; la guerra se improvisa, los mandos no tienen un plan ni se atienen a un orden. ¡Cuánto se habría ganado si la guerra hubiera sido bien planificada! Entra en campaña de inmediato y, tras diversos encuentros, el 7 de julio se destaca en el combate, en la acción de Francisco, y el 17 de julio, en Toledo Viejo. Recibe por ambas la primera de las condecoraciones que jalonarán su larga carrera militar: la cruz de primera clase del Mérito Militar pensionada.
Pero hay más cosas en La Habana que han captado la atención del joven teniente. Habida cuenta de que, salvo por sus compañeros, el español en Cuba se encuentra aislado, recibiendo un trato cortés pero distante y que le enardecen las mujeres, las bellas mujeres cubanas, en ellas se volcará. Se encuentra ya rendidamente enamorado de una joven, algo mayor que él, con la que vive un apasionado romance.
A principios del mes de agosto acuerda con un capitán, con el que ya le une una buena amistad, recorrer la ciudad y... sus bares. En uno de ellos traban amistad con un acaudalado caballero, natural de La Habana, que se convierte en su guía, para mostrarles mejor las bellezas de ésta y los diferentes establecimientos, en los que continuar la charla y calmar la sed. Con demasiadas copas ya en el cuerpo, deciden coger un coche de caballos y seguir el paseo. Su conversación denota los excesos cometidos.
—No sabe, querido amigo, cuánto le agradecemos su padrinazgo, que nos está permitiendo conocer tantos lugares que sin su amable tutelaje nos habrían estado vedados.
—Pues aún puedo mostrarles muchos otros más —interviene el paisano— y que seguro van a ser muy del interés de jóvenes como ustedes, puesto que supongo bien que en el servicio de las armas será difícil conocer mujeres hermosas.
—O sea, que nos propone usted irnos a un burdel —salta Gonzalo—. Pues no es mala idea, no señor, y por mi parte estaría encantado, pero prefiero no hacerlo, ¿sabe? Estoy enamorado; de una de las damas más dignas, discretas y encantadoras que he conocido. Que no, vaya, se lo agradezco mucho, pero yo no voy.
—Pues yo creo, Gonzalo, que, en primer lugar, eres un deslenguado, pues lanzas unas suposiciones bastante escandalosas, y, en segundo, que aunque fueran muy pero que muy escandalosas, tampoco estarían tan mal.
—O sea —ríe Gonzalo—, que te mueres de ganas de conocer a unas cuantas de estas señoritas de vida alegre que te están esperando con los brazos abiertos. Quién te iba a decir que empezarías el día mano a mano con un teniente con bigote y lo vas a acabar entre los suaves brazos de una jovencita.
—Señores, señores, formalidad, y dejen de reírse, que me contagian. Callemos todos y déjenme explicarles. No les propongo un lugar de mala nota, sino uno de los salones más elegantes de la ciudad. Les confesaré que en ese lugar, para usted, mi joven compañero, de vicio y perversión, yo encontré hace siete años a la mujer que hoy me aporta toda la felicidad de que disfruto en la vida. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Llevaba en aquel lugar tan sólo seis meses cuando decidí que tenía que ser sólo para mí, de modo que le compré una buena casa en la calle X y desde entonces la mantengo yo a ella en sus necesidades y ella a mí en las mías, aunque —risas— debo reconocer que son de índole bastante diferente. Pero mi Isabel es la mayor satisfacción que puede tener un hombre ya maduro, cargado de responsabilidades económicas, de hijos y de problemas.
—De modo que goza usted de los favores de una señorita que se llama Isabel —la voz del joven se ha vuelto helada—, y que le ha puesto casa en la calle X...
—Exacto, amigo mío, exacto. —A causa de su ebriedad no cae en la cuenta de la frialdad que repentinamente hay en la voz del joven teniente.
Gonzalo está lívido.
—Miente usted como un bellaco; ni conoce usted a esa señorita ni tiene nada que ver con ella. Algún desplante habrá sufrido de su parte y pretende vengarse quitándole la fama y el buen nombre.
—Oiga, jovenzuelo, un señor como yo no tiene por qué tolerar semejantes insultos, y menos aún que me llame mentiroso. Me arrepiento de haberle revelado mi secreto. No es usted un caballero ni merecedor de que yo le dirija una sola palabra. Baje inmediatamente del coche. Esto me pasa por rebajarme a tratar con españoles; todo cuanto procede de España es bajo e indigno.
—No ose poner en su sucia boca el nombre de España, no mancille el honor de mi patria, de la que es usted también vasallo; por esto y por otras cosas, por canalla, deslenguado y traidor, porque el que no es un señor es usted, es usted el que bajará y cuanto antes mejor.
Y sin pensarlo ni un segundo más, lo levanta en brazos y lo arroja al suelo. Unidas la altura de la caída desde lo alto del carruaje y el estado de ebriedad en que se encuentran los tres camaradas de juerga, queda el mayor de los tres hombres tendido en la calzada, inmóvil y con los ojos cerrados.
—Gonzalo, está muerto; lo has matado.
—No sé si lo he hecho, pero no creo que esté muerto; ha sido una caída de nada.
—Te digo que está muerto. Cochero, deprisa, vámonos de aquí. Gonzalo, ve al acantonamiento de inmediato.
—Mira que podemos ayudarle. Y eso que no, déjale dormir la mona, ahí en el suelo, como se merece por mancillar el nombre de España y calumniar a una dama.
—Gonzalo, insisto que está muerto. ¿Cómo quieres que te lo diga? Y mejor que no vuelvas por ahora allí. Aprovecha el permiso para esconderte por unos días, hasta que se calmen los ánimos.
—¿Esconderme? ¡Yo no me escondo! Cochero, a la calle X. Voy a ver a Isabel, pasaré la noche con ella y demostraré cuánto la amo. Después le contaré cómo un rufián ha pretendido ensuciar su honor y cómo por su buen nombre si no ha muerto de la caída, lo mataré en duelo. Cochero, vamos, deprisa.
En resumidas cuentas, el episodio se saldó con los siguientes resultados. En primer lugar, a una enfebrecida noche de amor siguió la confesión de lo ocurrido. Gonzalo hizo gala en su narración del entusiasmo con el que defendió la honestidad de aquella en la que creía ciegamente y a la que amaba por encima de toda consideración, hasta poner en juego su vida y su honor, de haber dado muerte al villano.
En segundo lugar, vino una bronca descomunal. El joven teniente, con el corazón y la inocencia hechos pedazos, se vio abofeteado y arrojado de la alcoba a la que llegó transido de amor, por una furia llorosa que le acusaba a gritos de haber matado a su protector. Sollozaba Isabel, caída en el suelo entre un revoltijo de sedas y encajes. Su brillante pelo colgaba sobre su cara enrojecida por el llanto. Gonzalo la miraba con el corazón roto. Algo se ha había hecho añicos en su interior. Grabó la escena en sus ojos y, pálido, dio media vuelta y se fue, como se le pedía, para siempre. En tercer lugar, llegó una acusación formulada contra él por su compañero de correrías y copartícipe en los favores de la damita en cuestión, que acabó en un procedimiento que se siguió en su contra por lesiones a un paisano, en el que recayó un decreto auditoriado que, independientemente de la sanción impuesta, dejó una negra mancha en su hoja de servicios.
Y en cuarto lugar (pero vaya por delante que Gonzalo había nacido como los gatos, con siete vidas, y siete veces gato, o que la frase de que «nadie muere antes de que le llegue su hora» es, en este caso, certísima), en la noche de autos, que el teniente pasó en brazos de su amada, al despuntar la madrugada, su acuartelamiento sufrió el ataque de un nutrido grupo de insurrectos que a golpes de machete acabó con todos los que en aquel momento dormían en el mismo.
Estaba dotado, y de esto no cabe duda, de una especie de protección providencial que le preservaba de los peligros que le acechaban. Era como si la mano divina se posara sobre él, evitándole la muerte que le rondó tantas veces.
Durante los meses de agosto, septiembre y octubre se suceden las acciones de guerra. Los lugares en que se desarrollan las batallas quedan inscritos en su expediente, dado su brillante y audaz comportamiento en las mismas. Y de nuevo, en tan pocos meses, recibe una nueva condecoración: el 15 de octubre se le otorga la cruz de primera clase del Mérito Militar, roja, pensionada, por su valeroso comportamiento en Potrero-Coca, donde su sable había causado estragos en las filas enemigas. Se destacan su arrojo y su carencia de sentido del peligro. Está en todas partes, parece multiplicarse y se encuentra donde menos se le espera, siempre con el machete en alto y dispuesto a la defensa o al ataque.
Pero pocas, muy pocas veces, ha tenido aún ocasión de sentir el huracán de una carga a caballo, de ésas con las que tanto soñaba y que le habían hecho menospreciar las máquinas de vapor. Por fin, el 22 de octubre va a tener la ocasión de participar en una carga de caballería «con todas las de la ley». Comienza la batalla contra las tropas del cabecilla Acosta, conocido como uno de los más peligrosos de los que operan en la provincia de Pinar del Río y que más en jaque trae a nuestras tropas. Ataca el pelotón español y el enemigo emprende la huida. Gonzalo, enardecido, guía a su sección en seguimiento de los que escapan, alejándose considerablemente de su unidad, para acabar cayendo en una emboscada: un grupo de insurrectos ocultos detrás de una cerca abre fuego contra ellos. El teniente, magnífico jinete y montando un poderoso caballo, salta la cerca y continúa la persecución de los que huyen, sin percatarse de que se ha quedado solo. Y en ese momento, vuelven grupas tres de los fugitivos y se lanzan sobre él, machete en alto. Consciente del riesgo, uno contra varios, decide morir matando. Se alza en toda su estatura sobre los estribos y, haciendo uso de su enorme fuerza, parte por la mitad, de lo alto de la cabeza hasta los hombros y de un solo golpe de sable, al primero que se ha acercado; luego se revuelve contra el segundo e igualmente acaba con él de un solo tajo. El superviviente se da a la fuga, y con él, el resto de los atacantes. Cuando sus hombres, que han conseguido superar la celada, encuentran a su teniente, está solo, con el sable ensangrentado y, junto a él, dos hombres muertos. Al revisar los bolsillos de ambos, queda Gonzalo sorprendido al comprobar que el primero de los vencidos, aquel sobre el que descargó a dos manos el sablazo mortal, es el propio cabecilla Acosta. Alguien le enseña el contenido de los bolsillos de éste: lleva unas fotos de su mujer y sus hijos. Gonzalo siente un extraño nudo en la garganta, se aleja unos pasos para que nadie vea las lágrimas que asoman a sus ojos y luego vomita. Acaba de comprender, y no lo olvidará jamás, que la guerra no es esa acción romántica en la que soñaba y tampoco como se la contaron: la guerra es cruel y, enfrente, hay siempre otro ser humano que ama, ríe, tiene esposa y familia. Esta lección le acompañará toda su vida.
Se acerca Gonzalo y suelta las hebillas que sujetan la magnífica montura del cabecilla Acosta, de cuero repujado y plata. Quiere guardarla como recuerdo. Pero sabedor el general Weyler de la existencia de esta auténtica joya, por orden dada al coronel al mando del regimiento del que forma parte Gonzalo, se incauta de ella. Hoy puede contemplarse en el Museo del Ejército como donada por el general Weyler, duque de Rubí.
De esta acción de guerra se hacen eco los periódicos de España, especialmente los de Valladolid. En uno de ellos se muestra la escena mediante un dibujo, aunque resulta diferente de como ocurrió en realidad. Pintar como querer.
En El Norte de Castilla aparece otro dibujo que muestra a Gonzalo con su cara de niño, guarnecida por tremendos mostachos y, al pie, una coplilla que dice:
«Un teniente, acción sencilla, casi un niño, entra en combate. Por vez primera se bate y da muerte a un cabecilla».
Nuestro joven combatiente se ha quedado sin su deseada montura, trofeo de guerra que en buena ley le correspondía, pero a cambio y en justicia, a tenor de lo reseñado en su hoja de servicios:
«Por los méritos contraídos acuchillando al enemigo en la acción de Coco-Bolo, le fue concedido el empleo de primer Teniente».
Sólo ha ocupado el de segundo teniente ocho meses y un día.
En los meses que restan para que finalice el año 1896 toma aún parte en un sinnúmero de encuentros, en los que sigue destacando por su bravura. Combate en la acción del Plátano el 7 de diciembre, «en la que se hicieron al enemigo más de sesenta muertos al arma blanca, habiendo merecido ser propuesto para recompensa por su comportamiento cargando a la cabeza de su Regimiento contra las partidas reunidas de Rabi, Aguirre, Castillo, Juan Delgado, Rodolfo Verjel y otros, que quedaron destrozados por la honrosa carga de caballería».
Pero entre batalla y batalla hay momentos de relativa calma. Como «cuando el diablo no sabe qué hacer, con el rabo espanta las moscas» y en el acuartelamiento se aburre, inventa, para distraer sus ocios, un nuevo pasatiempo: próximo a aquél se encuentra el cercado que encierra el ganado del que se abastecen las tropas, ganado entre el que se encuentran algunas reses bravas. Con ellas se hacían auténticas carnicerías; los soldados encargados de abatirlas eran malos tiradores, por lo que las herían una y otra vez y, en ocasiones, las dejaban agonizando largo rato. Era Gonzalo, aunque gran amante de la caza, incapaz de ver sufrir a un animal. «Soy un magnífico tirador —se dice—, me conviene practicar mi puntería, las mato sin que sufran, alguien tiene que sacrificarlas y yo, además, tengo demasiado tiempo libre. Pues yo me encargo de sacrificarlas.» Y así, cada vez que hay que suministrar carne a las tropas, se adentra en el cercado, con ciertas ansias toreras, busca la posición idónea para no herir a alguna res cercana y, girando en torno a ellas, hasta que está seguro de que el tiro será único y certero, dispara, y las acaba de un solo balazo. Pero en estas idas y venidas no se apercibe de que, mientras él voltea una y otra vez, llama la atención de un toro bravo que se arranca en derechura contra su cuerpo, sin que lo advierta, ya que se encuentra distraído con sus maniobras. Allí lo habría dejado muerto, pues, cuando reacciona, lo tiene ya encima: pero este singular carnicero tenía su público. Suena un disparo y el animal cae muerto casi a los pies del matarife: su salvador es el luego general José Cavalcanti de Albuquerque; el salvador saluda con la mano, el matador le brinda el toro caído a sus pies.
Entretanto, Estados Unidos envía un nuevo mensaje a España, el 7 de diciembre de 1896, que contiene ya graves amenazas, disimuladas en advertencias. Pero España, que se encuentra dispuesta a ampliar las reformas del gobierno local de Cuba, espera satisfacer así las reclamaciones del gobierno norteamericano.
Entramos en 1897, que parece anunciarse más tranquilo en el campo de batalla, aunque desde primeros de año entra Gonzalo en combate en varias operaciones de campaña «consiguiendo en todas desalojar al enemigo de sus posiciones, ocupándoles campamento, armas, municiones, caballos con montura y otros efectos».
«Me encuentro mal, estoy débil», anuncia un día a sus camaradas. Éstos se desternillan de risa. ¿Gonzalo sin fuerzas? ¿Gonzalo sin ánimos? No pueden imaginar más que se trata de otra estratagema en marcha o en preparación para organizar alguna jugarreta nueva o amena picardía. Desgraciadamente, no se trata de ninguna de las dos cosas: ha contraído una hepatitis, que pasará en pie y sin recurrir al médico, ya que para él, estar enfermo es una debilidad inadmisible. No da pues importancia a los síntomas que padece y continúa con su vida normal. Este incidente marcará su salud de por vida. En España es detectado con posterioridad el estado de su hígado y la dolencia padecida, originada al parecer por algún virus de origen tropical y contraída por el estado de los alimentos que ingerían y mucho más del agua que bebían. Los facultativos que le atiendan le impondrán una dieta más que rigurosa, de la que quedará absolutamente proscrito el consumo de alcohol, prohibidas las grasas y disminuida hasta el límite la ingestión de carne. Así, la vida de este hombre amante de los placeres de la buena mesa se convertirá en una pequeña tortura. En lugar de un bistec, se le servirán berenjenas rebozadas, a las que dará el nombre de «mis filetes».
El 10 de febrero y en terrenos de Kibican, se produjo un encuentro con el enemigo.
En este hecho se distinguió este Oficial que mandaba la Sección de Vanguardia; recibiendo un tiro a boca de jarro que le atravesó la guerrera y cartera que llevaba, sufriendo una ligera contusión.
Esto es lo recogido en la hoja de servicios. La cartera la llevaba en el bolsillo superior de la guerrera, justo sobre el corazón, y dentro de ella, un duro de plata de don Alfonso XII. Un tiro como el que recibió, a bocajarro, habría perforado aquélla y éste, y puesto fin a sus días. Pero la bala fue a dar, no en el centro del duro, sino en el canto, con lo que se desvió, sin alcanzar el objetivo al que iba destinada. En el cuerpo del abuelo causó tan sólo una magulladura, y en el duro, una concavidad en la que, al pasar el dedo por ella, se aprecia la forma y trayectoria del proyectil. De nuevo el destino había salvado generosamente otra de sus vidas. Pero ¿cuántas iban ya?
Recuerdo, desde muy chiquita, haber visto el duro rodando de cajón en cajón sin que nadie le hiciera el menor caso; a mí me obsesionaba aun desde antes de saber lo que era. Pasaba mi dedito por la señal del canto y sentía, no sé, un estremecimiento, una revelación de algo que se me escapaba. Años después, muy pocos meses antes de fallecer la abuela, yo había vuelto a localizar el duro en una caja en la que se guardaban las cosas más heterogéneas. Al repartirse los muebles y enseres de la casa, pedí a mi madre que se hiciera con el duro: yo lo quería. Mamá siempre tan recta y ante mi susto, pues ya lo daba por perdido, preguntó a sus hermanos si alguno lo deseaba. Sus respuestas negativas, a mí, que andaba camuflada detrás de alguna puerta, me llevaron a casi un éxtasis de felicidad. ¡El duro era mío! Desde aquel momento lo hice colgar de una cadena y lo llevo habitualmente al cuello como mi mejor amuleto; siempre pienso que sin él, yo ni siquiera habría llegado a existir.
El primero de marzo de ese mismo año es destinado al Regimiento de Caballería Expedicionario del Príncipe; formando parte de éste, interviene en innúmeras operaciones, por las que obtiene dos nuevas condecoraciones: otra cruz roja de primera clase del Mérito Militar y, el 5 de abril, la cruz roja de primera clase del Mérito Militar pensionada. Tiene tan sólo veintidós años, pero ya corre por Cuba la leyenda de un tenientillo flaco y desgarbado, que causa estragos entre el enemigo con su arrojo y con su sable. Se ha convertido en el terror de cuantos se le enfrentan, bien en campo abierto, bien en los ataques y rápidas retiradas en los que se ha especializado y constituyen ya el sello personal de su manera de luchar.
El gobierno español publica en 1897 la Constitución insular cubana. El 1 de enero de 1898 jura el nuevo gobierno de Cuba, y sin embargo, ni siquiera esto satisface a los norteamericanos, ansiosos de hacerse con el dominio de la isla. Este real decreto no será tolerado por los unionistas y voluntarios, partidarios a ultranza de la total subordinación a la metrópoli, los cuales asolarán las calles de La Habana denostando al general Blanco y vitoreando a su antecesor, Weyler, al mismo tiempo que vociferarán contra el gobierno español por ceder a las presiones de Washington. Esto, unido a los incidentes en la isla provocados por subalternos del ejército que asaltan las redacciones de tres periódicos, es suficiente para que Estados Unidos, que espera anhelante un motivo para intervenir en la contienda, dé por fracasada la autonomía concedida desde España. El gobierno norteamericano movilizará la escuadra y enviará a La Habana el crucero Maine con la excusa de proteger las vidas y propiedades norteamericanas, entre las que se cuentan grandes ingenios azucareros.
En los meses de febrero y marzo de este año, con manifiesta duplicidad, se desenvuelve un juego diplomático: oficialmente se encaminan todos los esfuerzos a provocar un conflicto con España, y, por otra parte, mediante relaciones secretas se negocia e intenta el pacífico traspaso de la Cuba española a Estados Unidos. Un enviado extraoficial del presidente visita a la reina María Cristina para plantearle como un ultimátum la siguiente alternativa: o la inmediata venta de Cuba, o la fulminante intervención de Estados Unidos para resolver por la fuerza el problema. Se fija hasta el precio de la venta: trescientos millones de dólares para el Tesoro español y un millón para los mediadores españoles. La reina consultó con todos los jefes de los partidos políticos. Nadie quiso aceptar la venta. Se comunicó al embajador norteamericano que España podría ser empujada a abandonar Cuba o a concederle la independencia, pero nunca a venderla.
En la noche del 15 de febrero se produjo una explosión en el Maine, fondeado en el puerto desde hacía veintisiete días, que provocó la voladura de dos o más pañoles de pólvora e hizo estallar la santabárbara, lo que causó la muerte de 260 oficiales y soldados. El trágico incidente, que se atribuyó a una venganza por parte de España, que posteriormente se pensó provocado por el propio Estados Unidos y que hoy parece probado que ocurrió de manera accidental, fue el pretexto para que los estadounidenses declarasen la guerra a España, ya que necesitaban hacer suya la victoria para así imponer sus condiciones, es decir, para establecer en Cuba un régimen neocolonial. Todo intento de mantener la paz era inútil y el gobierno español, por miedo a la opinión pública, se decidió a hacer frente a aquélla. La guerra fue rápida, y la victoria de Estados Unidos, fácil.
El gobierno americano presentó a España el ultimátum el 20 de abril de 1898. Ese mismo día, la reina María Cristina leyó ante el Senado el mensaje de la corona, en el que reconocía la soledad de España ante el conflicto, y que la razón y la justicia no tendrían más amparo que el valor de los españoles.
Por lo pronto, la escuadra del almirante Sampson estableció el bloqueo de la isla de Cuba.
Este funesto año de 1898 comienza para Gonzalo prestando sus servicios en el mismo regimiento; se le concede la cruz de María Cristina, no por una, sino por varias de las acciones en que ha participado y es ascendido al grado de capitán «en recompensa al distinguido comportamiento que observó en los combates librados con el enemigo» en distintos puntos; cuenta tan sólo veintitrés años. Con el ascenso viene un nuevo cambio de regimiento; a finales de julio es destinado al Regimiento de Caballería de Villaviciosa, donde queda prestando servicio de guarnición. «No, no es esto —debía decirse—; los combates en que he participado, los nombres de los lugares en que me he batido, pueden llenar folios. No, no es esto lo que yo esperaba de mi empleo de capitán.» Y con el descontento de la nueva situación, decide inventarse un nuevo entretenimiento que distraiga sus ocios. Decía de aquellos días: «De alguna manera había que matar el tiempo y si tiene que haber camorra, pues que la haya», y no es que tuviera que haberla; lo cierto es que estaba tan harto de la injusticia a que se sometía a su patria con aquella guerra que le encantaba provocarla.
Los cubanos partidarios de la independencia de la isla llevaban, por distinguirse y pregonar su condición de independentistas, grandes sombreros de paja con una ancha cinta. Los de clase alta solían empolvarse la cara. Ya estaba encontrada la diversión. Se arma Gonzalo de unas tijeras y de un enorme pañuelo y sale a la calle. Si tropieza con algún desgraciado que se permite llevar esa cinta desmesurada, le detiene y, arrebatándole el sombrero, se la recorta hasta reducirla a unas proporciones adecuadas. Pero si el viandante con el que se encuentra lleva polvos en el rostro, entonces se limita a limpiárselo. Huelga decir que los incidentes causados por esta nueva ocurrencia de nuestro capitán, amén de numerosísimos, no eran precisamente del agrado del mando. Continúa, no obstante, con su pasatiempo hasta que se cansa, porque es tanta su fuerza que apenas si encuentra resistencia, y si ésta se produce, termina en seguida de un puñetazo con ella. No merecía la pena tanto esfuerzo para tan poca diversión, el esparcimiento ideado no dio el resultado que él esperaba.
Las operaciones de guerra continuaron. El general Blanco no hizo nada a fin de organizar sus fuerzas adecuadamente para presentar combate al enemigo. La columna a la que pertenecía el capitán Queipo de Llano recibió la orden de suspender el avance hacia Santiago y retirarse a Sancti-Spiritu, y lo mismo ocurrió con otras divisiones del ejército expedicionario.
Dueños del mar, los americanos desembarcaron, entre el 14 y el 24 de junio, 16.000 hombres en las inmediaciones de Santiago, a los que se unieron las fuerzas cubanas independentistas, que iban a enfrentarse con 7.000 españoles enfermos, agotados, subalimentados y pésimamente abastecidos. Una división de 6.500 americanos, la división Lawson, atacó El Caney, el día primero de julio. En este poblado, defendido por 419 soldados y situado a tres kilómetros de Santiago, trató de cortarles el paso el general Vara de Rey; las tropas a su mando dieron pruebas de un heroísmo asombroso, fuera de toda ponderación, que sorprendió y extrañó a los propios americanos. Vara de Rey hubo de dirigir la acción desde una camilla, ya que había recibido dos balazos de gravedad; al final del día, que todo él había durado la lucha, recibió el general la tercera herida, ya mortal, pero aún tuvo el ánimo para arengar a las tropas, pidiéndoles que bajo ningún concepto se rindieran. Muerto el general y quedando tan sólo ochenta hombres del regimiento, los americanos se hicieron con la posición, tras dieciséis días de asedio. Su comportamiento fue de tal valentía que el enemigo rindió honores militares a los supervivientes. Igualmente y con similar despliegue de heroísmo por parte de nuestros soldados, fue sitiada y tomada la loma de San Juan, no sin importantes bajas para los norteamericanos en ambas acciones. Ésta fue, prácticamente, la última batalla de la contienda.
El gobierno de España envió a Cuba una escuadra al mando del almirante Cervera, mal abastecida y peor pertrechada, que llegó a Santiago de Cuba el 19 de mayo, tras burlar el bloqueo norteamericano. Pero, tras cargar carbón, no pudieron dirigirse a La Habana, como estaba previsto. Cayeron en una trampa. El puerto era una red que se había cerrado sobre ellos. El capitán general de la isla, Ramón Blanco, ordenó que la flota saliera de la bahía aun en contra de la opinión de Cervera y de sus oficiales, conscientes de que iban a una muerte segura. Nuestros barcos, antiguos cruceros que no podían enfrentarse con los acorazados estadounidenses, fueron enviados al sacrificio. Uno a uno, después de ser incendiados, naufragaron bajo el fuego enemigo. Era el 8 de julio.
Al conocer la destrucción de la escuadra, el gobierno ordenó la capitulación de la ciudad de Santiago, que se produjo el 16 de julio, tan pronto tuvo la seguridad de que el ejército acataría la orden de suspensión de las hostilidades.
Las condiciones de paz impuestas por el presidente norteamericano Mac Kinley no podían ser más duras: primera, renuncia a Cuba y evacuación inmediata de la isla, y segunda, como indemnización de guerra, cesión a Estados Unidos y evacuación inmediata de la isla de Puerto Rico y de todas las demás que España poseía en las Indias occidentales. En París comenzaba a negociarse la paz. Estos rumores se extendieron rápidamente por toda España y por Cuba; se levantaban heridas.
En Sancti-Spiritu, donde se encuentra acuartelado Gonzalo, se comenta, como en casi todas las guarniciones, y es sólo el fruto del deseo de muchos, que el mando ha prometido reemprender las operaciones en cuanto lleguen refuerzos.
Gonzalo no se guarda sus opiniones: «La estrategia no ha sido buena. El mando debió concentrar las tropas de la isla para enfrentarnos a los norteamericanos, y los habríamos vencido, puesto que somos muy superiores a ellos. Pero todo se ha hecho mal, se ha dado la oportunidad de ir venciendo batallón tras batallón y regimiento tras regimiento, cuando en una única acción, con todos nuestros efectivos reunidos, habríamos quedado indiscutiblemente vencedores.»
También reaccionará violentamente ante la idea de una negociación en la que se obtendrá la paz, sí, pero se entregará la isla. Se exaltan los ánimos de la oficialidad y empieza a cuajar la idea de obligar al mando a continuar la campaña; nada de promesas, realidades, y si no es así, habrá que hacer la guerra sin contar con aquél. En este movimiento se integra el capitán Queipo de Llano.
Varios de los oficiales que se habían unido a la idea desistieron pronto de su propósito. Pero Gonzalo, que aún contaba con algunos oficiales amigos y con la lealtad incondicional de sus hombres, decide hacer la guerra por su cuenta para defender «aquel pedazo de su país». Ya apunta en él la idea de que, ante el bien de España, prefiere enfrentarse a la autoridad, por muy caro que le cueste.
Y se enfrentará denunciando también cuanta injusticia se presente ante él. Sin considerar el daño que este afán de probidad pueda causar en su carrera, se lanzará en pos de lo que le dicte su honestidad sin atender a razones ni a consideraciones de cualquier índole. Así, conocedor de que en tan lamentables momentos, con los hombres padeciendo hambre y faltos de ropa, calzado, remedios y armas, un capitán negocia con el rancho de las tropas, que ni cobran sus salarios ni comen adecuadamente, pues lo que se debe gastar en provisiones va a engrosar los bolsillos de su superior, no pierde tiempo en presentar la correspondiente denuncia.
Pronto se le alcanza al mando la trascendencia que tal denuncia puede llevar al ánimo ya más que desmoralizado de los soldados y la que las opiniones sobre la política del gobierno pueden comportar y, ante la incomodidad que causa este joven capitán tan incorruptible, se decide quitarlo de en medio utilizando la siguiente estratagema: se le convence de la necesidad de trasladarle con la mayor premura a zona donde sus servicios puedan ser más eficaces. Se le embarca, y con él a sus seguidores y sus hombres, con tan sólo lo que llevan encima, los pertrechos de campaña, en el vapor Montserrat, que zarpa de inmediato rumbo a España. Es el 13 de octubre de 1898. Queipo de Llano empieza ya a dar muestras de ése su temperamento amigo de la verdad y de la integridad que tantos problemas le causará a lo largo de su vida. Desembarcan en Cádiz el 2 de noviembre con lo puesto, ya que sus pertenencias arribarán en el siguiente barco salido de Cuba.
Ha permanecido en Cuba dos años y cuatro meses largos. Vuelve cargado de condecoraciones y con fama de intrépido, arrojado y audaz. Debería sentirse feliz por su vuelta a casa, pero no es así, pues atrás ha dejado una tierra que ya no es su tierra y que había aprendido a amar. Tiene además en la boca el amargo sabor de la derrota y también el de haber conocido por propia experiencia lo que significa el abuso de poder de los que detentan el mando y lo utilizan inadecuada o injustamente.
La gran verdad histórica es que Cuba fue independiente de España por negarse ésta a vender la isla a Estados Unidos. Como decía el gran historiador Pabón:
«Teníamos e impusimos este concepto. Tierra que no se vende, ni se compra, ni se hipoteca, ni se da; cuya suerte puede cambiar la guerra, pero no el comercio; que al separarse es patria también; nunca cantidad perdida o traspasada, sino cualidad esencial que no quiebra en la separación».
La paz, tan costosa, no tiene otra forma de conseguirse que la total capitulación y aceptación de las durísimas exigencias que se nos imponen, se cede a ellas «ante la fuerza, por la imposibilidad que tiene España de resistir y para evitar nuevos derramamientos de sangre». El Tratado de París se firmará el 10 de diciembre de 1898. España renuncia a Cuba, Puerto Rico y todas las demás islas que poseía en América, a todas las islas Filipinas y a la isla de Guam, la más importante de las Marianas.
Ha terminado el Imperio español de ultramar.