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—Si no nos ponemos las pilas, Marisa nos va a dar una paliza en la cancha —les advirtió Raquel antes de sacar otra vez.

Estaban ya a viernes, llevaban toda la semana entrenando después de comer y no acababan de ver muchos avances, por lo que los nervios empezaban a poner a algunas chicas algo tensas. Solo faltaban tres semanas para las olimpiadas y, si seguían así, lo tenían clarinete... Además, habían visto a Marisa y a las Pitiminís entrenando alguna mañana y controlaban el juego bastante más de lo que imaginaban en un primer momento...

El balón pasó a Susana, después a Alba, a Bea, a Frida...

—¡Vamos, Lucía! —gritó Frida de no muy buenas maneras.

Lucía se había puesto a revisar los chorrocientos mensajes que tenía en el móvil y no se había dado cuenta de que habían empezado otra ronda de tiros, así que el balón, que tenía que haber golpeado, acabó rodando por el suelo.

—¡Perdón! No te había oído —se disculpó Lucía y, tras guardar el móvil, regresó al entrenamiento. Se colocó esta vez al lado de Alba, a quien dedicó una cálida sonrisa, pero de quien no recibió nada más que un giro de cabeza.

Llevaban toda una semana pasando mucho tiempo con aquella extraña chica y seguían sin saber absolutamente nada de ella. Al contrario que Lucía, ella sí era puntual, pero eso era lo único que hacía: llegaba, entrenaban todas juntas y no abría la boca nada más que para decir imagen a las órdenes de la capitana, Raquel. Todos los intentos que había llevado a cabo Lucía por hacer que se sintiera a gusto en el grupo habían sido un fracaso. Lucía empezaba a preguntarse si aquella chica tenía un problema con ella o con todas.

—¡Ya estoy preparada! —anunció dando una palmada.

No le pasó desapercibido el gesto de asqueo que Frida hizo antes de recoger el balón del suelo y sacar; ni tampoco las expresiones de cansancio de las demás. Le dieron ganas de explicarles que bastante hacía ella con estar allí en todos los recreos: casi no veía a Eric por esas malditas olimpiadas... Pero optó por callarse y esperar a que a sus amigas se les pasara la hostilidad que había ido aumentando a medida que avanzaba la semana.

Cuando sonó el timbre, sintió tal alivio que se quitó los pantalones y se despidió de las demás para correr hacia clase antes que ellas: ¿quién se lo iba a decir? Ni siquiera le tocaba una asignatura que se le diera especialmente bien, porque inglés era un rollo, pero estaba tan harta de entrenar al vóley que cualquier cosa le parecía mejor. Además, Eric le había escrito un whatsapp diciéndole que la esperaba en los columpios, para ir juntos a clase. Así que aceleró y se plantó allí en un periquete.

—Respira —le dijo él con media sonrisa y Lucía se tomó un momento para recuperar el aliento.

También él debía de haber estado practicando para las olimpiadas, porque todavía llevaba puestos los pantalones cortos de deporte. Estaba tan guapo que no importaba que estuviera medio sudado, y que la coleta que se había hecho para recoger su pelo rubísimo estuviera medio deshecha... Todo le quedaba estupendamente.

—¿Cómo va el vóley? —le preguntó.

—Fatal.

Lucía le contó que estaban todas medio enfadadas con ella y que estaba hartándose de tanto entreno. No tenía tiempo de nada con tanta actividad y ninguna de sus amigas tenía en cuenta lo cansada que iba y el esfuerzo que le suponía entrenar casi todos los recreos.

—¿No se lo has dicho?

—¡No tendría que decírselo yo! Deberían darse cuenta ellas solitas...

Lucía le pidió a Eric que cambiaran de tema y hablaran de cosas alegres para aprovechar ese rato de descanso juntos. Después se quedó abrazada a él. ¡Ni siquiera sudado olía mal! El aroma a jabón seguía intacto y Lucía respiró hondo para disfrutar de él. Eric le acariciaba el pelo mientras cerraba los ojos: deseó poder quedarse así durante horas. Cuando volvió a abrirlos se fijó en que el patio se había quedado completamente vacío.

—Es hora de volver —anunció a Eric.

Se encaminaron juntos a clase, cogidos de la mano. Al llegar le costó tanto soltarse de él que cuando fue a entrar en su aula, la puerta ya estaba cerrada.

La señora Dolloway tenía una sustituta de la que todavía no sabía qué pensar. Se decía que la antigua profe se había vuelto a Inglaterra para casarse con su prometido, con quien había mantenido una relación epistolar durante los últimos años: una historia digna de novela. Y en su lugar había llegado una profesora que casi parecía que tenía su edad. No era mucho más alta que Lucía y se llamaba Estella.

Cuando Lucía abrió la puerta, Estella estaba apoyada en la mesa con los brazos cruzados observando como los alumnos sacaban sus libros. Se mordió la lengua y esperó a que le cayera una nueva bronca por llegar tarde. Estaba más que demostrado que la puntualidad no era lo suyo. Podrían darse todos por enterados y dejar de exigírsela, ¿no?

—Bienvenida, Lucía —la saludó Estella sin más, lo cual la pilló por sorpresa.

imagenLa explicación le llegó enseguida:

—Ya me ha dicho Marisa que estabas hablando con tu tutora, no hay problema.

Lucía miró a Marisa, frunciendo el ceño extrañada y la otra, sentada en la primera fila, le respondió guiñándole un ojo. ¿Estaba flipando o se lo había imaginado? Totalmente alucinada se volvió hacia sus amigas para preguntarles si habían visto lo mismo que ella o era producto del cansancio. Tanto Frida como Susana miraron a Lucía con mirada cortante, llena de sospechas, como si les estuviera ocultando algo superimportante. Las preguntas no se hicieron esperar y, en cuanto tomó asiento, notó como le vibraba el smartphone en el cajón del pupitre.

 

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Resultaba que tenía que darles explicaciones porque Marisa le había echado un cable, al contrario que ellas, que no hacían más que lanzarle pullas. Ya estaba cansada de justificarse constantemente. ¿Tanto les costaba aceptar que las personas podían cambiar para bien?