Lucía metió las llaves en la cerradura disimulando el pequeño temblor de sus manos. Había dicho a Eric muy rápidamente que fuera a su casa a merendar y a estudiar... Cruzó los dedos y deseó con todas sus fuerzas que no hubiera nadie en casa. Pero nada más abrir la puerta, oyó la cálida voz de José María al otro lado. Por lo menos, el ogro no había llegado todavía.
—¿Lucía?
—Hola, José María.
—¡Hola! ¿Te hago la me...? —José María apareció en el recibidor con un trapo colgado al hombro. Debía de estar preparando algo rico para la cena, a juzgar por el olor, y, al ver a Eric, interrumpió lo que estaba diciendo para corregirse—: ¡Hola, Eric! ¿Os preparo la merienda?
—Hola. Hemos venido a hacer los deberes —se justificó rápidamente Eric, todo formal.
—¡Muy bien! —respondió José María, jovial. Sus ojos se achinaban tras los gruesos cristales de las gafas.
—No te preocupes por la merienda, ahora cojo yo cualquier cosa —dijo Lucía.
A pesar de que llevaba casado con su madre como tres años, José María todavía no se sentía con el poder de imponer nada a Lucía. Así que ella aprovechó las circunstancias para escabullirse lo más rápido posible de una situación poco cómoda (por decirlo de alguna manera): entró en la cocina, cogió unas magdalenas, un poco de zumo del tetrabrik, y se lo llevó todo a su habitación.
—Bonito cuarto, y muy ordenado —comentó Eric mirando las paredes blancas, impolutas, el cuadro de la bailarina, el puf...
—Son los efectos de vivir con una ogro. —Lucía sonrió con cierta timidez. Era la primera vez que un chico entraba en su habitación. Menos mal que esa mañana no se había dejado ninguna prenda por en medio que pudiera avergonzarla.
Lucía cerró la puerta y se quedaron a solas. Mientras Eric lo observaba todo con curiosidad, permanecieron en silencio. No estuvieron así ni dos minutos, pues enseguida oyeron unos golpes de nudillos al otro lado de la puerta. Y es que, aunque José María era un buenazo, no quería infringir las reglas de su mujer, algo que Lucía comprendía perfectamente.
—Pasa —le concedió Lucía.
José María abrió la puerta de par en par y después dijo:
—Si necesitáis cualquier cosa, me lo decís, ¿vale?
Lucía y Eric le dieron las gracias, y él, por supuesto, no cerró la puerta al marcharse. Más bien todo lo contrario: la abrió un poco más. Eric señaló una foto de la mesilla de noche en la que salía Lucía con su padre años atrás. Ella debía de tener cuatro o cinco años, y estaba abrazada a él, bastante más joven también: ni siquiera llevaba la barba de tres días que solía taparle la mitad de la cara entonces.
—¿Tu padre y Lorena ya tienen nombre para el bebé? —le preguntó de pronto.
Se notaba que buscaba temas de conversación para
ocultar un poco el nerviosismo de estar en ese sitio con ella. Pero a
Lucía no le apetecía nada hablar del bebé, ya tenía suficiente con
hacerlo cada vez que estaba en casa de su padre: se había
convertido en el monotema de conversación. No es que hubiera cogido
manía al pobre niño que todavía no había ni nacido, solo estaba
cansada de hablar siempre de lo mismo. Ya no recordaba cuánto hacía
que no le contaba a su padre nada suyo, de su vida, vamos.
—Sí, se llamará Álvaro —dijo, y encendió el equipo de música para dar por concluida esa parte de la conversación.
Comenzó a sonar One Republic con su «If I
Lose Myself». Cogió otra silla del despacho y se sentaron al
escritorio, uno al lado del otro, para empezar con los deberes de
plástica que les habían puesto ese mismo día: ella había tenido
clase a última hora, y él, a primera, pero los ejercicios eran los
mismos. Lucía sacó su lápiz, la lámina y la réplica de una pintura
original de un pintor neoimpresionista francés, Georges-Pierre
Seurat, para comenzar a copiarla. Todo el mundo utilizaba papel
vegetal para que fuera idéntico y no equivocarse, pero ella
prefería hacerlo a ojo, porque de la otra manera creía que las
formas no le quedaban naturales. Eric no le quitaba ojo de encima y
eso la alteraba un poco, quería que le saliera perfecto.
—¿Cómo dibujas tan bien? —le preguntó.
Lucía levantó la vista de la lámina y se encontró con los ojos centelleantes de Eric mirándola directamente. Le hubiera cogido la cara y le hubiera plantado un beso ahí mismo, pero se contuvo. En lugar de hacer eso, se encogió de hombros y le respondió:
—Igual que tú juegas al fútbol bien, yo dibujo bien, no sé —se explicó antes de volver al lápiz para continuar copiando la escena.
Estaban trabajando el puntillismo, y Eric después tendría que rellenar toda la imagen con puntos de rotuladores de colores.
—No es lo mismo —volvió a hablar él, y estaba tan cerca de ella que le llegó su aliento a zumo de naranja, que acababan de beber.
Lucía siguió con el lápiz. Le estaba
costando horrores centrarse en la escena que tenía delante, en el
papel, y no en la que estaba viviendo ella: a solas (más o menos),
en su dormitorio, con Eric. Estaba dibujando el brazo de uno de los
personajes cuando notó como la mano de Eric le acariciaba la
mejilla. Inmediatamente, paró de dibujar y volvió la cabeza, de
manera que la mano de Eric acabó acariciándole los labios. Se
quedaron muy quietos mirándose. Lucía sentía unas cosquillas en el
estómago que no podía ignorar. Ahí estaban ellos, en su casa, en
terreno espinoso, a punto de besarse... Era peligroso, pero también
intrigante. Eric inclinó la cabeza un poco más y ella aceptó el
beso hechizada.
De pronto, la música se silenció para dar paso al siguiente tema de la lista de reproducción. Justo antes de que Coldplay y su «A Sky Full of Stars» empezaran a sonar, Lucía oyó por el pasillo la inconfundible voz de su madre. Ni lo pensó, dio un empujón a Eric y se separó de él con tal fuerza que acabó cayéndose al suelo con silla y todo. Cuando María apareció en la puerta de la habitación, Lucía se estaba poniendo en pie y Eric se había quedado como un pasmarote en la esquina opuesta de la habitación.
—¡Anda! Hola, Eric.
—Hola, señora —la saludó Eric, tieso como un palo.
—Lucía, ¿está rota la silla? —le preguntó María frunciendo el ceño e ignorando la actitud exagerada de Eric hacia ella.
—Sí, no sé, ha debido de fallar una pata... —se excusó Lucía peinándose con los dedos y arreglándose después la camiseta.
No se atrevía a mirar a Eric por si acaso su madre notaba algo. Ya había sido suficiente que su padre la pillara en pleno beso durante la fiesta del séptimo cumpleaños de su medio hermana Aitana. Para Lucía había sido un éxito de fiesta, desde luego, pues fue cuando se reconcilió con Eric definitivamente tras un verano movidito. Y la habían celebrado en la casa de su padre y Lorena. Total, que su madre también había estado a punto de hacerla pasar por el mismo trago... Desde luego, la reacción de uno y de otro no hubiera tenido NADA que ver. Mientras David solo la advirtió que no se fiara tan rápidamente de los chicos, María probablemente la hubiera encerrado en casa tres meses o hubiera ideado una estrategia para que cada vez que Eric se acercara demasiado a ella le sonara una alarma o algo así...
—¿Estáis con los deberes? —preguntó María analizando detalladamente el estado de la habitación con su característica mirada penetrante: la lámina a medio hacer encima de la mesa, la música puesta (justo en ese momento John Legend interpretaba la parte más romántica de la canción)...
—Sí, pero yo ya me iba —anunció Eric, recogiendo sus cosas y guardándolas en la mochila.
Lucía le miró y fue entonces cuando se fijó en un detalle que se le había escapado: su gloss frambuesa también estaba en la boca de Eric. Intentó advertirle limpiándose los labios con la mano, pero el chico estaba tan nervioso que no se percataba de nada. La observaba confundido, frunciendo las cejas y encogiendo los hombros. Quien sí lo comprendió fue María, que interrumpió el lenguaje de besugos que mantenían con una afirmación:
—Deberías cambiar de gloss, Eric. El frambuesa no te favorece. Yo optaría por el melocotón.
La cara de Eric pasó de clarita a rojo tomate maduro: un poema, vamos. Y la de Lucía tampoco se quedó corta al prever cuáles serían las consecuencias de que su madre les acabara de pillar con las manos en la masa.
—Bueno, nos vemos mañana, Lucía —dijo Eric, saliendo ya por la puerta de la habitación.
—Por el otro lado —le corrigió María al ver que, al enfilar el pasillo, el pobre se iba en sentido contrario, justo donde estaba el armario en lugar de la puerta de salida.
Lucía miró a su madre apretando la boca y negando con la cabeza. María la contemplaba con ese gesto de suficiencia, como esperando a que Lucía le soltara alguna tontería. Ese día se había recogido la melena pelirroja en un moño alto que parecía marcar más todavía su mal genio. Era demasiado lista, de nada le iba a servir a Lucía buscar excusas como que a Eric se le habían secado los labios y le había dejado un poco de gloss; o que habían compartido vaso y se le debía de haber pegado del cristal... En cuanto se oyó la puerta de la calle al cerrarse, su madre anunció:
—Prefería cuando venían las chicas a estudiar contigo... A partir de ahora, haréis los deberes en la sala.
Lucía no pudo hacer más que bajar la mirada y aceptar la orden del ogro: por lo menos, el castigo no había sido para tanto.
De: Marta (lapoetisamarta@hotmail.com)
Para: Lucía (let’sdance@hotmail.com), Frida (arribaFrida@hotmail.com) y Bea (doremi@hotmail.com)
Asunto: Olimpiadas sí o no
Adjunto: yomisma.jpg
Chicassssss:
Como siempre, me pierdo una cosa más en
la que participaréis todas... ¡CÓMO ME GUSTARÍA ESTAR ALLÍ! Lucía,
anímate. Tómatelo como una nueva aventura del Club de las
Zapatillas Rojas, aunque algunas integrantes no estemos presentes.
Y, por
cierto, tu madre está empezando a suavizarse... En sus épocas duras
te habría encerrado en tu cuarto y tirado la llave, ¿eh?
En fin, yo no tengo olimpiadas, pero sí obra de teatro, que, por cierto, me hace mucha ilusión. Este finde Kay me deja libre y voy a ir el viernes con Kellen y Viveka, como en los viejos tiempos a ver Tschick, ¡basada en la novela de Wolfgang Herrndorf que tanto me gusta! Ya sabéis cuánto me pirran los tochos aburridos ¡Tengo la sensación de que hace mil años que no paso tiempo con ellos y lo echo un montón de menos! Esto de tener novio absorbe un poco demasiado, ¿eh? Os adjunto un selfie de mi cara de felicidad en este momento. Y, claro, ¿adivináis qué calzado llevaré puesto?
Os quieroooooo,
ZR4E!!!