Capítulo 7

Una vez más, Monk revisó todas las notas de Durban sin encontrar en ellas nada que no hubiese visto antes. Muchas páginas contenían solo una o dos palabras, recordatorios de un hilo de pensamiento que había desaparecido para siempre. El único hombre que quizá fuese capaz de darles sentido era Orme, y por el momento su lealtad le había mantenido callado acerca de todo excepto de lo más evidente.

Vacilante y con profunda tristeza, Hester había referido a Monk lo que la prostituta Mina le había contado sobre Jericho Phillips y, por último, pálida como la nieve, había agregado que Durban se había criado en el mismo barrio. Toda la historia del director de colegio y de la familia feliz que vivía en un pueblo del estuario era un sueño, algo creado por sus ansias de cosas que jamás había conocido. Hester se retorció las manos y contuvo las lágrimas al contárselo.

Monk no había querido darle crédito. ¿Qué significaban la secretaría de un colegio, un archivo parroquial o la palabra de una prostituta herida, comparados con su propio conocimiento de un hombre como Durban, que había servido en la Policía Fluvial durante un cuarto de siglo? Se había ganado el afecto y la lealtad de sus hombres, el respeto de sus superiores y el saludable temor de los delincuentes grandes y pequeños que operaban a lo largo del río.

Y sin embargo Monk la creyó. Se sentía culpable, como si se tratase de una especie de traición. Estaba volviendo la espalda a un amigo en un momento en que nadie más podía defenderlo. ¿Qué decía eso de Monk? ¿Que su fe y lealtad eran débiles, y que lo que más contaba era él mismo? ¿O que era un hombre realista que sabía que incluso los mejores tienen sus flaquezas, sus momentos de tentación y vulnerabilidad? ¿Suponía una mayor lealtad aceptar eso, o era un modo de eludir la necesidad de apoyarlo en cuanto hacerlo resultaba incómodo?

Podría discutir consigo mismo hasta la eternidad y no resolver nada. Había llegado la hora de buscar con más ahínco la verdad, de dejar de escudarse en la dificultad para justificar el eludirla. Dejó los papeles a un lado y fue en busca de Orme.

Pero tuvo que aguardar hasta bien entrada la mañana para encontrarse a solas con él, de modo que nadie los interrumpiera. Habían resuelto satisfactoriamente un robo en un almacén, y los ladrones estaban detenidos. Orme se hallaba en el muelle cerca de la escalinata de King Edward, justo enfrente de Oíd Gravel Lane. Monk acababa de felicitarlo por el arresto de los ladrones y la recuperación de la mercancía.

—Gracias, señor —respondió Orme—. Los hombres han hecho un buen trabajo.

—Sus hombres —puntualizó Monk.

Orme se puso un poco más erguido.

—Nuestros hombres, señor.

Monk sonrió, sintiéndose peor por lo que tenía que hacer. No había tiempo para posponerlo. Apreciaba a Orme y necesitaba contar con su lealtad. Más que eso, reconoció, deseaba ganarse su respeto, pero el liderazgo poco tenía que ver con lo que uno desease. No se presentaría una ocasión mejor para preguntar; quizá ninguna otra en toda la jornada.

—¿Cómo conoció Durban a Phillips, señor Orme? —Orme tomó aire, estudió el semblante de Monk y titubeó. Monk continuó—: Tengo una idea bastante aproximada. Quisiera conocer su opinión. ¿La muerte de Fig fue el principio?

—No, señor. —Orme se puso más tenso. El gesto no fue de insolencia, no había nada desafiante en su expresión, más bien de prevención contra el mal trago que se avecinaba.

—¿Cuándo comenzó su relación?

—No lo sé, señor. Es la verdad —contestó Orme con una mirada limpia.

—¿Tanto hace, entonces?

Orme se sonrojó. Se había delatado sin querer. A la vista de sus labios prietos y la espalda recta resultaba obvio que le constaba que Monk lo sabía y que, por consiguiente, no podía valerse de evasivas. Tendría que decir la verdad o una mentira deliberada, preconcebida. Orme era incapaz de mentir excepto para salvar una vida, y aun entonces no lo haría a la ligera.

Monk aborrecía todo lo que le había puesto en la situación de tener que hacer aquello. Todavía no quería desvelar las mentiras del propio Orme acerca de su juventud. Orme quizá las adivinara pero eso no era lo mismo que saberlo. En cierto modo seguiría siendo una especie de secreto si no se mencionaba en voz alta. Cada cual solo pensaría que el otro lo sabía. El silencio respetaba cierto grado de intimidad.

—¿Cuándo supo por primera vez que se trataba de algo personal? —preguntó Monk. Lo formuló de tal modo que la respuesta pudiera soslayar las capas más profundas.

Orme respiró hondo. Los sonidos y el movimiento del río los envolvían: los barcos, balanceándose en el rápido reflujo, el agua chapaleando en la piedra, los cambiantes dibujos de la luz en sus múltiples reflejos, los pájaros volando en círculos sobre sus cabezas, el estrépito de las cadenas, el chirrido de los cabrestantes, hombres gritando en la distancia.

—Hará unos cuatro años, señor —contestó Orme—. O quizá cinco.

—¿Qué sucedió? ¿Qué cambió respecto a lo que usted había visto hasta entonces?

Orme cambió de postura. Saltaba a la vista que estaba muy incómodo.

Monk aguardó.

—Al principio el señor Durban le estaba haciendo preguntas y, en un momento dado, la atmósfera cambió por completo y comenzaron a gritarse —respondió Orme—. Luego, sin que nos diera tiempo a reaccionar, Phillips sacó un cuchillo, una faca enorme con la hoja un poco curva. Lo blandía en actitud amenazante… —hizo el gesto con el brazo extendido—, como si tuviera intención de matar al señor Durban. Pero el señor Durban lo vio venir y se hizo a un lado.

Orme se volvió con rapidez, imitando la acción. Lo hizo emanando fuerza y garbo. Lo que estaba describiendo devino más real.

—Prosiga —le instó Monk. Orme no parecía muy dispuesto—. ¡Prosiga! —ordenó Monk—. Obviamente, no mató a Durban. ¿Qué sucedió? ¿Por qué quería hacerlo? ¿Acaso Durban lo acusó de algo? ¿Del asesinato de otro niño? ¿Quién detuvo a Phillips? ¿Usted?

—No, señor. Lo detuvo el propio señor Durban.

—Bien, ¿cómo? ¿Cómo detuvo Durban a un hombre como Phillips que lo atacaba con una faca? ¿Se disculpó? ¿Se echó para atrás?

—¡No! —gritó Orme, ofendido ante semejante idea.

—¿Luchó contra él?

—Sí.

—¿Con una navaja?

—Sí, señor.

—¿Llevaba una navaja y era lo bastante bueno con ella para reducir a un hombre como Jericho Phillips? —La sorpresa de Monk se hizo patente en su voz. Él no habría podido hacerlo. Al menos pensaba que no habría podido. Quizás en algún momento del pasado, más allá de donde alcanzaba su memoria, hubiese aprendido tales cosas—. ¡Orme!

—¡Sí, señor! Sí, lo hizo. Phillips era bueno pero el señor Durban era mejor. Lo hizo retroceder hasta el mismo borde del agua, señor, y luego le hizo caer. Medio ahogado, acabó Phillips, y con tanta rabia que nos habría matado a todos, si hubiese podido.

Monk recordó lo que Hester le había contado sobre Phillips y el agua, y sobre pasar frío. ¿Estaría enterado Durban? ¿Lo estaba Orme? Escrutó el semblante de Orme, intentando descifrarlo. Le sorprendió ver no solo renuencia sino una cierta obstinación que supo que no podría romper, y además se dio cuenta de que no quería hacerlo. Algo innato en aquel hombre saldría perjudicado. También vio una especie de compasión, y supo sin asomo de duda que Orme no solo protegía la memoria de Durban, también estaba protegiendo a Monk. Conocía la vulnerabilidad de Monk, su necesidad de creer en Durban. Orme estaba intentando ahorrarle una verdad para que esta no le hiciera daño.

Se quedaron frente a frente bajo el sol y el viento, envueltos por el olor de la marea y el chapoteo del agua.

—¿Qué le llevó a pensar que ya se conocían? —preguntó Monk. Solo era parte de la pregunta, con lo cual permitía que Orme evitara la respuesta si quería.

Orme carraspeó. Se relajó tan ligeramente que apenas fue perceptible.

—Lo que decían, señor. No recuerdo las palabras exactas. Algo sobre lo que sabían y recordaban, esa clase de cosas.

Monk pensó en preguntarle si se conocían desde hacía mucho tiempo, desde la juventud, tal vez, y luego decidió no hacerlo. Orme solo diría que no había oído nada en ese sentido. Monk lo comprendió. La respuesta estaba en el agua, el frío y el odio de Phillips. La prostituta que había hablado con Hester no mentía.

—Gracias, señor Orme —dijo en voz baja—. Aprecio su sinceridad.

—Sí, señor.

Orme por fin se relajó.

Ambos dieron media vuelta y regresaron a Wapping.

* * *

Durante los dos días siguientes Monk solo pasó por la Comisaría de Wapping para seguir el hilo de la labor policial que efectuaban sus hombres. Aunque a regañadientes, llevaba a Scuff con él. Scuff estaba encantado. Era bastante consciente de que, en buena medida, los recados que habían hecho hasta entonces tenían el objetivo oculto de velar por su seguridad; en realidad no eran urgentes. Monk creía haber actuado con tacto y se quedó un tanto perplejo al constatar que Scuff le había leído el pensamiento tan fácilmente. Por descontado, no podía ni quería disculparse, al menos no abiertamente, pero sería menos torpe en el futuro, o lo intentaría, pues Scuff estaba más que resuelto a demostrar su valía y su capacidad no solo para cuidar de sí mismo sino también de Monk.

Su camino se cruzó en varias ocasiones con el de Durban. Este había averiguado los nombres de casi una docena de niños de distintas edades que habían terminado a cargo de Phillips. Seguro que entre ellos habría al menos dos o tres dispuestos a testificar contra él.

Siguieron un rastro tras otro, recorriendo de arriba abajo ambas orillas del río, interrogando apersonas, buscando a otras.

En cierto punto Monk se encontró en un hermoso edificio del muelle de Legal Quay. Entró con Scuff en una sala revestida de paneles de madera, con las mesas enceradas y el entarimado desigual a causa del desgaste de miles de pisadas a lo largo de un siglo y medio. Olía a tabaco y a ron, y casi tuvo la impresión de poder oír antiguas discusiones que narraban la historia del río reverberando en el aire viciado.

Scuff miraba en derredor con los ojos como platos.

—Nunca había estado en un sitio así —dijo en voz baja—. ¿Qué hacen aquí?

—Discuten asuntos legales —contestó Monk.

—¿Aquí? Pensaba que eso se hacía en los tribunales.

—Las leyes marítimas —explicó Monk—. Todo lo relacionado con quién puede cargar qué carga, leyes de importación y exportación, pesos y medidas, salvamentos en el mar, esa clase de cosas. Quién descarga y qué impuestos debe pagar a Hacienda.

Scuff hizo una mueca de asco, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo.

—Menudo atajo de ladrones —respondió—. No debería creerse ni pizca de lo que le digan.

—Hemos venido en busca de un hombre cuya hija falleció y su nieto desapareció. Trabaja aquí de oficinista.

Dieron con el oficinista: un cincuentón de semblante triste y expresión amargada.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo con abatimiento cuando Monk comenzó su interrogatorio—. El señor Durban me hizo las mismas preguntas y yo le di las mismas respuestas. Al marido de Molí lo mataron en el puerto cuando Billy tenía cosa de un año. Volvió a casarse con un bestia que la trataba fatal. Golpeaba a Billy hasta romperle los huesos, pobre chiquillo. —Se había puesto pálido y su mirada era de desdicha a causa del recuerdo y de su propia impotencia para alterarlo—. Yo no podía hacer nada. Me rompió el brazo la vez que lo intenté. Estuve dos meses de baja. Casi me muero de hambre.

»Billy se escapó cuando tenía unos cinco años. Me dijeron que Phillips se había hecho cargo de él y que le daba de comer regularmente, que no pasaba frío y dormía en una cama, y, que yo sepa, nunca le pegó. Dejé las cosas como estaban; tal como le dije al señor Durban, el chico estaba mejor que antes. Mejor aquello que nada.

—¿Qué fue de Molí? —preguntó Monk, y acto seguido se arrepintió de haberlo hecho.

—Se tiró a la calle, por supuesto —contestó el oficinista—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Iba cambiando de sitio para que no la encontrara el marido. Pero la encontró. La mató con una navaja. El señor Durban lo atrapó y lo ahorcaron. —Contuvo las lágrimas—. Fui a ver la ejecución. Di seis peniques al verdugo para que se tomara una copa a mi salud. Pero nunca encontré a Billy.

Monk no contestó. Poco cabía decir que no resultase trillado y, en última instancia, sin sentido. Sin duda había muchos niños como Billy, y Phillips los utilizaba. Ahora bien, ¿sus vidas hubiesen sido mejores o más largas sin él?

Monk y Scuff comieron empanada caliente, sentados en el muelle en medio del barullo de la descarga, contemplando a los gabarreros que iban y venían por el agua. Se precisaba un largo aprendizaje para dominar el manejo de las barcazas, y Monk los observaba con franca admiración. No solo había destreza sino una gracia especial en el modo en que los hombres se balanceaban, se apoyaban, empujaban, recobraban el equilibrio y volvían a empezar.

Un ruido incesante los envolvía mientras comían su empanada y bebían té en jarros de hojalata. Los cabrestantes chirriaban con gran estrépito de cadenas, los estibadores se gritaban unos a otros, los mozos de cuerda acarreaban barriles, cajas y fardos. De vez en cuando se oía el tintineo de unos arneses y chacoloteo de cascos cuando los caballos retrocedían con pesados carros, cargados hasta los topes, y luego el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines. Los intensos y exóticos aromas de las especias y el repulsivo hedor del azúcar sin refinar flotaban de una dársena a otra, mezclados con el penetrante olor a sal, pescado y algas de la marea y, de tanto en tanto, la pestilencia de las pieles sin curtir.

Scuff se volvió hacia Monk un par de veces como si fuera a decir algo, para luego cambiar de opinión. Monk se preguntó si trataba de hallar la manera de decirle que los niños como Billy estaban mucho mejor con Phillips que muertos de frío o hambre en el patio de un almacén.

—Ya lo sé —dijo Monk de repente.

—¿Qué…? —repuso Scuff, pillado por sorpresa.

—Hay más de un camino. No vamos a lograr que los niños como Billy nos digan nada.

Scuff suspiró y dio otro gran bocado a su empanada.

—¿Te apetece otro trozo? —le preguntó Monk.

Scuff titubeó, poco acostumbrado a la generosidad y temeroso de abusar de su suerte.

Monk no tenía apetito pero mintió.

—Yo sí. Si vas a buscar uno para mí, también puedes pedir otro para ti.

—Oh. Vaya. —Scuff lo pensó unos instantes y se levantó—. ¿Quiere que también traiga más té?

—Gracias —contestó Monk—. No me vendría mal.

Les llevó más tiempo encontrar a un muchacho dispuesto a hablar con ellos, y finalmente fue Orme quien lo consiguió. Fue en un callejón bastante retirado del agua. El paso era tan estrecho que un hombre alto que extendiera los brazos tocaría ambos lados a la vez, y los aleros de los tejados casi se unían, creando la claustrofóbica sensación de que uno se hallaba en un laberinto de túneles. Las callejas estaban cuajadas de establecimientos: panaderías, proveedores de buques, fabricantes de cuerdas, tabaquerías, casas de empeños, burdeles, pensiones baratas y tabernas. Había entradas a talleres y patios donde se fabricaban, remendaban o se montaban toda suerte de trozos de madera, metal, lona, cuerda o tela que guardara relación con el mar, sus cargamentos y su comercio.

La madera crujía, el agua chorreaba, las pisadas sonaban inquietas y las sombras proyectadas en las paredes se movían sin parar. A veces esos sonidos y visiones los causaba la luz reflejada por la marea en un brazo de una dársena, donde el agua golpeaba los muros de piedra, al igual que los costados de madera de las barcas; pero mayormente revelaban presencias de personas que corrían o se arrastraban con sigilo, o cargando con un bulto. El hedor a cieno del río y a excrementos humanos era inaguantable.

El chico se negó a dar su nombre. Era flaco y cetrino. Resultaba difícil calcular su edad pero seguramente tendría entre quince y veinte años. Tenía un diente roto y le faltaba un dedo de la mano derecha. Se puso con la espalda pegada a la pared, mirándolos fijamente como si esperara un ataque.

—No pienso jurar nada —dijo a la defensiva—. Si me encuentra, me mata. —Le temblaba la voz—. ¿Cómo han dado conmigo?

Primero miró a Monk y luego a Orme, haciendo caso omiso de Scuff.

—Gracias a las notas del señor Durban —contestó Orme—. Cuenta con dos chelines si nos dices la verdad, y luego olvidaremos que te hemos visto.

—¿Contestar qué? ¡Yo no sé nada!

—Tú sabes por qué se escapan tan pocos niños —le dijo Monk—. Que no lo hagan los más pequeños lo entiendo. No tienen adónde ir ni pueden cuidar de sí mismos. Pero ¿qué pasa con los de más edad, los que tienen catorce o quince años? Los clientes van y vienen del barco, ¿no es cierto? ¿No podríais salir con uno de ellos? No puede teneros encerrados todo el tiempo.

El chaval le dedicó una mirada de fulminante desdén.

—Somos más de veinte. ¡No podemos irnos todos! Unos tienen miedo, otros están enfermos, algunos son unos críos. ¿Adónde vamos a ir? ¿Quién nos alimentará, nos dará ropa y un sitio donde dormir? ¿Quién nos esconderá de Phillips o de otros tipos como él? Las cosas están igual de crudas en tierra.

—Ahora estás en tierra y a salvo de él. Y no me refiero a los pequeños; te he preguntado por los de tu edad —insistió Monk—. ¿Por qué no se marchan, uno por uno, antes de que os venda a un barco?

El rostro del chico era pura amargura.

—¿Quiere decir que por qué mató a Fig, a Reilly y a otros tantos? Pues porque se enfrentaron con él. Es una lección, ¿entiende? Haz lo que te dicen y todo irá bien. Comerás, tendrás donde dormir, zapatos y una chaqueta. A lo mejor una nueva cada año. Crea problemas y te degollarán.

Reilly; la vieja vendedora de cordones había mencionado aquel nombre.

—¿Y si te escapas? —le recordó Monk.

El chaval tragó saliva, e hizo una mueca de dolor.

—Escapa y te dará caza para matarte. Pero antes de eso, hará daño a los pequeños, les hará quemaduras en los brazos y las piernas, quizás algo peor. Me despierto en plena noche oyendo sus gritos…, y resulta que son las ratas. Pero los sigo oyendo dentro de mi cabeza. Por eso pienso que ojalá no me hubiese marchado, pero ahora no puedo volver. Y no voy a declarar nada. Se lo dije al señor Durban en su momento y ahora se lo digo a usted. Y no puede obligarme.

—Nunca se me ocurriría intentarlo —dijo Monk con discreción—. Yo tampoco podría vivir con eso. Bastante tengo ya, como para añadir nada más. Solo quería saber.

Rebuscó en el bolsillo y sacó la moneda de dos chelines que Orme le había prometido. La sostuvo en alto.

El chico vaciló y, de pronto, se la arrebató. Monk se hizo a un lado para que pudiera pasar.

El chico volvió a titubear.

Monk se retiró un poco más.

El chico se abalanzó como si temiera que lo prendieran y echó a correr con una velocidad asombrosa, casi sin hacer ningún ruido sobre el adoquinado. Solo entonces reparó Monk en que llevaba los pies envueltos con harapos, sin botas. En cuestión de segundos se había esfumado en uno de los innumerables callejones que se abrían como bocas de túnel, y bien pudo haber sido no más que la voz de una pesadilla.

Mientras caminaban de regreso al aire abierto del muelle, anduvieron al mismo paso, pero en fila india porque no había espacio para hacerlo de otro modo. Monk iba delante, contento del silencio forzoso que reinaba entre ellos. Lo que el chico había contado era espantoso pero en ningún momento puso en duda que fuese verdad. Explicaba no solo por qué nadie había testificado contra Phillips, sino también por qué Durban había sido presa de una ira incontrolable. La impotencia al percibir el terror y el sufrimiento, la pura desesperación del prójimo, había hundido el mundo exterior y su equilibrio, sus valores y sus principios.

Monk se fue sintiendo más próximo a Durban a medida que avanzaba por los tortuosos callejones, dejándose guiar por el recuerdo y el ruido del agua hacia el río, patio tras patio. Comprendía no solo sus actos sino los sentimientos que sin duda atestaban en la mente de Durban, le tensaban los músculos y le encogían el estómago. Monk compartía la misma ira, la necesidad de hacerle daño a alguien para que pagara por toda aquella maldad.

Rememoró los tiempos en que él y Durban habían recorrido calles interminables buscando a la tripulación del Mande Idris, frenéticos por impedir que el horror se propagara y tropezando con un fracaso tras otro. Al final, por supuesto, la respuesta había sido completamente distinta de cuantas posibilidades habían barajado, e inconcebiblemente repugnante. Y Durban había dado su vida para ocultarla y dejarla a buen recaudo para siempre.

¿Lo recordaba Monk como realmente había sido? ¿O el dolor de la pérdida pintaba su recuerdo con los colores más cálidos de la camaradería, apartándolo de la realidad? Lo dudaba mucho. No solo resultaba insincero, era una cobardía fingir que la amistad que entablaron fuese artificiosa. Todavía era capaz de oír la voz de Durban, su risa, el sabor del pan y la cerveza compartidos, el amigable silencio mientras el amanecer se anunciaba sobre el río. Habían contemplado la luz extendiéndose por el agua rizada, brillando en la bruma que ocultaba algunos de los perfiles más duros, aportando belleza a los palos torcidos de un naufragio y emborronando la silueta recortada de construcciones utilitarias.

Scuff iba detrás de él, caminando sin hacer ruido, mirando con recelo a un lado y al otro. La estrechez lo asustaba. No quería ni imaginar lo que ocultaban los pasajes. Había oído lo que el chico acababa de contarles sobre los demás niños que Phillips había raptado. Sabía que él también podía correr esa suerte. Sin Monk, podía sucederle con suma facilidad. Tenía ganas de alargar el brazo y agarrar el faldón del abrigo de Monk, pero hacer eso sería muy indigno, pues el mundo entero sabría que tenía miedo. No le gustaría que Orme pensara eso de él, y no soportaría que lo hiciera Monk. Tal vez se lo dijera incluso a Hester, y eso sería aún peor.

* * *

Trabajaron varios días más interrogando a gabarreros, pilotos de transbordador, estibadores y rapiñadores. Encontraron ladrones y mendigos, merodeadores, traficantes y peristas, y a todos preguntaron acerca de Durban y su persecución de Phillips. Sus pesquisas los llevaron río arriba y abajo por ambas orillas, a lo largo de muelles, dentro de almacenes, en callejones y tiendas, tabernas, albergues y burdeles.

En una ocasión la búsqueda de información condujo a Monk y a Scuff hasta el Hogar del Extranjero sito en Limehouse. Era un hermoso y espacioso edificio que se alzaba en West India Dock Road.

—¡Caray! —exclamó Scuff, profundamente impresionado por la entrada. Miraba embelesado la inmensidad del lugar, tan radicalmente distinto de las estrechas y miserables casas que habían visitado antes, donde los hombres dormían apiñados en las habitaciones.

Se cruzaron con un marino africano; la tersa piel oscura como una castaña pulida contrastaba con su camisa blanca. Casi pisándole los talones iba un malayo con pantalones a rayas y un viejo chaquetón de marinero, caminando con un leve balanceo, como si aún estuviera a bordo de un barco.

Scuff se quedó paralizado. En torno a sí oía un puñado de idiomas y dialectos que resonaban en la sala principal atestada de hombres que constituían un muestrario completo de colores de piel y facciones.

Monk le tiró de la mano para sacarlo de su ensimismamiento y casi lo arrastró hacia el hombre que andaba buscando: un marino indio, oriundo de Madras, que al parecer había dado información a Durban varias veces.

—Oh, sí, señor, sí —afirmó el indio cuando Monk le preguntó—. Claro que hablé con el señor Durban en varias ocasiones. Quería apresar a un hombre muy malo, lo cual resulta singularmente difícil cuando el hombre en cuestión está protegido por el hecho de utilizar a niños que están demasiado asustados para denunciarlo.

—¿Por qué lo interrogó a usted? —preguntó Monk sin más preámbulo. El indio enarcó las cejas.

—Conozco a ciertos hombres, ¿entiende? No por gusto, claro está, sino por negocios. El señor Durban pensaba que quizá yo estuviera enterado de alguna… ¿Cómo expresarlo? ¿Debilidad? ¿Me comprende, señor?

Monk no tenía tiempo ni paciencia para andarse con lindezas.

—¿Clientes del barco de Phillips?

El indio hizo una mueca ante la brusquedad de Monk.

—Exacto. Me pareció que creía que algunos de esos hombres tenían mucha influencia en lo que atañía a que la ley interviniera en esos asuntos y, como es natural, un imperioso deseo de que todo ello siguiera siendo una cuestión privada.

—¿Entre Phillips, esos caballeros y los niños de los que abusaban? —preguntó Monk crudamente.

—En efecto. Veo que me ha entendido a la perfección.

—¿Y usted pudo ayudarle?

El indio se encogió de hombros.

—Le di nombres y ejemplos, pero no tengo pruebas.

—¿Qué nombres? —dijo Monk con apremio.

—Los de ciertos capitanes de puerto, funcionarios de aduanas, el propietario de un burdel, un comerciante que también es perista aunque casi nadie lo sabe. Otro nombre que buscaba era el de un capitán de barco que se estableció en tierra y montó su propio negocio de importación. Amigo de un recaudador de Hacienda, según dijo el señor Durban.

—Eso suena más a evasión de impuestos que a cualquier cosa que tenga que ver con Phillips —contestó Monk.

—Oh, sí que guardaba relación con Phillips —insistió el indio—. El señor Durban casi lo atrapó en dos o tres ocasiones. Luego las pruebas se esfumaron como la bruma matutina cuando sale el sol. Puedes ver cómo ocurre, pero siempre se te escurre entre los dedos, ¿entiende? —Negó con la cabeza—. Lo que vende el señor Phillips no es barato, al menos lo que vende en su sucio barquito. Los hombres que lo compran tienen mucho dinero, y el dinero viene del poder. Por eso es tan difícil echar la soga al cuello del señor Phillips.

Monk hizo más preguntas y el indio se las contestó, pero cuando se levantó para irse, seguido de cerca por Scuff, no tuvo claro que hubiese averiguado nada nuevo. Había toda clase de hombres implicados, y al menos algunos de ellos tenían el poder suficiente para proteger a Phillips de la Policía Fluvial.

—Más vale que se ande con ojo —dijo Scuff, con la voz tensa y un poco aguda por la inquietud. Había renunciado a intentar aparentar que no tenía miedo. Caminaba al lado de Monk, dando un saltito de vez en cuando para compensar su zancada más corta—. Los de Hacienda son unos malvados. Como vayan a por ti nunca dejarás de tener problemas. A lo mejor el señor Durban se echó para atrás por eso, ¿no?

—Tal vez —dijo Monk.

El día siguiente Scuff acompañó a Orme, y Monk salió solo en busca de los pocos amigos y confidentes que se había ganado durante el breve periodo que llevaba en el río.

Comenzó por Smiler Hobbs, un adusto norteño cuyo rostro lúgubre era el motivo de su irónico apodo[6].

—¿Qué quiere ahora? —preguntó Smiler en cuanto Monk entró en la casa de empeños y cerró la puerta a sus espaldas—. No tengo nada robado, y no se quede ahí plantado como el castigo del Todopoderoso. Me espanta a la clientela. Lo suyo es peor que construir junto a un estercolero.

—Buenos días también para usted, Smiler —respondió Monk, abriéndose paso entre los montones de ollas y sartenes, instrumentos musicales, planchas, varias sillas y un sinfín de piezas sueltas de porcelana—. Me marcharé en cuanto averigüe lo que quiero saber.

Smiler lo fulminó con la mirada.

—Pues entonces tendrá que esperar mucho, porque no tengo nada robado y no sé nada de nada.

—Por supuesto que no. Y en cuanto a lo que no tiene, me trae sin cuidado —respondió Monk.

Smiler se mostró sorprendido y luego entrecerró los ojos. Monk se quedó exactamente donde estaba.

—Aunque siempre podría despertárseme el interés —comentó—. Ahí tiene un hermoso sextante. Lástima que no esté en el mar prestando un buen servicio.

La expresión de Smiler se tornó aún más sombría, como si estuviera contemplando un desastre sin remedio.

—¿Qué quiere?

—Cuando el señor Durban intentaba demostrar que Jericho Phillips era responsable de la muerte del niño, ¿habló con usted? —preguntó Monk.

—¿La muerte de qué niño? —replicó Smiler.

Monk estuvo a punto de espetarle el nombre de Fig, pero entonces vislumbró una oportunidad mejor y la aprovechó.

—Reilly —contestó—. O cualquiera de los otros.

—No me acuerdo del nombre de ningún niño en concreto. Preguntó a todo bicho viviente —dijo Smiler—. Como le he dicho, no sé nada sobre eso ni sobre nada más. Compro cosas a gente que necesita venderlas y vendo cosas que otros necesitan comprar. Digamos que es un servicio público.

—Eso ya lo sé. Yo necesito información.

—¡He dicho vender! No estoy para regalar nada.

—Yo tampoco —advirtió Monk—. Al menos no lo hago a menudo. Usted dígame lo que quiero saber y le pagaré no volviendo aquí para hacerle más preguntas.

Smiler torció hacia abajo las comisuras de los labios hasta que su rostro fue una máscara de tragedia.

—Es de la misma calaña que Durban, ¿verdad? Pilla a los mindundis y los estruja, mientras los sujetos como Phillips, Pearly Boy y Fat Man cortan el cuello a la gente como si fueran ratas, ¿y qué hacen ustedes al respecto? ¡Nada! ¡Maldita sea! ¡Absolutamente nada!

—Fat Man está muerto —le dijo Monk.

—¿Ah, sí? Quizá… —dijo Smiler escéptico.

—Sin lugar a dudas —respondió Monk sinceramente—. Vi cómo se hundía con mis propios ojos, y me consta que no volvió a emerger.

Smiler dejó escapar un prolongado suspiro.

—Pues entonces, por una vez hizo usted algo bien. Aunque el arresto de Phillips no pudo hacerse peor. Supongo que alguien lo manipuló, igual que manipularon a Durban. No se puede vencer al diablo. Ya se dará cuenta, si vive lo suficiente. —Volvió a suspirar—. Cosa que dudo.

Monk tragó saliva.

—¿Quién manipuló a Durban?

—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo Smiler con tristeza—. Capitanes de puerto, magistrados[7], hombres con dinero que andan metidos en política. Estibadores; por lo que sé, incluso jueces. Cortas un brazo y mientras buscas el segundo, el primero vuelve a crecer. No vencerá. Acabará muerto, igual que Durban. A nadie le importará. Dirán que era un loco, y no les faltará razón.

—¡No podrán decir que no lo intenté!

Smiler hizo una mueca exagerada, torciendo los labios hacia abajo.

—¿Y de qué le va a servir en la tumba?

—Voy a lograr que ahorquen a Phillips, se lo prometo —dijo Monk en un arrebato. En su fuero interno bullía la ira y rememoró el rostro socarrón de Phillips en el banquillo cuando el jurado dio el veredicto.

—Si lo atrapa, más vale que lo degüelle —le aconsejó Smiler—. No lo pillará por las buenas; Durban tampoco lo consiguió. Le daba caza como un terrier a una rata y de golpe y porrazo se echó para atrás como si lo hubiera mordido. Luego, al cabo de seis meses, volvió a ir a por él. Después, cuando nadie se lo esperaba, le quitó la mano de encima y lo dejó en paz como si fuese el amo del río. Durban no llevaba la voz cantante, eso se lo puedo asegurar. Y usted tampoco lo hará, por más tono que se dé con su abrigo y sus botas de calidad. Acabará igual que él, mordiéndose la cola. Le daré diez chelines por las botas, si no las estropea.

—De modo que alguien lo protege —dijo Monk agriamente—. También lo pillaré. Y conservaré las botas.

Smiler soltó una especie de ladrido, lo que en él equivalía a una carcajada.

—Ni siquiera sabe de quién habla. Y antes de que se ponga a amenazarme como hizo Durban, sepa que me guardo muy mucho de intentar saber nada. La oferta por las botas sigue en pie.

—¿Quién es Mary Webber?

—¡Por Dios, no! ¿Usted también? —Smiler puso los ojos en blanco—. No tengo ni idea. No había oído hablar de ella hasta que Durban vino amenazando a todo el mundo con Dios sabe qué si no se lo decíamos. ¡No lo sé! —Levantó la voz bruscamente, ofendido—. ¿Lo capta? ¡No lo sé! Y ahora tengo que atender el negocio, así que largo de aquí antes de que le eche al perro…, por accidente, digamos. Lo tengo atado con una cadena, pero a veces pienso que no es lo bastante resistente. No es culpa mía. Aunque eso no le servirá a usted de mucho.

Monk se batió en retirada, con mil pensamientos en mente. Estaba bastante seguro de que Smiler mentiría si le convenía, pero lo que le había contado encajaba muy bien con cuanto Monk sabía.

Durban no era el hombre simple que Monk había creído que era, y que había deseado que fuese.

Cruzó la calle y se dirigió de regreso a Shadwell High Street.

No obstante, Monk recordaba vividamente al hombre que había conocido: su paciencia, su franqueza, el modo en que no dudaba en compartir comida y abrigo, su optimismo, su compasión por los más desdichados. ¿Acaso era todo mentira, incluso su risa?

En tal caso, lo mismo valía para cualquiera. ¿Qué era la lealtad, amén de ceguera y esperanza? ¿Solo lo que necesitabas creer para aplacar tus ansias?

Y, por otra parte, ¿cómo había sido él mismo años antes? Desde luego no querría que sus amigos actuales lo supieran. No se lo había ocultado deliberadamente a nadie porque ni siquiera él lo sabía. ¡Pero lo habría hecho! Incluso a Hester. Tal vez no los aspectos más relevantes, pero sí los pequeños autoengaños, los actos violentos, la mezquindad. ¿Y si había más cosas que simplemente no recordaba?

¿Por qué tenía que perturbarle tanto que Durban hubiese rozado los límites de la ley? ¡Y si Monk seguía el mismo camino, Phillips ganaría otra vez! No era de extrañar que sonriera en el banquillo cuando dieron el veredicto. Estaba saboreando el summum del poder, y además a sabiendas.

¿Pero sobre quién más lo ejercía? ¿Sobre los hombres que se permitían satisfacer su apetito por la extraña excitación que él les ofrecía, la contemplación de niños asustados, torturados, coaccionados a desnudarse y violarse entre sí? ¿Fotografías? ¿Por qué, en nombre de Dios? ¿Qué apetito se saciaba con tales cosas?

Aborrecía el abuso deshonesto de mujeres, pero entendía las necesidades que lo causaban, al menos en parte. Pocos se habrían preocupado si se hubiese tratado de niñas, menos aún si hubiesen sido mujeres. Pero abusar de niños era muy diferente: la homosexualidad era ilegal. Esos hombres serían víctimas de Phillips por partida doble. No tendrían más opción que pagarle, si no querían que sacara a la luz su secreto.

Se estremeció pese al sol que refulgía en el agua y a la calidez reinante. A lo lejos se oía la música de un organillo que no alcanzaba a ver.

Qué infierno tan terrible debían vivir esos hombres que caían tan bajo. Pero en parte ellos mismos se lo habían buscado. Los niños como Fig, y tal vez Reilly, y cuantos otros cuyos nombres jamás llegaría a conocer, no habían tenido elección ni más posibilidad de escapar que la muerte.

No era de extrañar que Durban hubiese hecho todo lo posible por capturar a Phillips para que lo ahorcaran, incluso a costa de saltarse un poco las reglas. Como tampoco que los hombres que ya habían pagado tanto volvieran a pagar para proteger a quien los proveía y atormentaba. Eso añadía nuevas capas al concepto de corrupción.

¿Quién había pagado a Oliver Rathbone para que defendiera a aquel hombre en el juicio? ¿Por qué? ¿Para protegerse a sí mismo o a alguien a quien amaba, quizás un hijo o un hermano? ¿Tan distinto era eso de lo que Monk hacía ahora en su intento desesperado por proteger a Durban? Pues en verdad estaba desesperado. Era consciente del sentimiento que lo embargaba, desviando sus pensamientos y agarrotándole los músculos. ¿Cuánto de uno mismo estaba turbiamente vinculado a otra persona?

Monk había llegado al muelle, no lejos de Wapping. La marea estaba subiendo y el agua lamía los escalones de piedra, ascendiendo poco a poco. Olía mal, pero ya se había acostumbrado a su olor y lo recibió con agrado. Aquella era la mayor vía marítima del mundo, hermosa y terrible a la vez. De noche su pobreza y suciedad quedaban ocultas. Luces de barcos procedentes de África y el Polo, de China y Barbados, bailaban al ritmo de las mareas. La ciudad, con sus cúpulas y torres, se perfilaba en negro contra el firmamento estrellado.

Al amanecer surgiría la bruma, suavizada por aguas plateadas que correrían resplandecientes. Había momentos durante el fuego del ocaso en que podría ser Venecia, la cúpula de San Pablo sobre las sombras cual palacio de mármol flotando en la laguna hacia las rutas de la seda de Oriente.

Las rutas marítimas del mundo confluían allí: la gloria, la miseria, el heroísmo y el vicio de la humanidad entera, mezclados con las riquezas de todas las naciones conocidas por el hombre.

Se enfrentó a la pregunta deliberadamente.

¿Qué habría hecho él mismo si quien corriera el riesgo de ver arruinada su vida por Phillips fuese alguien a quien amaba? ¿Le habría protegido? Creer en tus ideales era una cosa, pero cuando se trataba de un ser humano que confiaba en ti, y quizá más profundo que eso, que te había amado y protegido en tus horas de necesidad, las cosas cambiaban. ¿Cabía darle la espalda? ¿Acaso la propia conciencia era más valiosa que su vida?

¿Debías lealtad a los muertos? ¡Sí, por supuesto que sí! No olvidabas a alguien en cuanto exhalaba el último suspiro.

Recorrió con la vista el perfil de la ciudad de norte a sur y al otro lado de la masa de agua. Aquella era una ciudad de recuerdos, construida por los grandes hombres y mujeres del pasado. Los hombres de forma más evidente, ¿pero quién sabía hasta qué punto fueron el amor, la confianza, la visión de las mujeres los que los alentaron, enardeciendo su fe en sí mismos para que hicieran realidad sus sueños?

¿Cómo medir el amor que no mide ni alcanza los límites de sí mismo?

* * *

En torno a media tarde del día siguiente, Monk estaba frente al perista conocido como Pearly Boy. Hacía tanto tiempo que todo el mundo lo llamaba así que ya nadie recordaba su verdadero nombre, aunque solo después de la muerte de Fat Man el invierno anterior había conseguido hacerse con un pedazo realmente grande del negocio del río, prosperando hasta acumular la riqueza que ahora poseía.

Era enjuto y de facciones delicadas, y llevaba el pelo bastante largo. Siempre hablaba a media voz, con un ligero ceceo, y nadie lo había visto nunca sin su peculiar chaleco bordado con cientos de perlas relucientes, ni en verano ni en invierno. Era el último hombre que uno esperaría que tuviera fama de despiadado, no solo a la hora de negociar sino también, en caso necesario, con la navaja; con las cachas de nácar, por supuesto.

Estaban sentados en el despacho de la tienda que regentaba Pearly Boy en Limehouse. En apariencia vendía instrumentos de navegación: brújulas, sextantes, cuadrantes, cronómetros, barómetros, astrolabios. Dispuestos en orden sobre una mesa había todo un surtido de compases y reglas paralelas. Pero el principal negocio de Pearly Boy tenía lugar en la trastienda, y consistía mayormente en el tráfico de joyas y objets d’art, cuadros, tallas, adornos con gemas incrustadas, todo ello robado. Ya se había adueñado de casi todo el territorio de Fat Man.

Miraba a Monk de manera insulsa, pero sus ojos eran tan fríos como el océano Polar Ártico.

—Siempre es un placer ayudar a la policía —dijo—. ¿Qué es lo que busca, señor Monk? Porque se llama Monk, ¿verdad? He oído hablar de usted, ¿sabe? Su reputación le precede.

Monk no mordió el anzuelo y se abstuvo de preguntar qué había oído decir de él.

—Sí, en efecto —dijo en cambio, asintiendo con la cabeza—. Tenemos algo en común.

Pearly Boy se sorprendió.

—¿Y eso que sería?

—La reputación —respondió adusto Monk—. Tengo entendido que usted también es un hombre duro.

A Pearly Boy el comentario le pareció divertido. Al principio soltó una risita, pero esta fue creciendo hasta terminar en sonoras carcajadas de satisfacción. Finalmente paró en seco y se secó las mejillas con un pañuelo muy grande.

—Creo que usted me va a caer bien —dijo, sonriendo abiertamente, con los ojos cual guijarros mojados.

—Lo celebro —dijo Monk, y sonó como si en verdad se congratulara—. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.

Pearly Boy entendía aquel lenguaje a la perfección, si bien tendía a reservarse el creerlo.

—Vaya. ¿Cómo es así?

—Tenemos amigos y enemigos en común —explicó Monk.

Pearly Boy estaba interesado. Procuró disimularlo pero no lo consiguió.

—¿Amigos? —dijo con curiosidad—. ¿Quiénes son sus amigos?

—Comencemos por los enemigos —contestó Monk sonriendo—. Uno de los suyos era Fat Man. —Vio los destellos de odio y triunfo en los ojos de Pearly Boy—. Y también lo era mío —agregó Monk—. Debería darme las gracias de que esté muerto.

Pearly Boy se humedeció los labios.

—Ya lo sé. Me enteré. Ahogado en el cieno de Jacob’s Island, según dicen.

—Así es. Mala manera de morir —dijo Monk, agitando la mano—. Podría haber recuperado el cadáver pero no merecía la pena. Recuperé la estatua, que era lo que importaba. Estará la mar de bien allí abajo.

Pearly Boy se estremeció.

—Desde luego, hace honor a su fama de duro —señaló, y Monk no estuvo seguro de si lo decía a modo de cumplido o no.

—Lo soy —admitió Monk—. Busco a varias personas, y no olvido ni las buenas ni las malas jugadas. ¿Quién es Mary Webber?

—Ni idea. Nunca la había oído mentar. Lo cual significa que no se dedica a mi negocio. No es ladrona ni perista ni cliente —sentenció Pearly Boy cansinamente.

Monk no se sorprendió; daba por hecho que la misteriosa mujer no se dedicaba al trapicheo.

—También busco a un chaval que se llama Reilly, y no solo eso, busco a quien se vio forzado a cuidar de él, encargándose de que nadie le hiciera daño.

Pearly Boy abrió unos ojos como platos.

—¿Forzado? ¿Cómo podrá verse nadie forzado? ¿Quién haría tal cosa y con qué fin, señor Monk?

—Lo habría hecho el señor Durban —contestó Monk con firmeza—. Porque no le gustaba que nadie asesinara a niños.

—¡Increíble! —Pearly Boy fingió asombro, pero su curiosidad pudo más que su juicio, tal como Monk esperaba. Pearly Boy no solo traficaba con bienes robados, sino también con informaciones valiosas, a veces también robadas—. ¿Quién podría impedir que eso ocurriera?

—Alguien poderoso. —Monk lo dijo como si se le hubiese ocurrido sobre la marcha—. Y, no obstante, alguien que tuviera mucho que perder, que se viera en peligro, ¿entiende lo que quiero decir?

Pearly Boy aún no lo había captado.

—¿Y quién mataría a esos niños?

—Jericho Phillips, si desobedecen o se rebelan… —Se calló al ver que el rostro de Pearly Boy se empalidecía de golpe y que el torso, con el decorado chaleco, se tensaba acusando la rigidez de los brazos. De súbito Monk tuvo tan claro que Pearly Boy era uno de los informadores de Durban contra Phillips como si lo hubiese leído en sus notas. Sonrió y vio en los ojos de Pearly Boy que este se había percatado y que el terror le atenazaba.

»Uno de los clientes de Phillips —prosiguió Monk, con cierto desenfado. Se había puesto de pie y se apoyó con elegancia contra la repisa de la chimenea, atento a la incomodidad de Pearly Boy—. Es como si lo estuviera viendo, ¿usted no? Durban habría seguido a ese hombre hasta que pudiera plantarle cara, quizá cerca del barco de Phillips. Quizá fuese después de que ese hombre, quienquiera que sea, bajara a tierra tras una velada de espectáculo, de modo que la excitación y la culpabilidad aún bulleran en su fuero interno.

Pearly Boy estaba paralizado, sin apartar la mirada del rostro de Monk.

—No le sería fácil mentir en esas circunstancias —prosiguió Monk—, por más que se hubiese preparado para tal situación. Durban habría elegido un lugar donde hubiese suficiente luz para asegurarse de que resultaran visibles las marcas de su cargo, el uniforme, la porra. Sí, seguro que habría llevado una porra, por si la desesperación empujaba a ese hombre a pelear. Al fin y al cabo, tendría mucho que perder; la indignación pública, el ridículo, la pérdida de posición, amigos, dinero, poder, tal vez incluso a su familia. —Pearly Boy se humedeció los labios, revelando su nerviosismo. Monk siguió hablando—. Entonces Durban le habría propuesto un trato. «Use su poder para proteger a Reilly, el chico que corre más peligro a causa de su edad y su coraje, y yo le protegeré a usted. Deje que Reilly muera, y sacaré a relucir sus trapos sucios para que se entere todo Londres.»

Pearly Boy volvió a humedecerse los labios.

—¿Y de quién estaríamos hablando?

—Eso es lo que quiero que me diga usted, Pearly Boy —contestó Monk.

Pearly Boy carraspeó.

—¿Y si no lo hago? Pudo haber sido un montón de gente. No sé quién tiene esa clase de debilidades. Podría ser un agente de aduanas, un magistrado, un mercader rico, un capitán de puerto. Tienen toda clase de gustos. ¡O podría ser otro policía! ¿Se le ha ocurrido pensarlo?

—Por supuesto. ¿Quién protegió a Reilly? Esa es la clave del asunto. ¿Quién tenía poder para hacerlo? Y más aún, ¿quién era tan importante para que Phillips le hiciera caso?

Un destello de perspicacia iluminó el inteligente rostro de Pearly Boy, no sin cierta excitación.

—¿Se refiere a quien tiene un apetito que no puede controlar, que necesita a Phillips para satisfacerlo y que al mismo tiempo tiene el poder suficiente para que Phillips le baile el agua? Esta sí que es buena, señor Monk, muy buena.

—Sí que lo es. Y quiero una buena respuesta —insistió Monk.

Pearly Boy enarcó las cejas.

—¿Respuesta a qué? —Temblaba ligeramente. Monk podía oler el sudor del miedo en el aire viciado del despacho—. ¿Qué pasa si no consigo averiguarlo? —Pearly Boy intentó ponerse gallito—. ¿O si decido no hacerlo?

—Me encargaré de que Phillips sepa que habló usted con Durban sobre este cliente tan interesante, y que está dispuesto a hacer lo propio conmigo en cuanto acordemos un precio.

Pearly Boy estaba pálido como la nieve, tenía el rostro perlado de sudor.

—¿Y qué precio sería ese? —preguntó con voz ronca.

Monk sonrió, mostrando los dientes.

—Mi silencio, y el hacer la vista gorda de vez en cuando en lo que atañe a los inspectores de Hacienda.

—Los muertos guardan silencio —dijo Pearly Boy, separando apenas los labios.

—No, si saben escribir y dejan instrucciones claras por si mueren. El señor Durban quizá fuese benevolente con usted, yo no lo seré.

—Podría hacer que lo mataran. Una noche oscura, un callejón desierto…

—Fat Man está muerto, yo no —le recordó Monk, y se tomó confianza en el trato—. No te busques problemas, Pearly Boy. Eres perista, no un asesino. Mata a un policía fluvial y te encontrarán. ¿Quieres que te entierren en el fango del Támesis con los pies por delante, de donde no volverás a salir?

Pearly Boy se puso todavía más pálido.

—¡Me lo deberá! —dijo desafiante, parpadeando.

Monk sonrió.

—Ya te lo he dicho, me olvidaré de ti…, hasta cierto punto. Te pondré el último en vez del primero en la lista de casos pendientes.

Pearly Boy soltó una obscenidad entre dientes.

—¿Cómo dices? —le espetó Monk.

—Lo encontraré —contestó Pearly Boy.

De repente Monk se mostró muy gentil.

—Gracias. Será por tu bien.

Pero al marcharse, los sentimientos de Monk eran confusos.

Caminaba con cautela por la calle estrecha, manteniéndose en medio, separado de las entradas de los callejones y de los portales.

¿Qué diferencia había entre un chantaje y otro? ¿Era cualitativa o tan solo cuantitativa? ¿El fin lo justificaba?

Ni siquiera tuvo que pensarlo. Si pudiese haber salvado a cualquier niño de las garras de Phillips valiéndose del gusto de un hombre por degradar a niños a fin de obligarle a proteger al menos a una de sus víctimas, lo habría hecho sin detenerse a pensar en la moralidad del asunto. Ahora bien, ¿eso lo convertía en un buen policía? Se sentía incómodo, desdichado, dubitativo en cuanto a su criterio, y más cerca de Durban que nunca. Pero se trataba de una proximidad causada por el sentimiento, la ira y la vulnerabilidad. No acababa de ver la moralidad de todo ello.

Y, por supuesto, cuando Durban hubo muerto a principios de año, Reilly se había quedado sin protección. Había quedado expuesto a la voluntad de Phillips. La mera idea llenó de angustia a Monk mientras salía del callejón al viento y el sol de los muelles.