Capítulo 1
El fugitivo se mantenía en equilibrio en la popa de la gabarra. Su silueta se recortaba contra las relumbrantes aguas del Támesis, con el cabello azotado por el viento, el semblante anguloso, los labios prietos. Entonces, en el último instante, cuando la otra gabarra ya casi había cruzado, se agachó y saltó. Alcanzó la cubierta por muy poco y tuvo que gatear para afianzar los pies. Se tambaleó un momento, recobró el equilibrio y se volvió. Saludó con el brazo, presa de un júbilo grotesco, y acto seguido se agachó, perdiéndose de vista detrás de los apiñados fardos de lana.
Monk sonrió forzadamente mientras los remeros se afanaban en dar la vuelta a la lancha patrullera luchando contra el reflujo y las estelas de las gabarras que remontaban el río hacia el Pool[1] de Londres. No habría dado orden de disparar aun si hubiese estado seguro de que los disparos no alcanzarían a ninguna otra persona entre el ingente tráfico fluvial. Quería a Jericho Phillips con vida para verlo juzgado y ahorcado.
En la proa de la lancha, Orme imprecó entre dientes, dado que aún no estaba lo bastante cómodo para dar rienda suelta a sus emociones delante de su nuevo jefe. Monk solo llevaba medio año en la Policía Fluvial del Támesis, a la que se había incorporado tras la muerte de Durban. El trabajo era muy distinto del que se llevaba a cabo en tierra firme, donde tenía experiencia, aunque para él lo más difícil era asumir el liderazgo de unos hombres para quienes era un intruso. Le precedía la reputación de ser un brillante detective, pero también la de tener un carácter implacable, de ser un hombre difícil de conocer y de tratar.
Había cambiado después del accidente sufrido años antes, en 1856, que le borró la memoria. Aquello le había brindado la oportunidad de comenzar de nuevo. Había aprendido a conocerse a través de los ojos de los demás, y ese aprendizaje resultó amargamente esclarecedor. Cosa que tampoco podía explicarle a nadie.
Estaban acortando distancias con la barcaza donde Phillips se agazapaba oculto a la vista, sin que el timonel hubiese reparado en su presencia. Otros veinticinco metros y estarían a la misma altura. Había cinco agentes en la patrullera, más de lo habitual, pero reducir a un hombre como Phillips tal vez requiriera el uso de esos efectivos adicionales. Lo buscaban por el asesinato de un niño de unos trece o catorce años de edad, Walter Figgis, conocido como Fig, un chaval flaco y de complexión menuda, rasgos que quizá fuesen los que le habían conservado la vida tanto tiempo. Phillips traficaba con niños desde los cuatro o cinco años de edad hasta que les cambiaba la voz y comenzaban a adquirir características corporales de adultos, dejando así de serles útiles en su particular parcela del mercado pornográfico.
El tajamar de la lancha patrullera cortaba el agua turbulenta. A unos cincuenta metros un yate avanzaba perezosamente río arriba, tal vez con destino a Kew Gardens. Banderines multicolores ondeaban al viento y se oía una mezcla de risas y música. Delante, un centenar de barcos, desde barcazas carboneras hasta clíperes de la carrera del té, permanecían anclados en el Upper Pool. Las barcazas iban y venían sin cesar, y los estibadores descargaban mercancías traídas desde todos los rincones de la tierra.
Monk se inclinó un poco hacia delante y tomó aire para instar a sus hombres a esforzarse más, pero cambió de parecer y se contuvo. Parecía no confiar en que estuvieran dando lo mejor de ellos mismos. Aunque de todos modos no era posible que tuvieran tantas ganas de capturar a Phillips como él. Era Monk, no ellos, quien había implicado a Durban en el caso Louvain, implicación que al final le había costado la vida. Y era a Monk a quien Durban había recomendado para ocupar su puesto cuando supo que se estaba muriendo.
Orme había servido con Durban durante años, pero si le contrariaba estar bajo las órdenes de Monk, jamás lo había demostrado. Era leal, diligente, incluso servicial; pero, en esencia, resultaba indescifrable. No obstante, cuanto más lo escrutaba Monk, más claro tenía que el respeto de Orme le era imprescindible para salir airoso y, además, en verdad deseaba granjeárselo. No recordaba que hasta entonces le hubiese importado lo que un subalterno pensara de él.
La barcaza se hallaba tan solo a unos nueve metros y aminoraba la marcha para ceder paso a otra que cruzaba por su proa, cargada de toneles de azúcar sin refinar procedentes de una goleta amarrada treinta metros más allá. El barco, al estar casi vacío, revelaba la línea de flotación, con el inmenso velamen recogido y plegado, y los palos desnudos oscilaban con el suave balanceo del casco.
La patrullera cabeceó al virar a babor mientras la otra barcaza cruzaba hacia estribor. El primer agente saltó a bordo, y luego el segundo, pistolas en mano.
El de Phillips era el único caso que Durban no había cerrado, permaneciendo, incluso en sus últimas notas, como una herida aún abierta en su mente. Monk había leído cada página del prontuario desde que lo heredara de Durban junto con el puesto. Allí estaban todos los datos: fechas, horas, personas interrogadas, respuestas, conclusiones, decisiones sobre los siguientes pasos a dar. Pero todas las palabras, su letra de trazos grandes y desgarbados, vibraban de sentimiento. Había en ellas una evidente ira mucho más profunda de la que podían explicar la mera frustración del fracaso o el orgullo herido por saberse burlado. Se trataba de una ardiente furia ante el sufrimiento infantil y de una honda piedad por todas las víctimas del comercio de Phillips. Y ahora también Monk se veía marcado por ella. Al concluir la jornada y marcharse a su casa seguía pensando en el caso. Invadía la paz de la hora de comer. Se entrometía en las conversaciones con su esposa Hester. Rara vez se había llegado a obsesionar tanto.
Iba sentado muy tieso en la popa de la patrullera, ansioso por unirse a los hombres que habían saltado a la gabarra. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no habían reaparecido con Phillips?
De pronto lo entendió; se hallaban en la banda equivocada. Phillips lo había calculado todo con suma precisión. Sabiendo que tendrían que pasar por babor para no estrellarse contra la otra gabarra, había pasado a estribor y saltado otra vez. Era una maniobra arriesgada pero no tenía nada que perder, porque cuando lo capturaran sería juzgado y solo cabía un veredicto. Tres domingos después lo ahorcarían.
—¡Haga volver a los hombres! —gritó Monk, incorporándose en el asiento—. ¡Ha pasado a estribor! ¡A la otra barcaza!
Los agentes ya se habían percatado. Orme agarró el otro remo, lo metió en el agua y se puso a bogar para situar la patrullera a popa de la primera barcaza.
Los dos agentes regresaron y saltaron a bordo, haciendo que la patrullera se balanceara con violencia. No había tiempo para cambiar de sitio con Orme. La otra barcaza ya se encontraba a casi veinte metros de ellos, camino de la dársena. Si Phillips llegaba antes que ellos, desaparecería entre las cajas y las pacas, los arcones de té, los toneles de azúcar y de ron, los montones de madera, asta, pieles y cerámica que abarrotaban el muelle.
Monk tenía el cuerpo entumecido, el viento le azotaba el rostro con el penetrante olor a salitre y pescado de las aguas de menguante. Capturar a Phillips era lo único que aún podía hacer por Durban. Justificaría la confianza que Durban había depositado en él tras haberlo tratado tan solo unas semanas. No habían compartido nada de la vida y la rutina cotidianas, solo un caso de un horror casi inconcebible.
Perdieron de vista la barcaza que llevaban delante durante un momento, oculta por la popa de una goleta de cinco mástiles.
Monk mantenía la mirada fija al frente. Tuvo la impresión de que la embarcación tardaba demasiado en reaparecer. ¿Estaría Phillips trepando por un cabo suelto, pidiendo ayuda a los estibadores, haciendo cualquier cosa para abordar el barco? De ser así, Monk tendría que regresar a la Comisaría de Wapping en busca de refuerzos. Cualquier cosa podía ocurrir entretanto.
Sin duda, Orme también vio tal posibilidad. Bogaba apoyando todo su peso contra el remo, gritando órdenes a los demás agentes. La patrullera avanzó con renovado impulso y la barcaza volvió a aparecer, todavía a una considerable distancia de ellos. Monk dio media vuelta para mirar el casco de la goleta, pero no había nadie en las sogas que colgaban de ambas bordas. Los estibadores de la cubierta seguían concentrados en la tarea de izar toneles desde la bodega.
Para gran alivio de Monk, la patrullera se acercaba a la barcaza. Un par de minutos más y Phillips sería suyo. El interminable caso quedaría cerrado. Con Phillips detenido, solo sería cuestión de aguardar a que la ley siguiera su curso.
La patrullera se situó al lado de la barcaza. De nuevo dos hombres armados la abordaron y al cabo de nada regresaron contrariados, negando con la cabeza. Esta vez también Monk renegó. Phillips no había trepado por el costado de la goleta, de eso estaba seguro. Por más ágil que fuera, ningún hombre sería capaz de encaramarse tan deprisa por un cabo en el poco tiempo que lo habían perdido de vista. Tampoco se habían cruzado con ninguna barcaza que se dirigiera hacia la ribera norte. Phillips solo podía haber escapado hacia el sur.
Indignados, remando con los hombros tensos, los hombres condujeron la patrullera por debajo de la popa de la goleta, derecha hacia el oleaje de una fila de barcazas que remontaba el río. La embarcación cabeceó al dar el viraje, y la proa golpeó el agua con una sacudida, levantando un roción. Monk se aferró a las bandas, gruñendo entre dientes al ver que otra barcaza se dirigía al sur, hacia Rotherhithe.
Orme la vio también y dio la orden pertinente.
Se abrieron camino zigzagueando entre el tráfico. Un transbordador cruzó veloz por delante de ellos; los pasajeros iban apiñados para resguardarse del viento. En el aire flotaban retazos de música procedentes de un yate. Esta vez la barcaza llegó al muelle unos diez metros antes que ellos, que vieron a la ágil figura de Phillips, con el pelo y los faldones al viento, saltar desde la popa al pasar ante la escalinata de East Lane Stairs. Aterrizó en el escalón más bajo, lleno de limo depositado por la marea. Se tambaleó un momento, agitando los brazos como aspas de molino, y luego cayó de lado, dándose un buen golpe contra la pared de piedra cubierta de algas verdes. La caída tuvo que dolerle, pero sabía que la patrullera lo seguía de cerca y el miedo fue suficiente acicate para hacerlo subir a gatas hacia el muelle. Fue una maniobra carente por completo de dignidad, y un par de marineros se mofaron de él, pero también fue sumamente rápida. Cuando la patrullera rebotó contra la piedra, Phillips ya estaba en lo alto de la escalinata. Echó a correr hacia la dársena de Fore and Aft Dock, con sus cajones de alfarería española descargados sin orden ni concierto entre toneles marrón oscuro y pilas más claras de madera en crudo. El hedor de las pieles sin curtir preñaba el aire, mezclado con el nauseabundo dulzor del azúcar sin refinar y el embriagador aroma de las especias. Al otro lado de las mercancías comenzaba Bermondsey Road y todo un laberinto de calles y callejones llenos de albergues, casas de empeños, tiendas de efectos navales, tabernas y burdeles.
Monk vaciló solo un instante, temeroso de dislocarse un tobillo, de las risotadas de los estibadores y los marineros si llegaba a caer al agua, y de lo idiota que se sentiría si Phillips escapaba porque sus hombres tuvieran que demorarse para sacarlo del río. Pero no había tiempo para tales consideraciones. Se levantó, notó que la patrullera se inclinaba y se lanzó hacia la escalinata.
Cayó con torpeza. Sus manos golpearon piedra y algas, pero el ímpetu del salto lo impulsó hacia delante. Le resbaló un pie y se dio un golpe seco en la rodilla contra el siguiente escalón. Lo atravesó una punzada de dolor, pero ningún aturdimiento le impidió erguirse y subir en pos de Phillips, casi como si se hubiese propuesto saltar a tierra del modo en que lo había hecho.
Llegó a lo alto de la escalinata y vio a Phillips a unos diez metros de él, corriendo hacia los montones de oscuros toneles de madera y el cabestrante que había detrás. Los estibadores que los descargaban de una barcaza amarrada no repararon en ellos. Algunos iban a pecho descubierto y el sol les hacía relucir el sudor de la piel.
Monk echó a correr por el muelle. Al llegar a la altura de los toneles vaciló porque sabía que Phillips podía estar agazapado detrás de ellos con un trozo de madera o de tubo o, en el peor de los casos, con un arma blanca. Dio media vuelta y rodeó la pila por el otro lado.
Phillips sin duda había contado exactamente con eso. Se estaba encaramando a la larga barrera formada por un montón de fardos, subiéndola como un marinero treparía por un palo, palmo a palmo, con soltura. Volvió la vista atrás una vez, con un aire despectivo, y ya arriba se detuvo solo un instante antes de saltar por el otro lado.
Monk no tenía más opciones que seguirlo o perderlo. Phillips podía muy bien abandonar su desdichado barco, y buscar un tugurio en la ribera donde esconderse por una temporada, para luego reaparecer al cabo de medio año. Solo Dios sabía cuántos niños más sufrirían o incluso morirían en ese lapso de tiempo.
Trepando con torpeza por los fardos, más despacio que Phillips, Monk llegó arriba con alivio. Gateó hasta el otro lado y miró abajo. La caída era considerable, quizá de unos cinco metros. Phillips se hallaba a lo lejos, dirigiéndose hacia otros montones de carga: barricas de vino, cajas de especias y tabaco.
Monk no iba a arriesgarse a saltar. Un tobillo roto supondría perder a Phillips sin remedio. Se colgó de las manos y luego se soltó, cayendo hasta el suelo. Dio media vuelta y echó a correr, alcanzando las barricas de vino justo cuando Phillips cruzaba a la carrera un trecho de muelle despejado hacia la sombra de la prominente popa de un barco amarrado junto a la grúa que lo iba vaciando de su cargamento de madera.
Un carro tirado por caballos se acercaba; sus ruedas atronaban sobre el irregular pavimento de piedra. Una cuadrilla de estibadores caminaba hacia la grúa; un par de holgazanes discutían sobre lo que parecía un trozo de papel. Había ruido por todas partes: hombres que gritaban, el chillido de las gaviotas, el triquitraque metálico de las cadenas, los crujidos de la madera, el constante chapoteo del agua contra el muelle. Había un inagotable movimiento del sol reflejado en el río, nítido y relumbrante. Los enormes barcos amarrados subían y bajaban. Hombres vestidos de gris y marrón se afanaban en tareas diversas. El aire estaba saturado de olores: la acritud del fango fluvial, la penetrante limpieza de la sal, el repulsivo dulzor del azúcar sin refinar, el hedor de las pieles sin curtir, del pescado y de las sentinas de los barcos, y, unos pocos metros más adelante, el cautivador aroma de las especias.
Monk se arriesgó. Phillips no intentaría llegar al barco; quedaría demasiado expuesto mientras subía por la banda, como una mosca negra sobre una pared marrón. Enfilaría hacia el otro lado y desaparecería en los callejones.
¿O se marcaría un farol? ¿O un doble farol?
Orme y uno de sus hombres le iban pisando los talones.
Monk se dirigió hacia el callejón que se abría entre dos almacenes. Orme respiró hondo y luego lo siguió. El tercer policía permaneció en el muelle. Había hecho aquello las suficientes veces como para saber que los hombres podían volver sobre sus pasos. Los estaría esperando.
El callejón, de apenas dos metros de anchura, bajaba unos peldaños, se plegaba hacia un lado y luego hacia el otro. La peste a orina ofendía al olfato de Monk. A la derecha había un proveedor de buques, su estrecho portal rodeado de rollos de cuerda, faroles, cornamusas de madera y un balde lleno de cepillos de cerdas duras.
La tienda no estaba lo bastante adentrada en el callejón como para que Phillips se hubiese escondido allí. Monk pasó de largo. A continuación había un comercio de pintura. A través de las ventanas vio que dentro no había nadie. Orme lo seguía de cerca.
—El callejón siguiente no tiene salida —dijo Orme en voz baja—. Es posible que esté ahí metido, aguardándonos. —Era una advertencia. Phillips llevaba navaja y no dudaría en usarla—. Se enfrenta a la horca —prosiguió Orme—. El momento en que le pongamos las esposas será el principio del fin para él. Y lo sabe.
Monk se sorprendió sonriendo. Ya estaban muy cerca; muy, muy cerca.
—Lo sé —dijo casi entre dientes—. Créame, nunca he tenido tantas ganas como ahora de capturar a un criminal.
Orme no contestó. Siguieron avanzando despacio. Se oía movimiento delante de ellos, como si algo arañara los adoquines. Orme llevó la mano a la pistola.
Una rata marrón salió disparada de un pasaje lateral y pasó a un metro escaso de ellos. Oyeron un grito ahogado seguido de una maldición. ¿Phillips?
La quietud era absoluta. Estaba oscuro, y el olor empeoraba al sumársele el de la cerveza rancia de una taberna cercana. Monk avanzó más deprisa. Nada de aquello haría que Phillips aflojara el paso. Cuanto tenía que temer se encontraba a sus espaldas.
El callejón se bifurcaba, a la izquierda de regreso hacia el muelle, a la derecha adentrándose en un tortuoso laberinto. A mano derecha había un albergue para vagabundos; un hombre tuerto y barrigudo estaba repantigado en el umbral, con un viejo sombrero de copa en precario equilibrio sobre la cabeza.
¿Habría entrado allí Phillips? De súbito Monk cayó en la cuenta de los muchos amigos que Phillips podía tener en aquellos lugares: especuladores que dependieran de su negocio, proveedores y parásitos.
—No —dijo Orme enseguida, apoyando la mano en el brazo de Monk, reteniéndolo con inusitada fuerza—. Si entramos ahí, no volveremos a salir.
Monk se enfadó. Tuvo ganas de discutir.
Pese al juego de las sombras en el semblante de Orme, su determinación era incontestable.
—El puerto no es el único lugar donde hay sitios en los que la policía no puede entrar —dijo a media voz—. No me venga con que la policía de tierra se mete en Bluegate Fields o en Devil’s Acre, pues todos sabemos que no es así. Se trata de nosotros contra ellos, y nosotros no siempre ganamos.
Monk liberó su brazo, pero no se echó para atrás.
—No pienso dejar que ese cabrón se escape —dijo despacio y con toda claridad—. Asesinar a Fig solo fue una punta de lo que hace, como el mástil de un buque naufragado que emerge de las aguas.
—Habrá una salida trasera —agregó Orme—. Seguramente más de una.
Monk estuvo a punto de espetarle que ya lo sabía, pero se mordió la lengua. Orme merecía capturar a Phillips tanto como Monk, quizás incluso más. Había trabajado con Durban en el caso desde el principio. La única diferencia era que la muerte de Durban no tenía nada que ver con él y mucho, en cambio, con Monk.
Continuaron por el callejón principal, alejándose del muelle con más rapidez. Había portales a ambos lados y a veces pasajes de menos de un metro de anchura, por lo general sin salida, de tres o cuatro metros de largo.
—Avanzará un poco más —dijo Orme con gravedad—. Por instinto. Aunque sea un cabrón muy espabilado.
—Tendrá amigos por aquí —concordó Monk.
—Y enemigos —apostilló Orme irónicamente—. Es un canalla. Vendería a cualquiera por cuatro peniques, así que dudo que espere favores. Probemos por ahí —sugirió, señalando a mano izquierda hacia un pasaje tortuoso que conducía de vuelta al muelle. Mientras hablaba fue avivando el paso, cual perro que volvía a olfatear su presa.
Monk no discutió, limitándose a seguirlo. No había espacio suficiente para caminar de lado. En algún lugar a su izquierda un hombre maldijo y una mujer lo insultó. Un perro se puso a ladrar, y delante de ellos oyeron pasos. Orme echó a correr, con Monk pisándole los talones. Había un arco bajo a la derecha, y alguien lo cruzó. El suelo estaba sembrado de piedras. Orme paró tan bruscamente que Monk chocó con él y se dio contra la pared, que rezumaba humedad procedente de un desagüe roto entre las sombras de arriba.
Orme avanzó de nuevo, ahora con mucho cuidado. Siempre eran ellos quienes debían estar en guardia. Phillips podía aguardar detrás de cualquier pared, cualquier soportal o entrada, navaja en mano. No dudaría en destripar a cualquiera que supusiese una amenaza para él. Un policía solo podía matar para salvar su propia vida o la de alguien que se hallara en peligro de muerte. Y aun así tendría que demostrar que no había tenido otra opción.
Phillips podía estar huyendo en cualquier dirección a lo largo de los muelles, trepando a un barco por sus amarras o bajando una escalinata hasta una barcaza que lo llevara a la otra orilla del río. No podían quedarse escondidos allí para siempre.
—¡Salgamos juntos! —dijo Monk con dureza—. No podrá con los dos a la vez. ¡Ahora!
Orme obedeció y se abalanzaron por la abertura, saliendo de golpe al repentino resplandor del sol. Phillips no estaba en ninguna parte. Monk fue presa de una sensación de fracaso tan amarga que le costó respirar, y notó un dolor en la boca del estómago. Había una veintena de lugares en los que Phillips podía haber desaparecido. Había sido una estupidez dar algo por sentado antes de tenerlo en una celda con la puerta cerrada y el cerrojo echado. Se había aferrado a la victoria demasiado pronto. Su arrogancia le hizo montar en cólera.
Quería arremeter contra alguien, pero el único culpable era él. Sabía que debía ser más fuerte, tener más control de sí mismo. Un buen jefe debía ser capaz de tragarse su propio enojo y pensar en el siguiente paso a dar, ocultar la decepción o la rabia, reprimir el sufrimiento personal. Durban así lo haría. Monk necesitaba estar a su altura, ahora más que nunca, habiendo perdido el rastro de Phillips.
—Vaya hacia el norte —ordenó a Orme—. Yo iré hacia el sur. ¿Dónde está Coulter?
Buscaba al hombre que habían dejado en el muelle. Dio media vuelta mientras hablaba, tratando de localizar una figura conocida entre los estibadores. Vio el uniforme oscuro en el mismo instante que Orme, y Coulter comenzó a agitar los brazos en alto.
Ambos echaron a correr hacia él, desviándose para eludir a un caballo con su carro y a un estibador que llevaba una pesada carga sobre los hombros.
—¡Bajen la escalinata! —gritó Coulter, gesticulando hacia el agua de detrás del barco—. Está amenazando al gabarrero con una navaja. ¡Dense prisa!
—¿Dónde está la patrullera? —preguntó Monk a voz en cuello, saltando por encima de un barril y cayendo sobre el adoquinado—. ¿Dónde están?
—Han ido tras él —contestó Coulter, volviéndose instintivamente hacia Orme. Normalmente ponía cuidado en ser muy correcto, pero con el acaloramiento de la persecución reaparecían los viejos hábitos—. Estarán acercándose a él. Las gabarras son lentas, pero tengo un transbordador aguardando aquí abajo. ¡Dese prisa, señor!
Pasó delante de regreso a la escalinata y comenzó a bajar sin volverse a comprobar que Monk y Orme lo siguieran.
Monk fue tras él. Debía elogiar a Coulter, no criticar su descuido en el protocolo. Bajó los peldaños cubiertos de limo tan deprisa como pudo y saltó a bordo del transbordador, acallando el chasco de que fueran los hombres de la patrullera quienes capturarían a Phillips. Solo llegaría a tiempo de felicitarlos.
Pero eran un equipo, se dijo a sí mismo mientras Orme subía a la embarcación detrás de él, gritando al patrón que arrancara. Monk estaba al mando, pero eso era todo. No tenía por qué ser él quien efectuara el arresto, mirara a Phillips a la cara y viera su furia. Lo único que importaba era que la captura se llevara a cabo. No tenía nada que ver con su época de detective privado cuando, sin contar con nadie, asumía a solas méritos y fracasos por igual. No era dado a cooperar; eso era lo que Durban siempre había dicho de él. No tenía ni idea de cómo ayudar a los demás ni sabía confiar en su ayuda cuando la necesitaba. Era egoísta.
Ya estaban surcando el agua. El barquero era muy diestro. No parecía muy fuerte, era más enjuto y nervudo que robusto, pero su manejo del timón redujo varias brazas la distancia que los separaba de la patrullera. Monk admiró su habilidad.
—¡Allí! —gritó Coulter, señalando hacia una barcaza que estaba aminorando un poco para ceder paso a una hilada de gabarras que navegaba río abajo. Había una figura agachada en la cubierta. Tal vez fuese Phillips; resultaba imposible decirlo a tanta distancia.
Cooperación. Por eso al final habían ascendido a Runcorn y no a él. Runcorn sabía reservarse sus propias opiniones, incluso cuando llevaba razón. Sabía cómo complacer a quienes ostentaban el poder. Monk desdeñaba esa actitud, y así lo había hecho saber.
Pero Runcorn había acertado: no era fácil trabajar con Monk, pues él mismo no permitía que así fuera.
Las gabarras ya habían pasado y la barcaza volvía a cobrar velocidad, pero ahora estaban mucho más cerca. Esta vez Phillips se hallaba en medio del río y no podría esconderse. El espacio entre ellos menguaba: veinte metros, quince metros, diez. De repente Phillips estaba de pie, sujetando con el brazo izquierdo al patrón y con una navaja en la mano derecha apoyada en su garganta. Sonreía.
Ahora mediaban apenas siete metros entre ellos y la barcaza se alejaba, arrancada deprisa mientras ambos hombres permanecían inmóviles. Volvía a haber gabarras en rumbo de colisión con ellos, si bien ya estaban virando para evitar el choque.
Con renovada ira, Monk veía venir lo que Phillips iba a hacer, pero no podía hacer nada para impedirlo. Se sintió tan inútil que le entró frío.
Dos brazas y seguían acercándose. Las gabarras venían directamente hacia ellos.
Phillips apartó la navaja del cuello del patrón y se la hincó a fondo en un costado del vientre. Manó sangre a borbotones y el gabarrero se desplomó al tiempo que Coulter saltaba a su lado. Phillips se apartó como pudo para quedar fuera de su alcance, vaciló un momento y acto seguido se lanzó hacia la primera gabarra de la hilada. No la alcanzó y cayó al agua, levantando un gran salpicón. Pero tras el primer impacto salió con dificultad a la superficie, abriendo frenéticamente la boca para tragar bocanadas de aire, sacudiendo brazos y piernas.
Coulter hizo lo que cualquier hombre decente habría hecho. Lanzó una sarta de maldiciones contra Phillips y se agachó para socorrer al gabarrero herido, juntando tanta tela como pudo con el puño y apretándola contra la herida mientras Orme se quitaba el chaquetón y luego la camisa, que dobló formando una compresa para detener la hemorragia en la medida de lo posible.
Los marineros de las gabarras habían sacado a Phillips del agua y ya estaban aumentando la distancia entre ellos y la barcaza a la deriva con el transbordador. Tanto si querían como si no, su peso y velocidad les impedían detenerse fácilmente. Phillips habría doblado el meandro de Isle of Dogs en cuestión de quince o veinte minutos.
Monk miró al gabarrero. Tenía el rostro ceniciento, pero si recibía asistencia médica a tiempo lograría salvarse. Eso era justamente con lo que Phillips contaba. En ningún momento había tenido intención de matarlo.
El patrón del transbordador estaba atónito, no sabía qué hacer.
—Llévelo al médico más cercano —ordenó Monk—. Reme tan deprisa como pueda. Coulter, cuide de él. Orme, póngase el chaquetón, ayude a Coulter a trasladar a este hombre y luego venga conmigo.
—¡Sí, señor!
Orme recogió su chaquetón. El barquero empuñó los remos.
Orme y Coulter procedieron con mucho cuidado. No fue tarea fácil trasladar al herido hasta el transbordador sin que Coulter dejara de sostener la compresa apretada contra la herida.
Manteniendo el equilibrio, Monk fue a sentarse ante el remo de la barcaza y lo asió con las dos manos. En cuanto Orme estuvo a bordo comenzó a bogar. Remar le resultó menos complicado de lo que esperaba. Le constaba, por fugaces recuerdos y cosas que le habían contado, que se había criado en Northumberland rodeado de barcas: mayormente de pesca y, cuando hacía mal tiempo, lanchas de salvamento. La tradición marinera estaba arraigada en su ser, confiriéndole un íntimo sentido de la disciplina. Uno puede rebelarse contra los hombres y contra las leyes, pero solo un loco se rebela contra el mar, y solo lo hace una vez.
—¡No lo alcanzaremos! —exclamó Orme con desesperación—. Le ataría la soga al cuello con mis propias manos y abriría la trampilla.
Monk no contestó. Estaba haciéndose al peso y el movimiento del largo remo, y hallando el modo de girarlo para lograr el máximo impulso contra el agua. Por fin iban a favor de la corriente, aunque lo mismo les sucedía a las gabarras, que les llevaban una ventaja de no menos de cincuenta metros.
Orme no podía hacer nada por ayudar; era tarea de una sola persona. Se sentó desplazándose un poco hacia el otro lado para contrarrestar el peso de Monk, con la mirada al frente y el chaquetón del uniforme abrochado hasta arriba para ocultar hasta donde era posible que no llevaba camisa. Desde luego, no volvería a ponerse aquella nunca más.
—Su eslora es mayor que la nuestra —señaló Monk con resuelto optimismo—. No pueden maniobrar entre los barcos anclados, en cambio nosotros sí. Ellos tendrán que rodearlos.
—Si nos metemos entre esos barcos, los perderemos de vista —advirtió Orme desalentado—. ¡Sabe Dios adónde podrían llegar!
—Si no lo hacemos, los perderemos sin remedio —repuso Monk—. Ya nos llevan una ventaja de cincuenta metros y siguen distanciándose.
Apoyó su peso contra el remo y tiró de él en el sentido equivocado. En el mismo instante en que notó resistencia supo que había cometido un error. Tardó más de un minuto en recobrar el ritmo.
Orme miró adrede hacia otra parte para disimular que se había dado cuenta.
Las gabarras efectuaron un amplio viraje en torno a un gran carguero de la ruta de la India fondeado delante de ellas, tenía la cubierta llena de estibadores que manejaban arcones de especias, sedas y probablemente té.
Monk se arriesgó a virar a babor para pasar entre el carguero y una goleta española que descargaba cerámica y naranjas. Se concentró en la regularidad de las paladas y en mantenerse en perfecto equilibrio, procurando no pensar que las gabarras podían estar dirigiéndose a la orilla opuesta ahora que no estaban a la vista. En tal caso quizá las perdería, pero si no corría ese riesgo para acortar distancias, seguro que sería así.
Pasó tan cerca del carguero como le fue posible, casi bajo la sombra del gran casco. Oyó el chapoteo del agua contra él y el débil zumbido y golpeteo del viento en los obenques.
No bien estuvo de nuevo bajo el sol, miró a estribor. La fila de gabarras estaba más cerca, a menos de veinte metros de su proa. Se contuvo con gran esfuerzo. Orme también miraba al frente, forzando la vista con los puños apretados, los hombros tensos. Movía los labios al contar las gabarras para asegurarse de que no hubiesen dejado ninguna la deriva mientras las había ocultado el carguero.
La brecha se iba cerrando, pero no distinguían a Phillips. Eso no significaba nada, aunque Monk no dejó de escrutar una tras otra las lonas que cubrían la carga. Phillips podía estar detrás de una paca o un barril, debajo de una lona o incluso haber cogido el chaquetón y la gorra de un marinero y a tanta distancia camuflarse como un tripulante más. Aun así Monk quería verlo y convencerse sin dar por válido ningún razonamiento.
Tendría que abordar las gabarras él solo. Uno de ellos debía quedarse en el transbordador, pues de lo contrario no tendrían manera de llevarse a Phillips detenido. No estaba seguro de si alguna vez había peleado solo contra un hombre provisto de una navaja. No recordaba nada de los años anteriores al accidente. ¿Hallaría algún instinto del que echar mano?
Cuatro metros. Debía prepararse para saltar. Estaban pasando a sotavento de un clíper. Los mástiles parecían arañar el cielo, moviéndose apenas ya que el casco era demasiado grande, demasiado pesado para balancearse con el escaso oleaje. La barca surcaba las aguas sin esfuerzo aparente y dio una sacudida al entrar de nuevo en la corriente, pero ahora se acercaban muy deprisa a la última gabarra. Dos metros, uno…, Monk saltó. Orme ocupó su sitio y cogió el remo.
Monk cayó en la gabarra, se balanceó un momento y recuperó el equilibrio. El patrón no reparó en él. Todo aquel drama se representaba ante sus ojos sin que él participara.
Puesto que Monk se encontraba en la última gabarra, si Phillips se había movido, tenía que haberlo hecho hacia delante. Monk comenzó a avanzar. Se irguió con cautela encima de la lona y fue pasando de un bulto informe al siguiente, vigilando donde apoyaba su peso, con los brazos separados, afirmando inseguro los pies. Los ojos le iban de un lado al otro, atentos a cualquier sorpresa.
Estaba casi en la proa, listo para saltar a la gabarra siguiente, cuando vio un atisbo de movimiento. De pronto tuvo a Phillips encima, atacándolo con la navaja. Monk dio una patada baja echándose a un lado, casi perdió el equilibrio, pero se enderezó en el último instante.
Phillips no dio en el blanco, esperaba hincar el arma en las carnes de Monk y notar una súbita resistencia que no halló. Se tambaleó a la pata coja, agitó los brazos como loco un instante y cayó de rodillas, ignorando el daño infligido por la bota de Monk. Volvió a arremeter de inmediato, alcanzando la espinilla de Monk, rasgándole el pantalón y haciendo que sangrara.
Monk se asustó. El dolor era agudo. Había esperado que Phillips se desconcertara más, que tardara más en recobrarse, error que no cometería otra vez. La única arma que llevaba era la pistola al cinto. Ahora la sacó, no para disparar sino para coaccionar. Acto seguido cambió de parecer y dio otra patada, alta y fuerte, apuntando con más tino. El golpe alcanzó la sien de Phillips, que cayó despatarrado. Pero Phillips lo había visto venir y, al retroceder, había encajado el impacto con menos fuerza.
Ahora Monk tenía que avanzar por la lona desigual sin saber lo que había debajo. Las gabarras fueron alcanzadas por la estela de otra cargada de carbón que se cruzó con ellas navegando a vela río arriba. El casco cabeceó y se bamboleó, haciéndoles perder el equilibrio a los dos. Monk padeció más porque estaba de pie. Tendría que haberlo visto venir. Phillips lo había hecho. Monk se tambaleó, dio un traspié y cayó casi encima de Phillips, que se retorció y escurrió, alejándose de él. Monk se dio un buen golpetazo contra los barriles de debajo de la lona, magullándose; acto seguido tuvo a Phillips encima de él, sus brazos y piernas firmes como el acero.
Monk estaba inmovilizado. Estaba solo. Orme quizás estuviera viendo lo que ocurría pero no podía ayudarlo, y los marineros de las gabarras no iban a involucrarse.
Por un momento tuvo tan cerca el rostro de Phillips que Monk pudo oler su piel, su pelo, el aliento que exhalaba. Sus ojos emitían destellos y sonrió al empuñar la navaja.
Monk le dio un cabezazo con tanta fuerza como pudo. Le dolió, el golpe fue hueso contra hueso, pero fue Phillips quien chilló, y de repente su agarre cedió. Monk lo empujó y se deslizó, apartándose como un cangrejo, y acto seguido se volvió, pistola en mano.
Pero tardó demasiado en disparar. La sangre le manchaba la cara y le chorreaba de la boca. Phillips se había puesto en cuclillas y se dio la vuelta, como si supiera que Monk no le dispararía por la espalda. Saltó de la gabarra y aterrizó con los brazos y piernas abiertos sobre la lona de la de delante.
Sin pensárselo dos veces, Monk lo siguió.
Phillips se levantó trabajosamente y comenzó a avanzar por el caballete de la lona. Monk fue derecho tras él, costándole más mantener el equilibrio esta vez. Lo que fuere que hubiese bajo la tela impermeabilizada, rodaba cuando él lo pisaba y le hacía embestir con más ímpetu y más deprisa de lo que quería.
Phillips llegó a la proa y saltó otra vez. De nuevo Monk fue tras él. Esta vez había pacas bajo sus pies, siendo más fácil mantener el equilibrio. Monk saltó de una a otra, aproximándose, le echó la zancadilla a Phillips y lo derribó. Le asestó un puñetazo en el pecho, vaciándole los pulmones y oyendo su prolongado y áspero resuello cuando volvió a llenarlos de aire. Entonces sintió el dolor del antebrazo y vio sangre. Pero solo era una raja muy superficial que no lo lisiaría. Volvió a golpear el pecho de Phillips y este soltó la navaja. Monk la oyó resbalar por la lona y repiquetear sobre la cubierta.
La sangre le estaba dejando la mano resbaladiza. Phillips se retorcía como una anguila, fuerte y duro, con los codos y las rodillas desollados, anguloso, y Monk no pudo sujetarlo.
Phillips se había apartado, tambaleándose hacia la proa, dispuesto a saltar a la gabarra siguiente. Una barcaza estaba a punto de cruzarse con ellos por delante, solo una. Sus intenciones estaban claras. Saltaría a bordo de ella y Monk se encontraría sin una embarcación a mano para seguirlo.
Monk se levantó con dificultad y alcanzó la proa justo cuando Phillips saltó, quedándose corto. Fue a parar al agua, en medio de la estela blanca que levantaba el tajamar.
Monk titubeó. No le costaría nada dejar que se ahogara. Solo era preciso que se demorase un momento y nadie, por más hábil que fuera, sería capaz de sacarlo del río. Herido como estaba, se ahogaría en cuestión de minutos. Sería un final mejor del que merecía. Pero Monk lo quería vivo para que pudiera ser juzgado y ahorcado. Así se demostraría que Durban tenía razón, y todos los niños que Phillips había utilizado y torturado tendrían una respuesta adecuada.
Se inclinó hacia delante extendiendo ambos brazos por la borda y agarró a Phillips por los hombros, notó que sus manos se aferraban a su brazo y echó mano de todas sus fuerzas para sacarlo del agua. Estaba mojado, era casi como un peso muerto. Ya tenía los pulmones medio llenos de agua y no opuso ninguna resistencia.
Monk sacó las esposas y se las puso a Phillips antes de afianzar los pies y darle la vuelta para bombearle el pecho a fin de sacar el agua.
—¡Respira! —masculló—. ¡Respira, canalla!
Phillips tosió, vomitó agua del río y recobró el aliento.
—Buen trabajo, señor Monk —dijo Orme desde la barcaza, acercándose a la banda—. Al señor Durban le habría alegrado verlo.
Monk se sintió invadido por un calor como de fuego y música, por la paz que seguía a un esfuerzo desesperado.
—Había que poner orden —dijo con modestia—. Gracias por su ayuda, señor Orme.
* * *
Monk llegó a su domicilio de Paradise Place en Rotherhithe antes de las seis, una hora relativamente temprana para él. Había recorrido a paso vivo la calle desde la escalinata de Princes Stairs, donde había desembarcado del transbordador, y caminado todo el trecho hasta Church Street antes de tomar la curva pronunciada de Paradise Place. En todo momento se negó a pensar que Hester quizás aún no estuviera en casa y que por tanto tendría que aguardar para decirle que por fin habían capturado a Phillips.
El médico de la policía había suturado los cortes que Phillips le había hecho en el brazo y la pierna, pero estaba magullado, mugriento y cubierto de sangre reseca. Había comprado una botella de excelente coñac para sus hombres, con quienes había tomado unos tragos. Había sido para toda la comisaría, de modo que a nadie se le notaron los efectos, pero le constaba que el aroma del aguardiente flotaba en torno a él. Sin embargo, ni siquiera se le ocurrió semejante cosa mientras daba un brinco, corría las últimas decenas de metros de Paradise Place y abría la puerta principal de su casa.
—¡Hester! —llamó, antes incluso de cerrar la puerta a sus espaldas—. ¿Hester? —Solo ahora se enfrentó con la posibilidad de que aún no estuviera en casa—. ¡Lo he capturado!
El silencio respondió a sus palabras.
Entonces oyó un taconeo en lo alto de la escalera y ella bajó a toda prisa, rozando apenas los peldaños. Llevaba el cabello medio despeinado, abundante, rubio y rebelde como siempre. Lo abrazó con toda su fuerza, que era considerable pese a su figura esbelta y a la ausencia de curvas pronunciadas que dictaba la moda.
Monk la cogió en brazos y la hizo volverse, besándola con toda la alegría fruto del triunfo y el repentino aumento de la fe en las cosas buenas. Casi toda su euforia se debía a la posibilidad de que Hester hubiese hecho bien al creer en él, no solo en su destreza sino en su sentido del honor, en ese fondo bondadoso de su persona que cabía valorar y conservar para amarlo.
Y, finalmente, la captura de Phillips significaba que Durban también había hecho bien al confiar en él, cosa de la que ahora se daba cuenta y que también revestía su importancia.