Capítulo 6
Monk no pudo posponerlo más. Ya estaba en el bufete de Rathbone cuando el secretario abrió la puerta antes de las nueve.
—Buenos días, señor Monk —dijo un tanto sorprendido y con cierto grado de inquietud. Sin duda sabía más sobre muchas cosas de las que nunca revelaba, ni siquiera al propio Rathbone—. Me temo que sir Oliver todavía no ha llegado.
—Aguardaré —respondió Monk—. Vengo por un asunto importante.
—Sí, señor. ¿Le apetece una taza de té?
Monk aceptó el ofrecimiento y le dio las gracias. En cuanto se hubo acomodado se preguntó si al secretario también le preocuparía que su patrón, a cuyo servicio llevaba ocho años, se hallase en una especie de ciénaga moral y que su vida hubiese dado un giro sombrío. ¿O era una idea descabellada?
Todos estaban inmersos en un dilema moral; Monk también. Apenas podía culpar a Rathbone si el orgullo, una arrogancia profesional, le había empujado a aceptar una causa tan fea como la de Phillips, para demostrar que podía ganarla. Estaba poniendo a prueba la ley hasta el límite, sosteniendo su valor por encima de la decencia que era la suprema salvaguarda de los ciudadanos. Al fin y al cabo, si la arrogancia no hubiese llevado a Monk a estar tan seguro de su habilidad, podría haber dejado morir a Phillips en el río y se habría ahorrado todo lo ocurrido después. No había sido por compasión que no lo hiciera, sino por la certeza de que iba a ganar en el tribunal y así demostrar públicamente que Durban había tenido razón. En vista de esto, el orgullo de Rathbone era muy moderado. Monk nunca se había planteado la posibilidad de perder. ¿Cuántas personas iban a pagar por eso ahora con sufrimiento, miedo y quizá sangre?
Rathbone llegó al cabo de media hora, impecablemente vestido con un traje gris, desplegando su elegancia natural como siempre. Monk solo recordaba haber visto a Rathbone realmente desconcertado una vez, y eso había sido en las cloacas recién construidas, tan solo unos meses antes, cuando pareció que todo Londres corría el peligro de sufrir otro gran incendio.
—Buenos días, Monk —saludó Rathbone con una entonación ligeramente inquisitiva. Parecía indeciso sobre qué actitud adoptar—. ¿Un caso nuevo?
Monk se levantó y siguió a Rathbone a su despacho, una habitación ordenada, de una elegancia informal semejante a la del propio Rathbone. Sobre la pequeña mesa auxiliar había una licorera de cristal tallado con un tapón de plata ornamentado. Dos cuadros muy bonitos de barcos navegando decoraban una pared en la que no había estanterías. Eran pequeños y tenían marcos muy anchos. A Monk le bastó echar un vistazo para darse cuenta de que eran muy buenos. Tenían a un mismo tiempo una simplicidad y una fuerza que los señalaba como pinturas fuera de lo común.
Rathbone reparó en su mirada y sonrió, aunque no hizo ningún comentario.
—¿En qué puedo ayudarte, Monk?
Monk había ensayado mentalmente lo que iba a decir y cómo comenzar, pero ahora lo ensayado le parecía artificioso y le daba la impresión de que pondría de manifiesto la vulnerabilidad de su posición y su estrepitoso fracaso reciente. Pero no podía quedarse allí plantado sin decir nada, y tampoco tenía sentido intentar engañar a Rathbone. La franqueza, al menos aparente, era la única posibilidad que cabía.
—No estoy seguro —contestó Monk—. No logré demostrar que Phillips matara a Figgis, más allá de toda duda fundada, y la Corona omitió acusarlo de chantaje, pornografía y extorsión. Obviamente, no podría reabrir la primera acusación por más pruebas que encontrase, pero en cuanto a lo demás, aún podría presentar cargos.
Rathbone sonrió sombríamente.
—Espero que no hayas venido a pedirme que te ayude en eso.
Monk abrió mucho los ojos.
—¿Acaso sería contrario a la ley?
—Sería contrario a su espíritu —respondió Rathbone—. Si no ilegal, sin duda es poco ético.
Monk sonrió, consciente de hacerlo de un modo pesimista, incluso sarcástico.
—¿Para con quién? ¿Jericho Phillips o el hombre que te pagó para que lo defendieras?
Rathbone palideció ligeramente.
—Phillips es un hombre infame —dijo—. Y si está en tu mano enjuiciarlo con éxito, debes hacerlo. Harías un favor a la sociedad. Ahora bien, mi parte en cualquier proceso legal es acusar o defender, según se me contrate, pero nunca juzgar; ni a Jericho Phillips ni a nadie. Todos somos iguales ante la ley, Monk; esa es la esencia de cualquier clase de justicia. —Estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, apoyando el peso más en un pie que en el otro—. Si no lo somos, la justicia queda aniquilada.
»Cuando acusamos a un hombre solemos llevar razón, pero no siempre es así. La defensa tiene por objeto salvaguardarnos a todos contra esas ocasiones en que nos equivocamos. A veces se han cometido errores, se han dicho mentiras que no esperábamos, se ha sobornado a testigos o se han manipulado pruebas. El odio y los prejuicios, los miedos, las deudas o el interés personal influyen en las declaraciones. Cada caso debe ponerse a prueba. Si cede al someterse a presión, resulta arriesgado condenar e imperdonable castigar. —Monk no lo interrumpió—. Tú odias a Phillips —prosiguió Rathbone, un poco más desenvuelto—. Yo también. Me imagino que igual que todos los hombres y mujeres honrados que había en la sala. De ahí que sea tanto más necesario que actuemos con justicia. Si nosotros, precisamente, permitimos que nuestra repulsa nos gobierne a la hora de hacer justicia, ¿qué esperanza le queda a cualquier otra persona?
—Un discurso excelente —aplaudió Monk—. Y absolutamente cierto en todos los aspectos. Pero incompleto. El juicio ha terminado. Ya he reconocido que fuimos descuidados. Estábamos tan convencidos de que Phillips era culpable que dejamos cabos sueltos que pudiste utilizar, cosa que hiciste. Ahora no podemos volver a juzgarlo por el asesinato de Figgis nunca más. Cualquier otra causa será independiente. ¿Me estás advirtiendo de que lo defenderás otra vez, sea por elección o por alguna clase de obligación, porque se lo debes, y si no a él, a alguna otra persona que se preocupa de sus intereses? —Monk también cambió de posición, deliberadamente—. ¿O es posible que tú, o tu cliente, estéis siendo sobornados, coaccionados o amenazados por Phillips, y que no tengas más opción que defenderlo de los cargos que sean?
Fue una pregunta atrevida, incluso cruel, y en cuanto la hubo formulado dudó de que fuese acertada.
Rathbone se puso muy pálido. En sus ojos no había ni rastro de amistad.
—¿Has dicho «sobornado»? —preguntó.
—Lo he incluido como una posibilidad —respondió Monk, manteniendo firmes la mirada y la voz—. No sé quién es el hombre o la mujer que te ha pagado para defender a Phillips. Tú sí. ¿Seguro que sabes por qué?
Algo cambió en la postura de Rathbone. Fue tan ligero que Monk no llegó a identificarlo, pero supo que a Rathbone se le había ocurrido una idea de pronto, y esa idea le alteraba, quizá solo un poco, aunque eso no quitaba que lo incomodara.
—Puedes especular cuanto quieras —contestó Rathbone, con la voz casi tan firme y segura como antes—. Pero sin duda sabes que no puedo comentar nada al respecto, y mucho menos contártelo. El consejo que doy a otras personas es tan confidencial como el que pueda darte a ti.
—Por supuesto —dijo Monk secamente—. ¿Y qué consejo me darías a mí? Soy comandante de la Policía Fluvial en Wapping. Mi deber es impedir que ocurran delitos de violencia, abusos y extorsión, de pornografía y asesinatos de niños en mi jurisdicción. Hice un verdadero estropicio con la causa contra Phillips por el asesinato de Figgis. ¿Cómo impido el siguiente, y los que vengan después?
Rathbone no contestó de inmediato, pero tampoco intentó ocultar que reflexionaba al respecto. Fue hasta su escritorio.
—Nuestras lealtades divergen, Monk —dijo al fin—. La mía es para con la ley y, por consiguiente, es más amplia que la tuya. Y con eso no estoy diciendo que sea mejor, simplemente que la ley avanza despacio y que sus cambios afectan a generaciones. Tu lealtad es para con tu trabajo, te debes a las personas que hoy viven en el río, al peligro y el sufrimiento inminente que las acechan. Mi respuesta, simplemente, es que no puedo darte consejo.
—Tu lealtad no es más amplia —repuso Monk—. Te ocupas de los intereses de un hombre. Yo me ocupo de los de toda esa comunidad. ¿Estás seguro de querer vincular tu nombre y tu compromiso a ese hombre y, por consiguiente, a quienquiera que a él esté vinculado a su vez, por la razón que sea? Todos tenemos miedos, deudas, rehenes de fortuna. ¿Conoces suficientemente bien a los suyos para pagar el precio? —Se mordió el labio—. ¿O acaso se trata de los tuyos?
—Como me vuelvas a preguntar eso, Monk, voy a ofenderme. Yo no bailo al son de nadie, solo sirvo a la ley. —La mirada de Rathbone era firme, su semblante no traslucía ni hostilidad ni amabilidad. Respiró hondo—. Y quizá también yo debería preguntarte si estás tan seguro de las lealtades de Durban como te gustaría estarlo. Has unido tu reputación y tu honor a los suyos. ¿Acaso eso es sensato? Tal vez si tuviera algún consejo que darte, sería que te lo pensases más antes de seguir ahondando en ese sentido. Es posible que descubras cosas que no sean de tu agrado.
Fue un golpe bajo que hirió a Monk en lo más vivo, aunque procuró que Rathbone no se diera cuenta. Debía marcharse antes de que la entrevista deviniera en una batalla en la que ambos acabaran diciendo demasiadas cosas que luego no podrían retirar. De hecho, ya casi habían llegado a ese punto.
—No esperaba que me dijeras quién es ni qué sabes sobre él —dijo Monk—. Mi intención al venir era la de advertirte que al investigar más a fondo las actividades de Phillips, también estoy descubriendo más cosas sobre quienes trataban con él, qué les debía y qué le debían ellos a él. No puedo llevarlo a juicio otra vez por asesinar a Figgis, pero a lo mejor podré hacerlo por pornografía y extorsión. Eso, naturalmente, me llevará mucho más cerca de sus clientes. Y existen indicios de que estos pertenecen a todos los estratos sociales.
—Incluso a la policía —dijo Rathbone con aspereza.
—Por supuesto —aceptó Monk—. Nadie queda excluido. Incluso hay mujeres que tienen mucho que perder, o que temer, en quienes aman.
Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a la puerta, preguntándose si no había dicho más que lo que quería.
* * *
Rathbone se quedó mirando la puerta cerrada con mucho más desasosiego del que había permitido ver a Monk. Las preguntas de Monk habían metido el dedo en la llaga y, lejos de disiparla, la inquietud que le causaron fue en aumento. Arthur Ballinger era el padre de Margaret, un abogado respetado con quien era natural, incluso previsible, que tuviera trato profesional. Esos hechos habían embotado su acostumbrada curiosidad, absteniéndose de indagar por qué Ballinger llevaba el asunto de la defensa de Phillips para quien fuese que había pagado por ello. ¿Era concebible que se tratara del propio Phillips? Ballinger había dicho que no, pero, tal como había señalado Monk, ¿acaso lo sabía Ballinger realmente?
Rathbone tuvo que admitir que algunas de las pruebas le habían hecho dudar más de lo esperado. Ya no podía apartarlo de su mente ni fingir que era un asunto del pasado que más valía olvidar.
Decidió cuál sería el primer paso a dar y, una vez tomada la decisión, pudo proseguir con el resto de la agenda del día.
A las siete de la tarde se encontraba en un coche de punto camino de Primrose Hill, en las afueras de Londres. La tarde era luminosa y templada, y el sol aún estaba lo bastante alto para que no hubiese pintado el cielo de dorado ni alargado las sombras. Una brisa ligera movía las hojas de los árboles. Un hombre paseaba a su perro y el animal corría de aquí para allá, embriagado de olores y movimientos, gozando de un excitante mundo particular.
El coche se detuvo. Rathbone se apeó, pagó al conductor y subió por el sendero hasta la puerta de la casa de su padre. Siempre iba allí cuando algún asunto lo inquietaba y necesitaba explicarlo, aclarar las preguntas para que las respuestas surgieran con nitidez. Ahora, de pie en el umbral, consciente de la intensa fragancia de la madreselva, se daba cuenta de que desde su boda había espaciado mucho más sus visitas. ¿Se debía a que Henry Rathbone siempre había demostrado tener mucho cariño a Hester, y Oliver no había querido que la comparase con Margaret? El mero hecho de plantearse la pregunta era, al menos en parte, la respuesta.
La puerta se abrió y el criado le dio la bienvenida con el rostro inmutable salvo por la cortesía que un buen mayordomo debía mostrar en todo momento. Si era preciso que algo le confirmara que últimamente había estado allí pocas veces, bastó con la actitud del sirviente.
En la sala de estar las cristaleras estaban abiertas al jardín que descendía en suave pendiente hacia el huerto de frutales, donde la floración había terminado hacía tiempo. Henry Rathbone caminaba por el césped hacia la casa. Era un hombre alto y delgado, con la espalda ligeramente encorvada. Tenía el rostro aquilino y unos ojos azules que combinaban una aguda inteligencia con una especie de inocencia. Como si nunca fuese a entender de verdad los aspectos más mezquinos y desagradables de la vida.
—¡Oliver! —dijo con evidente placer, avivando el paso—. Cuánto me alegra verte. ¿Qué interesante problema te trae por aquí?
Oliver sintió una aguda punzada de culpa. No siempre era cómodo que a uno lo conocieran tan bien. Tomó aire para contestar que no se encontraba allí por ningún problema, pero se dio cuenta justo a tiempo de lo estúpido que sería decir tal cosa.
Henry sonrió y entró por una cristalera.
—¿Ya has cenado?
—No, todavía no.
—Bien. Pues entonces cenaremos juntos. Tostadas, paté de Bruselas…, y tengo una botella de un Médoc bastante bueno. Luego tarta de manzanas con nata —propuso Henry—. Y tal vez un poco de buen queso, si te apetece.
—Suena perfecto.
Oliver olvidó parte de su nerviosismo ante aquella invitación. La de su padre tal vez fuera la mejor compañía que jamás hubiese conocido: amable, sin manipulaciones y, sin embargo, absolutamente sincera. No había lugar para las mentiras, ni intelectuales ni afectivas. Durante la cena tendría ocasión de explicarse, ante todo a sí mismo, la naturaleza exacta de su desasosiego.
Henry habló con su criado y luego él y Oliver pasearon por el jardín hasta el huerto del fondo, contemplando cómo se intensificaban los colores de la luz cuando el cielo comenzó a encenderse en el oeste. El perfume de la madreselva se hizo más penetrante. No había más ruido que el zumbido de los insectos y, a lo lejos, un niño llamando a un perro.
Cenaron en la sala de estar con las viandas dispuestas en una mesa auxiliar entre ambos, delante de las cristaleras aún abiertas al aire vespertino.
—Y bien, ¿qué es lo que te inquieta? —inquirió Henry, cogiendo una segunda tostada crujiente.
Oliver había evitado mencionarlo. De hecho, incluso podría haberlo dejado de lado y simplemente gozar de la paz de la velada. Pero eso era cobardía, y una solución que se evaporaría en cuestión de horas. Finalmente tendría que regresar a su casa y, por la mañana, enfrentarse de nuevo a la ley.
El asunto era difícil de explicar y, como siempre, había que hacerlo como si se tratase de un caso hipotético.
Mientras trataba de formularlo mentalmente cobró conciencia de que buena parte del malestar se debía a la implicación de Monk y Hester, y de que lo que le dolía era la opinión que estos pudieran tener sobre él, su amistad y el daño que había hecho a esa relación.
—Tiene que ver con un caso —comenzó—. Un abogado, a quien debo ciertos deberes y obligaciones, me dijo que un cliente suyo deseaba pagar por la defensa de un hombre acusado de un crimen particularmente atroz. Dijo que temía que la naturaleza del delito, la ocupación del acusado y su mala reputación imposibilitaran que tuviera un juicio justo. Necesitaría el mejor representante legal que cupiera contratar para que se hiciera justicia. Y me pidió a mí, como un favor personal, que defendiera a ese hombre.
Henry le miró de hito en hito. A Oliver lo puso nervioso la inocencia de su mirada, pero tenía suficiente experiencia como interrogador para que le obligara a hablar antes de lo que quería.
Henry sonrió.
—Si prefieres que no hablemos de ello, no te sientas obligado a hacerlo, por favor.
Oliver fue a protestar pero cambió de parecer. Henry le había hecho dar un paso en falso con suma facilidad, y cabía achacarlo a que se sentía un tanto culpable aunque no supiera de qué.
—Acepté el caso —dijo en voz alta—. Aunque eso es obvio pues de lo contrario no tendría ningún problema.
—¿Seguro? —preguntó Henry—. Sin duda le habrías negado un favor a un amigo a quien le debes algo. O al menos eso es lo que sentiste. ¿Qué cargos se le imputaron al acusado en cuestión?
—Matar a un niño.
—Deliberadamente.
—Y tanto. Antes lo torturó.
—¿Supuestamente?
—Estoy casi seguro de que lo hizo. En lo que a mí concierne no tengo la menor duda.
—¿Y al aceptar el caso…? —preguntó Henry, sin que su tono denotara juicio alguno.
Oliver se detuvo un momento, tratando de recordar lo que había sentido cuando Ballinger le pidió ayuda y había revisado los hechos.
Henry aguardó en silencio.
—Mi razonamiento fue un sofisma —reconoció Oliver con pesadumbre—. Pensé que seguramente sería culpable pero que la ley, para ser perfecta, solo debía condenarlo si se demostraba. Y percibí cierta venganza personal contra él como la fuerza motriz de la causa. Tomé el bando contrario a fin de darle cierto… equilibrio.
—¿Y tal vez empujado por cierta dosis de orgullo dado que tienes la habilidad para hacerlo?
—¿Conoces la causa? —preguntó Oliver sintiéndose tonto, como si hubiese estado haciendo teatro y le hubiesen sorprendido a medio vestir.
Henry sonrió.
—En absoluto, pero te conozco a ti. Sabes cuáles son tus puntos fuertes y flacos. Si no te sintieras culpable no estarías tan desasosegado. Supongo que venciste…, como siempre, darías lo mejor de ti mismo; eres incapaz de otra cosa. Perder en buena lid no te importaría, si el acusado fuese culpable. Vencer injustamente es harina de otro costal.
—No fue injusto —repuso Oliver de inmediato y, con la misma inmediatez, supo que había respondido demasiado deprisa—. No fue mediante métodos deshonestos —se corrigió—. La acusación fue muy torpe, estuvo tan dominada por los sentimientos que no se contrastaron todas las pruebas.
—Fallo que conocías de antemano y que utilizaste —extrapoló Henry—. ¿Por qué te preocupa tanto?
Oliver bajó la vista a la alfombra que tan bien conocía, sus rojos y azules como vitrales a la luz de los últimos rayos de sol que entraban oblicuamente por la cristalera abierta. Con el anochecer, el aroma de la madreselva era más fuerte que el del vino.
Henry aguardó de nuevo.
El silencio se fue haciendo denso. Los pájaros que volvían al nido revoloteaban en el cielo oscurecido.
—Conocía bastante bien a alguno de los testigos principales y aproveché esa ventaja en perjuicio de ellos —admitió Oliver al fin.
—¿Y perdiste su amistad? —preguntó Henry con suma delicadeza—. ¿No comprendieron que debías defender al acusado sirviéndote de todo tu talento? Eras su abogado, no el juez.
Oliver levantó la vista sorprendido. La pregunta se aproximaba a la verdad más de lo que él deseaba porque ahora tendría que contestar con sinceridad o decidir mentir deliberadamente. Mentirle a su padre jamás había sido una opción. Destrozaría el fundamento de su propia identidad, de su fe en la bondad de lo que importaba de verdad.
—Sí, ambos lo comprendieron. Lo que no comprendieron y siguen sin comprender es por qué decidí asumir una causa cuando no tenía motivo para hacerlo, sabiendo que ese hombre ya no puede volver a ser juzgado y que proseguirá con su nefando comercio. Si quieres que sea sincero, estoy casi seguro de que volverá a matar.
»Podría haber dejado su defensa en manos de alguien que no poseyera la información privilegiada de la que yo disponía, y le habría proporcionado una defensa adecuada ante la ley, y logrado un veredicto de culpabilidad que, según mi criterio, hubiese sido el correcto. Creo que ese habría sido el resultado de un enfrentamiento equitativo.
Henry sonrió.
—¿Achacas la absolución de ese hombre a la superioridad de tus aptitudes?
—A tener un conocimiento privilegiado del compromiso emocional de los principales testigos de la acusación —le corrigió Oliver.
—¿Acaso los sentimientos no están siempre comprometidos, por definición? —Oliver vaciló—. ¿La policía? —preguntó Henry—. ¿Monk?
—Y Hester —dijo Oliver en voz baja, bajando la mirada a la alfombra—. Les afectó tanto el asesinato del niño, que no fueron meticulosos con las pruebas. Se trataba de un caso que Durban dejó sin cerrar al morir. Demasiadas deudas de amor y honor implicadas.
Levantó la vista y miró a su padre a los ojos.
—Y las utilizaste —concluyó Henry.
—Sí.
—Y tu propia deuda de honor, la que te hizo asumir la causa… ¿Está enterado Monk? Me figuro que la descubrirá. Tal vez sería mejor que la investigaras tú mismo. ¿Acaso has hecho que Monk pagara tu deuda a un tercero?
—No. No, he pagado más de lo que debía porque quería estar cómodo —dijo Oliver en un arrebato de desgarradora sinceridad—. Al padre de Margaret, porque quise complacerla.
—¿A expensas de Hester?
Oliver sabía por qué su padre le había preguntado aquello, así como el motivo exacto por el que había un matiz de dolor en su voz. A Henry siempre le había gustado más Hester. Procuraba disimularlo. Profesaba afecto a Margaret, y habría sido cariñoso con cualquier mujer que Oliver hubiese elegido como esposa. Pero Margaret nunca le haría reír como lo había hecho Hester, y tampoco le haría estar tan a gusto con ella como para discutir por diversión o contar interminables historias con tintes aventureros o de humor mordaz. Margaret poseía dignidad y elegancia, moralidad y sentido del honor, pero carecía de la inteligencia y el apasionamiento de Hester. ¿Era más vulnerable, o menos?
Henry lo estaba observando detenidamente. Percibió el cambio en los ojos de su hijo.
—Hester sobrevivirá a cualquier cosa que le hagas, Oliver —dijo—. Aunque eso no significa que no pueda sentirse dolida.
Oliver recordó el semblante de Hester en lo alto del estrado, transido de dolor y sorpresa. No había contado con que él hiciera semejante cosa, ni a ella ni a Monk.
—¿Culpabilidad? —preguntó Henry—. ¿O miedo a haber perdido la buena opinión que tenía de ti?
Ese era el quid de la cuestión. Oliver se asustó al comprobar cuánto le escocía. Había deshilachado un lazo que había formado parte de su felicidad durante mucho tiempo. No estaba seguro de que con el tiempo no llegara a romperse del todo.
—Me preguntó si sabía de dónde procedía el dinero con el que me habían pagado —dijo en voz alta—. Y cómo había sido obtenido.
—¿Lo sabes?
—No sé quién me pagó, por supuesto, pero tampoco sé quién es su cliente ni por qué le importaba tanto la defensa del acusado. Y puesto que no sé quién es el cliente de Ballinger, naturalmente no sé de dónde procede el dinero. —Miró al suelo—. Supongo que me da miedo que el dinero sea del propio acusado y, siendo así, desde luego me consta que es fruto de la extorsión y la pornografía.
—Entiendo —dijo Henry en voz baja—. ¿Cuál es la decisión que debes tomar?
Oliver levantó la vista.
—¿Cómo dices?
Henry repitió la pregunta.
Oliver lo meditó unos instantes.
—A decir verdad, no estoy seguro. Tal vez no exista ninguna decisión, salvo la de cómo voy a aceptar esta situación. Defendí a ese hombre y cobré por mi trabajo. No puedo devolver el dinero. Podría donarlo a una obra benéfica, pero no desharía el entuerto. Y si soy un poco sincero, tampoco me limpiaría la conciencia. Apesta a hipocresía. —Esbozó una sonrisa, como burlándose de sí mismo—. Quizá solo quería confesarme. No deseaba sobrellevar a solas esta sensación de haber hecho algo vagamente cuestionable, algo con lo que me parece que no estaré nunca tranquilo.
—Estoy de acuerdo —confirmó Henry—. Admitir que estás insatisfecho es un primer paso. Hace falta mucha menos energía para confesar un error que para intentar ocultarlo. ¿Quieres otra copa de Médoc? Podríamos terminarnos la botella. Y la tarta también, si te apetece. Me parece que queda un poco de nata…
* * *
Rathbone llegó a casa bastante tarde y le desconcertó encontrar a Margaret todavía levantada. Aún le sorprendió más, y dé manera desagradable, darse cuenta de que había contado con encontrarla acostada, de modo que cualquier explicación de su ausencia pudiera posponerse hasta la mañana siguiente. A esas horas tendría prisa por marcharse a su bufete y podría eludir el tema otra vez.
Margaret se veía cansada y preocupada, si bien procuraba disimularlo. Estaba inquieta porque no sabía qué decirle.
Él se dio cuenta y quiso tocarla, decirle que tales trivialidades eran superficiales y carecían de importancia, pero le pareció que resultaría poco natural hacerlo. Tuvo que admitir, con una discordante sensación de soledad, que no se conocían lo suficiente, que les faltaba intimidad para vencer tales reservas.
—Debes de estar cansado —dijo Margaret con cierta frialdad—. ¿Has cenado?
—Sí, gracias. Me ha invitado mi padre.
Ahora tendría que explicar por qué había ido a Primrose Hill sin llevarla a ella. No podía decirle la verdad, y le molestó haberse puesto en una situación que le obligaba a mentir. Resultaba a la vez indecoroso y absurdo.
También fue súbita y dolorosamente consciente de que a Hester le habría dicho la verdad. Quizás hubiesen discutido, tal vez incluso se habrían gritado. Ella se habría enfadado tanto que le habría echado la culpa y se lo habría dicho sin tapujos. Al final se habrían acostado cada uno en una punta de la casa, con el ánimo por los suelos. Luego, en algún momento de la noche, él se habría levantado, habría ido a su encuentro y habrían recomenzado la riña porque él no podría soportar la idea de dejar las cosas de aquella manera. El sentimiento habría invalidado la razón y el orgullo. La necesidad de ella habría sido más fuerte que la necesidad de dignidad o que el miedo a hacer el ridículo. La vulnerabilidad de ella habría sido más importante que la suya.
Margaret era más estoica. Sufriría en silencio, para sus adentros, y él nunca estaría seguro de haberla herido en su amor propio. Su rostro, más sereno, bonito y convencional, no revelaría nada. Esa máscara ponía a Rathbone a salvo de ella, convirtiéndola en una esposa mucho más cómoda y apropiada de lo que Hester jamás hubiese sido. Rathbone nunca había tenido que preocuparse de que Margaret dijese o hiciera algo que lo pusiera en evidencia.
Ahora le debía una explicación, algo que no se alejara demasiado de la verdad, pero que no la expusiera a la preocupación de que su padre le hubiese puesto en la situación de defender a Phillips a modo de favor. No era preciso que llegara a enterarse; de hecho, salvo si se lo contaba el propio Ballinger, no debía saberlo. Se trataba de un secreto profesional.
—Tenía que discutir un caso —dijo—. Hipotéticamente, por supuesto.
—Ya —contestó Margaret fríamente. Se sentía excluida, y ese sentimiento la hería en lo más vivo; no podía disimular.
Rathbone debía decir algo más.
—Si te lo hubiese contado a ti, habrías sabido de quién se trataba, y no puedo romper el secreto profesional —agregó. Eso al menos era verdad.
Margaret quería creerle. Abrió más los ojos, un tanto esperanzada.
—¿Te ha ido bien?
—Tal vez. Al menos entiendo mi problema con más claridad. El proceso de pensamiento que requiere explicar algo a veces despeja la mente.
Margaret optó por pasar página, conformándose con tan magro consuelo en lugar de seguir insistiendo.
—Me alegro. ¿Te apetece una taza de té?
Fue una mera cortesía, algo que decir. En realidad no deseaba que aceptase; él lo percibió en la entonación.
—No, gracias. Es bastante tarde. Creo que iré directamente a la cama.
Margaret esbozó una sonrisa.
—Yo también. Buenas noches.
* * *
Mientras Monk estaba atareado, con la ayuda de Scuff, en buscar nuevas pruebas sobre el lado más oscuro de las actividades de Phillips, Hester comenzó a investigar el pasado de Durban, incluyendo a la familia que pudiera haber tenido.
Necesitaba enterarse porque temía que hubiese algo que al ser descubierto por Monk le perjudicara no solo a él sino, por extensión, a toda la Policía Fluvial, cosa que aún le haría más daño.
Hester conocía de primera mano lo que era la lealtad en las fuerzas del orden, y cómo en situaciones peligrosas donde las vidas de los hombres solían estar en peligro, la lealtad debía ser absoluta. Los oficiales al mando rara vez podían permitirse el lujo de dedicar tiempo a formular o contestar preguntas, y no daban explicaciones. Esperaban obediencia. La fuerza pública no funcionaría sin ella. Un oficial que no inspirase lealtad entre sus hombres era en última instancia un fracasado, tanto si dicha lealtad le era otorgada, o no, por su capacidad o su carácter.
Caminaba por Gray’s Inn Road hacia High Holborn. Hacía calor y la calle polvorienta ya le había ensuciado el dobladillo de las faldas. El tráfico era intenso, las ruedas traqueteaban sobre el adoquinado, el sol relucía en los arneses bruñidos. Cuatro grandes percherones pasaron tirando del gran carro de un cervecero. Los coches de punto chacoloteaban en dirección contraria con gran estrépito de pezuñas y los látigos restallaban sobre las orejas de los caballos. Un landó descubierto dejó entrever la moda de aquel verano, pálidos parasoles para mantener el cutis blanco, el cascabeleo de las risas, la brillante seda de una manga abullonada y cintas de raso aleteando en la brisa.
Hester reflexionaba en la lealtad ciega en la fuerza pública, en la obediencia incuestionable, en oficiales que no estaban a la altura de la confianza depositada en ellos, no por mala intención sino porque la jerarquía que engendraba el sacrificio de la voluntad a un sentido del honor por encima de la inteligencia, incluso por encima de la certeza, había exigido un precio espantoso. Tal vez la alternativa fuese el caos, pero cuando Hester presenció la muerte en tales circunstancias quedó anonadada, herida para siempre en el alma y la mente.
Había estado en los altos de Sebastopol, contemplado la masacre durante la carga de la Brigada Ligera contra los cañones rusos. Luego intentó rescatar a algunos de los pocos maltrechos supervivientes. El sinsentido de aquello todavía la abrumaba. Dudaba seriamente de que ella fuese capaz de ofrecer lealtad ciega a nadie. Sabía cuánto podía costar.
¿Cuál era el precio de la deslealtad, la soledad que no confía en nadie, que no cree en nada, siempre titubea, cuestiona, antepone el intelecto a la pasión? Seguramente al final ese precio aún era mayor, y no quería que Monk lo pagara. Si ella llegaba primero, quizá podría amortiguar el golpe, encajar una parte del desengaño.
Al final de Gray’s Inn Road torció a la izquierda por High Holborn. Cuando el tráfico se lo permitió, cruzó la calle, siguió caminando y entró en Castle Street. Sabía exactamente adónde estaba yendo y a quién buscaba.
Aun así tardó otra media hora en encontrarle, pero el motivo de la demora la llenó de alegría. En su domicilio le dijeron que había conseguido empleo como escribiente en una firma comercial, aptitud que había adquirido tras perder la pierna en Crimea nueve años antes. Por aquel entonces incluso escribir su propio nombre constituía todo un reto para su analfabetismo.
Al llegar al establecimiento en cuestión refrenó su urgencia tan bien como pudo, pero aun así el jefe de escribientes la miró con recelo, mordiéndose el labio mientras decidía si daría permiso a uno de sus empleados para que hablara con ella.
Hester sonrió.
—Por favor —dijo con tanto encanto como fue capaz de reunir—. Soy la enfermera que cuidó de él cuando perdió la pierna en Sebastopol. Estoy intentando localizar a otro hombre, o al menos saber dónde buscarlo, y creo que el señor Fenneman podría ayudarme.
—Bueno…, sí, por supuesto —dijo el jefe de escribientes un tanto nervioso—. Supongo… supongo que puedo concederle unos minutos. ¿Sebastopol? ¿En serio? Nunca lo ha mencionado, ¿sabe?
—A nadie le gusta hablar de aquello —explicó Hester—. Fue verdaderamente espantoso.
—He oído a otros hablar —repuso el oficinista.
—También yo —admitió Hester—. Normalmente no estuvieron allí, solo hablan de oídas. Quienes lo vieron de verdad no dicen nada. Lo cierto es que a mí tampoco me gusta recordarlo, y eso que solo viví las consecuencias, buscando entre los muertos a quienes siguieran con vida y cupiera hacer algo por ellos.
El jefe de escribientes se estremeció y palideció un poco.
—Voy a buscar al señor Fenneman.
Fenneman se personó enseguida. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto y, por descontado, no iba de uniforme. Llevaba una pata de palo sujeta al muñón de la pierna, un poco por encima de la rodilla, y caminaba con ayuda de una muleta, manteniendo bastante bien el equilibrio. Hester volvió a sentirse mareada al recordar al ágil muchacho que había sido, así como la frenética lucha que había librado para salvarlo. Ella misma tuvo que serrarle el hueso de los destrozados restos de su pierna, sin medios para anestesiarlo durante tan tremendo suplicio. Pero había detenido la hemorragia y, con ayuda, lo había trasladado del campo de batalla al hospital.
Ahora el semblante se le iluminó al verla.
—¡Señorita Latterly! ¡Qué casualidad encontrarla en Londres! El señor Potts me ha dicho que necesita mi ayuda. Me encantaría serle útil; dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
Se detuvo delante de ella, sonriente, inclinándose un poco hacia un lado para afianzar el peso en la muleta.
Hester se preguntó si no había un lugar donde él pudiera sentarse, pero optó por no decir nada. Tal vez se ofendería, indirectamente, si sacaba a relucir su minusvalía insinuando de buenas a primeras que no podía estar de pie.
—Me alegra verlo tan bien —dijo en cambio—. Y con un buen empleo. —Fenneman se sonrojó, pero fue por timidez. Hester prosiguió—. Busco información sobre un hombre que falleció a primeros de año —continuó Hester con cierta premura, consciente de que el jefe de escribientes estaría contando los segundos—. Se llamaba Durban. Era comandante de la Policía Fluvial en Wapping, y tengo entendido que usted se crio en Shadwell. Nunca hablaba de sí mismo, así que apenas sé por dónde empezar a buscar a su familia. ¿Se le ocurre alguien que pueda echarme una mano?
—¿Durban? —dijo Fenneman pensativo—. Me temo que no sé nada sobre su familia ni sobre su origen, pero he oído decir que era un buen hombre. Aunque el cabo Miller…, ¿se acuerda de él?, bajito, pelirrojo, lo llamábamos Dusty, y al final llamábamos Dusty a todos los Miller. —Sonrió al recordarlo. A pesar de haber perdido la pierna, seguía conservando buenos recuerdos de la camaradería del ejército—. Quizás él sepa algo. Puedo darle los nombres de dos o tres más, si le parece.
—Sí, por favor —aceptó Hester de inmediato—. Y, si lo sabe, dígame dónde encontrarlos.
Fenneman dio media vuelta apoyándose en la muleta y se dirigió con presteza al escritorio donde trabajaba. Escribió en una hoja de papel, mojando la pluma en el tintero y concentrándose en su caligrafía. Regresó al cabo de un momento y le entregó la hoja cubierta de hermosa letra inglesa. Mientras Hester leía, no le quitó el ojo de encima, incapaz de disimular su orgullo, ansioso por comprobar si ella reparaba en sus logros.
Hester dijo en voz alta los nombres y direcciones y levantó la vista hacia él.
—Gracias —le dijo con sinceridad—. Si alguna vez busco empleo como escribiente no se me ocurrirá venir aquí. Nunca alcanzaría este nivel. Verle a usted me ha alegrado un mal día. Voy a ver si encuentro a estos hombres. Gracias otra vez.
Fenneman parpadeó, sin saber muy bien qué decir, y al final se limitó a sonreír.
Hester tardó el resto del día y la mitad del siguiente, pero fue juntando las piezas que le dieron los hombres cuyos nombres le había apuntado Fenneman, y reconstruyó un relato coherente de la juventud de Durban. Al parecer había nacido en Essex. Su padre, John Durban, había sido director de un colegio masculino y su madre una feliz ama de casa y satisfecha administradora de la escuela. Formaron una familia numerosa: Durban tenía varias hermanas y al menos un hermano, capitán de la Marina Mercante, que había viajado a los Mares del Sur y a las costas de África. No había indicios de nada turbio, y el expediente policial del propio Durban era ejemplar. El pueblo donde naciera quedaba tan solo a unos pocos kilómetros del estuario del Támesis.
Apenas habían dado las doce. Podría llegar allí antes de las dos, localizar la escuela, la iglesia parroquial, revisar los archivos y estar de vuelta en casa antes del anochecer. Sintió una punzada de remordimiento ante el susurro de cautela que la empujaba a hacerlo. Iba a entrometerse en la vida de Durban. Antes del juicio y de las preguntas que Rathbone había suscitado, jamás hubiese dudado de él.
Pero el delgado e inteligente rostro de Oliver Rathbone no paraba de acudirle a la mente, y con él la necesidad de comprobar, de demostrar, de ser capaz de responder a cualquier pregunta con absoluta certeza.
Compró un billete y viajó en un atestado vagón hasta el apeadero más cercano al pueblo, y luego caminó los tres kilómetros restantes bajo el viento y el sol, con el agua del estuario reflejando el sol en el sur. Fue al colegio y a la iglesia. En el archivo parroquial no halló un solo documento sobre alguien que se llamara Durban; ni partidas de nacimiento ni de defunción ni de matrimonio. La escuela tenía un tablón con los nombres de todos los directores, desde 1823 hasta el presente. En él no figuraba ningún Durban.
Se sintió mareada, confundida, y le dio mucho miedo el desengaño que se llevaría Monk. Mientras caminaba de vuelta a la estación del ferrocarril para efectuar el viaje de regreso, de repente el camino le pareció duro, tenía los pies acalorados y doloridos. La luz del agua ya no era bonita y ni siquiera se fijó en las velas de las gabarras que iban y venían. El dolor de su fuero interno por las mentiras y la desilusión era tan grande que anulaba cosas tan secundarias y materiales como esas. Y una pregunta retumbaba sin cesar en su cabeza: ¿por qué? ¿Qué ocultaban aquellas mentiras?
Por la mañana, con los pies todavía doloridos, se encontraba en la clínica de Portpool Lane, sumamente aliviada de que Margaret no estuviera presente. Tal vez ahora ella también encontrara sus encuentros tan tristes como Hester.
Había visitado a todas las pacientes ingresadas, cosido unos puntos de sutura en un par de heridas y devuelto a su sitio un hombro dislocado cuando Claudine entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Le brillaban los ojos y estaba un poco colorada. No aguardó a que Hester hablara.
—Tengo a una mujer en una habitación —dijo con urgencia—. Llegó ayer por la noche. Tiene una herida de cuchillo y sangró bastante…
Hester se alarmó.
—¡No me ha dicho nada! ¿Por qué no me ha avisado en cuanto he llegado? —Ya estaba de pie—. ¿Está…?
—Está bien —dijo Claudine enseguida, indicando a Hester que volviera a sentarse—. No está ni mucho menos tan mal como le dejé creer. Manché de sangre un montón de ropa para que pareciera algo grave y así tuviera miedo de marcharse.
—¡Claudine! ¿Se puede saber…?
Ahora Hester estaba asustada no solo por la paciente, sino también por la cordura de Claudine.
Claudine la interrumpió, con el semblante aún más rojo.
—Tenía que hablar con usted antes de que fuera a verla. Es posible que le cuente algo importante, si la sonsaca con cautela. —Apenas se detuvo a tomar aire—. Conoce a Jericho Phillips desde hace mucho tiempo. En realidad, desde que era niño. Y también conocía un poco a Durban.
—¿En serio? —Ahora Claudine contaba con toda la atención de Hester—. ¿Dónde está?
Ya había alcanzado la puerta cuando Claudine contestó, y tenía la mano en el picaporte antes de volverse para darle las gracias.
Claudine sonrió. Era un principio, pero sabía que podía resultar infructuoso. Necesitaba ayudar.
Hester caminó presurosa a lo largo del pasillo, un tramo de escaleras arriba, otro tramo hacia abajo, un tramo todavía más estrecho hasta que llegó a la última habitación, la más grande, ubicada al final. Quedaba apartada del tráfico habitual de la clínica. A veces la usaban para pacientes con enfermedades infecciosas, o para aquellas que temían estuvieran en una fase terminal de su dolencia. Era lo bastante espaciosa para que cupiera un segundo camastro donde la enfermera de turno podía descabezar un sueñecito sin dejar nunca a nadie a solas en sus últimas horas.
La mujer que la ocupaba distaba mucho de estar agonizando. Claudine, desde luego, se las había arreglado para que su herida pareciera importante. Aún había compresas y vendas manchadas de sangre en una palangana sobre una mesa auxiliar, agujas e hilo de seda para suturar y una botella de agua.
Sin embargo, la mujer tendida en la cama con la cabeza apoyada en almohadas y el brazo herido envuelto en abultados vendajes parecía asustada, aunque tenía buen color en las mejillas y no presentaba la mirada perdida de los heridos graves.
—Hola —dijo Hester en voz baja, cerrando la puerta a sus espaldas—. Soy la señora Monk. He venido a ver cómo evoluciona su herida y a preguntarle si necesita algo. ¿Cómo se llama?
—Mina —dijo la mujer con voz ronca, ahogada por el miedo.
Hester sintió una aguda punzada de vergüenza pero no permitió que la apartara de su propósito. Acercó la silla de madera hasta quedar lo bastante cerca de la cama como para trabajar cómodamente, y entonces se puso a quitar los vendajes, con tanto cuidado como pudo, para examinar la herida sin retirar la última gasa, pues de hacerlo sin duda volvería a sangrar. Claudine había hecho un buen trabajo limpiándola y uniendo los bordes con sutura. El irregular corte del cuchillo no era tan profundo ni peligroso como había dejado que Mina creyera.
Hester comenzó a hablar informalmente, como si solo quisiera distraer a Mina de lo que ella estaba haciendo. El reglamento de la clínica prohibía preguntar a las pacientes detalles que no quisieran dar, salvo cuando era necesario para su tratamiento. A veces las condiciones del lugar donde vivían revestían mucha importancia, sobre todo cuando se trataba de la calle, sin cama, sin cobijo, sin agua y alimentándose de la comida que mendigaban. En ese caso la clínica se hacía cargo de ellas hasta su total restablecimiento. Incluso una o dos de ellas se habían quedado como asistentas permanentes, pagadas con alojamiento y comida. La consecución de una inesperada y respetable ocupación constituía un beneficio impagable.
Después del habitual relato de su situación, en respuesta a una pregunta de Hester, Mina pasó a describirle ciertos aspectos de su vida cotidiana, incluyendo algunos clientes peligrosos pasados y presentes.
—¿Y de verdad conoce a Jericho Phillips? —dijo Hester asombrada.
—Sí, claro que lo conozco —contestó Mina sonriendo. Era curiosamente atractiva, pese a tener un diente roto, sin duda en una pelea—. No era tan malo, al menos para el negocio.
—¿Su negocio o el de él? —preguntó Hester con una sonrisa.
—¡El mío! —dijo Mina indignada—. No tengo nada que ver con el suyo.
Hester se negó a dejar que su imaginación echara a volar. Se concentró en el examen de la herida. La hemorragia había cesado casi por completo, solo se filtraba entre los puntos, pero aún se veía abierta y dolorosa. Siguió hablando, tanto para sonsacar información como para que Mina no estuviera pendiente del dolor mientras lavaba la sangre seca y cerraba un poco más los bordes de la carne, cortando gasa ensangrentada.
—Supongo que ha conocido un lado de él que nadie más conoce —comentó.
—Oh, no soy la única. —Mina lo encontró divertido—. Solo que yo hace más que lo conozco. Aunque mucho me guardo de andar diciéndolo. No le gusta que le recuerden el pasado para nada. Era pobre de solemnidad. Siempre andaba muerto de frío y hambre, y recibía más palos que un mulo. Su madre era mala. Tenía el mismo genio que una rata de alcantarilla. Se peleaba con todo el mundo.
—¿Y su padre? —preguntó Hester.
Mina se rio.
—Se bajó de un barco y se volvió a embarcar —contestó secamente, manteniendo los ojos bien cerrados para no ver la herida ni por casualidad—. Vivía junto al río, casi en el mismo borde del agua. Siempre pelado de frío, el pobrecillo. Ahora se pone como loco cuando oye que algo gotea.
—¡Pero si vive en un barco! —protestó Hester.
—Ya. Es de chiflados, ¿no? —comentó Mina—. Una vez conocí a un tipo que les tenía pánico a las ratas. Soñaba con ellas. Se despertaba sudando como un cerdo. A veces le oía gritar. Se te helaba la sangre en las venas. ¿Pues no metió una jaula con una rata en su cuarto? Así oía al maldito bicho raspar con sus garritas y chillar.
Tembló convulsivamente y sin darse cuenta movió el brazo, de modo que Hester tuvo que apartar las tijeras un momento.
—¿Cree que eso es lo que hace Jericho Phillips con el agua? —preguntó con curiosidad. Se imaginó a un hombre obligándose a vivir inmerso en sus temores obsesivos hasta inmunizarse contra ellos para dejar de tener pánico. Era el colmo del dominio de sí mismo. En cierto sentido, eso quizá fuese lo que más miedo daba de él.
Comenzó a vendar de nuevo la herida con tanto mimo como pudo mientras pensaba en el niño intimidado, temeroso del frío, temeroso del ruido del agua, que al crecer se había convertido en un hombre cruel, armado de valor contra cualquier flaqueza, comenzando por las suyas. No tuvo claro si sería capaz de compadecerlo o no. ¿Pasarían frío los niños que tenía secuestrados?
—¿Tiene miedo de él? —le preguntó a Mina cuando ya casi había acabado.
Mina seguía con los ojos cerrados.
—¡Qué va! No abro la boca, hago lo que quiere y paga bien. No es a mí a quien odia.
Hester dio unas puntadas para impedir que el vendaje se deshiciera.
—¿A quién odia? —preguntó.
—A Durban —contestó Mina.
—Solo hacía su trabajo, como toda la Policía Fluvial —señaló Hester—. Ya puede abrir los ojos, he terminado.
Mina miró la costura con admiración.
—¿También hace blusas? —preguntó.
—No. Solo coso piel y vendajes. Por lo demás solo sirvo para remiendos.
—Habla como si hubiese tenido criados que lo hicieran por usted —observó Mina.
—Los tuve.
—¿Está pasando una mala racha? —dijo Mina con lástima—. ¿Quiere dinero por esto? —preguntó, indicando el brazo—. No tengo nada. Pero le pagaré tan pronto tenga.
—No, no quiero dinero, gracias. No nos debe nada —contestó Hester—. ¿Phillips odiaba a Durban en concreto? Creo que Durban le persiguió sin tregua.
—Pues claro que sí —confirmó Mina—. ¡Se odiaban!
Hester volvió a sentir frío en las entrañas.
—¿Por qué?
—Es natural, supongo. —Mina encogió el hombro del brazo sano—. Crecieron juntos, ¿sabe? A Durban le fue bien y a Phillips le fue mal. Y ahí sigue. Tenían que odiarse por narices, ¿no le parece?
Hester no dijo nada, la cabeza le daba vueltas llena de mentiras y verdades, deshonor y claridad, miedo y sobrecogedoras preguntas sin contestar.