Capítulo 4
Sentado en la sala del tribunal, Monk no salía de su asombro. A su lado, Hester estaba paralizada. Monk lo notaba como si estuviera arrimado a ella aunque en realidad los separaban varios centímetros. Entonces la oyó moverse y supo que se había vuelto para mirarlo. ¿Qué podía decirle? Había estado tan convencido de cuál sería el veredicto que ni siquiera había sugerido a la acusación que presentara cargos contra Phillips por el intento de homicidio del piloto del transbordador. Y ahora, como si se hubiese desvanecido en el aire, Phillips había escapado.
Salieron de la sala en silencio, se abrieron paso entre el gentío y, una vez en la calle, como por tácito acuerdo, en lugar de buscar un ómnibus enfilaron Ludgate Hill hacia el puente de Blackfriars. El río resplandecía bajo el sol oblicuo del atardecer. Las embarcaciones de recreo lucían vistosas banderas y gallardetes que aleteaban al viento. La música de un organillo llegaba desde algún lugar de la orilla que no llegaban a ver.
Se hallaban a poco más de un kilómetro del puente de Southwark. Caminaron hacia allí lentamente, observando las brillantes estelas de los barcos, y tomaron un ómnibus después de cruzarlo. Se sentaron muy quietos, y no pronunciaron palabra hasta que se apearon a menos de un kilómetro de Paradise Place y subieron la colina, dando un rodeo por el mero placer de respirar aire fresco.
El parque era un remanso de paz, una leve brisa agitaba las hojas, como si alguien respirase mientras dormía plácidamente.
En media docena de ocasiones, Monk había querido decir algo pero, cada vez, lo que iba a decir le pareció torpe, como un intento de justificarse. ¿Qué pensaba de él Hester? Rathbone lo había llamado como testigo. Sin duda había contado con que Monk diría y haría exactamente lo que había hecho.
—¿Sabía que iba a reaccionar así? —dijo por fin mientras pasaban bajo uno de los altísimos árboles del parque, cuyas ramas proyectaban sombras profundas—. ¿Tan predecible soy, o es que me ha manipulado?
Hester reflexionó antes de contestar.
—Ambas cosas, diría yo —dijo finalmente—. Esa es su gran habilidad, hacer la pregunta de tal modo que en realidad solo puedes darle una respuesta. Pintó a Durban como un personaje sentimental, demasiado emotivo, y luego te preguntó si a ti te importaba el caso tanto como a él. No ibas a decirle que no. —Tenía el ceño fruncido—. Entiendo el principio de que la ley debe fundamentarse en pruebas, no en el amor ni en el odio. Cuesta aceptarlo pero es así. No puedes condenar a alguien porque no te caiga bien. Lo que no entiendo es por qué eligió este caso en concreto para demostrarlo. Hubiese jurado que Phillips le resultaría tan repulsivo como al resto de nosotros. Me parece… —buscó la palabra apropiada—, perverso.
Monk comenzó a ver solidez en sus pensamientos.
—Sí, lo es. Y ese no es el hombre que era antes… ¿Verdad?
Cruzaron la calle y caminaron cogidos del brazo cuesta arriba hasta Paradise Place.
—No —dijo Hester cuando al fin llegaron a la puerta de su casa y Monk sacó la llave para abrir. Dentro olía a cerrado después del calor del día aunque el delicado aroma a lavanda y cera de abeja era agradable, igual que en el tendedero de la cocina la frescura de la ropa lavada. Una sirvienta iba dos veces por semana para hacer las faenas más pesadas, y era obvio que había estado allí aquella mañana.
—¿Crees que ha cambiado tanto como parece? —preguntó Hester, deteniéndose y volviéndose de cara a él.
Monk no supo qué contestar. En aquellos momentos solo era consciente de lo mucho que había apreciado a Rathbone pese a las diferencias existentes entre ambos. Si Rathbone ya no profesaba las mismas ideas que antes, Monk también había perdido algo.
—No lo sé —dijo sinceramente.
Hester asintió con la cabeza, apretando los labios, y sus ojos reflejaron una súbita tristeza. Se dirigió a la cocina. Él la siguió y se sentó en una de las sillas de respaldo duro, mientras ella cogía la tetera y la llenaba de agua antes de ponerla a hervir. Monk sabía que el cambio que percibían en Rathbone también la haría sufrir, quizás incluso más que a él. La gente cambiaba al casarse, a veces solo un poco aunque también podía ser mucho. Él mismo era distinto de cuando se casó con Hester, aunque en su caso creía que había sido para bien. No le gustaba reconocerlo pero, volviendo la vista atrás, antes había sido más difícil de complacer, más pronto a perder los estribos y a ver lo desagradable y los puntos flacos del prójimo. Era algo de lo que estar agradecido pero no orgulloso; tendría que haber sabido resolverlo por sí mismo. El orgullo quizás estaría justificado si hubiese sido más amable sin la paz interior y el sentirse a salvo de la hiriente soledad de antaño que le había proporcionado el matrimonio.
Si aquel cambio en Rathbone tenía que ver con Margaret, aún sería una pérdida más amarga para Hester dado que Margaret también había sido amiga suya. Habían trabajado duro codo con codo, compartiendo pesares y miedos, así como buena parte de sus respectivos sueños.
Ahora observaba a Hester mientras ella preparaba la cena sin decir palabra. Algo sencillo, no se disponía a guisar, pero con el calor del verano la comida fría no solo era más cómoda sino también más apetecible. Resultaba sumamente reconfortante verla ir de una alacena a otra buscando lo que necesitaba, picar y cortar lonchas y rodajas. Sus manos eran delicadas y rápidas, y se movía con gracia. Algunos hombres quizá no la encontraran guapa; de hecho a él mismo no le pareció que lo fuera cuando se conocieron. Estaba demasiado delgada. La moda dictaba curvas más rotundas y un rostro menos apasionado y enérgico, un aire más recatado e inclinación a la obediencia.
Pero él conocía sus diversos estados de ánimo, y el juego de la alegría y el pesar en sus rasgos, la llama de la ira, el súbito dolor de la contrición o la punzada de la piedad le resultaban bien familiares. Sabía con cuánta intensidad influían en ella. Ahora los sentimientos más superficiales de las bellezas anodinas le parecían vacíos, dejándolo sediento de realidad.
¿Qué ofrecía Margaret Rathbone comparada con Hester? ¿Qué quería para que Rathbone hubiese defendido a Jericho Phillips con tanta brillantez? Pues Monk faltaría a la verdad si dijera que su defensa no había sido brillante. Rathbone había convertido una situación insostenible en otra revestida de dignidad, incluso de cierto honor, al menos en apariencia.
Ahora bien, ¿y después? ¿Qué quedaba detrás de la momentánea victoria en la sala del tribunal, el asombro del público, la admiración de su talento y habilidad? ¿Qué pasaba con la cuestión del porqué? ¿Quién le había pagado por hacerlo? Si se trataba de un favor, ¿a quién se lo debía? ¿Quién podía pedir u ofrecer algo que pudiera desear un hombre como el Rathbone que él conocía? En el pasado, Hester, Monk y él habían librado grandes batallas que pusieron a prueba cada gramo de su valentía, imaginación e inteligencia porque creían en las respectivas causas.
Si Rathbone fuera sincero, ¿qué pensaría de aquello? Jericho Phillips era un hombre malvado. Incluso Rathbone se había guardado de decir que era inocente, limitándose a señalar que la acusación no había demostrado que fuese culpable más allá de toda duda fundada. La defensa se centró en tecnicismos legales, no en una valoración de los hechos ni, por descontado, en un juicio moral. Si Rathbone en verdad amaba la ley por encima de todo lo demás, Monk se había equivocado con él desde el principio de su amistad, y aquel no era solo un pensamiento inquietante sino también triste.
Solo cabía pensar que a Rathbone le motivaba algo menos prosaico que el dinero. Monk se negaba a creer que fuese algo tan innoble y simple como eso.
La cena estaba lista y se sentaron a comer en silencio. Un silencio cordial y amigable; cada cual estaba perdido en sus propios pensamientos, si bien preocupado por el mismo tema. Monk miró a Hester a los ojos un instante y se dio cuenta de ello, así como de que ella también era consciente de lo mismo. Ninguno de los dos estaba preparado aún para hablar.
No habían conseguido que se hiciera justicia. Poco importaba lo que Rathbone hubiera argumentado, el uso de la ley había posibilitado que un hombre a todas luces culpable saliera en libertad, permitiéndosele repetir sus delitos con tanta frecuencia como quisiera. El mensaje transmitido a la gente era que la habilidad gana, no el honor. Y el propio Monk era tan culpable de ello como Rathbone. Si hubiese hecho su trabajo más concienzudamente, si hubiese sido tan listo como Rathbone, Phillips estaría de camino a la horca. Al darlo por sentado porque tenía razón había adoptado una especie de invulnerabilidad a la derrota, había sido descuidado y había defraudado a Orme, quien tan duro había trabajado y confiado en él. También había defraudado a Durban. Aquello estaba llamado a ser un acto de gratitud, lo único que podía darle incluso más allá de la tumba: hacer su trabajo honorablemente.
Y al llevar a Phillips ante la justicia para que fuera absuelto, lo había librado por siempre de ser acusado de aquel crimen otra vez, lo cual era peor que no haberlo capturado nunca. La Policía Fluvial en pleno había sido traicionada.
La confianza, la paz interior que se había ganado a pulso y que era su bien más preciado se le estaba escurriendo de las manos como el agua entre los dedos. Un día estaba allí, y al otro miraba y estaba desapareciendo sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Así era la cruda realidad: él no era el hombre que había comenzado a pensar que era. Había fallado. Jericho Phillips era culpable como mínimo de abusar de niños y de pornografía, y a juicio de Monk, que no abrigaba la menor duda, también de asesinato. Era la falta de cuidado de Monk, su incompetencia al cerciorarse de los pormenores, al comprobarlos una y otra vez, al demostrarlo todo, lo que había permitido a Rathbone retratarlo como una persona que anteponía el sentimiento a la razón, de modo que Phillips se desvaneciera en una bruma de dudas y escapara indemne.
Monk levantó la vista hacia Hester.
—No puedo dejar las cosas así —dijo—. Ni por mí mismo ni por la Policía Fluvial.
Ella apoyó la cuchara en el plato y lo miró fijamente, casi sin pestañear.
—¿Qué puedes hacer? No puedes volver a acusarlo.
Monk tomó aire bruscamente para responder, pero entonces reparó en la franqueza y ternura de los ojos de Hester.
—Ya lo sé. Y estábamos tan convencidos de que sería condenado por el asesinato de Figgis que ni siquiera lo acusamos de haber atacado al gabarrero. Y si ahora presentamos esos cargos parecerá que lo hacemos porque hemos fallado. Dirán que resbaló, que fue un accidente, que luchaba por su vida. Hará que parezcamos todavía más… incompetentes.
Hester se mordió el labio y dijo:
—Esta vez tenemos que saber lo que nos proponemos hacer; con toda exactitud. No basta con ver la verdad, ¿cierto?
Era un desafío, una invitación a enfrentarse a algo mucho peor que la amargura de aquel día. Qué pragmática que era. Claro que para una enfermera era básico tener sentido práctico. El tratamiento de las enfermedades del cuerpo era ante todo práctico. No había tiempo ni lugar para errores o excusas. Exigía una clase de coraje inmediato, de fe en la utilidad de intentarlo prescindiendo del resultado. Fallas una vez y debes seguir dándolo todo la vez siguiente, y otra más.
Hester había dejado de comer su tarta de ciruelas y aguardaba la respuesta.
—Si lo investigo a fondo seguro que puedo demostrar que es culpable de algo —contestó Monk—. Aunque no sirva para ahorcarlo, una buena temporada en Coldbath Fields dejaría a salvo de abusos a bastantes chavales, quizá tantos como cien. Para cuando salga, muchas cosas podrían ser distintas. Quizás incluso muera allí. No sería el primero.
Hester sonrió.
—Entonces comenzaremos de nuevo, desde el principio. —Se comió el último bocado de tarta y se puso de pie—. Pero antes una taza de té. Y aún queda un pedazo de tarta de manzana. Si vamos a pasar toda la noche en vela, más vale que no lo hagamos con el estómago vacío.
La gratitud que embargó a Monk fue tan grande que se vio incapaz de hablar sin ponerse en evidencia. Agachó la cabeza y se concentró en acabarse su tarta.
Después fue en busca de los papeles de Durban, los extendieron sobre la mesa, las butacas y el suelo del salón y los releyeron todos. Por primera vez Monk se dio cuenta de cuan fragmentarios eran. Unos estaban llenos de descripciones, aparentemente sin omitir ningún detalle. Otros eran tan breves que apenas contenían unas pocas palabras apuntadas como recordatorios de hilos de pensamiento jamás completados. Algunos se habían escrito tan deprisa que apenas eran legibles, y a juzgar por la letra picuda y la escasa delicadeza del trazo se habían compilado en un estado de intensa emoción.
—¿Sabes qué significa esto? —preguntó Hester, levantando un trozo de papel rasgado con las palabras «¿Era dinero? ¿Qué más?» escritas con una pluma distinta.
—No lo sé —reconoció Monk. Había encontrado otras notas, frases garabateadas, preguntas sin respuesta que había supuesto que aludían a Phillips pero que tal vez no lo hicieran. En su momento había releído las notas de todos los casos, tanto las de Durban como las de los demás agentes, y también comprobó todas las acusaciones guardadas en los archivos de la comisaría.
Hester seguía mirándolo. Monk pensó que sabía lo que Hester iba a decirle, si no a propósito de aquel trozo de papel, sí del siguiente, o del que viniera después. El peso que suponía para su mente era como un agujero en el suelo.
—Podría ser algo relacionado con la vida del propio Durban —le dijo a Hester por fin—. Algo personal. No me había dado cuenta de lo poco que en realidad sé acerca de él. —Rememoró aquellos escasos días que pasaron juntos, buscando a la tripulación del Maude Idris. Monk nunca había tenido un caso tan apremiante o terrible y, sin embargo, había surgido un sentimiento de camaradería cuyo recuerdo aún lo hacía sonreír. Durban le había profesado aprecio, y no sabía de nadie más que lo hubiese hecho con una franqueza tan inmediata e incondicional.
Si había tenido algún otro amigo como él, había sido en esa enorme porción de su pasado que le era imposible recordar. Tenía momentos repentinos de luz entre sombras, tan fugaces que le dejaban solo una imagen, nunca una historia. Según se desprendía de lo que le habían contado y lo que había deducido sobre sí mismo, la inteligencia y la falta de piedad, la implacable energía que lo empujaba, no le habría resultado simpática ni siquiera a Durban. Desde luego, no lo había sido para Runcorn, y ni Hester ni Oliver Rathbone lo conocían entonces. Hester quizá lo hubiese domado, aunque sin la tremenda vulnerabilidad de su confusión y el miedo a ser culpable de la muerte de Joscelyn Gray, ¿por qué se habría molestado en hacerlo? Monk tuvo poca humanidad que ofrecer hasta que se vio obligado a mirar en su fuero interno y analizar lo peor.
Se alegró de que Durban solo hubiese conocido al hombre en el que se había convertido y no al original.
¿Qué residía en los espacios vacíos de su construcción mental de Durban que Monk no supiera? ¿Acaso el irrefrenable impulso de capturar a Jericho Phillips iba a obligarle a entrometerse en áreas de la vida de Durban que este había preferido guardarse para sí, quizá porque en ellas hubiese sufrimientos, fracasos, viejas heridas que necesitaba olvidar?
—Recuerdo su voz —dijo Monk en voz alta, mirando a Hester a los ojos—. Su cara, su manera de andar, lo que le hacía reír, lo que le gustaba comer. Le encantaba ver el amanecer en el río y observar cómo salían los primeros transbordadores. Solía pasear a solas contemplando el juego de luces y sombras en el agua, la bruma evaporándose como una gasa de seda. Le gustaba ver el bosque de mástiles cuando teníamos muchos buques aparejados con velas cuadras en el Pool. Le gustaban los sonidos y olores de los muelles, sobre todo cuando descargaban los barcos especieros. Le gustaba oír a las gaviotas y a los hombres que hablaban todas las lenguas extranjeras posibles, como si toda la tierra, con su riqueza y variedad, hubiese venido a Londres. Nunca lo dijo, pero creo que estaba orgulloso de ser londinense. —Se calló, embargado por una emoción demasiado fuerte. Luego inspiró profundamente—. Yo no quería hablar de mi pasado y me traía sin cuidado el suyo. Para cualquiera de nosotros, lo que importa es quién eres hoy.
Hester sonrió, apartó la vista un momento y volvió a mirarlo.
—Durban era una persona real, William —dijo con dulzura—. Buena y mala, sensata y estúpida. Seleccionar los aspectos que te gustan no significa que realmente te gustara. No es amistad, es consuelo. Tú eres mejor que todo eso, tanto si él lo era como si no. ¿Acaso tus sueños, o el recuerdo de Durban, valen más que la vida de otros niños como Fig? —Se mordió el labio—. ¿O Scuff? —Monk hizo una mueca. Había olvidado lo sincera que podía llegar a ser Hester, aunque tuviera que mostrarse severa—. Me consta que es indiscreto escudriñar la vida de una persona —dijo Hester—. Incluso indecente tratándose de un muerto que no puede defenderse o explicarse, o siquiera arrepentirse. La alternativa es dejarlo correr, y ¿no es eso peor?
Era una dura elección, pero si Durban había sido descuidado, o incluso deshonesto, había que enfrentarse a ello.
—Sí —reconoció Monk—. Pásame los papeles. Los ordenaremos entre los que entendemos, los que no y los que dudo que lleguemos a entender alguna vez. Pillaré al cabrón de Phillips, por más largo o penoso que sea el camino. He cometido un error y voy a enmendarlo.
—Lo cometimos —le corrigió Hester, torciendo el gesto—. Dejé que Oliver me presentara como una sentimental que al no tener hijos emite juicios histéricos y carentes de criterio.
Monk advirtió el sufrimiento de su semblante por haberse visto ridiculizada, y eso no se lo perdonaría a Rathbone hasta que hubiese pagado el último céntimo, y quizá ni siquiera entonces. Aquello era otra cosa que Hester había perdido, su auténtica y valiosa amistad con Rathbone. Igual que Monk, Hester no tenía un círculo de familiares próximos que la amaran. Había perdido un hermano en Crimea, su padre se suicidó y su madre, destrozada, no le sobrevivió mucho tiempo. Su único hermano vivo era un hombre envarado y distante, no un amigo. Algún día, cuando tuviera tiempo, Monk tendría que ir a visitar a su hermana, a quien apenas recordaba. Dudaba que hubiesen estado muy unidos alguna vez, ni siquiera antes de perder la memoria, probablemente por culpa de él.
Soltó los papeles y acarició a Hester con ternura, luego la atrajo hacia sí y la besó, antes de estrecharla entre sus brazos.
—Mejor mañana —susurró—. Dejémoslo…, por ahora.
* * *
Monk se levantó temprano y fue a comprar los periódicos. Se planteó la posibilidad de no llevarlos a casa para que Hester no viera lo mal que hablaban del juicio, pero enseguida descartó la idea. Su esposa no necesitaba que él la protegiera y, probablemente, tampoco lo quería. No lo interpretaría como una muestra de cariño sino como una exclusión. Y después de la sinceridad y la pasión de la víspera, merecía algo mejor de su parte. Pensó, con una sonrisa, que tal vez estuviera comenzando a entender a las mujeres o, por lo menos, a una mujer.
No había ningún otro motivo para sonreír. Cuando se sentó frente a ella para desayunar, con los periódicos abiertos sobre la mesa, quedó bien patente lo desagradable de la situación. Durban aparecía como un incompetente, un hombre cuya muerte le ahorraba la indignidad de ser cesado en el cargo por haber llevado a cabo una venganza personal contra un criminal especialmente repugnante, en el mejor de los casos, o, en el peor, por haber hecho gala de una ética profesional muy dudosa.
El propio Monk no salía mucho mejor parado, pues lo pintaban como un amateur designado para mandar sobre hombres con más experiencia. No sabía qué suelo pisaba, el puesto le venía grande. Se había esforzado demasiado en saldar una deuda que creía tener con un amigo a quien en realidad apenas conocía, y su falta de criterio resultaba abrumadora.
A primera vista, la prensa parecía más benevolente con Hester. La retrataba como una mujer demasiado emotiva, llevada por la lealtad a su marido y por un insensato apego por una clase de niño al que se había aferrado su frustrado instinto maternal, con el que se había volcado de un modo poco apropiado. Ahora bien, ¿qué cabía esperar de una mujer a quien una descaminada devoción por las causas caritativas le había negado su papel natural en la sociedad, y cuyo talante beligerante la había hecho poco atractiva para los hombres decentes de su misma condición social? Debería servir de lección a todas las jovencitas de buena cuna para que no se apartaran de las sendas que la naturaleza y la sociedad habían establecido para ellas. Solo así podrían esperar sentirse realizadas con su vida. El artículo en cuestión traslucía condescendencia.
Mientras lo leía, Hester soltó ciertas palabrotas a propósito del autor y sus ascendientes, que había aprendido en sus épocas de enfermera militar. Tras unos minutos miró nerviosa a Monk y se disculpó, preocupada por si lo había impresionado.
Él le sonrió, quizá con un aire un tanto sombrío, porque los comentarios vertidos acerca de su esposa le habían escocido tal vez incluso más que a ella.
—Tendrás que explicarme qué significan —respondió—. Me parece que yo también podría servirme de algunas de esas expresiones.
Hester se puso muy roja y apartó la vista, pero la tensión de su cuerpo cedió y dejó de retorcerse las manos en el regazo.
En realidad, lo peor que publicaban los diarios era una única frase, añadida casi como una idea de último momento, insinuando que la Policía Fluvial ya no tenía razón de ser. Tal vez había llegado el momento de que renunciara a seguir siendo un cuerpo autónomo y que simplemente pasara a estar bajo el mando de las fuerzas del orden más cercanas. Había llevado tan mal el asunto que Jericho Phillips, si era culpable, se había librado de la soga para siempre, al menos por el asesinato de Walter Figgis. Ahora era libre de reanudar sus chanchullos sin problemas. Se ponía en ridículo a la ley, y aquello no era permisible, independientemente de qué oficial bienintencionado pero incompetente tuviera que ser despedido.
Camino de la clínica de Portpool Lane, se afianzó en Hester la firme determinación de demostrar que los periodistas se equivocaban respecto a ella, aunque era infinitamente más importante demostrar que Monk llevaba razón. Ahora bien, Hester era lo bastante realista como para saber que eso no tenía por qué ser forzosamente posible. No albergaba la menor duda de que Phillips fuese capaz de asesinar, o incluso de que hubiera cometido asesinato, si no el de Fig, el de otros. Pero lo cierto era que, con su indignación y su certeza, habían sido descuidados, olvidando la precisión de la ley cuando esta la usaba alguien de la talla de Oliver Rathbone.
Y eso causaba otra clase de sufrimiento, un dolor menos apremiante pero de amplio espectro que se inmiscuía en todas las facetas de la vida, ensombreciéndolas. El único modo que Hester tenía de comenzar de nuevo era haciéndolo con sus propias pesquisas, lo cual implicaba la clínica. Y, por supuesto, eso también significaba ver a Margaret. A Hester le había gustado Margaret desde el momento en que se conocieron, cuando Margaret se mostraba tímida y herida por la reiterada humillación a que la sometía su madre al tratar constantemente de casarla con alguien apropiado, según su punto de vista, por descontado, no el de Margaret. Para gran vergüenza de Margaret, cuando habían coincidido con Rathbone en un baile u otro, la señora Ballinger había hecho grandes elogios de las virtudes de su hija, delante de la propia Margaret, con el más que evidente propósito de interesar a Rathbone en un posible matrimonio.
Hester la entendió muy bien y la compadeció. Ella misma nunca olvidaría las tentativas similares de que fue objeto por parte de su familia. La habían hecho sentirse como un desecho que se debía arrojar por la borda a la primera oportunidad. Su aguda comprensión de la situación en que se encontraba Margaret había forjado un vínculo entre ambas. Margaret había hallado un norte y libertad trabajando en la clínica, e incluso una nueva dimensión de su valía personal, algo que nadie le había dado ni podría arrebatarle ahora.
Entonces Rathbone se dio cuenta de que realmente la amaba. La amabilidad no tuvo nada que ver con ello. En absoluto la estaba rescatando; a cambio tenía el privilegio de ganar su amor.
Ahora, con la absolución de Jericho Phillips, aquella proximidad entre Hester y Margaret también había desaparecido, empañándose y volviéndose incómoda.
El largo trayecto en ómnibus terminó y Hester caminó el breve trecho de Portpool Lane bajo la inmensa sombra de la fábrica de cerveza. Entró por la puerta de la vieja casa de vecinos, cuyas viviendas estaban conectadas por dentro para formar una gran clínica donde las enfermas y heridas podían ser tratadas, alojadas y atendidas en caso de necesidad. Incluso eran operadas in situ si surgía una emergencia que así lo exigiera, cuyo procedimiento fuera relativamente sencillo, como amputar un dedo, recolocar huesos o coser heridas de arma blanca. En un par de ocasión habían extraído balas y una vez hubo que amputar un pie gangrenado. Sacar astillas de distintos tipos, las dislocaciones, los partos difíciles y cuidar de las enfermas de bronquitis, fiebres, pulmonía y tisis eran labores habituales en la rutina cotidiana de las enfermeras. Más de una mujer había fallecido a causa de un intento fallido de aborto, sin que hubieran podido evitarlo aun empeñándose exhaustiva y desesperadamente en salvarla.
En aquella institución había demasiados triunfos y pérdidas compartidos como para desprenderse de una amistad a la ligera.
Sin embargo, cuando Hester cruzó la puerta principal y Bessie la saludó, echó en falta la expectativa de afecto que solía sentir al llegar. Correspondió al saludo y luego preguntó a Bessie qué había sucedido en los tres últimos días mientras ella estaba ausente por asistir a la vista del juicio. Por supuesto Bessie sabía por qué no había acudido a la clínica, lo mismo que el resto del personal; y Hester no se moría de ganas de comunicarles el resultado. Igual que tomar aceite de ricino, mejor hacerlo deprisa.
—Perdimos —dijo, antes de que Bessie tuviera ocasión de preguntar—. Phillips se salió con la suya.
Bessie era una mujer corpulenta con el pelo peinado hacia atrás y sujeto tan tirante con horquillas que Hester en su momento se preguntó cómo podía soportarlo. Bessie parecía más malhumorada que de costumbre, aunque sus ojos brillaban con una amabilidad inusual.
—Ya lo sé —dijo con aspereza—. Ese abogado lo tergiversó todo para hacer que pareciera culpa de ustedes. Ya me he enterado.
Aquella era una complicación que Hester ni siquiera se había planteado: lealtades divididas en la clínica. Otra amarga medicina que tomar. Estaba tan tensa que el pecho le dolía al respirar.
—Así es el trabajo de sir Oliver, Bessie. Tendríamos que haber presentado pruebas más consistentes para impedírselo. No fuimos suficientemente cuidadosos.
—¿Entonces van a dejarlo correr, así sin más? —la retó Bessie con el rostro transido de pena, compasión e incredulidad a la vez.
Hester tragó saliva.
—No. Pienso volver al principio y comenzar de nuevo.
Bessie mostró una fugaz y radiante sonrisa, pero fue un gesto tan breve que bien pudo tratarse de una ilusión.
—Bien. Entonces necesitará que yo y el resto de nosotras sigamos viniendo a diario.
—Sí, por favor. Se lo agradecería mucho.
Bessie gruñó.
—Lady Rathbone está en la cocina; dando órdenes, me imagino —agregó—. Y Squeaky está en la oficina contando dinero.
Observaba atentamente a Hester, juzgando su reacción.
—Gracias —contestó Hester, procurando que su rostro no trasluciera ninguna emoción, y fue a enfrentarse a aquel encuentro lo antes posible. Además, tenía que hablar con Squeaky Robinson en privado, y un buen rato.
Tragó saliva mientras recorría el tortuoso pasillo con sus giros y escalones hasta la cocina. Era una habitación grande, concebida para atender a una familia y añadida cuando habían convertido las dos casas en una.
Sonrió con amargo humor al recordar cómo Rathbone había echado mano de su pericia legal y de una buena dosis de astucia para lograr que Squeaky cediera la propiedad de los burdeles y luego asumiera la contabilidad de su propio local transformado en refugio de las mismas personas a las que antes explotaba. Había sido una maniobra muy osada y, desde el punto de vista de Rathbone, totalmente contraria al espíritu del estamento al que había servido durante toda su vida de adulto. No obstante, también le había proporcionado un profundo placer en el ámbito moral y emotivo.
Pero entonces Hester había dado a Squeaky poca libertad de elección, o al menos tan poca como pudo.
Ya estaba en la puerta de la cocina. Sus pasos rápidos y ligeros sobre el suelo de madera habían avisado a Margaret de su llegada. Margaret se volvió con un cuchillo cebollero en la mano. En casa tenía criados para todo; allí podía meter mano en cualquier tarea que requiriese atención. No había nadie más en la cocina. Hester no estuvo segura de si habría sido más fácil o más difícil si hubiese habido alguien presente.
—Buenos días —dijo Margaret en voz baja. Permaneció inmóvil, con los hombros tensos, la barbilla un poco alta, la mirada directa. Aquella mirada bastó para que Hester viera de inmediato que no iba a disculparse ni tampoco a insinuar, ni siquiera virtualmente, que el veredicto del juicio hubiese sido injusto. Estaba dispuesta a respaldar a Rathbone contra viento y marea. ¿Tendría alguna idea de por qué había decidido defender a Jericho Phillips? Reparando en la postura de su cabeza, su mirada fija y la ligera rigidez de su sonrisa, Hester dedujo que no.
—Buenos días —respondió cortésmente—. ¿Cómo andamos de provisiones? ¿Necesitamos harina o avena en copos?
—De momento tenemos para tres o cuatro días —dijo Margaret—. Si la mujer con la herida de navaja en el brazo se va a casa mañana, quizá nos duren un poco más. A no ser, claro está, que haya un nuevo ingreso. Bessie ha traído huesos de jamón esta mañana, y Claudine una ristra de cebollas y los huesos de unas costillas de cordero. Estamos cubiertas. Creo que deberíamos gastar el dinero que tengamos en lejía, fénico, vinagre y unas cuantas vendas. Pero mira a ver qué te parece.
No era preciso que Hester lo comprobara; hacerlo equivaldría a insinuar que no creía capaz a Margaret. Antes del asunto Phillips ninguna de ellas habría considerado necesaria tan manifiesta cortesía.
Comentaron las existencias de material de enfermería, que eran bien simples: alcohol para limpiar heridas e instrumentos, compresas de algodón, hilo, vendas, bálsamo, láudano, quinina para las fiebres, vino fortificado para fortalecer y hacer entrar en calor. La cauta cortesía flotaba en el aire como un duelo.
Hester sintió un gran alivio al escapar hacia el cuarto donde Squeaky Robinson, el irascible y muy agraviado antiguo dueño de burdeles, llevaba la contabilidad y guardaba cada céntimo para evitar gastos frívolos e innecesarios. Cualquiera pensaría que lo había ganado con el sudor de su frente en vez de recibirlo, por mediación de Margaret, de las almas caritativas de la ciudad.
Levantó la vista de la mesa y Hester cerró la puerta a sus espaldas. El anguloso y levemente asimétrico semblante de Squeaky bajo la mata de pelo de aspecto apolillado reflejaba pura compasión.
—Lo echó todo a perder —señaló Squeaky, sin especificar a quién se refería—. Lástima. Está claro que ese cabrón merecía que le rompieran el cuello. Que ahora tengamos un montón de dinero no sirve de consuelo. Hoy no, al menos. Quizá mañana nos hace sentir mejor. Puede disponer de cinco libras para sábanas, si quiere. —Aquel era un ofrecimiento inusitadamente generoso en un hombre que no soltaba un penique y en cuya opinión las sábanas para las mujeres de la calle eran tan necesarias como los collares de perlas para los animales de corral. Era su manera indirecta de intentar confortarla.
Hester le sonrió y él apartó la vista, incómodo. Le daba un poco de vergüenza mostrarse generoso; estaba saltándose sus propias normas. Ella se sentó frente a él.
—Buena idea. Así podremos lavarlas más a menudo y reducir el riesgo de infección.
—¡Eso costará más jabón y más agua! —protestó Squeaky, horripilado por la extravagancia que al parecer se había permitido—. Y más tiempo para secarlas.
—Y menos enfermas infectadas, de modo que se marcharán antes —repuso Hester—. Pero lo que realmente quiero es su ayuda. Por eso he venido.
Squeaky la miró detenidamente.
—¿Ha visto a la señora…, a lady Rathbone? —preguntó, poniendo cuidado en mantener el rostro inexpresivo.
—Sí, la he visto, y hemos hecho las cuentas de la cocina —contestó Hester, preguntándose cuánto sabrían todos ellos sobre el juicio y el veredicto. Daban la impresión de estar muy bien informados.
—¿Qué puedo hacer yo? ¡Ese canalla está libre! —exclamó Squeaky con súbita fiereza, y Hester se dio cuenta, con renovado dolor, de hasta qué punto ella y Monk los habían decepcionado a todos. Habían indagado allí donde pudieron para dar información a Hester y ella no había logrado que ahorcaran a Phillips.
—Lo siento —dijo Hester en voz baja—. Estábamos tan convencidos de que era culpable que no fuimos lo bastante cuidadosos.
Squeaky se encogió de hombros. No tenía reparos en golpear a un hombre que estuviera deprimido. De hecho, ¡era el momento más seguro para hacerlo! Pero era incapaz de atacar a Hester, ella era diferente. Prefería no pensar en el cariño que le tenía; aquello sí que era sin lugar a dudas una grave debilidad.
—¿Quién se habría figurado que sir Rathbone hiciera algo así? —inquirió—. Podríamos ver si tenemos suficiente dinero para hacer que alguien le clave un cuchillo en la garganta. Costaría lo suyo, cierto. Tanto como sábanas para la mitad de las putas de Inglaterra.
—¿A Oliver? —dijo Hester escandalizada.
Squeaky puso los ojos en blanco.
—¡Por Dios, mujer! ¡Me refiero a Jericho Phillips! No costaría nada liquidar a sir Oliver Rathbone. Solo que tendrías a todos los polis de Londres detrás de ti, o sea que supongo que acabarías bailando al final de una soga. Y eso es caro. Pero Phillips sería otra cosa. Como que no te pillara él primero. Menudo sujeto está hecho.
—Eso ya lo sé, Squeaky. Preferiría capturarlo legítimamente.
—Ya lo ha intentado —señaló él. Apartó un montón de papeles a un lado del escritorio—. No pretendo restregárselo por la nariz, pero no han conseguido exactamente que se hiciera justicia, ¿me equivoco? Ahora está mejor que si no se hubiesen molestado en intentarlo. Está libre, el muy cerdo. Ahora, aunque pudieran demostrarlo y él confesara, no podrían ponerle la mano encima a ese canalla.
—Lo sé.
—Pero a lo mejor no ha pensado, señora Hester —prosiguió Squeaky muy serio—, que Phillips sabe que van a por él y que sabe quién puede decirle qué, y esa gente tendrá que ir con pies de plomo a partir de ahora. Es un pedazo de cabrón muy peligroso ese Jericho Phillips. No va a perdonar a quien haya hablado más de la cuenta.
Hester se estremeció; se le hizo un nudo en el estómago. Tal vez aquello fuese lo más grave de su fracaso: el peligro para los demás, las vidas ensombrecidas por el miedo a la venganza de Phillips cuando su convencimiento les había prometido seguridad. No quería mirar a Squeaky a los ojos, pero sería cobarde no hacerlo.
—Sí, eso también me consta. Va a ser todavía más difícil esta vez.
—¡No tiene ningún sentido volver a hacerlo, señora Hester! —señaló Squeaky—. ¡Ya no podemos ahorcar a ese cabrón! ¡Sabemos que debería ser ahorcado, destripado y que los pájaros se comieran sus tripas! ¡Pero la ley dice que es tan inocente como los niños que vende! ¡Gracias al maldito sir Oliver Rathbone! Ahora ninguno de los que hablaron contra él está a salvo, pobres diablos.
—Ya lo sé, Squeaky —le aseguró Hester—. Y me consta que los hemos defraudado. Usted no; el señor Monk y yo. Dimos demasiadas cosas por sentadas. Nos dejamos guiar más por la ira y la piedad que por la cabeza. Pero aún hay que encargarse de Phillips, y se lo debemos a toda la gente que nos ayudó. Habrá que encerrarlo por alguna otra causa, y ya está.
Squeaky cerró los ojos y suspiró exasperado pero, pese a la alarma, también había un asomo de sonrisa en su cara.
—¿No aprenderá nunca, verdad? ¡Dios bendito! ¿Qué quiere ahora?
Hester decidió que si no era una muestra de acuerdo, como mínimo era de aquiescencia. Se inclinó sobre la mesa.
—Solo lo han absuelto de asesinar a Fig en concreto. Aún se le puede acusar de cualquier otra cosa.
—Pero no ahorcarlo —replicó Squeaky con gravedad—. Y tiene que ser ahorcado.
—Veinte años en Coldbath Fields serían un buen comienzo —repuso Hester—. ¿No le parece? Tendría una muerte mucho más larga y lenta que colgado de una soga.
Squeaky lo meditó unos instantes.
—Se lo garantizo —dijo al fin—. Pero me gusta lo seguro. La soga es segura. Una vez hecho, queda hecho por siempre.
—Ya no tenemos esa opción —dijo Hester con desánimo.
Squeaky la miró, parpadeando.
—¿Se pregunta quién le pagó o ya lo sabe? —preguntó.
Hester se quedó perpleja.
—¿Pagar?
—A sir Oliver Rathbone —contestó Squeaky—. No lo hizo gratis. ¿Por qué lo hizo, si no? ¿Lo sabe ella?
Señaló bruscamente en dirección a la cocina.
—No tengo ni idea —contestó Hester, pero ya tenía en mente la cuestión de quién había pagado a Oliver, y por qué había aceptado el dinero. Hasta entonces no se había planteado nunca la posibilidad de que debiera favores, al menos no de la clase por los que cupiera pedir semejante pago. ¿Cómo se incurría en semejantes deudas? ¿Para qué? ¿Y quién exigiría semejante pago?
Sin duda, cualquiera a quien Rathbone considerase un amigo querría tanto como Monk ver a Phillips condenado.
Squeaky torció el gesto como si hubiese mordido un limón.
—Si cree que lo hizo gratis, pocas esperanzas me da usted —dijo indignado—. Phillips tiene amigos muy bien situados. Nunca imaginé que Rathbone fuese uno de ellos. Y sigo sin imaginarlo. Pero algunos de ellos tienen mucho poder, por donde quiera que se mire. —Hizo una mueca de desprecio—. Nunca se sabe hasta dónde llegan sus tentáculos. Mucho dinero en fotos obscenas, cuanto más sucias, más dinero. Si son de niños puede pedir lo que quiera. Primero por las fotos, luego por el silencio del comprador.
Se dio un toque en la nariz y la miró con un solo ojo.
Hester iba a decir que sir Oliver no habría cedido a ninguna clase de presión, pero cambió de parecer y se tragó sus palabras. ¿Quién sabía lo que uno haría por un amigo que se viera envuelto en serios problemas? Alguien había pagado a Oliver, y este había resuelto no preguntar por qué. Los mismos principios legales valían fuera quien fuese, y el mismo peso de las pruebas.
Squeaky frunció los labios con aversión.
—Mirar la clase de fotos que Phillips vende a la gente puede afectarte la cabeza —dijo, observándola detenidamente para asegurarse de que le entendía—. Incluso a personas que nunca se imaginaría. Si les quita sus pantalones elegantes y sus camisas a la última moda, no son muy distintos de cualquier mendigo o ladrón, en lo que a gustos de maricón se refiere. Solo que algunos tipos tienen más que perder que otros, de manera que quedan expuestos a un poco de presión de vez en cuando.
Hester lo miraba fijamente.
—¿Está diciendo que Jericho Phillips tiene amigos tan bien situados como para ayudarle ante la ley, Squeaky?
Squeaky puso los ojos en blanco como si su ingenuidad le hubiese lastimado en una parte secreta de su ser.
—Pues claro. ¿No pensará que ha estado a salvo todos estos años porque nadie sabe a qué se dedica, verdad?
—¿Por una afición a las fotografías obscenas? —prosiguió Hester, incrédula—. Sé que muchos hombres mantienen a amantes o emprenden aventuras azarosas, y en algunos lugares insólitos. ¿Pero fotografías? ¿Qué placer puede dar, que sea tan poderoso como para comprometer tu honor, tu reputación, todo, por tratar con un hombre como Phillips?
Squeaky encogió sus hombros huesudos.
—No me pida que le explique la naturaleza humana, señora. No soy responsable de ella. Pero hay ciertas cosas que puedes hacer que un niño haga que ningún adulto haría sin mirarte como si acabaras de salir de un vertedero. No se trata de amor, ni siquiera de un apetito decente, se trata de hacer que otras personas hagan lo que tú quieres que hagan, y saborear ese poder una y otra vez, como si nunca tuvieras bastante. A veces la cosa consiste en hacer algo que te arruinaría la vida si te pillaran, y la sensación de peligro te embriaga. Y ninguno de ellos hace distinción entre personas, si entiende lo que quiero decir. Hay gente que necesita pasar más frío y hambre para pensar qué es lo que importa.
»Ir de putas es una cosa —prosiguió Squeaky—. Aceptémoslo tal como lo hace la sociedad; no es tan grave. Casi todas las señoras casadas miran hacia otra parte y siguen adelante con sus vidas. Cierran el dormitorio con llave, a lo mejor, porque no quieren despertarse con una enfermedad asquerosa, pero no montan un escándalo. Las fotos de niñas son indecentes, e indignan a las personas de bien. —Squeaky meneó la cabeza—. Pero los niños son harina de otro costal. No es solo indecente, es ilegal. Y eso es completamente distinto.
»Si nadie se entera, nadie irá a indagar. Todos sabemos que ocurren cosas en las que preferimos no pensar, y casi todo el mundo se ocupa de sus propios asuntos. Pero si te obligaran a saber, te verías forzado a hacer algo. Amigo o no, te echan de los clubes, del trabajo, y la sociedad no volverá a acogerte. De manera que pagas lo que haga falta con tal de no levantar la liebre, ¿entiende?
—Sí, lo entiendo —dijo Hester con voz un poco temblorosa. Todo un mundo nuevo de sufrimiento se había abierto ante sus ojos. No era que desconociera la homosexualidad; había sido enfermera en el ejército. Pero servirse de niños para ejercer un poder que ninguna relación entre adultos toleraría, ni siquiera pagando con dinero, o satisfacer un apetito por las emociones del peligro, era una idea nueva y sumamente horrible. Daba asco pensar que hubiera quien secuestraba y alquilaba niños para tales fines—. Tengo que aplastar a Jericho Phillips, Squeaky —agregó en voz muy baja—. Dudo que pueda conseguirlo sin su ayuda. Tenemos que averiguar a quién más podemos pedir que colabore. Me imagino que el señor Sutton lo hará, y Scuff seguramente también. ¿Quién más se le ocurre?
Una sucesión de emociones cruzó el semblante de Squeaky: primero incredulidad, luego horror y un ardiente deseo de huir, y por último una especie de asombro ante los halagos y el inicio de un impulso audaz.
Hester aguardó sin impacientarse.
Squeaky carraspeó para ganar tiempo.
—Bueno… —tosió un poco—, conozco a un par de personas, supongo. Pero no son muy… —buscó la palabra acertada pero no la encontró— buenas —concluyó de manera insulsa.
—Bien. —Hester no vaciló—. Las buenas personas no van a sernos de ninguna ayuda. Las buenas personas ni siquiera creen que existan seres como Jericho Phillips, y desde luego no saben cómo darles caza. Seguramente come buenas personas para desayunar, ensartadas en un bieldo.
Squeaky sonrió con amargura aunque no sin una cierta sorprendida satisfacción.
Llamaron a la puerta y, sin aguardar respuesta, Claudine Burroughs entró con un servicio de té en una bandeja. La dejó encima de la mesa, una pizca más cerca de Hester que de Squeaky. La tetera humeaba una fragancia tentadora.
Claudine era una mujer alta, más o menos de la talla de Squeaky, de ahí que este siempre se pusiera muy tieso cuando estaba a su lado para ganar un par de centímetros de estatura. Era estrecha de hombros y ancha de caderas, bastante guapa en su juventud, pero los años de soledad en un matrimonio insatisfactorio habían torcido hacia abajo muchas de las líneas de su rostro. Solo había encontrado una verdadera meta vital después de su llegada a Portpool Lane, en busca de una obra benéfica a la que dedicarse.
—Gracias —dijo Hester, dándose cuenta de pronto de lo mucho que le apetecía el té. Se preguntó si Claudine estaba enterada del terrible chasco que se había llevado la víspera, o si simplemente le constaba que Hester estaba cansada, incluso a aquellas horas de la mañana. En su fuero interno lo estaba, así como confundida y derrotada, cosa todavía peor.
Claudine se quedó allí plantada, como si esperase algo.
Squeaky cambió de postura en su silla, impaciente, dando a entender que Claudine los había interrumpido. Hester se volvió hacia ella y vio que Claudine era perfectamente consciente de ello. Tal vez sí estuviera al corriente de cómo había concluido el juicio.
—Me gustaría ayudar —dijo Claudine un tanto violenta, ruborizada e incapaz de mirarlos a los ojos. Y sin embargo no iba a marcharse, aguardaba allí sumamente incómoda, resuelta a participar en lo que fuere que estuvieran haciendo, a aportar su modesta contribución, costara lo que costase.
—No puede —dijo Squeaky cansinamente—. Usted es una dama, no se cuenta entre los tipos con los que tenemos que hablar. Muy amable de su parte, pero no nos serviría de nada. Gracias por el té.
Probablemente quiso ser amable, pero pasar de formar parte del plan a servir el té fue como una bofetada.
Claudine no cedió terreno, pero le costaba expresarse. Estaba tan sonrojada que Hester pensó que las mejillas le debían de estar ardiendo.
—Todavía no hemos hecho planes —dijo Hester enseguida—. Ni siquiera sabemos por dónde empezar. Tenemos que repasarlo todo otra vez, pero poniendo más cuidado. Y parte del problema es que la gente que ya ha testificado antes, ahora tendrá mucho miedo. Phillips ha salido de la cárcel, y es un sujeto peligroso.
—Entonces nosotros también debemos ser precavidos —respondió Claudine, mirando a Hester e ignorando a Squeaky—. Tendremos que interrogarlos de manera que no se den cuenta de la importancia de lo que están diciendo hasta que lo hayan dicho y no puedan retractarse. Ese Phillips es un hombre espantoso y hay que encarcelarlo. —Por fin miró a Squeaky—. Me alegra que usted vaya a ayudar. Lo respeto por ello, señor Robinson. —Dio media vuelta bruscamente y fue hasta la puerta, entonces volvió la vista atrás y, con la duda asomando en sus ojos, se dirigió a Hester—. Estaré disponible para cualquier cosa que pueda serles útil. Por favor, no lo olviden.
Antes de que alguno de los dos tuviera ocasión de contestar, salió y cerró la puerta con firmeza.
—¡Supongo que no irá a reclutarla! —protestó Squeaky, inclinándose sobre el escritorio con los ojos como platos—. ¿Qué sabe hacer? No sabría ni llegar de una punta a otra de la calle. Y no tiene por qué respetarme. Yo no le he dicho que fuera a hacer nada…
Se calló, repentinamente incómodo.
—¿Está diciendo que no hará nada, Squeaky? —preguntó Hester esbozando apenas una sonrisa.
—Bueno…, bueno, no exactamente…, no, no es eso. Así y todo…
—Así y todo, ella lo ha llevado a decirlo y luego le ha cortado la retirada —explicó Hester por él.
—¡Sí! —Squeaky estaba ofendido. Entonces sonrió poco a poco, astuto y un tanto divertido, tal vez incluso apreciativo—. ¡Lo ha hecho, y tanto si lo ha hecho! —Se sorbió la nariz—. Pero sigo diciendo que no estaría a salvo en la calle.
—Claudine no quiere estar a salvo. —Hester perdió todo indicio de sonrisa—. Quiere ayudar, ser parte de algo, y no puedes ser parte de nada si no estás a las duras y a las maduras. Ella lo sabe de sobra, Squeaky. No vamos a dejarla al margen.
Squeaky meneó la cabeza.
—No sabe lo que está diciendo —dijo con tristeza—. Ese Rathbone la tiene bien calada: todo corazón y ni una pizca de cerebro. ¡Dios nos asista! ¿Cómo demonios voy a cuidar de usted y de ella a la vez, con lo poquita cosa que es esa boba?
Hester estuvo a punto de reprenderlo para que hablara con más respeto pero decidió no hacerlo. Aquello era casi una muestra de afecto, y eso no tenía precio. Sirvió el té con esmero, comenzando por la taza de él.
—No le será fácil —admitió—. Pero seguro que se las arreglará. Y ahora, manos a la obra.
* * *
Elegir a quién ver primero no fue difícil, como tampoco fue complicado encontrarlo y saber qué decirle. Hester estuvo contenta de hacerlo sola. Squeaky sería más útil buscando a sus sospechosos amigos.
Sutton era exterminador de ratas y estaba orgulloso de que sus servicios fueran solicitados en algunas de las mejores residencias de Londres. Entre sus clientes se contaban duquesas. Pero tampoco era tan altivo como para no atender a las necesidades de establecimientos más modestos, y había limpiado de ratas la clínica de Portpool Lane en uno de los momentos más apurados de la vida de Hester. Habían trabado amistad haciendo frente a la adversidad y, por si fuera poco, Sutton y su terrier, Snoot, casi habían perecido en las cloacas junto con Monk pocos meses atrás.
Hester siempre se vestía con sencillez para ir a la clínica, de modo que no tuvo ninguna dificultad para pasar casi inadvertida por las callejuelas hasta casa de Sutton, donde se enteró por boca de la portera de la dirección en la que estaría trabajando aquella jornada. Lo encontró en el local que solía frecuentar para almorzar cuando estaba en aquel barrio, un pub llamado la Rata Sonriente. Era muy parecido a cualquier otro, salvo por el letrero que crujía levemente al balancearse con el viento. La rata del dibujo tenía una expresión de diabólico regocijo en su cara pintada. Iba vestida de verde, estaba erguida sobre los cuartos traseros y sonreía mostrando todos los dientes.
Hester fue incapaz de no sonreírle a su vez antes de entrar, procurando dar la impresión de ser una parroquiana más. El ruido la envolvió de inmediato. Los hombres reían y charlaban, el vidrio y el peltre entrechocaban, los pies restregaban el serrín que cubría el suelo y, en algún lugar del sótano, alguien hacía rodar barriles. Un perro ladraba excitado. No tenía sentido preguntar por Sutton, simplemente tenía que buscarlo.
Tardó varios minutos en abrirse paso entre los inmóviles cuerpos de hombres concentrados en saciar la sed y divertirse con los últimos chismes. Se vio obligada a dar empellones para pasar entre dos panaderos muy corpulentos, con harina en las mangas y los delantales, y por poco cayó en el regazo de un hombre pulcro y esbelto que estaba sentado a solas, comiendo un bocadillo de queso y encurtidos. Tenía una jarra de sidra delante de él y un perrillo marrón y blanco a sus pies.
—Señor Sutton —dijo Hester jadeando, al tiempo que se enderezaba e intentaba recobrar un aspecto respetable. El pelo se le había caído de las horquillas, cosa harto frecuente en ella, y lo llevaba recogido en las orejas—. Qué alivio haberlo encontrado.
Sutton se levantó cortésmente, en parte porque no había una segunda silla donde ella pudiera sentarse. Hester vio de inmediato en su expresión que sabía que habían absuelto a Phillips. Sería más cómodo no tener que decírselo, aunque habría preferido que la noticia no se hubiese difundido tanto. Tal vez todo Londres ya estaba enterado para entonces.
—¿Le pido algo, señora Hester? —preguntó un tanto perplejo.
—No, gracias, ya he comido —contestó Hester. En rigor, no era la verdad, pero le constaba que Sutton no tenía tiempo que perder tratando que le sirvieran algo para ella en plena jornada laboral. Bastantes favores tenía ya que pedirle y no era cuestión de abusar.
Sutton permaneció de pie, con el bocadillo en la mano. Snoot lo miraba expectante pero su amo no le hizo caso.
—Por favor, continúe —le instó Hester—. Sentiría mucho estropearle el almuerzo. Además, he venido a pedirle ayuda…
Sutton asintió con aire adusto, como si un desastre esperado estuviera a punto de echársele encima, y siguió de pie.
—Me figuro que se propone ir otra vez tras ese bellaco de Phillips, ¿verdad? —Fue una afirmación, no una pregunta—. No lo haga, señorita Hester —suplicó preocupado—. Es un mal bicho y tiene amigos por toda la ciudad, gente que ni a usted ni a mí se nos ocurriría que pudieran conocer a sujetos como él. Aguarde. Un día la pifiará y entonces lo pillarán. Nació para la horca, ese tipo.
—Me trae sin cuidado que lo ahorquen o lo encierren en Coldbath Fields y tiren la llave —respondió Hester—. Lo único que me importa es que lo hagan pronto, muy pronto en realidad. Antes de que tenga ocasión de matar a más niños o a cualquier otra persona.
Sutton la miró detenidamente un momento antes de hablar. Hester comenzó a incomodarse. Los ojos de Sutton eran azules y muy claros, como si nada pudiera dificultarle la visión. Se sintió extrañamente vulnerable. Tuvo que hacer un esfuerzo para no abundar en explicaciones.
—¿Quiere revisar todas las pruebas de nuevo? —preguntó Sutton lentamente, con una expresión tensa y atribulada—. ¿Está segura?
Hester tuvo un escalofrío pese a que el pub estaba caldeado. ¿Contra qué estaba intentando advertirla?
—¿Se le ocurre algo mejor? —replicó—. Cometimos una equivocación, varias en realidad, pero los errores se dieron al relacionar a las personas, no en el hecho esencial de que Jericho Phillips es un pornógrafo y un asesino.
—Se equivocaron al calcular hasta dónde llegan sus tentáculos —la corrigió Sutton, y por fin mordió el bocadillo—. Tendrá que ser mucho más cuidadosa para capturar a un tipo tan astuto como él. Y esta vez la estará vigilando. —Frunció el ceño con preocupación.
Hester se estremeció.
—¿Piensa que irá a por mí? ¿No cree que así demostraría que tenemos razón? ¿No sería más seguro para él dejar que nos agotáramos sin demostrar nada?
—Más seguro, sí —corroboró Sutton—. Pero a lo mejor se enfada y va a por usted igualmente, si se acerca lo bastante a él como para ahuyentarle a la clientela. Y eso no es todo. Hay otro asunto a tener en cuenta, y contra eso no puedo protegerla porque nadie puede.
—¿Qué cosa? —preguntó Hester de inmediato. Confiaba en Sutton; le había demostrado su amistad y su valentía. Si a algo temía, seguro que era peligroso.
—Según me contaron, no solo usted y el señor Monk fueron un poco descuidados —dijo a regañadientes—. También lo fue el señor Durban. Ustedes se fiaron de lo que él había hecho, así que no se molestaron en demostrarlo todo de manera que ni siquiera un tipo listo como el señor Rathbone pudiera desmontarlo. Pero ¿qué saben del señor Durban, eh? ¿Por qué metió la pata?
—Porque… —Estuvo a punto de decir que no había sido consciente de lo inteligente que era Rathbone, pero aquello no era una respuesta. Tendría que haber estado preparado para enfrentarse a cualquiera—… Él también se dejó llevar por el sentimiento —dijo en cambio.
Sutton negó con la cabeza.
—Con eso no basta, señorita Hester, y usted lo sabe. Paró la investigación y luego volvió a comenzar, según dice. ¿Está segura de que quiere saber por qué? —preguntó con ternura—. ¿Qué sabe a ciencia cierta sobre él?
Hester no contestó. De nada serviría ponerse a la defensiva y decir que sabía que era buena persona. En realidad no lo sabía, solo lo creía, y lo hacía solo porque Monk lo hacía.
Sutton suspiró.
—¿Seguro que quiere?
Esta vez no discutía, solo aguardaba para darle lugar a echarse atrás, si así lo deseaba.
Pero no tenía sentido; Monk seguiría adelante tanto si ella lo acompañaba como si no. Ahora no lo dejaría correr. Parte de su fe en sí mismo, en su valía como amigo, dependía de que Durban fuera esencialmente el hombre que él suponía. Y si iba a llevarse un chasco, necesitaría de la fortaleza de Hester más que nunca. Si ella se apartaba, Monk se encontraría absolutamente solo.
—Es mejor saber —contestó Hester.
Sutton volvió a suspirar, se terminó el bocadillo sin sentarse y apuró la jarra de sidra.
—Pues entonces es mejor que nos vayamos —dijo con resignación—. Venga, Snoot.
—¿Qué pasa con sus ratas? —preguntó Hester.
—Hay ratas…, y ratas —contestó Sutton enigmáticamente—. La llevaré a ver a Nellie. Lo que ella no sepa no es digno de saberse. Usted sígame, aplique el oído y no abra la boca. Vamos a sitios poco recomendables. Lo suyo sería que no me acompañara, pero sé que insistirá y no tengo tiempo para una discusión que sé que no voy a ganar.
Hester sonrió sombríamente y lo siguió por la calleja, con el perro entre ambos. Se guardó de preguntar cuál era la ocupación de Nellie, y Sutton no le dio más explicaciones.
Tomaron un ómnibus en dirección al este hasta Limehouse. Después de caminar otro medio kilómetro por una maraña de callejones de adoquines, tejados vencidos que casi se tocaban sobre sus cabezas, Hester había perdido por completo el sentido de la orientación. Ni siquiera acertaba a oler la marea creciente del río por encima de los otros olores de la densa aglomeración urbana: las alcantarillas, el humo, el estiércol de los caballos, el nauseabundo dulzor de una fábrica de cerveza cercana.
Nellie era una mujer menuda y aseada vestida de negro, aunque su ropa se había descolorido tiempo atrás en toda una gama de grises. Llevaba una cofia de viuda de encaje y el pelo con absurdos tirabuzones de niña que enmarcaban un rostro arrugado. Tenía los ojos pequeños, entrecerrados para protegerlos de la luz, y, cuando Hester cruzó una mirada con ella casi por accidente, vio que eran tan penetrantes como barrenas. Seguramente era capaz de ver un alfiler en el suelo a veinte pasos.
Sutton no las presentó, se limitó a decir a Nellie que Hester era de fiar, que sabía cuándo hablar y cuándo no.
Nellie gruñó.
—Es igual —dijo de manera cortante—. ¿Qué quieres? —le preguntó a Sutton, ignorando a Hester por completo.
—Me gustaría saber más sobre la Policía Fluvial —contestó Sutton.
—¿Para qué? —Nellie lo miró recelosa—. Nunca se van a cruzar en tu camino.
—Es por un amigo mío —dijo Sutton.
—Si tu «amigo» tiene problemas, más vale que trate con los polis normales —dijo Nelly claramente—. La Policía Fluvial son un atajo de cabrones, pero honrados.
—¿Honrados? —Sutton enarcó las cejas.
—La mayoría —admitió Nellie.
—¿Monk?
—Antes era un poli normal, según dicen. Un desalmado, y muy listo. Se aferra a un caso como un maldito bulldog. —Miró a Snoot, que estaba sentado a los pies de Sutton—. Bulldog —repitió.
—¿Pero honrado? —insistió Sutton.
—Sí. Déjalo en paz. Más vale que no sepa que existes.
—¿Orme?
—Recto cual zanca de escalera —respondió, y aspiró fuerte para despejarse la nariz.
—¿Durban?
—Qué más da. Está muerto. Hizo explotar un barco consigo a bordo.
—¿Pero era honrado?
Nellie ladeó la cabeza y torció la boca como si oliera un huevo podrido.
—Si vas a por Jericho Phillips otra vez es que estás loco. Tenía algo contra Durban, igual que Durban contra él. No sé qué sería, y supongo que mejor que sea así. Aunque me gusta saber cosas. Nunca sabes cuándo pueden ser útiles. Pero alguien tenía bien pillado a Durban; no sé si era el propio Phillips o solo que estaba enterado. Lo que sí sé es que el señor Durban no era ni de lejos el que su querida Policía Fluvial pensaba que era. Tenía secretos, el tipo, y nunca descubrí cuáles eran, así que no merece la pena que me pregunte, señor Sutton, por más que piense que estoy en deuda con usted.
Sutton tuvo que contentarse con eso, al menos en lo que a Nellie atañía. Una vez en la calle no le dijo nada a Hester, aparte de preguntarle si quería continuar.
—¡Faltaría más! —contestó Hester, aunque la angustia se estaba adueñando de ella.
La palabra de una mujer que bien podría ser perista de objetos robados, madame de un burdel o algo peor, no debería mancillar la reputación de un buen hombre. No era la palabra de Nellie lo que la perturbaba, eran sus propios temores a propósito del motivo que empujó a Durban a perseguir tan implacablemente a Phillips para luego, de repente, interrumpir las pesquisas.
¿Y por qué había reabierto el caso, cuando ningún elemento clave había cambiado? Rathbone, con su proverbial talento, había señalado los puntos flacos de su razonamiento, sembrando dudas y preguntas cuyas respuestas necesitaba conocer. Se sentía avergonzada, pero eso no acallaba las voces de su cabeza.
Y sufría por Monk, pues sabía en qué medida la paz interior que por fin había alcanzado se debía a que un hombre como Durban, honesto, sensato y poseedor de una gran fortaleza, le había delegado la tarea que él mismo no podría llevar a cabo. Durban había confiado a Monk el mando de sus hombres, y Monk nunca había sido un buen jefe. Era valiente, inteligente, imaginativo, a veces despiadado, pero hasta entonces no había despertado simpatía. Nunca antes había inspirado lealtad o verdadera confianza.
A lo largo de los años desde que tuviera el accidente, ramalazos de memoria le habían devuelto escenas aisladas, y la deducción había llenado buena parte de los espacios vacíos que quedaban entre ellas. La imagen resultante era la de un hombre que a él no siempre le gustaba. Y resultaba fácil comprender por qué a los demás tampoco.
Se había esforzado mucho en cambiar. Durban era el único hombre que había visto lo mejor de su persona y había depositado su confianza en él. Ahora que Oliver Rathbone se había convertido en un extraño de la noche a la mañana, un hombre a quien ya no entendían, Durban era en mayor medida un factor clave para preservar la confianza, las certidumbres que hacían llevadera la aflicción.
Hester tenía miedo de lo que Monk iba a descubrir sobre él y del daño que le causaría. Por consiguiente, tenía que ser la primera en saberlo; solo así podría protegerlo o, si eso no era posible, al menos caminar a su lado a través de lo que les deparase el futuro.
Siguió a Sutton por el oscuro callejón hacia la siguiente persona a quien interrogaría en su nombre.