Capítulo 11
Monk estuvo enojado mientras permaneció en el estrado, pero una vez que la sesión se hubo levantado hasta el día siguiente, cuando el acaloramiento del antagonismo remitió, sus sentimientos fueron muy distintos. Hester se había marchado con Judith Alberton. Casbolt también había estado presente, pero quizás el sentido del decoro le había impedido estar demasiado cerca de ella.
Otro pensamiento, mucho más desagradable, le asaltó: comenzaba a sospechar que tal vez el propio Alberton había estado envuelto en la venta de las quinientas armas de más a los piratas, que éstos le habían traicionado, y que no había querido ni pensar en la posibilidad de que Judith se enterase. No había querido enfrentarse a tener que mentir, como tampoco había sabido cómo decírselo sin sembrar dudas. Tal vez la intención de Alberton fuese que nunca lo supiera.
¿En qué medida protegía uno a las personas que amaba? ¿Qué era proteger y qué reprimir, negarles el derecho a ser ellas mismas, a tomar sus propias decisiones? A él le molestaría sobremanera ser objeto de semejante protección. Se sentiría menospreciado y tratado como inferior.
En la calle, el sol se iba apagando, pero el aire aún conservaba el calor del día. Los rayos inclinados daban una luz neblinosa y el polvo se levantaba de los adoquines secos formando nubes.
Monk había observado a Breeland desde el estrado de los testigos y se había preguntado qué sentiría, qué emociones se ocultarían bajo su fría apariencia. En ningún momento había conseguido leer sus pensamientos, salvo quizás en el frente de Manassas. Allí, su pasión, su dedicación y su desilusión habían sido manifiestas. Pero era un hombre en extremo reservado. Era muy propenso a hablar de sus ideales para librar a América de la esclavitud pero era incapaz de mostrar emociones humanas más personales. Se diría que todo su fuego estaba en la mente, no en el corazón o la sangre.
¿Era realmente una evasión de los sentimientos verdaderos, una manera de asegurarse que el objeto de su pasión nunca le pidiera algo que él no fuese capaz de dominar, dirigir, evitar que le hiciera daño?
El amor no era así. No admitía elegir lo que uno daba y recibía. Lo había constatado en los ojos de Philo Trace cuando miraba a Judith Alberton. Trace no abrigaba ninguna esperanza de recibir nada más que amistad. Y quizá le habría seguido brindando su ayuda aunque ella le negara incluso eso. Lo de menos era que él pudiese librarse de ese sentimiento, pues no lo había intentado. No había mezquindad en él, ningún exceso de autoestima, al menos en lo que a ella concernía.
Ahora bien, ¿pensaba Monk en Philo Trace o en lo que él mismo había aprendido acerca del amor?
Cruzó la calle y siguió caminando. Pasó por delante de una vendedora de bollos sin apenas reparar en ella.
Él no se había propuesto amar a Hester. Desde el primer momento se había dado cuenta de que ella poseía la facultad de hacerle daño, de exigirle un profundo compromiso que no estaba dispuesto a aceptar. Durante toda la parte de vida que recordaba había evitado semejante pérdida de su libertad.
Aunque finalmente la había perdido. De hecho, Hester se la había arrebatado prescindiendo de si él lo deseaba o no.
Eso no era verdad. Él había decidido abrazar la vida de pleno en lugar de jugar en un extremo escudándose en la mentira de que así conservaba el control, cuando lo único que estaba haciendo era abstenerse de vivir experiencias, huyendo de sí mismo.
Engañarse a uno mismo le parecía tan despreciable como la cobardía.
Paró un coche de punto y dio al conductor su dirección en Fitzroy Street. La decisión estaba tomada; no debía echarse atrás por ningún motivo.
Llevaba casi una hora en casa cuando Hester llegó. Se la veía cansada y asustada. Titubeó incluso antes de quitarse la chaqueta. Era de lino, de ese azul grisáceo que tanto le gustaba. Sus ojos buscaron los de Monk con inquietud.
Él sabía lo que la perturbaba, aparte del miedo por Judith o Merrit Alberton. Era su evasión de los últimos días, la distancia que había interpuesto entre ellos. Ahora tenía que salvarla fuera cual fuese el resultado.
—¿Cómo está la señora Alberton? —preguntó. Las palabras sonaban triviales. Podría haberle preguntado cualquier cosa. Lo importante era que la mirase a los ojos.
Hester percibió la diferencia. Fue casi como la hubiese tocado con la intimidad de otro tiempo. Una sensación cálida se apoderó de él, como si una flor se abriera en su corazón.
—Está asustada por Merrit —contestó—. Espero que Oliver sea capaz de pronunciar un alegato tan contundente como el de Deverill. Ojalá Breeland fuera más afectuoso con Merrit. Se la ve tan sola allí arriba…
Tampoco esta vez eran importantes las palabras, sino la dulzura de sus labios, el hecho de que no apartara sus ojos ni un instante de los suyos.
—Cree en su causa —dijo Monk, deseando más que nada en el mundo eludir aquel momento, que de un modo u otro no existiera—. Puede ver un millón de esclavos y la inmoralidad de su situación, la injusticia y crueldad masivas, pero no se atreve a mirar la soledad o la necesidad de un ser humano que le necesita. Eso es demasiado… personal, demasiado íntimo, demasiado a flor de piel.
Hester desabrochó el imperdible que le sujetaba el sombrero y se lo quitó, sin dejar de mirarle. Le constaba que Monk aún no había llegado al meollo de lo que quería decirle.
—¿Crees que ama a Merrit? —preguntó.
—¿Acaso importa?
Hester no se movió de donde estaba. Sin saber muy bien por qué, se quedó un tanto desconcertada, aunque percibió que él estaba pidiendo razones más profundas que las meras palabras que usaba, o que era una cuestión personal.
—En parte sí —repuso con cautela—. La causa por la que lucha también importa.
—¿Y Philo Trace? —prosiguió Monk—. Está enamorado de Judith. Supongo que te habrás percatado.
Hester esbozó una breve sonrisa.
—Claro que me he percatado. Es tan obvio que hasta ella se ha dado cuenta. ¿Por qué?
—¿Y a ella le importa que sea sudista y luche por los estados esclavistas?
—No tengo la menor idea —repuso Hester—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te cae bien? A mí también.
—Pero tú aborreces la esclavitud…
La mirada de Hester se ensombreció. Sabía que Monk aún no había dicho lo que necesitaba decir pero no adivinaba qué podía ser. ¿Acaso al enterarse se marchitaría la flor? ¿Serían aquellos los últimos segundos en que él la miraría viendo aquella ternura manifiesta y sincera? ¿Podía prolongar ese instante, hacer que durase tanto como para no olvidarlo jamás?
—Sí —convino Hester.
—Descubrí algo sobre mí mismo cuando estuve en el río buscando a Shearer.
Ya no había vuelta atrás.
Hester comprendió por fin. Vio el miedo que lo atenazaba. Anticipó la inminente oscuridad. Nunca olvidaría aquel primer miedo, terrible y asfixiante, que había presenciado en Mecklenburg Square, el horror que por poco lo destruye. Fue el coraje de Hester el que lo empujó a luchar.
Ahora se le acercó y se puso frente a él, tan cerca que olía el perfume de su piel y sus cabellos.
—¿Qué averiguaste? —preguntó, sólo con un levísimo temblor en la voz.
—Encontré a un consignatario que me conocía. El tipo esperaba que me hubiese hecho rico…
Aquello le estaba resultando aún más difícil de lo previsto. Los ojos claros de Hester no dejaban lugar a evasivas ni eufemismos. Si ahora mentía nunca más podría recuperar lo perdido.
—¿Siendo policía?
Monk palideció; sintió un nudo en la garganta. Sin duda ella pensaba en corrupción, pero meneaba la cabeza, negando semejante posibilidad.
—¡No! —exclamó Monk—. Antes de eso. Como banquero.
Hester no le entendió. Había llegado el momento de dejarse de rodeos y hablar claro, con palabras que no cupiera malinterpretar.
—Haciendo negocios con hombres que habían hecho fortuna con la trata de esclavos… y al parecer yo lo sabía. —Tenía que decirlo todo. Sería más fácil ahora que volver a sacar el tema más adelante—. Llevaba negociaciones para Arrol Dundas, mi mentor. No sé si le conté de dónde procedía el dinero… Tal vez le engañé.
Hester permaneció callada por un momento. El tiempo pareció hacerse eterno.
—Vaya… —dijo por fin—. ¿Por eso has estado tan… ausente… estos últimos días?
—Sí…
Quería que supiera cuan avergonzado estaba; necesitaba hacérselo saber, pero las palabras estaban demasiado trilladas. Ninguna de ella significaba lo bastante para describir el amargo yugo del remordimiento ahora que se había permitido perder el honor. Había degradado su valía.
Hester sonrió, aunque con los ojos llenos de tristeza. Levantó una mano y le tocó la mejilla. Fue un gesto tierno. No desechaba lo que había hecho, ni lo excusaba, pero lo devolvía al pasado.
—Ya has mirado bastante hacia atrás —dijo en voz baja—. Aunque te aprovecharas, eso ya es agua pasada.
Monk deseaba besarla, estar tan juntos como dos personas puedan estarlo, estrecharla en sus brazos y sentir la fuerza de su respuesta; pero él había abierto la brecha y le correspondía a Hester salvarla, de lo contrario nunca estaría seguro de que ella lo hubiese deseado, de no haber precipitado las cosas.
Hester le miró un rato más, sopesando lo que él pensaba, hasta darse por satisfecha. Sus ojos rebosaron ternura y, sonriendo, lo abrazó y le dio un beso en la boca.
El alivio invadió a Monk como una cálida y dulce marea. Jamás había estado tan agradecido de nada en la vida. Respondió de todo corazón.
Rathbone comenzó su defensa cuando el juicio se reanudó por la mañana. Hacía gala de una confianza que distaba mucho de sentir. Seguía sin haber rastro del paradero de Shearer. Naturalmente, con sus contactos en el mundillo del transporte podía encontrarse en cualquier lugar de Europa, o, ya puestos, del mundo.
Pero el jurado quería a un persona que pudiera ver y cuya culpabilidad le fuese demostrada, no una alternativa razonable que no era más que un nombre.
Debía reparar el daño que había hecho Deverill, la impresión emocional que había creado en las mentes de sus miembros. Empezó llamando al estrado a Merrit. La observó cruzar la sala. Todos los presentes debieron de percatarse de lo nerviosa que estaba. Se notaba en la palidez de su rostro, en el leve tropiezo al subir al estrado y en el temblor de su voz al prestar juramento.
Hester volvía a estar sentada al lado de Judith. Monk había prestado declaración y era libre para seguir buscando más información acerca de Shearer, cualquier cosa, por pequeña que fuera, mientras demostrara la teoría de que había planeado el robo y el asesinato a solas, sabiendo que iba a vender las armas a Breeland pero sin que éste tuviera conocimiento previo.
Rathbone fue conduciendo amablemente a Merrit a lo largo de su historia, remontándose en los acontecimientos hasta el día de los asesinatos. No quería mencionar el tema de su trato anterior a fin de que Deverill no aprovechara para dar a entender que si Breeland le había hecho la corte había sido puramente como medio para corromperla y conseguir que le ayudara a hacerse con las armas. No le costaría gran cosa, dada su lealtad para con él, su pasión contra la esclavitud, lo mucho que ya se había comprometido con la causa aunque ahora lo quisiera retirar.
Judith, que estaba sentada al lado de Hester, echaba el cuerpo un poco hacia delante con las manos, enfundadas en guantes de encaje negro, cruzadas en el regazo. Escuchaba sin perder palabra, observando cada gesto, cada expresión del rostro. Hester sabía que buscaba significados, esperanza, forcejeando con el miedo, intentando desentrañar el futuro. Había pasado por lo mismo un sinfín de veces.
Al otro lado de Judith, Robert Casbolt, que ya había declarado, le brindaba su silencioso apoyo. Era demasiado prudente para pronunciar palabras carentes de significado. Todo estaba en el aire. Todo dependía de Rathbone y de Merrit.
—A última hora de la tarde discutió con su padre —iba diciendo Rathbone, mirando a Merrit en lo alto del estrado—. ¿Por qué fue, exactamente?
Merrit carraspeó.
—Porque iba a vender armas a los confederados en lugar de a la Unión —contestó—. Yo creía que él había de tener manera de librarse de la obligación de venderlas al señor Trace aunque hubiese prometido hacerlo; que debía devolver al señor Trace el dinero que éste había pagado como anticipo.
—¿Aún tenía ese dinero? —preguntó Rathbone con curiosidad.
—¿Eh? —Resultó evidente que a Merrit nunca se le había ocurrido aquella posibilidad—. No lo sé. Supuse que…
—¿Qué no había pagado las armas con él? —preguntó Rathbone—. Pero él no fabricaba armas, ¿verdad?
—No…
—Entonces quizá pudo ser.
—Bueno… Supongo… Pensaba que primero las compraba. —Merrit miró involuntariamente hacia Casbolt al decirlo, y luego a Rathbone—. Pero si aún debía algo, estoy segura que habría hallado el modo… Quiero decir que cuando Lyman…, el señor Breeland, pagara la totalidad del precio acordado, como iba a hacer, mi padre podría abonar todo lo que debiera.
Lo dijo confiada, segura de tener la solución.
—Siempre y cuando Breeland dispusiera de ese dinero —apuntó Rathbone.
Hester sabía muy bien lo que estaba haciendo Rathbone: exhibir ente el jurado la confianza de Merrit, su ingenuidad y su clara creencia en que los tratos eran legítimos. Lo que aún no veía era cómo iba a librar a Breeland de la sospecha de engaño.
—¡Pero si lo tenía! —exclamó Merrit—. Pagó al contado al señor Shearer, en Euston, a la entrega de las armas.
—¿Lo vio usted? —inquirió Rathbone.
—Pues…, no. Yo estaba en el vagón. Pero el señor Shearer no entregaría las armas sin recibir a cambio del dinero, ¿no cree?
Aquello no fue una pregunta sino un desafío.
—Lo veo muy improbable —repuso Rathbone con una sonrisa—. Pero volvamos a las discrepancias con su padre, por favor. Usted le acusó de estar a favor de la esclavitud, ¿no es así?
Merrit puso cara de avergonzada.
—Sí. Ahora desearía no haber dicho esas cosas, pero entonces las creía. Estaba terriblemente enojada.
—¿Creía también que Lyman Breeland quería adquirir las armas para una muy noble causa mucho más honorable que la del señor Trace?
—Lo creía y lo creo —respondió Merrit, adelantando el mentón—. He estado en América. Presencié una batalla terrible. Vi… —Tragó saliva—. Vi muchos hombres muertos. Hasta entonces no sabía que fuese tan espantoso. Hasta que no ves una batalla, la oyes, la hueles… no tienes ni idea de cómo son realmente. No sabemos ni por asomo lo que nuestros soldados aguantan por nosotros.
Un rumor de reconocimiento, de sobrecogimiento incluso, recorrió la sala.
Rathbone permitió que el jurado contemplara las muestras de remordimiento de la muchacha el tiempo justo para que no pareciera que lo hacía adrede y continuó.
—Después de la disputa, ¿adonde se dirigió, miss Alberton?
—Subí a mi dormitorio, recogí cuatro efectos personales, artículos de tocador, un traje para cambiarme, y me fui de casa —contestó.
—¿Un traje? —Rathbone sonrió—. ¿Es que llevaba puesto un vestido de noche?
—Me había vestido para la cena —corrigió Merrit— pero no era ropa adecuada para viajar, claro.
Deverill se mostró exageradamente cansado.
—Señoría…
—Pues sí tiene importancia —dijo Rathbone sonriendo. Se volvió hacia Merrit—. ¿Y entonces fue al domicilio del señor Breeland?
Merrit se ruborizó un poco.
—Sí.
—Tuvo que ser un momento muy emotivo para usted; debió de exigirle coraje y determinación.
—¡Señoría! —protestó otra vez Deverill—. No dudamos que miss Alberton posee un coraje extraordinario. Cualquier intento por despertar nuestra compasión…
—Esto no tiene nada que ver con el coraje ni con la compasión, señoría —lo interrumpió Rathbone—. Es puramente práctico.
—Me alegra oírselo decir —dijo el juez ásperamente—. Proceda.
—Gracias. Miss Alberton, ¿qué hizo nada más llegar al domicilio del señor Breeland?
Merrit se mostró confusa.
—¿Conversaron? ¿Comieron algo, quizá? ¿Se cambió de ropa poniéndose la que llevaba consigo?
—Bueno… hablamos un poco, claro, luego él salió un momento para que yo me cambiara de ropa.
Deverill murmuró algo entre dientes.
—¿Y el reloj? —preguntó Rathbone.
De pronto se hizo un silencio absoluto en la sala.
—Yo… —Se puso muy pálida.
Deverill estaba a punto de interrumpir otra vez.
Rathbone se preguntó si debía recordar a Merrit que había jurado decir la verdad, pero temía que ésta considerara la verdad un precio muy razonable para no traicionar a Breeland.
—¿Miss Alberton? —apremió el juez.
—No me acuerdo —repuso Merrit, mirando a Rathbone.
Supo que mentía. Justo en ese momento lo había recordado con toda claridad, pero no iba a decirlo. Cambió de tema.
—¿Esperaba el señor Breeland su llegada, miss Alberton?
—No. No… Se sorprendió mucho al verme. —Volvió a sonrojarse. Era plenamente consciente del hecho de haberse presentado sin ser invitada.
Al advertir lo incómoda que estaba, Hester supuso que Breeland no la había recibido como cabía esperar de un amante, sino más bien como un muchacho desprevenido que se ve obligado a cambiar de planes a toda prisa. Confió en que eso no pasara inadvertido al jurado.
Rathbone estaba muy elegante, con la cabeza un poco ladeada y la brillante cabellera rubia.
Hester levantó la vista hacia Breeland. También él se mostraba cohibido e incómodo, aunque no resultaba tan fácil saber por qué razón.
—Entiendo. Y una vez se hubieron saludado, le hubo explicado el motivo de su presencia allí y él le permitiera cambiarse de ropa, ¿qué hicieron? —preguntó Rathbone.
—Hablamos de lo que íbamos a hacer —respondió Merrit—. ¿Es preciso que repita lo que dijimos? No estoy muy segura de recordarlo.
—No será necesario. ¿Permanecieron juntos todo el rato?
—Sí. No fue mucho tiempo. Poco antes de medianoche llegó un recadero con una nota que decía que mi padre había cambiado de parecer y finalmente estaba dispuesto a vender las armas a Lyman, y que debíamos ir enseguida a la estación de Euston Square con el dinero.
—¿Quién escribió esa nota?
—El señor Shearer, el agente de mi padre.
—Me figuro que se debió de sorprenderle. Al fin y al cabo, pocas horas antes su padre se había negado en redondo, insistiendo en que le era imposible cambiar de parecer. Se trataba de una cuestión de honor —señaló Rathbone.
—Sí, claro que me sorprendí —convino Merrit—. Pero me alegré tanto que no puse nada en duda. Significaba que por fin había entendido la justicia de la causa de la Unión; había optado por el bando acertado. Pensé que igual… que igual la disputa le había hecho pensar…
Rathbone sonrió, contrito.
—Así pues, ¿fue a la estación con el señor Breeland?
—Sí.
—¿Tendría la bondad de describirnos ese viaje, miss Alberton?
Paso a paso, sin omitir detalle, ella le complació. El tribunal levantó la sesión para ir a comer y la reanudó. A media tarde, cuando hubo finalizado su relato, todos los que todavía escuchaban podían muy bien sentirse como si ellos mismos hubiesen efectuado el viaje en tren hasta Liverpool, luego alojarse en una pensión antes de embarcarse en un vapor y cruzar el Atlántico.
—Gracias, miss Alberton. Permítame insistir, sólo para cerciorarme de que no la hemos malinterpretado: ¿dejó de estar en compañía del señor Breeland en algún momento durante la noche en que murió su padre?
—No, rotundamente no.
—¿Y vio usted a su padre después de marcharse de casa, o fue a algún lugar cercano al almacén de Tooley Street?
—¡No!
—Una cosa más, miss Alberton…
—¿Sí?
—¿Vio en persona a Shearer en la estación de Euston Square? Me figuro que le conoce de vista.
—Sí, le conozco. Le vi sólo un momento, hablando con un vigilante.
—Entendido. Gracias. —Rathbone se volvió hacia Deverill, invitándole a iniciar su turno.
Deverill lo meditó cuidadosamente, quizá más para poner a prueba a Rathbone que por auténtica indecisión. Merrit había dejado más que claro que defendería a Breeland a toda costa y, cuanto más lo hacía, más se granjeaba el respeto del jurado, tanto si sus miembros la creían como si no. No pensaban que mintiera, salvo quizás a propósito de lo de dejar el reloj en el domicilio de Breeland, aunque no sería de extrañar que la vieran embaucada y utilizada por un hombre indigno de ella. Perdería su apoyo si insistía en hacerlo aún más evidente.
Fue una noche difícil. La tensión impedía dormir a pesar del agotamiento. Monk había pasado todo el día pateándose el río, y pensaba seguir al día siguiente, decidido a encontrar algo. Hester no pidió que le resumiera sus progresos; debía mantener viva la esperanza, por el bien de Judith.
El viernes, Rathbone llamó a Lyman Breeland al estrado. Se trataba de la apuesta más peligrosa de toda la defensa, pero no tenía alternativa. No llamar a Breeland habría puesto de manifiesto sus temores, no sólo ante Deverill sino, peor aún, ante el jurado. Deverill le habría sacado todo el jugo en su recapitulación final.
A Rathbone le habría gustado, por encima de todo, separar a Merrit de Breeland en las mentes del jurado, incluso en cuanto a cargos legales, pero aquello era moralmente imposible. Ya había ido demasiado lejos con el asunto del reloj. Se había comprometido a defender a Breeland y eso era lo que haría dando lo mejor de sí mismo.
Muy erguido en el estrado de los testigos, Breeland juró decir la verdad y dio su nombre y rango en el ejército de la Unión.
Rathbone le hizo exponer sucintamente los hechos y el motivo de su viaje a Inglaterra. No le preguntó por qué estaba dispuesto a llegar tan lejos en nombre de su causa; le constaba que de todos modos Breeland lo diría de forma espontánea y con una pasión que nadie dejaría de advertir, tanto si le querían creer como si no.
—¿Y se presentó ante Daniel Alberton con la esperanza de adquirir las armas que necesitaba? —preguntó Rathbone, mirando a Breeland a los ojos, instándole a dar respuestas breves. Que además fuesen respetuosas ya no le cabía esperarlo, pese a sus esfuerzos por convencer a Breeland de que suscitar la antipatía de todos en ese momento podía costarle la vida, tan precario era el equilibrio. Breeland había respondido simplemente que era inocente y que eso debería bastar.
Rathbone ya había tratado con mártires antes. Resultaban agotadores y rara vez atendían a razones. Tenían una única visión del mundo y no escuchaban lo que no querían oír. En algunos aspectos su dedicación era admirable. Tal vez fuese el único modo de conseguir ciertos objetivos, nobles sin duda, aunque dejando un rastro de restos detrás. Rathbone no estaba dispuesto a que Merrit Alberton pasara a formar parte de lo destruido por Breeland.
Breeland convino con inesperada parquedad que en efecto había ido a ver a Alberton con la esperanza de comprar armas y que al topar con su resistencia y enterarse de que el motivo era su compromiso previo con Philo Trace, había hecho lo posible para que Alberton cambiara de parecer, convenciéndole de la superioridad moral de la causa de la Unión.
—¿Y durante ese tiempo conoció a miss Alberton?
—Sí —respondió Breeland, y una chispa de afecto iluminó por fin su rostro—. Es una persona muy piadosa y honorable. Comprendió la causa de la Unión y la abrazó de inmediato.
Rathbone hubiese preferido que lo expusiera con un poco más de romanticismo, aunque aquello era bastante mejor de lo que había previsto. Si no quería que sus emociones parecieran postizas, debía tener mucho cuidado en no insinuar las respuestas a Breeland.
—¿Descubrió que compartían valores y creencias importantes para ambos?
—Sí. Mi admiración hacia ella fue mayor de lo que nunca hubiese esperado sentir por una mujer tan joven y poco familiarizada con la realidad de la esclavitud y sus males. Posee un extraordinario don para la compasión.
Su expresión se suavizó al decirlo y por primera vez apareció algo semejante a una sonrisa en sus labios.
Rathbone suspiró aliviado. Los rostros de los miembros del jurado se relajaron. Por fin veían al ser humano, al hombre enamorado con quien se podían identificar, no al fanático.
No miró a Merrit, aunque imaginó su mirada, su expresión.
—Pero pese a todo cuanto usted y miss Alberton hicieron para que diera su brazo a torcer —prosiguió—, el señor Alberton no se avino a faltar a la palabra dada al señor Trace y venderle las armas a usted. ¿Por qué no se limitó a acudir a otro proveedor?
—Porque él tenía las mejores armas modernas disponibles de inmediato, y en cantidad. No podía permitirme esperar.
—Entiendo. ¿Y qué planes hizo como resultado de esa situación, señor Breeland?
Breeland se mostró levemente sorprendido.
—Ninguno. Confieso que estaba muy enojado por su ceguera. Parecía incapaz de ver que había en juego algo mucho más importante que la reputación del negocio de un hombre. —Su voz recobró la acostumbrada seriedad, y dirigió toda su atención a Rathbone. Fue como si Merrit hubiese desaparecido de su mente. Se inclinó un poco hacia delante, por encima de la barandilla del estrado—. Era muy estrecho de miras, sólo veía que había dado su palabra y lo que Philo Trace pensaría de él. Carecía por completo de imaginación. No importaba lo que le contara sobre los males de la esclavitud. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Y ninguno de los caballeros aquí presentes tiene la menor idea del cáncer que supone para el alma humana el ver a seres humanos tratados con menos dignidad que el ganado de un buen granjero.
Su voz vibró con el fuego de la ira; el rostro se le encendió. Rathbone vio claramente por qué Merrit se había enamorado de él. Lo que resultaba menos fácil de ver era qué ternura o paciencia era capaz de darle a cambio, qué risas o tolerancia o simple alegría de vivir, qué gratitud por las cosas pequeñas; por encima de todo, quizá, qué perdón por sus fracasos y qué comprensión de sus necesidades. La debilidad no le inspiraba compasión.
Ahora bien, Breeland tenía cuarenta y tantos años; Merrit dieciséis. Tal vez aún le quedasen muchos años por delante antes de caer en la cuenta del valor de esas cosas. Ahora Breeland era un héroe, y héroes era lo que ella quería. Conocía sus puntos vulnerables y lo amaba tanto más a causa de ellos. No veía sus limitaciones.
—Hemos oído que discutió con el señor Alberton la noche de su muerte y que al salir de su casa le dijo que usted al final vencería, hiciera él lo que hiciese. ¿Qué quiso decir con eso, señor Breeland?
—Pues que la causa de la Unión era justa y que al final prevalecería contra cualquier ignorancia o interés egoísta —respondió Breeland claramente, como si la respuesta hubiese tenido que resultar obvia—. No fue una amenaza, sino una simple afirmación de la verdad. ¡No hice ningún daño al señor Alberton y pongo a Dios por testigo!
Rathbone mantuvo la voz calmada, casi con total naturalidad, como si apenas hubiese oído la negación de Breeland ni la pasión que le embargaba.
—¿Adonde fue al salir de casa del señor Breeland?
—Volví a la mía.
—¿Solo?
—Por supuesto.
—¿Llegó a algún acuerdo con miss Alberton para que se reuniera con usted?
Breeland abrió la boca para responder instintivamente pero cambió de parecer. Tal vez recordó la advertencia de Rathbone en cuanto a las simpatías del jurado.
—No —dijo con gravedad—. No abrigaba el menor deseo de interponerme entre miss Alberton y su familia. Mis intenciones para con ella fueron siempre honestas.
Rathbone sabía que pisaba un terreno peligroso, lleno de escollos. Deseó haber podido evitar preguntar al respecto, pero la omisión habría resultado tan flagrante que de no hacerlo habría provocado un daño todavía mayor.
—Así pues, fue a su domicilio. Señor Breeland, por la razón que fuera, ¿le devolvió miss Alberton el reloj que usted le regaló como recuerdo?
Breeland no titubeó.
—No —respondió Breeland sin inmutarse ni titubear.
Rathbone no tenía intención de mirar al jurado pero aun así lo hizo y vio la frialdad de sus rostros. Creían a Breeland, mas no por ello lo apreciaban. De un modo muy sutil había agrandado el abismo que le separaba de Merrit. La lealtad de la muchacha era para con él; la de Breeland para con su causa. Lo enervante no era lo que había dicho sino la manera de decirlo, y quizá también lo que dejaba sin decir.
—¿Tiene alguna idea acerca de cómo llegó el reloj hasta Tooley Street? —preguntó Rathbone.
—En absoluto —respondió Breeland—. Salvo que no se le cayó a miss Alberton, y tampoco a mí. Ella llegó a mi apartamento hacia las nueve y media y permaneció allí conmigo hasta que nos marchamos poco antes de medianoche, cuando recibimos la nota de Shearer diciendo que el señor Alberton había cambiado de parecer y finalmente estaba dispuesto a vender las armas a la Unión. Entonces salimos juntos y nos dirigimos a la estación de Euston Square, y de allí a Liverpool.
Resumió la historia en unas pocas frases, de modo que Rathbone se encontró sin poder hacerle decir todo lo que quería, pero fue una declaración espontánea, pronunciada con tanta intensidad que quizá fuese mejor que una serie de respuestas cuidadosamente guiadas.
—¿Le sorprendió recibir esa nota de Shearer? —comenzó Rathbone, dándose cuenta que Deverill se ponía de pie—. Mis disculpas, señoría —agregó enseguida—. ¿La nota que supuestamente le envió Shearer?
—Me quedé atónito —reconoció Breeland.
—¿Y no la puso en duda?
—No. Sabía que mi causa era justa. Creí que Alberton por fin lo había comprendido y también que el asunto de la abolición de la esclavitud era mucho más importante que un acuerdo comercial o que la reputación y el honor de un solo hombre. Lo cierto es que me admiró.
Reinaba un silencio absoluto en la sala. Rathbone sintió como si una especie de oscuridad le cayera encima. Inspiró con dificultad. En un abrir y cerrar de ojos Breeland había expuesto escuetamente su filosofía, demostrando una indiferencia por el individuo que fue como un jarro de agua fría, un camino cuyo final se desconocía.
Rathbone miró al jurado y constató que sus miembros no percibían plenamente lo que Breeland acababa de decir, pero Deverill sí. El triunfo brillaba en sus ojos.
Rathbone oyó su propia voz en la sala de altos techos como si fuera la de otra persona, con un eco extraño. Tenía que seguir adelante, acabar hasta la última palabra.
—¿Mostró la nota a miss Alberton?
—No. No había razón para ello. Lo importante era hacer el equipaje con mis pocas pertenencias y marcharse cuanto antes. Nos concedía muy poco tiempo para llegar a la estación de Euston Square. —Breeland no se dio cuenta de que hubiera ningún cambio. No alteró su expresión, como tampoco el porte, las manos agarradas a la barandilla, la confianza de la voz—. Le dije lo que ponía y se sintió rebosante de alegría…, naturalmente.
—Sí, naturalmente —repitió Rathbone.
Detalle tras detalle fue llevando a Breeland a través del viaje a la estación, la descripción del lugar, de los vigilantes, del propio Shearer, del tren y de los pasajeros con los que compartió vagón. Coincidió con la descripción de Merrit de forma tan franca que por un momento Rathbone vio renovadas sus esperanzas. Todos los acontecimientos y personas eran reconocibles como los que había visto ella y, sin embargo, con una percepción bastante distinta, un distinto uso de palabras que dejaba claro que no era algo que hubiesen copiado o ensayado.
Incluso advirtió que un par de miembros del jurado asentían con la cabeza, como aceptando su sinceridad. Tal vez ellos también habían efectuado el viaje de Euston a Liverpool y sabían que lo que Breeland contaba era verdad.
Por la tarde le hizo referir más sucintamente el viaje a través del Atlántico y la breve estancia en América.
Deverill lo interrumpió para preguntar si algo de aquello era relevante.
—Señoría, no dudo que el señor Breeland compró las armas para el ejército de la Unión, como tampoco que cree con fervor en su causa. No es difícil comprender que un hombre desee abolir la esclavitud en su propia tierra o en cualquier otra. Tampoco dudamos que combatiera en Manassas, probablemente con valentía, como hicieron tantos otros. —Bajó la voz y añadió—: Que estaba dispuesto a pagar cualquier precio por la victoria de la Unión resulta trágicamente claro. Que sacrificara a terceros para ello es el fundamento de los cargos imputados.
—No me propongo demostrar eso —rebatió Rathbone, sabiendo que no decía toda la verdad y que Deverill también lo sabía—. Mi deseo era demostrar que el trato brindado a miss Alberton siempre fue honorable y sin reservas, incluso cuando Monk y Trace estaban en Washington, porque sabía que era inocente de todo crimen y no tenía motivos para temerlos.
Deverill sonrió.
—Mis disculpas —dijo—. Se había apartado tanto del asunto que ya no sabía cuál era su propósito. Continúe, por favor.
Rathbone estaba zozobrando y ambos lo sabían. Pero ahora no podía batirse en retirada. Condujo a Breeland por su enfrentamiento con Monk y Trace en el campo de batalla y su aceptación de regresar a Inglaterra.
—¿No opuso resistencia?
—No. Hay muchos hombres capaces de luchar en el frente en América —contestó Breeland—. Sólo yo puedo responder aquí de mis actos y luchar por la causa moral convenciendo a los ciudadanos de Inglaterra de que nuestra causa es justa y nuestra conducta honorable. Compré armas abiertamente y pagué un precio justo por ellas. La única persona a quien engañé fue Philo Trace, pero eso forma parte de las vicisitudes de la guerra. Él esperaría eso de mí, como yo de él. Somos enemigos, aunque nos tratemos con educación si coincidimos por casualidad en Londres. No somos bárbaros. —Carraspeó para aclararse la voz—. No tengo miedo de responder de mis actos ante un tribunal y deseo que piensen en mi pueblo como en los hombres valientes que son. —Adelantó un poco el mentón, mirando fijamente al frente—. Llegará un momento en que tendrán que elegir entre la Unión y la Confederación. Esta guerra no terminará hasta que un bando haya destruido al otro. Daré todo lo que poseo, mi vida, mi libertad si es preciso, para asegurarme que es la Unión la que sale victoriosa.
Rathbone levantó la vista hacia Merrit y vio una expresión de orgullo en su rostro, aunque le costaba un esfuerzo. Pensó que también veía una sombra cada vez más oscura de soledad.
Se oyó un levísimo murmullo de elogios en el fondo de la sala, acallado de inmediato.
La sonrisa de Deverill se ensanchó, aunque no sin una chispa de incertidumbre. Quería que el jurado pensara que estaba confiado, quizá que percibía algo que a ellos se les escapaba. Era un juego de farol y doble farol.
Rathbone también sabía cómo jugarlo. De momento era cuanto tenía.
—Me cuesta imaginar que algún hombre no comparta sus sentimientos —dijo—. No es nuestra guerra, aunque nos entristece la situación de su país y abrigamos profundas esperanzas de que se alcance una solución mejor que la masacre de los ejércitos y la devastación de la tierra. No es nuestro deseo privar de libertad a un hombre inocente que sirve a su pueblo en una causa como ésta. —Hizo una breve reverencia, como si la lucha contra la esclavitud fuese el asunto en tela de juicio.
Su logro fue efímero. Deverill se levantó para verificar la declaración de Breeland, caminando con cierta arrogancia hasta el centro de la sala. Empezó con amplio y dramático gesto.
—Señor Breeland, habla con una gran pasión sobre la causa de la Unión. Ninguno de los presentes duda lo más mínimo de su dedicación a ella. ¿Sería cierto decir que para usted es más importante que cualquier otra cosa?
Breeland le miró a los ojos.
—Sí, lo sería —respondió en tono de orgullo.
Deverill meditó por un momento.
—Le creo, señor. No estoy seguro de poder ser tan incondicional, yo mismo…
Rathbone sabía lo que venía a continuación. Incluso consideró la posibilidad de interrumpir, distraer al jurado unos instantes señalando que lo que Deverill había dicho no era una pregunta y además no hacía al caso. Pero sólo conseguiría retrasar lo inevitable. Pondría de relieve que no quería que Breeland contestara. Permaneció sentado.
—Pienso… —prosiguió Deverill, volviéndose un poco para levantar la vista hacia Merrit—. Pienso que en lugar de defender la justicia de mi causa, y mi propia inocencia, habría intentado declarar mi amor por una muchacha que lo había abandonado todo, hogar, familia, seguridad, incluso su propio país, para seguirme a una tierra extraña, sumida en una guerra civil… y dedicar mis energías a hacer todo lo posible para evitar que la ahorcaran por mis crímenes, a los dieciséis años de edad… apenas puede decirse que sea una mujer; está empezando a vivir…
El efecto fue devastador. Breeland se puso rojo como un tomate. La ira y la vergüenza lo consumían.
Merrit estaba pálida de tanto sufrir. Quizá nunca más en su vida volvería a enfrentarse a tan terrible constatación de hechos, a semejante humillación.
Judith inclinó despacio la cabeza, como dándose por vencida.
Philo Trace torcía los labios reconcomido por una piedad que no podía permitirse manifestar.
Casbolt también miraba a Judith.
Los miembros del jurado se dividían entre quienes observaban a Merrit y quienes no lo hacían. Algunos deseaban concederle intimidad desviando la mirada, como si hubiesen importunado involuntariamente a alguien sorprendido desnudo en un acto íntimo. Otros lanzaban miradas iracundas a Breeland sin disimular su desdén. Dos miraron a Merrit con profunda compasión. Tal vez tenían hijas de su misma edad. No había condena en sus rostros.
Rathbone se obligó a recordar que tenía a su cargo tanto la defensa de Breeland como la de Merrit. No podía aprovecharse de aquello y dejar que ahorcaran a Breeland para conseguir la absolución de Merrit, aunque en ese momento deseó poder hacerlo.
Deverill no tuvo que agregar nada más. Fueran cuales fuesen los hechos, incluso los que no podía rebatir, había aniquilado cualquier acto de clemencia. El jurado querría condenar a Breeland, no ya por los asesinatos, sino por ser incapaz de amar.
Mientras Rathbone batallaba en la sala del tribunal, Monk intentaba seguir el rastro de los actos de Shearer la noche de la muerte de Alberton y los días inmediatamente anteriores. El único modo de absolver a Breeland de los cargos sería demostrar que no había conspirado con Shearer. La hora de la discusión en la casa de Alberton, de la entrega de la nota en el domicilio de Breeland y la de su llegada a la estación de Euston Square hacían imposible que hubiese estado en Tooley Street, pero no demostraban que no hubiese sobornado deliberadamente a Shearer para que cometiera los asesinatos o que al menos hubiese conspirado con él para aprovecharse de la situación.
Empezó nuevamente sus pesquisas en Tooley Street, interrogando a los empleados del almacén. Hacía un día caluroso y polvoriento, con un viento racheado que se arremolinaba sobre los adoquines.
—¿Cuándo vio a Shearer por última vez? —preguntó Monk al hombre de pelo rubio rojizo con quien ya había hablado la vez anterior.
El hombre arrugó el rostro al concentrarse.
—No estoy seguro del todo. Estuvo aquí un par de días antes de eso. Intento recordar si estuvo aquí el mismo día. Creo que no. De hecho, estoy seguro porque nos llegó un buen cargamento de teca y no había razón para que él anduviera por aquí. No sé dónde estaría pero Joe igual lo sabe. Voy a preguntarle. —Dejó a Monk esperando al sol mientras iba a hacerlo—. Estaba en Seven Sisters —dijo al regresar—. Fue a ver a un tratante de roble. No veo que tenga nada que ver con las armas.
Monk tampoco lo veía, pero aun así se había propuesto seguir todos los movimientos de Shearer.
—¿Sabe el nombre de la empresa que fue a ver en Seven Sisters?
—Bratby y algo más, me parece —respondió Bert—. Una firma importante, según dijo. Está en High Street o muy cerca. ¿Qué tiene esto que ver con la muerte del pobre señor Alberton? En Bratby se dedican a la madera, el mármol y cosas así, no a las armas.
—Me gustaría saber dónde estuvo Shearer desde entonces en adelante —dijo Monk con franqueza. No había motivo para andarse con evasivas—. Estuvo en la estación de Euston Square para entregar las armas a Breeland poco después de las doce y media de la noche, y está claro que nadie le ha visto desde entonces.
—¿Dónde está, pues?
—Me encantaría saberlo. ¿Qué aspecto tiene?
—¿Shearer? Es un tipo muy normal, la verdad. Alto como usted, o igual un poquito menos. Flaco. No mucho pelo, más bien oscuro. Tiene los ojos verdes, eso sí es diferente, y una peca en la mejilla, por aquí. —Indicó dónde, tocándose el pómulo con el dedo—. Y muchos dientes.
Monk le dio las gracias y tras unas pocas preguntas más que no añadieron nada valioso, se marchó y pasó la siguiente hora y media en un coche de punto que le llevó hasta Seven Sisters. Encontró las oficinas de Bratby & Alian en una bocacalle de la calle principal.
—¿El señor Shearer? —dijo el dependiente, pasándose una mano por el pelo—. Sí, claro que le conocemos, y bastante. ¿De qué se trata, señor, si me permite preguntarlo?
Monk ya tenía preparada una respuesta.
—Me temo que hace varias semanas que nadie sabe de él y nos preocupa que haya podido ocurrirle algo malo —contestó con gravedad.
El dependiente no dio muestras de inquietarse demasiado.
—Lástima —dijo con laconismo—. Ya se sabe, la gente que trabaja en el río sufre accidentes. No estoy seguro de qué día fue pero puedo consultar mis libros si así lo desea.
—Sí, por favor.
El empleado se puso el lápiz en la oreja y fue a hacer lo dicho. Regresó al cabo de poco rato llevando un libro de contabilidad.
—Aquí lo tiene —dijo, poniéndolo encima de la mesa. Señaló con un dedo manchado de tinta y Monk leyó. Era evidente que Shearer había estado en Bratby & Alian el día anterior a la muerte de Alberton, hasta bien entrada la tarde, negociando las condiciones de una venta de madera y la posibilidad de transportarla al sur de la ciudad de Bath.
—¿A qué hora se marchó de aquí? —preguntó Monk.
El empleado lo pensó un momento.
—A eso de las cinco y media, según recuerdo. Sospecho que ahora querrá saber adonde fue luego.
—¿Lo sabe usted?
—No, pero creo que podría darle una pista.
—Se lo agradecería.
—Bueno, iría a una casa de transporte por carro que no estuviera lejos de aquí. Es lo más lógico, ¿no cree?
El empleado estaba satisfecho con su condición de experto; era algo que alentaba su autoestima de forma más que evidente.
Monk apretó los dientes.
—Desde luego.
—Y no hay muchas que vayan tan lejos como a Bath —continuó el empleado—. Así que si yo fuese usted, probaría en Cummins Brothers, un poco más abajo en esta misma calle. —Señaló a su izquierda—. Aunque también está B. & J. Horner hacia el otro lado. Y, por supuesto, la más importante, Patterson, aunque eso no significa que sea la mejor, y al señor Shearer le gusta lo mejor. No está para tonterías. Es un tipo duro pero justo…, más o menos.
—Entonces, ¿cuál es la mejor? —preguntó Monk con paciencia.
—Cummins Brothers —respondió el empleado sin titubear—. Son caros pero de fiar. Pregunte por el señor George, es el jefe, y el señor Shearer siempre va a lo más alto. Como le he dicho, es un tipo duro pero muy bueno en los negocios.
Monk le dio las gracias y le pidió indicaciones exactas para llegar al local de Cummins Brothers. Una vez allí solicitó ver al señor George Cummins. Le hicieron esperar casi media hora antes de acompañarle a un pequeño despacho muy bien amueblado. George Cummins estaba sentado a su escritorio, con la luz brillando en su ralo pelo blanco y el rostro surcado de arrugas que le conferían un aire elegante.
Monk se presentó sin evasivas y le contó con franqueza el motivo de su visita.
—Shearer —dijo Cummins sorprendido—. ¿Desaparecido, dice? Eso sí que no me lo esperaba. Parecía de muy buen humor la última vez que le vi. Confiaba obtener grandes beneficios de un trato importante. Algo relacionado con América, me parece.
Monk notó que se le despertaba el interés. Se controló para no alimentar falsas esperanzas ni forzar las cosas para que encajaran con sus deseos.
—¿Le dio más detalles sobre esa operación?
Cummins entrecerró los ojos.
—¿Por qué? ¿A qué se dedica usted, señor Monk? ¿Por qué quiere saber dónde está Shearer? Le considero un amigo desde hace años. No voy a hablar de él con un desconocido si no sé por qué.
Monk no podía decirle la verdad si no quería condicionar las pruebas que Cummins pudiera darle. Tenía que ser sincero y al mismo tiempo evasivo, algo que había aprendido a hacer bastante bien.
—El trato con el americano acabó muy mal, como tal vez sepa usted —respondió muy serio—. Al parecer nadie ha visto a Shearer desde entonces. Soy detective privado y trabajo para la señora Alberton, a quien preocupa que también le haya ocurrido algo malo al señor Shearer. Fue un empleado leal de su difunto marido durante años. Se siente responsable de asegurar que está sano y salvo y que no necesita ayuda. Y, por supuesto, se le echa mucho en falta, sobre todo en estos momentos.
—Entiendo. —Cummins asintió con la cabeza—. Sí, por supuesto. —Frunció el entrecejo—. Francamente, no entiendo que no se haya personado. Debo confesarle, señor Monk, que ahora me ha preocupado usted. Al no saber de él últimamente, supuse que estaba de viaje por negocios. De vez en cuando va al Continente.
—¿Cuándo le vio por última vez? —insistió Monk—. Exactamente.
Cummins meditó por unos instantes.
—La víspera del día que mataron a Alberton. Aunque supongo que ya lo sabe y que por eso está aquí. Hablamos sobre un transporte de madera a Bath. Tal como le he dicho, estaba de muy buen humor. Cenamos juntos en la Hanley Arms, junto a la estación de ómnibuses de Hornsey Road.
—¿A qué hora se marcharon?
Cummins se mostró inquieto.
—¿Qué anda pensando, señor Monk?
—No lo sé. ¿A qué hora?
—Tarde. A eso de las once. Fue… Cenamos la mar de bien. Me dijo que volvía a la ciudad.
—¿Cómo? ¿En coche de punto?
—En tren, desde la estación de Seven Sisters Road. Queda un poco más allá del final de la calle donde está la Hanley Arms.
—¿Cuánto dura ese viaje?
—¿A esa hora de la noche? No hay muchas paradas: la estación de Holloway, el túnel de Copenhague y luego ya King’s Cross. Algo menos de una hora. ¿Por qué? ¡Le agradecería que me dijera lo que está pensando!
—¿Alguien les vio juntos, alguien que corrobore la hora en que se marcharon?
—Si usted quiere… Pregunte al dueño de la Hanley Arms. ¿Por qué? —inquirió Cummins, alarmado.
—Porque creo que estuvo en la estación de Euston Square a la una y media —contestó Monk, poniéndose de pie.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Cummins, levantándose a su vez.
—Pues que no pudo estar en Tooley Street —respondió Monk.
Cummins se quedó pasmado.
—¿Pensaba que estaba allí? ¡Por Dios! ¿Acaso…? No creerá que él hizo eso, ¿verdad? Walter Shearer, no. Es un hombre duro, siempre quiere lo mejor pero es leal. No, no… —se interrumpió. El rostro de Monk le indicó que no había más que decir—. ¡Fue el americano! —concluyó.
—No, no fue él —repuso Monk—. No sé quién demonios fue. ¿Prestaría declaración?
—¡Claro que sí! Se lo aseguro.
Monk interrogó al dueño de la Hanley Arms y recibió la respuesta que esperaba, corroborada por su esposa. Siguió los pasos de Shearer hasta la estación de Euston Square y sólo le quedaron treinta y dos minutos sin explicar. Nadie pudo ir hasta Tooley Street, asesinar a tres hombres y cargar seis mil armas en ese tiempo. En cambio, pudo apearse en King’s Cross y caminar desde allí hasta la estación de Euston Square para reclamar un cargamento de armas previamente almacenado allí.
Refirió todos estos hallazgos a Rathbone esa misma noche.
Por la mañana Rathbone solicitó un aplazamiento de la vista que permitiera llamar a declarar al dueño de la Hanley Arms, cosa que le fue concedida.
A primera hora de la tarde se habían presentado todas las pruebas y tanto Deverill como Rathbone concluyeron sus alegatos. Nadie sabía quién había asesinado a Daniel Alberton y a los dos vigilantes en Tooley Street, pero estaba bastante claro que no podían haberlo hecho ni Breeland ni Shearer, actuando éste para Breeland o con su conocimiento. Rathbone no pudo explicar cómo había llegado hasta el patio del almacén el reloj de Breeland, como tampoco el traslado de las armas desde Tooley Street hasta Euston Square, pero un jurado perplejo y descontento emitió un veredicto de inocencia.
Judith se desmoronó de puro alivio. Para ella, el hecho inmediato de que Merrit ya no estuviera amenazada de muerte era más que suficiente. Se permitió un momento de respiro, olvidando su aflicción.
Hester aguardaba fuera de la sala, en el atestado vestíbulo, observando que Merrit se aproximaba a su madre, titubeando al principio. Philo Trace se mantenía a unos quince metros a la izquierda de ellas. No deseaba quedar incluido en el círculo, aunque su expresión hacía patente lo importante que para él era ver contenta a Judith Alberton. La miraba con ternura, totalmente ajeno al gentío que iba y venía.
Robert Casbolt estaba más cerca, muy pálido, agotado por la agitación emocional del juicio, aunque también se mostraba, si no relajado, al menos liberado de la lucha por rescatar a Merrit.
Lyman Breeland permaneció apartado. La palidez de su rostro hacía imposible descifrar lo que sentía. Era libre, pero ni su carácter ni su causa habían sido comprendidos como él hubiese deseado. Al menos fue lo bastante sensible al dolor experimentado para no acercarse enseguida. No pintaba nada en aquella primera reunión íntima. Estaban sumidos en el pesar, y el enojo, todas las cosas que habían tenido que callar, incluso evitar pensar, hasta el final de la batalla.
A Merrit se le llenaron los ojos de lágrimas. Tal vez fuese por ver a su madre vestida de negro, sin color ni vitalidad por la pérdida y el miedo.
Judith abrió los brazos.
En silencio, Merrit dio un paso al frente y se abrazaron estrechamente. Merrit sollozaba, dejando ir todo el terror y la pena que había mantenido desesperadamente a raya durante el último mes, desde que Hester le diera la noticia de la muerte de su padre.
Philo Trace pestañeó con fuerza varias veces; luego se volvió y se marchó.
Robert Casbolt se quedó.
Rathbone salió de la sala sonriendo. Horado Deverill seguía un par de pasos atrás, todavía sorprendido pero sin mostrar ningún resentimiento. Pasaron junto a Breeland sin hacerle el menor caso.
—¿Ha hecho eso a propósito? —preguntó Deverill, sacudiendo la cabeza—. Realmente creía que ya le tenía, por intención cuando no de obra. Aún no estoy seguro de que no me haya atrapado por arte de magia.
Rathbone se limitó a sonreír.
Merrit y Judith se separaron y Judith dio las gracias a Rathbone formalmente, apartándose un poco con él. Merrit se volvió hacia Hester.
—Gracias —dijo en voz muy baja—. Usted y Monk han hecho tanto por mí que me faltan palabras para expresarlo. —Su rostro seguía reflejando confusión y desdicha.
Hester conocía el motivo. La victoria de la absolución estaba ensombrecida por la desilusión del distanciamiento de Breeland. El peligro más inmediato ya no existía, pero tenía que hacer frente a una decisión. Ya no compartían unas circunstancias que les obligaran a permanecer juntos. De pronto se trataba de una cuestión de elección. Y tener que tomarla le resultaba muy doloroso; su sufrimiento saltaba a la vista.
—Todo tiene sus pros y sus contras, ¿verdad? —contestó Hester en voz baja también. No deseaba que nadie oyera de qué hablaban, y con tantas conversaciones a su alrededor no les resultó difícil sumergirse en el mar de voces.
Merrit no contestó. Todavía no quería comprometerse a decir en voz alta que la certidumbre se había esfumado. La cruzada era gloriosa pero en realidad no era amor, no lo bastante para casarse.
—Lo lamento —dijo Hester, y en verdad lo sentía profundamente. Ella también había llorado sueños perdidos y sabía lo mucho que dolía.
Merrit bajó la vista.
—No le entiendo —dijo entre dientes—. En realidad nunca me ha querido, ¿verdad? Al menos no como yo le amaba.
—Probablemente le ama tanto como es capaz.
Hester se devanaba los sesos en busca de la verdad.
Merrit la miró.
—¿Qué debo hacer? Es un hombre honorable. ¡Siempre he sabido que no era culpable! Estaba segura de que no lo había hecho, y también de que no había convencido a Shearer.
—¿Está segura de que no habría aceptado las armas si hubiese sabido que estaban manchadas por un asesinato? —preguntó Hester.
Merrit tragó saliva con dificultad.
—No… —susurró—. Cree que la grandeza de la causa justifica cualquier medio. Yo… Yo no me veo capaz de compartir esa creencia. Me consta que no lo haría con sentimiento. Puede que mi idealismo no sea lo bastante fuerte. No tengo esa gran visión. Quizá no sea tan buena como él…
Lo formuló casi como una pregunta; sus ojos suplicaban una respuesta. Incluso ahora estaba medio convencida de que la culpa era suya, de que era ella quien carecía de una cierta nobleza que le habría permitido ver las cosas como él.
—No —dijo Hester con determinación—. Ver a la masa y olvidar al individuo no es nobleza. Está confundiendo la cobardía emocional con el honor. —A medida que hablaba iba ganando seguridad—. Hacer lo que uno cree es correcto, incluso cuando hace daño, cumplir con el deber a costa de la amistad o incluso del amor supone una visión mayor, por supuesto. Pero retirarse de la implicación personal, de la gentileza y la entrega, eligiendo en cambio la heroicidad de una causa general, por buena que sea, es una clase de cobardía.
Merrit seguía mostrándose dubitativa. Una parte de ella lo entendía, pero le faltaban palabras para explicárselo. Frunció el entrecejo, esforzándose por aceptar definitivamente lo que llevaba días intentado no ver.
—No podría amar a alguien que me antepusiera a lo que creyera correcto. Quiero decir… Podría amarle, pero no de todo corazón, no del mismo modo.
—Yo tampoco podría —convino Hester, que advirtió un momentáneo alivio en los ojos de Merrit antes de que se sumieran de nuevo en la confusión—. Querría que hiciera lo correcto, por más que me doliera. Ésa es la diferencia. Querría que lo que a mí me costara le partiera el alma… no que incrementara su sensación de gloria.
Merrit temblaba al borde de las lágrimas.
—Yo… Yo realmente creía… Una no puede olvidar tan fácilmente, ¿verdad?
—No. —Hester le tocó el brazo suavemente—. Claro que no. Pero pienso que ir con él, fingiendo sin cesar, viendo crecer esa realidad, sería incluso más difícil.
Breeland se estaba aproximando a ellas. Se veía un poco torpe, inseguro sobre qué decir ahora que la tensión había pasado. Tenía las armas; se había demostrado su inocencia y lo habían absuelto. Quizá no acertara a comprender la frialdad que reinaba en el ambiente.
Judith se volvió a observar, pero permaneció donde estaba.
—Gracias por los esfuerzos que ha hecho por nosotros, señora Monk —dijo Breeland con formalidad—. Estoy convencido de que lo ha hecho porque lo consideraba correcto; aun así le estamos muy agradecidos.
—Se equivoca —dijo Hester, mirándole a los ojos—. No tenía ni idea de si era correcto o no. Lo he hecho por Merrit. Esperaba que fuese inocente y así lo he creído mientras he podido, porque deseaba creerlo. Afortunadamente, aún puedo hacerlo.
—Ésa es una clase de razonamiento que una mujer es muy libre de hacer, supongo —dijo en un tono de ligera desaprobación—. Aunque es demasiado emocional. —Esbozó una sonrisa—. No quisiera parecer descortés. —Se volvió hacia Merrit—. Quizá prefieras quedarte un tiempo con tu madre antes de regresar conmigo a Washington. Lo comprendo. Puedo esperar al menos una semana, luego tendré que reincorporarme a mi regimiento. Cuento con muy pocas noticias fiables sobre lo que está ocurriendo allí. Al menos ahora he reivindicado mi honor e Inglaterra sabrá que los oficiales de la Unión son rectos en sus tratos. Es posible que me hagan volver para adquirir más armas.
Se produjo un momento de silencio antes de que Merrit contestara con voz firme, aunque era evidente que tras hacer acopio de toda la fuerza de voluntad que poseía.
—Estoy segura de que tu honor ha sido salvado, Lyman, y que para ti es lo más importante que podría haber sucedido. Me alegra que sea así. Estoy igualmente segura de que lo mereces. Sin embargo, no deseo volver a Washington contigo. Te agradezco el ofrecimiento. Entiendo que me haces un gran honor pero no creo que nos hiciéramos felices el uno al otro y, por consiguiente, no puedo aceptar.
Breeland puso cara de no captar lo que acababa de oír. Le resultaba incomprensible que Merrit hubiese cambiado de la muchacha que lo adoraba tan ciegamente a la mujer que de pronto emitía un juicio tan sensato y que, increíblemente, equivalía a un rechazo.
—Tú me harías muy feliz —dijo frunciendo el entrecejo—. Posees todas las cualidades que cualquier hombre desearía y, lo que es más, las has demostrado bajo una presión extrema. No me imagino que pueda encontrar a otra mujer a quien admire tanto como a ti.
Merrit inspiró profundamente con un escalofrío. Hester vio un destello de resolución en su rostro.
—El amor es algo más que admiración, Lyman —dijo Merrit conteniendo las lágrimas—. El amor es preocuparse por alguien cuando se equivoca, no sólo cuando lleva razón; protegerle en la debilidad, atenderle hasta que recobra las fuerzas. El amor es compartir las pequeñas cosas, no sólo las grandes.
Breeland quedó aturdido, como si le hubiese abofeteado y no supiera por qué.
Entonces, lentamente, hizo una reverencia, se volvió y se marchó.
Merrit respiró hondo, abrió la boca para llamarle y finalmente guardó silencio.
Judith se aproximó y la abrazó, dejando que llorase por el final de un sueño y el principio de su liberación.