Epílogo: Amanecer

No hay salvación en el asesinato.

Ni olvidan jamás los condenados.

—Los Fragmentos de Erciyes, “Profecías”.

Club ElaZtic

En algún lugar de Norte América

—Es que no estoy seguro de lo que puedo hacer por ti, Beckett. Sabes cómo están las cosas ahora y si no mantengo mi cabeza bajo el radar, podría perderla. Ya lo sabes.

Los dos estaban sentados en un reservado oculto en uno de los extremos del club y el Gangrel tenía que inclinarse y mantener la mirada fija en la boca del otro vampiro para leerle los labios. Aquella música explosiva (una cacofonía de ruidos electrónicos combinados por un tipo llamado DJ Ántrax) sonaba tan alto que hacía vibrar todo el edificio con los graves y Beckett gesticulaba dolorido porque ensordecía su, ahora bastante debilitado aunque aún sensible, oído. La pista de baile estaba menos abarrotada que de costumbre porque la gente tenía miedo de agruparse en grandes números, pero los presentes se retorcían y movían al ritmo de la música con un abandono que hubiera enorgullecido a los practicantes del culto a Dionisos. La mayoría estaban borrachos o drogados y las mesas del club estaban tan atiborradas de polvos y jeringuillas como lo estaban también de aperitivos. A nadie le importaba. La policía tenía cosas mucho mejores que hacer, si es que estaban haciendo algo.

La habitación parecía ondular ante la mirada de Beckett; meciéndose y fluctuando al ritmo de la música. Se dio una bofetada mental y se obligó a concentrarse. Ya tendría tiempo de quedar abatido luego. Aquel hedor de alcohol combinado con café, sudor y sangre con droga, tampoco lo ayudaba.

—Mira, Richard —le dijo al Vástago vestido de cuero que estaba frente a él. Casi no era capaz de recordar el nombre de su contacto—, no te estoy pidiendo que hagas algo peligroso. Solo quiero encontrar a Arquímedes. Sé que está aquí, pero los Nosferatu se han metido tan en las profundidades de la tierra que no tengo idea de por dónde puedo empezar a buscar. Si pudieras presentarme al príncipe, estoy seguro de que…

—Olvídalo. Ni lo sueñes.

La cabeza le daba vueltas. Agarró con fuerza el asiento que tenía al lado para recuperar el equilibrio. Lo hizo por debajo de la mesa para que Richard no pudiera verlo,

—¿Por qué no?

—¡Venga hombre, la única razón de que no esté metido en una de las cárceles del príncipe es porque de vez en cuando puedo ser útil y cuando no puedo me quedo en… —Richard se detuvo lo suficiente para despedir a una camarera apresurada, y con cara de pocos amigos, que caminaba por la pista de baile hacia donde se encontraban ellos— las sombras —concluyó un momento después—. Joder, incluso ya debería haber informado de que estás en la ciudad. Un vampiro de tu edad es una golosina. Pero eso ya sería pasarse demasiado.

Lo que seguramente implicaba que, en cuanto se diera la vuelta, Richard informaría de su presencia en el lugar. Beckett frunció el ceño.

—¿De verdad crees que acabarías siendo parte del menú del príncipe? Eres un chiquillo de la primogenitura, por Dios Santo.

—Beckett, ¿acaso has tenido los ojos abiertos mientras estabas de viaje? Las cosas se están poniendo muy feas. Ya sabes que la Camarilla ha desaparecido casi por completo. Todo ha ido de mal en peor desde que Hardestadt murió, por cierto, ¿tú no hiciste tratos con él antes de que eso pasara?

El Gangrel se limitó a agitar la mano e ignorar el comentario.

—Bueno, vale. Ahora están los príncipes locales y no hay nadie por encima de ellos fustigándoles con el látigo. Ellos hacen lo que creen conveniente para mantener sus ciudades a salvo y conservar todo su poder. Y no hay nadie que les tosa. Por favor, tío, lo que menos te conviene ahora es atraer la atención del príncipe. Además, seguramente el Nosferatu al que estás buscando habrá desaparecido hace tiempo.

»Me largo de aquí. Y, déjame que te dé un consejo. No sé lo que estarás planeando, pero lo mejor que puedes hacer es olvidarlo. Márchate de aquí y mantente oculto. Ya no quedan muchos Vástagos de tu edad y no tienes muchos aliados. Eso no te convierte en un jugador, de hecho, lo que te hace parecer es una pizza con extra de vitae.

Beckett miró a Richard salir del reservado y dirigirse hacia la puerta. El vampiro miraba nervioso a su alrededor. Un minuto después, una figura salió de entre la muchedumbre y ocupó el lugar que Richard había dejado vacante.

—Supongo que no has tenido suerte —dijo Kapaneus.

—No. —Beckett se inclinó hacia delante y se agarró la cabeza entre las manos, esperando que aquel mareo se le pasara.

Se preguntó cuánto de aquel caos era culpa suya. Hardestadt no era el único antiguo de la Camarilla que había sobrevivido al inicio de la Gehena, pero, de alguna forma, había constituido un eje de unión. Su muerte a manos de Theo Bell y de los sangre-débil de Cross había supuesto el fin de la secta. Los demás antiguos desaparecieron rápidamente y aunque, sin duda, muchos estaban escondidos o sumidos en el letargo, otros perecieron a manos de los vampiros más jóvenes que estaban envalentonados por el éxito de Cross. Los príncipes aún reinaban en el nombre de la Camarilla, pero Beckett sabía que no había nadie al timón.

Había visto, durante los viajes que realizó después del enfrentamiento con Okulos, que los territorios del Sabbat estaban aún en peores condiciones. Aunque no eran tan diferentes a los de la Camarilla. Ya no existía nada que mantuviera en jaque a los vampiros más jóvenes de esa secta y ni siquiera respetaban el recuerdo de la Mascarada, con lo que no existía nada que los frenara. La ciudad de México estaba sumida en el caos y en una violencia jamás conocida en el mundo moderno hasta entonces y había estado así durante varios meses. Y la violencia se estaba extendiendo. Incluso los territorios de la Camarilla habían sucumbido a algo más que a los simples disturbios y las guerras entre bandas. Docenas de personas morían a diario en la mayoría de las ciudades porque los vampiros enloquecidos se alimentaban indiscriminadamente o peleaban los unos contra los otros. La gran sombra barría los continentes y, aunque la versión oficial aseguraba que era un arma biológica que había escapado al control de sus creadores del Oriente Medio, eso era algo que en lo que ya nadie creía. Los mortales de todo el mundo se dedicaban a cerrar puertas y ventanas, y a protegerlas con crucifijos y otros iconos sagrados.

Había grupos armados que patrullaban las calles por la noche para deshacerse de un ejército invasor; y ya no solo se protegían con armas de fuego, sino también con espadas y estacas de madera. Ningún medio se había atrevido a utilizar la palabra “vampiro”, pero el ganado había despertado finalmente y comprendido que algo los acechaba por la noche, algo que se alimentaba de su sangre y que temía la llegada del amanecer. Maldita sea, era solo porque la población vampírica estaba marchitándose y diabolizándose a sí misma a una velocidad de vértigo, que sostenían algo remotamente parecido a la Mascarada.

La mayoría de los contactos de Beckett estaban muertos o desaparecidos, pero lo poco de lo que conseguía enterarse le hacía pensar que los problemas habían trascendido la sociedad de los Vástagos. En pocos meses había oído más historias de monstruos salvajes, espectros y apariciones angelicales que en la última década. Algo había activado aquello que los vampiros, lupinos y demás temían.

Y, a pesar de todo, a través de aquel caos reinante y del fuego que no cesaba nunca, Beckett había continuado con su búsqueda. El mundo que lo rodeaba se había convertido en un lugar aterrador, pero él no estaba dispuesto a rendirse. Estaba cada día más debilitado, pero eso tampoco lo hacía retroceder. Se sentía incapaz de concentrarse y no podía seguir confiando en la fortaleza de su sangre. Incluso, si no tenía a Kapaneus o a alguien con quien hablar, encontraba difícil ordenar sus pensamientos. No podía recordar cuánto tiempo había pasado desde que estuviera tan próximo a obtener sus respuestas en su encuentro con Rayzeel. Es más, ni siquiera sabía con certeza en qué ciudad se encontraba. Recordaba que estaba buscando a un Nosferatu, un guardián de la sabiduría, que se hacía llamar Arquímedes y que le habían comentado que podría estar por allí, pero eso era todo. Y ahora esa información no le servía de nada; aunque el Nosferatu estuviera allí, Beckett no sabía cómo buscarle.

—He oído algo interesante —oyó decir a Kapaneus que, aunque hablaba en tono bajo, se hacía entender a la perfección—. Aparentemente, la violencia en Los Ángeles ha cesado casi por completo. —Señaló a un joven que se sentaba en una mesa cercana. El chico llevaba consigo una radio—. Según las noticias, la policía de allí ha recibido la ayuda de un grupo muy grande de voluntarios civiles.

—¿Y? La policía aceptará la ayuda de cualquiera que consiga que estos…

—De acuerdo con ese informe, la líder de ese grupo particular responde al nombre de Jenna Cross.

Beckett levantó la cabeza y miró con incredulidad a su compañero.

—Supongo que tiene cierto sentido —continuó Kapaneus pensativo—. Cualquiera podría darse cuenta de que es solo cuestión de tiempo que los mortales sepan de nuestra existencia. Quizá Cross pensó que lo mejor era presentarse y hacer de los sangre-débil personas útiles en lugar de que los mortales los crean sus enemigos.

—¿Crees que le habrá dicho la verdad a la gente?

—Supongo que los policías que trabajen con ella y con los suyos, sabrán que tienen algo anómalo. Yo creo que les habrá contado la verdad a algunas autoridades y que les habrá ofrecido sus servicios.

»Quizá sea lo mejor que podía hacer, Beckett —comentó el antiguo cuando vio al Gangrel negar con la cabeza—. Si sobreviven a la Gehena, tendrán aliados en el gobierno. Podrán controlar qué noticias se difunden acerca de los de nuestra raza. Tal vez sean la única esperanza que tienen los Vástagos de sobrevivir.

—No existe tal esperanza para los Vástagos, Kapaneus, ¡y lo sabes perfectamente! —le gritó Beckett, de pronto despreocupado por quien pudiera estar oyéndolo; por suerte, el volumen de la música impedía a los demás oír su voz—. Sabes tan bien como yo que la Gehena es el fin. Dudo que alguno de nosotros pueda sobrevivir y, desde luego, no serán los suficientes como para crear una “nueva sociedad”. Cross y los demás se están engañando.

—Y, sin embargo, fuiste tú el que le animaste a luchar por ello.

—Le mentí porque necesitaba su ayuda.

Kapaneus se encogió de hombros.

—Una esperanza vana es mejor que ninguna.

—No, no lo es. He estado persiguiendo esperanzas de ese tipo durante varios meses y no estoy más cerca de obtener mis respuestas de lo que estaba al principio. Perdí mi oportunidad con Rayzeel y ambos lo sabemos. Ahora… ahora me limito a perder el tiempo hasta que llegue mi final.

—¿Y qué preferirías estar haciendo, Beckett? ¿Agarrándote desesperadamente a la vieja gloria y a un poder que se desvanece como hacen los príncipes? O, mejor aún, ¿alimentarte y matar de forma lasciva como lo hacen los neonatos? ¿Quizá te gustaría más reunirte con los sangre-débil para detener la oleada de violencia? ¿Qué harías si no estuvieras buscando tus respuestas?

A Beckett se le abrieron los ojos como platos como si Kapaneus le hubiera abofeteado.

—Supongo que nunca me he parado a pensarlo en serio. —Suspiró—. Sabes que no hallaré mis respuestas.

—Pero seguirás intentándolo.

—Sí —el Gangrel sonrió—, por lo menos hasta que ya no pueda ponerme en pie.

—Yo te ayudaré, Beckett. Yo…

—¡Caín!

Kapaneus parpadeó, sorprendido.

—¿Perdón?

—¡Caín tiene que estar en alguna parte! —exclamó excitado—. ¡Nunca lo he pensado porque siempre he creído que era un mito! Pero si la Gehena está sobre nosotros y los Ancianos están despertando, Caín también debe estar por ahí, ¿no crees? Si realmente hay alguien que me pueda decir lo que necesito saber…

—Ese no sería él —concluyó Kapaneus con suavidad—. Piénsalo, Beckett. Recuerda lo que sabes del Primer Vampiro. Yo creo que él sabría menos que ninguno por qué ocurrió todo. Acuérdate, según la leyenda, él nunca creyó que había hecho algo malo.

Beckett se quedó callado y la ilusión desapareció de su rostro.

—Como siempre, tienes razón. —Negó con un gesto de la cabeza—. Además, tampoco tengo idea de cómo encontrarle. —El Gangrel parpadeó cuando su mirada volvió a nublarse. Se sentía débil y tenía náuseas y la habitación parecía girar y balancearse con cada latido de los altavoces.

»Estoy seguro de que él podría detener todo esto —continuó. Necesitaba seguir hablando para distraerse del dolor que le causaba el marchitar, aunque, en realidad, no sentía deseos de conversar—. Si es que quisiera, claro —se rió entre dientes—. ¿Qué crees que habrá estado haciendo todos estos años?

—¿Caín? —Kapaneus se quedó ensimismado—. Imagino, Beckett, que Caín se habrá aburrido hace tiempo de ver cómo pelean sus descendientes los unos contra los otros y cómo atormentan al ganado del que se alimentan. Supongo que habría buscado un lugar apartado, un sitio donde pudiera aguardar la llegada de las últimas noches sin que se le molestara.

Beckett se rió.

—¿Como hiciste tú? —Y, entonces, se quedó de piedra.

—Podría haber abandonado la cueva ocasionalmente —continuó Kapaneus, mirando todavía al vacío—, enviando su espíritu para observar y, de vez en cuando, hablar con otros, con aquellos capaces de verlo en esa forma. Pero, físicamente, habría aguardado allí durante siglos. Esperando hasta que lo encontrara alguien; uno que le ofreciera la última oportunidad para ver el mundo y para comprobar lo que había sucedido con sus descendientes antes de que estos desaparecieran por completo.

Los ojos de Beckett se abrieron como platos y pensó que se le saldrían de las cuencas. Tenía que ser el marchitar. Debía estar malinterpretando lo que Kapaneus le estaba diciendo. Esa tenía que ser la razón.

—Lo habría acompañado —explicó el antiguo— y animado a seguir sus instintos en esa búsqueda, interfiriendo solo cuando no tenía otra opción.

»Y creo —continuó, mirando a Beckett directamente a los ojos por primera vez— que habría aprendido unas cuantas cosas de la naturaleza de la raza que había engendrado. Cosas que no hubiera llegado a saber si no hubiera emprendido este camino. Este vampiro más joven y sus compañeros le podrían haber enseñado a él, al más antiguo de todos, el significado de la perseverancia y la devoción. Algo que, a pesar de sí misma, había olvidado, hacía ya mucho tiempo, esta arcana criatura.

»Y, finalmente, cuando ya no tuvieran nada que aprender el uno del otro, cuando el vampiro más joven hubiera encontrado sus respuestas, incluso aunque no pudiera verlas, entonces y solo entonces, Caín continuaría su camino.

Beckett miró a Kapaneus sin comprender nada en absoluto. Contempló la amable sonrisa del antiguo. Y, de pronto, se hizo el silencio, se desvaneció el olor del club y todo se oscureció.

Un aparcamiento

En algún lugar de Norteamérica

Se despertó despacio, muy despacio, y solo fue completamente consciente cuando se dio cuenta de que la luz hería sus ojos incluso a través de los párpados.

No había esperado volver a despertar. Y, de alguna forma, casi se sentía decepcionado; todo hubiera sido mucho más fácil si no fuera así…

Podía sentir la tierra bajo su cuerpo, el polvo seco y un poco de hierba muerta. Unos fragmentos curvados de cristal, posiblemente de una botella. Hedía a basura, a desperdicios en ese estado pútrido y líquido que se aglutina en la base de los contenedores. Podía oler la orina, el vómito, el alcohol…

El humo…

Beckett abrió los ojos.

Estaba, como sospechaba, en el aparcamiento que había detrás del club, tumbado en los límites de la propiedad. Lo que no había esperado era el fuego, que ardía alegremente y se alejaba de un viejo bidón de metal, y que crepitaba a pocos metros de su rostro. Era más que probable que lo hubiera prendido algún sin techo en busca de calor. Pero algo debía de haberlo volcado y parte del aparcamiento estaba cubierto por desperdicios en llamas que aún no se habían consumido.

Beckett había tomado ya aliento para gritar y levantado los brazos para protegerse los ojos, cuando, de pronto, se dio cuenta de que no sentía la necesidad de hacerlo. Allí estaba esa llama danzarina, a muy pocos metros de donde yacía él, y, sin embargo, no sentía el menor pánico, ni tampoco a la Bestia inquieta en su jaula, buscando una vía de escape. De hecho, el calor incluso lo complacía.

Se quitó el polvo de las rodillas, olvidándose de que sus pantalones estaban tan sucios que aquello no podía suponer una gran diferencia, y se puso de pie. Se quedó asombrado de lo fácil que le resultó. Se había sentido tan débil antes de desmayarse que apenas había sido capaz de levantar un dedo o de pronunciar una sola vocal. Pero ahora se sentía muy fuerte, más que desde hacía mucho tiempo.

¿Era esa la razón de que se hubiera volcado el bidón incendiado? ¿Había la Bestia escapado de su prisión y se había alimentado indiscriminadamente de los vagabundos que, con toda probabilidad, se habían congregado alrededor para calentarse? Sumido en el frenesí era muy fácil arrojar un cuerpo contra el barril o volcarlo sin siquiera darse cuenta. Incluso ahora, casi al final, ¿debía cargar con más muertes a sus…?

No, no, eso no era así. Beckett buscó en su interior, indagando hasta las profundidades de su alma, y no encontró ni rastro de una Bestia encolerizada o furiosa, como tampoco antes lo había encontrado de una asustada. Sin mencionar que en el aparcamiento no había ningún cadáver o alguna señal de derramamiento de sangre.

Durante un instante, creyó poder recordar la sensación, la impresión de que alguien lo había medio guiado, medio cargado, fuera del club después de su desmayo. ¿Kapaneus? Sí, solo podía ser él. Todavía podía rememorar la sensación del brazo del otro hombre sujetándolo; su hombro, donde el antiguo había apoyado su mano, le hormigueaba aún como si tuviera una quemadura muy superficial.

Beckett volvió a sentir que el mundo daba vueltas, pero era algo emocional, nada que ver con los efectos del marchitar. Había pensado y deseado que la conclusión a la que había llegado en el club estuviera errada, que fuera el resultado ridículo y risible de la debilidad y el agotamiento. Pero ahora sabía, sin estar muy seguro del porqué, que no era así.

No, no se había alimentado. Kapaneus (se negaba a pensar en él con cualquier otro nombre) le había otorgado la fuerza que ahora sentía. De la misma manera que, se dio cuenta de pronto, lo había protegido del marchitar durante tanto tiempo, hasta que el antiguo no pudo hacerlo más. Era la única respuesta que tenía sentido. Beckett había permanecido a salvo del marchitar durante todo ese tiempo porque había sido elegido. Solo se había equivocado en quién había escogido y con qué motivo.

Así que, ¿por qué ahora? ¿Por qué le había otorgado el Anciano esta fuerza, por qué lo había estabilizado, aunque solo fuera de manera temporal, contra los peores efectos del marchitar?

¿Qué era lo que Kapaneus quería que hiciera?

Cerca de un parque de la ciudad

En algún lugar de Norteamérica

Tendría que dar pronto con la solución. El sol no tardaría mucho en salir y estaba convencido de que, dejando a un lado su aparente calma, no reaccionaría demasiado bien cuando eso sucediera.

Había estado caminando sin rumbo. Aunque ya no se sentía preso de ninguna debilidad, sus andares todavía eran rígidos, incómodos, como los de un sonámbulo.

Como los de un muerto viviente, pensó para sí y entonces tuvo que morderse la lengua hasta que sangró para evitar echarse a reír de forma histérica.

El club ya estaba muy lejos aunque, si hubiera echado la vista atrás, probablemente hubiera podido ver una delgadísima columna de humo del fuego que había dejado a medio apagar en el aparcamiento.

Tampoco tenía que esforzarse para ver algún rastro de destrucción. La ciudad estaba iluminada por un buen puñado de conflagraciones mucho mayores que la que había dejado atrás. Las sirenas ululaban de manera incesante y la gente que estaba en la calle, bastante menos numerosa de lo habitual, corría de un lado al otro, con sus rostros marcados por la desesperación y el miedo.

Beckett ignoraba lo que acontecía exactamente en el mundo. Recordaba a medias los rumores que había oído en sus viajes, pero eso le bastaba. Al final, el ganado lo había averiguado y, si todavía no se imaginaban los grandes acontecimientos que estarían por llegar, era solo cuestión de tiempo que lo comprendieran.

Y eso, con la Gehena o sin ella, con o sin los Antediluvianos, sería el final.

Negó con la cabeza. De una manera u otra, el momento de los Vástagos había llegado a su fin. Morirían en secreto, de la misma forma que habían sobrevivido a lo largo de los siglos o perecerían a manos de los humanos, como había estado cerca de suceder tantas veces.

Cualquiera de las dos posibilidades tenía sentido.

De alguna manera, envidiaba a Lucita. Dudaba de que su muerte hubiera sido agradable, pero, al menos, había sido rápida. Y, al final, a pesar de que sus intenciones no habían sido desinteresadas o nobles, su sacrificio estaba dotado de un sentido. Su muerte ni siquiera…

Se quedó parado en la acera y maldijo en voz baja cuando un peatón casi chocó contra él. Sus ojos se abrieron como platos por causa del susto y entonces, casi a pesar de sí mismo, empezó a reírse.

Realmente era así de sencillo, ¿verdad? Dejádselo a él, dejádselo a los Vástagos porque ellos lo complicarán todo.

Beckett continuó andando y pensando, y ya no de forma caótica o desesperada, sino analizando todas las cuestiones y concluyendo en un pensamiento específico. Tenía que encontrar el lugar adecuado en el que…

Ahí.

Un parque. No estaba limpio, al contrario, estaba lleno de periódicos, páginas de revistas, pañuelos usados… Había un tobogán cojo encima de un cajón de arena poco profundo y un carrusel oxidado junto a él. Era poco apetecible, triste y sucio, pero le serviría.

No obstante, todavía no. Tenía que verlo, al menos el principio. Tenía que verlo por última vez.

Despacio y con inseguridad, Beckett se giró para mirar hacia el este.

Y ahora, sin andar, sin buscar, tan solo esperando, no podía evitar pensar y llegar a las conclusiones que tanto había anhelado.

Había estado en lo cierto y tan profundamente equivocado. Era la Gehena; sí, era el fin. No volvería a tener la oportunidad de buscar sus respuestas, pero eso ya no le importaba. No existía ningún sentido oculto, ningún propósito glorioso, ninguna respuesta única.

Y era culpa suya.

Todos los esfuerzos frenéticos de las noches pasadas, de hecho, de los largos años de su búsqueda, y habían sido solo las palabras de un misterioso Anciano y las últimas acciones de una que había renunciado a su humanidad, las que le habían llevado a entenderlo; el auténtico propósito de la existencia de los Vástagos. Y era solo este: que no importaba.

No importaba lo que Dios había pretendido cuando habló y castigó a aquel granjero que había derramado la sangre de un hombre. Carecía de importancia lo que Dios quisiera que la descendencia de Caín fuera. Un buen ejemplo, una plaga para la humanidad, un catalizador que obligara a las naciones a trabajar juntas… Nada de eso importaba.

Los Vástagos, aunque malditos, habían disfrutado del mayor de los dones de Dios. El libre albedrío. La capacidad de elegir, como había hecho Lucita, su propósito y su significado.

Ellos nunca lo habían logrado.

Sus líderes habían peleado los unos contra los otros. Habían visto solo lo que querían y no lo que era. Sus descendientes habían logrado admirar solo el poder que ahora tenían, pero ignoraban cuáles eran sus consecuencias. Sus eruditos, incluyéndose a sí mismo, eran los peores, pues solo habían buscado las respuestas en el pasado y nunca se habían atrevido a crear unas propias.

El cielo empezó a clarear por el este y Beckett, que por razones obvias no había visto un amanecer desde hacía varios cientos de años, no estaba seguro de cuánto de aquel matiz rojizo del alba procedía de la contaminación que había en el aire y cuánto de las lágrimas sangrientas que nublaban su visión y corrían libremente por su rostro. No tenía sentido, nada lo tenía…

Excepto el que podía darle ahora, al final, como había hecho Lucita.

Aquel era el fin de ese mundo, quizá incluso también para el de los mortales. Era muy posible, tal vez probable, que no fuera a haber un mañana.

Pero puede que lo hubiera. Quizá algo, algún pedazo diminuto del mundo, pudiera sobrevivir. Sobrevivir y crecer, y volver a empezar de nuevo.

Y él estaría allí. Por Dios, finalmente lo comprendía, y se lo haría ver siempre que mirasen al cielo buscando las respuestas, aunque no fueran capaces de entender el mundo que los rodease. Daba igual, al final también ellos lo comprenderían.

O tal vez no. Lo más probable es que esos fueran sus últimos momentos y mantener cualquier otra esperanza, no era más que una ilusión vacía. Un sueño falso como el que había perseguido Jenna Cross en Los Ángeles. Pero, a pesar de todo, él lo sabía. Conocía las respuestas, incluso aunque nunca pudiera contárselo a nadie.

Y Kapaneus, después de todo, tenía razón. Una esperanza vana era mejor que ninguna.

Como la alegría de un niño asombrado, la risa de Beckett reverberó en aquel parque diminuto, en los árboles y en el tobogán destartalado. Sintió por última vez el poder de la sangre mientras invocaba su fuerza, lo sintió latir como si, durante un instante, su corazón pudiera palpitar de nuevo.

Cuando el sol salió en la última noche para los Vástagos, Beckett invocó el poder que le había proporcionado un granjero demasiado orgulloso, se hundió despacio en la tierra y durmió.

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