Segunda parte: Medianoche

Llegará un tiempo

en que una Antigua Oscuridad

se agitará

bajo una ciudad que ha olvidado

y sorprenderá al antiguo,

su chiquillo.

De esos signos, sabréis

que ha llegado el momento

de exigir la seguridad

de tu Clan. Y de luchar contra

el Padre Oscuro.

—El Libro de Nod, “La Crónica de los Secretos”

La hoguera rugiente, alimentada con los muebles de madera, copias irremplazables de los escritos del Sabbat y las prendas de aquellos que habían sido arrojados, gritando, a las llamas, proyectaba sombras bailarinas en las paredes y suelo de la inmensa sala pétrea. La habitación se estaba llenando rápidamente de humo, lo que hubiera sido un problema si alguno de sus ocupantes necesitase respirar. La mayoría de esos ocupantes bailaba alrededor (y, en algunos casos, a través) del fuego, cantando melodías sangrientas, peleándose los unos contra los otros e insultando a los que la multitud había hecho prisioneros.

—¡Traidor!

—¡Colaborador!

—¡Cabrón!

La sangre había salpicado el suelo de piedra y se había secado entre las grietas para formar algo parecido a una capa de argamasa.

Varios prisioneros habían quedado ya reducidos a cenizas por haber sido el combustible que alimentaba las llamas del fuego. Los demás aguardaban en fila; algunos estacados y otros encadenados. La miserable procesión, flanqueada por jóvenes Cainitas con espadas desenvainadas y pistolas preparadas para disparar, avanzaba, paso a paso, hacia el centro de la habitación. Allí, donde antes se erigía un podio desde el que los cardenales del Sabbat hablaban a sus compañeros, había ahora una guillotina (una auténtica reliquia del Reinado del Terror). La ceniza que se amontonaba en el banco y en el pedazo de suelo inmediatamente contiguo al artefacto, ofrecía un testimonio mudo del número de vampiros que habían perecido ya bajo la hoja.

Si algo no cambiaba rápidamente, el cardenal Lasombra (conocido solo como Galgo) sería el siguiente. Contaba con muy poco tiempo para idear un plan de huida. Estaba el tercero en la fila, detrás de una pareja de Tzimisce que discutían acaloradamente en español. Los neonatos los matarían y él sería el próximo si no…

El Tzimisce, que estaba justo delante de él, gritó. Emitió un gemido agudo que no sonaba ni remotamente humano. La segunda lo hizo un instante después, con un alarido que fue quizá una octava más agudo que el primero. Se derrumbaron el uno sobre la otra, como si sus huesos no fueran ya capaces de sostenerlos y quedaron entrelazados en algunos puntos donde no existía unión posible. Su carne comenzó a mezclarse y soldarse y, en cuestión de escasos segundos, resultó imposible distinguir si eran uno o dos seres. Rápidamente se derrumbaron hasta formar una masa indescriptible de líquidos, jirones de carne y algún miembro ocasional combado y mutado hasta volverse casi irreconocible. Habían, o eso parecía, sido víctimas de su propia habilidad para moldear la carne y no eran los primeros Tzimisce que sucumbían a esta versión particular del marchitar; en cuestión de pocos meses, el clan se había visto reducido a su décima parte.

Y, según el punto de vista de Galgo, habían escogido un momento pésimo para morir.

El cardenal, que, como solía ser habitual en él, estaba desnudo salvo por los diversos trofeos sustraídos a sus enemigos, se vio empujado como cualquier joven cainita atrapado en las cadenas. Volvió a esforzarse para romper las ataduras, intentó subyugar a sus captores con la fuerza de su voluntad y trató de imponerles sus pensamientos y necesidades. Y, una vez más, falló, tal y como había ocurrido la última vez que lo intentó y la vez anterior a esa. Era débil. Impotente. Eso lo molestaba más que el hecho de saber que su muerte estaba muy próxima.

Solo necesitaba algo más de tiempo.

No se le leyeron sus cargos. No tuvo oportunidad de defenderse, de explicarse o de apelar. En algún momento las masas del Sabbat habían decidido que algunos antiguos habían traicionado a la secta, uniéndose a la Camarilla o a otros antiguos, debido a la proliferación del caos y a la llegada de la Gehena. Puede que algunos lo hubieran hecho, pero, en este momento, la histeria estaba tan extendida que la Espada de Caín había barrido las filas del Sabbat de arriba a abajo. A excepción de unos pocos, ningún cainita que tuviera más de unos cientos de años estaba a salvo. Aterrorizados por lo que estaba por llegar y animados por los augurios que parecían presagiar el fin, los vampiros más jóvenes se habían rebelado contra todos los antiguos; desesperados por eliminar a cualquier posible agente de los Antediluvianos antes de que estos despertasen. Docenas de antiguos se habían encontrado con sus muertes definitivas a lo largo de las últimas semanas, en lugares como este pero en una puesta en escena de alcance mundial, y todavía quedaban muchos por perecer. No ayudaba mucho el hecho de que aún más antiguos hubieran muerto, no a manos de sus chiquillos, sino por las de sus propios compañeros, porque los vampiros de todo el mundo habían descubierto que la sangre de los de su raza podía aliviar los síntomas del marchitar.

Después de gozar con una sangre tan potente como la de Galgo, los neonatos se sintieron mucho mejor.

Un almacén en Midtown

Houston, Texas

El suelo de cemento ya no estaba vacío; varias filas de pesadas torres eléctricas de metal se apoyaban en él. De las columnas sobresalían gruesas estacas y docenas de Vástagos pendían paralizados de ellas como trozos de carne. Jaulas estrechas, que no contaban con el espacio necesario para girarse, estaban alineadas contra la pared del fondo. Los prisioneros enjaulados estaban sucios, apaleados y eran alimentados con una dieta a base de sangre de perro y cerdo servida con cucharón todas las noches. Sobre unas pasarelas, vigilando entre las filas de jaulas y pilares, había una docena de ghouls armados con poderosas armas de fuego, machetes y pesadas estacas, y un pequeño grupo de vampiros que supervisaba la operación. Cada pocas noches, uno de los antiguos de Houston acudía allí para buscar algo que aliviara su debilidad. Acompañado por un guardia armado, seleccionaba a uno entre el “ganado” para que solucionara momentáneamente su problema.

Aquella no era la única instalación de aquel tipo. En todo el mundo y, sobre todo, en las ciudades ocupadas por la Camarilla, los “centros de encarcelamiento” estaban convirtiéndose en algo habitual. En su versión oficial, los príncipes y arcontes mantenían que era necesario atajar el malestar creciente y poner en práctica medidas de prevención que serían empleadas únicamente contra aquellos que incitaran a la desobediencia o que perturbasen la paz de alguna manera.

La verdad era, sin embargo, que se habían transformado en campos de concentración en pocas semanas. Los sheriffs y otros “guardianes del orden” apresaban a los neonatos y extraños en las calles a la menor provocación y, a menudo, sin que la hubiera. No obstante, de cara al público, aseguraban que su tarea consistía en salvaguardar la paz y garantizar de la preservación de la sociedad ideada por la Camarilla.

En privado su mandato era mucho más fácil de explicar. Se preocupaban únicamente de mantener a los antiguos alimentados, así como de garantizar que conservaran su fortaleza, y se ocupaban de que los centros de encarcelamiento estuvieran siempre repletos. Y no importaba qué tuvieran que hacer para conseguirlo.

Su elección predilecta eran los neonatos recientemente Abrazados, los Caitiff, los sangre-débil, los extranjeros y recién llegados a la ciudad y, desde luego, cualquiera que fuera encontrado culpable de cometer un crimen. Hablar en público de la Gehena era el cargo más recurrente y muchos de los que estaban bajo custodia eran, ciertamente, culpables de ser unos grandísimos bocazas. En cualquier caso, todos los Vástagos lo bastante débiles para ser secuestrados con facilidad y que carecieran de aliados poderosos que advirtieran su ausencia estaban en peligro. En ocasiones, los príncipes de los dominios más grandes enviaban a su gente a otras comunidades, sobre todo las vecinas, para conquistar nuevos territorios donde obtener una fuente mayor de suministro. Las fuerzas de seguridad mundiales informaban de un grave aumento de los crímenes pasionales, las actividades terroristas, las guerras entre bandas, las revueltas y otros incidentes violentos.

Algunos antiguos intentaban Abrazar rebaños enteros con el fin de crear uno propio. Por desgracia, el Abrazo también había sufrido los efectos del marchitar y, a menudo, sus intentos terminaban con un sinnúmero de cadáveres en lugar de vampiros.

Aquella noche, la príncipe Suadela había llamado con antelación para informar a Jack Fowler de que los visitaría bien entrada la noche. Durante una hora, después de la llamada, tuvo a sus guardias revolviendo el lugar. No le preocupaba la limpieza. Los antiguos conocían e incluso aprobaban las condiciones miserables en las que se mantenía a los prisioneros, pero se desataría el peor de los infiernos si Karen Suadela o cualquiera de los miembros de su séquito descubría aunque solo fuera el más pequeño fallo en la seguridad. Por ello, se comprobaron todos los cerrojos y candados, se aseguraron las estacas en los pechos de los vampiros que pendían de las torres, se volvieron a sincronizar las cámaras de vídeo y se cargaron las armas.

Todo estaba preparado cuando oyeron el rugido de un motor acercándose al muelle de carga que estaba detrás del almacén. Con una sonrisa aduladora en su rostro desaliñado de comadreja, Fowler salió afuera.

Se quedó helado al ver una furgoneta Chevy roja bastante antigua. La Príncipe viajaba siempre en una limusina.

Fowler se dio cuenta inmediatamente de que algo no iba bien. No en vano le habían nombrado supervisor del centro de detención. No perdió el tiempo preguntándose cómo había logrado la furgoneta burlar los controles que había en el perímetro o qué había sido de la Príncipe. Al momento, tenía la Glock en la mano y se tiró de cabeza hacia uno de los muchos botones de pánico que habían instalado en todas las puertas y en otros puntos dentro del recinto.

No lo consiguió. Desde la esquina del tejado, que estaba sobre su cabeza, le cayó una cortina de sombras tan eficaz como una red y que detuvo su avance. Unos brazos de oscuridad lo agarraron y tiraron de él hacia atrás. Fowler salió a trompicones de aquellas tinieblas y regresó por donde había venido hasta tropezar con algo grande e inflexible.

Theo Bell no le dejó volverse. Sencillamente cogió su cabeza entre las manos y la retorció con dureza y con todas su fuerzas. No estaba seguro de que fuera a funcionar. Desde hacía algún tiempo, su rendimiento físico era bastante impredecible. Había noches en las que se despertaba sintiéndose el más fuerte; capaz de conquistar el mundo con una mano atada a la espalda. Sin embargo, en otras ocasiones, no se juzgaba mucho más capaz de lo que lo había sido en vida.

Aquella noche, por suerte, era una de las primeras. La columna de Fowler se rompió como el cristal. Bell dejó caer el cuerpo y a continuación, para terminar el trabajo, le aplastó el cráneo de un taconazo.

—Eso no ha sido muy hábil por tu parte, Bell. —Lucita se deslizó por una cuerda de sombra desde el tejado. Su descenso fue más tembloroso e inseguro de lo que solía—. Podría habernos sido de utilidad.

—Perdona, Lucita. No lo había pensado. El primero al que podamos drenar ahí dentro será tuyo.

Desde la entrada principal al almacén les llegó el estruendo de las ametralladoras automáticas.

—Si es que queda alguien vivo —añadió Bell. Luego se giró y chilló hacia la furgoneta—. ¡Vamos!

Media docena de Vástagos de todas las edades, credos y clanes salieron como un torrente por la puerta corrediza de la camioneta. Algunos iban armados con pistolas, otros con cuchillos, pero todos tenían armas en las manos y fuego en la mirada. Cada uno de ellos, los seis que había en el vehículo y los otros ocho que estaban atacando la fachada principal, habían sido también prisioneros, como los de dentro, y cualquier posibilidad de devolverle la jugada a la Camarilla era bien recibida. Bell, con una nueva (aunque ya muy usada) SPAS-15 en la mano, los siguió hacia el interior, yéndose luego a la izquierda y buscando refugio una vez estuvo cerca de la puerta. Lucita saltó, se tiró de cabeza, atravesó una de las ventanas superiores y aterrizó encima de uno de los guardias del interior.

No les llevó mucho tiempo. Los bandos estaban equilibrados en número, pero los defensores eran, sobre todo, ghouls (obstinados pero fáciles de matar) y los Vástagos habían perdido a su líder. Los atacantes, por su parte, eran vampiros del primero al último y contaban con dos de los mejores expertos en escaramuzas que descendían de Caín. Lucita aplastó limpiamente la laringe del hombre sobre el que había caído y rodó hacia delante, esquivando la ráfaga de balas que otro de los guardias dirigía contra ella. De una patada, le arrebató el arma al hombre y además le rompió tres dedos. El ghoul gritó y se dobló hacia delante cuando Lucita le propinó un fuerte puñetazo en el plexo solar. Cogió el arma de donde había caído y, con tranquilidad, disparó sendas balas a la cabeza de un tercer guardia que estaba encima de una de las pasarelas. Se tomó un instante para agradecer que sus rivales fueran solo ghouls (teniendo en cuenta lo despacio que se movía aquella noche, alguien más fuerte hubiera supuesto un grave problema) y se deslizó en busca de nuevos contrincantes.

Por su parte, Bell se limitó a deshacerse de aquellos que lo rodeaban; con la pistola en una mano y la otra con un puño cerrado que propinaba unos golpes que, al menos esta noche, eran más poderosos que de costumbre. La SPAS-15 disparó dos ráfagas y le arrancó la cabeza completamente a uno de los vampiros que custodiaba el almacén. Bell se giró, encogiéndose pero no aminorando, al sentir que una bala impactaba contra su cadera. Lanzó un puñetazo a un ghoul y le destrozó la clavícula. Luego, atraído por el sonido de las armas, cargó contra una pequeña habitación lateral, con la pistola a punto y disparando.

Cuando los disparos cesaron, el humo se disipó y la sangre empezó a secarse, pudieron comprobar que solo dos atacantes habían caído y ambos eran recuperables con la suficiente cantidad de sangre. En cambio, ni uno de los defensores permanecía en pie.

—¡Muy bien, chicos, ya sabéis lo que tenéis que hacer! —gritó Bell—. Malik, llévate a Azure y a Ben, y empezad a apilar los cuerpos en el centro de la habitación. Joseph, hazte con tres pares de ojos y vigilad bien el perímetro. Si alguien aparece, quiero saberlo antes de que tengan siquiera tiempo para pensar. El resto, abrid esas jaulas y bajad a esos chicos de ahí.

Bell y Lucita contemplaron impasibles cómo, los vampiros que habían estado paralizados durante solo Dios sabía cuánto tiempo, se veían liberados de las estacas y se les permitía yacer tranquilos en el suelo. Los otros prisioneros salieron dando traspiés de sus jaulas, gateando ansiosos hacia los cuerpos repletos de sangre, pero un grito de Bell los detuvo.

—¡Joder, esperaréis hasta que los demás se muevan! —dijo, señalando a los Vástagos con agujeros en sus pechos, que solo ahora habían empezado a dar señales de no-vida—. No pienso permitir que se despierten sin nada que llevarse a la boca.

Aquello no era bondad por su parte, solo sentido común. No tenía sentido liberarlos si luego les tenían que asesinar para protegerse de su hambriento frenesí.

—¡Muy bien, escuchad! —volvió a gritar, un minuto después, cuando todos los que tenían que despertar ya lo habían hecho. Todos habían logrado aliviar, en mayor o menor medida, su hambre. Se habían alimentado de los cuerpos y empezaban a mirarse los unos a los otros con ojos siniestros y hambrientos. Bueno, ya iba siendo hora de ponerle punto y final a eso.

—Todos sabéis en qué se está convirtiendo la Camarilla. De hecho, lo sabéis mejor que nadie —continuó Bell—. También nosotros lo sabemos —gesticuló hacia aquellos que lo acompañaban—. Todos lo hemos visto. La mayoría de nosotros ha estado allí, como vosotros. Y estamos haciendo algo para ponerle remedio.

Así era. Desde hacía meses, incluso mientras la Camarilla se hacía más fuerte, violenta y opresora, varias células de lo que se había dado en llamar la resistencia, se habían levantado contra ella. El grupo de refugiados rescatados por Bell y Lucita era solo uno entre muchos, pero era ya de los más numerosos. Contaba con casi cien miembros entre la zona continental de los Estados Unidos y algunas áreas de Canadá. No era mucho, teniendo en cuenta lo que estaba ocurriendo en ambas sectas, pero, por el momento, era todo lo que podían hacer para contrarrestarlo. Se decía que el propio chiquillo de Hardestadt, Jan Pieterzoon, estaba reuniendo una secta más formal con la que oponerse a la Camarilla, pero, hasta donde Theo sabía, Pieterzoon había desaparecido de la faz de la tierra. Ninguno de los antiguos confiaba en que se pudiera crear una fuerza lo bastante grande como para poderse enfrentar directamente a cualquiera de las dos sectas. Su único objetivo a estas alturas era poder reunir un grupo lo suficientemente numeroso para poder sobrevivir hasta que las sectas recuperasen la coherencia o cayeran bajo el peso de sus acciones. Suponiendo que sobrevivieran y que Dios los ayudase a superar la Gehena, si es que realmente estaba por llegar, tendrían una base para empezar de nuevo.

Desde luego, Bell y Lucita tenían ideas muy diferentes sobre cómo crear esa sociedad novel, si es que llegaba la ocasión. Pero, por el momento, habían acordado de manera tácita no hablar del tema a menos que fuera necesario.

Bell no se lo dijo a los nuevos prisioneros liberados. Sencillamente les ofreció un discurso enardecedor, que no elocuente, sobre las perversiones que estaba cometiendo la Camarilla en las últimas noches, sobre cómo él, antiguo defensor a ultranza de la secta, se erigía ahora en su contra. Lucita sí era una oradora locuaz, pero habían decidido desde el principio que una antigua arzobispo del Sabbat no resultaría tan convincente. En caso de que empezaran a operar en el territorio del Sabbat, entonces sí podría hablar ella.

Como siempre, Bell terminó con una invitación. Y, como de costumbre, solo la cuarta parte de los prisioneros expresaron su intención de unirse. El resto escogió seguir su camino tan pronto como se estuvo seguro de que Bell no los detendría.

—La mitad estarán muertos o volverán a ser prisioneros en un mes —le murmuró a Lucita, mientras los veían alejarse—. Malditos idiotas.

—Ahora son libres. Es todo lo que podemos hacer por ellos —afirmó Lucita, con el ceño fruncido.

Iba contra su instinto y su código moral ayudar a las personas sin esperar recibir a cambio algo importante. Sabía, sin embargo, que estaba haciendo lo que debía, pero había dedicado los últimos cuatro años a convencerse de que, en su fuero interno, era, ante todo, una agente de la condenación y no de la salvación. Sí, estas incursiones servían a su propósito de desbaratar las operaciones de sus enemigos y reclutar a nuevos miembros. Pero, a pesar de ello, seguía sin sentirse a gusto en su papel de liberadora o compañera. Había aprendido a enfrentarse sola al duro mundo. Hacer algo diferente ahora, creerlo incluso posible, la llevaría a lamentar ciertas cosas que podrían, a la larga, hundirla. Y, si todo continuaba así durante cierto tiempo, eso es precisamente lo que acabaría ocurriéndole.

—Tenemos que irnos —dijo uno de los enjaulados; un joven Nosferatu con un bigote al estilo del viejo oeste que le disimulaba el rostro descarnado, curtido y de color oliváceo—. Los guardias andaban de un lado para otro preparándose para no sé qué. Vamos a tener compañía dentro de poco.

Bell pensó durante unos instantes en aguardar; quería expresarle su malestar a quien quiera que llegase. Al final decidió que no merecía la pena.

—Muy bien, chicos —anunció a los que ya estaban en su grupo y a los que se unían ahora—, vámonos. Tenemos que recorrer un buen trecho y la noche no espera por nosotros.

Mientras que se escoltaba a los nuevos reclutas afuera y se los conducía a una furgoneta de mayores dimensiones (la que estaba aparcada en la entrada principal), Bell y unos cuantos de sus soldados se tomaron su tiempo para poner unas cuantas cargas y rociar el lugar con gasolina. La mayor parte del edificio era de hormigón pero, al menos, podrían retrasar que se volviera a utilizar como campamento de alimentación.

Cuando las primeras volutas de humo se elevaron hacia el cielo, ellos ya habían partido.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Jenna Cross, ataviada con una de sus camisetas de tirantes anchos, unos vaqueros cortos y su ya habitual pistolera bajo la axila, había modificado su estilo de pretendida roquera por el de heroína de videojuego. Aun así, el hecho de que aún estuviera no-muerta y pateando traseros y, lo que era todavía más importante, de que la mayor parte del condado de Los Ángeles fuera suyo en lugar de serlo de la Camarilla, le otorgaba el respeto que su vestimenta no parecía merecer. Eso y la luna creciente de su hombro. Cuando había empezado todo aquello con un grupo minúsculo de sangre-débil y el apoyo de un famoso líder anarquista, la mayoría de los que la conocían la desdeñaron. Ahora, con todo lo que había conseguido hacer contra la Camarilla y todo el caos que gobernaba el mundo, su gente (y todos los sangre-débil que habían oído rumores acerca de sus operaciones) empezaba a tomarla en serio. Ignoraba cuántas veces había oído citar El Libro de Nod y todas esas tonterías acerca de los huérfanos y las ciudades regentadas por los sangre-débil en el fin de los tiempos. Francamente, teniendo en cuenta lo que sabía sobre la religión vampírica, todo aquello la asustaba sobremanera.

Bebió un sorbo de su café endulzado en exceso; la cafeína y el azúcar ya no la satisfacían como antes pero, a diferencia de los vampiros “de sangre fuerte” (aquellos que la querían ver muerta definitivamente), todavía podía saborear las cosas. Miró con el ceño fruncido a todos los que estaban sentados alrededor de la mesa. No le agradaba lo que estaba oyendo.

—¿Cómo nos han encontrado, Rob?

—No tengo ni idea. Solo sé que nuestra gente acababa de llegar a Riverside cuando algunos perros de la Camarilla se les echaron encima como las moscas a la mierda —calló y su labio inferior tembló.

Oh, mierda. Jenna sabía lo que eso significaba.

—¿No pudieron escapar todos?

Rob negó con un gesto.

—Perdimos a Moose y a Laurence.

—Joder…

—Tenían, al menos, a un arconte con ellos, Jenna. A los demás les faltó tiempo para salir de ese infierno. La verdad, no iban con la intención de hacer prisioneros.

—¡Es que, para empezar, ni siquiera deberían haber tenido la posibilidad de ir contra nosotros! —Miró a la pared contra la que había lanzado la taza sin siquiera percatarse. El goteo del café por la pared empapelada la tranquilizó—. Muy bien, no haremos más incursiones en Riverside durante algún tiempo. ¿Cómo están nuestras defensas?

—Eso va un poco mejor —replicó una mujer de cabello oscuro llamada Tabitha—. Todavía no hemos conseguido recuperar Pasadena, pero ya estamos bien asentados en el este de Los Ángeles. Hemos quemado el motel en el que se reunían y también hemos descubierto a uno de sus espías. Chris y Toby le están dando caza en estos momentos y no tardarán mucho en deshacerse de él.

—¿Qué hay de las escaramuzas en el centro de la ciudad?

—Creemos que la primera fue solo una avanzadilla. La mayoría eran ghouls y algunos exploradores de las alcantarillas. Perdimos a unos cuantos allí, pero el enemigo no conquistó ningún territorio.

»La segunda no tenía nada que ver con la Camarilla. Rodeamos a otro grupo de MacNeils pero no accedieron al desarme, así que tuvimos que ocuparnos de ellos.

Jenna suspiró. Los informes eran, básicamente, los mismos que los del día anterior. Y que los de la semana pasada. E iguales a los del mes en curso. Cada noche llegaban a Los Ángeles más sangre-débil desde otras ciudades, e incluso desde otros países, para perseguir su sueño de hacer de una ciudad un refugio seguro para todos los de su clase. Pero, a pesar del continuo goteo de refuerzos, nunca parecían llevar la ventaja. Mantenían a la Camarilla en, más o menos, los mismos lugares que desde el momento en el que dieron comienzo las auténticas refriegas. El que todavía contaran con los efectivos necesarios para mantenerlos en jaque era casi un milagro y se explicaba porque la Camarilla tenía demasiadas cosas de las que preocuparse como para poder enviar los recursos necesarios para librar aquella guerra. Pero una guerra de desgaste no acabaría con ellos. Si los sangre-débil no podían ganar una batalla decisiva, entonces quizá pudieran conformarse con el mismo sistema que habían puesto en práctica los Catayanos antes que ellos; es decir, lograr que para la Camarilla terminara resultando más sencillo tolerarlos que pelear en su contra. Pero, en cualquier caso, sería solo cuestión de tiempo que pudieran prestarles la atención necesaria. Y cuando eso sucediera, el peso casi infinito de la secta aplastaría a los sangre-débil como una avalancha.

Además tenían que ocuparse de los jodidos MacNeils. Cross había tenido la esperanza de que, ahora que la Camarilla no era la fuerza dominante en Los Ángeles, los demás anarquistas y ella pudieran llegar a algún tipo de acuerdo. No obstante, los MacNeils habían dejado bien claro que no estaban dispuestos a permitir que un don nadie asumiera el mando. Hasta la fecha no habían participado demasiado en el conflicto, pues habían quedado muy debilitados por la guerra contra la Príncipe Tara y luego por la ofensiva inicial de la Camarilla. Pero su costumbre de intervenir de cuando en cuando y de eliminar a todo Vástago que no perteneciera a su círculo social convertía la actual situación de caos en algo mucho más enloquecedor.

—Muchas gracias a todos —les agradeció, finalmente—. Ahora, por favor, dejadme sola.

Solo cuando la habitación estuvo vacía, salvo por la “Última Hija”, esto es, ella misma, pudo oír cómo se abría la puerta que conducía al sótano y las pisadas que avanzaban por la cocina. Ni siquiera se molestó en mirar cuando Samuel cogió una silla y se sentó.

—¿Te has enterado?

—Sí. Lo has hecho bien. Has conseguido mantener alejada a la Camarilla durante bastante tiempo.

—No lo bastante, Samuel. Tampoco he logrado que retrocedieran.

El recién llegado se inclinó hacia delante.

—Quizá podrías intentar acercarte de nuevo a los MacNeils. Tal vez si no insistes en permanecer al mando…

—¡Y una mierda! Yo soy la que consigue que todo permanezca unido. Yo fui quien le pateó el culo a la Príncipe Tara. Yo soy la razón de que mis hermanos y hermanas vengan a Los Ángeles. ¿Y crees que voy a permitir que otro se aproveche de mis logros?

—Eso es encomiable, Jenna, pero no olvides que tú tienes más que perder que los demás. La Camarilla es una entidad pragmática. Si nos vencen aquí, ejecutarán a unos pocos anarquistas para dar ejemplo y a los demás se les permitirá conservar la no-vida siempre y cuando juren lealtad a la secta. Pero tú… —miró a su hombro y a la marca que lo adornaba—. Puede que la Camarilla esté asegurando en público que la Gehena es un mito, pero muchos antiguos se lo creen. ¿Por qué te crees que están acallando a todos los que hablan de ella? No es solo para atajar la histeria, también lo hacen porque están asustados. Si alguien de la Camarilla decide que eres parte del próximo apocalipsis, pondrán todos los medios a su alcance para deshacerse de ti. Te perseguirán y, si tienes suerte, te matarán. Si no es así, te… examinarán.

Jenna se estremeció, la piel, bajo su marca en forma de luna creciente, se le puso de gallina. En su cabeza oía, una y otra vez, a Samuel citando El Libro de Nod, uno de entre las docenas de pasajes que hablaban de la “Última Hija”, la mujer con la marca de luna creciente. Lo cierto era que Jenna no quería salvar a nadie, excepto a sus compañeros sangre-débil. Y estaba absolutamente segura de no querer verse envuelta en ningún frenesí religioso.

—No soy la única que tiene esa marca —repuso ella.

Algunos de sus seguidores tenían la horrible costumbre de buscar a niñas con cicatrices y marcas de nacimiento con la forma de una luna creciente. Solo en Los Ángeles habían encontrado ya a una docena.

—Cierto —estuvo de acuerdo Samuel—, pero eres la única que ya ha crecido, que forma parte de la sangre-débil y que lidera una revuelta contra la autoridad de la Camarilla. Supongo que, al que crea en la llegada de la Gehena, decidirá que eres la Última Hija.

—Pero…

—No olvides —la interrumpió Samuel— que tus mayores enemigos son aquellos interesados en que tú seas el símbolo de su arcana religión, no esos que aspiran a arrebatarte tus calles y tu ganado.

No mencionó su nombre en esta ocasión, pero ya la había advertido más de una vez que el más insistente y peor de sus cazadores sería Beckett.

Volvió a estremecerse al pensarlo.

—Eso es —continuó él—, creo que hablaré con mis contactos entre la gente de Hardestadt. Entre todos extenderemos el rumor de que estás a punto de pactar una alianza con los MacNeils, a ver si así la Camarilla concentra sus esfuerzos en evitarlo y te dan un respiro.

Por primera vez aquella tarde, Jenna Cross sonrió.

—Muchas gracias, Samuel.

—Como siempre, Jenna, es un placer.

Fortschritt, la casa madre Tremere

Viena, Austria

—Beckett… Tienes que despertar. Tienes cosas que hacer… Caminos que recorrer.

No. No quería despertar. Le gustaba estar allí. En silencio. Dejándose mecer por el olvido. Sin complicaciones. Allí fuera… Fuera todo era malo.

—Sí, es malo. Y se va a poner peor. ¿De verdad quieres perdértelo?

En el sueño, si es que lo era, Beckett abrió los ojos. Por alguna razón, no se sorprendió al ver el rostro del Malkavian, enmarcado por su cabello rubio desgarbado.

—¿Entonces estoy muerto? —Beckett reflexionó sobre el concepto—. No es tan grave.

—Me temo que aún no. Aunque he visto algunos cadáveres que tenían mejor aspecto y olían mejor que tú.

—Debo estar soñando.

—Muy bien, ¿y lo haces siempre a medianoche? A menos que hayas decidido hacer un cambio dramático en tu vida y que ahora te dediques a trabajar durante el día, eso que dices no me parece probable.

Beckett frunció el ceño.

—No… Había algo…

Empezó a recordar lo sucedido a la inversa. Se vio a sí mismo corriendo enloquecido por los pasillos que se extendían bajo la biblioteca Fortschritt, rompiendo el mobiliario y los libros hasta que se derrumbó. Se vio huyendo de la cámara central, donde habían realizado el ritual Tremere. Se vio lanzándose hacia Kapaneus, contempló cómo lo lanzaba el antiguo al otro extremo de la habitación como si fuera un niño enfurecido. Vio el diario frente a él y recordó las terribles revelaciones que contenía.

—Oh, Dios… —Beckett cerró los ojos con firmeza—. Déjame tranquilo, Anatole.

—No puedo, tienes que despertar.

—¡Me niego a hacerlo! ¡Es la Gehena, Anatole! Tenías razón desde el principio. Este es el fin.

—Desde luego estamos llegando. El león todavía no yace con la oveja, pero la ha emborrachado y ha llamado a un taxi.

Beckett volvió a abrir los ojos.

—¿Te he dicho ya que no pareces tú?

—Te sorprendería saber lo que la muerte hace con el sentido del humor. —Anatole se arrodilló a su lado—. Beckett, escúchame. Di mi vida a cambio de respuestas, o eso pensaba yo. Recuerdo haberme hundido en la masa rítmica de la Catedral de la Carne y le di la bienvenida. Pero, justo al final sentí una llamada (supongo que podría definirlo así, aunque no era nada tan mundano como un ruido). Era casi como un suspiro de añoranza, una melancolía. Lo seguí o, al menos, parte de mí lo hizo.

»Ya has oído los rumores acerca de mi clan. Ya sabes, eso que dicen, que estamos todos conectados a un nivel inferior al subconsciente. Y es verdad, Beckett. Hay personas y cosas que moran aquí; cosas que ni siquiera el más loco de nosotros podría imaginar. Pero es nuestro hogar. Este es el lugar donde estoy. Formo parte de él. Esa es la razón de que te parezca diferente. He dejado de ser yo mismo.

»Queda lo bastante de mí para recordar quiénes eran mis amigos, Beckett. Pero no podré hablarte durante demasiado tiempo. Ahora mismo estás boca abajo en un pasillo de piedra, donde has yacido sumido en el letargo durante casi tres meses. No puedes quedarte aquí más tiempo.

—Aunque fuera cierto que esto es algo más que un sueño alocado, ¿por qué no? ¿Qué importa si me quedo aquí? ¿Qué más da si muero aquí?

—¿Por qué importa? ¿No es eso lo que siempre has querido saber?

Beckett parpadeó una sola vez en el sueño y, despacio, en el mundo real, sus ojos volvieron a abrirse. Anatole empezó a desvanecerse de la vista, pero todavía no se había ido.

—Anatole, ¿solo te has aparecido a mí? Lucita estaría encantada…

—Lucita no querría verme más, Beckett. Ten cuidado con ella. Te la encontrarás antes del fin y ya no es la que era. Ni siquiera yo sé qué camino escogerá; la oscuridad que la rodea es demasiado densa.

El Malkavian había desaparecido casi por completo y, en su lugar, se erigía una pared borrosa de piedra, una alfombra hecha jirones y un malestar en la mejilla de Beckett.

—Gracias… Anatole. Si acaso sirve de algo, siento que hayas muerto.

—Yo no, ¿estás de broma? Solo tengo que flotar en tu cabeza y ser misterioso. Tú eres el pobre payaso que debe lidiar con la Gehena.

Y despareció. Despacio, con los miembros doloridos, Beckett se puso en pie. Tenía…

¡Hambre!

De hecho, se hizo aún más intensa cuando se percató del detalle. Se sintió como si la Bestia anduviera reptando con las garras por su estómago. Si había estado varios meses sumido en el letargo, ¿se había derrumbado por la falta de alimento o lo había obligado Kapaneus? Le sorprendía, sin embargo, que aún tuviera fuerzas para levantarse.

Tenía la intención de registrar el lugar; comprobar si Kapaneus, por casualidad, aún rondaba por allí o si había optado por la reacción lógica y había salido de allí como alma que lleva el diablo. En cualquier caso, eso tendría que esperar. No podía permitirse el lujo de encontrarse con el antiguo estando así. Teniendo en cuenta que la neblina roja empezaba ya a nublarle la visión, dudaba de su capacidad para mantener el control frente a una fuente de sangre. Y, aunque no podía recordar cómo había ocurrido, Kapaneus ya había sido capaz de deshacerse de él estando sumido en un ataque de frenesí.

Concentrándose tanto como se lo permitía el dolor que sentía, Beckett reunió el poco poder que le restaba para iniciar una invocación mental. No le cabía duda de que Fortschritt, cuando todavía era el dominio de unos hechiceros de talento incomparable, carecía de vida salvaje y de aquellas sabandijas que no quisieran tener los Tremere. Beckett tenía la esperanza de que, ahora que los propietarios habían desaparecido, la naturaleza se hubiera asentado en el lugar.

Así fue y, como respuesta a su llamada, apareció un instante después la primera de las ratas. Beckett, con todo el cuerpo temblándole por la necesidad de mantenerse quieto, permitió que se acercara, primero un poco y luego mucho más. Pensó, durante un instante, que podía verse a través de los ojos del roedor, por lo que procuró pegarse más a la pared y enviarle ondas de tranquilidad.

La sangre de la rata era escasa e insatisfactoria, como quien le ofrece una sola galleta a un hombre que se muere de hambre. Goteó cálida y algo amarga por su garganta, apenas calmando la sed ardiente que desbordaba su estómago y alma. Volvió a llamar. No parecía que habitaran allí muchas ratas, por lo menos teniendo en cuenta el tamaño del complejo. Solo unas pocas docenas. Sin embargo, después de haberlas engullido a todas, logró calmar lo peor de su hambruna y mantener a la Bestia lo bastante tranquila para hablar con Kapaneus sin volverlo a atacar.

Para sorpresa suya, y aunque nunca lo admitiría, también para su alivio, encontró al antiguo en la cámara principal donde había tenido lugar el ritual. Kapaneus estaba cómodamente sentado en una silla que parecía haber traído consigo desde el piso superior, desde la biblioteca. Se encontraba ojeando un volumen de un alargado montón de libros que se balanceaban.

Sonrió al verlo entrar y se puso de pie.

—Los he reunido para ti —fue todo lo que dijo. Beckett no pudo evitar responderle con otra sonrisa.

—¿Has estado aquí todo el tiempo?

—Sí, la mayor parte. Desde luego, he salido para buscar sustento. Y lo haría encantado de nuevo si tú lo necesitases.

—Te lo recordaré más adelante. ¿Debo suponer entonces que no existe peligro alguno de que nos descubran estando aquí?

—En absoluto. La fachada exterior continúa derrumbándose. A juzgar por las señales fijadas en las puertas el lugar está condenado, aunque no sé a qué tipo de condena se refiere.

»Tu aparato de comunicación —y, entonces, Kapaneus reprodujo el timbre de su teléfono vía satélite— sonó a menudo durante las primeras noches después de, eh... tu accidente. Luego paró.

—Se le debió terminar la batería —Beckett miró el teléfono y se preguntó si encontraría alguna toma de corriente allí abajo. Bueno, entre tanto…

Caminó hacia la bolsa donde guardaba su equipo, que estaba colocada en una esquina, y extrajo de ella su portátil. Después de una rápida ojeada, comprobó, por la lucecilla, que aún disponía de la suficiente batería. Se alegró de que no hubiera quedado encendido durante estos meses. Ya era hora de averiguar qué había acontecido en el mundo en su ausencia. Justo después, Kapaneus y él marcharon al exterior y encontraron algo más satisfactorio que una sencilla rata.

Fortschritt, la casa madre Tremere

Viena, Austria

—Déjame ver si lo entiendo —pidió Kapaneus, mirando escéptico el portátil—, puedes recibir mensajes escritos en este aparato de cualquiera en el mundo que tenga uno parecido.

—Sí, esa es la explicación, a grandes rasgos.

—¿Y dices que no tiene nada que ver con la magia?

—No, en realidad tiene mucho que ver con los principios generales que rigen el teléfono.

—Es fascinante. —Kapaneus se inclinó hacia delante—. ¿Y solo necesitan saber el nombre del receptor del mensaje?

—Bueno, algo así.

—Este mundo al que me has traído es verdaderamente asombroso.

Por desgracia, de las conclusiones que Beckett sacó al leer, no solo los mensajes de Okulos sino también los de sus otros contactos por todo el mundo, había pocas razones más por las que recomendar la era moderna. Eruditos, ocultistas y nodistas desaparecían a velocidades alarmantes. Con toda seguridad, algunos debían haberse escondido con la esperanza de capear el temporal, pero Beckett tenía la sospecha de que la mayoría debía de haber muerto a manos del Círculo Interno por hablar sobre la Gehena. El Sabbat estaba degenerando en una multitud violenta y desorganizada (y que no parecía que fuera a cambiar), mientras la Camarilla empezaba a parecerse a un Cuarto Reich. El marchitar se había extendido por casi todos los niveles de la sociedad de los Vástagos y se informaba de extraños sucesos en todo el globo. La Mascarada era una pompa de jabón a punto de estallar; un solo acontecimiento catastrófico en el lugar o momento equivocados podría descubrir todo el pastel.

—No podías dejar que pasara este tiempo durmiendo, ¿verdad, Anatole? —murmuró Beckett.

Kapaneus parecía igualmente preocupado cuando el Gangrel le hizo un resumen de lo que había estado ocurriendo.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó el antiguo después de mantenerse en silencio un buen rato.

Beckett aspiró profundamente aunque no lo necesitaba.

—Voy a continuar con lo que estaba haciendo. Mi concepción del mundo se… bueno, se ha ido a la mierda. Pero la base no ha cambiado. Nuestra raza fue creada por alguna razón, Kapaneus. Estoy, ahora más que nunca, convencido de ello. Si tenemos un fin, también debimos tener un comienzo. Y voy a descubrir cuál fue.

—Es un objetivo admirable, Beckett. Pero esto es la Gehena y no te queda mucho tiempo.

—No. —El Gangrel se miró con recelo las manos. Después de verlas tantos años cubiertas de pelo, la suave piel parecía completamente antinatural—. Así que tendremos que darnos prisa.

Fortschritt, la casa madre Tremere

Viena, Austria

Beckett era un investigador experimentado, como correspondía a un arqueólogo, historiador y erudito, pero Fortschritt contaba con un sinfín de libros. Revisarlos todos le llevaría meses y sabía que ya no contaba con la eternidad. Lo mejor era empezar por el centro e ir hacia fuera. Comenzó, por tanto, estudiando el diario de Etrius, abordándolo desde las fechas más recientes hasta las más lejanas. Entre tanto, Kapaneus examinaba atentamente otros volúmenes que ya estaban en la cámara principal cuando ellos llegaron allí.

Incluso en su diario privado, el mejor de los magos Tremere parecía estar poco dispuesto a explicar los detalles específicos de lo que llamaba el ritual de la “Señal Roja”. Beckett seguía sin saber qué objetivo pretendían conseguir, aunque empezaba a tener sus sospechas. En cualquier caso, estaba claro que los brujos estaban asustados. Había numerosas referencias a señales y augurios, a fracasos de rituales en los que habían confiado ciegamente en el pasado, a los primeros síntomas de la debilidad de la sangre y, en las últimas fechas, se hablaba a menudo de la “contaminación Tzimisce”. Era evidente que, cualquiera que fuera el objetivo del ritual, Etrius creía que se trataba de la última esperanza para su clan. Explicó claramente que, si fracasaba, todos los Tremere perecerían. Beckett estaba intrigado por una línea en particular, que decía:

»Por lo menos, tengo la tranquilidad de saber que el destino que nos aguarda, si fracasamos, es el mismo que espera a nuestros enemigos.

Pero no continuaba explicándose y Beckett pronto se encontró leyendo acerca de otros temas.

—Beckett —inquirió Kapaneus unas cuantas horas después, levantando la mirada del libro que tenía entre las manos—, ¿no mencionaste a los Catayanos?

Hizo un repaso mental de la información que Okulos le había enviado. ¿Había algo sobre…? Ah, sí.

—Así es, al parecer han desaparecido todos de la Costa Oeste y nadie sabe la razón. Francamente, no lamento que se hayan ido.

—Según esto, los Usurpadores los estaban investigando. Estudiaban su mitología y también sus características físicas.

—Qué interesante —reflexionó Beckett—. ¿Estaban planeando lanzar algún hechizo sobre los Catayanos? ¿O acaso formaba parte de su estudio de la naturaleza de los Vástagos? ¿Era tal vez algún tipo de preparativo para el ritual de la Señal Roja?

—No lo dice. Pero, ¿puede ser que sus actividades fueran las responsables de la desaparición de los Catayanos?

Beckett estuvo de acuerdo en que podía ser el caso, aunque no le parecía probable. Como no llegaron a ninguna otra conclusión, siguieron investigando.

Fortschritt, la casa madre Tremere

Viena, Austria

Finalmente, Beckett cerró el diario de Etrius. Se recostó en la silla y, mientras jugueteaba ensimismado con una gota de sangre que manchaba la tapicería, miró con tristeza el cadáver que yacía a su lado. No había sido su intención matar a aquel hombre, de verdad. Pero, después de su prolongado letargo, estaba resultándole difícil controlar su hambre. Y lo que era peor, una parte de sí no podía evitar encontrarle el lado positivo a haber drenado y dejado seco a aquel hombre, es decir, que no tendría que volver a alimentarse durante algún tiempo, por lo que podría dedicar más tiempo a su investigación. No pudo evitar sentirse culpable al explicar su asesinato accidental en unos términos tan cínicos. Y probablemente fuera ese sentimiento de culpa lo que le obligaba a mantener el cadáver donde pudiera verlo, en lugar de esconderlo en alguna habitación vacía.

Kapaneus lo miró al escuchar el sonido del libro cerrándose.

—¿Te has enterado de algo?

—Quizá.—Mientras meditaba, sus ojos permanecían descentrados. Entonces parpadeó y miró a su compañero.

—Los Tremere no estaban particularmente interesados en saber dónde o cómo surgieron los Vástagos. Estaban más interesados en manipular nuestras naturalezas y habilidades para que nuestro potencial rindiera al máximo. En cualquier caso, hay un par de cosas aquí que podrían llevarnos en la dirección adecuada. ¿Sabes algo de la intención que tenían los Tremere de destruir a los Salubri?

Kapaneus asintió.

—La pusieron en práctica mucho antes de que yo entrara en Kaymakli. Ya entonces, los Usurpadores daban caza a los Salubri por creerlos demoníacos.

—Bien. En ese aspecto, casi consiguieron lo que se proponían. Hasta hace unos pocos años, la población Salubri solo contaba con un número de dos dígitos e incluso menos. Pero aquí —y Beckett golpeó el diario una sola vez—, Etrius menciona a una Salubri llamada Rayzeel que recientemente había despertado del letargo. Una chiquilla del mismísimo Saulot.

—¿De verdad?

—Sí. Saulot era el mejor estudioso de la naturaleza vampírica y un grandísimo profeta de la Gehena. Sin mencionar que era más antiguo que la tos. Rayzeel podría contarnos mucho sobre sus investigaciones. ¡Maldita sea! Puede que Saulot le haya hablado sobre el principio y contado cosas del mismísimo Caín. —A pesar de que a Beckett le había costado aceptar que la Gehena era un hecho, se sentía intrigado por saber si el mito de Caín sería o no cierto.

—¿Y los Tremere no intentaron destruirla?

Beckett abrió el diario, que crujió, y lo leyó.

—A la luz de los acontecimientos que rodean al Padre y los augurios de los que hemos sido testigos, no puedo permitir que una fuente tan valiosa de conocimientos e información perezca por un antiguo rencor, aunque ese rencor sea nuestro. No le comunicaré al Consejo mis descubrimientos y tampoco le contaré a nadie dónde está ella. Esta fuente de sabiduría me la guardaré con la esperanza de que pueda salvarnos.

—¡Entonces sobrevivió! —Kapaneus sonrió.

—Sí, sobrevivió… Y, si no lo hizo, no fueron los Tremere quienes la eliminaron.

—¿Por qué estás tan abatido?

—Porque —respondió Beckett— Etrius no se tomó la molestia de escribir cómo la encontró o dónde podría estar.

—Ah —meditó el antiguo—. Sí, eso podría convertirse en un problema.

Beckett maldijo y su brazo tembló cuando tuvo que controlar la necesidad de lanzar el libro al otro extremo de la habitación.

—Rayzeel puede ser la mejor fuente de respuestas que jamás haya existido. ¡Es chiquilla de Saulot, por Dios Santo! ¡Y no tengo ni puta idea de dónde buscarla!

—Podemos mirar los demás libros, Beckett. Estoy seguro de que en algún sitio…

—No. Si Etrius quería mantener el secreto, debió ser muy discreto. —El Gangrel suspiró—. Hay otra pista aquí. No tan prometedora y muchísimo menos atractiva a nivel personal, pero…

»Hace tiempo estuve en Los Ángeles. Creo que justo antes de que los Catayanos empezaran a desaparecer. Estaba investigando unos rumores acerca del ataúd de Caín.

Kapaneus enarcó una ceja.

—Sí, eso mismo pensé yo. Al final, resultó ser tan auténtico como un peinado Nosferatu. Maldita sea, me dijeron incluso que habían visto a Caín en algunos sitios.

—Esto no es prometedor, Beckett.

—Tienes razón, pero escucha. Una de las personas involucradas en todo ese lío era un líder anarquista llamado Jack Sonrisas. Bien, de acuerdo con esto —y volvió a ondear el diario— Jack se convirtió en un hombre muy ocupado desde que me marché. Ha estado reuniendo reliquias de los Vástagos desde los cuatro confines del planeta y me refiero a reliquias auténticas. Es más, Jack se ha estado comportando de una manera muy extraña últimamente. Ha pasado más tiempo hablando de las profecías de la Gehena y citando El Libro de Nod que ocupándose de hacer estallar cosas.

—¿Y crees que eso es importante?

—Pues Jack no es el tipo de persona que yo esperaría ver interesado por la religión. Iré al grano; Etrius pidió a su gente que se acercara a Jack para recuperar algunas de esas reliquias. Pero Jack no estaba dispuesto a venderlas y los Tremere encontraron sus respuestas en otro lugar, de modo que no siguieron con el tema. Pero Etrius estaba convencido de que Jack sabía algo, que, de algún modo, tenía una idea clara de lo que estaba por llegar. Opinaba que no era un simple nodista de pacotilla. Me gustaría saber cuál es su fuente y estoy seguro de que podremos encontrarlo más fácilmente que a Rayzeel.

—Desde luego. ¿Nos vamos entonces?

Beckett asintió.

—Permaneceremos aquí unas pocas noches, el tiempo suficiente para que Cesare traiga el avión hasta aquí y lo prepare para otro vuelo intercontinental. Pero, si no encontramos algo de más interés en estos libros, nos marcharemos a Los Ángeles.

La plantación Thompson

A las afueras de Savannah, Georgia

Victoria Ash frunció el ceño levemente para expresar su descontento al verse interrumpida. Recostó a la joven mujer semi-inconsciente entre las sábanas, se limpió con elegancia la sangre que le mojaba los labios y se acercó a la puerta del dormitorio.

—Creo recordar que pedí que no se me molestara, Allan.

—Mis más sinceras disculpas, Señorita Ash. Ha venido el Señor Beckett a verla. Dice que es muy urgente.

¿Beckett? ¿Aquí? Ash tuvo que controlar un súbito ataque de pánico. Si Hardestadt lo averiguaba…

Pero no podía mandar que lo echaran sin más. Entre otras razones, dudaba de que sus guardias estuvieran dispuestos a correr el riesgo. Lo mejor era averiguar lo que quería y urgirlo a marcharse lo más correcta (y rápidamente) posible.

Se vistió con una ligera bata de seda, abandonó la habitación y se dirigió al entresuelo abalconado que estaba por encima del primer piso. Ahí estaba: caminaba entre los objetos y esculturas ordenadas, deteniéndose, claro, en las curiosidades históricas. Miró hacia arriba como si hubiera percibido su presencia.

—Hola de nuevo, Victoria —la saludó con un movimiento de la mano.

La mujer dibujó una sonrisa educada en sus labios y le devolvió el saludo.

—Muy bien, Allan —dijo, por encima de su hombro—. Hazlo esperar en el despacho.

Sin esperar una respuesta, volvió a su habitación y empezó a vestirse con algo más formal.

La plantación Thompson

A las afueras de Savannah, Georgia

Victoria entró en el despacho y cerró con firmeza la puerta detrás de ella.

—Muy bien, Beckett. En el nombre del cielo, ¿qué estás haciendo…?

Para la mayoría de los Vástagos y, desde luego, también para los guardias mortales de Ash, el hombre que estaba sentado detrás de la mesa se parecía a Beckett. Se movía como él, hablaba como él e incluso olía igual. Pero, a pesar de lo debilitada que estaba Ash por su propio marchitar, su poder de percepción no tenía aún rival y conocía a Beckett personalmente, además de muy bien. No se había dado cuenta desde el balcón, mas ahora, al estar tan cerca, detectó el disfraz ilusorio, aunque fue incapaz de ver a través de él.

—¿Quién eres? —inquirió, con voz fuerte y enojada. La voz de una antigua en su refugio, una que no se toma con sentido del humor las sorpresas como aquella.

—De hecho, no creo que nos hayan presentado formalmente, Señorita Ash. —La apariencia de Beckett cambió, languideció y dejó paso a un hombre fornido, que vestía una gruesa camisa de franela y tenía la barba espesa—. Mi nombre es Samuel. Disculpe esta pequeña charada. —Samuel se levantó y rodeó la mesa—. Tengo solo unas cuantas preguntas que formularle sobre esas reliquias que compró a Beckett y pensé que si creía estar hablando con él…

—¡Oh, por Caín! ¿Cómo sabe usted eso? ¿Le ha enviado Hardestadt? Ya lo hemos hablado antes. Me gustaría que…

La hoja atravesó sin esfuerzo la garganta de Ash, desgarrando la carne y los cartílagos de una sola vez. No bastó para decapitarla, pero sí para evitar que hablara porque el aire de sus pulmones escapó inútilmente por las cuerdas vocales cercenadas.

Unos pocos meses atrás, esto hubiera supuesto un inconveniente menor. Ash había aplastado la voluntad de vampiros mucho mayores que ella bajo el peso de sus emociones y de su presencia antinatural.

Pero ahora, debilitada como lo estaba, la sangre respondía lentamente a su mandato. Vio a Samuel encogerse, mas no desmoronarse como debería haber hecho. En lugar de ello, el cuchillo (un arma horrible y ganchuda, muy parecida a la que se utilizaba para sacar las entrañas del pescado) penetró en su cuerpo una y otra vez. Y en cada ocasión, la ya debilitaba concentración de Ash vacilaba un poco más.

Entonces Samuel se puso a trabajar en serio. Salvo las noches que había pasado como prisionera de los Tzimisce durante la ofensiva del Sabbat en la Costa Este, no había experimentado una tortura ni remotamente parecida a la de ahora. El vampiro le arrancó jirones de carne milímetro a milímetro. Su sangre salpicó las cuatro paredes y sus prendas quedaron hechas trizas. Y solo cuando su visión empezó a oscurecerse, cuando el mundo pareció detenerse, pudo Ash percatarse de lo que Samuel estaba haciendo.

Su último pensamiento coherente fue: espero que Beckett te destripe por esto.

Samuel contempló con parsimonia cómo se pudría rápidamente el cuerpo y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro.

—Ceniza a las cenizas —bromeó con sarcasmo, y se echó a reír.

Un rápido vistazo a su alrededor bastó para confirmar de que la habitación tenía justo el aspecto deseado. No quedaban restos del cadáver, claro está, pero las salpicaduras de sangre y los jirones de ropa sugerían que había acontecido un ataque salvaje. La hoja ganchuda del cuchillo dejaba marcas que podían confundirse con las dejadas por unas garras. Y todos los sirvientes habían visto entrar a Beckett. Sí, aquello bastaría para convencerlos.

Lentamente, Samuel desapareció de la vista. Puso en práctica otra versión de su capacidad para disfrazarse, confundir y ofuscarse, y se dirigió abajo para robar los objetos que Ash había comprado a Beckett hacía tres meses.

Textiles Gutiérrez

Ciudad Juárez, Méjico

La puerta estalló en mil pedazos hacia dentro y Fatima se detuvo en el umbral abierto, preparada para un derramamiento de sangre.

No tendría que haberse tomado la molestia.

Como en todos los casos anteriores, la habitación estaba repleta de vampiros en estado de rápida descomposición. Los cuerpos yacían en el suelo, sentados en las sillas; habían muerto, todos ellos, antes siquiera de poder ponerse en pie. El sensible olfato de Fatima podía percibir el lánguido hedor de la sangre y, curiosamente, el olor de la arena del desierto. La habitación conservaba aún cierta calidez.

La mayoría de los líderes de la Mano Negra yacían frente a sus ojos; sus cenizas empezaban ya a mezclarse con el polvo. Puede que algunos hubieran sobrevivido, puede que incluso Aajav Khan estuviera ahí fuera. No obstante, la secta dentro de la secta que había aterrorizado hasta a los descendientes más monstruosos de Caín, había desaparecido por completo.

Como hacía en cada ocasión, Fatima se arrodilló y empezó a rezar. Le pidió fuerza y sabiduría a Alá.

Y pidió al Todopoderoso que, si la extraña fuerza a la que seguía, la criatura por la que se sentía inexplicablemente atraída, era lo que sospechaba, su pasaje a la muerte definitiva fuera más rápido e indoloro de lo que había sido para el resto de las víctimas.

Almacén y envasadora de carne Carver

Riverside, California

En la inmensa sala reverberó el sonido de sus pisadas sobre el suelo de hormigón. Sin embargo, el sonido era rápidamente absorbido y silenciado por las filas de carne congelada.

Los vampiros, claro, no estaban interesados en las vacas muertas. Su objetivo era una segunda sala a la que se accedía por la parte trasera del congelador principal.

—Quiero saber qué ocurrió —siseó Hardestadt, enfurecido. Aquella no era la primera vez que estaba tan enojado—. Sea como sea, quiero a toda su gente estacada al amanecer. —Su voz temblaba de ira y era lo bastante silenciosa para que los demás, que caminaban varios pasos por detrás de la pareja que discutía, no pudiera oírlo.

Federico di Padua, aparentemente impávido frente al enojo del Fundador, se limitó a encogerse de hombros.

—Pese a que ciertamente estoy afectado por la muerte de la Señorita Ash, Hardestadt, ¿no te parece que quizá sea para mejor? Últimamente decías que no esperabas que Ash continuara con esto. —Dio un paso hacia un lado y se detuvo, permitiendo que uno de los ghouls (que además era el encargado nocturno del lugar) pasara delante, con la llave en la mano, y abriera la puerta que estaba delante de ellos.

—Tú dijiste —continuó en un susurro—, que era demasiado débil y que esperabas que, al final, se volviera en nuestra contra. Estabas convencido de que acabaría trabajando con Bell, el traidor, o con Beckett.

Di Padua omitió deliberadamente a Jan Pieterzoon, de la nueva secta de los Neftalíes, de quienes se decía que colaboraban en ocasiones con los descontentos de Bell. Lo más probable era que Ash hubiera terminado acudiendo a Pieterzoon, con quien había compartido mucho en el pasado. Pero traer a colación al chiquillo díscolo de Hardestadt no era una forma recomendable de congraciarse con él.

—Ahora has matado dos pájaros de un tiro. Alguien se ha encargado de Ash por ti y, además, tienes un caso aún más grave que plantear a los justicar y al Círculo Interior. Beckett ya no es solo una amenaza potencial; ha asesinado a una antigua muy respetada por la Camarilla. Regresó a los Estados Unidos, discutió con su cómplice (posiblemente por las reliquias que le robó al marcharse) y descuartizó a la pobre mujer. Tendrás a los arcontes siguiéndole la pista en cuestión de unas pocas noches, incluido yo, si lo deseas… Serán arcontes de más confianza que el traidor de Bell.

Los otros dieron un paso atrás para que di Padua y Hardestadt pudieran entrar primero a la habitación del fondo.

El aroma de la vitae de los Vástagos era sobrecogedor, aun disimulado como estaba por la gelidez del aire refrigerado. El sonido de la sangre goteando, completamente amortiguado en el exterior por las paredes y la gruesa puerta de metal, les inundó los oídos. La sangre se recogía en sumideros que habían sido especialmente modificados para albergar aquella valiosa sustancia en contenedores reutilizables. No querían desperdiciar ni una sola gota.

Vástagos, la mayoría neonatos, pendían inmóviles de grandes ganchos de metal anclados a las paredes. De sus pechos sobresalían broquetas de madera. Grandes latas de plástico colgaban del techo junto a ellos y estaban equipadas con unos tubos de los que bebían los vampiros apresados. La sangre de aquellos contenedores era, principalmente, una mezcla de sangre de cerdo y de vaca (fácil de obtener en una planta envasadora), con alguna parte de sangre de rata, de perro y de ser humano. Cada pocas noches, les quitaban las estacas durante unos instantes para que los prisioneros pudieran alimentarse. Para evitar que huyeran, sus pies siempre estaban a unos centímetros por encima del suelo, de forma que no pudieran desengancharse ni siquiera cuando podían moverse. Y, por ende, muchos tenían las manos atadas o esposadas detrás de la espalda.

Había numerosos guardias vigilando por el perímetro de la habitación o de pie junto a la única puerta de salida. Estaban bien armados y, en cualquier caso, ningún fugado tendría la fuerza suficiente para vencerlos.

—No “hemos matado dos pájaros de un tiro” —respondió Hardestadt mientras caminaban entre los cuerpos colgantes. Parecía tan despreocupado como si estuviera mirando los productos de una boutique—, porque Beckett no lo hizo y ambos lo sabemos. Desde luego, estoy a favor de utilizarlo en su contra, pero quiero saber quién lo hizo y por qué se tomaron tantas molestias para implicar a Beckett. Para bien o para mal, me desagradan los misterios.

»Es más, ¿no se te ha ocurrido —continuó Hardestadt— que quizá no quiera que los arcontes anden metiendo las narices en esto?

—¿A qué te refieres?

Hardestadt se detuvo junto a un Vástago joven, un neonato que había sido lo bastante audaz para asesinar a su sire en defensa propia cuando el vampiro mayor había intentado diabolizarlo para mitigar los efectos de su marchitar. El “crimen” de destruir a otro Vástago era una excusa más que suficiente para convertirlo en pienso. El Fundador acarició la espalda y el cuello del chiquillo. A pesar de que estaba estacado y paralizado, el prisionero pareció estremecerse.

—Quiero decir que no todos mis arcontes son tan leales como tú. Con tantos de los nuestros buscando sangre más poderosa para aliviar su creciente debilidad, correríamos el riesgo de que demasiados arcontes quisieran mantener a Beckett vivo. Y, si lo hacen, podrían querer interrogarlo y muchos de ellos tienen medios para determinar si sus respuestas son ciertas o no. Podrían llegar a la conclusión de que no asesinó a Victoria Ash. Además —añadió casi en un susurro— podrían descubrirse cosas que no quiero hacer públicas.

—Bastante lógico. ¿Quieres entonces que yo le dé caza?

Hardestadt miró al arconte. A pesar del uso cuidadoso que hacía de criminales y, por ende, de su sangre, los síntomas de la debilidad de di Padua empezaban ya a ser muy evidentes. Entre otras cosas, estaba perdiendo la apariencia repulsiva que había heredado de su sire; tenía menos arrugas, verrugas y llagas en su retorcido semblante. Muchos Nosferatu podían evaluarse por su fealdad y Hardestadt no podía evitar preguntarse qué harían si pudieran deshacerse de esa particular maldición que sufrían. Si la sangre de los neonatos ha sido capaz de hacerte esto, ¿podría la sangre de Beckett devolverte tu aspecto de mortal? ¿Es eso lo que quieres comprobar, arconte di Padua?

—No —respondió el Fundador—, no te quiero cerca de Beckett. De hecho, quiero que averigües quién asesinó realmente a Victoria y que me informes a mí personalmente. —Hardestadt continuó hurgando y manoseando, como si estuviera escogiendo una pieza de carne—. Este servirá, será algo distinto de lo habitual.

»Muy bien, arconte di Padua —continuó el Fundador, dando un paso atrás para que los trabajadores de la planta pudieran venir a descolgar el alimento escogido. Al hacerlo, se escuchó un sonido húmedo—. ¿Estamos seguros de que Beckett está en los Estados Unidos?

—No, no lo sabemos con seguridad. Aunque mis espías lo han visto en algún lugar de Oregón haciendo preguntas sobre lo que está ocurriendo ahora en Los Ángeles. Supongo que será allí donde irá luego, pero ignoro la razón.

—¿Y confías en tu fuente?

—Es un compañero de clan que ya me ha pasado información en otras ocasiones. Es tan de confianza como cualquier otro de los nuestros, es decir, confío en él siempre y cuando alguien no le haga una oferta mejor.

—Muy bien.

Hardestadt sabía que iba a tener que encontrar a alguien en quien pudiera confiar para matar a Beckett, alguien que hiciera bien el trabajo. Puesto que hasta la lealtad de los arcontes estaba en entredicho últimamente, tendría que ser alguien externo a los canales habituales. Afortunadamente, y a pesar de lo remiso que era Hardestadt a llamarlo, conocía a la persona perfecta para ello.

Una vez tomada la decisión, Hardestadt hundió sus colmillos en el neonato paralizado y le drenó la sangre y el alma fría y tranquilamente. No derramó ni una sola gota de su no-vida o de su alma. Mucho después de que hubiera consumido la cantidad suficiente para recuperar toda su fuerza y mantenerla durante varias noches, Hardestadt continuó bebiendo, hasta que no sostuvo otra cosa que polvo entre las manos y un floreciente amor por el asesinato en su corazón.

Aeropuerto de Apple Valley

Apple Valley, California

Pese a que sobre su futuro más inmediato pendía la amenaza de peligros y dificultades inesperadas, Beckett se sentía agradecido de que coger un avión fuera a dejar de ser necesario, al menos por unas cuantas noches. En el viaje de Viena a los Estados Unidos, el único momento de paz lo había tenido durante el sopor en el que se había sumido durante el día. Cesare, siempre artificialmente leal a su señor, le habló con elocuencia (o algo parecido) en las últimas horas del viaje. Decía haber estado preocupadísimo cuando Beckett desapareció durante varios meses en Viena. ¡Qué agradecido le estaba a Dios por haberle devuelto a su Signore! ¡Cuánto le preocupaba que sus actividades actuales lo pusieran en peligro de nuevo! Le hablaba en inglés, italiano y portugués; en persona y, a veces, incluso por el intercomunicador.

Para el Gangrel era aún peor saber que la constante efusividad de Cesare era debida a que tenía la mente y las emociones esclavizadas. A Beckett, un viajero mundial, un Vástago independiente y un gran devoto de la libertad personal, siempre le había desagradado aquello.

Entre soliloquios, en el viaje sobre el océano y durante las noches que pasó en Lakeside, Oregón, Kapaneus y él estuvieron hablando sobre la situación actual y planeando lo que debían hacer. Informados a menudo por Okulos, vía teléfono o mensaje de correo electrónico, la pareja tenía una idea general de lo que se encontrarían al llegar a Los Ángeles y, por lo visto, no era nada bueno.

—Es como si se repitiera la ofensiva del Sabbat otra vez —les había dicho Okulos—. De hecho, es peor. Al menos entonces teníamos a los arcontes y príncipes corriendo de un lado a otro para intentar mantener intacta la Mascarada, limpiándolo todo después de cada batalla. En esta ocasión, la Camarilla está centrada en recuperar Los Ángeles y tan preocupada por el marchitar que no tiene tiempo para nada más. De momento, las noticias se han quedado estancadas en que todo es por causa de los asaltos, el terrorismo, las guerras entre bandas… pero no sé cuánto va a durar. Todo esto nos va a estallar en las narices, Beckett, y te aconsejo que no estés allí cuando eso suceda.

—Explícame —le había pedido el Gangrel— ¿cómo es posible que no haya ocurrido lo que dices después de tres meses? La duración media de los asedios es de unas pocas noches, a lo sumo, unas cuantas semanas. Para entonces, todos los líderes de las sectas han huido o han sido liquidados.

—Los números, amigo mío. Los sangre-débil son más numerosos que los cruzados del Sabbat.

—¿De cuántos estamos hablando?

Okulos había murmurado algo demasiado bajo para que Beckett pudiera entenderlo.

—¡¿Cuántos?! —Había quedado asombrado y convencido de que no había oído bien lo que su viejo amigo había dicho. La conexión del teléfono debía ser defectuosa.

—Cientos, Beckett —repitió Okulos en voz alta—. Literalmente. Han llegado desde todas partes del mundo. Han llegado en masa para sumarse a la guerra de Cross. No tengo ni idea de cómo ha podido alimentarlos Los Ángeles a todos durante este tiempo.

—Jesús…

La Camarilla estaba acostumbrada a pensar en términos de, como mucho, unos cien combatientes en cada bando del conflicto. Si era cierto que Los Ángeles cobijaba a cientos de sangre-débil, no era de extrañar que el Círculo Interno no hubiera lanzado todavía una ofensiva importante contra el refugio de Cross o los demás centros de poder de los sangre-débil. Estaban librando una guerra de desgaste, intentando reducir sus filas mediante escaramuzas y refriegas en las que el número no fuese una ventaja frente a su mayor fuerza y experiencia.

Después de enterarse de aquello, Beckett había decidido aterrizar en Apple Valley, a más de ciento ochenta y cinco kilómetros de Los Ángeles. La Camarilla, los anarquistas de MacNeil y los sangre-débil de Jenna Cross estarían todos pendientes de los aeropuertos de Los Ángeles. Con toda seguridad, estarían esperando que llegaran refuerzos del enemigo. Tendrían a sus espías y tal vez a algunos soldados echándose encima del Gulfstream antes siquiera de poder decir “la inspección habitual”. Okulos se ocupó de alquilar un coche, haciéndolo a través de tantos intermediarios que sería imposible que alguien lo conectara con la llegada de Beckett. Por lo tanto, tenían la esperanza de que no hubiera nadie esperándolos. Les llevaría dos horas llegar a la ciudad, teniendo en cuenta que pretendían evitar todas las autopistas principales. En cualquier caso, siempre que llegaran a primera hora de la noche, no tendrían mayores problemas. Ordenó a Cesare que aguardara en Apple Valley y tuviera el avión preparado para un despegue de emergencia. De hecho, Beckett exhaló un suspiro de alivio cuando la puerta del coche se cerró entre su muy efusivo ghoul y él.

—Así que —empezó Kapaneus después de haber pasado la mayor parte del viaje callado, escuchando solo el sonido de los motores de otros coches que conducían por la misma autopista y el de la radio, que estaba sintonizada en una emisora de noticias de Los Ángeles—, ¿tenemos algo que se parezca mínimamente a un plan?

No era una pregunta sin importancia. Beckett no tenía ni idea de dónde podía encontrar a Jack Sonrisas. Lo que su espía Okulos había sido capaz de averiguar sugería que el profeta anarquista se había aliado, curiosamente, con los sangre-débil y no con los MacNeils. No obstante, aquello no le servía de mucho. Los sangre-débil controlaban aún la mayor parte de Los Ángeles y tenían docenas de áreas de aprovisionamiento y refugios comunitarios repartidos por toda la ciudad. La Camarilla, y los contactos Nosferatu de Okulos, habían conseguido localizar la mayoría, pero, aparte de la presión ocasional ejercida por la policía local y otros peones, no contaban con el número y las armas necesarias para emprender un ataque directo. Y, teniendo en cuenta la seguridad que debía de proteger aquellos lugares (sin duda Cross debía de estar cuidándose de los asesinos enviados por la Camarilla), Beckett dudaba mucho que pudiera infiltrarse en ellos. Normalmente se hubiera limitado a hacer notar su presencia, hubiera indagado sobre Cross hasta que ella supiera que andaba preguntando y lo encontrara. No obstante, no quería revelar su ubicación a la Camarilla.

—Desde luego que tengo un plan —le dijo a su compañero después de reflexionar durante un rato—. Voy a llamar a Okulos para ver si puede investigar cuál de los refugios de los sangre-débil es el cuartel general de Cross.

—¿Crees que Okulos podrá averiguarlo cuando Hardestadt y sus arcontes no han sido capaces de hacerlo?

—Te sorprendería lo que es capaz de hacer.

—Muy bien, suponiendo que lo consiga, ¿qué haremos después?

—Entonces llamaré a la puerta y preguntaré si puedo entrar.

El antiguo lo miró con atención.

—Ojalá —dijo, después de una breve pausa— pudiera creer que estás bromeando.

—Ojalá.

El Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Las cosas no fueron tan fáciles. Beckett y Kapaneus consiguieron que nadie los siguiera, cuando entraron en la ciudad. A pesar de ser muchos, los sangre-débil estaban demasiado dispersos para vigilar todas las rutas de acceso a Los Ángeles. No obstante, cuando se aproximaron a la propiedad que un incrédulo Okulos había señalado como el hogar de Cross, aparecieron dos vehículos que bloquearon la calle enfrente de ellos. Un tercer coche taponó la salida a su espalda. Una persona salió de cada uno de los vehículos, todas ellas armadas, mientras que una cuarta permanecía al volante.

Beckett le dedicó su mejor sonrisa al primero de los sangre-débil que se acercó al coche.

—Muy eficientes —dijo en voz alta. Bajó la ventanilla y continuó—. Bien organizados. Sois buenos.

—Y tú eres idiota si creías que podrías irrumpir aquí sin más. —Levantó una pistola que, desde donde Beckett estaba, tenía más o menos el mismo tamaño de un obús, y gesticuló hacia ellos—. Salid del coche.

—Me alegra saber que sois más civilizados de lo que cuentan sobre vosotros los rumores —siguió el Gangrel, abriendo su puerta e indicándole a Kapaneus que hiciera lo mismo—. De hecho, esperaba que disparaseis al coche y dierais el trabajo por terminado.

—Oh, no —respondió el sangre-débil con una sonrisa falsa en los labios—. Os vamos a disparar aquí fuera y luego decapitaremos vuestros cuerpos. ¿Acaso no sabéis lo difícil que es mover un coche lleno de agujeros de bala sin llamar la atención?

Beckett miró al hombre que había frente a él y que lo contemplaba a través de sus gafas de sol.

—Imagino que debe de serlo y mucho. Solo queremos hablar con Jenna Cross. Eso es todo.

—Claro, hombre. ¿Y por qué no voy a creer que eres otro asesino enviado por la Camarilla?

El Gangrel sonrió y luego… se desvaneció. Un delgado hilillo de neblina fluyó por la calle y desapareció por uno de los sumideros. Un momento después ascendió como una nube por un pozo de desagüe cercano e inmediatamente recuperó su forma y apariencia humanas.

—Porque —explicó Beckett, haciendo caso omiso de las expresiones de pánico y de los numerosos cañones apuntados hacia él—, si realmente hubiera querido entrar en la casa de Cross sin que me detuvieran, podría haberlo hecho. Pero quería que me vierais venir para demostrar que mis intenciones no son hostiles.

—Tenemos maneras de detectar esas cosas —se mofó el centinela. Su voz preocupada, sin embargo, traicionaba sus palabras. No había duda de que, o bien era demasiado joven para haber visto a un vampiro adoptar la forma de niebla, o nunca lo había visto hacer tan deprisa.

—Estoy convencido de ello. A ver, hijo, ¿quieres seguir aquí discutiendo un rato más o nos vas a dejar que hablemos con tu superiora? Solo tenemos unas preguntas que hacerle, después nos iremos. No me importa una mierda quién gobierne Los Ángeles.

Otro vampiro se acercó al primero. Durante un momento miró fijamente a Beckett y lo examinó con algo que no eran los habituales sentidos humanos. Luego, empezó a hablar. Lo hacía en poco más que un leve susurro, pero el oído extremadamente agudo de Beckett pudo escuchar lo que decía.

—No creo que nos esté engañando, Mike. Lo sabría si estuviera asustado y no lo está.

—Eso solo significa que tiene la sangre fría. No me convence.

—No tiene que convencerte —interrumpió Beckett con un tono sosegado, como si ellos le hubieran invitado a participar en su conversación—. Limítate a preguntarle a tu jefe.

El que se llamaba Mike frunció el ceño, pero, aparentemente, decidió que el intruso tenía razón. Buscó en su bolsillo un teléfono móvil.

—¿Lizzie? Soy Mike. Escucha, aquí hay alguien que quiere hablar con Jenna. No, no es uno de los nuestros, pero dudo que sea un matón de la Camarilla. ¿Qué? Espera. —Bajó el teléfono móvil un poco—. ¿Cómo te llamas?

—Beckett.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

—¡Está aquí! —Jenna, pálida incluso para un vampiro, estaba prácticamente farfullando al auricular de su teléfono. La voz le temblaba por un terror que cualquier Vástago hubiera definido como antinatural. Sus subordinados la habían interrumpido en mitad de una importante reunión para comunicarle quién estaba allí e inmediatamente había llamado al único hombre que creía podría ayudarla—. ¿Qué coño está haciendo aquí, Samuel?

—Francamente, Jenna, no tengo ni idea. Esa es la razón de que vayas a hablar con él.

—¿¡Cómo?! Voy a hacer que lo maten antes de que el muy cabrón pueda ponerme las zarpas encima…

—Jenna, ¿no es cierto que me has llamado para que te aconseje? Y te aconsejo que no seas idiota. No conoces a Beckett solo por lo que yo te he contado de él. Esto no es como tus batallas contra la Camarilla. Él no está interesado en hacerse con tus vecindarios y, si estuviera aquí para matarte, no habría anunciado su visita. No va a quedarse de pie y luchar, echará a correr y las posibilidades de que tu gente lo atrape antes de que escape son nulas. Entonces sabrá que le quieres hacer daño y dejará de ser sutil.

Jenna empezó a caminar de arriba a abajo con nerviosismo. Aquel era un hábito que no acostumbraba a poner en práctica delante de sus subordinados.

—Me dijiste que era el mejor nodista que existía. Que si descubría quién soy —y se acarició inconscientemente la marca en forma de luna creciente que tenía en el hombro—, me mataría con la esperanza de evitar la Gehena o trataría de mantenerme con vida para poder examinarme.

—Sí, eso es. Pero todavía no sabe quién eres. Si lo supiera, se habría acercado a ti de otro modo muy diferente. Averigua qué quiere y deshazte de él rápidamente. No te pongas en peligro si no hay necesidad. Después podrás hacer con él lo que te plazca, antes de que se convierta en una amenaza real.

Jenna suspiró. No le gustaba, pero Samuel no había errado en ninguno de sus consejos hasta la fecha. De todos los vampiros que había conocido desde su poco ortodoxa entrada en la sociedad de los no-muertos, era uno de los pocos en los que confiaba. Hablaría con Beckett, averiguaría qué demonios estaba haciendo allí y luego… luego lo destruiría antes de que él intentara hacer lo mismo con ella.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Beckett podía aguantar catacumbas subterráneas, tumbas malditas y cuevas encantadas. Estaba tan acostumbrado a tratar con lo anormal que había olvidado que la mayoría de los vampiros tratan de rodearse de cosas lo más inocuas posible.

La habitación era tan evidentemente suburbana que podría haber sido un escenario salido de una serie cómica o de una revista de decoración. Todo el mobiliario, desde el sofá de cuero hasta la mesita de metal y cristal, parecía estar ordenado siguiendo un modelo. Las ventanas tenían cortinas con volantes a juego y la lámpara era más una pieza de arte posmoderno que un foco de luz. La alfombra era de color blanco azulado y las diversas bebidas que había sobre la mesa descansaban sobre posavasos a juego.

No obstante, nada de aquello consiguió disfrazar la palpable hostilidad que Beckett percibió cuando se le urgió a entrar solo en la habitación. Para demostrar su buena voluntad, a Kapaneus se le había pedido que permaneciera en compañía de los guardias. No eran los dos hombres que caminaban junto a él, Berettas en mano. Tampoco el hecho de que la casa estuviera repleta de sangre-débil lo bastante armados como para vencer a un cartel de narcotraficantes. Ni siquiera las miradas suspicaces que presentía en la nuca mientras caminaba por los pasillos de la inmensa casa, despreciado por aquellos que solo habían conocido la opresión de vampiros de la edad y poder de Beckett.

No, cuando la mujer de inofensiva apariencia que se hacía llamar Jenna Cross se levantó de su sillón de cuero y se encontró con su mirada, Beckett supo que la sensación amenazante, el peso del odio que prácticamente podía oler en el aire, la inquietud que hacía estremecerse a la Bestia de su interior, tenía su origen en ella. El Gangrel no sabía por qué (teniendo en cuenta que no se conocían de nada), pero el odio en su estado más puro era inconfundible en ella.

Calzaba botas de suela gruesa y vestía unos vaqueros y una sudadera de manga larga que, por alguna razón, no parecía cuadrar con su estilo. Llevaba el pelo recogido en una coleta sencilla y empuñaba con fiereza una semiautomática Desert Eagle en la mano derecha.

—Me llamo Beckett —empezó, decidido a tomar la iniciativa—. Quizás hayas oído hablar de mí.

Tal vez fuera un comienzo arrogante, pero Cross necesitaba aprender que, a pesar de las armas y los guardias, no era ella quien tenía el control.

—He oído hablar de ti. —Cross frunció el ceño y el sonido de su pulgar poniendo y quitando, poniendo y quitando, el seguro de su arma hizo las veces de amenaza velada tras sus palabras—. Eres un antiguo. Nada más que otro puto vampiro.

—¿Cómo tú?

—No, yo todavía recuerdo lo que significa ser humana.

Beckett sintió cómo se le erizaba el vello y se intensificaba su enojo. Quería responder a la amenaza en su mismo tono y abrir varios orificios en aquella advenediza arrogante. Sin embargo, teniendo en cuenta la cantidad de armas que había en esa habitación y los sangre-débil que las empuñaban, decidió pasarlo por alto. Lo importante era, no obstante, que ahora que estaba hablando, podía entrever una tendencia oculta en sus hostiles palabras. Más que odiarlo, lo que le ocurría a Jenna Cross es que estaba asustada.

Beckett respondió procurando mantener la voz tranquila.

—No soy ni remotamente parecido a tus enemigos. Si has oído hablar de mí, sabrás que no soy uno de los soldados de Hardestadt. No he venido a hacerte daño y creo que sé quién ganará esta pequeña guerra que has montado.

—Vale. ¿Así que es una coincidencia que estés justo en medio de esta guerra?

—Pues la verdad es que sí. —Beckett se adelantó un paso; con las manos levantadas, las palmas a la vista, dando a entender que no lo hacía con intención de atacarla—. Mira, Cross, no te conozco, pero sé que no eres idiota. No hubieras podido mantener en jaque a la Camarilla durante tanto tiempo si lo fueras. Pero sabes que algo les está ocurriendo a los Vástagos. Existen extraños presagios y debilidades. Algunos pensamos que ha llegado el tiempo de la Gehena y eso convertiría a tu pequeña insurrección en un punto de mira, ¿no te parece?

Cross emitió un rugido desde las profundidades de su garganta y su puño se cerró con tanta fuerza que la empuñadura de su arma crujió. Beckett, sorprendido, retrocedió el paso que había avanzado poco antes. Estaba acostumbrado a las reacciones fuertes que provocaba la noción del fin del mundo; al fin y al cabo, él había pasado meses desesperado después de enterarse. Sin embargo, nunca había sido testigo de una furia tan desnuda y evidente.

—¿Y qué coño tengo yo que ver con un apocalipsis mítico? —le escupió Cross.

—¿Tú? Por lo que yo sé, nada en absoluto. Estoy aquí para ver a Jack Sonrisas.

Fuera lo que fuese lo que Cross estaba esperando de él, quedó claro que no se trataba de eso. Por primera vez, Beckett vio, no solo ira, sino también confusión en el rostro de la mujer.

—¿Cómo?

—Jack Sonrisas. Sé que está involucrado en lo que está ocurriendo aquí y también sé que está aliado contigo y no con los anarquistas, aunque debo admitir que no estoy seguro del porqué. Tengo razones para creer que sabe lo que está ocurriendo y quisiera hablar con él. —El Gangrel sonrió, aunque si lo hizo para reafirmar lo que acababa de explicar, fracasó dramáticamente—. La verdad, Cross, esto no te concierne en absoluto. Eres la única persona que sabía que podría ponernos en contacto y tú eres más fácil de encontrar (bueno, solo ligeramente), que él.

La expresión de Cross cambió y, a continuación, apretó la mandíbula.

—No, esto es una mierda. —La mujer levantó el arma y Beckett no tuvo que mirar detrás para saber que los demás estaban reaccionando de la misma manera—. ¿Te has tomado la molestia de encontrarme solo para que pudiera hacer de celestina con el tío Jack? Joder, no me lo creo.

El tío Jack. Hum, interesante.

En realidad, la elección de sustantivos era algo secundario. Por alguna razón, Cross pensaba que Beckett estaba allí con otros objetivos, pensaba de él que era su enemigo y, por lo visto, no estaba dispuesta a permitir que le hicieran cambiar de opinión. Beckett se puso tenso y las yemas de sus dedos empezaron a arderle mientras las garras se deslizaban desde sus vainas de carne. Si Cross creía que una pandilla de mocosos bastaría para acabar con él, estaba a punto de cometer el mayor error de su no-vida.

—Tú —dijo una voz desde un rincón, una voz que Beckett pensó que no volvería a oír— eres el que está a punto de cometer el mayor error de su no-vida.

Todas las miradas de la habitación se giraron en aquella dirección. Allí, en el umbral, había una mujer de cabello oscuro, vestida casi completamente de negro.

—Bueno —respondió Beckett, irguiéndose desde la postura en guardia que había adoptado para prepararse ante el posible derramamiento de sangre—, entonces estoy jodido.

—Lucita —intervino Cross, con voz temblorosa aunque intentaba guardar la compostura—, aprecio tu consejo y… tu paciencia por esperarme mientras me ocupo de este otro asunto. Pero esto no es asunto tuyo. Si deseas que discutamos los términos de una posible alianza…

—Entonces —interrumpió Lucita— eso me obliga a asegurarme de que mi potencial aliada sobrevive lo suficiente para poder mantener esa conversación.

Cross permitió que un único “¡Ja!” burlón escapara de su garganta.

—No importa quién sea Beckett, porque no podrá derrotarnos a los seis estando armados, Lucita.

—Sí que podrá.

No fueron tanto sus palabras, como el tono con que las pronunció, lo que convenció a Cross de que no debía continuar con aquella discusión. Estaba claro que la antigua estaba convencida de sus palabras y, si era así, Jenna comprendió repentinamente que ella también lo creía. Bajó el arma de mala gana.

—Lo tomaría como un favor personal —continuó Lucita, cuando se hubo asegurado de que la situación se estaba tranquilizando— si decidieras acceder a la petición de Beckett. Sería una prueba de vuestra buena voluntad y ayudaría bastante a nuestras futuras negociaciones.

—Como quieras. —Cross se giró hacia su compañera más próxima—. Tabitha, dile al tío Jack que tiene una visita. —Volvió a darse la vuelta para mirar resentida a Beckett—. Y dile que tenemos otras cosas más importantes de las que ocuparnos, así que mejor que no tarde mucho.

La mujer salió de la habitación como un rayo, dejando al Gangrel atónito y preguntándose en qué demonios se había metido.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Con un violento “¡Espera aquí!”, farfullando por un vampiro sangre-débil que, con toda seguridad, no tenía otra razón para odiar a Beckett y a Lucita más allá del hecho de que eran antiguos, la puerta que conducía al centro de la casa se cerró de un portazo. Los dos Vástagos se encontraron a solas en el porche trasero, mirando a un jardín que parecía haber sido plantado por un profesional y estar recibiendo sus cuidados.

—Bueno —comentó Beckett, mirándolo todo con aire cansado—, esto es muy suburbano. —Se rió sin alegría—. Al parecer, Cross no estaba de humor para terminar vuestra reunión ahora…

Lucita frunció el ceño.

—Esta chiquilla insolente necesita aprender a respetar a sus mayores.

—Para ser justos, Lucita, cada uno de los antiguos que han conocido han intentado matarlos u oprimirlos. A mí tampoco me emociona la forma que tiene de tratarnos, pero no me choca…

—No tengo ningún interés en ser justa, Beckett. Exijo el respeto que merezco y eso es todo. Estaba siendo bastante ofensiva antes. Y fue incluso peor desde el momento en que recibió la llamada avisando de que estabas aquí.

El Gangrel miró a Lucita de reojo. Antaño, Anatole, ella y Beckett habían sido compañeros de viaje, aliados y quizá incluso amigos.

—Y, sin embargo, entraste y me ayudaste. Te lo agradezco.

—Tampoco me interesa tu gratitud. Nos hemos ayudado varias veces en el pasado. Solo quiero asegurarme de que no existen deudas pendientes entre nosotros… O, por lo menos, por mi parte.

—Muy bien, escucha —Beckett se giró para mirarla de frente. Entornó la mirada—, sé que no hemos hablado mucho desde… bueno, en los últimos años, pero no creo…

Y, entonces, el Gangrel la miró. La miró atentamente. Se percató de su expresión de dureza, de la completa ausencia de movimientos o gestos humanos; rasgos que solía imitar en un intento de aproximarse a lo que había sido en una ocasión. La miró a los ojos y no vio otra emoción en ella que no fuera la incipiente ira que advertía en las entrañas de su alma.

La miró más aún, en lo más hondo y, a pesar de lo grosero que estaba siendo, trató de ver, a través de la carne muerta, los colores de las emociones y del alma que había dentro.

—Oh, joder…

Lucita gruñó.

—No te he dado permiso para mirar en mi interior, Beckett.

—¡Al diablo con tu permiso, Lucita! ¿Qué te ha pasado? Oí rumores de que te habías unido al Sabbat. Supuse que tendrías tus razones… ¿Pero esto? Tu humanidad era lo que te diferenciaba de tu sire, ¡y la has jodido! Te estás volviendo igual que él.

—¡No… te… atrevas! —La oscuridad que la rodeaba empezó a agitarse y a temblar; las sombras reptaron hacía el único foco de luz que iluminaba el jardín—. ¡No me compares con Monçada! ¡No soy como él y nunca lo seré!

»Lo que soy —continuó, algo más calmada— es honesta. He tenido más tiempo que tú para meditar sobre nuestra situación, Beckett. Y, he aprendido que cualquier intento de respetar la ética y el concepto de lo que solíamos ser, es inútil.

—Vale, y esos que lo han estado haciendo durante más tiempo del que llevas perteneciendo a la sociedad de los Vástagos, ¿qué son? ¿Chiflados? Y, aunque lo fueran, existen otras sendas, Lucita, otros caminos que no requieren que te conviertas en lo que siempre has detestado.

Los ojos de la mujer se achicaron.

—Beckett, porque fuimos compañeros en el pasado te lo explicaré a grandes rasgos. La constante oposición a mi sire era un peso muerto para mi alma. Incluso cuando el monstruo murió, estaba tan decidida a no convertirme en lo que había sido él que, al final, pasé a no ser nada. Ahora… ahora he aceptado lo que somos todos y eso me ha permitido continuar. Y eso, para ser franca, es lo único que me apetece contarte. He dejado atrás lo que solía ser, Beckett, y me importa muy poco si eso te ofende. No te debo más explicaciones.

Empezó a darse la vuelta.

—¿De verdad? ¿Y qué hay de Anatole, Lucita? ¿Se lo habrías explicado a él? ¿Podrías haberlo hecho?

Lucita se giró de nuevo hacia él y emitió un siseo a medio camino entre el de un gato furioso y el de una víbora en posición de ataque. Sus manos se alzaron y las sombras se irguieron para reclamar el cuerpo del Gangrel; para descuartizarlo miembro a miembro. Él también se puso en guardia, estaba preparado para saltar, intentar lanzar los golpes más duros y seccionarle la garganta a su antigua compañera antes de que el Abismo lo atrapara y venciera.

—Este es un asunto muy serio, hombre. Pero, al menos, dime qué querías antes de que os matéis el uno al otro, ¿vale?

Ambos se giraron para ver a un hombre, de pie, en el umbral de la puerta. Vestía pantalones rotos, sandalias y una camisa larga de lana manchada. Su cabello y barba estaban cubiertos de suciedad y de sangre. Salió al jardín y se situó entre los dos invitados.

—¿Jack Sonrisas? —preguntó Beckett, más por educación que por incertidumbre.

—Bueno, ahora mismo no tengo tantos motivos por los que sonreír, ¿no es cierto? —El viejo anarquista se echó a reír—. Pero sí, ese soy yo. Y, claro, yo soy ese. O algo parecido. Y tú debes de ser Beckett.

—Sí.

—¿Quieres hablar conmigo sobre la Gehena?

—Entre otras cosas.

Lucita los miró a ambos.

—¿Beckett —preguntó finalmente—, es verdad? Todos nosotros hemos visto las señales, también hemos empezado a sentir los efectos del marchitar, pero podrían existir otras razones…

—No, Lucita. Es real y ya ha empezado.

Durante un momento, la mujer calló. Ya lo sabía, pero oír la confirmación del único individuo que esperaba, a pesar de sí misma, que pudiera ofrecerle otra explicación…

—Muy bien —dijo, después de ese silencio—, entonces yo también tomaré parte en esa conversación. Quiero saber todo lo que está ocurriendo, Beckett.

Teniendo en cuenta que habían estado a punto de descuartizarse hacía solo un instante, Beckett consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que no merecía la pena el esfuerzo o la inevitable violencia que aquella decisión podría acarrear.

—Caminad conmigo —los invitó Jack y empezó a andar por el jardín.

Y eso hicieron; por los estrechos caminos que los llevaron hasta unos agujeros en la valla. Continuaron por otras casas y otros jardines de características similares, donde Jack se detenía para examinar casi todos los matorrales. Las rosas aquí, los filodendros allá, los lirios que crecían a la orilla de un estanque de koi. Todos ellos estaban increíblemente saludables; con los tallos o ramas altos y gruesos, y los capullos abiertos y exuberantes incluso por la noche.

—Los he estado regando —les explicó Jack, aunque nadie se lo había preguntado— con mi propia sangre y con la de algunos agentes de la Camarilla que capturamos en nuestro territorio. ¿Veis lo bien, lo sanos y fuertes que crecen?

Lucita y Beckett intercambiaron miradas.

—¿Y los vecinos están de acuerdo con que vengas a derramar sangre en sus propiedades? —preguntó ella.

—Pues no. Somos propietarios de más de la mitad de la manzana. Desde luego, no sobre el papel, pero hay una cantidad ingente de ghouls viviendo en el vecindario en estos momentos. Era la única forma de asegurarnos de que tantos de nosotros podríamos vivir aquí.

—¿Nosotros? —repitió Beckett—. No eres un sangre-débil, Jack. ¿Por qué estás entonces con ellos?

—Precisamente por lo que tú dijiste, porque es el fin. Y los sangre-débil son los que van a salir mejor parados. No hay una razón lo bastante fuerte como para que los viejos vengan a por ellos. Su sangre es demasiado tenue para que tengan que preocuparse por su seguridad. ¿Por qué crees que a ellos no les ha afectado el marchitar y a todos los demás sí?

Beckett frunció el ceño. ¿A todos? No, eso no podía ser verdad. Él se sentía como de costumbre y no más débil. Quizá un poco cansado, pero eso podía atribuirse al estrés y a los viajes frecuentes (incluso para lo que él estaba acostumbrado). Y, claro, también estaban sus manos. Una prueba irrefutable de que la enfermedad también lo había afectado a él en alguna medida. Pero él no estaba perdiendo su fuerza.

Decidió, sin embargo, no comentarlo. No tenía sentido revelar a los demás los ases que aún tenía en la manga.

Jack se detuvo junto al estanque de koi, metió la mano a la velocidad del rayo y la sacó sosteniendo un pez que coleaba frenético. Lo chupó una sola vez, se encogió de hombros y volvió a tirarlo dentro.

—Han estado alimentándose de las plantas regadas con sangre —les explicó—. Quería comprobar si la vitae había llegado hasta ellos.

Y continuaron paseando.

—Jack —intervino Beckett, después de unos minutos—, siento tener que interrumpir tus consejos de jardinería, pero…

—Caín vino a mí, ¿sabéis?

Beckett parpadeó, sorprendido.

—¿Qué?

—Sí. Estabas aquí, en la ciudad. Yo lo sabía. Todo el asunto del ataúd era falso. Joder, incluso después de hablar con Caín, tampoco estaba muy seguro de que fuera él. Podría no serlo. Pero había algo en aquel tipo, algo diferente. —Miró a Beckett de reojo—. Algo que, de hecho, guardaba cierta semejanza contigo. Te ha tocado a ti también; si no lo ha hecho el Padre Oscuro, por lo menos, sí algo igual de antiguo.

Beckett se preguntó fugazmente si el tiempo que había pasado en Kaymakli lo había marcado de alguna manera.

—En cualquier caso, lo único que hicimos al principio fue hablar. Pensé que podría ponerlos a todos en movimiento si les hablaba de la Gehena. Quizá brindar mayor protagonismo a los anarquistas. Estábamos muy separados por la Camarilla y la Nueva Promesa de yo qué coño sé, y pensé, joder, si la gente cree que la Gehena está aquí, se despreocuparan de sus putas hemorroides y levantarán el culo para hacer algo.

»Y, justo entonces, encontré a Jenna Cross. Era una estudiante de veintidós años que había abandonado la universidad. La pobre no sabía si huir de la pasta que tenía su padre y gastárselo todo en bebida. Y tenía aquella marca de nacimiento.

Beckett se puso rígido.

—¿La luna creciente? ¿Has encontrado a la Última Hija?

—Más o menos. La llevé a un tatuador para que la detallara un poco. Pero verás, pensé (y también se lo dije a ella) que era un apoyo. Me ayudaría a darle verosimilitud al asunto de la Gehena. Como el ataúd y los otros objetos que había estado reuniendo.

El Gangrel empezó a sentirse inquieto.

—Entonces —continuó Jack en voz más baja, casi reverente—, vino a mí una noche. Y había dejado de ser una simple ghoul. Era una de nosotros. Sí, sí, una sangre-débil, ¡pero de primera!

—¿Alguien la Abrazó sin tu permiso? —inquirió Lucita.

—No, ahí está la cuestión. ¡Nadie la Abrazó!

Beckett y Lucita dejaron de caminar. Jack continuó durante un momento hasta que se percató de que se había quedado solo y volvió sobre sus pasos.

—Sí, entiendo que es difícil de asimilar —se rió—. Bueno, todos hemos oído los rumores de la debilidad que están sufriendo los antiguos. Aunque también los hay que primero se hacen más fuertes y luego se debilitan, como los maníacos depresivos cuando toman alguna de esas drogas de diseño. Yo mismo lo he hecho. En las noches buenas, me daba un auténtico subidón. En las malas…

»Pero aún no lo sabéis todo, ¿verdad? Hay unas movidas muy graves que los cabrones de la Circuncisión Interior no quieren que se sepan. Algunos viejos ghouls han muerto, como si la sangre que hubieran ingerido ya no bastara para evitar su envejecimiento. Y a otros pocos, como a mi querida Jenna, les ha pasado justo lo contrario. Es como si hubieran despertado y la sangre los hubiera fortalecido hasta tal punto que han dejado de ser humanos. Por lo que yo sé, Jenna fue la primera”.

Jack se inclinó hacia delante y metió la cara en un rosal. Inhaló profundamente para poder deleitarse con el aroma. No parecía darse cuenta, o no le importaba, que las espinas le estaban arañando la nariz, las mejillas y los labios.

Aunque parecía increíble, era perfectamente posible. Algunos de los rumores de los que Beckett se había enterado a través de Okulos y de otros, sugerían que estaban aconteciendo cosas mucho más extrañas que el marchitar. A estas alturas, el Gangrel no estaba dispuesto a rechazar ninguna teoría. Una mirada rápida a Lucita lo convenció de que ella sentía lo mismo.

Beckett asintió para animar al viejo anarquista a que continuara.

—De modo que llegué a la conclusión de que había sido Caín el que me había mostrado el camino —continuó el vampiro, poniéndose de pie—,aunque fui un gilipollas y no supe verlo al principio. —Estiró la mano y la metió en el bolsillo trasero de su pantalón. Extrajo un mechero BIC y un cigarrillo arrugado, y lo encendió. Se encogió un poco al acercarse la llama a la cara—. He intentado decirles a todos los que quisieran escucharme lo que está por llegar y también que deben de estar preparados para la hora del juicio. Jenna me mantiene cerca para que se lo repita a los sangre-débil y porque sabe que he estado luchando contra los Camaretrasados durante mucho tiempo y que sé cómo hacerlo. A pesar de todo, no termina de creerse que ha llegado la Gehena. Por alguna razón, la idea la asusta… Quiero decir, más que a cualquier otro.

—¿Y su sabiduría? —inquirió Beckett—. ¿Las profecías y los sermones… de dónde los sacas?

—Todavía no hemos llegado a ese punto, hombre. Primero tengo que reunir las piezas del puzzle. Me han estado trayendo unas mierdas mugrientas y viejísimas; ¿os lo he dicho, no? Tengo unas cuantas reliquias viejas con extraños símbolos. Incluso me he hecho con unos cuantos fragmentos de El Libro de Nod. Eh, estoy seguro de que tú podrías conseguirme el resto. Debes tener, ¿qué...? ¿Todas las ediciones desde la de Caín hasta el rey Jaime, no?

—Eh, no… No las llevo conmigo.

—Claro, hombre, por supuesto que no. Nadie querría que se perdieran. Joder, tío, también cuento con el apoyo de unos cuantos profetas. Un par de los sangre-débil, amigos de Jenna, parecen tener un don especial para saber lo que la Camarilla va a hacer antes de que lo hagan. Cross los utiliza para trazar su estrategia, pero yo les he intentado sonsacar alguna información sobre la Gehena de cuando en cuando.

Beckett casi sintió deseos de llorar. Había recorrido todo aquel camino hasta Los Ángeles, ¿y qué era Jack Sonrisas? Un predicador medio chiflado de segunda categoría que había tenido una alucinación y había creído ver a Caín y que había reunido la información suficiente como para resultar convincente. El talento de un sangre-débil para profetizar era algo interesante y, en otras circunstancias, podría merecer la pena investigarlo. Pero, teniendo en cuenta cómo lo había recibido, Beckett estaba convencido de que Jenna Cross no le permitiría interrogar a su gente y Jack no tenía información que le fuera de utilidad, ni fuentes misteriosas con las que él pudiera contactar.

—Entiendo —dijo, después de tomarse un momento para recuperar el control de sus emociones—. Bueno, muchas gracias por tu tiempo, Jack. Me has sido de gran ayuda. ¿Crees que —añadió, como si se le acabara de ocurrir— podrías pedirle a Jenna que me dejara discutir todo esto con ella? Si ella es la Última Hija, quizá sepa algunas cosas, aunque no sea consciente de ellas.

Jack frunció el ceño.

—Bueno, se lo preguntaré. Los eruditos tenemos que mantenernos unidos, ¿no es cierto? Sin embargo, no sé si aceptará, Beckett. No tengo ni idea de por qué, pero no le gustas nada.

¡No, hombre, debes de estar de broma! Pensó el Gangrel.

—Me arriesgaré. —Fue lo que dijo, no obstante.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

—¡¿Que quiere qué?!

Jenna Cross tamborileó con la yema de los dedos encima de la mesa lo bastante fuerte para que varias tazas y vasos que había encima traquetearan.

Tabitha mantuvo la mirada fija en sus zapatos y en el barro que se le había pegado a la suela en el jardín. Tan pronto como Jack la había llamado y transmitido la petición de Beckett, supo que a su líder no le gustaría. Cross parecía estar enojada con todo cuanto ocurría desde hacía unas cuantas noches y, teniendo en cuenta las presentes circunstancias, era comprensible. No obstante, albergaba un odio ardiente hacia Beckett que contagiaba a los demás, aunque nadie supiera por qué se sentía así.

—Quiere hablar contigo otra vez —repitió Tabitha—. Tiene algo que ver con esa tontería de la Gehena.

Jenna sintió que le temblaba la mano y rápidamente la escondió bajo la mesa para que Tabitha no lo viera. Lo sabía. Era la única explicación. Se miró el hombro, sintiendo que podía ver la marca en forma de luna creciente a través de la gruesa tela de su sudadera.

—¿Qué hora es?

Tabitha parpadeó por el repentino cambio de tema, pero aun así, consultó su reloj.

—Casi las cuatro y media.

—Muy bien, dile a ese bastardo que no tengo tiempo de hablar con él esta noche, pero que nos encontraremos aquí antes de la medianoche de mañana.

—Vale, yo…

—No he terminado —la interrumpió Cross, y reflexionó. Siendo Vástagos de sangre-débil, su gente y ella tenían pocas ventajas sobre un vampiro antiguo y más poderoso. Sin embargo, se entrenaban a diario para reforzar esas pocas que sí tenían.

—¿Quién tiene el mejor récord de estar despierto después del amanecer?

—Moose podía aguantar más de dos horas, pero ahora que he muerto… Creo que Darryl ha conseguido estar despierto poco más de una hora y Nicky casi lo mismo.

—Perfecto. Diles que quiero que permanezcan despiertos hasta la mañana. Beckett y los demás se quedarán en las habitaciones de los invitados. Diles que esperen media hora después del amanecer y que se aseguren de que Beckett no vuelve a despertar. Nunca.

—¿Jenna, crees que es lo mejor? Tiene aliados…

—No te estoy pidiendo tu opinión Tabitha. Te estoy dando una orden. Será mejor que también se ocupen de su compañero. No quiero tener a un antiguo obsesionado con vengarse, corriendo por el vecindario.

—¿Y Lucita?

Cross frunció el ceño durante un momento.

—Mejor no. Por lo que vimos, conoce a Beckett, pero no parecían muy próximos el uno al otro. No creo que quiera poner en peligro nuestra alianza. No le hagáis daño a menos que sea necesario.

Tabitha asintió una vez y, aunque de mala gana, se marchó para comunicar las órdenes. Cross se recostó en la silla y sonrió por primera vez desde hacía varias noches. Al menos esto le quitaría un peso de los hombros. Se preguntó si debía llamar a Samuel otra vez, preguntarle si era correcto lo que pensaba hacer, pero decidió no hacerlo. Pensaba, de manera bastante petulante, que no debía pedir permiso a nadie pues ella era muy dueña de sus actos. Era, además, la líder de un ejército de Vástagos. Tomaría sus propias decisiones. Se lo haría saber cuando todo hubiera acabado. Dudaba que fuera a quejarse de su decisión de matar a Beckett; él odiaba al bastardo tanto como ella, aunque ignoraba el porqué.

Bueno, dentro de unas horas no tendrían que preocuparse por ello nunca más.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Tabitha salió por la puerta y se perdió por el pasillo. No se dio cuenta, y tampoco los dos guardias que vigilaban fuera, de que se desvió bruscamente mientras caminaba, como si estuviera intentando eludir un obstáculo invisible.

Los guardias eran dos de los mejores que tenía Cross. Los sangre-débil habían insistido en que debía tomar precauciones contra los asesinos de la Camarilla y los MacNeils, y ambos eran esa precaución. Eran, entre los sangre-débil de Los Ángeles, dos de los mejor entrenados y que más alerta estaban. Ambos poseían poderes de percepción y observación, no solo mejores que los de cualquier ser humano, sino también mejores que los de muchos Vástagos más poderosos.

En cualquier caso, era poco probable que un intruso llegara hasta ellos. Al principio del pasillo, lo bastante apartado para que los guardias no pudieran hacerlo saltar, había un detector de movimiento que controlaba todo el pasillo. Cualquier movimiento mayor que el de una cucaracha y más rápido que un caracol, desencadenaría una luz de alarma, tanto en el pasillo como en la sala de reuniones de Cross.

Kapaneus estaba en el pasillo, cruzado de brazos y la cabeza ligeramente ladeada. Aunque estaba a pocos metros de los guardias y Tabitha había pasado rozándolo, nadie lo había visto. Los detectores de movimiento habían permanecido en silencio cuando el antiguo se acercó y siguieron estándolo cuando se alejó.

¿De modo que Cross había ordenado a sus sicarios que los asesinaran a Beckett y a él? Kapaneus se sintió brevemente embargado por la cólera. La Bestia, a la que no había logrado vencer del todo después de varios siglos de soledad, tenía el orgullo herido. Levantó una mano despacio, y se cernió justo enfrente de las costillas de uno de los sangre-débil. Los guardias de aquel pasillo estaban a pocos centímetros de una muerte súbita y rápida; una que nunca podrían ver llegar.

Pero no, así no. Había decidido unirse a Beckett, había permitido que el vampiro más joven se ocupara de todos los detalles salvo aquellos para los que no estaba preparado. No tenía sentido, a estas alturas, sembrar confusión en su relación.

Kapaneus bajó el brazo y se marchó por el pasillo. Informaría a Beckett de la situación y le dejaría que la resolviera a su manera. Lo que quiera que decidiera hacer, con toda seguridad debía de ser interesante.

La costa Mediterránea

Oeste de Turquía

En los cielos titilaba la Estrella Roja.

Y, bajo ellos, la oscuridad se balanceaba con las olas como una segunda marea. Alcanzó la costa cerca de Siria. Inundó las playas, acarició la arena y se extendió por los caminos. Una ciudad tras otra se oscureció bajo aquella oscuridad crepitante que se arrastraba hacia el norte, a Ceyhan, Kozan y Feke. Los hombres, las mujeres y los niños se despertaban gritando de unas pesadillas que hacían temblar sus almas y que eran un cruel desafío a su cordura. Algunos ni siquiera despertaban; los encontraron muertos bajo las sábanas de sus camas por razones que ningún médico pudo determinar. Temiendo que pudiera tratarse de algún otro agente químico del sureste, quizá algún rescoldo de los conflictos recientes, se desplegaron soldados por las fronteras, vestidos con atuendos especiales, y empezaron a buscar el origen de la misteriosa “nube”. Muchos hombres murieron por accidentes fortuitos o malentendidos con las tropas kurdas. En cualquier caso, nunca encontraron un arma extraviada o algo que pudiera explicar los extraños acontecimientos que tuvieron lugar.

Y la oscuridad continuó su viaje hacia el norte; apagando todas las luces que encontraba en su camino. Allí donde llegaba no brillaban ni la luna, ni las estrellas, el fuego o la luz eléctrica. Por donde pasaba se oían llantos de súplica y de dolor. Cuando el sol salía, la oscuridad se desvanecía, caía al suelo y se disipaba muy lentamente, como si se hundiera en la tierra y en las piedras. Volvía a salir, sin embargo, siempre como una densa niebla, cuando los últimos rayos de luz desaparecían del horizonte. Cuando era posible, se evacuaban los pueblos. Porque, no importaba el viento o la disposición del terreno, el curso de la sombra era invariable y siempre predecible.

Al norte. Siempre igual, siempre infalible.

Hasta que, finalmente, se detuvo. No sobre una comunidad, un pueblo o una ciudad, sino en un valle en las Montañas Tauro, al sur-suroeste de Kayseri.

En la entrada de Kaymakli, en el punto mismo donde Beckett había llevado a cabo su ritual y salido airoso de él, se detuvo la entidad de sombra.

Emergieron de ella unos zarcillos de oscuridad y una lengua de la misma materia que olfateó el aire y saboreó la tierra. Y, a pesar de los meses que habían transcurrido y de las muchas capas de arena que había por encima, se hundió en la tierra al sentir la presencia de la sangre que Beckett había derramado en el desierto.

Hacia delante y hacia atrás se movieron los zarcillos para cavar surcos en la tierra. El único sonido que quebrantaba el silencio del lugar era el lánguido entrechocar de los granos de arena. Los zarcillos pasaron rozando la piedra de la cueva y se abrieron camino hacia arriba y alrededor de la superficie de la piedra, perfilando el recorrido del pasadizo. Aquí percibieron el rastro desmayado de un poder auténtico; la firma de uno casi tan antiguo como la nube de Abismo. Allí, debilitado por la convergencia de una profecía y por el fulgor de una luz roja de otro mundo, ese poder se había quebrado, vencido por alguien que nunca debió de ser capaz de realizar semejante hazaña.

Ese era el centro. Desde allí venía la llamada; la prolongada invocación que había atraído a aquella cosa desde las profundidades del Abismo y que había despertado a otros poderes arcanos de su sueño inconmensurable. Aquí había empezado y el que lo había provocado había seguido su camino, ignorando lo que había ocurrido realmente.

Y la cosa pensó o, al menos, hizo algo parecido a lo que los humanos entienden como “pensar”. ¿Era este una amenaza? ¿Acaso su presencia allí, en el principio del Fin, lo señalaba como un ser diferente y superior? ¿Poseía un gran poder o había sido un mero catalizador, una chispa insignificante que prendiera el infierno que se propagaba?

Lo había saboreado. Aquella cosa de sombra lo había hecho. Había catado su presencia, degustado su temor, paladeado el poder que una vez se había infundido a ese lugar y que, seguramente, permanecía en aquel que lo había destruido. No importaba que echara a correr hasta el confín de la tierra y más allá, tampoco que se escondiera en la oscuridad más tenebrosa o en la luz más brillante. No, no tenía importancia.

Cuando el sol salió, la oscuridad volvió a hundirse en la tierra para evitar quemarse con los rayos de una luz que no podía apagar. Volvería a alzarse la noche siguiente y entonces dejaría de viajar al norte.

Y, en los cielos, al abrigo de la incipiente luz del amanecer, titiló la Estrella Roja.

Posada La Misión

Riverside, California

La habitación estaba alejada del grupo de suites que servía como base de operaciones a los efectivos de la Camarilla en Los Ángeles. Según el registro, un hombre de negocios de Pórtland era el inquilino de la habitación. El nombre con el que se había inscrito era Robert Perkins. Corrían rumores entre la plantilla que sugerían que Perkins, un inquilino medianamente regular en la posada, pasaba la mayoría de las noches en compañía de una señorita y que esa era la razón de que siempre anduviera colgado el cartel de “No molestar”.

La verdad era que Robert Perkins estaba de viaje en Tahití disfrutando de unas muy merecidas vacaciones y se hubiera quedado bastante sorprendido al saber que estaba, supuestamente, en Riverside. La plantilla de La Misión se hubiera quedado igual de atónita de haber sabido que el inquilino de marras estaba en la Polinesia francesa, puesto que varios de ellos recordarían haber hablado con él en distintas ocasiones a lo largo de los últimos días. La idea de que esos recuerdos podrían habérselos implantado nunca se les pasaría por la mente. Como tampoco se les ocurriría desobedecer el mandato de no entrar nunca en la habitación.

Era bien sabido por los altos mandos de la Camarilla que aquella era la habitación donde Hardestadt discutía los asuntos que no estaban relacionados con las operaciones que estaba llevando a cabo en Los Ángeles. Comprendían que, siendo el miembro más activo del Círculo Interior, el Fundador Ventrue tenía demasiadas cosas en la cabeza como para ocuparse solo de una, por mucho que esta fuera bastante importante. Hardestadt planeaba las estrategias del conflicto en la ciudad y era, además, el máximo representante del nuevo rumbo que había adoptado la Camarilla como respuesta al marchitar y tenía, por ende, solo Dios sabía cuántas cosas más en marcha. Si necesitaba intimidad para llevar a cabo sus asuntos, los demás antiguos, curiosos como eran, estaban totalmente dispuestos a garantizársela.

Con respecto a su privacidad, Hardestadt había sido lo bastante avispado como para rodear la entrada de guardias que bloquearan la entrada a cualquier Vástago o ghoul que quisiera acceder a la habitación sin su expreso permiso. Obligó a varios hechiceros Assamitas a protegerla mediante sus conjuros. Los Assamitas habían pasado a ser la única fuente de magia de sangre en la que poder confiar después de la desaparición de los Tremere de una forma misteriosa y melodramática.

De hecho, habían sido estos nuevos hechiceros los que le habían dado la idea que ahora trataba de llevar a la práctica. Hardestadt estaba sentado en la única silla, detrás de la única mesa que había en la habitación. Lo normal es que los visitantes se vieran obligados a sentarse encima de las camas; una posición informal y poco digna que tenía la intención de otorgar cierta ventaja psicológica a Hardestadt en las conversaciones o negociaciones.

Su invitado de aquella noche prefirió quedarse de pie y el Fundador no estaba dispuesto a intentar convencerlo de que tomara asiento.

—Me gustaría agradecerte —empezó Hardestadt después de saludarlo, halagarlo y ofrecerle algo de beber— que hayas venido tan pronto, a pesar del poco tiempo del que dispones.

Tegyrius asintió una sola vez. Su barba acababa en punta y era ligeramente canosa, como lo era también su oscuro cabello, que parecía estar gesticulando con vida propia. Aparte del reverenciado al-Ashrad, Tegyrius era quizá el más poderoso de los llamados cismáticos del clan Assamita; aquellos que se habían aliado con la Camarilla en lugar de rendirse a los designios del chiflado antiguo, Ur-Shulgi.

—Estaba seguro de que el Círculo Interno no me exigiría diligencia sin una buena razón —respondió.

—¿Quieres decir que sabías que necesitaba que me hicieras un favor y no pudiste aguantar la tentación de que yo estuviera en deuda contigo?

El Assamita sonrió ligeramente.

—Sí, eso también puede haberme animado a venir.

—Es lo justo. Tengo un problema que quisiera que desapareciera. Es una amenaza para toda la Camarilla; pero, dada la guerra actual y sus esfuerzos para localizar y deshacerse de los insurgentes, los sangre-débil y las manadas traidoras del Sabbat, ningún arconte puede ocuparse de este asunto.

En otras palabras, pensó Tegyrius aunque no lo dijo, es más un problema personal que algo que afecte a la secta en su conjunto. Lo que dijo, sin embargo, fue:

—¿Quién?

—Beckett.

Tegyrius no se sorprendía con facilidad, pero, al oír el nombre, enarcó una ceja.

—Entiendo. El nombre no me resulta desconocido.

—Bien. Entonces no tendré que advertirte de que es alguien peligroso y con el que no se puede jugar.

—Yo no juego, Hardestadt. Ni con Beckett, ni contigo. Quieres que destruya a Beckett. Puedo asegurarme de que algunos de mis compañeros de clan lo lleven a cabo. Pero, si Beckett es peligroso, y siendo estos tiempos difíciles, debo informarte de que la mayoría de mis guerreros no son tan fuertes como solían serlo.

»No es un secreto que la Camarilla está cambiando noche a noche, y que tu mano es la que lidera esa transformación. Si hago esto por ti, no quiero nada menos que una posición equivalente para mi clan en el nuevo orden. Con una capacidad de decisión tan importante como la de cualquier Toreador o Ventrue.

»De otro modo —continuó Tegyrius, a pesar de que el Fundador había abierto ya la boca para protestar—, mis compañeros de clan tendrán que seguir haciendo favores a cambio de obtener cierta influencia. Y no podré garantizarte que, lo que sea que averigüen de Beckett, vaya a permanecer en secreto.

Hardestadt se levantó despacio de la silla.

—¿¡Estás intentando —inquirió con un gruñido susurrado— chantajearme con una información que ni siquiera posees!?

—Desde luego que no. Me limito a informarte del precio de este acuerdo y a qué medidas desesperadas nos veremos obligados a recurrir, debo decir que de muy mala gana, si no vemos cumplida tu parte del trato.

El Ventrue lo miró con odio durante un momento y, de pronto, casi a pesar de sí mismo, empezó a reírse a carcajadas.

—Creo que has pasado demasiado tiempo rodeado por la Camarilla, Tegyrius. Tus ardides empiezan a parecerse a los nuestros. Muy bien. Si arreglas este problema para mí, y permaneces disponible para encargarte de otros que pudieran surgir más adelante, uniré mi voz a la vuestra cuando llegue el momento de formalizar la nueva estructura.

—Perfecto. Dime entonces lo que sepas de Beckett.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

Cuando el detector de humo empezó a chillar como una banshee, una hora antes del amanecer, Jenna Cross estuvo absolutamente convencida de que era una falsa alarma, una distracción preparada por Beckett o alguno de sus compañeros por algún maldito propósito. Reaccionó con rapidez; cogió la Glock, reunió a media docena de sus seguidores y se encaminó directamente a las habitaciones de los invitados, donde se alojaban los antiguos. No le preocupaba que pudieran escapar de la casa. Incluso si supieran que estaban en peligro, y no había manera de que eso fuera así, todas las salidas, desde las puertas, pasando por las ventanas y también la ranura por donde el cartero dejaba caer el correo, estaban bajo vigilancia. Su preocupación, de hecho, se limitaba a saber qué tipo de daño estaban ocasionando.

Giró por la sala de estar y se detuvo en seco, con la boca abierta.

En el pasillo que estaba delante de ella se extendía una nube enorme de denso humo negro. Rebosaba por el umbral y se abría paso ensanchándose como si diera gracias por salir de aquella ala tan pequeña. No podía oír el crepitar de las llamas por encima del sonido ensordecedor del detector de humo, pero no tenía duda de que era real. Solo un fuego propagándose a velocidades de vértigo podía engendrar una nube de semejante tamaño.

—¡Fuera! —gritó, girándose y cogiendo bruscamente del brazo a uno de sus compañeros—. ¡Sácalos a todos fuera!

Tenían problemas. Faltaba poco menos de una hora para el amanecer y no podrían extinguir un fuego de aquella magnitud en ese tiempo. Su única posibilidad era cobijarse en las casas en las que habitaban los suyos y esperar que los bomberos pudieran controlar el incendio antes de que se propagara a los edificios colindantes.

Solo había dos cosas que la consolaran mientras evacuaba a su gente, rápida pero ordenadamente. En primer lugar, que siendo sangre-débil, sus compañeros y ella tenían más facilidades para resistirse al miedo instintivo que sienten todos los vampiros hacia el fuego y, por ello, podrían evitar que la situación degenerara en un caso de pánico que pudiera causar más daños y pérdidas que el propio incendio. Y, en segundo lugar, fuera lo que fuera que Beckett había esperado conseguir prendiendo un fuego de ese tamaño, seguramente acabaría quedando atrapado dentro o se encontraría con una multitud de vampiros furiosos cuando tratara de escapar. Ahora sí que tenía una buena excusa para ordenar a su gente que lo liquidara, y no estaba dispuesta a desperdiciar la ocasión.

El humo emergió por la puerta principal, al mismo tiempo que los sangre-débil y, lenta pero continuamente, otros habitantes del vecindario y curiosos, que se reunían para asistir al espectáculo y ver quiénes quedaban por salir. Esta primera nube pasó por encima del césped y se perdió en la oscuridad de la noche.

Y eso fue todo. No hubo prisioneros que huyeran. Ni un fuego crepitante. Ni siquiera más humo.

—¡Mierda!

Cross entró corriendo por la puerta cuando se oían ya las primeras sirenas acercándose. Era una distracción y, joder, una buenísima. Durante su búsqueda frenética por la casa no encontró ni una sola pista que la llevara a Beckett, Lucita o Kapaneus. Y, la verdad, tampoco tenía mucho tiempo para buscar. Los bomberos iban a insistir en registrar el lugar. Su gente y ella tendrían que refugiarse en otras casas cercanas, porque, con toda seguridad, la investigación se alargaría hasta después del amanecer.

Cross, todavía enfurecida, se quedó dormida en el suelo del dormitorio de un amigo. Había otros cinco sangre-débil con ella. Estaban cada vez más asustados y sorprendidos por la facilidad con la que Beckett había sido capaz de engañarlos a todos.

El Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

A cierta distancia de allí, a las orillas de una pequeña ensenada que servía al vecindario como alcantarilla en los días de tormenta, se detuvo la nube de humo. Se movía ahora muy lentamente, y aquellos que la observaran se hubieran sorprendido al comprobar que flotaba contra la dirección del viento. Sin embargo, aparte de unos cuantos pajarillos madrugadores, y quizá algunas ranas y lagartijas, no había nadie allí que pudiera verla.

El aire se retorció un segundo, casi arrugándose como lo hace la goma o el látex cuando alguien lo ha estirado demasiado, y Kapaneus surgió de su capa de ofuscación. Miró a su alrededor, escuchó y olfateó el aire. Sus sentidos, claro, eran mucho mejores que los de cualquier ser humano. Estaban solos.

—Creo que todo está en orden —anunció en voz alta.

El humo vaciló durante un instante y entonces se desvaneció.

Un banco de niebla, la continua ondulación que había otorgado a la extraña masa la ilusión de estar avanzando como lo hacía el humo, se movió hasta quedar encima del césped. Dejó tras de sí un núcleo de oscuridad absoluta y pura; una sombra cuya naturaleza era, de forma evidente, artificial. Si Cross y sus sangre-débil se hubieran tomado la molestia de examinar el humo más de cerca, se hubieran percatado de que el movimiento ondulante hacia delante y atrás era una fachada situada encima de un centro negro como la noche. En pocas palabras, se hubieran dado cuenta de que era una ilusión. ¿Pero qué vampiro en su sano juicio se hubiera quedado tanto tiempo cerca de un fuego para hacer eso?

La niebla se unificó, se retorció sobre sí misma hasta formar una columna del tamaño de un hombre y se solidificó hasta que Beckett estuvo de pie sobre la hierba húmeda de rocío. La oscuridad se desvaneció y reveló a una Lucita ojerosa metida hasta los tobillos en la charca.

—Eso —resolló como si estuviera falta de aliento, cosa que, claramente, no era el caso— ha sido posiblemente la cosa más estúpida que he hecho en los últimos tiempos.

Beckett se encogió de hombros.

—Pero ha funcionado.

—Tú y yo sabemos por experiencia que el hecho de que una idea funcione no significa que esta no sea absurda. Ni siquiera sabías si podrías hacer que el humo fuera lo bastante denso para desencadenar la alarma. Yo ignoraba si tenía la fuerza necesaria para mantener la nube Abisal durante tanto tiempo. Deberíamos haber prendido un fuego real y punto.

—¿Y arriesgarnos a quedar atrapados en las llamas? Sin mencionar el hecho de que destruiríamos cualquier esperanza de negociar una alianza de resistencia con los sangre-débil. No, creo que hemos hecho bien.

—¿Por qué —inquirió ella— te importan las alianzas que pacte mi organización? O, lo que es lo mismo, ¿por qué te preocupas en absoluto por mi organización?

—Porque cuanto más tenga que preocuparse la Camarilla de vosotros —respondió él con sinceridad—, tanto menos se centrarán en mí.

—Amigos —intervino Kapaneus—, ¿puedo permitirme la licencia de recordaros que ya no nos queda una eternidad para que podáis continuar con vuestra discusión? El plan ha funcionado. Hemos huido del refugio de la chiquilla sin hacerle daño. ¿Podemos preocuparnos ahora de encontrar algún refugio que nos proteja del sol y de lo que vamos a hacer después? Ya tendremos tiempo luego de discutir por qué ha funcionado el plan.

Beckett y Lucita miraron a Kapaneus, luego el uno al otro, y asintieron.

—¿Qué tal allí? —preguntó Beckett después de estudiar el entorno durante unos instantes. Señaló a un pequeño desaguadero de hormigón del que manaba un goteo de agua que fluía para alimentar la ensenada—. Eso debería llevarnos lo bastante adentro para alejarnos del sol.

Lucita frunció el ceño. No era ni remotamente tan seguro como hubiera querido, pero tenían muy pocas opciones en aquel momento. Kapaneus y ella se mostraron de acuerdo.

—¿Qué hay de mañana? —inquirió Lucita, mientras se abrían camino a gatas por encima del agua, varios tipos de hongos y otras sustancias sin identificar—. Dijisteis que conocíais una manera de abandonar la ciudad sin encontrarnos con los sangre-débil o los soldados de la Camarilla.

—Sí —añadió Beckett. Su tono no era precisamente alentador—. Una manera en la que podríamos. Vuelve a preguntármelo por la noche.

En las proximidades de la intersección de alcantarillados 27-B

Bajo la ciudad de Los Ángeles, California

El sistema de alcantarillado de muchas ciudades europeas y americanas era más complejo y prolongado de lo que los planos y la mayoría de los trabajadores de las alcantarillas sabían. Por medio de la manipulación de estos servicios y de una labor física, los Nosferatu de estas ciudades habían ampliado algunas salas, conectado pasadizos e incluso añadido nuevas capas. Creaban vastos complejos subterráneos, reinos propios donde moraban con cierto grado de tolerancia por parte de aquellos que los rodeaban. Lo preferían, claro, al odio y condescendencia constantes que su apariencia inhumana provocaba en la mayoría, Vástagos y ganado, que habitaba en la superficie.

Las madrigueras de Los Ángeles eran menos complejas. Parecía que, en algunos tramos, los Nosferatu habían intentando emplear sus técnicas tradicionales, pero la combinación de la inestabilidad tectónica de California y las guerras entre Vástagos que habían tenido lugar en la ciudad durante décadas, hacía de ese trabajo algo inútil. Aquí, una sala abovedada con una pared caída servía todavía como santuario o cruce de caminos; allí, un pasillo corto que finalizaba en un derrumbamiento de tierra era el testimonio mudo del laberinto que se había abierto como un panal de abeja bajo el suelo.

Las partes más modernas del sistema de alcantarillado se habían construido con diversas técnicas arquitectónicas y científicas diseñadas para hacerlas resistentes a los terremotos, y era en estas zonas, donde los Nosferatu de Los Ángeles pasaban casi todo el tiempo. Les resultaba complicado esconderse de los trabajadores y les era casi imposible construir algo más que pequeños añadidos sin ser descubiertos.

Solo porque estos detalles conspiraban para hacer del alcantarillado y los laberintos de Los Ángeles unos lugares menos complejos que los de otras ciudades de tamaño similar, se atrevía Beckett a hacer lo que estaba haciendo.

Okulos no tenía ninguna influencia entre los Nosferatu de Los Ángeles que, o bien eran sangre-débil (que intentarían detener a Beckett siguiendo las órdenes de Cross), infiltrados de la Camarilla, saboteadores o centinelas (que lo detendrían siguiendo las órdenes de Hardestadt) o bien eran anarquistas MacNeil (que, movidos por el miedo y por su territorialismo, intentarían destruir a cualquier intruso que entrara en sus dominios). Okulos fue incapaz, a pesar de sus esfuerzos, de encontrarles un guía o de informarlos acerca de los pasadizos por los que pudieran escapar sin ser vistos. Consiguió, sin embargo, mandarles un plano general y poco detallado del sistema de alcantarillado que, por lo menos, incluía algunas de las remodelaciones de los Nosferatu y un esquema aún menos concreto de las patrullas de la Camarilla y de los sangre-débil por la zona.

Eso era mucho más de lo que cualquier otro podría haber obtenido, pero Beckett se sentía frustrado porque los contactos anónimos a los que Okulos había recurrido para encontrar a Jenna Cross y que lo habían guiado hasta ella sin incidentes, parecían ahora no querer ayudarlo. Tenía la intención de averiguar el porqué cuando tuviera la oportunidad.

En cualquier caso, esta era la primera vez que Beckett escogía abrirse camino por un laberinto hostil, guiándose solo de un mapa inexacto. Por ende, la mayoría de los laberintos que había recorrido estaban situados en antiguas ruinas en la selva o bajo las arenas del desierto. Hacerlo mientras los coches pasaban rugiendo por encima de su cabeza, mientras se enfrentaba con el peligro de quedar calado hasta los huesos por los desperdicios del morador de algún apartamento, era una situación nueva y no demasiado bien recibida.

Lucita, Kapaneus y él pasaban ahora su segunda noche en el alcantarillado, al que habían llegado gateando desde el conducto de drenaje donde se habían cobijado por primera vez. A pesar de lo arriesgado que podía resultar viajar por las alcantarillas, lo era menos que intentar escapar en la superficie, donde Cross y sus sangre-débil estarían, sin duda, buscándolos y vigilando cualquier posible salida.

Llevaban ya varias horas de viaje aquella noche, abriéndose paso por un lodo que les llegaba hasta las pantorrillas, alimentándose de ratas que sabían a ciénaga y esquivando a los peces muertos. El hedor era tan repugnante que los tres procuraban hablar lo menos posible para no tener que aspirar aquel aire. Y, pese a todo, los desperdicios humanos inundaban sus fosas nasales y se negaban a ser ignorados. No podían aventurarse a recorrer la ruta más rápida y directa; aquella que pasaba demasiado cerca de la base de operaciones de Cross, donde los rastreadores serían más numerosos. Atravesar a pie la mitad de la ciudad de Los Ángeles era un proceso lento y lo estaba siendo más desde que se habían dado cuenta de que el mapa de Beckett no incluía ninguno de los recientes daños causados por los tres frentes abiertos de la guerra. Habían perdido ya tres horas yendo hacia atrás y dando rodeos. Y habían perdido la esperanza de que lo que les restaba de viaje fuera a ser más sencillo.

Ahora caminaban por un saliente estrecho y cubierto de limo, que pasaba por encima de un canal que estaba a más de tres metros de profundidad y que rebosaba de desperdicios, y por debajo de un riachuelo de agua pútrida que fluía a través de un conducto oxidado. De pronto, Lucita tocó con su mano el hombro de Beckett.

—Para —siseó. Su susurro apenas era audible por encima del estruendo del curso del agua—. ¿Hueles eso?

Beckett, que acababa de mancharse la cara con aquel desecho putrefacto que fluía por el conducto, trataba de no oler nada. Sin embargo, y debido a la advertencia de la Lasombra, trató de concentrarse, ignorar el hedor más próximo, y tomar un profundo aliento. Y, de hecho, lo percibió y asintió con el gesto cuando pudo controlar las arcadas. Allí, casi disimulado por el hedor del alcantarillado, detectó el aroma de la sangre de Vástago. Había alguien herido allí abajo o…

Oh, mierda.

Beckett avanzó hacia delante y giró por el recodo más cercano. Mientras caminaba, sintió una presión súbita en el pie. Al mirar hacia abajo, tuvo que esforzarse por no temblar de asco al ver cómo una cucaracha del tamaño de una salchicha pasaba por encima de su pie. Podía sentir el peso de sus patas a través de la bota. Esa era la única confirmación que necesitaba. Sabía lo que vería incluso antes de doblar la esquina.

Allí, al otro lado del recodo, tres caminos se encontraban en torno a un núcleo en el que se levantaba una cisterna que estaba protegida de los desperdicios reinantes. Aparentemente, el agua de la cisterna procedía de las alcantarillas que había en la acera de la calle de arriba y consistía sobre todo de agua de lluvia y el detrito que cayera en ellas. Muy poco apetecible pero, para los animales que vivían aquí, era una fuente de agua potable.

Era de la cisterna de donde emergía el olor a sangre de Vástago y en una madriguera de Nosferatu eso solo podía significar una cosa: una estanque de cría. Lo más habitual es que se encontraran en madrigueras de mayor tamaño. Los Nosferatu las creaban vertiendo cantidades pequeñas de su sangre en una fuente de agua. Los animales que bebían regularmente de ella, no solo les acababan siendo leales, sino que, a menudo, mutaban y crecían para convertirse en seres más grandes, más fuertes y más fieros.

Beckett abrió la boca para advertir a sus compañeros y, de pronto, algo lo golpeó desde un pasadizo cercano. Se sintió como si lo hubiera atropellado un coche a toda velocidad. El Gangrel resbaló varios metros hacia atrás por las piedras resbaladizas hasta que se estrelló contra las piernas de sus compañeros. Al instante estaba de pie, con las garras deslizándose desde las vainas de carne, y mirando a la cosa que lo había atacado.

A juzgar por la forma de la cabeza, el tono de su gruñido y el color de la piel que no estaba empapada de desperdicios, en algún momento de su vida debía de haber sido un rottweiler. Tenía el tamaño de un caballo pequeño y la mandíbula estaba dilatada por unos dientes demasiado grandes. Aquellas mandíbulas, se percató Beckett, habían fallado ya una vez porque habían sido incapaces de penetrar su chaqueta y su dura piel. Las fauces volvieron a abrirse cuando esa cosa parecida a un perro saltó hacia su garganta.

Rápidamente, Beckett le metió el antebrazo en lo más profundo de la boca, lo que le impedía desgarrarle la garganta al vampiro y también cerrar la boca en torno a su brazo. En cualquier caso, el daño que le hacían los colmillos traseros penetrándole en la carne era importante. Estaba claro que el perro era muy capaz de vencer una parte nada despreciable de la resistencia preternatural que tenía Beckett. Con la otra mano, cogió al perro por las costillas, con las garras abriéndose paso por la carne del costado. El animal empezó a perder sangre a borbotones.

Por desgracia, Beckett no podía hacer nada para contrarrestar los golpes que recibía de aquella criatura que pesaba el doble que él. Tropezaron y cayeron hacia atrás sin dejar de luchar. El Gangrel experimentó durante un segundo la sensación de caída libre hasta que su espalda golpeó las aguas residuales que había debajo, se hundió bajo las capas de heces y quedó atrapado en una corriente poderosa que se movía con lentitud.

Sala de drenaje 13

Bajo la ciudad de Los Ángeles, California

Unos minutos después y a una distancia indeterminada, Beckett volvió a sentir que caía. Tanto el perro, ahora inmóvil, como él salieron disparados desde una tubería de drenaje que había en la pared y cayeron en una inmensa sala de recolección. El Gangrel pudo ver un instante la sala circular, llena de conductos que llevaban agua que desembocaba en una piscina central, desde la que fue arrastrado por otros túneles y niveles hasta que volvió a caer en otro lugar repleto de agua. Afortunadamente fue a caer cerca de una pequeña plataforma elevada; una de las muchas pensadas para que los equipos de reparación pudieran evaluar el flujo del alcantarillado. Hundió las garras profundamente en la piedra y procuró deshacerse del perro que aún pendía de su brazo malherido. Entonces, después de que el cuerpo se hundiera despacio y se perdiera de vista, se arrastró fuera de la podredumbre, y escupió para deshacerse del detrito que se le había acumulado en la boca y en la garganta. Ignoró el dolor punzante que sentía en el brazo, se puso en pie y miró lo que había alrededor.

En la confusión de la batalla, no se había acordado de mirar por cuál de las esclusas había caído. No obstante, con su sentido de la orientación, no debería resultarle muy complicado volver para buscar a sus compañeros. Era solo cuestión de…

—¿¡Tienes idea —oyó decir a un ser chillón y casi ratonil— de cuánto le costó alcanzar ese tamaño!? ¡Y ahora lo has estropeado! ¡Tendré que empezar de nuevo!

Beckett miró hacia arriba, y más arriba aún. Allí, cerca del techo, había un estrecho pasadizo con una rejilla rota que se abría a una delgada plataforma de metal que, hacía tiempo, había pertenecido a una pasarela ya desaparecida. Encima de esa plataforma había una figura retorcida y jorobada de menos de metro y medio de altura. Sus rasgos, por lo que Beckett podía ver desde aquella distancia, estaban retorcidos y dilatados, como si su rostro fuera un globo hinchado más allá de su capacidad. Detrás de él había un segundo rottweiler, no tan grande como el que yacía hundido junto a Beckett, pero sí lo bastante como para desmembrar a un hombre en cuestión de pocos segundos.

—Entonces deberías fijarte mejor contra quién lanzas tus mascotas, ¿no crees? —le respondió. Sus manos temblaban de furia y la Bestia paseaba inquieta en su interior, no queriendo otra cosa que hundir sus garras en el corazón del Nosferatu.

—¡Pagarás por esto! ¡Todos vosotros! ¡Tú y los que venían contigo! —El extraño y pequeño vampiro parecía casi estar bailando hacia delante y atrás por la pasarela rota, presa de la ira—. ¡Serás la carnaza con la que alimente a mis mascotas! ¡Llenaré su abrevadero con tu sangre! Yo…

Beckett bajó sus barreras interiores y dejó salir a la Bestia. Su visión se tornó roja y sintió cómo sus labios dejaban al descubierto los colmillos en un gruñido. El mundo pareció retroceder ante el ascenso de la Bestia.

Pero el frenesí aquí, con el Nosferatu tan lejos de su alcance, no le haría ningún bien. Esa fue la razón de que no permitiera que su naturaleza salvaje emergiera. Justo antes de perder el control, de dejar de ser él mismo, impuso duramente su voluntad a la Bestia y la empujó hacia fuera y hacia arriba. Como demostración de fuerza de voluntad y de familiaridad con su Bestia interior (algo que muy pocos Vástagos tenían), transformó su furia y su odio en otra persona.

O, en este caso en particular, en otra cosa.

El Nosferatu estaba todavía desvariando y divagando cuando su segundo rottweiler lo golpeó por la espalda como un tren desbocado y le rompió los huesos, hundió los caninos en su carne y lo tiró desde la pasarela para caer como lo había hecho Beckett hacía un rato. Los desvaríos del vampiro se transformaron en un chillido agudo mientras caía, y que quedó completamente silenciado cuando entró en contacto con las aguas fecales.

Al momento, Beckett se lanzó de cabeza tras él. Sus sentidos preternaturales lo ayudaron a localizar a la pareja tan rápidamente como ubica un tiburón a una foca que chapotea en el agua. Hundió las garras en la espalda del Nosferatu tiñendo el agua que los rodeaba de sangre. La Bestia de Beckett huyó del cuerpo del rottweiler y regresó al alma del vampiro, aunque este tuvo que obligarla a mantenerse en silencio y frenarla cuando quiso morder al Nosferatu y drenarle cuanta sangre tuviera. En lugar de ello, levantándolo con el brazo sano, Beckett arrastró a su enemigo desde las aguas fecales hasta una plataforma natural que había surgido en un saliente de rocas planas. El perro, asustado y confuso por el poder y la rabia de la Bestia de Beckett, huyó a los túneles en el mismo instante en que quedó libre.

—Bien —rugió Beckett, apuntando una de las garras a la carne suave donde el párpado izquierdo del Nosferatu se unía con la cara—, voy a hacerte algunas preguntas —con la otra mano sostuvo uno de los lados de la cabeza del vampiro. Las garras se cerraron alrededor de su oreja hinchada y unos instantes después, penetraron en ella—. La cantidad de sentidos que pierdas dependerá completamente de la velocidad de tus respuestas. Como no te recomiendo que asientas en este momento, bastará con que me digas si lo has entendido.

—¡Lo entiendo! —gritó el Nosferatu con una voz aguda y chillona—. ¡Lo he entendido, lo he entendido!

—Perfecto. Empecemos pues.

Intersección de alcantarillados 27-B

Bajo la ciudad de Los Ángeles, California

—Su nombre era Roger o eso me dijo. Pertenecía a los anarquistas MacNeil —le explicó Beckett a sus compañeros después de que el Nosferatu aterrorizado le hubiera indicado cómo llegar hasta el túnel en el que el perro lo atacó por primera vez.

Lucita y Kapaneus estaban cubiertos por una miríada de pequeñas heridas provocadas por otras fieras ghoul del Nosferatu. Pero, aparentemente, no habían salido tan mal parados de esa escaramuza. Más que dolor, lo que sentían era cansancio. Aún seguían discutiendo sobre si debían ir en busca de Beckett o esperar a que él los encontrara.

—Se le comunicó que vendríamos y nos estaba esperando… bueno, en realidad, me estaba esperando a mí.

—¿Por qué? —inquirió Lucita. Su rostro adoptó una expresión de repugnancia mientras bebía la poca sangre que restaba a una rata; una que habían cogido bastante lejos de la estanque de cría—. ¿Quién te quiere muerto?

—¿Y quién no? —continuó Beckett con amargura—. Por ahora he conseguido cabrear a Hardestadt, el Fundador, y a Jenna Cross, sin mencionar a los enemigos que he ido acumulando a lo largo de los años. Ignoro por qué alguno de ellos pactaría con los MacNeils cuando tienen a otra gente que se encargue del asunto. De acuerdo con lo que Roger me ha dicho, la orden le llegó desde el alto mando de la organización. Pero no sabía por qué.

—Eso —intervino Kapaneus, pensativo— no me preocupa tanto como el hecho de que el Nosferatu nos estuviera esperando precisamente en este lugar. Quien quiera que sea ahora nuestro enemigo, sabe que estamos en las alcantarillas.

—Puede —aventuró Lucita— que sea casualidad. Nuestras opciones eran bastante limitadas, después de todo. Pero, francamente, esta teoría no termina de convencerme.

—Cualquiera que sea el caso —siguió Beckett—, no ha sido una completa pérdida de tiempo. Nuestro amigo con cara de rata se sintió feliz de podernos perder de vista cuanto antes y me indicó cómo salir de aquí. Podríamos estar fuera de los límites de la ciudad de Los Ángeles mañana por la noche.

—¿Estas seguro de que te dijo la verdad? —le preguntó Kapaneus.

—Oh, bastante seguro. Me mintió una vez y aprendió a no hacerlo más.

—¿Qué le hiciste? —indagó Lucita.

Beckett se encogió de hombros.

—Le di un tirón de orejas.

Fingió no darse cuenta de las miradas que le echaban sus compañeros tras haber hecho ese comentario; un comentario que pretendía ocultar la repugnancia que sentía y que lo hacía estremecer hasta el alma. Se sentía como si algo sucio se hubiera arrastrado hasta su interior y hubiera muerto allí. Siempre había sido un depredador, pero nunca había utilizado la crueldad sin un buen motivo. Cuando por fin había matado al pobre Nosferatu, lo hizo como un acto de misericordia, además de supervivencia. Lo que le había hecho a Roger era necesario, tenía que saber las respuestas, pero Beckett sabía que se sentiría sucio mucho después de haberse limpiado el último resto de desperdicio de la piel.

Sala de drenaje 13

Bajo la ciudad de Los Ángeles, California

Algún tiempo después de que el eco de las pisadas de los fugitivos hubiera cesado, apareció una figura en la sala principal. Samuel, con la camisa de franela empapada por las aguas fecales, emergió de uno de los túneles y caminó esquivando cuidadosamente los charcos de lodo y otros desechos. Pisó, en silencio, varias secciones de piedra rota, con filos dentados y que se movían con facilidad debido a los últimos terremotos. Llegó al punto donde el Nosferatu había muerto. Restos de ceniza empapada se pegaban al limo y formaban un dibujo que, si uno miraba con atención, se parecía aún a una figura humana.

Con mucho cuidado se agachó junto al cadáver y negó con un gesto de la cabeza. No había esperado que aquel pequeño experimento diera lugar a la muerte de Beckett; francamente, de haber sido así, lo hubiera decepcionado. No obstante, hubiera deseado que se entretuvieran un poco más. Dada la situación, lo más probable es que consiguieran salir del alcantarillado en un día. Seguramente aún estaba a tiempo de poner en marcha la segunda fase de su plan, pero Beckett, a pesar de todos los obstáculos, avanzaba a buen ritmo. Y eso no podía ser. Había llegado el momento de empezar a compartir información.

Samuel se puso de pie y caminó hasta la escalerilla más cercana. Mientras ascendía, y por si acaso andaba por ahí alguno de los amigos de Roger, su rostro y vestimenta se empañaron y transformaron. La figura que apareció en la calle se parecía mucho a Calvin Roper, un miembro muy importante de los anarquistas MacNeil y, no por casualidad, el hombre que había ordenado a Roger que esperara a Beckett dentro de la alcantarilla. Encendió un pequeño teléfono móvil, marcó un número que estaba en la memoria y esperó pacientemente a que diera el tono de llamada.

—Necesito hablar con Jenna Cross —anunció en una voz que no pegaba con su nuevo aspecto—. Dile que soy Samuel, que tengo información acerca de Beckett y del medio que está utilizando para huir.

En algún lugar del oeste de Estados Unidos

Con la información fehaciente que había recibido por parte del Nosferatu y la que le había ofrecido Okulos, el resto del trayecto fue sencillo, aunque no placentero. Eludieron a no menos de tres cuadrillas de sangre-débil, y al menos a un grupo de infiltrados de la Camarilla, para acabar emergiendo, la noche siguiente, en otra zanja de drenaje que estaba fuera de los límites de la ciudad de Los Ángeles. Entonces solo era cuestión de alcanzar el lugar más cercano y conveniente, que resultó ser una gasolinera con una tienda, y conseguir un medio de transporte. Kapaneus y Lucita, que no habían sido capaces de engullir toda la sangre de las mascotas del Nosferatu, se habían quedado igual de satisfechos con el conductor que Beckett con el vehículo. Kapaneus detectó a unos pocos sangre-débil de Cross en el aeropuerto de Apple Valley, pero no parecían estar muy alertas. Beckett creía probable que Cross hubiera ordenado a su gente que vigilara todos los aeropuertos regionales porque, con toda seguridad, no tenía idea de dónde podrían estar exactamente. Puesto que sabían que los espías estaban allí, solo era cuestión de evitarlos el tiempo necesario hasta que Cesare obtuviera el permiso para despegar. Ahora se dirigían a Dallas, pero aún no sabían lo que iban a hacer.

Beckett estaba sentado detrás de una mesa que ocupaba gran parte de la pared de la cabina. Kapaneus, en una posición poco apropiada para un antiguo, estaba despatarrado encima de su saco de dormir y Lucita estaba sentada encima del ataúd de Beckett. Aunque habían pasado varias noches juntos, abriéndose paso por el sistema de alcantarillado, no habían hablado mucho. Por alguna razón, no les había parecido apropiado.

—Beckett —preguntó Lucita, finalmente, después de un silencio incómodo—, ¿estás realmente seguro? Dime la verdad.

No tuvo que preguntarle a qué se refería.

—Del todo —respondió, con voz neutra—. Tan seguro como siempre he estado de las cosas, Lucita. El marchitar, la desaparición de clanes enteros, lo que averigüé en el diario de Etrius… Yo mismo luché contra ello durante algún tiempo, pero no puedo seguir negándolo. No se trata de una simple maldición de la sangre. Y tampoco de una enfermedad. La Gehena está sobre nosotros.

—Pensé que no creías en ella.

—Así era.

Silencio.

—¿Y de verdad pensabas que Jack Sonrisas iba a poder ayudarte?

—Me pareció una buena idea en su momento —explicó él, frunciendo el ceño—. Mi única otra pista es una Salubri llamada Rayzeel que, supuestamente, despertó hace unos años. Al parecer, es una chiquilla del mismísimo Saulot. Pero estaría mintiendo si dijera que sé dónde puedo encontrarla. —Sintió en su interior la necesidad de romper algo—. ¡Maldita sea, si solo tuviera un poco más de tiempo...! A pesar de todos los mitos y leyendas, no sabemos casi nada… Ni siquiera sé cuánto tiempo se prolongará la Gehena.

—Bueno —continuó Lucita—, ¿y qué propones que hagamos?

—Estoy más decidido que nunca a encontrar las respuestas —afirmó Beckett—. Esto solo demuestra que los Vástagos tenemos, o al menos teníamos, una razón de ser. Y pienso averiguar…

—Sí, sí, eso es muy bonito. Me refiero a qué vas a hacer con respecto a la Gehena.

Beckett parpadeó. No podía estar preguntándole lo que sospechaba.

—¿Hacer?

—Sí, ¿cómo planeas frenarla?

—Lucita… —Beckett negó con un gesto—. Esto es la Gehena. Nadie puede pararla. Como tampoco nadie puede evitar que salga el sol o que suba la marea.

—Eso no tiene sentido.

Lucita se levantó y empezó a caminar por toda la cabina. A pesar de que solo podía dar un par de pasos en ambas direcciones, Beckett estaba sorprendido por la elegancia de su movimiento. Quizá Lucita fuera más débil ahora que hacía unos siglos, pero nada en ella lo daba a entender.

—He pasado mil años luchando contra aquello contra lo que se suponía que no se podía luchar —continuó—. Conseguí liberarme de Monçada y de un poder al que nadie podía vencer. Durante varios siglos me opuse al Sabbat y nunca consiguieron destruirme. De hecho, me dieron la bienvenida cuando decidí unirme a ellos. Dudo que alguna batalla sea inútil, si la libras de forma adecuada.

—¿Es esa la razón por la que abandonaste la lucha por aferrarte a tu humanidad? —inquirió Beckett, demostrando cierta amargura.

Lucita sonrió.

—No lo entiendes. No abandoné la lucha para mantener mi humanidad. Gané la batalla y descubrí quién era yo.

—¿Y es eso lo que quieres ser?

La mujer frunció el ceño.

—Como ya te dije antes, no tengo que darte explicaciones.

—Desde luego que no. Te las tienes que dar a ti misma y dudo que lo hayas hecho ya.

La tensión en el aire se hizo tan penetrante que Beckett se extrañó que las ventanillas no estallaran. Se preguntó durante un momento si no habría cometido un error; si había enojado a Lucita lo bastante para atacarlo incluso aquí, en un lugar confinado y frágil como en el que estaban. Kapaneus se apoyó en un codo y miró fijamente a la mujer de cabello oscuro.

En lugar de hacerlo, Lucita se limitó a apretar los puños tan fuerte que Beckett pudo oír cómo le crujían los nudillos.

—¿Me vas a ayudar a pararlo? —preguntó con brusquedad.

Durante un instante fugaz, el Gangrel vaciló. ¿Y si podían? ¿Y si podían detenerlo o, al menos, posponer la destrucción? Después de todo, todavía no podía explicarse por qué no sufría el marchitar de la misma manera que otros de su edad. ¿Quizá él podía hacer algo?

No. No funcionaría. Beckett había aprendido a respetar los mitos antiguos en las últimas semanas y cada una de esas leyendas, todas las que había oído, aseguraban que la situación no podía cambiarse, que todo debía seguir su curso. Si su resistencia inusual al marchitar sugería algo, era que se le había dispensado algo más de tiempo para hallar sus respuestas. Y no estaba dispuesto a malgastar ese tiempo peleando contra molinos de viento. Tenía que encontrar esas respuestas y no se iba a arriesgar a pensar que todas las fuentes de que disponía estaban erradas.

—No puedo —dijo, sencillamente—. Y, con franqueza, tampoco creo que pudieras hacerlo tú. Deberías completar las tareas que aún no tengas terminadas, Lucita. Seguro que tú, entre todos los Cainitas, eres la que más preparada está para enfrentarse con la muerte. —Calló y pensó durante un instante.

¿Por qué no venís tú y tus aliados conmigo? Estuvo a punto de preguntarle. Siendo más tenemos mayores probabilidades de encontrar las respuestas; por lo menos sabrías por qué ha sucedido todo.

Pero no se lo preguntó. Mientras abría la boca, podría haber jurado que escuchó una voz (la de Anatole), diciéndole:

—Yo no lo haría si fuera tú. Ya no puedes seguir confiando en ella. Ya no es la que era.

Era, con toda seguridad, una alucinación. Un eco reminiscente de sus sueños. Pero, a pesar de sí mismo, obedeció. En lugar de ello, se limitó a decir:

—¿Hay algún sitio al que quieras que os llevemos a ti y tus compañeros antes de que abandonemos Estados Unidos?

—¿Y qué pasaría si te pidiera que nos llevases contigo? —inquirió Lucita.

Era, claramente, un desafío y una petición.

—Que no podría hacerlo. Mira a tu alrededor, Lucita. Ya es bastante difícil conseguir un avión privado hecho a medida en estos días; especialmente debido a lo inusual de las características que tiene este. Sin mencionar lo jodidamente caro que resulta conseguir los dichosos permisos y los sobornos. No podría meter a un grupo entero de pasajeros indocumentados. O cadáveres si resultara ser de día.

—Oh, por favor, Beckett. Siempre tienes una excusa a punto para explicar por qué no puedes hacerlo. —Lucita se giró y abrió una puerta—. Creo que pasaré el resto del viaje en la cabina, en compañía de Cesare. —Mientras abandonaba la estancia, dijo—: Como os pedí, os agradecería que me dejarais cerca de Dallas. Me reuniré allí con mi gente y continuaremos luchando lo mejor que podamos. Así tú podrás ir en busca de tus valiosas respuestas. —No cerró de un portazo, ese no era su estilo, pero sí lo hizo con cierta firmeza.

—¿Estará Cesare a salvo con ella? —preguntó Kapaneus.

—Oh, desde luego. Puede que esté furiosa, pero no es una suicida y, al igual que yo, no tiene la menor idea de cómo pilotar una de estas máquinas.

Y, dicho esto, no les quedó otra cosa que hacer más que esperar.

Textiles Braque et Chabrol

Lille, Francia

Aunque una fracción muy importante de los miembros del consejo no pudieron acudir a la reunión debido a que estaban atendiendo asuntos personales en otras partes del mundo, la asamblea representaba aún a una porción fundamental de los altos mandatarios de la Camarilla. Príncipes y justicar, miembros del Círculo Interno y fundadores de la secta; todos ellos estaban sentados o de pie en el inmenso sótano que había debajo de la fábrica textil. Varios neonatos, “criminales” a menudo culpables de un crimen tan nimio como el de tener mala suerte, yacían estacados en el perímetro de la sala, donde los concurrentes podían fácilmente acceder a ellos para saciar su sed.

Varias máquinas grababan el procedimiento para que aquellos que no habían podido asistir a la reunión, como Hardestadt, algunos de los príncipes más poderosos, varios justicar y Consejeros del Círculo Interno, pudieran verlo más adelante. La información, como de costumbre, se enviaba encriptada a través de líneas muy seguras.

—El punto al que quería llegar —anunció el Príncipe Voorhies de Amsterdam, mirando enojado a Carlak de Praga— es que, al menos en mi ciudad y, según tengo entendido, también en otras, la fuerza ya no basta para mantener el orden. Y no es, como creen algunos, por culpa de mi gobierno. —Miró con fiereza a otros que habían hablado—. Al mismo tiempo que el marchitar se agrava, más neonatos sufren lo que nosotros hemos estado padeciendo durante meses. Sin embargo, ellos buscan respuestas. No podemos consentir que crean que la Gehena es la única explicación, claro, pero tampoco podemos seguir incinerando a aquellos que lo sugieran. Necesitamos algo que los contente y debe ser creíble.

—Estoy de acuerdo —convino Madame Guil, justicar del clan Toreador, mientras se ponía en pie. Lo normal es que hubiera estado muy involucrada en los planes de Hardestadt para recuperar la ciudad de Los Ángeles, porque el oeste de Estados Unidos era una de sus áreas predilectas. Estaba allí, sencillamente, porque no tenía nada mejor que hacer; Hardestadt se había negado a trabajar con ella por algún conflicto pasado—. Nuestras explicaciones acerca de las enfermedades y las maldiciones resultan patéticas. No podemos seguir diciéndoles a nuestros chiquillos lo que puede ser el marchitar. Debemos decirles lo que es.

—Gracias —agradeció Voorhies el apoyo que se le estaba brindando—. No tenemos que preocuparnos de que la explicación sea o no verdad. Solo tiene que ser creíble y universal.

—Oh, no estoy seguro de eso —intervino el Príncipe Nicholas de Kent—. Yo, por mi parte, quisiera saber cuál es la razón auténtica de lo que está sucediendo. Algunos de nosotros ya hemos expresado nuestras sospechas en cuanto a la desaparición de los Tremere. De hecho, creo que deberíamos estar investigando esa pista, que no parece una coincidencia.

Al otro extremo de la habitación, otra vampiro se puso en pie. A pesar de su corta estatura, la Reina Anne de Londres irradiaba un aura de confianza y control que no tenía igual en muchos de los que estaban allí; incluso entre otros que eran mucho mayores que ella.

—Yo estoy de acuerdo —anunció con una voz clara y majestuosa—, pero mantengo, como muchos, que debemos controlar el daño que sufre nuestra sociedad antes de ocuparnos de otros asuntos. Estoy convencida de que los Tremere nos han provisto de una solución en bandeja de plata. El momento de su desaparición nos viene de perlas, independientemente de su culpabilidad o inocencia. ¿Por qué no nos limitamos a culparlos del marchitar pública y abiertamente? Eso les brindaría a los neonatos un foco donde centrar su ira y, asimismo, podríamos distraerlos enviándolos a buscar a los Tremere desaparecidos.

—La estimada Reina Anne —continuó Guil— ha logrado de manera admirable mantener su ciudad en calma, pero creo que esto la lleva a subestimar el estado de ánimo que hay más allá de sus fronteras. Su sugerencia tiene sentido y sería buena, de no ser porque el miedo y la ira de los neonatos están fuera de control y no quedará satisfecha con la culpabilidad de un enemigo fantasma. Si les brindamos a los Tremere como cabezas de turco, sin que exista alguno para sufrir la venganza de las masas, dejarán de creerlos los culpables.

—Eso es verdad —afirmó Jaroslav Pascek. El justicar Brujah, con una apariencia engañosamente frágil, tenía menos peso en estos consejos que en el pasado. La falta de Theo Bell, que hacía tiempo había sido una mascota para los partidarios de la Camarilla, había perjudicado seriamente la reputación del justicar para quien trabajaba. En cualquier caso, Pascek conservaba su puesto y sería escuchado—. Lo que necesitamos entonces es un enemigo al que los neonatos puedan ver. Uno contra el que puedan luchar, por lo menos, aparentemente.

François Villon, Príncipe de París, enarcó una ceja.

—¿A quién propones?

—A los Assamitas.

El griterío que se generó necesitó varios minutos, y fuertes llamadas de atención por parte de los justicar presentes, para calmarse. Cuando finalmente quedó sofocado, fue el Príncipe McTiernan de Indianápolis el que dio voz a lo que la mayoría estaba pensando.

—¡Estás loco! ¡Precisamente ahora no podemos permitirnos el lujo de marginar a nuestros nuevos aliados! ¡Necesitamos a los Assamitas por su habilidad en la batalla y en el espionaje… Y ahora que los Tremere ya no están, necesitamos la magia de sangre que tienen! ¿Acaso estás dispuesto a despreciar una de nuestras mejores bazas?

—Yo no haría tal cosa —Pascek miró alrededor. Miraba sin pestañear, de una manera tan penetrante que acobardó incluso a los antiguos—. Lo que propongo haría que los Assamitas se acercaran aún más a nosotros.

»Echaremos la culpa del marchitar de la sangre a los brujos leales a Alamut. Podría considerarse un ataque a la soberanía de la Camarilla y un castigo para aquellos de su clan que se han propuesto ayudarnos a mejorar. Esto no solo proporcionará a las masas un enemigo en el que centrarse, sino que además inspirará a los Assamitas que quieran demostrarnos su lealtad a dar caza a sus propios hermanos. Con toda probabilidad, sospecharán que la culpa también podría recaer sobre ellos y harán todo lo posible por evitarlo.

—¿Y si alguno de los nuestros descubre que también los Assamitas sufren el marchitar? —inquirió el Príncipe Villon—. ¿Qué haremos entonces?

—Francamente Villon —intervino Voorhies—, me cuesta creer que los Assamitas vayan a extender el rumor aunque lo averigüen; estarían demasiado preocupados de que nadie fuera a creerlos y de que eso pudiera parecer una excusa para proteger a sus compañeros de clan. ¿Y quién más podría hablar con un Assamita leal el tiempo suficiente para averiguarlo?

Otra vez, los murmullos se extendieron por la habitación pero, en esta ocasión, eran más suaves y menos furibundos. Estaba claro que algunos de los presentes estaban considerando las ventajas del plan del justicar.

—Tenemos una propuesta —afirmó Madame Guil, atajando la discusión una segunda vez— ¿la secundamos?

El Príncipe Voorhies volvió a ponerse en pie y asintió con un gesto.

—Tiene sentido. No solo nos proporciona una solución a nuestro problema más inmediato, sino que además nos da tiempo para buscar la verdadera fuente del marchitar; bien sean los Tremere o cualquier otra cosa. Yo secundo la moción.

—Bien, puesto que este no es un asunto que deba decidir únicamente el Círculo Interno de los justicar, debemos votar. Todos los que estén a favor, levantad…

La justicar Toreador calló, confusa, cuando una brisa cálida sopló en la habitación. Lo sintió en la piel, como también lo hicieron los otros, que miraron alrededor, quizá buscando una ventana abierta a pesar de que estaban en un sótano. De todos modos, no movía ni sus cabellos, ni sus ropas.

En lugar de cesar, como cabría esperar de una ráfaga tan absurda como aquella, el viento se incrementó. Transportaba consigo el olor de la sangre y un curioso y seco regusto a arena.

Guil, alerta, miró en rededor; apoyándose en unos sentidos y poderes de observación que harían parecer ciego a alguien como Beckett. Vio la fuente de la brisa del desierto.

El grito ensordecedor de Madame Guil, un llanto lamentable de una chiquilla de cuatrocientos años, reverberó en la sala y perforó los tímpanos de aquellos que estaban más próximos a ella. La justicar cayó de rodillas, cubriéndose la cara, manchada de sangre, con las manos. Al instante, todos los concurrentes se pusieron en pie; la confusión y el pánico eran ahora evidentes en sus ojos y rostros.

El sabor a sangre se hizo más intenso y el viento se hizo más fuerte. Jaroslav Pacek fue el primero en morir. Sencillamente parpadeó una vez, como si estuviera confuso por un pensamiento repentino y se convirtió en ceniza, tras ser drenada, en un instante, su sangre, su alma y todo cuanto era. Debido al caos reinante, los reunidos tardaron un rato en percatarse de lo ocurrido.

La destrucción del Príncipe Voorhies de Amsterdam, que había secundado la moción de Pascek, y del Príncipe Villon, que había empezado a levantar la mano cuando Guil les pidió que votaran, fueron algo más obvias. La pareja estaba sentada cerca del centro de la sala, a ambos lados del Príncipe Kleist de Berlín. La mitad de las miradas estaban situadas sobre Kleist, cuando, de pronto, recibió una ducha de ceniza por ambos lados mientras Voorheis y Villion morían y se descomponían en el sitio.

Y, tan repentinamente como había empezado, cesó. El viento amainó hasta desaparecer, el olor a sangre se desvaneció y dio lugar a los olores normales de la ciudad. En el centro de la habitación, Madame Guil estaba hecha un ovillo. Su voz chillona pronto dio paso a una áspera ronquera. La sangre manaba a borbotones de unos párpados que solo escondían ojos ya inútiles.

Aunque sus instintos les exigían que huyeran, todos los vampiros estaban paralizados. A pesar de que sus Bestias interiores les suplicaban que se marcharan al instante, sus mentes calculadoras no podían asimilar lo que acababa de acontecer. Con el transcurso de los minutos, los gritos de Guil se transformaron en unos quejidos ininteligibles. Finalmente, con las manos temblándole en su primera demostración pública de auténtico pánico, la Reina Anne de Londres dio un paso al frente.

—¿Estamos todos a favor? —inquirió con voz vacilante. No obtuvo respuesta—. ¿Os oponéis entonces?

Todas las manos se elevaron como tratando de escapar de los brazos a las que estaban unidas.

—La moción se ha censurado. Se da por terminada la asamblea.

Anne fue la primera en salir por la puerta.

Descenso hacia el aeropuerto de Dallas

Aeropuerto Internacional de ForthWorth

Dallas, Texas

—Muy bien —dijo Beckett, apoyando los codos en la mesilla de café del tamaño de una fuente —, ahora ya estoy seguro de que estoy loco.

—¿Por qué lo crees? —le preguntó Anatole, dándole vueltas con la cucharita al montón de nata montada que tenía en una taza rebosante de sangre.

—Porque es imposible que esté soñando en mitad de la noche. Y si no estoy soñando, esto es una alucinación y, por tanto, eso me convierte en un chiflado.

—O eso, o bien esta es una aparición auténtica y por eso estoy hablando contigo.

Beckett miró alrededor. La mesa tras la que estaban sentados era la misma que había visto en la primera visita de Anatole. No obstante, en lugar de estar sentado en una cafetería parisina, ahora todo cuanto los rodeaba era una oscuridad impenetrable. Los extraños sonidos como de masticar que había oído en la primera ocasión, todavía sonaban en la distancia, como si se estuvieran alejando.

—Si es así, tienes un gusto peculiar para elegir nuestro lugar de reunión.

—Eso solo demuestra que yo soy el loco de los dos, ¿no crees? Por tanto, este debo ser yo realmente.

Beckett trató de comprender la lógica de ese argumento pero, como le daba dolor de cabeza, se dio por vencido.

—El tiempo corre, Beckett —continuó Anatole—. La arena se está acabando. Eres la última vuelta; el aviso del final ya ha sonado y el sexto sello se está abriendo. No te queda mucho.

—Lo creas o no, soy perfectamente consciente de ello. —Beckett negó con un gesto—. No sé lo que hacer, Anatole. No he podido encontrar las respuestas que buscaba en los últimos tres siglos. ¿Qué te hace pensar que podría hallarlas en unos pocos meses o incluso en unas semanas?

—Nada más que el hecho de que debes hacerlo. La necesidad es la mejor de las motivaciones. Créeme, lo sé por experiencia.

—Lo que me fastidia del asunto —explicó Beckett, de pronto, con voz cansada— es que tengo una pista. Creo que la mejor que jamás he tenido. ¡Y no sé cómo seguirla! Sé a quién tengo que encontrar, ¡pero no tengo la menor idea de dónde puede estar!

—Oh, sí, eso debe de ser frustrante —afirmó Anatole, que seguía dándole vueltas a su brebaje—. Es una lástima que no conozcas a ningún erudito nodista y guardián de la sabiduría que haya estado reuniendo información desde la Edad Media y que conserve todo cuanto ha indagado en una biblioteca privada.

Beckett se quedó boquiabierto.

—No, de ninguna manera. ¿Crees que estoy tan loco como para ir allí?

—Eh —respondió Anatole, encogiéndose de hombros—, esta es tu alucinación, ¿recuerdas? Obviamente sí debes estar lo bastante chiflado. —Sonrió, mostrando unos dientes perfectos que, a pesar de estar bebiendo sangre, no estaban manchados.

Beckett parpadeó y miró, confuso, la cabina. Kapaneus lo miraba con atención; en su rostro se reflejaba la preocupación.

—¿Estás bien?

—Yo… —el Gangrel negó con la cabeza—. Estoy bien. Creo. ¿Qué ha pasado?

—No estoy seguro. Al principio pensé que estabas perdido en tus pensamientos, pero, de pronto, te quedaste completamente quieto. Eso se prolongó varios minutos. Pensé, al principio, que te habías sumido en algún tipo de letargo.

—Qué raro.

Beckett pensó, durante un momento, hablarle a su compañero acerca de su visión, su sueño, alucinación o lo que quiera que fuese, pero al final decidió no hacerlo. No había razones para asustar al antiguo y llevarle a pensar que viajaba en compañía de un pirado.

—¿Lucita todavía está delante? —le preguntó.

—Sí. Tu ghoul nos acaba de informar de que estamos a punto de aterrizar.

—No nos quedaremos. Dejaremos a Lucita y eso será todo. Creo que ya sé dónde podemos ir después.

Dallas/Aeropuerto Internacional de Forth Worth

Dallas, Texas

Theo Bell caminaba a buen ritmo por la hierba que separaba la valla de seguridad de la pista de aterrizaje. Se suponía que no debía estar allí, pero siempre había tenido la impresión de que a un sistema de seguridad que no fuera lo bastante bueno como para mantenerlo apartado de su objetivo, no valía la pena hacerle caso. Además, tenía cosas que hacer.

La llamada de Lucita había sido breve. No le había dicho cómo habían ido las cosas en Los Ángeles, ni qué sugería que debían hacer a continuación. Sabía solo que llegaría en un avión privado y que le agradecería que se reunieran allí.

A aquella hora de la noche era raro, incluso en un aeropuerto tan grande como el DFW, que se hiciera uso de las pistas más alejadas. Y más cuando el avión era privado, en lugar de ser un vuelo de línea regular. Aparentemente, Lucita o quienquiera que estuviera con ella, había acordado algún tipo de “trato especial”. Bell se preguntó cuánto costaría esa consideración.

Sus ojos se entrecerraron mientras se acercaba a la pista. Ya podía ver las luces parpadeantes de un avión en la distancia. Asumió que era el vuelo que estaba esperando porque se dirigía casi directamente hacia donde estaba situado. Lo que le preocupaba, sin embargo, eran los tres individuos que merodeaban por el hangar. Bell estaba convencido de que no formaban parte del equipo de mantenimiento del aeropuerto, a menos que el DFW hubiera empezado a utilizar las gabardinas como parte del vestuario de la plantilla.

Negó con la cabeza. Gabardinas. Sí, desde luego era una vestimenta llamativa. Se colocó con despreocupación la SPAS-15 encima del hombro derecho y se aproximó a los tres que trataban de ocultarse.

—Lo lamento muchísimo —dijo, mientras se acercaba—, pero creo que estáis buscando la cinta de equipaje C y esa está en otra terminal. Por ahí.

Los tres se giraron para mirarlo y buscaron rápidamente en sus abrigos unas armas que seguramente creían que tenían bien escondidas. Bell ya las había contado e identificado.

—Tienes la oportunidad de marcharte —resopló uno, en un tono que pretendía ser amenazador—. No hemos venido a por ti.

—Me alegro por vosotros. —Bell miró a la izquierda. El avión tomaría tierra en cuestión de un segundo y llegaría al final de la pista en uno o dos minutos—. Pero, puesto que posiblemente vengáis a por los mismos que yo, eso no va a ayudar. De modo que os haré el mismo ofrecimiento. Tenéis una posibilidad. Largaos antes de que esto se ponga feo.

El que había hablado, frunció el ceño.

—Muy bien, capullo, has perdido tu…

Sin levantarla del hombro, Bell disparó el arma y adoptó un leve gesto de contrariedad cuando la ráfaga lo ensordeció un poco. Escuchó un sonido húmedo a su espalda, seguido de un golpe fuerte. Los tres pares de ojos se abrieron como platos, mientras continuaban mirándolo.

—¿De verdad creíais que no lo había oído llegar? —les inquirió—. El muy hijo de puta camina como un puto rinoceronte.

Los merodeadores sacaron sus pistolas y abrieron fuego inmediatamente. En realidad, tampoco importaba porque Bell ya no estaba allí donde ellos disparaban.

Cuando todo pasó, Theo estaba ligeramente disgustado con el tiempo que le había llevado. No estaba tan debilitado como Lucita, teniendo en cuenta que él era mucho más joven, pero sus períodos de fuerza estaban haciéndose más infrecuentes y los de debilidad se prolongaban. No era tan rápido como debía ser y tampoco tan fuerte. En cualquier caso, tenía talento de sobra para deshacerse de un trío de gilipollas sin experiencia, pero no debería haberle llevado dos minutos enteros conseguirlo. Cuando levantó la mirada, rodeado como estaba de los cuerpos en descomposición, el avión no solo había aterrizado, sino que además ya había despegado otra vez.

—Vaya —comentó sorprendido.

—Buen trabajo, Bell.

—¡Jesús! —Theo se giró, con el arma preparada para disparar, mientras Lucita emergía deslizándose de la oscuridad que reinaba a su lado—. ¡Maldita sea, Lucita, no vuelvas a hacer eso!

—Lo siento —respondió en una voz que parecía indicar lo contrario—. ¿Te he asustado?

—¿Asustarme? Si mi colon siguiera funcionando, ¡me habría cagado en los calzoncillos!

—Vaya, qué explícito.

Al tiempo que la pareja caminaba tranquilamente hacia el final de los límites del aeropuerto, Bell señaló con el cañón de su arma hacia los restos de los cadáveres de los que acababa de matar.

—Esos imbéciles no distinguían los dos extremos de un arma. Dudo que fueran asesinos de la Camarilla. Déjame adivinar, ¿tus negociaciones con Cross no han ido como esperabas?

Le contó, mientras paseaban, todo lo que había ocurrido en su viaje a Los Ángeles. Bell la escuchó con muchísima atención y la interrumpió solo una vez, cuando describía su huida de la casa de Jenna Cross.

—¿Cómo has conocido a ese tío, a Kapainus?

—Kapaneus —le corrigió ella.

—Lo que sea. ¿Cómo sabes que ese tío te dijo la verdad? Solo tenías su palabra de que Cross planeaba cerraros el pico indefinidamente a todos. ¿Cómo sabes que no intentaba joder las negociaciones para servir a sus propósitos?

Lucita arrugó el gesto.

—No —sentenció finalmente, aunque pensativa—, no lo creo. Teniendo en cuenta lo hostil que estaba siendo Cross con Beckett, de hecho lo encontraría más sospechoso si ella no hubiera intentado nada.

Aun así, Lucita estaba preocupada. No es que pensara que Theo tenía razón, sino que la posibilidad de lo que decía nunca se le había pasado por la mente. Había confiado en el antiguo de forma instintiva y Lucita había sobrevivido demasiado tiempo para confiar en alguien sin tener una muy buena razón para hacerlo.

Bueno, ya estaba hecho. Y tenían asuntos más importantes de los que ocuparse. Continuaron avanzando y ella terminó de contar su historia cuando hubieron llegado a la verja que delimitaba el perímetro del aeropuerto.

—La Gehena, ¿eh? —Bell se inclinó para dar a la debilitada Lasombra un empujón que la ayudara a superar la verja. Luego dio unos pasos hacia atrás, tomó carrerilla y saltó por encima del cable. Aterrizó con un sonido amortiguado y un impacto que habría dejado sin respiración a cualquier cosa que hubiera necesitado aliento—. ¿Está Beckett seguro de eso?

—Lo está. Y no esperes hacerme creer que no has considerado la posibilidad porque ya hemos pasado varios meses hablando sobre ello.

—Lucita —dijo él, cuando volvieron a caminar hacia la furgoneta que había aparcado a unas cuantas calles de distancia—, desde la misma noche que fui Abrazado, todo me ha llevado a creer que la Gehena no es más que un mito, una mierda mística tramada por los antiguos para justificar sus posiciones y perversiones. —Negó con un gesto de la cabeza—. Sería idiota si negara lo que ven mis ojos, pero no es tan sencillo de aceptar.

—Perfecto, porque no vamos a aceptarlo.

Bell se detuvo en seco y se giró.

—Perdona, ¿me puedes repetir eso en el oído sano?

—Beckett ya se ha dado por vencido. No cree que podamos pararlo. Yo sí lo creo y eso es precisamente lo que vamos a hacer.

—Ajá, ¿y cómo pretendes llevarlo a cabo?

Lucita sonrió.

—Beckett mencionó a una Salubri llamada Rayzeel, una chiquilla de Saulot y una erudita de lo antiguo que despertó hace poco. No sabía cómo encontrarla.

—¿Y tú sí?

—No, personalmente no. Pero he tenido trato con la nueva línea Salubri que además ahora forma parte del Sabbat, y algunos de ellos están decididos a encontrar hasta la última conexión que los reúna con su difunto patriarca. Si alguien sabe dónde encontrar a Rayzeel, ese tiene que ser uno de ellos. Y es un recurso que Beckett no tiene.

»Vamos a encontrarla antes que él, Bell. Y la vamos a obligar a que nos ayude a averiguar cómo detener esto.

—¿Y si Beckett se interpone?

Lucita se encogió de hombros.

—Tengo la esperanza de que, cuando vea lo que vamos a conseguir, se dé cuenta de su error y decida ayudarnos. Y, si no lo hace, bueno, ya estuviste a punto de matarlo una vez.

Bell no pareció muy contento ante esa perspectiva, pero se limitó a asentir.

Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando

Los Ángeles, California

—No, eres tú el que no lo entiende. —Jenna Cross prácticamente bufaba al auricular de su teléfono. Su paciencia con el hombre que hablaba por el otro lado de la línea hacía tiempo que se había agotado—. No me importa lo que cueste. Me importa un bledo lo difícil que pueda resultar. No me importa lo que tengas que hacer para conseguirlo. En algún lugar de ese jodido sistema está el plan de vuelo y el destino del avión de Beckett, ¡y no quiero saber nada más de ti hasta que lo hayas conseguido, joder!

Apretó con fiereza el botón de “colgar” de su teléfono y lamentó no haber llamado desde uno fijo porque colgar el auricular bruscamente era mucho más satisfactorio que oprimir una puta tecla.

—¿Todavía no sabes adónde va? —preguntó Jack Sonrisas desde el umbral de la puerta que daba al pequeño despacho. Sus dedos y rodillas estaban manchados de la tierra de las plantas, de las suelas de los zapatos pendían briznas de hierba y un cigarrillo apagado, y aparentemente olvidado, colgaba de la comisura de sus labios.

Cross frunció el ceño.

—Pensé que sería más fácil cuando Samuel me llamara para decirme el número de serie del avión de Beckett.

—Bien. He oído lo de la cagada en el DFW.

—No ha sido culpa mía. Tuve que confiar en los de allí porque querían hacer algo por mí. —La voz le tembló un instante al decirlo. A pesar de sus deseos y de sus temores, su gente estaba empezando a verla como a una salvadora de los sangre-débil de todo el mundo. Le asustaba casi tanto como que los antiguos se volvieran en su contra por ser un símbolo de la llegada de la Gehena—. No eran exactamente los más competentes con los que he tratado.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a indagar hasta que averigües un destino donde puedas coincidir con él y le vas a estar mandando gente hasta que esté muerto?

—Algo así.

—Jenna… —Jack sacó un viejo y casi vacío mechero BIC de su bolsillo, sostuvo el cigarrillo bien apartado de su cara mientras lo encendía, y le dio una prolongada calada una vez estuvo encendido—. Esa no es la manera.

—Oh, por favor, otra vez no, tío Jack.

—¡No, maldita sea, escúchame! —El viejo anarquista entró en la habitación y casi arremetió contra ella. Una diminuta chispa de Miedo Rojo ardió en el alma de la mujer y tuvo que apartarse del cigarrillo encendido—. Eres especial. Tienes la marca…

—Que tú mandaste que me pusieran —le recordó.

—Eso es lo de menos. La tienes. Eras un ghoul que se convirtió en vampiro sin que nadie le Abrazara. ¿Hay, cuántos, menos de una docena de individuos así en todo el mundo desde que empezó este caos?

—Eso es lo que hemos oído.

—Los sangre-débil de todo el globo están pendientes de ti y tratan de ayudar a los tuyos a superar lo que está aún por llegar, Jenna. Joder, incluso algunos regulares de las sectas están empezando a hablar y a creer que lo que tú estás construyendo es mejor que el agónico Sabbat o los nazis de la Camarilla. Tienes cosas importantes ante ti. Y no vas a ver ni una sola si cabreas a Beckett lo suficiente como para que quiera matarte.

—Beckett —dijo ella, rechinando los dientes— llevará mucho tiempo muerto antes de que llegue a estar así de cabreado.

—Muy bien. ¿Y qué? ¿A cuántos de los tuyos estás dispuesta a sacrificar para conseguirlo? ¿Cómo crees que le va a sentar eso a tu gente? ¿Y qué pasará con el próximo antiguo que te compare con la Última Hija? Has estado utilizando la marca como herramienta de reclutamiento y eso significa que los rumores se extenderán. Habrá otros que no tengan la reputación que tiene Beckett, pero bastará para que empiecen a hablar de ti y, tarde o temprano, alguien los va a creer.

Jenna quería gritarle, quería decirle que no deseaba ser la propulsora del gran movimiento de los sangre-débil y si su gente le perdía el respeto porque muchos de ellos morían en su intento de matar a Beckett, bueno, tanto mejor. Pero no podía hacerlo. Veía cómo la miraban, había visto la esperanza en sus ojos cuando les hablaba de sus grandes planes y de las promesas que, casi con toda seguridad, no podrían ver cumplidas. Nunca había querido encargarse de esta puta tarea, pero tampoco quería comprobar qué ocurriría si no la aceptaba ni intentaba llevarla a cabo.

Y sabía que Jack no entendía o no quería comprender su temor. Conocía a los antiguos, y no solo a unos pocos dispersos aquí y allí, sino a esos que importaban y que, con el paso del tiempo, acabarían sabiendo que ella era la Última Hija. Sabía, asimismo, que mientras las cosas empeorasen por el mundo, cada vez más de esos antiguos empezarían a creer en las leyendas otra vez y acabarían pensando que la Gehena estaba sobre ellos. Y, cuando eso ocurriera, sería solo cuestión de tiempo que vinieran tras ella. No estaba asustada ante la posibilidad de morir definitivamente; lo que la aterrorizaba es que la capturase la Camarilla o el Sabbat y que la sometieran a las pruebas y exámenes que tuvieran en mente para alguien como ella. Y Beckett, aunque no era el único que podía tejer esa tela de araña a su alrededor, era, sin embargo, el más proclive a hacerlo. Lo sabía porque Samuel se lo había dicho.

Si hubiera sido por ella, se habría escondido hace ya mucho tiempo, poniendo tierra de por medio entre ella, la ciudad de Los Ángeles y todo cuanto tuviera que ver con la Camarilla. Pero no solo dependía de ella. La verdad es que no sabía cómo había ocurrido, pero mucha gente había llegado a contar con ella en los últimos meses. Estaba resentida por eso y, a veces, incluso los odiaba. No obstante, no podía defraudarlos.

Tampoco podía, sin embargo, explicarle nada de esto a Jack. Él no lo entendería y no importaba cuánto lo intentara. Él siempre había luchado contra “lo establecido” por su propia causa y no por la de aquellos que batallaban a su lado. Y, desde luego, no era capaz de asimilar su temor, porque rara vez lo había sentido él. A su manera, su preocupación era auténtica, de modo que se obligó a sonreír al tiempo que se ponía en pie.

—Te prometo que lo tendré en cuenta, tío Jack. Pero ahora mismo, como has dicho, tengo que cuidar de ciertas personas. Si alguien llama con información sobre Beckett y yo no estoy aquí, dile a Jacob que lo anote. Decidiré lo que hacer entonces.

Jack mantuvo su sonrisa hasta que Jenna se hubo ausentado de la habitación durante dos minutos seguidos. Entonces apagó el cigarrillo en una pequeña maceta que había sobre la mesa y dijo:

—Ya puedes salir.

Una figura con barba salió de entre las sombras.

—Me estaba preguntando si sabías que estaba aquí.

—He estado viendo las cosas más claras desde que Caín vino a mí, Samuel.

—Ah, sí. Tu fábula.

Jack se encogió de hombros.

—La mayoría no me creéis. No hay razón para que lo hagáis. —Calló durante un momento—.Sin embargo, puede que no haya estado viendo las cosas tan claras como yo pensaba. —Miró al otro de reojo—. ¿Has sido tú, no?

—¿Qué he sido yo?

—Toda esta mierda sobre Beckett. Eres el único que ha estado aconsejándola los últimos meses. Tú con tus conexiones en la Camarilla y entre los antiguos. Nadie más podría haberla convencido de ello.

Samuel se encogió de hombros.

—El miedo ya estaba allí, Jack, esperando a que alguien activara el detonador. No tienes idea de la presión a la que está sometida esa chica. Yo me limité a sugerir hacia dónde tenía que mirar.

—No sé lo que tienes en contra de ese hombre, ¿pero acaso eres tan cobarde como para no encargarte tú mismo de él? ¿Por qué tienes que atormentar a Jenna para que lo haga?

—Es algo más complicado que eso, Jack. Te lo explicaría si tuviera tiempo. O si lo tuvieras tú.

—Ah, claro, pero ahora soy demasiado peligroso porque estoy intentando que ella abandone esa estúpida venganza. —Jack Sonrisas se alejó un paso de la mesa. Su mirada había empezado ya a arder—. ¿Crees que puedes librarte de mí, Samuel? Me he enfrentado con muchos tíos bastante más duros de pelar que tú, y yo soy el que sigue aquí.

—Oh, ya lo sé. Eres una leyenda entre los anarquistas. Tal vez sea capaz o tal vez no. Y, en cualquier caso, todo sería demasiado escandaloso y atraería en masa a los sangre-débil. Pero… ¿cuánta devoción sientes hacia Jenna Cross y su causa, Jack?

—¿Eh? ¿A qué demonios te…?

—He dejado un mensaje en manos de mis contactos de la Camarilla. Junto con unas instrucciones para que llegue directamente a manos de Hardestadt.

Jack sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.

—¿Qué clase de mensaje?

—Uno en el que explico todo lo que sé de Cross y los sangre-débil. Nombres. Planos. Ubicaciones. Fuerza. Debilidades. Las direcciones y nombres de sus amigos mortales y de sus familias. Rutas de vigilancia. Refugios de emergencia. Su trabajo…

El viejo anarquista se sentía como si fuera a estallar en llamas. La Bestia rugía tan alto en su cabeza que estaba convencido de que Samuel podía oírla. Solo con el mayor esfuerzo de voluntad pudo controlarla.

—Pensé que querías ayudarnos…

Samuel se encogió de hombros.

—Esto me importa más. ¿Qué crees que la Camarilla podría hacer con ese tipo de información? Ahora saben ciertas cosas a grandes rasgos, claro, pero ignoran dónde duerme Jenna Cross durante el día o adónde iría si ese lugar estuviera en peligro. Desconocen las estrategias precisas que los sangre-débil utilizan en la vigilancia, para reunir información y ese tipo de cosas. Aunque me mataras y la avisaras, no tendría tiempo para cambiarlo todo. Hardestadt sabría a quién, dónde y cómo atacar. Encontraría a tus “soldados” y acabaría con ellos uno a uno. Quizá incluso atacaran aquí, a pesar de la cantidad de sangre-débil que hay en esta y otras casas del vecindario.

»Y todo eso sucederá en… —Samuel echó un vistazo a su reloj—. Tres horas. A menos que llegue a Riverside a tiempo de recuperar el paquete antes de que llegue a manos de Hardestadt”.

Jack sintió el peso del mundo sobre sus hombros.

—¿Cómo sé que no lo enviarás de todos modos?

—Jack, como tú mismo has dicho, he estado ayudando a Cross hasta ahora. Y todavía me es muy valiosa para mis planes contra Beckett, aunque podría prescindir de ella si me viera en esa situación. No tengo razones para destruir lo que está haciendo aquí… a menos que me obligues a ello.

Jack Sonrisas, líder anarquista convertido en profeta de la Gehena, avanzó hasta que su nariz casi rozó la de Samuel. El intruso no se inmutó.

—No sé lo que estarás planeando para Beckett —le dijo—, pero espero que te joda.

—Lo tendré en mente.

Jack se giró. El sonido de un cuchillo largo abandonando su vaina fue el último sonido que pudo oír.