Tercera parte: La Hora de las Brujas
Oíd las palabras del erudito,
cuya maldición es el conocimiento,
y los antiguos horrores son sueños
de las cosas que quedan por venir.
De ellos vendrán las advertencias.
De ellos vendrá la sabiduría.
De ellos vendrá el asesinato.
—Los Fragmentos de Erciyes, “Profecías”
Castillo Sforza
Aquellos que lo conocían no podían creer que este fuera el mismo Giangaleazzo. El mismo que había acudido a la Convención de Thorns, participado en la revuelta anarquista, alcanzado un lugar muy importante dentro del Sabbat y vendido sin remordimiento a su gente cuando ofreció Milán a la Camarilla; aquella era una criatura de fuertes convicciones y de poderosa voluntad.
El Giangaleazzo que ahora vagaba por los pasillos de Sforza, revisando las imágenes y reliquias de noches pasadas y deseando poder estar allí de nuevo, era otro completamente distinto. Había abdicado de su gobierno de Milán a favor de su primogénito y había ordenado que se le consultara solo en las ocasiones en las que había algo muy importante en juego. Cuando no se dedicaba a vagar por sus recuerdos pasados, como lo estaba haciendo esta noche, pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en uno de sus varios refugios, con las puertas y ventanas cerradas con pestillo, con el lugar sellado místicamente y con la escasa sombra tangible que aún era capaz de convocar.
Y, lo que era aún más grave, el Príncipe de Milán hablaba consigo mismo. Ni siquiera era consciente de su hábito. Lo hacía estando a solas y también frente a otras personas. Los que lo habían oído estaban sorprendidos de escucharlo hablar de su propia muerte, de las muertes de aquellos a los que conocía y de su vida como mortal. De hecho, lo que nadie sabía era que Giangaleazzo no había dormido todo un día desde hacía semanas, que cada atardecer se despertaba por causa de los sueños intensos en los que rememoraba a su sire o a sus padres mortales.
Estaba debilitado, mucho más que cualquier otro que sufriera los efectos del marchitar. Durante varios meses, su fuerza y su capacidad para convocar las sombras habían mermado inmensamente; pero su reciente insomnio y miedo constantes lo habían convertido en un pálido reflejo de lo que solía ser. No se había sentido con ánimo de atender a la reunión que se celebraría en Lille, Francia, a pesar de que la invitación era casi una orden que los príncipes no solían recibir. Y, la verdad, tampoco le importaba.
Giangaleazzo paseó junto a la sala de las esculturas, donde había conversado con el arconte Bell, ahora convertido en un traidor por decreto mundial de los justicar del Círculo Interior. Incluso entonces, él ya sabía lo que estaba por venir, estaba convencido de que la Gehena planeaba sobre las cabezas de los Vástagos y de todo el mundo, pero nadie había querido escuchar sus advertencias. Y ahora, terribles como estaban siendo los acontecimientos, la Camarilla se negaba a aceptar la verdad que era clara frente a sus ojos, y se atrevían a castigar a aquellos que siquiera lo sugerían. Giangaleazzo había tenido que controlar su deseo de regresar al Sabbat, no solo por los restos heridos de su orgullo y por el conocimiento casi infalible de que lo matarían por su traición, sino también porque le habían llegado rumores de que la Espada de Caín estaba hundida. Había oído la purga de antiguos que se estaba llevando a cabo desde el interior de la secta, y sabía, además, que todo era obra de un grupo salvaje de neonatos asustados y hambrientos de sangre. ¡Si solo hubiera reaccionado a tiempo...! Quizá habría podido hacer algo para evitar que esto sucediera y no habría tenido que pasar sus últimas noches como un viejo inútil.
Las luces de Milán, que entraban por la ventana situada a cierta distancia, en el pasillo, desaparecieron de pronto, como si alguien hubiera apagado toda la ciudad. No, fue incluso peor, porque tampoco brillaba la luna, ni titilaban las estrellas. El Castillo Sforza estaba atrapado en una negrura absoluta que Giangaleazzo, a pesar de sus muchos años de su contacto con el Abismo, no había visto jamás. Los gritos de los mortales aterrorizados, enclaustrados en aquella oscuridad, llegaban hasta él por las ventanas. Estaban, sin embargo, amortiguados, eran distantes, eclipsados por unas tinieblas que no eran solo ausencia de luz, sino un impedimento físico. Incluso el chirrido de la presión sobre el metal y el sonido del cristal quebrado, al estrellarse los conductores cegados contra las paredes, los árboles y los unos contra los otros, no era tan agudo como debería haberlo sido.
Y entonces oyó la voz. A diferencia de las otras, esta sí estaba cerca. Parecía llegarle desde detrás del hombro. Casi podía sentir la calidez del aliento en su oreja.
— Giangaleazzo…
¿Era la voz de su sire? ¿O de su padre mortal? No podía recordarlo, no sabía cuál era la diferencia. Se giró, pero allí, delante de él, no había otra cosa que sombra.
Y empezó a hablar, rápida pero continuamente. Lo que decía era un galimatías. Incluso en unos idiomas que Giangaleazzo sabía que habían sido escogidos de forma arbitraria. Era un barullo alocado o peor, los susurros retorcidos de una entidad para la que el habla era un concepto completamente desconocido.
La presión de las palabras golpeaba su mente como un martillo y estas quedaban impresas directamente en sus pensamientos. El eco de cada una se fundía con la siguiente, hasta convertirse en un flujo de sonidos del que no podía entresacar palabras o sílabas individuales. Le llegaba de todas las direcciones; primero desde atrás, luego desde la izquierda… Sucedía como si el que hablaba se estuviera moviendo a su alrededor. La entidad lo tenía ahora rodeado por completo y todavía seguía hablándole con la voz de sus padres.
Y, entonces, Giangaleazzo supo qué era aquella sombra. Cerró los ojos con fuerza y no se percató del reguero de sangre que manaba de sus oídos y nariz. Se rebajó ante él, cayó de rodillas y situó su frente y palmas sobre el suelo.
La oscuridad vaciló y luego cambió. El vampiro gritó.
Su cuerpo fue presa de convulsiones; los miembros se movieron en todas las direcciones, mientras él ascendía hacia las alturas, levantado por sombras tangibles que invadían su cuerpo a través de las orejas, la boca, los ojos, el ano e, incluso, por los poros de la piel. Fluía como un líquido viscoso, llenando a Giangaleazzo desde el interior. La sangre manaba a borbotones desde esos mismos orificios, expulsada por la presión de la oscuridad creciente. El cuerpo del vampiro se contorsionó, los músculos se movieron por voluntad propia, sin seguir un orden lógico, hasta que se desgarraron del tendón que los sujetaba o se doblaron en unos ángulos tan antinaturales que terminaron por quebrar los huesos.
Durante un instante Giangaleazzo gritó y entonces la sombra alcanzó su cerebro y ya no pudo siquiera encontrarse la voz. Abrió la boca, pero ningún sonido emergió de ella, salvo un lánguido gorgoteo de la sangre que fluía cada vez en mayores cantidades y salía por su garganta.
La oscuridad se movió, no solo por su cabeza, también a través de sus pensamientos y de sus recuerdos. Allí donde fue le siguió la oscuridad. A los pocos segundos, lo que había sido Giangaleazzo había desaparecido, sustituido por una presencia negra y extraña. Todo lo que él había sido, estaba ahora dentro de ella.
Supo (hasta el punto de que podía comprender el mundo a través de sentidos humanos o de Vástago) todo lo que el príncipe sabía. Ahora poseía medio milenio de experiencias nuevas. Y hundido en esa avalancha de conocimientos, existía un diminuto meollo de información, algo que Giangaleazzo había averiguado hacía poco tiempo, y que había olvidado por creerlo relativamente superficial. Después de todo, y debido a que su poder estaba desvaneciéndose y la Gehena sobrevolando el universo, ¿qué importancia tenía que Hardestadt del Círculo Interno estuviera buscando a un fugitivo?
Pero, para la oscuridad, para aquella entidad del Abismo, aquello era fundamental. Porque su nombre reverberaba en su ser y le recordaba a la presencia que había detectado en el lugar del ritual. Ya tenía una pista, aunque no la estaba siguiendo directamente. Ahora tenía un nombre.
Aún mejor, con ese nombre obtuvo más información; la de aquella que acompañaba al fugitivo, una a la que la entidad llevaba tiempo creyendo perdida.
La cosa continuó con su galimatías y sus susurros, aunque Giangaleazzo no podía oírlos ya. Y, mientras farfullaba, podían escucharse dos nuevas palabras en ese torrente sin sentido.
—Beckett…
—Lucita…
Con un gemido final, Giangaleazzo estalló desde el interior. Jirones de carne y vísceras intentaron salpicar el suelo, solo para desaparecer antes de tocarlo, consumidos completamente por aquella oscuridad. Con un gemido de completa desesperación, el alma del gran Lasombra la siguió.
Las tinieblas se movieron por Milán y continuaron rumbo al este.
Una biblioteca escondida
Miskolc, Hungría
—¿Qué hay de este? —preguntó Kapaneus, levantando un volumen inmenso y soplando sobre el polvo que había en las páginas—. El pasaje es un tanto caótico, pero habla de un viaje a Sudamérica y el autor menciona continuamente “un fraude nodista” en varias ocasiones.
Beckett puso a un lado el libro que estaba leyendo para ojear el otro. Después de un momento, negó con un gesto.
—No, yo escuché otra versión de la misma historia. Está hablando de Aristotle de Laurent, un antiguo compañero mío. No de Rayzeel.
—Ah. —Kapaneus continuó la búsqueda.
Beckett miró alrededor, furioso. La cueva estaba iluminada por una serie de velas dispuestas en una araña sobre sus cabezas; velas que habían tenido que encender ellos mismos al entrar en el lugar. Estaba de pie junto a Kapaneus, varias estanterías, dos mesas y un puñado de sillas, en el interior de una cueva reverberante hecha de piedra caliza. En circunstancias normales, sería el peor sitio donde almacenar libros y papeles, pero el esperado goteo de agua por las paredes y el olor a moho estaban ausentes; algo antinatural impedía que la humedad se introdujera allí desde el resto del complejo. Lo que convertía al pequeño grupo de cuevas en el lugar más seguro para los sensibles manuscritos antiguos.
Beckett se estremeció por la repugnancia que le provocaba mirar el mobiliario. Las estanterías, las mesas, las sillas, las lámparas de araña, todo ello estaba fabricado con meticuloso cuidado a partir de huesos y carne de cosas vivas y muertas. Era incluso remotamente posible, aunque él prefiriera no pensarlo, que algunas de ellas estuvieran, de alguna forma, todavía vivas, atrapadas en un tormento eterno. Kapaneus y él habían acordado no servirse del mobiliario en cuanto habían descubierto su espantosa naturaleza. Beckett estaba afligido además por sus deseos contradictorios; por un lado, la necesidad de preservar toda la sabiduría allí reunida para futuras consultas y, por otro, la urgencia de prender fuego a todo en cuanto hubieran terminado. Su propósito era, además, destruir aquellas terribles abominaciones y terminar así con su sufrimiento.
Por desgracia, empezaba a parecerle que toda esa sabiduría era inútil. Después de estar buscando durante varias noches, revisando todos los libros sin excepción, como hicieran antes en la biblioteca de Fortschritt, no habían encontrado nada que les fuera de ayuda.
¿Acaso era esto por lo que habían viajado hasta Miskolc? Si era así, habían malgastado un tiempo precioso que no tenían. Kapaneus y él habían estado cinco semanas en la Europa del este; empezando en los Balcanes y moviéndose hacia el sur, haciendo uso de todas las conexiones que tenía Beckett en la zona. Habían tardado menos de un mes en averiguar que Miskolc era la ciudad que buscaban; el lugar donde estaba emplazada la biblioteca de su presa. Y, en todo ese tiempo, no se habían encontrado con obstáculo alguno.
Su presa. Un concepto tan sencillo para describir a una criatura tan monstruosa e impredecible como Sascha Vykos.
Era un nodista, estudioso de los Vástagos, y quizá el ser más bestial engendrado por el Sabbat o el clan Tzimisce. Vykos era la última persona, Vástago, mortal o lo que fuera que Beckett hubiera querido involucrar en aquel caos. El Gangrel lo odiaba; términos como “él” o “ella” ya no podían emplearse para describir a una criatura tan pervertida físicamente como lo había estado Sascha durante los últimos siglos. Pero también sabía que el Tzimisce, que llevaba coleccionando volúmenes de mitos y saber vampírico desde antes de que Beckett naciera, casi con toda seguridad vigilaba a otros que compartían sus mismos intereses, para poder robarles sus conocimientos y eliminarlos de la competición.
Durante las semanas que Beckett pasó allí, escuchó rumores que le llevaron a pensar que los Tzimisce habían desaparecido de una manera muy similar a la que había visto en los Tremere de Viena, esto es, corrompidos desde el interior. Aquello confirmaba sus sospechas de que los Tremere habían empleado sangre Tzimisce para crear el ritual que los transformó de magos mortales en brujos no-muertos. Es más, aquello parecía sugerir que Vykos estaría definitivamente muerto. Beckett se sintió incapaz de controlar la necesidad de sonreír, aunque desearía haberlo comprobado personalmente.
En cualquier caso, se sorprendió al comprobar que los guardianes del depósito parecían haber corrido la misma suerte que su amo. Había supuesto que se encontraría con algunos de los sirvientes retorcidos y reformados que solían servir a Vykos. Maldita sea, tampoco le hubiera sorprendido encontrarse con varios miembros de la Orden de Obertus (la orden monástica a la que Vykos hizo responsable de reunir toda la sabiduría esotérica) aún vivos y trabajando todavía para su señor.
Sin embargo, Kapaneus y él no se toparon con nadie. Localizaron la entrada a la biblioteca, oculta en una inmensa mansión cerca de los límites de la ciudad. Encontraron una escalera que bajaba desde el sótano, una que los condujo hasta las cuevas de piedra caliza que eran, casi con toda probabilidad, la extensión del famoso complejo de cuevas de Baradla. En el mismo lugar hallaron esas salas especialmente diseñadas para la conservación de los libros. Estaban, además, muy bien ocultas. Pero no encontraron ni rastro de los habitantes, vampiros, ghoul o ninguna otra criatura. Beckett pensó que aquello presagiaba que su búsqueda estaba tocando su fin.
Sacudió la cabeza para deshacerse de las telarañas mentales, extendió el brazo y cogió otro libro de una nueva estantería, ojeó las páginas y, emitiendo un bufido de frustración, lo partió en dos con sus afiladas garras.
—¡Nada!
Kapaneus observó cómo los papeles caían a los pies de Beckett como grandes copos de nieve, aunque se abstuvo de hacer comentarios.
—¡Es por el sistema de ese maldito bastardo! —se quejó el Gangrel a su compañero por tercera vez en un número equivalente de horas—. Volúmenes antiguos, comentarios de esos volúmenes antiguos, libros de otras personas, libros de Vykos, comentarios de Vykos sobre los libros de otras personas… —Negó con un gesto de la cabeza y permitió, con el ánimo decaído, que las garras regresaran a sus vainas de carne—. Kapaneus —dijo, más calmado—, la posibilidad de que lo que busquemos no esté aquí, me asusta menos que la posibilidad de que esté aquí y lo pasemos por alto. Vykos no pensaba como un ser humano y, la verdad, físicamente tampoco se parecía a uno. Era, para colmo, paranoico hasta la médula. Si existe algún orden aquí, no tiene nada que ver con la fecha, el tema o cualquier otra cosa que tenga un sentido aparente. Todos estos libros, esta información… —Beckett señaló las muchas estanterías que los rodeaban y a las puertas que llevaban hasta, al menos, a otras cuatro cuevas de dimensiones similares, repletas también de material—. Tenemos todo esto, pero no disponemos de una manera que nos aclare cómo podemos encontrar lo que buscamos.
El antiguo asintió. Estaba de acuerdo y comprendía la frustración de su compañero, pero no tenía palabras para confortarlo o animarlo, aparte de las que ya había dicho. Beckett suspiró sonoramente y regresó a su labor de búsqueda. Cogió un libro tras otro de la estantería y los ojeó todos porque no disponía de una manera más eficiente para hallar lo que anhelaba encontrar.
No obstante, a veces basta con la constancia.
Casi lo pasó por alto. Su mirada se deslizó por el texto y al reconocer un fragmento como una profecía que ya había leído con anterioridad, casi dejó de lado el libro.
Al tiempo que el Padre es destruido, los Pródigos enterrados y los Primos se pudren; sobrevive un Ángel que sostiene la última Luz de su Verdadero clan. Y cuando la Oscuridad se cierne, las Tinieblas apagan la Luz del Ángel, así supera otra Barrera y las Últimas Noches se acercan aún más.
Una de las profecías de Saulot; el patriarca del casi extinto clan Salubri era famoso por ellas. Aquella no era una de las más conocidas, pero Beckett había visto una tercera copia manuscrita de la tabla en la que estaba escrita.
Cuando volvió a mirar la página, sin embargo, advirtió una nota escrita en los márgenes. Beckett supuso que era del mismo Vykos.
“De acuerdo con Milivoje, Rayzeel asegura que se citó incorrectamente a su sire en este pasaje. “Ángel” es, aparentemente, una interpretación muy pobre; la palabra más exacta a la que hace referencia es “pequeño dios”. Deberé estudiarlo más a fondo cuando las circunstancias me lo permitan. Si es así, el fragmento podría no estar refiriéndose al pasaje de los Capadocios, como se ha aceptado en casi todas las versiones, sino, más bien, al de los Ravnos. “Pequeño dios” es un título que tiene una mayor correlación con los orígenes hindúes de los Ravnos, que los cristianos de los Capadocios. Y, últimamente, este se está extinguiendo”.
—¡Kapaneus, ven y mira esto! —le pidió Beckett, poniéndose en pie como accionado por un resorte.
Después de otras tantas horas de búsqueda, fue el antiguo quien encontró otra referencia a este “Milivoje”. Al parecer, Vykos había estado refiriéndose a Milivoje Dobrosavic, un Tzimisce serbio que había escapado del bombardeo de la OTAN en 1999 y que, de manera temporal, se había cobijado en el refugio de Sascha Vykos. Lo que pudiera haberle ofrecido a cambio no estaba muy claro, aunque Beckett estaba convencido de que la información había sido gran parte del pago.
—Muy bien —dijo Beckett pensativo, después de recapacitar durante unos instantes—. Milijove decía haber hablado directamente con Rayzeel o al menos haber mantenido con ella algún tipo de contacto. No me cabe duda de que Vykos no dejó pasar la oportunidad de preguntarle más sobre eso. El muy bastardo tenía que haberse dado cuenta de que Rayzeel era una fuente de información en potencia. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar esa información…
—Suponiendo —intervino Kapaneus— que Vykos lo anotara.
—No seas gafe.
Por desgracia, al menos a corto plazo, el pesimismo del antiguo había sido bastante acertado. No encontraron nada más aquella noche y Beckett se fue a dormir sintiéndose frustrado. Sabía que la información estaba allí ¡Tan solo necesitaba dar con ella!
La siguiente noche no fue mucho más fructífera. La primera hora y media de búsqueda no los condujo a ninguna otra mención de Milijove y la única que encontraron sobre Rayzeel era de pasada, en una discusión acontecida en el año 1044. Beckett acababa de abrir la boca para preguntarle a Kapaneus (y no por primera vez aquella noche) si recordaba algún suceso de ese período que les pudiera ser de utilidad, cuando se dio cuenta de que algo estaba rematadamente mal.
Pese al espesor de las paredes, el oído sobrenatural de Beckett podía escuchar los sonidos que reverberaban en el complejo de Baradla; el tenue goteo del agua que de manera continua favorecía la formación de estalactitas y estalagmitas que hacían famosas a las cuevas; el gorjeo y chillido de los murciélagos que abandonaban o regresaban a sus hogares después de la caza; los lánguidos arañazos típicos de los andares de las ratas. Todo era lejano, incluso para su oído, pero estaba presente.
Hasta ese momento cuando, de pronto, todo cesó de manera repentina. El sonido no se fue desvaneciendo poco a poco. Sencillamente estaba presente un instante y al siguiente había dejado de estarlo.
El vello se le erizó. No pudo siquiera escuchar el sonido sordo que se debería haber producido cuando Kapaneus dejó el libro sobre la mesa y miró también a su alrededor sumido en la confusión y dándose cuenta de que echaba algo en falta.
Beckett solo conocía una cosa que pudiera provocar ese cese repentino de sonidos; solo un clan poseía esa insidiosa capacidad. Muy despacio, actuando de forma tan casual como le permitían las circunstancias, intentando controlar todos los instintos primitivos que le urgían a huir de allí como alma que lleva el diablo, Beckett se puso de pie y se giró hacia la estantería que estaba a su espalda, como si se estuviera preparando para dejar el volumen que sostenía sobre ella. Entonces, deslizando los dedos entre la librería y la pared, la empujó, haciendo que docenas de libros y la pesada librería esculpida en hueso, cayeran al suelo.
O casi. Como esperaba, una figura invisible incluso para sus sentidos desarrollados, evitó que la librería cayera al suelo. Beckett no se detuvo siquiera a mirar a la figura que la sujetaba. Casi con toda seguridad el Assamita no estaría herido, pero le llevaría un momento recuperarse y eso era todo lo que el Gangrel y Kapaneus necesitaban para huir, precipitándose por las escaleras y llegando después a la casa propiamente dicha.
Beckett sabía que no podría correr más rápido que los Assamitas, pero si conservaba la ventaja que tenía, podría adoptar alguna de sus otras formas y esconderse de ellos. Por desgracia, eso no ayudaría a Kapaneus. El Gangrel no tenía duda de que el antiguo podía cuidarse solo, pero estos eran rivales peligrosos.
¡Por Caín, Assamitas! Beckett negó con un gesto. Hardestadt debe estar tirando de todos los hilos para pararme los pies.
Kapaneus y él salieron como un rayo por la puerta principal de la mansión y corrieron hacia la calle; sus pies levantaban pedazos de césped mojado. Todavía estaba preguntándose dónde podrían ir, pensando si habría alguna forma de perder de vista a sus perseguidores en las calles de Miskolc sin tener que transformarse en un murciélago o en niebla y, por lo tanto, sin tener que abandonar a Kapaneus, cuando los dos salieron por la verja principal en el extremo de la propiedad y…
Y se toparon con media docena de hombres y mujeres jóvenes armados con pistolas y otras armas mucho peores. Teniendo en cuenta su manera de vestir, su apariencia y su forma de actuar, solo podían ser algunos de los sangre-débil de Cross.
Joder, perfecto. No podrían ser menos oportunos.
Beckett se tiró de espaldas, permitiendo que las ráfagas de balas arrancaran pedazos enteros de la calzada que, un momento antes, había estado bajo sus pies. Las esquirlas de piedra le desgarraron la camisa y los pantalones, pero si alguna de ellas penetró en su carne de resistencia antinatural, él no lo sintió. Aterrizó dolorosamente sobre la espalda, rodó rápidamente, se puso en pie y se encontró atrapado contra la valla de hierro forjado que rodeaba la casa. Se agachó y extendió las garras frente a él. Se dio cuenta de que Kapaneus estaba junto a él, un poco sucio por haberse tirado de cabeza en busca de refugio, pero no ensangrentado. Beckett se encogió hacia un lado cuando un ladrillo, entre otras tantas cosas, sobrevoló su cabeza y se estrelló ruidosamente contra uno de los postes de la valla.
—Kapaneus —dijo, mirando hacia delante y atrás, al enemigo que avanzaba e intentando averiguar cuál sería el próximo movimiento—, ¿teníamos algún plan B?
—No, no lo creo.
—¿Sabes si podremos planear alguno sobre la marcha?
Los sangre-débil detuvieron su avance a unos seis metros de distancia y apuntaron cuatro de las seis pistolas hacia la pareja arrinconada. Los demás llevaban consigo armas con las que poder atacar y defenderse solo en una pelea cuerpo a cuerpo, es decir, un bate de béisbol (el que lo llevaba era el mismo que había arrojado el ladrillo) y un cuchillo tan largo que Beckett lo hubiera calificado más acertadamente como una espada. Parecían, sin embargo, llevar aquellas armas solo para el improbable caso de que sus presas consiguieran acercárseles lo suficiente como para tener que defenderse.
A pesar de su piel curtida, Beckett no estaba seguro de poder soportar las entre ocho y doce balas que le acertarían si intentaba cargar contra ellos. No tenía duda de que, en circunstancias normales, Kapaneus y él podrían encargarse de seis de los sangre-débil, aunque, con toda seguridad, sufrirían bastantes daños en el proceso. En estos momentos, sin embargo, solo Dios sabía cuántos Assamitas aparecerían a su espalda en cualquier momento. Estaba seguro de que la única razón de que no se hubieran dejado ver todavía era porque estaban siendo cautelosos y vigilantes por si sufrían alguna emboscada en los pasillos de la casa. Los sangre-débil quizá no fueran lo bastante hábiles como para matarlos a Kapaneus y a él, pero podrían retrasar su huida el tiempo suficiente para dejar que otros llevaran a cabo esa tarea.
La culpa se sacudió en su estómago cuando se dio cuenta de que le quedaban pocas opciones salvo la de abandonar a su compañero. Kapaneus lo había apoyado en todo momento y había hecho cuanto era posible para que el Vástago pasara a convertirse en un auténtico amigo. Beckett lucharía por él, pero no estaba preparado para morir por él, por lo menos no sabiendo que sus respuestas estaban tan próximas.
Aun así, decidió que haría cuanto pudiera; esperaría hasta el último momento. Si se podían deshacer pronto de los sangre-débil, todavía tendrían una oportunidad. Y si no, podría escapar más tarde, especialmente si los sangre-débil y los Assamitas se distraían mutuamente.
Beckett se agachó de pronto y cogió algo de su bolsillo interior. Cuando la primera de las balas voló en su dirección, saltó a la derecha, cogió un trozo pequeño de lo que tenía en la mano y lanzó el resto en mitad del grupo de los sangre-débil.
Tres de ellos se tiraron de cabeza al suelo, protegiéndose las caras con los brazos. En su favor, hay que decir que los otros tres solo se encogieron, pero se tomaron la molestia de comprobar de qué estaban huyendo sus compañeros. A pesar de que solo les llevó un segundo darse cuenta de que lo que el Gangrel les había tirado era el móvil, después de haberle quitado la antena, ese instante era todo lo que Beckett necesitaba para acortar la distancia que había entre ellos.
Los primeros dos sangre-débil estaban muertos antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo; uno decapitado y el otro destripado por garras afiladas como cuchillas. El tercero, una mujer, apuntó con su arma y disparó. El sonido era casi ensordecedor a una distancia tan próxima, particularmente para el oído ultrasensible de Beckett, pero consiguió golpear a la mujer en el brazo de tal manera que la bala le pasó rozando sin hacerle daño y fue a impactar en una pared a media manzana de distancia. Continuando con el molinete que había dado comienzo cuando la golpeó en el brazo, Beckett giró por completo y terminó agazapado. Extendió las manos e hizo jirones el vaquero de la mujer al arrancarle de cuajo ambas rótulas con un sonoro crujido.
El Gangrel se levantó parcialmente y cogió a la mujer mientras ella caía al suelo. Su grito no se prolongó; Beckett la utilizó como escudo para detener la ráfaga de balas de nueve milímetros que le habían disparado los dos enemigos que aún seguían en pie. Cargó contra el que tenía el revolver, empleando el cuerpo silencioso que tenía entre los brazos como un ariete. Los tres cayeron. Beckett volvió a servirse de sus garras y, después del ataque, solo él se levantó. Tenía los ojos muy abiertos, la piel sonrojada y podía percibir lo bien que se sentía la Bestia asesinando. Era una respuesta primaria, que no lo perturbaba como solía hacerlo hacía unos meses. Y ese simple hecho podría haberlo preocupado si hubiera tenido tiempo de pararse a pensarlo.
Se giró justo a tiempo de ver cómo Kapaneus levantaba al último del suelo y, literalmente, le retorcía la cabeza hasta desmembrarla del resto del cuerpo con una fuerza brutal.
—Muy bien —dijo Beckett, volviéndose para marcharse—, ahora será mejor que…
Como antes, fueron sus sentidos preternaturales los que lo salvaron. En esta ocasión, fue el olor, el aroma de los aceites protectores que ningún sentido mortal podría detectar. Beckett se tiró de cabeza y la punta de la espada penetró en su chaqueta y lo hirió superficialmente debajo del cuello, en lugar de decapitarlo como habría ocurrido de no haberse movido. El aroma de su sangre mezclada extrañamente con la de los aceites de la espada, creaba un olor insólito e irreal a su alrededor. Se giró para mirar a su atacante, aunque estaba seguro de lo que iba a ver.
¡Maldita sea! ¡¿No podrías haber esperado otros treinta segundos?!
La figura que lo había atacado parecía una joven, quizá de unos veinte años. Tenía el cabello largo sujeto en una trenza y su tez era oscura, no como los descendientes de los africanos o los habitantes de Oriente Medio, sino como si se hubiera impregnado la cara de carbón.
Solo los Assamitas se hacían más oscuros con la edad. Si el anterior silencio sobrenatural no había bastado para probar quién les pisaba los talones, aquello lo confirmaba definitivamente.
Unos cuantos se desplegaron por la calle; lo más probable es que hubieran venido de la casa, como la primera. Beckett no confiaba ya en sus habilidades. Sabía que era duro de pelar. Estaba seguro de que ninguno de ellos era mayor que él. Y, a pesar de su entrenamiento, de sus talentos y las extrañas habilidades que el clan poseía, Beckett estaba convencido de que podría haber vencido a cualquiera de ellos.
Pero no estaba dispuesto a retar a los cuatro.
Sencillamente no había forma de abrirse camino a puñetazos para llegar hasta su compañero. Bueno, Kapaneus era lo bastante mayor para cuidarse solo y también lo suficientemente listo para echar a correr. En cualquier caso, no había nada más que Beckett pudiera hacer por él. Corrió a toda prisa en dirección a la siguiente calle.
En casi todas las circunstancias, la mayoría de los Vástagos no tendría ninguna posibilidad de correr más rápido que un guerrero Assamita. Entre los talentos de los vampiros del este estaba el de alcanzar velocidades sobrehumanas, comparables a aquellas conseguidas por muchos Brujah. A pesar de la rapidez con la que sus pies golpeaban el asfalto, podía oír las veloces ráfagas disparadas contra él y sabía que el enemigo estaba cada vez más próximo.
Muy bien, desde luego podían correr más rápido que un ser humano normal y, aunque Beckett podía incrementar su velocidad al bombear sangre a las piernas para hacerlas más fuertes, no podía siquiera igualar la habilidad de los Assamitas.
De modo que tendría que abandonar su forma humana. Consideró la posibilidad de transformarse en niebla, pero, a pesar de que esa apariencia era inmune al daño, era relativamente lenta. Lo mejor, a ser posible, era eludirlos por completo, en lugar de presentarles la posibilidad, por remota que esta fuera, de seguirlo incluso en su forma brumosa y tenderle una emboscada cuando recuperase su apariencia habitual. Podría salir volando como murciélago, pero siempre cabía la probabilidad de que lo acertaran con un disparo y lo dejaran incapacitado.
Beckett se lanzó de cabeza, como si saltara en busca de cobijo. Mas, en el momento en que sus manos entraron de nuevo en contacto con el suelo, ya no eran manos, sino patas.
Fortalecido por el poder de la vitae vampírica que corría por sus venas, un gran lobo blanco corría por las calles de Miskolc a unos setenta y cinco kilómetros por hora. Pasó junto a los coches que transitaban por las calles más pequeñas de la ciudad. Allí por donde iba, la gente gritaba, lo señalaba y saltaba para quitarse de en medio. En la distancia sonaron sirenas, pero todo había pasado ya cuando llegaron las fuerzas del orden.
Y, lo que era más importante, dejó atrás a sus perseguidores, por lo menos, durante un momento. Algunos Assamitas podían correr más rápido que el lobo, pero no eran capaces de mantener el ritmo mucho tiempo; el coste en sangre era demasiado elevado. Es más, con los sentidos del lobo (que habían aumentado por encima de sus niveles, de por sí inhumanos), Beckett podía percibir a cualquier vampiro aproximándose, aunque este fuera capaz de ocultarse de la vista. Un solo cuchillo le impactó en el flanco cuando escapaba, pero como ni siquiera pudo penetrarle la piel, pudo deshacerse de él.
Después de zigzaguear durante una hora por las calles de Miskolc, decidido no solo a despistar a sus perseguidores Assamitas, sino también a las autoridades locales y otras posibles emboscadas de los sangre-débil, Beckett llegó debajo de un gran puente. El agua que fluía a su lado, un afluente del río Sajo, posiblemente sirviera a la ciudad como desagüe en las tormentas y se tomó un instante para preguntarse de cuántas otras situaciones de este tipo tendría que escapar. Miró hacia arriba y envió un rápido impulso mental para tranquilizar a los murciélagos que se guarecían debajo del puente, de modo que no huyeran al sentir que se les aproximaba. Contempló la posibilidad de recuperar su forma humana y llamar a Cesare para averiguar si el avión estaba bajo vigilancia, pero recordó al momento que ya no tenía su teléfono móvil. Decidió, pues, tomarse unos minutos de descanso para recuperarse, así que se enroscó en la tierra que había junto al arroyo y situó la cola sobre su nariz.
Pasó varias horas así, tumbado, consciente de que debía de hacer algo, pero sin saber qué exactamente. Todavía le estaba dando vueltas al problema, cuando su olfato canino captó un olor perturbador y peligroso. El pelo del lomo y el cuello se le erizó y Beckett tuvo que esforzarse para no soltar un gruñido bajo. ¡Maldita sea, habían conseguido seguirle el rastro después de todo! El lobo se puso en pie, preparándose para huir en cualquier dirección…
Sin embargo, todas las salidas estaban bloqueadas. Varios Assamitas, entre los que reconoció a la que casi le había decapitado, aparecieron a ambos lados del puente. Los asesinos ni siquiera habían tomado la precaución de acercársele con sigilo. Aún no habían convergido, lo que era una decisión acertada por su parte, porque las delgadas orillas solo permitían el paso a uno o dos al mismo tiempo. Estarían esperando que fuera presa del pánico, que tratara de huir y, en el proceso, se trasladara a un espacio más abierto donde ellos tuvieran la ventaja de su número.
Como si necesitaran más putas ventajas, pensó Beckett, furioso. Entonces, de pronto, sonrió o realizó el equivalente lupino, dejando abierto el hocico y permitiendo que su lengua pendiera de un lado al otro. De hecho, era él quien los superaba en número. De modo que lo mejor sería darles lo que estaban buscando.
Beckett se levantó sobre sus patas traseras que pronto fueron las únicas que tenía y miró a su alrededor. Luego, con las manos medio levantadas, como si quisiera rendirse (una perspectiva bastante inútil tratándose de asesinos Assamitas), con sumo cuidado se abrió camino hasta el grupo más cercano.
Los Assamitas no eran idiotas. Aunque confiaban en su victoria, no le quitaron los ojos de encima a la figura que se aproximaba, con las manos en las armas y esperando en todo momento que el Gangrel realizara cualquier tipo de truco o movimiento.
Bueno, ¿y quién querría decepcionarlos?
Beckett levantó aún más sus manos y habló en un tono que los Vástagos no pudieron oír, suplicando a sus aliados que acudieran en su auxilio.
Con un sonido casi ensordecedor, cientos de alas empezaron a aletear al unísono y una marea ingente de murciélagos se dejó caer desde la base del puente, para salir volando a toda prisa junto a Beckett y hacia el espacio abierto. Durante un instante, los Assamitas retrocedieron, esperando que los animales diminutos los atacaran, pero los murciélagos se limitaron a pasar junto a ellos y volar hacia el cielo.
Cuando se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde para que pudieran reaccionar con rapidez.
Beckett, con los murciélagos aleteando a su alrededor y tan cerca de él que conseguían que las solapas de su cazadora se movieran de una manera parecida al aleteo de sus alas, empezó a encogerse. Desde el punto de vista de quienes le observaban, debía parecer como si cada murciélago que pasara volando al lado del Gangrel le mordiera un trozo y se lo llevara consigo. Sin duda, parecía estar desinflándose. Y, entonces, de pronto, desapareció en el núcleo de la manada y se convirtió en otro murciélago que se abría camino con sus alas hacia las nubes.
Su oído era muy bueno, especialmente en aquella forma, y pudo oír a los Assamitas maldiciendo a gritos en árabe y en iraní mientras él aleteaba hacia un lugar seguro.
Una rotonda en el centro de la ciudad
Miskolc, Hungría
A muchas manzanas de distancia, había una pequeña fuente construida en el centro de una inmensa rotonda. No corría agua por ella y en las aguas estancadas en la base se reflejaba con matiz oscuro la estatua que se erguía en su núcleo. Había muy poco tráfico a aquella hora tardía. Esa noche había incluso menos de lo normal porque la policía había acordonado algunas calles cercanas debido a un tiroteo ocurrido cerca de una fábrica de acero y a que, además, se había visto a un lobo rondando por allí.
La falta de tráfico no significaba, sin embargo, que la intersección estuviera desierta.
Kapaneus estaba junto a la base de la fuente; sus ojos se movían casi de forma casual de izquierda a derecha mientras observaba cómo los tres Assamitas se le aproximaban desde diferentes ángulos. Estos eran vampiros entrenados casi desde el momento mismo de su Abrazo para matar a su propia especie. Eran asesinos a los que una raza entera de depredadores temía. Su piel oscurecida sugería que debían contar con décadas, si no siglos, de violencia a sus espaldas.
Kapaneus sabía perfectamente que no se había granjeado ninguna enemistad durante los meses que había pasado fuera de Kaymakli. Sus instrucciones, por tanto, debían ser no solo matar a Beckett, sino a todos los que lo acompañaran.
Qué inoportuno.
Desde luego no eran lo bastante inexpertos como para arriesgarse a atacar a un enemigo desconocido uno a uno. Dos de ellos se lanzaron contra él desde direcciones opuestas, de modo que no pudiera responder a ambos ataques al mismo tiempo, mientras que el tercero esperó a un paso o dos de distancia, preparado para atacar por cualquier espacio que quedara expuesto.
Kapaneus se relajó y les permitió que se aproximaran.
Campo de aviación regional de Miskolc
Miskolc, Hungría
Por tercera vez aquella noche, Cesare apretó la tecla de “colgar” de su teléfono móvil al no escuchar nada más que la voz genérica del contestador de la línea del Signore Beckett. Algo iba mal. Beckett no estaba, evidentemente, a disposición de su ghoul, pero normalmente daba señales de no-vida después de recibir los mensajes de Cesare. Y estos eran importantes. Algunos de los sangre-débil, o eso es lo que él creía que eran, no estaban solo vigilando el avión, sino que una o dos veces habían hecho el amago de abordarlo y se habían detenido solo al comprobar que Cesare estaba allí. Lo más probable es que no les preocupara captar la atención de las autoridades, el aeropuerto era muy pequeño, estaba casi desierto por la noche, además de cerrado, y, de todos modos, el avión estaba en la pista de aterrizaje más apartada. Seguramente no lo habían abordado todavía porque ignoraban cuánta resistencia opondría el ghoul o si estaba solo, y Cesare ignoraba cuánto tiempo tardarían en convencerse de que no existía tal peligro. Realmente necesitaba su consejo, pero no encontraba a su señor por ningún…
Cesare se giró y casi se desmayó del susto al ver a un inmenso murciélago negro colgando cabeza abajo del fluorescente que había en la cabina a su espalda. Y, al verlo, no pudo reprimir un grito agudo.
El murciélago se descolgó y poseía ya dos pies humanos en los que posarse cuando llegó al suelo. Con el ceño fruncido, Beckett se restregó las orejas.
—¿Acaso era eso necesario, Cesare? Era un murciélago, ¡por Dios Santo! Y tu grito casi me deja sordo.
—Perdóneme, Signore Beckett. Me asustó.
—¿No me digas?
—Tenemos un problema, Signore Beckett.
El Gangrel escuchó con atención mientras Cesare le contaba cuál era la situación.
—No creo que se precipiten esta noche. Ya estamos próximos al amanecer. En cuanto salga el sol, quiero que vayas y compres un nuevo teléfono móvil. Después, llena el depósito del avión y tenlo preparado para despegar. Si te da la impresión de que van a atacar, sal de aquí inmediatamente. Aterriza en el aeropuerto más próximo y estate preparado para venir a recogernos en cualquier instante.
—¿No pasará la noche en el avión, Signore? Tengo la impresión de que la biblioteca tampoco es un lugar seguro.
—No, no lo es. Pero podré encontrar algún lugar donde guarecerme si es necesario. Voy a ver si puedo encontrar a Kapaneus antes de que amanezca.
—Signore, no le puedo abandonar a…
—No me vas a hacer ningún favor si consigues que te maten, Cesare. Quédate si puedes y márchate si no ves más remedio.
—Muy bien. Yo… —Finalmente asimiló algo que acababa de decir su señor—. ¿Comprar un teléfono móvil nuevo?
Beckett estiró la mano, cogió el teléfono que estaba enganchado en el cinturón de Cesare y se lo metió en el bolsillo.
—Ahora mismo lo necesito más que tú. Si tienes que contactar conmigo desde este momento hasta el amanecer, utiliza el ordenador portátil para enviarme un mensaje de texto.
—Así lo haré, Signore. Eh… ¿Puedo preguntar qué le ocurrió al suyo?
—Te lo diré en otro momento. Lo encontrarás divertido porque no estuviste allí.
Beckett se giró y caminó a la cabina donde tenía la nevera. Odiaba tener que hacer uso de su suministro de emergencia, especialmente porque carecía de los contactos médicos necesarios para reponerlo en esta comarca, pero no tenía tiempo para ir de cacería. Podía alimentarse de Cesare, claro, pero quería que el ghoul estuviera completamente alerta, en caso de que los sangre-débil decidieran atacar el avión.
¡Qué les jodan! Podía entender el odio que sentía Hardestadt hacia él. ¿Pero qué coño tenía Jenna Cross en su contra?
Beckett consumió dos bolsas de sangre (¡y cuánto odiaba tener que bebérsela fría), asomó la cabeza por la puerta del avión para asegurarse de que nadie lo vigilaba en ese momento y volvió a concentrarse. Al minuto, un banco de niebla finísima descendió por las escaleras y fluyó por la pista, donde se mezcló con la niebla que empezaba a concentrarse y que presagiaba la pronta llegada del amanecer.
Una rotonda en el centro de la ciudad
Miskolc, Hungría
Encontró a Kapaneus todavía sentado junto a la fuente, uno de los lugares en los que habían acordado encontrarse si llegaban a separarse. En el acuerdo habían estipulado también que solo se quedarían allí si estaban seguros de que nadie los había seguido. Aun así, Beckett recorrió la intersección, haciendo uso de los escasos sentidos que conservaba en aquella forma, antes de remover el aire junto a su compañero y recuperar su apariencia habitual. Si Kapaneus se sobresaltó al ver a Beckett materializándose a partir de la niebla, lo disimuló mucho mejor que Cesare.
—Me alegra ver que has sobrevivido, Beckett —lo saludó el antiguo—. Estaba empezando a preocuparme.
—Tienes motivos para hacerlo, Kapaneus. Pero sí, más o menos, lo he conseguido. ¿Has tenido problemas?
—Ninguno que merezca la pena contar. Los Assamitas me persiguieron un rato después de que huyeras, pero, al cabo de unos minutos, se dieron por vencidos. Tengo la sospecha de que tú, y no yo, eres el objetivo, y yo tengo poco interés salvo porque viajo contigo.
—Pues eso es una suerte. Será mejor que nos marchemos. No veo la necesidad de seguir tentando al destino.
Kapaneus asintió una vez y luego se puso en pie.
—¿Adónde vamos? Estoy seguro de que la biblioteca estará vigilada o directamente ocupada.
—Seguramente. —Beckett miró alrededor—. Creo que lo mejor será buscar una habitación en un hotel para pasar el día. Los Assamitas y los sangre-débil no pueden estar vigilándolos todos. Mañana por la noche, bueno… ya veremos.
La pareja de vampiros avanzó cuidadosamente hacia los límites de la ciudad, sin que Beckett reparara en la ligera capa de ceniza que flotaba en la superficie del agua estancada en la base de la fuente.
Hotel Baradla
Miskolc, Hungría
—Sencillamente no lo entiendo —explicó Beckett, mientras caminaban hacia el hotel en el que habían escogido quedarse—. Casi ni sabía de la existencia de Jenna Cross hasta que empezó todo este lío. Estoy seguro de que nunca le he hecho nada. —Hablaba en voz tan baja que ningún ser humano corriente lo hubiera podido oír, ni tan siquiera estando a pocos centímetros de distancia. Kapaneus, sin embargo, escuchaba su voz a la perfección.
—Cuando buscas en las profundidades de la raíz —respondió el antiguo, susurrando también—, descubres que existen solo dos razones que expliquen un odio de tal magnitud. O bien eres, de alguna manera, un obstáculo en su camino que la impide conseguir aquello que desea o bien te tiene miedo. Un temor que solo podrá vencer una vez te haya destruido.
—No creo tener nada que ella pueda querer tanto.
—Precisamente. Piensa en ello, Beckett. Estaba preparada para arriesgarse y matarte, de hecho, matarnos a los dos en su hogar, a pesar de que un acto tan violento podría haber dado al traste con su alianza con Lucita. Esta mujer ha conseguido mantener en jaque a la Camarilla durante varios meses y les ha impedido recuperar la ciudad de Los Ángeles. No parece una persona inclinada a dejarse llevar por las pasiones del momento, salvo en lo que a ti respecta.
—Joder, genial. Entonces es que me tiene miedo.
—Eso parece. Quizá de una manera antinatural.
Escucharon la sirena de un coche de la policía que pasaba y se agacharon, escondiéndose entre las sombras y posponiendo la respuesta que Beckett podría haber dado. Solo cuando las luces de la sirena se hubieron desvanecido en la distancia y por completo, continuaron con su conversación.
—¿Crees que alguien más podría estar poniéndola en mi contra?
—Es evidente que ella cree que eres su enemigo. Alguien tiene que haberle inculcado esa idea.
A excepción del alto ladrido de un perro cuando transitaron junto a la propiedad del animal (ladrido que Beckett sofocó con un rápido mandato), los siguientes minutos de su paseo transcurrieron en completo silencio.
—Sabes que tanto los Assamitas como los sangre-débil van a estar vigilando la casa y el avión, Beckett —continuó Kapaneus al cabo de un rato—. No vamos a poder continuar con nuestra investigación.
—Estaba pensando en eso ahora mismo. —Beckett miró al cielo del este, luego comprobó la hora en el reloj de su teléfono móvil—. Creo que tengo la solución para eso. Es arriesgada, casi una imbecilidad, pero la combinación parece habernos funcionado bastante bien últimamente. Y, si funciona, nos proporcionará un par de noches más.
—Fantástico. Dos noches para localizar lo que no pudimos encontrar en cuatro. ¿No sería mejor que nos marcháramos de la ciudad y volviéramos en otro momento? Podemos intentar conseguir información en otro lugar y…
Beckett se detuvo en seco.
—Conseguir información… —repitió, casi como si estuviera sumido en algún tipo de trance—. Una fecha más tardía. —Abrió mucho los ojos y sonrió abiertamente—. Kapaneus, me dan ganas de abrazarte.
—Te recomiendo que no lo hagas. ¿De qué te has dado cuenta?
—Solo de cómo tiene organizada Vykos la biblioteca. Tenía los libros ordenados por la fecha y no en la que fueron escritos o de los eventos que en ellos se describen, ¡sino por la fecha en la que los consiguió!
—¿Estás seguro?
—Bueno, no lo estaré hasta que regresemos y pueda comprobarlo. Pero tiene sentido. Es algo que solo él podría saber. Un sistema de almacenaje que nadie más podría descifrar con facilidad.
—¿Y tú sí?
—Pues tendremos que verlo, ¿no te parece? Pero, primero tenemos algunos pelmazos con los que lidiar.
El siguiente atardecer, inmediatamente después de despertar en aquella vieja, aunque escrupulosamente limpia, habitación de hotel, Beckett se giró para mirar a Kapaneus. El antiguo retrocedió un paso.
—No confío en esa sonrisa, Beckett.
El Gangrel la ensanchó aún más.
—Kapaneus, te he visto desvanecerte más de una vez. ¿Puedo entonces asumir que también eres capaz de adoptar la apariencia de otros?
—No es una habilidad que practique con regularidad, pero sí, puedo hacerlo.
—Bien. Esto es lo que vamos a hacer…
En el centro de la ciudad
Y, una vez más, apareció el lobo en las calles de Miskolc, dejando tras de sí a los paseantes aterrorizados. En su costado izquierdo había una mancha de color carmesí y corría con una cojera evidente en su pata trasera. Aquello bastaba para hacer que su avance fuera más lento y significaba que la cuadrilla de Assamitas lo estaba teniendo más fácil que la noche anterior para seguirle la pista. Habían advertido su presencia mientras exploraban las calles cercanas a la mansión de Vykos y estaban decididos a no dejarlo escapar en esta ocasión. Todavía no habían conseguido darle caza, pero tampoco parecía poder deshacerse de ellos. En cualquier caso, continuaba corriendo pues, con toda probabilidad, sabía lo que le aguardaba si lo atrapaban.
Los Assamitas habían salido de caza, y no solo para cumplir con el objetivo que se les había encomendado. Varios de sus compañeros no habían regresado la noche anterior y eso solo podía significar que estaban incapacitados o muertos. No sabían muy bien cómo, aunque la presa era peligrosa, podía Beckett haberse deshecho de tres de sus hermanos con solo una triste herida para testimoniar el enfrentamiento, pero, en cualquier caso, no le permitirían escabullirse otra vez.
El lobo se dirigía al aeropuerto, de eso no tenían duda. Lo que no sabían era si podrían apresarlo antes de que llegara al avión porque, cada vez que estaban a punto de acortar la distancia que los separaba, Beckett apretaba el paso y volvía a aventajarles. Estaban, sin embargo, convencidos de que, una vez en la pista, podrían abordar el avión sin problemas antes de que este despegara o, en el peor de los casos, evitar que lo hiciera.
El lobo continuó corriendo, tirando al suelo a los transeúntes lentos, a veces, saltando sobre el capó de los coches y provocando algunos accidentes en la huida. Las sirenas sonaban tras él y, entonces, el lobo se escabullía por callejuelas demasiado estrechas para que los coches de la policía pudieran seguirlo. Era una estrategia apreciada incluso por los Assamitas; parecía indicar que no quería involucrar a las autoridades mortales en esto.
Hasta que, finalmente, saltando por encima de la valla, las cuatro patas golpearon contra el alquitrán de la pista de aterrizaje, seguidas por el sonido de varias parejas de pies humanos. Cuando Beckett se aproximaba al hangar en el que presumiblemente aguardaba su avión, bajó el ritmo solo un poco, como si su herida empezara a pasarle factura, y permitió que los Assamitas pudieran tomarse con un poco de más calma su avance.
El líder estaba a punto de desenvainar su espada cuando escucharon un solo disparo desde detrás del hangar, que acertó al Assamita en el centro del pecho. Mientras se caía de espaldas y se apresuraba a ponerse en pie con cierta dificultad, sus compañeros se tiraban de cabeza en busca de algún lugar donde guarecerse de las constantes ráfagas.
Media docena de hombres y mujeres salieron de detrás del hangar. El hombre que había disparado primero, mantenía la mandíbula apretada y tenía el rostro retorcido por la furia y el odio. Parecía extraño, por tanto, que sus compañeros parecieran sorprendidos y casi confusos por su comportamiento. El líder de los Assamitas, con la herida del pecho dándole punzadas, se preguntó durante un instante si el tipo de la mano rápida había disparado el arma antes de lo necesario, descubriendo así la emboscada. No tenía ni idea de quiénes eran aquellas personas, no sabía que los sangre-débil anduvieran persiguiendo a Beckett, y, francamente, le daba lo mismo.
Los Assamitas los rodearon rápidamente, anulando la escasa ventaja que otorgaba al otro grupo el disponer de armas de fuego. El temor invadía sus rostros otrora confusos y retrocedieron, intentando mantener la ventaja que les brindaba la distancia para seguir disparando. El primer atacante, el líder, saltó hacia un lado cuando los Assamitas avanzaron y rodó hasta quedar oculto tras un cobertizo de mantenimiento.
Los acontecimientos se precipitaron y todo sucedió de forma rápida, sangrienta y brutal. Podría haberse convertido en una masacre pero los sangre-débil esperaban luchar contra Beckett, un vampiro conocido por su resistencia al daño físico y, a diferencia de los compañeros contra los que el Gangrel había luchado fuera de la mansión, estos habían tenido la oportunidad de armarse debidamente. Los poderosos rifles, las pesadas pistolas e incluso unos cuantos explosivos que pretendían emplear para emboscar a Beckett cuando regresara a su avión, los tuvieron que utilizar en contra de los asesinos. A pesar de lo rápidos que eran los Assamitas, y aunque pocos disparos acertaron en el blanco, los que lo hicieron fueron devastadores.
Al final, solo quedó un sangre-débil, que huyó para esconderse en las tinieblas de Miskolc. Uno de los Assamitas supervivientes se acercó al cobertizo, decidido a hacerle saber al que había iniciado el ataque lo que opinaba de él, pero no encontró ni rastro. Había desaparecido, como si nunca hubiera existido. El Assamita se giró, estaba furioso y preparado para reunirse con sus compañeros…
Y Beckett, con su forma humana y las garras extendidas, cayó sobre él desde el techo del cobertizo. Sus ropas estaban manchadas allí donde se suponía que había estado la sangre en el pellejo del lobo, sangre que no provenía de una herida auténtica, sino de las ratas que Kapaneus le había despachurrado encima para hacer creer a los Assamitas que estaba herido y para explicar su aparente lentitud. Por una vez, los papeles se intercambiaron y fue el asesino Assamita el que murió sin emitir un solo sonido.
Si los tres Assamitas restantes hubieran estado al cien por cien de sus capacidades, Beckett hubiera pensado que atacarlos frontalmente sería un suicidio. No obstante, uno de ellos estaba inconsciente, posiblemente sumido en letargo; y de los dos que todavía permanecían en pie, uno estaba malherido, con varios agujeros de entrada y salida todavía abiertos en el cuerpo. Con Beckett saliendo de detrás del cobertizo, con las garras manchadas de sangre; Kapaneus, todavía disfrazado con la apariencia del sangre-débil que había iniciado el ataque, acercándoseles por detrás y Cesare en la puerta del avión con una pistola en la mano, los Assamitas decidieron que ya habían tenido suficiente. Con la sangre cálida de uno de sus compañeros manchándole las manos, Beckett, en contra de lo aconsejable, los dejó marchar.
—Por lo menos tendrán que dedicar unas cuantas noches a recuperarse —le dijo a Kapaneus cuando este recuperó su apariencia habitual— o más si tienen que esperar a que lleguen refuerzos.
—Entonces será mejor que regresemos a la biblioteca y empecemos cuanto antes, ¿no crees?
—Solo un minuto. —Beckett se giró para mirar el campo que había junto a la pista y levantó tanto las manos como la voz—. ¡Sé que estás ahí fuera! —gritó—. ¡Has venido para ver qué le ha ocurrido a tus amigos y a mí! ¡Bueno, pues, jódete y míralo bien! —Beckett sacudió los dedos y salpicó la sangre del Assamita por todo el suelo—. ¡Estoy harto de esto! He matado a más gente en los últimos meses que en todos los años de mi no-vida, ¡y todo ha sido por tu culpa! ¡No te voy a permitir que me sigas haciendo esto!
»¿De cuántos de los tuyos voy a tener que deshacerme? No eras mi enemigo y tampoco lo era Jenna Cross hasta que tú la cambiaste. Quiero que le entregues un mensaje. Dile que ya basta. Si vuestra gente me deja en paz a partir de ahora, prometo no guardaros rencor. Pero, si no lo hacéis, Jenna va a pasar a encabezar mi lista negra. No me importa lo que crea que puedo hacerle y será mejor que le recuerdes que tengo unos cuantos cientos de años más que ella y que he tenido mucho tiempo para desarrollar la imaginación.
Beckett se arrodilló, se limpió lo que le restaba de sangre en las manos en la hierba, y caminó airado hacia las sombras.
Cesare observó cómo su señor y el otro vampiro se marchaban, y luego se puso a limpiar el desastre. Recogió los casquillos y prendió fuego a los cadáveres de esos Vástagos que no eran lo bastante antiguos para descomponerse rápidamente y por sí solos. Sabía que la policía de Miskolc estaba ocupándose todavía de calmar el pánico que el lobo había provocado en el centro de la ciudad; sabía también que, a aquella hora de la noche en esa pista privada, era más que probable que nadie hubiera oído la refriega, a pesar de lo ruidosa que había sido. En cualquier caso, no estaba dispuesto a asumir el riesgo. Si por algún casual la policía se presentaba, no les dejaría ninguna pista a la vista. Empezó a silbar y se acercó a recoger la manguera que proporcionaba el aeropuerto para limpiar el avión y la situó encima de la pista y en la hierba circundante.
Tras él, una figura invisible para la mayoría de los mortales y muchos no-muertos, se deslizó dentro del avión. Gateó hasta abajo y se acomodó lo mejor que pudo en el tren de aterrizaje, encendió un portátil con módem vía satélite y se preparó para lo que prometía ser una larga espera.
La biblioteca privada de Sascha Vykos
Miskolc, Hungría
—Parece que yo estaba en lo cierto —explicó Beckett la noche siguiente, después de que hubieran llegado finalmente a la biblioteca. Pudieron comprobar que la casa no estaba vigilada—. Están ordenados por la fecha en la que Vykos los adquirió.
Cogió un volumen y lo ojeó mientras hablaba, aunque sus gestos estaban encaminados a dar mayor énfasis a lo que decía que a buscar.
—Ya veo, pero ¿qué hay de sus libros? Me refiero a los que él escribió.
—Sí, eso fue lo que me desconcertó. Mira —Beckett señaló varios de los volúmenes que descansaban en las estanterías—, los libros que escribió están ordenados según la fecha en la que los terminó. Pero los comentarios que hizo de otros libros… No los guardó en el orden en que los comentó, sino en el que recibió los textos originales de los que estaba hablando.
—Ah. —Durante un momento, Kapaneus guardó silencio—. Perdóname, Beckett, pero no entiendo cómo puede esto sernos de utilidad.
—Sascha Vykos es… era —corrigió con una sonrisa— un paranoico y lo bastante egoísta como para hacernos parecer a los demás unos inocentes monaguillos. De ninguna manera habría permitido que Milivoje se quedara aquí sin recibir algo a cambio. Me apuesto lo que quieras a que el huésped de Vykos trajo consigo algunos libros o algunos conocimientos que el Tzimisce quería conservar. Sabemos cuándo llegó Milivoje. Así que deberíamos ser capaces de localizar lo que Vykos escribió acerca de esos libros y, con un poco de suerte, del Vástago que se los proporcionó.
No era tan simple de llevar a cabo; la tarea les llevaría unas cuantas horas de búsqueda para localizar los textos apropiados y ojearlos para hallar en ellos algo que mereciera la pena. Finalmente, Beckett lo encontró entre los garabatos manuscritos de Vykos.
A diferencia de lo que suelen ser las revelaciones más importantes, era algo más que un comentario fugaz. Era la primera línea de un pasaje en el que Vykos recogía una de las experiencias que Milivoje había tenido con Rayzeel; de hecho, una discusión sobre una profecía. El principio de la narración recogía palabra por palabra lo dicho por Milivoje y era mucho más valioso de lo que Beckett podía esperar.
Nos sentamos en su refugio, ocultos entre las sombras del gran error de su sire, donde nadie podría imaginar que la encontraría.
—Dios Santo —Beckett se irguió y cerró el libro con un sonido seco—. Si lo interpreto correctamente… Ella tenía razón. Es un lugar idóneo donde esconderse. ¿Quién demonios buscaría allí a una Salubri?
—¿Cómo? —Kapaneus parecía confuso—. ¿Te importaría explicarme de qué estás hablando?
—¿Has oído hablar alguna vez de la secta Baali?
En la boca del antiguo se dibujó una sonrisa de completo desprecio; quizá la expresión más radical que Beckett hubiera visto en sus facciones.
—Sí, una línea repugnante de depravados adoradores del demonio. Eran los mayores herejes de mi tiempo. Se llevaron a cabo varios intentos para eliminar aquella mancha de la faz de la tierra.
—Algunos casi lo consiguieron. No han existido en gran número desde la Edad Media y no he oído una sola palabra acerca de ellos en los últimos cinco años. Quizá alguien haya conseguido eliminarlos por completo.
»En cualquier caso, los estuve estudiando, no personalmente, te lo puedo asegurar, pero sí históricamente en dos o tres ocasiones. Tenían una perspectiva muy diferente de la naturaleza de los Vástagos y sentía curiosidad hacia ella, solo para compararla con mis estudios, claro está. Durante esa investigación, descubrí un pequeño grupo de mitos que relataban sus posibles orígenes. —Beckett empezó a caminar por la sala, haciendo memoria y sacando a la luz sus viejos recuerdos—. Aunque parecen no terminar de ponerse de acuerdo en algunos detalles, la mayoría de esas leyendas aseguran que salieron arrastrándose de un pozo de inmundicia y masacre en un lugar llamado Ash-Sharqab”.
Kapaneus parpadeó.
—Los Vástagos la llamaron así, sí. En la geografía moderna se llama Qalat’at Sherqat y está en Iraq. —Beckett frunció el ceño—. No es el lugar más fácil y seguro al que viajar en estas noches.
—¿Y qué tiene eso que ver con Rayzeel y su sire?
El Gangrel volvió a arrugar el gesto.
—Nunca se ha demostrado —continuó despacio—, y los Salubri de aquel tiempo hicieron todo lo posible por ocultarlo, pero, aunque las leyendas no se ponen de acuerdo en quién engendró a los Baali, una de las sospechas más extendidas es que fue el mismo Saulot.
—¿De verdad? —Kapaneus parecía estar realmente sorprendido—. Nunca lo hubiera creído… ¿Cómo estás tan seguro de que es ese el lugar al que el Tzimisce se refiere?
—No lo estoy del todo. No fue ese el único error que Saulot cometió en su día. A ese respecto, cualquiera podría pensar que dejarse drenar la sangre por Tremere fue un fallo aún mayor. Pero ese es el único que puedo recordar y que merezca ser calificado, aunque eso sea discutible, como el peor error y que, además, no situaría a Rayzeel en el centro del territorio enemigo. Si hay un clan que pueda considerarse dominante en Iraq, ese es el de los Assamitas, y ellos no tendrían nada en su contra, aunque la hubieran descubierto. Maldita sea, tienen a un enemigo común en los Tremere. —Beckett se encogió de hombros y dejó el libro en la estantería después de haberlo ojeado en busca de otras referencias—. Ya sé que no es un razonamiento falto de defectos, Kapaneus. Y seguiremos buscando mientras podamos. Pero es lo mejor que tenemos hasta ahora y, por lo que a mí respecta, parece factible.
Factible o no, fue el último fragmento de información relevante que pudieron encontrar. Cuando el reloj pasó de la medianoche del tercer día después del tiroteo en la pista de aterrizaje, Beckett y Kapaneus tuvieron que aceptar que ya no podían seguir perdiendo el tiempo.
—Si es una pista equivocada —comenzó el Gangrel con resignación—, siempre podemos regresar.
—¿Podremos? —inquirió Kapaneus, señalando el material asqueroso y antinatural que decoraba la sala—. ¿Acaso no deberíamos destruir estas abominaciones y liberar las almas que podrían estar atrapadas en su interior?
Beckett se detuvo a pensarlo, miró a su alrededor, luchó consigo mismo y, finalmente, negó con un gesto.
—No. Lo siento. Sé que deberíamos. Pero no me puedo arriesgar a destruir unas respuestas que quizá necesite después. Te prometo que, cuando hayamos acabado con esto, y si podemos, volveremos y lo haremos.
Kapaneus frunció el ceño, pero siguió a Beckett al exterior. No estaba seguro de qué era más oscuro, si la cueva vacía que había a su espalda, o los ojos del Vástago que caminaba delante de él.
Pista de despegue del campo de aviación regional de Miskolc
Miskolc, Hungría
—¿Beckett —preguntó Kapaneus, de pronto, cuando el avión empezó a elevarse en el aire—, no te sientes diferente?
—¿Diferente? ¿A qué te refieres?
—Por favor, quítate las gafas de sol.
Beckett parpadeó sorprendido, pero lo hizo. Kapaneus suspiró.
—Creo que ya no las vas a necesitar más.
—Que son normales, tal y como lo son también tus manos.
—Ah. —Se encogió de hombros—. Ya me inquietaré por eso más tarde. Ahora mismo estoy un poco preocupado por…
—¿Signore Beckett? —lo llamó Cesare desde la cabina.
—Por eso —concluyó el Gangrel y caminó hacia delante, con Kapaneus siguiéndole—. ¿Qué ocurre, Cesare?
—Como esperaba, me ha resultado imposible obtener permiso para aterrizar en Iraq. Tendremos que hacerlo en el aeropuerto de Diyarbakir. Me temo que tendremos que continuar por tierra el resto del viaje.
Beckett casi sintió deseos de reírse. Estaban en Turquía otra vez. No era solo el sentimiento de frustración. ¡Realmente no hacía otra cosa que ir en círculos!
Pero, lo cierto, es que no era un tema para reírse. En Turquía habitaban algo más que unos cuantos Assamitas. Iban a tener que ser mucho más cuidadosos que antes.
—Bueno, tendrá que servir. Gracias, Cesare…
—Signore, todavía hay más. No tuve tiempo de decírselo antes porque usted tenía mucha prisa por que despegáramos.
—¿Eh?
—Como me pidió, he estado esperando recibir alguna noticia de Okulos. Dejó un mensaje no hace mucho y parecía bastante frenético. Dijo haber estado oyendo los informes de algunos antiguos importantes y que sencillamente se derrumbaban a mitad de conversación. Al parecer, unos cuantos han quedado sumidos en el letargo, mientras que otros empezaron, de pronto, a corromperse.
—¿A consecuencia del marchitar?
Cesare asintió, aunque, desde su espalda, el movimiento era casi imperceptible.
—Así lo cree Okulos. Dice que ha empezado a matar.
Beckett suspiró, se recostó contra la pared y resbaló por ella hasta quedar en cuclillas.
—No tenemos mucho tiempo, Kapaneus. No entiendo por qué no nos hemos debilitado aún. Pero estoy convencido de que terminará por ocurrir. Mis manos, ese extraño período en Europa cuando no tenía hambre nunca, ahora mis ojos… Solo es cuestión de tiempo que el marchitar también me ataque a mí. Y, teniendo en cuenta mis síntomas, lo hará de una manera salvaje. —Volvió a levantarse muy despacio—. Voy atrás a recoger las cosas. Cesare, infórmame si hay cambios. Kapaneus… —Beckett frunció el ceño fugazmente— si eres un hombre religioso, no me importaría que empezaras a rezar por mí.
Kapaneus sonrió con tristeza.
—Con todo lo que he visto, Beckett, Dios y yo no nos llevamos tan bien como antes. Y, además, no necesitas mis plegarias.
El Gangrel miró detenidamente al antiguo durante un largo momento, y entonces asintió y cerró la puerta de la cabina.
Refugio de Jenna Cross en el Valle de San Fernando
Los Ángeles, California
Cross estaba sentada detrás de la mesa; sus amigos y lugartenientes, reunidos en la habitación con ella. Era ya una escena familiar, casi rutinaria. El intercambio de informes y las sesiones estratégicas se venía repitiendo prácticamente todas las noches.
Desde hacía ya semanas, la silla situada inmediatamente a su derecha estaba vacía. A pesar de todos sus esfuerzos y de las búsquedas metódicas llevadas a cabo por sus mejores agentes, había sido incapaz de encontrar la menor pista de Jack Sonrisas desde que desapareciera el mes pasado. Su tez blanca como la cera, más pálida aún que la de muchos vampiros varias veces mayores que ella, atestiguaba su incapacidad para conciliar el sueño; tan preocupada estaba que el amanecer solo ejercía sobre ella un poder moderado. Si hubiera podido hacerlo sin chamuscarse como una patata demasiado frita, hubiera continuado la búsqueda las veinticuatro horas del día.
Por desgracia, el resto del mundo no se acomodaba a su necesidad de encontrar a su mentor desaparecido.
—… con pérdidas mínimas —informaba Tabitha—. Con la desaparición de la Príncipe Tara y la ayuda de los sangre-débil que ya residían en la ciudad, nuestra gente ha podido eliminar a la primogenitura y otros antiguos sin demasiados problemas. —Se dibujó una amplia sonrisa en sus labios y movió la mano en un gesto que se aproximaba a lo melodramático—. Jenna, puedes añadir San Diego a la lista de ciudades que hemos liberado de la dominación de la Camarilla —dijo, concluyendo.
Cross se obligó a sonreír cuando todos los presentes en la habitación prorrumpieron en vítores. Eran, sin duda alguna, buenas noticias. En los últimos meses, otros sangre-débil, inspirados por los éxitos de Jenna en Los Ángeles, se habían rebelado en su nombre y, a menudo con la ayuda de aquellos que respondían directamente ante ella, habían luchado contra la opresión fascista que los antiguos ejercían sobre ellos. En varias ciudades, como Dallas y Cincinnati, los sangre-débil habían batallado junto a las células de resistencia creadas por Lucita y Theo Bell, a pesar de que no existía entre ellos una alianza formal. Nunca lo admitiría, pero Cross se alegraba de no haber podido matar a Lucita cuando lo intentó.
En media docena de ciudades grandes y otras más pequeñas, los sangre-débil excedían en número a los vampiros de sangre “pura” y constituían uno de los poderes fácticos de mayor influencia o, sencillamente, el único poder que dominaba el gobierno. Incluso Cross se había quedado asombrada al descubrir cuántos sangre-débil había en el mundo. No le sorprendía que los oficiales supervivientes de la Camarilla y el Sabbat estuvieran absolutamente pasmados. Entre los que dirigía directamente y los que luchaban bajo su bandera, y que actuarían sin dudarlo ante una petición suya, Cross tenía, literalmente, a cientos de vampiros a sus órdenes. Y todas las noches aparecían más. De hecho, que su gente estuviera peleando por conquistar más de una ciudad al mismo tiempo, hacía que la Camarilla no tuviera más remedio que dividir su atención y sus recursos, lo que hacía que las guerras en cada ciudad individual fueran un tanto más fáciles.
Lo que implicaba que había llegado la hora de deshacerse del otro problema.
—Yo… —vaciló Toby desde el otro lado de la mesa. Se detuvo durante un segundo, se aclaró la garganta, esperó a que el clamor y las felicitaciones amainaran y continuó—. Siento ser yo el que dé las malas noticias, Jenna, pero…
Ella lo animó a continuar con un movimiento de la cabeza.
—Infórmame.
—La gente de Hardestadt se ha desplazado a la Alhambra, al este de Los Ángeles, Compton y Hawthorne. Y han recuperado el aeropuerto de LA.
La habitación quedó sumida en un silencio sepulcral.
La noticia no era una sorpresa. El aeropuerto había pasado de mano en mano como una pelota desde que empezara el conflicto. Cross lo había ocupado cuando su gente y ella eliminaron a Tara, la Camarilla lo había recuperado gracias al escape de gas y, desde entonces, había cambiado de dueño al menos en otras tres ocasiones. La última vez que lo recuperaron, Cross estaba segura de que su poder sobre él sería inquebrantable y que nadie conseguiría echarlos de allí.
Pero, claro, también creía que el este de Los Ángeles y Compton estaban bien defendidos.
—¿Cómo? —preguntó un sangre-débil llamado David, con voz temblorosa.
Toby frunció el ceño mientras hablaba.
—Fue una combinación de factores. Las redadas de la policía y otros peones municipales que la Camarilla adora utilizar como distracción. Nuestros ghouls estaban lidiando con ellos cuando… —El sangre-débil apoyó la barbilla sobre su pecho como si una carga que no pudiera sostener le pesara en los hombros—. Supongo que ninguno de vosotros habrá oído las noticias esta noche, ¿no es cierto?
Cross miró a los presentes y luego negó con un gesto.
—Vinimos aquí directamente después de despertar, Toby.
—Fue por el fuego, Jenna, y no por unas pocas explosiones. Y no me refiero a un incendio premeditado aquí y allí, sino a algo de grandes dimensiones. Bombas de fuego, cócteles Molotov… Me sonó a asedio del Sabbat y no a una operación de la Camarilla.
»Las autoridades dicen que son una serie de ataques terroristas coordinados. Cuarenta y seis personas, todas ellas del ganado, han muerto y hay el triple de heridos. Los daños a la propiedad se estiman en diez millones”.
—Eso no ha ocurrido solo aquí —añadió Steve desde la parte trasera de la habitación. Tenía la mirada centrada en su ordenador portátil—. También en San Francisco, Las Vegas, Sacramento… Y empieza a suceder también en lugares como Dallas y en Fort Worth. Esos cabrones de Riverside han debido echar toda la carne en el asador. Estamos perdiendo territorio, Jenna.
Cross se desplomó hacia delante, se cubrió el rostro con las manos y trató desesperadamente de no echarse a llorar delante de su gente.
¡Dios Santo, así no era como se suponía que debían ir las cosas! Esta era una guerra entre Vástagos. A pesar de todo lo que había hecho, toda la violencia que había desatado, había hecho todo lo posible para mantener a la población mortal fuera del tema. Quizá los antiguos de la Camarilla habían sido vampiros el tiempo suficiente como para contemplar a la masa humana solo como comida, pero Jenna no podía permitirse ese lujo. Sus compañeros y ella no hacía tanto que habían dejado de ser humanos. Para ella la gente era todavía… vaya, gente.
Y ahora la Camarilla había decidido que aplastarla a ella era más importante que… ¿qué? ¿Mantener las ciudades que querían en buenas condiciones? ¿Que la mismísima Mascarada? Docenas, incluso cientos de mortales estaban muriendo y solo Dios sabía cuántos sangre-débil habían sido asesinados en los últimos ataques.
Sin mencionar el hecho de que todavía no sabía nada acerca de…
—¿Cross? —Un sangre-débil asomó la cabeza por la puerta—. Jacob te llama desde Miskolc.
Se puso en pie al instante. No era solo que hubiera estado esperando recibir noticias desde hacía unas cuantas noches, sino que además sabía que lo que tuviera que decirle sería importante. Además, tenía que tener en cuenta que, donde él estaba, estaba a punto de amanecer y solo dispondrían de unos minutos para hablar.
Cuando regresó a la habitación, ninguno de los presentes tuvo que preguntarle si las noticias eran buenas o malas; su mirada servía como respuesta.
—El equipo está muerto —dijo, con voz seca, después de un silencio incómodo—. Todos salvo Jacob. Y está bastante seguro de que solo sobrevivió porque Beckett quería que me enviara un mensaje.
—¡Será cabrón! —exclamó Toby, aunque estaba claro que todos opinaban lo mismo—. ¡Que le jodan! Lo vamos a encontrar y lo vamos a…
—No.
Jenna podía sentir cómo todas las miradas se posaban en ella.
—¿No? —preguntó Tabitha, incrédula—. ¿A qué coño te refieres?
La líder de los sangre-débil, puede que la mayor facción de vampiros que no pertenecían ni a la Camarilla ni al Sabbat, respiró profunda e innecesariamente. Podría haber jurado que percibía a Jack a su lado, mirando por encima de su hombro y sonriendo con aprobación. Por otra parte, no quería ni imaginar cuál sería la reacción de Samuel; la sola idea de hacer que se sintiera tan mal le provocaba dolor, aunque no estaba segura de por qué su beneplácito significaba tanto para ella.
En cualquier caso, algunas cosas eran más importantes que él.
—Lo dejaremos estar por ahora. —Se sentía, al decir aquellas palabras, como si le estuvieran arrancando los dientes uno a uno.
Todos los amigos a los que él había asesinado, el terrible temor que se agitaba en su estómago al pensar lo que pasaría si él decidiera decir la palabra justa en el oído indicado y las miradas furibundas de sus compañeros, todo ello la invitaba a morderse la lengua, en lugar de dar voz a ese pensamiento.
Pero había recibido un mensaje muy claro y, aunque le molestaba admitirlo, una parte de él era bastante acertado. Fuera lo que fuese lo que pudiera hacerle, había sido ella la primera en atacarlo, la que continuaba enviando a su gente tras él y, aparentemente, la culpable de sus muertes. Y ya había tenido bastante por ahora. Iba a perder a suficientes amigos y soldados en sus escaramuzas contra la Camarilla y no estaba dispuesta a sacrificar a ninguno más solo para mitigar sus temores. Si Beckett demostraba ser una amenaza para ella, entonces se encargaría de él personalmente. Hasta entonces…
Hasta entonces, si debía enviar a sus amigos a la muerte, entonces debían morir por una buena razón. No, Samuel no estaría satisfecho por su decisión, quizá incluso se negara a continuar ayudándola, pero, en cualquier caso, no había conseguido contactar con él desde hacía varias noches. Sentía cierta preocupación por su consejero, pero lo había sumado a la lista de problemas que tenía que soportar por su gente.
Jenna Cross apartó cuanto pudo a Beckett de su mente y se concentró en planear su defensa desesperada contra una Camarilla que parecía haberse olvidado de sus antiguos principios.
Posada La Misión
Riverside, California
—¿Estamos todos a favor?
—¿Os oponéis entonces?
—La moción se ha censurado. Se da por terminada la asamblea.
Hardestadt se recostó sobre el grueso sofá de cuero, con la barbilla apoyada en una mano y en la otra el mando a distancia. Volvió a rebobinar la cinta y vio, de nuevo, al trío de antiguos asesinados por una fuerza que ni ellos, ni tampoco él, podían ver.
—Os daréis cuenta —señaló con voz seca a aquellos que ocupaban la habitación con él— de que tenemos otro problema.
Hardestadt se levantó y empezó a pasear y, aunque la cinta continuó reproduciéndose en la televisión de gran pantalla, él se centró en sus caras.
Federico di Padua, con el rostro más repulsivo que nunca gracias a las cicatrices obtenidas en su último encuentro con los sangre-débil de Jenna Cross, parecía incapaz de hacer otra cosa que no fuera negar con la cabeza debido a la incredulidad. Tegyrius estaba de pie y apretaba el respaldo de una silla con tanta fuerza que hacía tiempo que la madera se había hecho astillas. Cock Robin y varios de los lugartenientes de Hardestadt en Los Ángeles mostraban gestos similares de consternación. Finalmente, la justicar Ventrue, Lucinde, que estaba en Riverside solo de paso como uno de los mejores y más atareados agentes de campo del Círculo Interior, enarcó una ceja, pensativa.
Hardestadt frunció el ceño mientras su mirada recorría a los Vástagos reunidos y se percataba del cansancio y las heridas que sufrían todos ellos. Los sangre-débil de Cross lo estaban haciendo demasiado bien. Se preguntó, y no por vez primera, si alguien les estaría facilitando información. En cualquier caso, tenía otros asuntos de los que ocuparse primero.
—Seríamos idiotas —comentó Lucinde, retirándose un mechón de cabello castaño de los ojos, en un gesto más propio de la joven inocente que parecía ser, que de la criatura antigua e implacable que realmente era— si ignorásemos cuándo sucedieron estos hechos. Lo que sea que atacó a la asamblea en Lille, está claro que reaccionó con violencia a la propuesta de Pascek. —Se giró para mirar atentamente a Tegyrius, que todavía miraba fascinado la pantalla del televisor.
—¿Qué te parece, Tegyrius? —le preguntó Hardestadt—. ¿Podrían ser tus antiguos compañeros los culpables de esto?
—Pues no sabría cómo —respondió el Assamita, obligándose a apartar la mirada de la televisión—. Ni siquiera el mismísimo Ur-Shulgi es lo bastante rápido y sigiloso como para invadir un cónclave repleto de poderosos antiguos y matar a varios de ellos sin que lo detecten.
—En cualquier caso, los asesinatos repentinos e inexplicables te son más familiares a ti que a nosotros —intervino Cock Robin con su mal articulada forma de hablar—. ¿Tienes alguna idea de qué podría haber ocurrido?
—No, lo siento.
Hardestadt sabía, sin siquiera tener que mirar a los presentes, que nadie creía a Tegyrius. Estando la situación tan tensa, querían culpar a alguien y estaban furiosos con el Assamita por no querer brindarles un culpable.
Todos ellos estaban asustados. A pesar de su orgullo, Hardestadt se veía obligado a admitirlo. El marchitar había empezado a matar y ningún antiguo podía estar seguro de quedar a salvo. Habían incluso tomado la medida de traer a varios neonatos estacados a la suite contigua, que estaba constantemente bajo vigilancia, por si alguno de los antiguos presentes sentía un repentino ataque de debilidad. Las causas por las que se apresaba a los neonatos eran cada vez de menor importancia y estos centros, habituales en todos los territorios dominados por la Camarilla, estaban tan llenos como era posible, pero aun así no era suficiente. Hardestadt sabía, de hecho todos lo sabían, que al mismo tiempo que el marchitar se hacía más fuerte y los Vástagos se debilitaban, acabarían por quedarse sin vampiros jóvenes de los que alimentarse. Hardestadt se sintió presa del pánico y tuvo que esforzarse para controlar tanto esa sensación como el repentino antojo de beber de uno de los chiquillos que estaba en la habitación de al lado. No podría satisfacer su hambre antes de que fuera exagerada. Los Vástagos iban a tener que racionarse el suministro hasta que todo esto hubiera acabado.
De una u otra manera.
—Podría ser algún tipo de magia de la sangre o una manifestación taumatúrgica —comentó di Padua—. Sí, los Tremere parecen haber desaparecido, ¿pero acaso lo han hecho realmente? Y, aunque así fuera, ¿no podría esto ser una consecuencia de lo que sea que hayan hecho para crear el marchitar?
—Los Tremere no son los únicos que ejecutan rituales de magia de sangre —intervino Lucinde con voz pausada—. Podrían ser los Tzimisce, aunque ellos también han desaparecido. O los Giovanni, incluso los Heraldos.
No incluyó a los Assamitas, pero su fugaz mirada de reojo a Tegyrius no dejaba lugar a dudas de que todavía los consideraba sospechosos viables y que su aparente ignorancia no había calado en ella. Él la miró con el ceño fruncido.
—Este es un ejemplo perfecto de por qué he decidido cambiar mi estrategia en lo referente a la rápida conquista de Cross y sus sabandijas. —Empezó a pasear, tanto como le permitían los estrechos confines de la habitación. Se dirigía a los Vástagos reunidos como lo haría un general a sus tropas—. Nos enfrentamos al mayor reto desde la Revuelta Anarquista y la creación de la Camarilla. El marchitar nos debilita desde el interior. Aparecen extrañas entidades entre nosotros. Bregamos con al menos dos: la que estuvo presente en el cónclave y la misteriosa oscuridad que asoló Milán cuando el Príncipe Giangaleazzo desapareció.
Algunos de los presentes murmuraron al recordar ese suceso. Una minoría de los oficiales de la Camarilla pensaba que la desaparición de Giangaleazzo en medio de una oscuridad Abisal indicaba solo que había vuelto a cambiar de bando, es decir, que había regresado junto al Sabbat. Teniendo en cuenta la posición actual de la Espada de Caín, Hardestadt suponía que no estarían muy complacidos de verlo regresar, especialmente cuando se lo consideraba un traidor a la causa. Giangaleazzo tenía muchos defectos, pero el Fundador sabía que la estupidez no se contaba entre ellos. No, algo le había ocurrido y esa entidad de sombras, posiblemente enviada por los Lasombra del Sabbat, tenía mucho que ver en ello.
—Muchos de nuestros hermanos y hermanas de la Camarilla —continuó Hardestadt— han decidido que todas estas señales vienen a significar que el tiempo de la Gehena ha llegado. Y no son solo los neonatos, sino muchos que deberían ser más coherentes. La anarquía y el caos se propagan como un incendio y, como la llama, nos consumirá a todos si lo permitimos.
»¿Y ahora debemos mediar también con la creciente pestilencia de los sangre-débil? Sencillamente, tenemos demasiadas cosas entre manos. Nuestra atención está dividida y nuestras tropas son incapaces de cubrir todos los frentes. Es vital que superemos el primero de estos obstáculos tan rápida y decisivamente como podamos. De esa manera, podremos concentrar nuestra atención en otros asuntos. Por esa razón, debemos eliminar cuanto antes, y definitivamente, a Cross.
»No tenemos ya tiempo para andar jugando, ni tampoco para involucrarnos en pequeñas escaramuzas, infiltraciones individuales y maniobras sutiles. Aunque me molesta admitirlo, y aunque va en contra de todos mis instintos, debemos imitar el comportamiento de nuestro mayor enemigo. Debemos asediar la ciudad de Los Ángeles y los demás núcleos de poder de los sangre-débil, de la misma forma que el Sabbat nos hubiera hecho a nosotros.
—¿Y podemos hacer eso? —inquirió Lucinde casi de manera despreocupada a su compañero de clan. Ni siquiera Hardestadt era capaz de dilucidar si la mujer se oponía honestamente o si estaba jugando a ser el abogado del diablo—. ¿Acaso contamos con los efectivos necesarios? Los sangre-débil nos superan en número, Hardestadt, y este no es precisamente nuestro mejor momento.
—Serán los mismos sangre-débil los que nos brinden la fuerza que necesitamos porque nos alimentaremos de aquellos que no ejecutemos. Y puede que nos superen en número, pero nosotros contamos con otros recursos. Sabemos dónde están, dónde se reúnen sus líderes y dónde se refugian. —Un fuego parecía arder en la mirada del Fundador mientras hablaba. Aunque habían transcurrido muchos siglos, la Bestia no había olvidado que una vez había sido un señor de la guerra e hijo de otro señor de la guerra. La guerra no era, por tanto, una desconocida ni una enemiga para él—. Cross y su gente han demostrado ser proclives a causar el mínimo daño en sus territorios, pero eso es algo que no podemos seguir respetando.
—¿Más bombas? —preguntó di Padua con voz consternada—. ¿Más fuego y más accidentes? ¿Y qué hay de la Mascarada?
—¿Qué pasa con ella? —Hardestadt miró fijamente al arconte—. Es cierto que llamaremos la atención pero los mortales no tienen por qué saber que no están en medio de un conflicto entre los de su especie. Y, teniendo en cuenta los hechos pasados, no creo que se sorprendan si los “ataques terroristas” continúan. —El Fundador se giró hacia Tegyrius—. Si tus hermanos y tú tenéis algún ghoul nativo de vuestra tierra, quizá tengamos que tomarlos prestados. Tal vez alguno de ellos tenga que morir para que lo encuentren las autoridades. Y, desde luego, serás recompensado por ello.
El Assamita apretó tanto la mandíbula que le dolieron los dientes, pero no hizo ningún comentario. En lugar de ello, mientras Hardestadt continuaba planeando la sesión de horrores que pensaba llevar a cabo, entraba en más detalles y dilucidaba cuál era la mejor manera de eliminar a los objetivos concretos, se levantó y se disculpó. Como Tegyrius no estaba directamente involucrado en la guerra de Los Ángeles, Hardestadt le permitió marcharse.
El Assamita se detuvo un instante junto a la puerta que conducía a la habitación contigua y luchó contra la tentación. Pero no, aunque una buena comida lo haría sentirse mucho mejor, no la necesitaba y él, al igual que Hardestadt, se daba cuenta de lo importante que era consumir solo en caso de extrema necesidad. Quizá, a no tardar mucho, las cosas mejorarían. Pronto contarían con un gran suministro de sangre-débil cautivos con los que satisfacer su sed. Hasta entonces, sin embargo, la moderación prometía ser la clave de su éxito. Tegyrius se apartó por tanto de la puerta y regresó a la habitación que Hardestadt le había proporcionado durante su estancia en Riverside. Pasó junto a varios miembros de la plantilla del hotel, todos ellos bajo la influencia de los Vástagos que habitaban en el edificio, y cerró la puerta de su refugio.
Se detuvo en seco.
Había algo en la habitación. No lo podía ver u oír, pero lo sentía. Reverberaba en su alma y estaba conectado a él de una forma que jamás había experimentado antes.
Una brisa cálida barrió la habitación del hotel, volcando los papeles y moviendo las cortinas. Tegyrius casi se emborrachó con el aroma a sangre que lo acompañaba. Este debía ser el mismo intruso que había irrumpido en el cónclave; el asesino despiadado cuyo trabajo había aparecido en el vídeo de Hardestadt aunque él no se hubiera mostrado físicamente.
Y Tegyrius se dio cuenta de lo que era.
El poderoso antiguo Assamita no huyó. No levantó las manos para luchar contra lo inevitable. Tampoco gritó.
Tegyrius se arrodilló en el centro de su habitación e inclinó la cabeza. Dijo sus últimas palabras en árabe arcaico.
—Te he decepcionado. Te he avergonzado y he ridiculizado tu nombre. Por favor, te pido que me disculpes.
Durante un instante, el viento rugió con fiereza. Entonces desapareció, dejando tras de sí una habitación en silencio y vacía salvo por un montón de cenizas que yacían en el suelo y dibujaban la figura de un hombre.
Aeropuerto Internacional de Diyarbakir
Diyarbakir, Turquía
—Signore Beckett —dijo de pronto Cesare, mientras los vampiros reunían las cosas que se llevarían consigo en su larga andadura—, permítame que lo acompañe.
—¿Cómo? —Beckett parpadeó. Tan de sorpresa le cogió la pregunta que tuvo que pararse un segundo para asegurarse de que había oído bien a su ghoul—. Cesare, eres un piloto. Necesito que permanezcas junto al avión.
—En la mayoría de las circunstancias es así, desde luego. Pero, en esta ocasión, ¿de qué le sirvo quedándome aquí? No importa el peligro contra el que tenga que enfrentarse, yo no podré acudir a socorrerlo. Nunca obtendré permiso para volar más allá de la frontera y tampoco nos haría bien que me disparasen y tuviera que realizar un aterrizaje de emergencia. Además, los Assamitas tienen bastante importancia en Turquía. No podría defenderme de ellos si decidieran deshacerse de una de sus vías de escape, Signore. Si en cambio le acompañara, podría servirle como un par de ojos extra, ojos que, le recuerdo, pueden permanecer despiertos durante el día, y quizá como otro arma en caso de enfrentarnos a algún peligro. De hecho, seré menos vulnerable a un ataque si no me quedo solo.
—Quizá tenga razón, Beckett —aventuró Kapaneus, al ver que el Gangrel fruncía el ceño—. Piénsalo, por lo menos podremos alimentarnos de él en caso de emergencia.
—Eh… sí, claro. —El gesto de Cesare se arrugó un poco al oír las palabras del antiguo.
Durante varios minutos, Beckett continuó con el ceño fruncido, intentando por cabezonería imaginar una buena razón por la que oponerse. No le gustaba Cesare, no le agradaba que el ghoul le recordara que, cuando tuviera que hacerlo, jugaría con la vida de un mortal como cualquier otro Vástago. Al final, sin embargo, accedió. Así evitaría que el ghoul los siguiera por cuenta propia. Eso sin duda le llevaría a la muerte.
—Pero tendrás que llevar las provisiones —le advirtió a su ghoul, con voz enojada—. Si tengo que cuidar de ti, por lo menos tendrás que ser de utilidad.
Pocos minutos después de que se hubieran marchado, sonó un golpe tenue cuando la figura invisible cayó del tren de aterrizaje. ¡Esto era aún mejor de lo que esperaba! La presencia del ghoul podría proporcionarle toda clase de oportunidades interesantes…
No podría continuar a su misma velocidad. Tendría que conseguir un vehículo porque, aunque sabía cuáles eran sus planes, no podía arriesgarse a acercarse demasiado y que lo vieran. Pero todo iría bien.
Sabía exactamente hacia dónde se dirigían.
El sureste de las montañas Tauro
Cerca de Sirnak, Turquía
Así que continuaron con su viaje. Beckett llevaba consigo una nueva mochila repleta con el equipo básico, Cesare transportaba una bolsa refrigeradora en la que habían guardado varios botellines de agua, mojama y frutos secos, y un puñado de bolsas de plasma que habían cogido de la nevera del avión.
Como habían supuesto, les resultó bastante sencillo conseguir un camión. No era tan bueno como el todoterreno que Beckett había alquilado el año pasado, pero tampoco tenía que llevarlos tan lejos. De hecho, solo tenía que llevarlos al sur, a Sirnak. En tiempos menos difíciles podrían haber conducido o cogido un tren desde allí hasta Iraq. No obstante, teniendo en cuenta la situación actual, viajar más allá de la frontera estaba extremadamente restringido. Sirnak se situaba en la ladera este del Valle del Tigris, rodeada por las montañas Tauro y a un tiro de piedra de Iraq y Siria. Tres ejércitos y varias milicias se observaban inquietas las unas a las otras desde la frontera tripartita. Tendrían que cruzar a pie y evitar el estrechamente vigilado paso de Habur. Por suerte, a Beckett no le parecía que fuera a ser muy complicado encontrar un modo alternativo de transporte cuando hubieran llegado a Iraq; no le hacía ninguna gracia pensar en tener que caminar ciento ochenta y cinco kilómetros desde la frontera hasta Qalat’at Sherqat.
Una vez puestos en marcha, utilizaron las carreteras y las vías del ferrocarril como guías. Las seguían de forma paralela, pero nunca directamente, y viajaban hacia el sureste desde Sirnak. Beckett podría haber viajado con mayor rapidez adoptando la forma de murciélago o de lobo, pero no pensaba dejar atrás a Kapaneus a estas alturas. El antiguo había demostrado ser un compañero valioso y extremadamente leal. Merecía saber cómo terminaría todo, si es que llegaban a saberlo. Y, además, estaba Cesare.
Su marcha aminoró por la necesidad que tenían de esconderse de las patrullas. El todoterreno que los adelantó por la carretera a unas docenas de metros de donde estaban, se parecía mucho al que Beckett había conducido hasta Kaymakli, cuando era un vampiro más ignorante pero mucho más feliz. No obstante, a diferencia del que había conducido el Gangrel, este estaba repleto de soldados turcos, armados con armas de gran tamaño. Lo mismo ocurría con los otros dos todoterrenos que le seguían y los varios camiones que iban detrás. El rugido del convoy era casi ensordecedor y la tierra temblaba ligeramente bajo las ruedas.
Beckett y sus compañeros se mantuvieron agachados, escondidos entre las piedras. El Gangrel no sabía muy bien si ese destacamento estaría equipado con gafas de visión nocturna, pero no estaba dispuesto a arriesgarse. Las patrullas militares que vigilaban la frontera sur de Turquía en busca de renegados iraquíes o invasores kurdos eran una pandilla de tiparracos de gatillo fácil y a Beckett no le apetecía que lo acribillasen esa noche.
Aunque el terreno en esa área en particular no era muy montañoso, al menos comparado con otras zonas de Turquía, contaba con los suficientes picos y colinas menores, donde a Beckett no le cabía duda de que podrían encontrar algún refugio en el que protegerse del sol. De hecho, su principal queja a esas alturas era que el grupo perdía más de una hora de viaje cada noche porque tenían que buscar una cueva u otro lugar mucho antes del amanecer, solo para asegurarse de que podrían ponerse a salvo antes de que el sol apareciera por el horizonte.
Después de varias noches de viaje, tuvieron que detenerse brevemente por causa de la barrera que ocupaba toda la frontera y que se había reforzado durante las recientes hostilidades. Beckett sabía que podía pasar con facilidad por encima de la alambrada o a través de ella y Kapaneus había demostrado poseer la fuerza y resistencia suficientes para escalarla sin sufrir demasiados daños. Sin embargo, como el Gangrel había sospechado, Cesare iba a suponer un problema.
Al final, y después de varios minutos de discusión, Beckett pasó volando sobre ella en su forma de murciélago, voló hasta el puesto de control militar más próximo y prendió fuego a un camión. El fuego distrajo la atención de las patrullas ambulantes el tiempo suficiente como para que pudiera regresar, ya en su forma humana, al lugar donde se encontraban sus amigos. Allí, Kapaneus arrojó al ghoul por encima de los afilados alambres. Beckett sintió la tentación de dejar que Cesare se diera de morros contra el suelo para castigarlo por su cabezonería, pero sin embargo, al final lo cogió. Kapaneus lo siguió un momento después, moviéndose en el más absoluto de los silencios, a pesar de que los alambres de la barrera debían soportar su peso mientras escalaba. Al llegar al otro lado, no tenía un solo arañazo. Para cuando las patrullas kurdas y americanas hubieron regresado a continuar con sus rondas, estando ahora más pendientes de los posibles saboteadores porque no estaban seguros de cómo se había iniciado el incendio, Beckett y los demás hacía tiempo que se habían marchado. Además, había desaparecido una vieja furgoneta que confiscaron durante la guerra, pero los soldados no se percataron de ello hasta varios días más tarde.
El Valle del Tigris
Noroeste de Qalat’at Sherqat, Iraq
Con todo, aquella era la mejor cueva que Beckett podría esperar encontrar. Aun así, se sentía inquieto. Kapaneus, Cesare y él estaban ocultos y a salvo del sol por ahora, a solo una hora del amanecer y a pocas noches de distancia de Qalat’at Sherqat. Las cosas se estaban desarrollando tan conforme a su plan como era posible y su instinto le decía que aquello era una mala señal.
El viaje desde la frontera había salido como esperaban. Aparte del cambio de uniformes e idioma, los soldados de ambos lados eran bastante parecidos, por lo menos desde el punto de vista de Beckett y de sus compañeros. Eran, al fin y al cabo, obstáculos que debían sortear. Por desgracia, eso no siempre había sido posible. El viajar en furgoneta los obligaba a transitar por los caminos y, en tres ocasiones, hombres muy bien armados los habían obligado a detenerse. En las primeras dos paradas, Beckett y sus amigos habían sido capaces de abrirse camino hablando; el tránsito civil no era tan inusual por aquella región y los soldados lo asociaban con la reconstrucción de los oleoductos y otros elementos de la infraestructura nacional, que, aunque era un negocio que iba viento en popa, no dejaba de ser arriesgado. Además, ofrecer una cierta cantidad de dólares americanos siempre les ayudaba a suavizar las negociaciones con estas milicias.
La tercera parada, en cambio, había sido un puesto de control más formal y los soldados habían insistido en ver algún tipo de documentación. Kapaneus fue capaz de nublar las mentes de aquellos que estaban más próximos a la furgoneta, pero no podía hacer lo mismo con los que quedaban a unos pocos metros. El trío se había visto obligado a dejar atrás la furgoneta y huir al desierto. Habían caminado entonces hacia Mosul, tomándose cierto tiempo allí para cazar y reponer las provisiones que pudieron. Desde ese momento, habían estado siguiendo el Tigris. Encontrar refugio se iba haciendo cada vez más complicado en tanto que el terreno era menos montañoso. Pero, en cualquier caso, habían conseguido apañárselas. De todos modos, Beckett estaba preocupado.
Durante las últimas noches, esa preocupación se había centrado en Cesare. El ghoul parecía estar soportando bastante bien los problemas físicos que planteaban aquel viaje, mas ahora estaba muy silencioso y hablaba con Beckett o con el antiguo solo cuando le preguntaban. Además, se quedaba atrás, manteniéndose a unos pocos metros del grupo. Cuando el Gangrel le había preguntado sobre ello, Cesare le había respondido:
—No puede malgastar su sangre ahora, Signore. Así que me quedo atrás donde no me pueda tentar.
Francamente, Beckett dudaba que eso fuera todo, creía que había algo más que inquietaba al ghoul, pero prefería no preocuparse por ello todavía.
El erudito estaba preguntándole a Kapaneus si notaba algo extraño en el comportamiento del ghoul, cuando el antiguo, que estaba recostado contra una pared, se levantó de pronto, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando algo. Olfateó el aire en dos ocasiones y Beckett, después de observarle durante un instante, también se puso en pie.
—¿Hay algún problema?
—¿Qué? —Kapaneus parpadeó—. Eh, no, de ningún modo. Es solo que acabo de reconocer este lugar. He estado aquí antes… hace muchos siglos.
—¿Aquí, en esta región? ¿O te refieres a esta cueva?
—Desde luego, en el área. Aunque no estoy seguro de si… —Kapaneus se giró bruscamente hacia la salida—. Creo que voy a echar un vistazo por ahí para comprobar si veo algo más que me resulte familiar. Volveré antes de que amanezca, no te preocupes.
—¿No preferirías que te acompañara?
—Beckett —respondió Kapaneus con una sonrisa—, por primera vez desde que me liberaste de Kaymakli, creo haber encontrado algo que conozco. Por favor, permíteme que disfrute un poco de la nostalgia y de la intimidad.
Beckett miró a Cesare, que se limitó a encogerse de hombros. Entonces, asintió.
—Muy bien, Kapaneus. Ten cuidado. Todavía tenemos a gente pisándonos los talones y, por lo que sabemos, hay zonas ahí fuera que pueden estar minadas.
—Lo tendré. Volveré dentro de una hora.
El antiguo se marchó, dejando tras de sí a un Beckett un tanto confuso.
El Valle del Tigris
Noroeste de Qalat’at Sherqat, Iraq
Fuera, en el desierto, a unos cuantos metros de la carretera principal que corría paralela al Tigris, una monstruosidad artificial estropeaba la prístina vastedad del desierto. Un esqueleto ennegrecido que antiguamente había sido un tanque iraquí yacía quemado y roto sobre la arena. Un vampiro con unos sentidos verdaderamente sensibles habría podido olfatear el aroma tenue de la sangre de los que habían muerto dentro y alrededor, sin importar que hubiera acontecido hacía ya largo tiempo.
Ninguno de aquellos vampiros, sin embargo, sentía curiosidad por aquel tanque. Sencillamente, fue mera casualidad que pasaran junto a él.
Más de una docena de ellos se deslizaba en silencio por las arenas. Su sigilo no derivaba de su condición antinatural, aunque podría haber sido así, sino más bien de los muchos años que habían pasado entrenándose y experimentando. Eran, por ende, casi invisibles, y tampoco gracias a los dones que les proporcionaba la sangre, sino a los conocimientos que habían reunido de cómo manipular las sombras de la noche que se cernía sobre ellos. Además, el que la mayoría tuviera la tez lo bastante oscurecida como para desaparecer en el horizonte nocturno, ciertamente jugaba a su favor. Los depredadores del desierto, serpientes y escorpiones, huían a su paso. Conocían a los cazadores de mayor rango cuando los veían.
Si Beckett hubiera estado presente, podría haber reconocido a varios de los Assamitas con los que coincidió en Miskolc. Lo habían seguido desde Hungría, recogiendo refuerzos por el camino. A diferencia de los sangre-débil que lo habían perseguido, no dependían de que sus espías les confirmasen dónde había aterrizado su avión. Lo rastreaban con métodos místicos, guiados por los hechiceros de su clan, que ahora que los brujos Tremere habían desaparecido, eran, con seguridad, los mejores que quedaban en el mundo. Gracias a los talismanes que les habían proporcionado esos magos de la sangre, sabían exactamente a qué distancia y en qué dirección estaba su presa. Beckett estaba a menos de una hora y había dejado de moverse. Sin duda, debía estar guareciéndose del futuro amanecer. Los Assamitas, sin embargo, lo encontrarían poco antes. No tendría ocasión de huir y moriría arrinconado. Se aprovecharían del refugio que, de forma tan conveniente, había encontrado para ellos y se marcharían a la noche siguiente. Por el momento no habían conseguido contactar con Tegyrius, pero sin duda se sentiría complacido en cuanto recibiera las noticias.
El líder de la cuadrilla de los Assamitas fue el primero en rodear el esqueleto quemado. Y, allí, al otro lado, alguien los aguardaba.
Durante un momento prolongado, el asesino se quedó quieto, valorando la situación. Era evidente que, a pesar de todo su sigilo, los habían detectado. Y, sin embargo, la figura que los esperaba no los había atacado al verlos aparecer. Con unos movimientos ligeros y sutiles, el líder impartió las órdenes. Sus compañeros se desplegaron para acercarse al individuo desde varios ángulos, mientras el jefe se limitaba a caminar en línea recta hacia él.
—Estoy impresionado —dijo, en un inglés con fuerte acento, escogiendo ese idioma porque sabía que el otro lo hablaría—. Muy pocos se darían cuenta de que venimos y mucho menos a tanta distancia.
Kapaneus asintió.
—Yo también estoy impresionado. Muy pocos tienen la habilidad y tenacidad para seguirnos por todo el mundo —. Miró despreocupadamente a los Assamitas que se movían con la intención de rodearlo—. Intentasteis matarme en Miskolc.
—Lo hicimos y fallamos, que es algo a lo que no estamos acostumbrados. —El líder empezó a pasear de un lado a otro. Con ese movimiento tenía la intención de que Kapaneus mantuviera la vista fija en él y no estuviera tan al tanto del avance de sus compañeros—. En cualquier caso, tú no eres nuestro objetivo. Si decides marcharte ahora, no te lo impediremos. No puedo asegurarte que vayas a encontrar un refugio antes de que amanezca, pero tendrás más posibilidades de sobrevivir si lo intentas que si te enfrentas a nosotros.
—Por favor —Kapaneus no parecía estar ni levemente preocupado—, déjame que te diga, Khalid, lo que puede acontecer dentro de poco.
—¿Cómo sabes mi…?
—Tus hermanos y tú —continuó Kapaneus, sin dejarse interrumpir— vais a marcharos. Os daréis la vuelta, os marchareis de Iraq y dejareis de intentar matar a Beckett y a sus compañeros.
—¿De veras? —El líder Assamita, Khalid, levantó la mano para que sus hombres se preparasen para atacar—. ¿Y por qué íbamos a hacer eso?
Kapaneus sonrió.
—Me alegro de que lo preguntes.
Durante varios minutos el desierto quedó sumido en un silencio mortal, roto solo por las palabras que Kapaneus pronunciaba, no ya en inglés, sino en una lengua arcana que los Assamitas no conocían, pero que comprendían de alguna manera. Las palabras no parecían estar dirigidas a los Assamitas concretamente, sino más bien a sus Bestias y estas se encogieron aterrorizadas. Incluso el viento estaba quieto, como si todo el planeta hubiera cesado su movimiento para escuchar la voz del antiguo.
Y, mientras Kapaneus hablaba, cambió un poco y de forma sutil. No fue una transformación física. Lo que hizo fue revelar parte de su verdadera naturaleza para dar mayor énfasis a sus palabras.
Debajo de su piel oscurecida por la edad, aquellos asesinos despiadados palidecieron. Cuando el antiguo dejó de hablar, se giraron todos a la vez y huyeron hacia el desierto, desandando el camino por el que habían llegado. No volverían a intentar matar a Beckett o, por lo menos, ningún Assamita aliado con la Camarilla volvería a hacerlo.
Con un leve movimiento de su labio que podría haberse tomado por una sonrisa, Kapaneus se dio la vuelta y regresó a la cueva.
Qalat’at Sherqat, Iraq
Antigua ubicación de la Ciudad de Assur
Los últimos dos días habían sido completamente miserables. No habían podido encontrar otras cuevas en las que ocultarse, por lo que Kapaneus se había visto obligado a enterrarse en la arena. Cesare se cubría con las camisas de sus compañeros para evitar que los rayos del sol incidieran directamente sobre su piel. Beckett, gracias a sus dones de Gangrel, podía sencillamente mezclarse con la tierra, pero eso no hacía que las cosas fueran más fáciles para sus compañeros. Para cuando vieron los primeros rastros de Qalat’at Sherqat ante ellos, dieron gracias por verse libres de aquella vastedad vacía.
La ciudad, que cobijaba a unas cuarenta mil almas, se parecía mucho al resto de los emplazamientos del desierto. Incluso después del anochecer, se veía a gente vestida con camisetas de manga corta y pantalones caqui o chador negro ocupándose de sus asuntos en la calle. Muchos tenían expresiones atosigadas y temerosas, y se apartaban del camino de los extraños, incluido el de Beckett y sus compañeros.
La mayoría de la ciudad estaba plagada de casas de piedra. Algunas estaban en calles pavimentadas, pero otras, particularmente las de los suburbios, estaban alineadas en los laterales de los caminos terrosos. Otros edificios, como las oficinas o empresas, interrumpían estos alineamientos aquí y allí, aunque muchos estaban reunidos en un área que podía considerarse vagamente como el centro de la ciudad.
Además, unas cuantas secciones de la ciudad estaban sumidas en la más absoluta ruina; cráteres ennegrecidos y montones de escombros donde la gente había trabajado o vivido en alguna ocasión. Qalat’at Sherqat no estaba dentro de los objetivos militares, pero había sufrido mucho durante la guerra, debido a una fábrica de armas que estaba escondida en el interior de la urbe. Hacía tiempo que Beckett había dejado de prestar atención a las guerras humanas, pero había seguido esta porque estaba preocupado por el destino que habrían de correr los distintos emplazamientos históricos que había en la zona. Ignoraba si la fábrica había llegado a existir realmente, pero si lo había hecho, desde luego hacía tiempo que había desaparecido.
Qalat’at Sherqat había dejado de poseer algún recuerdo que atestiguase su antigua gloria. Había sido atacada, reconstruida y excavada en múltiples ocasiones desde el siglo VII a.C.; en cualquier caso, todas las antiguas estructuras, lugares y monumentos históricos conocidos habían desaparecido ya.
Pero en alguna parte dentro de aquellos edificios y escombros había un pozo; un agujero que conducía no solo a las entrañas de la tierra, sino, de alguna manera, a las profundidades de la mismísima depravación. Al infierno. Y, si Beckett tenía suerte, en un lugar cercano estaría la mujer a la que había venido a buscar.
Ahora todo lo que tenían que hacer era averiguar dónde demonios se encontraba. El problema radicaba en que no existían vampiros nativos a los que poder preguntar. Una ciudad de aquel tamaño podría cobijar, a lo sumo y en una situación normal, a uno o dos vampiros. Y cualquier vampiro cuerdo hubiera huido de Qalat’at Sherqat con el avance de las bombas americanas. Incluso, aunque Rayzeel hubiera permanecido aquí, era muy improbable que anduviera en compañía de otro Vástago.
Beckett, que se manejaba bastante bien en árabe, empezó a preguntar por los alrededores. Explicó que era un antropólogo con la esperanza de preservar la cultura local y asegurarse de que no era una completa inutilidad reconstruir los monumentos históricos de la zona. Y, en estos momentos, solía añadir, estaba estudiando las supersticiones y los mitos locales. Preguntó a la gente si había algún lugar en la ciudad que estuviera clasificado como un área de mala suerte. Un sitio al que los ciudadanos no acudirían de no ser en caso de fuerza mayor.
Al principio no recibió más que unas pocas respuestas. La mayoría de la gente, y por razones obvias, se sentía inquieta cuando conversaba con extraños. Y, además, pocos contaban con el tiempo suficiente como para pararse a hablar de temas superficiales.
En cualquier caso, al final, aunque tuvo que prescindir de unos cuantos dólares americanos y varias botellas del agua que Cesare había comprado, Beckett averiguó lo que quería saber.
Existía una zona en la ciudad, un lugar que se rumoreaba que, desde los días de la antigüedad, estaba embrujado por los djinn y otros espíritus malvados, y que era un espacio en el que muy pocos trabajaban y en el que solo habitaban los más pobres.
Y, si Beckett se hubiera parado a pensarlo en serio, probablemente hubiera adivinado dónde estaba. Todo tenía mucho sentido.
El Gangrel, Kapaneus y Cesare se acercaron al área más perjudicada por la destrucción y miraron un montón de escombros que eran casi del mismo tamaño que el de un edificio de apartamentos. Aquella era la zona cero, el lugar donde los bombarderos habían tirado una bomba de dos toneladas sobre una conocida fábrica de armas. Beckett sabía, no obstante, que algo peor que la fábrica había quedado enterrado bajo los escombros.
No podía ser una coincidencia. Con toda seguridad la naturaleza impía de aquel pozo debía de haber atraído la violencia hacia él. Posiblemente ninguno de los generales que habían planeado destruir la zona, los pilotos que transportaron la bomba o, si realmente habían existido, los hombres que escogieron aquel lugar para fabricar sus espantosas armas, se hubieran dado cuenta de que habían seguido sus instintos además de sus órdenes militares. La oscuridad llamaba a la oscuridad y aquel emplazamiento que había engendrado a los Baali atraería tanto los peores impulsos como el odio más intenso que la humanidad era capaz de sentir.
—¿Signore Beckett, de verdad cree que —empezó Cesare, mientras el trío observaba impotente los diversos montones de escombros que antes habían sido casas y edificios— esa mujer yace enterrada bajo todo eso?
Ese había sido, evidentemente, el primer pensamiento del Gangrel. Tuvo que tomarse un momento para tranquilizarse, para acallar a la Bestia que luchaba por aullar de frustración y furia, de alimentarse de todos cuantos la rodeaban, antes de responder.
Tras unos segundos pensando de forma coherente, pudo continuar.
—No lo creo, Cesare. Quería estar cerca de un lugar donde nadie la buscara, pero dudo que quisiera estar justo en el centro. Incluso si supusiéramos que la zona carece de algún tipo de influencia perjudicial, es un recuerdo horrible que dudo que quisiera contemplar todas las noches al despertarse. No, ella tiene que estar en algún lugar cercano. Todo lo que tenemos que hacer es encontrarla.
—Suponiendo —intervino Kapaneus con suavidad— que no se marchara de aquí hace ya tiempo. El informe del Tzimisce data de varios años.
—Por favor, Kapaneus, intenta ser algo más positivo. Pensaré en esa posibilidad cuando haya buscado en todos los lugares que pueda. —Miró alrededor con expresión sombría, ignorando las miradas que le dirigían los más pobres entre los pobres desde las ventanas más próximas—. Vámonos ya, dentro de poco amanecerá y mañana nos espera una noche muy larga. —Hizo un gesto que abarcaba toda la manzana—. Hay muchos edificios abandonados en los alrededores; estoy seguro de que alguno de ellos contará con un sótano o una habitación sin ventanas que podamos usar.
»Cesare, duerme cuanto quieras, pero asegúrate de salir al menos una vez durante el día para ver qué puedes averiguar.
—Pero yo no hablo árabe, Signore.
—Por Dios Santo, hay bastante gente que habla inglés por aquí, Cesare. No te estoy pidiendo que me traigas a Rayzeel en una caja, envuelta como un regalo. Solo intenta averiguar algo que pueda sernos de utilidad.
—Desde luego, Signore, haré lo que pueda.
—Perfecto. Ahora será mejor que busquemos un sótano antes de empezar a chamuscarnos.
Una casa abandonada
Qalat’at Sherqat, Iraq
No quería abrir los ojos. La luz le haría daño.
—Vete. Estoy durmiendo.
Aunque no podía verla, de alguna manera sabía que la figura que estaba arrodillada a su lado era la de Anatole.
—Beckett, tienes que levantarte.
—¿Acaso no puedes aparecerte a otra persona? —murmuró Beckett, irritado. Abrió los ojos lo justo para ver el rostro del Malkavian enmarcado por su cabello rubio. No podía ver con claridad los rasgos de su viejo compañero. La luz que brillaba tras él era demasiado intensa—. Seguro que tienes otros amigos que, de cuando en cuando, consiguen dormir un poco.
—Beckett, este es un lugar malo.
—Bueno, desde luego que lo es. Esa es la razón de que estemos aquí, es…
—Beckett, este es un lugar malo para ti. ¡Y tienes que despertarte ya!
—Anatole, todavía es de día, yo…
—¡DESPIERTA!
Sorprendido y algo más que un poco asustado por el sonido inhumano de aquel grito que había dilatado la mandíbula de Anatole, Beckett obligó a sus ojos a abrirse. Se sentía lento, perezoso, como si estuviera intentando moverse a través de cemento a medio secar. Le dolía la cabeza y la Bestia se removía y quejaba en su estómago. No podía hacerlo, no conseguiría mantenerse despierto durante el día. Empezó a sentir que los párpados se le cerraban…
Y entonces, justo antes de volver a caer en el olvido, sintió cómo la carne se desgarraba bajo sus colmillos y paladeó el sabor a cobre de la sangre en su lengua.
Beckett se despertó de pronto y por completo, y miró horrorizado a la mujer, casi una niña, que tenía atrapada entre los brazos. En ese ángulo no podía verle el rostro, solo su cabello, su cuello…
La Bestia se rebeló y dejó de sentir miedo para pasar a controlarlo. Beckett se sintió entonces como una marioneta; sus brazos se negaron a obedecer sus órdenes, su boca y garganta continuaron bebiendo y tragando a su antojo. Temblaba debido al esfuerzo, pero carecía de la fuerza de voluntad necesaria para detenerse. Solo cuando empezó a chupar el aire que quedaba en las venas vacías de sangre, pudo arrojar el cuerpo lejos de sí. El cadáver golpeó, con un sonido seco, la pared. Beckett gritó furioso.
A su alrededor, diseminados por el suelo, yacían los cuerpos de la familia de la joven; el de una mujer mayor, un hombre con la pierna herida (posiblemente por culpa de la guerra) y un niño pequeño (con toda probabilidad, su hermanito). Todos ellos estaban muertos, drenados de una cantidad de sangre que Beckett no hubiera necesitado ni tan siquiera sumido en el peor frenesí. Debían haber entrado en el edificio por alguna razón. Quizá fueran mendigos, acostumbrados a refugiarse allí del calor exterior. ¿Pero cómo había…?
Beckett miró el sombrío escenario y se dio cuenta, conmocionado, que estaba a pocos metros de la entrada principal al edificio. La suerte y unas cuantas maderas en las ventanas era cuanto había entre el pálido, aunque no menos letal, sol y él.
No solo había aniquilado a unos cuantos transeúntes durante su sueño, sino que además se había alimentado de ellos. Y, para colmo, había subido las escaleras desde el sótano, abierto al menos una puerta, caminado por un estrecho pasillo…
¿Y si Anatole no lo hubiera despertado, qué hubiera ocurrido? En su estado sonámbulo, ¿habría seguido el olor a sangre algo más lejos? ¿Habría abierto aquella puerta y se habría inmolado sin siquiera saberlo?
No tenía duda de que debía ser la influencia del pozo. Incluso ahora, enterrado bajo varias toneladas de escombros, las emanaciones malignas de aquel lugar impío retorcían y manipulaban su mente como lo haría el veneno. No le sorprendía que aún estuviera místicamente activo, pero sí que tuviera tantísima influencia sobre un recién llegado y que lo hubiera afectado de una manera tan rápida no era solo asombroso, también aterrador.
Beckett se precipitó por las escaleras. ¿Qué habría sido de los demás? ¿Acaso ellos…?
No, Kapaneus yacía en la esquina que había escogido, muerto para cualquier examen que un mortal pudiera realizar. Quizá fuera porque su sangre era más potente o su voluntad más fuerte que la de Beckett, pero el agujero no parecía haberlo afectado de momento. Cesare estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared y los ojos cansados. El esfuerzo del viaje se reflejaba claramente en su rostro bañado por el sudor.
Después de asentir fugazmente en dirección a su ghoul, Beckett se sentó en el extremo contrario a Kapaneus y pasó la siguiente hora y media mirando a la oscuridad pero sin ver nada. Su mente y alma estaban atormentadas por las imágenes de los cadáveres que había en el piso de arriba. No volvió a dormirse aquel día.
Una casa abandonada
Beckett acababa de terminar de contarle a Kapaneus lo que había ocurrido, cuando Cesare regresó, más o menos una hora después de la puesta de sol. Tenía bolsas bajo los ojos y, cuando se le preguntaba, solo decía que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había sido capaz de averiguar algo de valor. Sintiéndose ya profundamente frustrado y decidido a no pasar ni un solo día más en aquel lugar olvidado de Dios, Beckett caminó al exterior, seguido por sus compañeros.
—Esto es increíble —murmuró a Kapaneus mientras permanecían de pie en la calle, observando a los ocasionales transeúntes pasar andando a su lado—. Sabemos que está en la ciudad. ¡Maldita sea, posiblemente esté incluso en este vecindario! ¡Pero no tenemos ni idea de cómo encontrarla!
—Es una mujer que no quiere que se la encuentre, Beckett. No nos lo va a poner fácil. Estoy seguro de que podríamos localizarla al cabo de un tiempo, pero eso nos llevaría unas cuantas noches. Y no creo que debamos prolongar nuestra estancia aquí.
Pero Beckett había dejado de prestarle atención después de la primera frase. En lugar de ello, con un brillo en los ojos que casi era semejante al fulgor rojizo que había desaparecido de su mirada, el Gangrel se acercó al centro de la calle.
—A mí —dijo Kapaneus a Cesare con suavidad— no me gusta esa expresión.
El ghoul asintió con tristeza.
—Temo que el Signore Beckett esté a punto de hacer algo completamente desaconsejable.
—¡Rayzeel! —Kapaneus y Cesare dieron un respingo al oír el elevado grito de Beckett—. ¡Rayzeel, sé que estás aquí! ¡Solo queremos hablar contigo!
Antes de que el eco hubiera cesado, el nodista estaba ya rodeado por sus compañeros.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le susurró Kapaneus—. ¿Acaso te has vuelto loco?
—Tú mismo lo has dicho, Kapaneus. Es una mujer que no quiere que se la encuentre. Así que tiene una muy buena razón para salir y cerrarme la boca, ¿no crees? ¡Rayzeel! —Beckett empezó a serpentear despacio por las calles, ignorando a los sorprendidos transeúntes—. ¡No queremos hacerte daño, Rayzeel! ¡Solo queremos hablar contigo!
—¿No se te ha ocurrido pensar —continuó Kapaneus caminando enojado a su lado— que quizá escoja métodos menos amistosos que hablar para cerrarte el pico?
El Gangrel se encogió de hombros.
—Aun así tendría que mostrarse. ¡Rayzeel!
A pesar de las protestas de Kapaneus, esto continuó durante varios minutos y por diversas calles. Finalmente, cuando el trío pasó por una estrecha callejuela flanqueada a ambos lados por casas, justo cuando Beckett respiraba hondo para volver a gritar, una voz siseó desde las sombras.
—¡Ya basta!
Tres figuras emergieron por la callejuela. La primera estaba completamente tapada por un burqa, Beckett no podía distinguir más que sus intensos ojos de color castaño. Los dos Vástagos que la acompañaban, sin embargo, le eran demasiado familiares.
—Realmente debería haberlo supuesto —bufó, cerrando los puños tan fuerte que sus manos temblaban—. Lo que me sorprende es que siga viva; no debéis llevar aquí mucho tiempo.
—No están aquí para hacerme daño —explicó la mujer con el burqa en un inglés con mucho acento—. Solo querían hablar conmigo, como tú, o al menos eso le has dicho a todo el que tiene orejas.
—De verdad, Beckett —lo reprendió Lucita, con los ojos entornados, indicando que encontraba aquello tan ridículo como él—, ¿cómo se te ocurre ponerte a gritar en medio de la calle? Hasta tú eres capaz de algo más sutil que eso.
—¿Sabías dónde estaba? —gruñó Beckett, los ojos clavados en su antigua compañera—. ¿Lo sabías cuando hablamos en el avión? —Dio un paso al frente, con las manos abiertas y las garras emergiendo de las puntas de sus dedos.
—Atrás, Beckett —le advirtió Theo Bell, también dando un paso al frente.
—No Beckett, no lo sabía —le respondió Lucita—. Pero sí sabía cómo encontrarla.
—¿Y por qué iba yo a ayudarte? Tú no tienes interés en parar esto, ¡en salvar todo por lo que hemos luchado! ¡A ti solo te interesan tus valiosas respuestas! ¡Yo le iba a dar un uso más importante a la información que ayudarte a justificar tu insulsa existencia!
—Maldita seas, ¡me has hecho perder varias semanas, o puede que meses! —La Bestia se regocijaba con la ira que escuchaba en la voz de Beckett—. ¡Dame una razón por la que debería dejarte marchar para que vuelvas a joderme!
—¡Me encantará que intentes detenerme! —le espetó Lucita, con la mirada ardiente. La oscuridad en torno a sus pies empezó a retorcerse.
—Amigos míos —empezó Rayzeel—, por favor…
Pero Beckett y Lucita ya no les podían oír y todo lo que pudo hacer Bell fue apartarse de la trayectoria de las garras del Gangrel que buscaban el pecho de la Lasombra. Un zarcillo delgado se levantó, golpeó la mano de Beckett y detuvo el ataque a escasos centímetros de la piel de Lucita. El Gangrel giró por causa de la maniobra y lanzó una patada giratoria, pero como había aprendido el movimiento de Lucita, ella pudo esquivarlo con facilidad saltando por encima y le lanzó una patada a la cabeza en el aire. La mujer aterrizó medio en cuclillas y, propinándole una segunda patada en la única pierna que Beckett tenía apoyada en el suelo, lo hizo caer de espaldas con un sonoro golpe seco. Lucita se apresuró a mantenerlo en el suelo y casi no tuvo tiempo de saltar hacia atrás para eludir una garra que le hubiera amputado un pie desde el tobillo. Beckett rodó y se levantó, y la pareja volvió a mirarse con intensidad. Elevaron las manos con la intención de continuar con la pelea.
—¡Beckett —gritó Kapaneus, intentando hacerle entrar en razón—, esto no nos está ayudando!
Al mismo tiempo, Bell le espetó a su compañera:
—¡Lucita, déjalo ya!
Rayzeel se limitó a negar con la cabeza, tristemente; dándose cuenta de que nada en los Vástagos había cambiado en sus muchos siglos de letargo.
Pero Beckett y Lucita no tuvieron la ocasión de volver a atacarse. Al mismo tiempo que se preparaban para ejecutar el siguiente movimiento, un súbito chillido, como el que emitiría la broca oxidada de un dentista, sacudió la noche. Por todo Qalat’at Sherqat, las mujeres y hombres miraron horrorizados al centro de la ciudad, desde donde les había llegado aquel terrible sonido. Los vampiros, muy próximos a la fuente, quedaron prácticamente sordos.
Lucita fue la primera en reconocerlo. No se trataba del grito de ningún ser vivo, sino del rugido de un viento Abisal, una fuerza que no tenía un análogo en el mundo físico. Había oído antes otros sonidos parecidos, pero nunca uno que sonara de la misma manera.
A tres manzanas de distancia, desde el lugar más oscuro de todos, desde el pozo enterrado bajo varias capas de escombros, irrumpieron las tinieblas en el desierto como lo haría un géiser. Una fuerza más intensa de lo que cualquier Baali pudiera jamás haber soñado con invocar, se abrió paso por el agujero en el que había sido creada, arrojando a un lado trozos de piedra y de huesos viejos, y los destruyó como haría con el juguete de un niño. Una columna de sombra se elevó hasta el cielo como un árbol impío. Su parte más alta se expandió para cegar la luna, las estrellas y la totalidad de la bóveda nocturna. Zarcillos de sombras restallaban en diversas direcciones. Allí donde golpeaban, los edificios se derrumbaban y la gente moría.
La sombra se elevó sobre Qalat’at Sherqat y, específicamente, sobre los vampiros que estaban en la calle.
Y en aquellas tinieblas que cegaban el cielo, donde ninguna luz natural podría penetrar, titiló la Estrella Roja.
Centro islámico de la mezquita de El Paso
El Paso, Texas
Fatima se arrodilló, de cara al este, y rezó. Muy despacio apoyó la frente en la esterilla. Durante todo el tiempo estuvo alabando el nombre de Alá. Buscaba una guía. Anhelaba su protección. Pero, sobre todo, suplicaba tener el coraje necesario para enfrentarse a lo que sabía que estaba por llegar.
En las últimas noches, había prolongado su rezo hasta cuatro horas. Sabía que nadie la interrumpiría. A aquella hora de la noche, el lugar estaba vacío salvo por el pequeño grupo de conserjes y había llegado a un acuerdo con ellos desde el primer día que llegó a El Paso.
La presencia que había sentido durante tanto tiempo le pesaba muchísimo en la mente. Había viajado temporalmente más allá de donde podía seguirla. Eso lo sabía sin saber cómo. Así que, en lugar de perseguirla por todo el globo, había decidido esperarla.
Pasaron unas cuantas semanas pero, por fin, la percibía acercándose otra vez. Había empezado a seguirla de nuevo, viajando hacia el norte, a los Estados Unidos, y entonces se lo pensó dos veces. Mientras estaba en El Paso se había tropezado accidentalmente con el Centro Islámico. El peso de aquella presencia en su mente y en su alma estaba aumentando a un ritmo continúo. Sabía que ya no estaba persiguiéndola. Venía a por ella. Y si Alá la había guiado hacia ese lugar santo, entonces allí la esperaría.
Así que, eso había hecho, esperar. Una noche tras otra y otra más.
Supo, antes siquiera de que el viento empezara a soplar, que ya no tendría que esperar más.
Un viento cálido sopló en la habitación, despeinándole el cabello y moviendo algunas de las alfombras y tapices que decoraban la mezquita. Fatima percibió el olor a sangre. Era fuerte, como si acabara de derramarse. Miró delante y, sintiéndose incapaz de perseguir al viento por toda la habitación, se levantó y esperó de pie.
—Todo lo que he hecho —dijo con suavidad y firmeza en árabe—, lo he hecho en el nombre de Alá, pero también, cuando era posible, en el tuyo. Todo por su gloria y, claro, por la tuya. —Sintió cómo su voz empezaba a temblar. La asesina letal Assamita no había estado asustada desde ya no recordaba cuándo. Bueno, si la presencia con la que hablaba lo usaba en su contra, que así fuera. Sería idiota si no tuviera miedo.
»He amado a mis hermanos y a mi clan desde mis noches de juventud. Me hubiera sacrificado encantada por ellos una y mil veces, y hubiera muerto una muerte nueva por cada noche que he caminado por la tierra. Te he adorado.
»Pero no he querido, y tampoco he podido, traicionar a mi Dios, incluso aunque Ur-Shulgi, tu heraldo, me lo ordenaba. Y, por ende, dudaba que tus enseñanzas me obligaran a ello. Los leales a Ur-Shulgi me llaman traidora. Lo soy porque he permanecido leal a Alá, a mi persona y porque he sido fiel a los preceptos de mi clan.
»Castígame como desees, pero no me arrepiento.
Quizá en el acto de mayor valía que había acometido, Fatima supero la necesidad que tenía su cuerpo y su Bestia de cerrar los ojos. La vería venir. Miraría al rostro de la muerte, como había hecho siempre aunque, esta vez, sería la última.
El viento cálido sopló…
Y amainó.
Fatima al-Faqadi había sido juzgada, como tantos otros antes que ella. Y permaneció de pie sola.
Una Vástago que no lloraba derramó lágrimas de sangre. Eran lágrimas de alivio y también de felicidad. Todas las dudas que había tenido desaparecieron con la última ráfaga del viento del desierto, pues el más grande juez, a excepción del mismísimo Alá, la había juzgado digna. No le importaba si, a la noche siguiente, tenía que enfrentarse con su Muerte Definitiva o con la Gehena, porque lo haría con una sonrisa en la cara.
—Gracias, abuelo Haqim —susurró con suavidad a la oscuridad. Luego, como un fantasma, desapareció.
En medio del caos
Qalat’at Sherqat, Iraq
Los mortales aterrorizados corrían y gritaban o se mantenían quietos, paralizados por el miedo, cuando las estrellas sobre sus cabezas se apagaron de pronto y las luces de la calle y de sus hogares fueron languideciendo hasta desaparecer. Beckett y los demás se precipitaron al refugio más próximo y terminaron entrando en unas habitaciones que ya estaban atestadas de ganado horrorizado. El Gangrel casi tuvo que saltar sobre un muchacho que le obstaculizaba el paso y aterrizó en el centro de la habitación junto a Kapaneus y Lucita. No sabía muy bien dónde estarían los demás.
Había un extraño aroma en el aire. No, en realidad, era más bien una carencia de olor. El hedor de la sudoración de los mortales que le rodeaban, la sangre corriendo por sus venas, el polvo y la piedra con las que se había construido la ciudad; no podía oler nada de eso.
La oscuridad fluía por el exterior. Partes de ella parecían sólidas y se vertían por las ventanas y por debajo de las puertas. No obstante, otras partes parecían insubstanciales y atravesaban las paredes como si no fueran más que una ilusión.
Los mortales que huían de las sombras invasoras eran ignorados; los que se quedaban paralizados, eran consumidos por ellas y sus cuerpos y almas tragados por unas tinieblas más temibles e insondables de lo que cualquier oscuridad podría llegar a ser. Se elevó sobre la ciudad y por encima del techo que había sobre la cabeza de Beckett. Los zarcillos formaban ondas y figuras abstractas de sombra, y se convirtieron en una inmensa mancha de rorschach escrita en el rostro de la tierra.
En todos sus años de no-vida, Beckett no había visto algo ni remotamente parecido. Lucita sí, y la depredadora entre depredadores tembló con violencia ante el horror que le producía ver aquello. Se habían enfrentado antes a las pesadillas Abisales, pero nunca contra una tan grande, nunca antes contra una que rezumaba tantísimo poder. Y, lo que era peor, se sentía conectada a ella de una manera que jamás había experimentado, ni tan siquiera con su sire.
Sentía a aquella presencia como algo paternal.
Para confirmar su terrible comprensión, Lucita percibió que alguien le drenaba la poca fuerza que aún restaba en su cuerpo. Sus músculos se quedaron fláccidos, la sangre se diluyó, incluso la carne pareció menguar sobre los huesos, convirtiéndola en una parodia de lo que había sido en el pasado. Las rodillas se le combaron y, solo gracias a los rápidos reflejos de Kapaneus, que la sostuvo en brazos, pudo evitar darse contra el suelo.
Pero no era Lucita a quien la sombra deseaba engullir. Sacudiéndose como los tentáculos venenosos de una medusa, varios zarcillos de sombra se extendieron para atrapar a Beckett.
Miembros de tinieblas con la fuerza física necesaria para destruir edificios y el poder místico para avergonzar a los más sabios magos de la sangre que aún quedaban en la tierra, lanzaron acometidas hacia arriba y hacia abajo, y lo hicieron a la velocidad de la luz. Beckett no tenía donde huir. No pudo hacer otra cosa que echarse a un lado cuando los zarcillos lo embistieron.
Y algunos pasaron a través de él como si fuera un fantasma. Sintió un escalofrío extraño y gélido que corrió por su alma y sintió cómo la Bestia se encogía de terror, y, sin embargo, nada de aquello le causó daño.
Durante un momento prolongado y potencialmente fatal, Beckett no pudo hacer nada, tan conmocionado estaba de seguir de una pieza. Con los ojos muy abiertos, miró a su alrededor y se encontró con la mirada, igualmente intensa, de Kapaneus. Si Lucita, entre los brazos del antiguo, había visto lo que había ocurrido, no tenía siquiera fuerzas para reaccionar.
La sombra retrocedió como un caballo sorprendido y salió parcialmente por el tejado. Una y otra vez golpearon los zarcillos y, en cada ocasión, atravesaron el cuerpo de Beckett o se disiparon a su alrededor como lo harían las volutas de humo.
—¿Lucita, Beckett? —La llamada provenía del exterior. Unos segundos después, la puerta se hizo pedazos por la patada propinada por un pie calzado con una bota. Bell se quedó de pie en el umbral, con el arma cargada en la mano—. ¿Estáis bien? No sabíamos dónde estabais y… ¡Joder, por Dios Santo!
Bell se hizo a un lado cuando un zarcillo despistado, apuntado casi de manera negligente en su dirección, cayó con un golpe seco en el espacio que él había ocupado solo un instante antes.
Aquello bastó para que Beckett despertara de su estupor.
—¡Vamos, Kapaneus! —Al mismo tiempo que chillaba, se precipitó en dirección a la puerta y cogió a Bell, arrastrándolo por la camisa tras él.
Kapaneus, echándose a Lucita al hombro como lo haría un bombero, corría a pocos pasos de distancia. Rayzeel y Cesare aguardaban en el exterior y miraban hacia arriba, a la oscuridad que se estremecía y que ocupaba ya la totalidad del cielo nocturno.
—¡Maldita sea! —Beckett estaba tan furioso cuando salió a la calle que olvidó temporalmente lo asustado que había estado—. ¿Por qué está todo el mundo tratando de matarme? ¡¿Por qué coño me está siguiendo a mí?!
—Quizá —sugirió Rayzeel con suavidad— podamos preocuparnos de eso en otro momento y en otro lugar.
—Estoy de acuerdo con ella —afirmó Bell.
—Sí —respondió Beckett—, salvo que, por alguna razón, parece no ser capaz de hacerme daño. Me gustaría saber por qué, aunque signifique que todo cuanto puede hacer es intentar matarme de un susto…
La porción de sombra que lo había atacado salió de pronto del edificio, como una inmensa ballena abriéndose paso por una superficie pétrea. Trozos gigantes de piedra y hormigón, pedazos de muebles y miembros amputados se elevaron hasta el cielo y llovieron sobre la ciudad de Qalat’at Sherqat. Incluso las bombas que habían caído durante la guerra eran menos amenazadoras, porque aquellas, al menos, no caían tan al azar y tampoco eran misteriosas e inexplicables. Varias toneladas de escombros cayeron sobre los edificios, las casas y los coches. Murieron docenas en el diluvio y cientos resultaron heridos.
Beckett salió desde debajo de un viejo baño, miró con desagrado su brazo izquierdo que pendía en un ángulo antinatural entre el codo y la muñeca, y que había utilizado para protegerse de la caída de un bloque de hormigón. Ignoró el dolor y obligó a su cuerpo a bombear la cantidad suficiente de sangre para conseguir enderezar el brazo. Podría curarlo por completo más tarde pues suponía que, por ahora, tendría que reservar la fuerza para otras cosas.
Kapaneus estaba arrodillado debajo de un umbral, al otro lado de la calle, Rayzeel estaba junto a él y Lucita pendía aún sobre su hombro. Beckett ignoraba cómo había llegado hasta allí tan rápido. Cesare yacía tumbado en la calle, quejándose. Tenía sangre en el pelo y una brecha de aspecto bastante doloroso en la tripa, pero, aparentemente, no necesitaba ayuda inmediata.
Un inmenso pedazo de escombro se volcó y Theo Bell, con la cara bañada de sangre y la necesidad de asesinar a alguien latente en su mirada, salió de entre aquella destrucción.
—Creo —le espetó a Beckett— que esta maldita cosa sí que puede hacerte daño.
—Beckett —le llamó Kapaneus desde el umbral. Su voz estaba extrañamente calmada—, creo que ya tengo ese plan B que no se nos ocurría en Miskolc.
—¿Correr como si fuera de día e ir hacia el oeste?
—Sí, eso es.
—Voy detrás de ti. —El Gangrel miró hacia aquella oscuridad que se cernía sobre ellos. Parecía haberse detenido después de reducir a astillas el edificio en el que se habían resguardado—. Salgamos de aquí antes de que esa cosa descubra que tiene una nueva arma en el arsenal y…
Oyeron el quejido del metal combándose y la piedra quebrándose, y vieron cómo se desintegraba una estructura cercana de dos pisos en un granizo de proyectiles letales cuando un zarcillo de sombra, más grueso que un autobús, la golpeó y atravesó. Otra vez, el metal, la piedra, el cristal y los cuerpos (algunos de los cuales gritaron hasta el momento de estrellarse contra el suelo) llovieron sobre Beckett. En esta ocasión, sin embargo, no era una consecuencia accidental de un acto arbitrario y caótico. Esta vez era premeditado. El Gangrel sintió que se le abría una dolorosa brecha en el costado izquierdo, su pierna derecha se hizo pedazos a la altura de la rodilla y, al menos, otros dos puntos, y se dislocó el hombro derecho antes de que su visión se viera eclipsada por el impacto de una antigua televisión. Luego sintió otro golpe y, después, ya solo pudo dejarse llevar por una oscuridad tan negra como la entidad de tinieblas que lo había atacado.
El Valle del Tigris
Oeste de Qalat’at Sherqat
De pronto, Beckett recobró la consciencia. Era una de las características de la condición de los Vástagos de la que no le hubiera importado prescindir; aquel súbito despertar. Si hubiera despertado durante el día, podría estar atontado, medio dormido y hubiera tenido el tiempo necesario para asimilar todo lo que sucedía a su alrededor. Por la noche, un vampiro solo podía estar completamente despierto o inconsciente. A menos que bebiera una cantidad de sangre mezclada con algún tipo de droga o fuera víctima de una influencia sobrenatural, no existían medias tintas.
El dolor fue lo primero en asaltarlo; la aguda agonía de su pierna derecha, ambos brazos, su pecho y su cabeza. Aquel dolor le era muy familiar, era el sufrimiento que deriva de las heridas que no han sanado del todo y que solo han empezado a curarse gracias al instinto que tiene el cuerpo de aplicar sangre a las lesiones. Podría moverse, podría incluso correr distancias cortas si se veía en la necesidad, pero no le resultaría fácil.
Beckett mantuvo los ojos cerrados y se apoyó en sus demás sentidos para saber lo que estaba ocurriendo. El viento le acariciaba la cara. Era cálido y olía a piedra y a arena. Definitivamente, debía encontrarse en el desierto. El rugido de un motor y el hecho de que sintiera los baches y se diera empellones contra lo que le rodeaba, sugería que se encontraba en un coche y, por la fuerza del viento, uno que se movía a gran velocidad.
Y sangre. A pesar de que estaba dentro de la maleta que transportaba Cesare, y envuelta en plástico, podía oler la sangre. Abrió los ojos.
Yacía despatarrado sin mucha ceremonia en la parte trasera de una antigua ranchera color naranja. Lucita estaba tumbada a su lado y su aspecto era mucho peor que el suyo. Si no la conociera, y viendo lo pálida que estaba, hubiera creído que se trataba de un auténtico cadáver. Cesare estaba sentado junto a ellos, con las rodillas dobladas y apoyadas contra el pecho y los brazos en torno a ellas. Kapaneus también estaba detrás. Descansaba sobre sus rodillas junto a la puerta trasera y miraba hacia el horizonte. Eso dejaba, probablemente, a Bell al volante y Rayzeel sentada en el asiento del copiloto. Suponiendo que no se hubieran separado. Beckett se incorporó para mirar…
Y entonces vio lo que había tras ellos, y se olvidó de comprobar quién estaba en la cabina delantera.
En la distancia podía ver aún Qalat’at Sherqat; allí se elevaba el polvo y el humo hacia el cielo nocturno y varios edificios (bastantes más de los dos que él recordaba mientras estaba consciente) habían desaparecido, borrados de la ciudad como el dibujo frustrado de un niño. El desierto pedregoso se sacudía y estremecía bajo ellos, al mismo tiempo que la pequeña ranchera jadeaba y resollaba intentando abrirse paso por un terreno para el que no estaba equipada.
Y tras ellos flotaba una nube de pura sombra. Se extendía desde la ciudad hasta el cielo como el frente de una tormenta. Los zarcillos se movían hacia arriba y hacia abajo como los rayos, y arrancaban pedazos de arena y piedra del suelo del desierto. El cielo que se extendía ante ellos estaba repleto de estrellas y con una luna que brillaba; el que estaba detrás, era una opaca vastedad negra.
Aún peor, aparecían sombras delante y junto a la ranchera que intentaban hacer estallar las ruedas o detener el vehículo. La gran fuerza Abisal que los perseguía no era capaz de extenderse hasta allí. Y el hecho de que las sombras se descolgaran de sus lugares originales implicaba que la entidad tenía también la capacidad de controlar el Abismo, al igual que lo hacían los Lasombra.
Beckett se apresuró hacia el otro extremo de la ranchera, asustando a Cesare, que soltó un grito, y cogió la neverita. Como un animal buscó en su interior hasta que encontró las bolsas de sangre. Engulló una en pocos segundos y la estrujó para asegurarse de que no quedaba más líquido en su interior. La segunda se la bebió algo más despacio; también la tercera y la última la dejó por lo que pudiera pasar.
—¿Beckett —le llamó Kapaneus a voz en grito para hacerse oír por encima del rugido del motor y del viento—, estás bien? Te encontrabas muy mal…
—¡Luego!
Beckett se abrió camino hasta la parte trasera, se aseguró de que estaba bien sujeto a la cabina del conductor y se inclinó hacia delante para que su rostro quedara junto a la ventanilla del conductor. Como había supuesto, Bell estaba al volante y Rayzeel, con el rostro aún casi tapado por completo, estaba sentada junto a él. Incluso desde ese ángulo, Beckett podía ver los cables colgando por debajo del tablero de instrumentos donde alguien, posiblemente Bell o Cesare, habían hecho un puente.
—¿Has vuelto entre los vivos? —le inquirió Bell, con la mirada centrada en el desierto que se extendía ante ellos.
—Qué majo. No vamos a conseguir perder de vista a esta cosa, Bell.
—Desde luego que no, ¿acaso creías que sí? Y, de todos modos, ¿se te ocurre algo mejor? Está claro que no podemos luchar contra ella. Eso nos lo ha demostrado en la ciudad.
—Pues yo creo que sí. Dirígete a una zona lo más vacía que puedas encontrar y escucha lo que vamos a hacer…
Cuando hubo terminado, Bell sí que desvió la mirada de lo que hacía las veces de carretera. Lo miró como si a Beckett le hubiera crecido una segunda cabeza.
—¿Estás jodidamente chiflado o qué?
—Probablemente… Pero si tienes una idea mejor, será bien recibida.
Bell negó con un gesto y rechinó los dientes.
—Solo dinos cuándo.
Beckett se incorporó y regresó para mirar a los que estaban detrás. La oscuridad estaba ahora a pocos metros de distancia.
—Escuchadme. Cuando os lo diga, saltad.
Su recompensa fueron otras dos miradas incrédulas. Incluso Lucita, que hacía algún tiempo que no se había movido, consiguió girar la mirada en su dirección.
—Lo siento, creo que no te he entendido bien —dijo Kapaneus—, ¿te importaría repetirlo?
—Cuando os lo diga, saltad fuera de la ranchera. Kapaneus, tendrás que volver a llevar a Lucita.
Los ojos de Cesare se abrieron como platos.
—Signore, ¿qué vamos a…?
—Cállate y haz lo que te digo. —Beckett se deslizó hasta el extremo más alejado de la parte trasera y, sujetando fuertemente con ambas manos la puerta de atrás, miró con nerviosismo el avance de la oscuridad. Estaba cerca.
Y cada vez más cerca.
El olor del desierto languideció hasta desaparecer y fue reemplazado por la total ausencia de olor que presagiaba la llegada de la sombra. El viento cambió de dirección cuando los fríos vientos Abisales se hicieron más fuertes que los provocados por el avance de la ranchera. Beckett, con su cuerpo no-muerto habitualmente impasible frente a los cambios de temperatura, tembló con violencia ante aquel frío antinatural que le entumecía el alma.
Entonces se cernió sobre ellos. Un zarcillo salió disparado de la oscuridad e hizo estallar la rueda trasera derecha como si fuera una simple uva. La ranchera se sacudió y patinó bruscamente, hasta que Bell logró recuperar el control. Lucita se golpeó con dureza contra las paredes y se escuchó el crujido de sus huesos. Cesare cayó rodando junto a ella. Y solo los rápidos instintos de Beckett al hundir sus garras en el metal lo salvaron de salir despedido. Kapaneus fue el único que no pareció tener problemas para mantener el equilibrio.
El segundo zarcillo envolvió toda la ranchera, justo por detrás de la cabina del conductor. Se tensó y empezó a levantar el vehículo como si fuera una grúa. La ranchera se inclinó hacia delante, desequilibrada por el peso del motor, mientras quedaba suspendida en el aire y encima del suelo desértico.
—¡Ahora! —gritó Beckett. Y, realmente, no hizo mucha falta. Había tenido que esforzarse para impedir que sus compañeros abandonaran el vehículo antes de tiempo.
Cesare saltó por encima de las paredes de la parte trasera, mientras Kapaneus recogía a Lucita y saltaba con grácil elegancia. Beckett escuchó, pero no vio, que se abrían las dos puertas, y supo que tendría que saltar antes de que Bell pusiera en práctica la segunda parte de su lunático plan.
El Gangrel se preparó para saltar… y el mundo se volvió del revés. Sintió náuseas y un malestar mayor del que jamás tuviera como mortal, y no digamos desde su Abrazo. Un escalofrío recorrió sus miembros y músculos que se contrajeron los unos sobre los otros y se estiraron muy despacio, dejando tras de sí un dolor sordo. Incluso su corazón, que había estado muerto ya durante varios siglos, palpitó una sola vez; el músculo fláccido se convulsionó una última vez junto con el resto de su ser. Su visión se nubló durante un instante y se volvió a aclarar en cuestión de pocos segundos. La fuerza pareció escapar de sus piernas. No es que se debilitara; aún era mucho más fuerte que la mayoría de los mortales y que muchos Vástagos. Pero se sentía agotado, como si una parte pequeña, pero importante, de su vitalidad le hubiera sido arrebatada. Fracasó en su intento de saltar y se golpeó las costillas contra el costado de la pared del vehículo, de forma que volvió a caer en la parte trasera.
Ahora, en el momento más inoportuno, Beckett había perdido su ventaja y también aquel milagro que lo había mantenido a salvo. En ese momento, el marchitar lo había hecho preso.
Yacía tumbado en el ángulo en el que la parte trasera se encontraba con la cabina del conductor; miró hacia arriba y contempló aquella oscuridad pura y velada. Cuando estaba a punto de perder la consciencia, escuchó los sonidos de las balas que Bell estaba disparando desde abajo. El antiguo arconte estaba siguiendo el plan, y, o bien no sabía que Beckett había perdido la ocasión de saltar hacia su libertad o, sabiamente, no permitía que aquello lo perturbase.
—Que te jodan —masculló a la sombra que se cernía sobre él, cuando la ranchera se sacudió con el primer impacto. Entonces, reuniendo toda la fuerza que le quedaba, Beckett se puso de pie trabajosamente (un logro increíble, teniendo en cuenta el constante bamboleo del que era presa la furgoneta) y volvió a saltar.
El tanque de gasolina estalló justo en el momento en el que los pies de Beckett abandonaban el metal.
El cielo del desierto se iluminó de pronto y el silencio se quebró con un sonido que no se había escuchado en la región desde que cesaran los bombardeos. Cegado, ensordecido y quemado de forma temporal, Beckett sintió que volaba por el aire mucho más lejos que lo que le hubiera transportado cualquiera de sus saltos. La tierra se levantó para acogerlo y se golpeó duramente contra ella, haciendo un agujero en la áspera arena del desierto.
Parpadeó dolorosamente para limpiarse los ojos, rodó sobre su espalda y miró la conflagración. Los zarcillos de sombra se retorcían por la agonía, mientras el esqueleto de la ranchera continuaba ardiendo. Un chillido agudo penetró en sus oídos, no, no en ellos, sino que el grito reverberó directamente en su mente. La criatura de sombra arrojó aquella fuente de dolor con todo su poder; y, todavía ardiendo, la ranchera voló por la oscuridad y se desvaneció detrás de una duna.
Beckett se puso de pie despacio, al tiempo que sus compañeros se reunían a su alrededor, todos ellos con la mirada fija en la bestia Abisal. La habían herido y quizá fuera todo lo que podrían hacer. Si las llamas le habían causado alguna lesión permanente, desde luego, ellos no podían verlo.
—Ha sido un buen intento, Beckett —le dijo Bell con suavidad—. Pero creo que ya no nos queda nada.
—Alejaos todos.
—¿Cómo?
Beckett frunció el ceño.
—He dicho que os alejéis. ¡Ahora!
Aunque vacilaron, le obedecieron. Se alejaron unos doce metros. El Gangrel se quedó solo, en medio del desierto, mientras la oscuridad se arremolinaba a su alrededor.
—No sé lo que eres —le dijo Beckett, su voz casi un grito. De hecho, aquello no era completamente verdad; el Gangrel tenía alguna idea de lo que esa cosa podía ser y la idea lo aterrorizaba como nunca antes nada lo había hecho.
Si se descuidaba solo un segundo, la Bestia lo controlaría y echaría a correr… hacia, posiblemente, su muerte definitiva.
No es que gritarle a aquella cosa fuera mucho mejor, pero era todo lo que le quedaba por probar.
El Valle del Tigris
Oeste de Qalat’at Sherqat, Iraq
La criatura gritaba a la oscuridad y esta última la reconocía. Este era él. Era en aquella entidad diminuta y lamentable en la que las tinieblas podían percibir el matiz de las energías que la habían despertado; las energías que quedaron libres cuando el sello cayó. Antaño había sido como aquella criatura patética, cuando tenía un nombre que hacía temblar los pilares de la tierra siempre que se pronunciaba. Ahora era otra cosa; había dejado de pertenecer a aquel mundo. Las cosas hechas de materia y de luz, le causaban daño. Esta pequeña criatura lo había devuelto a ese mundo de dolor y tendría que destruirla.
—Ni siquiera sé si puedes entenderme —continuó aquella cosa canija—, pero sé que eres más lista de lo que pareces. ¡Así que escucha! No sé por qué quieres matarme. Y, ahora mismo, no me importa. Por alguna razón, no me puedes hacer daño directamente. Lo hemos comprobado en Qalat’at Sherqat. Bueno, ahora estamos en la mitad de ninguna parte. En las llanuras del desierto iraquí. ¿Qué vas a hacer ahora, tirarme piedrecitas? Podrías ir a buscar una piedra más grande a algún sitio, pero, para cuando hubieras vuelto, yo ya me habría transformado en niebla o me habría fundido con la tierra.
Sobre la cabeza de Beckett, la oscuridad se retorció. La diminuta entidad estaba frente a ella, como si se estuviera ofreciendo. La frustración hizo que los zarcillos de sombra temblaran y que vibraran como las cuerdas de un violín. Tenía la criatura a su merced y, sin embargo, ¡no podía tocarla! Algo, algo más que aquellas energías, algo realmente poderoso la protegía. Y, a pesar de toda su fuerza, la sombra no podría tocar a la diminuta entidad mientras esta estuviera protegida.
Pero había otros allí, otros a los que sí podía tocar. Otros a los que conocía. Despacio, como un batido denso vertido desde un cuenco, varias porciones de la sombra empezaron a amontonarse en la tierra, detrás de la entidad que continuaba farfullando, sin saber lo que ocurría entre ella y sus compañeros.
—Tenemos una pista —seguía diciendo Beckett—. Dada tu reacción al fuego, estoy seguro de que no te gusta el sol más que a mí. Yo puedo fundirme con la tierra que está bajo mis pies, pero ¿y tú? Y si puedes hacerlo, ¿entonces qué harás? ¿Vas a quedarte deambulando por el desierto hasta que yo decida salir? ¿Acaso no tienes nada mejor que hacer u otro sitio al que acudir?
Por supuesto que podía esperar. La diminuta entidad que estaba delante no parecía comprenderlo. Creía que conocía la paciencia, creía que conocía la inmortalidad, pero ignoraba el verdadero significado de la eternidad. La cosa del Abismo podía esperar todo el tiempo que fuera necesario y mucho más.
¿Pero por qué habría de hacerlo? ¿Por qué aguardar cuando tenía otras opciones más inmediatas?
La sombra que había detrás de Beckett se levantó y, mientras lo hacía, empezó a cobrar forma. La oscuridad se vertió sobre otra oscuridad, dando lugar a pliegues y bultos que rápidamente se convirtieron en algo similar a una figura humana gorda. La base de la misma se dividió hasta que pareció levantarse sobre dos piernas. Más sombra goteó desde la parte superior para formar los brazos. Y, arriba, como una pústula creciente, la sombra extrajo una figura que, de pronto, se convirtió en una cabeza.
Sin embargo, la oscuridad continuó retorciéndose, envolviéndose y formándose hasta que lo que estuvo de pie entre Beckett y sus aliados era la perfecta silueta de un hombre.
O un vampiro. Uno particularmente obeso.
Y Lucita, por primera vez desde que aquella debilidad la había postrado, reaccionó y gritó, como si alguien le hubiera arrancado el alma de un tirón.
El Valle del Tigris
Oeste de Qalat’at Sherqat, Iraq
Beckett se giró. Aquel grito era la primera pista que tenía de que algo estaba sucediendo a su espalda. Incluso desde atrás y a pesar de que no tenía más detalles que la silueta, se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba ocurriendo; de lo que aquella cosa de sombra estaba haciendo.
—Oh, Dios mío…
Ignorando a Beckett y a todos los presentes, menos a Lucita, la figura caminó hacia delante con los extraños andares de los obesos mórbidos. E, increíblemente, la sombra habló.
—Ha pasado demasiado tiempo, hija mía. He añorado nuestras conversaciones.
Para los oídos de Beckett, aquella voz tenía una cualidad extraña y doble, como si tuviera un eco que reverberara en el mismo instante en el que la palabra era pronunciada. La primera voz era normal, física, dotada de un tenue acento español. La otra era inhumana, de otro mundo, y tenía eco en las mentes de los que la escuchaban incluso mientras hablaba la primera.
—Tú desapareciste —lloraba Lucita amargamente, hundida sobre el cuerpo de Kapaneus, colgando indefensa de su brazo—, ¡desapareciste!
Aunque aún seguía siendo solo una silueta dibujada a grandes rasgos, la sombra que se había disfrazado con la forma y la voz de Ambrosio Luis Monçada, sonrió. Los que lo miraban lo adivinaron por la flexión que realizó con sus mejillas y mandíbula.
—Mi querida y preciosa hija, te he enseñado más que eso. Estoy seguro de que no llegarías a creer que podría desaparecer tan fácilmente de este mundo, ¿no es verdad? ¿Yo, que conozco el plan de Dios y el lugar que ocupo en él? Te dije que todos teníamos un propósito que cumplir en el orden divino, Lucita. Está claro que no me creíste entonces, pero ¿y ahora?
La figura volvió a avanzar hasta que estuvo a unos cuatro metros y medio de Lucita y los demás.
—¡Jódete! —le espetó Bell y abrió fuego sobre la oscuridad que avanzaba.
Las ráfagas atravesaron al fantasma de Monçada como si no fuera otra cosa que la sombra de la que estaba hecho y Beckett tuvo que lanzarse a un lado para esquivarlas. Al levantarse, vio que el resto del cuerpo de la criatura Abisal flotaba impasible y que, aparentemente, toda su atención estaba centrada en aquel espectáculo de marionetas que había puesto en escena.
—¡Lucita! —gritó el Gangrel terminando de ponerse en pie y gesticulando con dolor al quitarse la arena de las heridas que la explosión de la ranchera le había provocado—. ¡Lucita, no es Monçada! ¡No es tu sire! ¡No puede ser!
—¿De verdad no puedo ser él? —Monçada se inclinó amenazante sobre su chiquilla y, muy despacio, empezaron a surgir los rasgos en la que antes era una oscuridad vacía—. ¿Acaso no me viste consumido por el Abismo? ¿No viste cómo se me llevaba abajo, para reunirme con todos los hermanos que ya estaban allí? ¿Y no nos hemos levantado todos desde las profundidades de la oscuridad para recuperar nuestro lugar en la creación de Dios?
—No… no… —Lucita lloró lágrimas de sangre de la que no podía prescindir. Se sentía incapaz de enfrentarse a la mirada de aquella cosa. Se tapó las orejas con las manos, pero la voz continuó reverberando en su mente.
—¿Todavía dudas, mi querida Lucita? Déjame que te muestre, de una manera que jamás podría haber hecho siendo solo Monçada, lo que habrás de conseguir cuando ocupes el lugar que te mereces.
El viento frío sopló desde las tinieblas y Lucita tembló como si hubiera presenciado un hecho que la conmocionara sobremanera. La fuerza inundó su cuerpo, un poder que no había sentido desde hacía meses. Su piel perdió gran parte de su palidez y la carne se rellenó de nuevo. Sintió cómo se fortalecía su conexión con el Abismo; ahora era más fuerte de lo que jamás había sido. Todo lo que había perdido en el marchitar, regresó triplicado.
Lucita se separó de Kapaneus para quedarse de pie por sí sola. Allí donde miraba, las sombras bailaban ante sus menores pensamientos y deseos, y ni siquiera tenía que concentrarse. Se giró para mirarlas y su velocidad provocó una tormenta de arena. Se desvaneció completamente de la vista y reapareció unos segundos después a unos doce metros de distancia. Regresó igual de rápido. Si se lo proponía, podía escuchar el sonido de cada grano de arena volviendo a caer al suelo. Maravillada y también un poco asustada, miró a la cosa que decía ser su sire.
—Tú no eres Monçada —insistió y, aunque ahora era más fuerte de lo que había sido jamás, su voz tembló.
—No te engañes. Soy Monçada y todo lo que había antes de él. Tú me conoces, Lucita. Y ahora debes servirme como siempre debiste hacer. Solo si te sometes a los designios podrás tener la felicidad y la tranquilidad que siempre has buscado.
Como un gusano excavando su madriguera, la voz se insinuó en el alma de Lucita, se envolvió en su mente como si fuera algo físico. Había adelantado ya tres pasos hacia su “sire”, antes siquiera de darse cuenta de que se estaba moviendo.
—¿Qué… —se detuvo, se aclaró la garganta de todo el polvo y la arena que había en ella y continuó—: qué querrías que hiciera?
Monçada giró la cabeza para mirar a cada uno de sus compañeros y se detuvo más tiempo sobre Beckett. Que tuviera que girar la cabeza ciento ochenta grados para conseguirlo, no parecía preocuparle.
—No —respondió Lucita—, no lo haré.
—Mi querida niña, todavía no te he pedido que asesines a tu viejo amigo. De momento. Podemos empezar con los demás. Después de todo, no significan nada para ti.
—He dicho que no.
—¡Chiquilla estúpida! —La voz de Monçada tronó en el cielo nocturno y emitió un eco que resonó a varios kilómetros a la redonda. Beckett, Rayzeel y Bell cayeron de rodillas, y, agonizantes, se agarraron las cabezas con ambas manos. Cesare se cayó de espaldas y se retorció. Lucita se les hubiera unido, pero los zarcillos de sombra la tenían sujeta en el aire—. ¡¿De verdad lo has olvidado todo?!
»No son nada, hija mía. Tú no eres nada y nunca lo serás sin mi ayuda. Yo soy el que te otorga personalidad. Siempre ha sido así, a pesar de tu resistencia y gracias a tu sumisión. Pero ya se ha pasado el momento y tus juegos infantiles carecen de sentido. Ocupa tu lugar, Lucita. Regresa a mí y trae contigo la cabeza del oscuro.
Lucita no podía ver el desierto porque la sombra había llenado sus ojos. No podía escuchar a los otros, pues la voz del fantasma resonaba en sus oídos. Era incapaz de sentir o de pensar porque su sire se había adueñado de su alma. No restaba ya nada del mundo, pues Monçada lo era todo. No existía el desierto, ni Beckett, ni Bell.
Y tampoco Lucita.
Con los ojos en blanco y cegados, se giró hacia la ancha figura que era Theo Bell, que todavía estaba intentando recuperarse del dolor que martillaba en su cabeza. Se elevó sobre él y las sombras acudieron a su llamada, formando una espada que se cernía sobre el cuello expuesto del Brujah…
Y Beckett, con todo el cuerpo convulso por el dolor y la sangre goteándole por el oído izquierdo, consiguió ponerse en pie.
—¡Lucita!
Se giró instintivamente al oír su nombre.
—¡Ignórale, niña! —le ordenó Monçada—. ¡Haz lo que te mando!
—¿Cuántas veces, Lucita —inquirió Beckett— buscaste consuelo, tranquilidad y guía en las enseñanzas de Anatole? ¿Cuántas veces habrías regresado junto a Monçada sin su apoyo?
—¡Hazle callar, hija mía! —Zarcillos de sombra del tamaño de un árbol grande se retorcieron en el cielo, pero Beckett se negó a darse la vuelta.
—Si lo haces, Lucita, le darás la razón a Monçada. Convertirás todo aquello por lo que luchaste en una mentira. ¡Traicionarás todo aquello que te enseñó Anatole! —Beckett la miró fijamente y se encontró con sus ojos vacíos—. ¿De verdad odiabas tanto a Anatole como para borrar su influencia de tu existencia con un solo golpe mortal?
Y, durante un instante, un solo segundo pasajero, los ojos de Lucita se aclararon.
Volvió a gritar y esta vez no fue por temor, sino movida por un instinto primario de rabia del que la mayoría de los vampiros ni siquiera había oído hablar. En una fracción de segundo Lucita estaba detrás de Beckett y saltó, no hacia el oscuro reflejo de Monçada, sino al corazón de la sombra que lo manipulaba. Al pasar junto al Gangrel, este creyó ver cómo la piel de la mujer se derretía, al tiempo que invocaba los poderes del Abismo para transformarse en una sombra. Unas alas de oscuridad la propulsaron hacia el centro de aquella cosa y unas garras de tinieblas desgarraron su sustancia como jamás hubiera logrado un arma física.
—¡Lucita! —la voz de Monçada reverberó en su mente, pero ahora le pareció lejana y huidiza—. ¡Lucita, detente de una vez!
—¡Yo no pertenezco a nadie! —su respuesta fue mental, emocional y no física, pero sabía que la había oído. Se movió de un lado a otro, arrancando pedazos de oscuridad de la sombra que los rodeaba—. ¡Ni a Monçada, ni a nadie!
Cuando la voz habló en esta ocasión, ya no sonaba como un par de tonos, sino como miles de ellos haciendo eco en su cabeza.
¡TÚ ME PERTENECES! PUES TÚ ERES PARTE DE MÍ, COMO LO ERA MONÇADA. ¡SOY EL QUE ERA Y EL QUE SERÁ! ¡Y NO PUEDES DESOBEDECERME!
Aunque ya no tenía rasgos que lo demostrasen, Lucita sonrió.
—Pues mira cómo lo hago, hijo de puta.
La sombra que era Lucita arremetió en todas las direcciones. Alas, garras, colmillos; atacó con todo lo que podía. Cayeron pedazos de oscuridad que fueron consumidos por la entidad de mayor tamaño. Si aquellas tinieblas eran lo que decían ser (y sabía, en lo que le quedaba de alma, que lo eran) no podría destruirlas. Pero, maldita sea, al menos lo intentaría.
Y no se rendiría.
Ni siquiera ante el mismísimo Lasombra.
La presión golpeaba su mente mientras aquella cosa se debatía por recuperar el control, pero bien fuera por la fuerza de voluntad o por la locura del frenesí en el que Lucita ni siquiera sabía que estaba sumida, el caso es que no podía obligarla a detenerse. Se sintió como si la levantaran y la apoyaran, como si alguien la mantuviera arriba y la ofreciera su fuerza para aguantar un poco más. La mente del Anciano la inundaba como una marea pero no era capaz de controlar sus pensamientos.
Su nueva fuerza manaba a borbotones como la sangre de una herida. Entre un segundo y el siguiente se encontró convertida en un cuerpo físico otra vez e incapaz de continuar con su transformación en sombra. Aun así, continuó atacando pero había empezado a ser un ejercicio inútil. Incluso aún teniendo la fuerza necesaria para golpear (una potencia que estaba perdiendo rápidamente) su forma sólida no podía causar daños a la oscuridad.
Su fuerza se desvaneció hasta desaparecer y, a pesar de ello, el drenaje no cesó. Su visión, la poca que le restaba entre aquellas tinieblas, se nubló. Sus rápidos pensamientos empezaron a ralentizarse. Incluso el dolor, su última ancla a la no-vida, se desvaneció.
Aquí, al final, perdería su independencia antes de la muerte. Sería absorbida por aquella cosa monstruosa y carecía de la fuerza necesaria para detenerlo. Ella…
—Hola Lucita.
Con la escasa movilidad que le quedaba, giró la cabeza para mirar, conmocionada, a la fuente de aquella voz que reconocía. Miró hacia arriba, y no a la oscuridad, sino a un rostro enmarcado por cabellos rubios y rodeado de luz, y lloró sus últimas lágrimas. Eran lágrimas de alegría porque había ganado.
Lucita extendió la mano para coger la de Anatole y dejó tras de sí su cuerpo para que fuera absorbido por la sombra que ya no podría causarle daño. Y desapareció.
El Valle del Tigris
Oeste de Qalat’at Sherqat, Iraq
La entidad Abisal flotó sobre el desierto. Durante algún tiempo dejó de moverse por completo. Los zarcillos y miembros de sombra pendieron inmóviles y arrastrándose sobre la arena. Las estrellas seguían cegadas, pero la oscuridad había dejado de expandirse y de moverse.
Porque aquellas tinieblas no entendían. En esa fracción de su mente aún capaz de sentir confusión; ahí reflexionaba sobre lo que acababa de ocurrir. Era inconcebible. La cosa de sombra no podía aceptar, como tampoco lo haría un ser humano, que uno de sus miembros se había vuelto en su contra.
Recapacitó durante un rato hasta que desechó estas preocupaciones y volvió a centrar su atención en el asunto que tenía entre manos. Pero un “rato” para una entidad que no moría, y que se tomó otro instante para reunir las sombras que habían caído bajo ella, era mucho por lo que cuando volvió a ser consciente de lo que la rodeaba, el desierto estaba vacío. Aun así, sintió la atracción de aquel al que buscaba en la dirección por la que había venido.
Sintió también el peso del cielo y supo que la claridad no estaba lejos.
Despacio, la sombra se hundió en la arena. Mañana por la noche volvería a cazar a la criatura escurridiza. Y continuaría, pues aún quedaba mucho que hacer antes de que los demás despertaran…
Una casa abandonada
Qalat’at Sherqat, Iraq
La noche que siguió a la de la muerte de Lucita, Beckett se despertó en una cama plegable en una casa abandonada a las afueras de la ciudad. Se sentía abatido, asqueado, exhausto y completamente conmocionado hasta lo más profundo de su alma por el sacrificio de la Lasombra. Los demás y él habían huido de allí en el mismo instante en que la gran sombra había dejado de moverse, y habían llegado a las afueras de Qalat’at Sherqat apenas una hora antes del amanecer. La ciudad había hervido con una actividad sombría; los equipos de rescate y los ciudadanos voluntarios buscaban entre los escombros, con herramientas insuficientes y manos ensangrentadas, para rescatar a cualquiera que hubiera quedado atrapado. Los bomberos, muy mal equipados, luchaban por controlar los diversos incendios que se habían prendido en medio de aquella devastación. Las ambulancias transportaban a los heridos a unos hospitales que a duras penas contaban con el suministro necesario para atenderlos a todos.
Beckett y los demás habían ignorado aquellas escenas y habían buscado un lugar donde refugiarse del próximo amanecer. Por suerte, Rayzeel los había llevado a una zona de las afueras donde podrían encontrar varias casas abandonadas por los que fueron desplazados durante la guerra. El Gangrel había entrado, dando trompicones, debilitado y herido, en una; había aspirado unas cuantas veces y determinado, gracias al olor, que ningún mortal había estado dentro desde hacía meses. Sus compañeros y él habían entrado en el sótano y se habían sumido en el sopor en cuanto llegó el alba.
Entonces, Beckett abrió los párpados con dificultad y vio a Rayzeel yendo de un lado al otro de la habitación, haciendo cosas a su alrededor. Cesare y Kapaneus apoyados contra la pared, la miraban sombríos. A Bell no se le veía por ninguna parte y Beckett se figuró (de forma acertada) que el Brujah estaría de caza.
Rayzeel se había quitado el burqa y vestía solo una sencilla falda y una blusa. Por primera vez, el Gangrel la miró detenidamente. Era hermosa de una manera extraña y simple. Sus rasgos eran afilados y su cabello de un castaño oscuro brillante. Definitivamente tenía el aspecto de alguien de otra época, aunque Beckett no estaba seguro de qué era lo que la hacía parecer una reliquia andante. También advirtió, y no pudo evitar estremecerse aunque esperara verlo, el tercer ojo que miraba, y que casi no parpadeaba, desde el centro de su frente. Ella se percató de su movimiento, supo que estaba despierto, y se sentó suavemente junto a él en la cama.
—Descansa —le dijo—. Te sentirás cansado durante unos momentos más.
—¿Cansado? ¿Por qué? —Al menos intentó preguntarlo. Se sorprendió al oír que sus palabras se arrastraban y al darse cuenta de que estaba más exhausto de lo que el marchitar le había hecho sentir cuando finalmente hizo mella en él—. ¿Qué…? —intentó de nuevo, pronunciando cada palabra con un énfasis deliberado—. ¿Qué me has hecho?
—No te enojes con Rayzeel —le pidió Kapaneus, dando un paso al frente—. Todos estábamos de acuerdo en que era necesario.
—Kapaneus —dijo Beckett. Pudo pronunciar más rápido y mejor cuanto más hablaba—, voy a arrastrarme fuera de esta cama y empezaré a romper cuellos si alguien no me dice ¡de qué demonios estáis hablando!
—Te he limpiado —respondió Rayzeel. Su tercer ojo brillaba tenuemente.
Y, ante la mirada horrorizada de Beckett, Kapaneus asintió.
—Permaneciste sumido en el sopor más tiempo que nosotros. Supongo que debido a tus heridas. —Hubo algo en la mirada del antiguo que le hizo suponer que tenía todavía más que contarle. Kapaneus debía saber que el marchitar lo había atacado finalmente—. Sabíamos que la oscuridad se volvería a cernir sobre nosotros y también sabíamos que sería porque vendría a por ti. Rayzeel y yo examinamos tu aura muy detenidamente y descubrimos que tu alma estaba manchada.
—Supusimos —continuó la Salubri, allí donde Kapaneus lo había dejado— que era por esta mancha por la que la sombra se veía atraída hacia ti. Pensé que podría limpiarla y protegerte, bueno, protegernos a todos. Pero no podía esperar a que despertaras para pedirte permiso.
Beckett se incorporó y miró con fiereza a la mujer. Conocía a los Salubri lo suficiente como para saber lo que ese proceso requería.
—Así que, sin preguntarme, ¡¿te limitaste a sacarme el alma del cuerpo y andar jugueteando por aquí con ella?! ¿Qué más me has hecho, maldita…?
—¡Beckett! —La voz de Kapaneus tronó en la habitación. Cesare dio un respingo, el Gangrel se aplastó contra la pared e incluso Rayzeel pareció asustada. Beckett estaba incluso sorprendido de que aquel grito no hubiera sacudido el polvo pegado a las paredes—. Tú, entre todas las personas, deberías ser capaz de no ceder ante las supercherías. Si Rayzeel hubiera estado “jugueteando” con tu alma, ya no estarías aquí para preguntarle nada. Esta mujer, a la que debería recordarte que has estado buscando durante varios meses, puede haberte salvado.
Beckett asintió una vez, despacio, y se giró hacia Rayzeel.
—Lo lamento —y si aún quedaba algo de aquella furia en su mirada, por lo menos no se traslució en su voz—, todavía estoy un poco agobiado.
—Es comprensible. Mi gente y yo estamos acostumbrados al temor que inspiramos a los demás.
No pudo evitar preguntarse si le haría sentir mejor saber que los Tremere, el azote de los Salubri y la fuente culpable de la mayor parte del odio que cayó sobre ellos con el transcurso de los siglos, aparentemente habían desaparecido. Decidió que, al menos por ahora, no sería así.
—Así que —insistió—, ¿cómo sabremos si…
—¡Atentos! —Oyeron el grito y las fuertes pisadas en el piso de arriba y en las escaleras que conducían hacia abajo, antes de que Bell entrara en la habitación, con el arma preparada para disparar—. ¡Ha vuelto!
—… ha funcionado? —concluyó el Gangrel.
Rayzeel lo miró con los tres ojos.
—Esperaremos.
Durante varios minutos todo quedó en silencio. Luego, filtrándose desde las calles de más arriba, oyeron los gritos. Al principio, cuando la oscuridad se acercaba, eran gritos de pánico. Entonces la tierra tembló y el silencio se vio quebrado por el sonido constante de los miembros de sombra destruyendo un edificio tras otro. En ese momento, los gritos de pánico pasaron a ser también de agonía. El sonido les llegó primero de una dirección, luego de la otra, sin aparente concierto ni sentido.
—¡Está atacando al azar! —siseó Beckett.
Y, entonces, tal y como había empezado, el ruido y los temblores los pasaron de largo y desaparecieron.
En esta ocasión, cuando Beckett se giró hacia Rayzeel, su enojo había desaparecido por completo.
—Gracias —susurró.
La Salubri sonrió.
—De nada. Pero creo que esta no es la razón por la que me buscabas.
El Gangrel se acomodó hasta que estuvo sentado con las piernas cruzadas encima de la cama. Rayzeel se levantó y se quedó, de pie, junto a la puerta. Kapaneus se apoyó en la pared, justo enfrente de ella. Bell y Cesare abandonaron la habitación para vigilar arriba, por si acaso.
—Kapaneus me ha hablado un poco de tu búsqueda —le informó Rayzeel—. Aunque, francamente, casi no era necesario. Teniendo en cuenta las intenciones de Lucita, supuse que las tuyas serían parecidas.
—Bueno, no exactamente. Lucita quería detener la Gehena. Ella… —calló durante un momento—. No puedo creer lo que hizo.
Kapaneus asintió despacio.
—Me enorgullezco de mi capacidad para juzgar a los demás y a mí también me sorprendió, Beckett. Pero, ¿entiendes que no lo hizo por nosotros?
—Lo sé. Fue por su necesidad de ser libre. En cualquier caso… no sé si yo podría haberlo hecho.
Durante un rato, ninguno de los tres tuvo más que añadir.
En una calle ruinosa
Qalat’at Sherqat, Iraq
Cesare se quedó mirando a un inmenso montón de escombros que una vez había sido un edificio; un edificio donde habían habitado personas y donde habían reído. Ahora era una tumba, un monumento a los monstruos. El ghoul amaba a su señor, no podría ser de otro modo, pero, de cuando en cuando, también se sentía resentido hacia él. Casi lo odiaba por mostrarle el mundo como era realmente.
Estaba agradecido de que Bell hubiera sugerido que se separaran para cubrir un número de calles mayor, pudiendo así irse por otro camino. La verdad es que no le apetecía estar rodeado de vampiros, por ahora.
Desgraciadamente, no tuvo oportunidad de cambiar de opinión.
Unas manos poderosas, demasiado fuertes incluso para que un ghoul pudiera deshacerse de ellas, lo envolvieron desde atrás y le partieron el cuello rápida y silenciosamente. Cesare, con la cabeza girada casi ciento ochenta grados, murió viendo el rostro de su asesino.
Un criminal que tenía un rostro igual que el suyo.
Bell, después de recorrer la zona durante un rato, había regresado a la entrada de la casa en la que sus compañeros se estaban recuperando. Miró sin parpadear cómo el humo ascendía hacia el cielo nocturno desde los fuegos ardientes que asolaban Qalat’at Sherqat y vio cómo los escasos habitantes que todavía moraban a este lado de la ciudad, rescataban a los supervivientes de entre los escombros.
Cuando Cesare apareció por la calle y pasó rápidamente junto al antiguo arconte, saludándolo con un breve gesto de la cabeza, Bell casi ni se percató de su presencia.
Una casa abandonada
Qalat’at Sherqat, Iraq
Abajo, el silencio continuó, pues ni Rayzeel, ni tampoco Kapaneus, querían interrumpir las cavilaciones de Beckett. Finalmente, y como si nunca hubiera dejado de hablar, continuó:
—Ella quería detener la Gehena, pero yo dudo que eso se pueda hacer. Solo quiero comprender cuál es el propósito de la existencia de los Vástagos antes de que todo termine.
La Salubri rió, pero era una risa con alegría y carente de mofa.
—No es poco lo que preguntas, ¿verdad?
Beckett sonrió un poco.
—El mundo está a punto de acabar, o, al menos, el nuestro. No hay razón para no darse el gusto.
—¿Y por qué crees que yo puedo ayudarte?
—Sobre todo por tu sire. Se dice que Saulot era el más sabio e instruido de los Antediluvianos. Sus escritos son famosos y es el estudioso más preciso y mejor en lo que respecta a las profecías acerca de la Gehena. Y, según cuentan, era el favorito de Caín. Supongo que pensé que si había alguien que pudiera ayudarme a encontrar mis respuestas, sería él y, por proximidad, su chiquilla.
—Entiendo —Rayzeel pareció meditarlo durante un instante—. No puedo darte respuestas específicas. —Beckett sintió cómo su corazón, que no latía, se encogía—. No conozco los pensamientos de Dios y tampoco los de Caín más que tú mismo. Pero puedo contarte y discurrir contigo de la misma manera que mi padre lo hacía conmigo. Tal vez, de la sabiduría de Saulot, puedas sacar tus conclusiones.
Beckett no pudo evitarlo y se echó a reír.
Rayzeel parpadeó, sorprendida.
—¿Te parece gracioso?
—No, de ninguna manera. Lo siento. Es solo que… dices que me puedes hablar de los pensamientos de Saulot como si fuera un pequeño regalo. No es así, Rayzeel. ¡Por Dios! Me ofreces los conocimientos que podrían darle sentido a toda mi existencia.
—¿Y crees que tu existencia no tendría sentido si no, Beckett? Me cuesta creerlo. Pero si eso es importante para ti…
—Lo es.
—Entonces estaré encantada de ayudarte. —Rayzeel sonrió una vez y, mientras hablaba, sus ojos parecieron resplandecer.
Y, en ese momento preciso, sus ojos se iluminaron.
Un súbito siseo llenó la habitación, seguido por un golpe sordo. Una luz rojiza manó de la boca abierta, de los ojos e incluso de las fosas nasales de Rayzeel y salió humo de su nuca. La mirada horrorizada de Beckett se encontró con la de la mujer y ella parecía estar ligeramente confusa, como si hubiera olvidado en qué estaba pensando.
De pronto, la hija de Saulot, que había llevado consigo la sabiduría y el amor de su sire durante varios miles de años, cayó al suelo y su cuerpo antiguo se deshizo en un montón de cenizas antes incluso de posarse. Rayzeel murió y, con ella, toda la sabiduría que tenía.
Beckett solo podía mirar. Su mente se negaba a aceptar lo que acababa de ocurrir. Incluso Kapaneus, que normalmente estaba impasible, parecía conmocionado por lo súbito de los acontecimientos.
En el umbral, detrás del lugar donde había estado Rayzeel, Cesare aguardaba agachado y con un pie en las escaleras. En la mano izquierda tenía una pesada pistola; en la derecha, una pistola de bengalas. La tiró a un lado con despreocupación.
—Eso —dijo en una voz que no se parecía nada a la de Cesare— bastará.
—¿Quién… quién eres tú? —Beckett se dio cuenta que incluso hablar suponía un gran esfuerzo—. Tú no eres Cesare.
—No, no lo soy. —La imagen de su ghoul fluctuó un instante, como lo haría un espejismo, y entonces otro apareció en su lugar. No era alto, pero tenía una constitución fuerte. Vestía una camisa de franela y su rostro estaba oculto por una barba poblada. Era, Beckett se percató, el hombre que había visto en el tren y en las calles de Viena—. Me llamo Samuel —sonrió al presentarse—, es un placer para ti conocerme.
—No sé quién eres. —Todo su mundo pareció volverse del revés—. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué le has hecho eso a ella?
—Cierto, tú no me conoces, pero yo a ti sí, Beckett.
—¿Y Cesare?
Samuel señaló a las cenizas humeantes.
—Como ella, bueno, sin el efecto de la rápida descomposición, claro está. Yo…
Beckett gritó una vez y llamó a su Bestia interna. De haber estado en sus mejores condiciones, habría cruzado la habitación y ensartado sus garras en Samuel antes siquiera de que este hubiera podido reaccionar. Pero, herido como estaba y atrapado en las primeras etapas del marchitar, le llevó más de un instante cruzar esa distancia.
Y eso era cuanto necesitaba Samuel. Disparó tres ráfagas que tiraron a Beckett al suelo. Este rodó y se volvió a poner de pie para cargar nuevamente, solo a tiempo de ver cómo el intruso desaparecía de su vista.
Finalmente Bell llegó, atraído por el grito de Beckett y el sonido de los disparos, y encontró al Gangrel hecho un ovillo en el centro de la habitación, llorando sobre un montón de cenizas; cenizas que no solo representaban la muerte de Rayzeel, sino de la última oportunidad que tenía Beckett de obtener sus respuestas.
Almacenes Wexler e Hijos
Long Beach, California
El almacén estaba parcialmente quemado por haber sido víctima, hacía ya varios meses, de un incendio que había empezado por culpa de dos trabajadores irresponsables y de un cigarrillo mal apagado. La estructura seguía en buen estado, pero la pérdida de la mercancía había provocado que los dueños se arruinaran y que huyeran de la ciudad antes de que sus acreedores vinieran a pedirles lo que les debían. El almacén había quedado así abandonado hasta que sus actuales inquilinos, que eran muy distintos a los primeros, lo ocuparon.
Arriba, en el despacho, detrás de una pesada mesa que había sobrevivido con pocos daños al incendio, estaba sentada Jenna Cross con la cabeza entre las manos. No entendía cómo las cosas se habían torcido tanto en tan poco tiempo. En su mente no dejaban de dar vueltas los acontecimientos recientes.
Todo ello era inconcebible. Por todo el mundo los vampiros se estaban debilitando y muriendo. El marchitar afectaba ya a toda la población de Vástagos, salvo a los sangre-débil y no había garantías de que ellos no fueran a ser los siguientes. Ocurrían cada vez más fenómenos extraños e inexplicables. Había oído las historias que hablaban de un viento cálido que destruía todo a su paso y de una nube de oscuridad que dejaba tras de sí a gente aterrorizada y muchísimos cadáveres. Y había oído otros rumores, menos extendidos pero igualmente inquietantes; algo insólito había despertado en el alcantarillado de Londres y había devorado a todos los Nosferatu; una masa de cuerpos sin vida había aparecido e inundado el centro de Manhattan; y algo más estaba provocando que todos los Vástagos de El Cairo huyeran o se volvieran locos. Aquello bastaba para hacer creer a Cross, que siempre había desechado las profecías de Jack como las charadas de un loco (¡y Dios, cuánto lo añoraba ahora!), preguntarse si no sería verdad que la Gehena estaba cerniéndose sobre el mundo de los vampiros.
Y, a pesar de todo, con todo lo que habían conocido desmoronándose a su alrededor, ¡la Camarilla continuaba su persecución de los sangre-débil!
Hardestadt y los demás se habían vuelto jodidamente locos. Era la única explicación. En las últimas semanas, las tropas de la Camarilla habían renunciado a todo su secretismo. Oh, todavía decían que contemplaban las reglas de la Mascarada, pero habían dado de lado la guerra encubierta. Todavía se estremecía al recordar la explosión que había hecho temblar las paredes y rechinar los dientes una mañana, justo antes del amanecer. Recordaba haberse escondido en el maletero de un coche, viendo, a través de sus lágrimas ensangrentadas, cómo se aproximaba el día y su hogar reducido a cenizas, así como las otras casas habitadas por los sangre-débil en el vecindario. No solo había perdido su casa aquella mañana. Había perdido también a algunos amigos; personas que o bien no habían podido escapar a la explosión o que no habían podido encontrar un refugio antes del alba.
El mayor número de sangre-débil no había significado nada contra un enemigo que, sencillamente, había dejado de contemplar las normas. No había nada que pudieran hacer, ningún lugar al que acudir para vengarse. Cross no estaba dispuesta a destruir su ciudad para conservar su dominio sobre ella. Pero, al parecer, la Camarilla no tenía los mismos escrúpulos. Después de la tercera noche de explosiones, el gobierno había decidido tomar cartas en el asunto. Había unidades de la policía y del ejército patrullando las calles durante el día y la noche, y cientos de personas, si no miles, fueron detenidas e interrogadas por causas tan frívolas como que habitaban en lugares cercanos a donde se habían producido los ataques o que descendían de los padres equivocados. Y, a pesar de todo, los ataques habían continuado porque Hardestadt y los demás líderes de la Camarilla tenían suficientes espías entre los gobernantes y en el ejército como para saber dónde despistar a las patrullas y atacar cuando estas estuvieran en otro sitio. Los Ángeles ardía en llamas, vecindarios enteros eran evacuados, la gente se amontonaba aterrorizada en sus casas y, pese a todo, aquella destrucción parecía no tener fin.
Y Cross había perdido como supo desde el momento en que había empezado todo.
En muy pocas semanas, su gente y ella habían perdido todos los territorios que habían logrado dominar en meses de lucha. Algunos grupúsculos de sangre-débil resistían en Los Ángeles, pero la mayoría de los suyos se había retirado a las ciudades más pequeñas de los alrededores. Su actual “base de operaciones”, aquel almacén decrépito en Long Beach, era la tercera desde la destrucción de su casa. Estaba segura de que tampoco sería la última, pero, al menos durante unas cuantas noches, estaría segura.
Se permitió el lujo de llorar por sus amigos y sueños perdidos y solo porque no había nadie en el despacho con ella.
—Lo creas o no —le dijo una voz ronca, pero en tono suave, a sus espaldas—, yo te entiendo.
Cross se puso de pie, con la Glock en la mano, antes de que su última lágrima se posara sobre la mesa. Tres pasos hacia atrás la sacaron del alcance de quien quiera que fuera (aunque, de hecho, había reconocido la voz) y en una posición aventajada que le permitiría saltar hacia la puerta o cubrirse detrás de la mesa.
—Beckett —gruñó. Luego parpadeó, sorprendida—. Tienes un aspecto lamentable.
El Gangrel asintió una vez. Tenía los ojos hundidos y la piel pálida. Parecía que no se hubiera alimentado desde hacía varias noches. Sus ropas estaban rotas y tenía varias cicatrices y quemaduras que no habían terminado de curarse todavía. Cross no se dio cuenta de que ya no llevaba las gafas de sol puestas; solo lo había visto una vez y, en aquella ocasión, ignoraba por qué las llevaba.
—Tú aspecto no es mucho mejor.
—¿Estás aquí para aprovecharte de eso? —inquirió con un poco de su antigua vehemencia—. ¿Has venido para terminar el trabajo?
Beckett suspiró y se sentó en una de las esquinas de la mesa.
—Cross, llegaste a recibir mi mensaje, ¿no es cierto?
—Sí, me lo entregó el único de los míos al que no mataste en Miskolc.
—Gente que, si mal no recuerdo, enviaste a que me mataran. No esperes que me disculpe por eso. —Entonces, negando con la cabeza, continuó—: Cross, no he venido aquí como enemigo tuyo. Si así fuera, te hubiera decapitado por detrás sin revelar mi presencia. Estoy más débil que antes —admitió, dándose cuenta de que no podía esconder aquel hecho—, pero todavía soy lo bastante rápido y fuerte para hacer eso.
Jenna frunció el ceño y, sin embargo, bajó el arma.
—¿Cómo has conseguido entrar? Cuando conseguimos descubrir qué habías hecho en la casa, instalamos detectores de humo cerca de todas las puertas y ventanas de los edificios en los que hemos estado. No deberías haber podido entrar como niebla.
—Francamente, no estoy seguro de que eso funcionara, Cross. Tendría que esforzarme por flotar el tiempo suficiente cerca de uno de los detectores para que diera la alarma. —Beckett se encogió de hombros—. Pero, da la casualidad de que me transformé en murciélago y conseguí que uno de tus chicos me trajera hasta aquí en la mochila que utiliza para transportar su AK por ahí. Entonces esperé y cuando te vi aparecer, subí.
—Muy bien, ¿y si no estás aquí para matarme, y, por cierto, que sepas que no termino de creerlo, por qué has venido?
—Ah, no. Primero tú. ¿Cómo supiste que estaba en Miskolc?
Cross pensó si negarse a responder o mentir y, entonces, se encogió de hombros mentalmente. ¿Para qué iba a tomarse la molestia?
—Un contacto me dio el número de serie de tu avión.
Beckett asintió.
—Y, por casualidad, ¿no será el mismo tipo que te ha estado poniendo en mi contra, verdad?
—¿Poniéndome en tu contra? Dame un respiro, Beckett. Él me contó todo sobre ti. Sé lo que me harías para saber más sobre tu querida Gehena o lo que otros harían si les contases que soy quien tú crees.
—No me importa una mierda quién seas. ¿Era el mismo tipo?
Ella se cruzó de brazos y no respondió.
—¿Un tío con barba —insistió Beckett—, con camisa de franela y que se hace llamar Samuel?
La expresión de desafío desapareció del rostro de Jenna Cross.
—¿Cómo sabes…?
—Te han engañado, Jenna. Desde el principio. Y, si te hace sentir mejor, también a mí.
Durante varios minutos Beckett estuvo hablando. Al principio, Cross lo interrumpía a menudo, inquiriéndole acerca de alguna afirmación o negando otra cosa. Al final, sin embargo, se sentó en la silla y negó con un gesto, no por incredulidad, sino por causa de la desesperación y la ira creciente.
—Soy una idiota —concluyó.
—Puede ser —respondió Beckett, evasivo. Luego, como respuesta a la mirada fulminante de la mujer, añadió—: pero podría haber otra explicación. ¿Por qué confiaste en él?
—Yo… —Jenna no encontraba las palabras—. No estoy segura —admitió finalmente.
Beckett volvió a asentir.
—Un condicionamiento. Supongo que no lo has visto durante algún tiempo o sería aún más fuerte. Tienes suerte de que lo único que hiciera fuera convertirte en una crédula.
Cross lo fulminó con la mirada.
—Muy bien, Beckett, suponiendo que tengas razón, ¿por qué me cuentas todo esto?
—Porque he tenido un mes de mierda, me estoy quedando sin tiempo y tengo que empezar otra vez desde el principio. No tengo ni el tiempo, ni las ganas de seguir esquivando a tu gente o a los de la Camarilla.
—Bueno, ya no tendrás que preocuparte más por nosotros —le dijo y Beckett percibió el temblor en su voz—. Ya estamos fuera de la partida. La Camarilla casi nos ha destruido.
Intentó mirar hacia otro lado, ocultar la emoción que había en sus ojos, pero el Gangrel le sostuvo la mirada.
—No te atrevas a darte por vencida ahora.
Cross parpadeó. No se lo esperaba.
—¿Y a ti qué coño te importa?
—¿Qué crees que es el marchitar?
—No me he parado a pensarlo.
—Yo no lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es que tiene que ver con el fin. Quizá sean los Antediluvianos los que drenan la fuerza y la vida de su progenie. Se supone que despertarían y se alimentarían cuando hubiera llegado la Gehena. Y tal vez eso explique lo que está ocurriendo.
—¿Crees en ellos?
—Cross, yo he visto a uno. En cualquier caso, sea lo que sea lo que está ocurriendo, empezó por arriba, con los Ancianos, y se ha abierto paso hasta abajo. Los únicos que no lo sufrís sois los sangre-débil. Tú y los tuyos.
“No sé si alguno de nosotros va a sobrevivir a la Gehena. Para ser sincero, no lo creo. Pero si hay alguien que lo puede conseguir, esa eres tú. Y eso significa que dependerá de ti el que la sociedad de los Vástagos se regenere.
—Oh, por Dios, ¡más presión, no!
—No te agobies. Posiblemente hayas muerto antes de ver tu obra terminada.
—¿Es así como intentas animarme?
—No, lo único que hago es decirte cómo son las cosas. Seguramente sobrevivas un poco más que nosotros. Pero, quizá, puedas prolongar tu existencia. Y eso significa que tendrás que continuar ahora. Lo que descarta la posibilidad de que te des por vencida.
—Un gran discurso, entrenador, ¿y cómo lo consigo?
—Tú y yo tenemos dos enemigos en común. Te voy a ayudar a encargarte de uno, del otro… —Beckett se levantó y señaló hacia la ventana. Cross miró hacia donde apuntaba y vio una figura de pie en un tejado cercano. Era un hombre negro enorme, vestido con una chaqueta de cuero y una gorra de béisbol—. Para ocuparte del otro —continuó Beckett, con una sonrisa en los labios— necesitarás a un especialista.
—Posiblemente. Dile a tu gente que lo dejen entrar y hablaremos.
Por primera vez en varias semanas, Jenna Cross sonrió.
Apartamentos Parque de Lincoln
Chicago, Illinois
La llamada en la puerta fue sorprendente, y no solo porque el propietario de la casa estuviera perdido en sus pensamientos, sino porque nunca recibía visitas. Jamás. Con mucha cautela se levantó desde detrás de la mesa del ordenador y cogió un revólver Smith & Wesson que había en un armario cerca de la puerta. Después de un momento de concentración, su apariencia se nubló y desapareció hasta ser invisible para todas las miradas mortales (y también para la mayoría de las inmortales). Entonces, y solo entonces, se inclinó para echar un vistazo por la mirilla.
Durante un prolongado instante se limitó a mirar. No creía que lo volvería a ver en algún tiempo, al menos, no en persona. Entonces, habiendo tomado una decisión, volvió a hacerse visible y, guardando el arma de nuevo en el armario, abrió la puerta.
—¡Beckett! —exclamó con una gran sonrisa en la cara y haciéndose a un lado para que su amigo entrara—. Menuda sorpresa. Por favor, entra.
No obstante, durante un rato, Beckett se quedó quieto. Sencillamente lo miró.
—Bueno —dijo, por fin, sacudiendo la cabeza, asombrado—, eso explica muchas cosas. —Pasó dentro y cerró la puerta tras él—. ¿Cómo estás, Okulos?
—Mucho mejor, como puedes ver, las heridas hace mucho que terminaron de sanar.
Beckett lo miró directamente a la cara.
—Por lo visto, no es lo único que ha cambiado.
Se acarició la barbilla.
—¿Te gusta?
Okulos, que había sido tan feo como la encarnación de la peor pesadilla, ahora parecía casi humano. Nunca había sido atractivo, maldita sea, ni siquiera había llegado al nivel de “algo menos que aceptable”, pero sus rasgos se habían transformado y su tez había perdido gran parte de su color enfermizo. Bajo una luz tenue o echándole un rápido vistazo, la gente pensaría que no era más que del montón.
—¿El marchitar? —le preguntó el Gangrel.
Okulos asintió.
—Soy uno de los, vaya, afortunados. Solo unos cuantos de mi clan padecen este síntoma. Y muchos menos han cambiado tan rápido como yo. Ya tenía este aspecto mucho antes de empezar a debilitarme.
—Ya veo. Sí, supongo que eres afortunado.
Beckett paseó por el apartamento hasta que se quedó junto a la ventana. Apartó las cortinas a un lado y miró las luces titilantes de Chicago.
Y allí se quedó, como si estuviera esperando. Finalmente, cuando Okulos abrió la boca para preguntar, el Gangrel habló.
—Fue aquella pistola de bengalas la que lo puso todo en su lugar, Okulos.
El Nosferatu parpadeó, confuso.
—¿Perdón?
—La pistola de bengalas. Tú nunca viajabas sin ellas. Todavía conservabas la bandolera cuando te encontré en Kaymakli. —Beckett siguió mirando por la ventana—. Deberías haber usado otra cosa cuando te deshiciste de Rayzeel.
—Beckett, no soy el único que utiliza pistolas de bengalas.
—Cierto, pero es lo bastante insólito como para recordarlo y fue precisamente ese detalle por el que me puse a pensar. Yo no conocía a “Samuel”, pero estaba claro que él a mí sí. Me conocía lo bastante bien como para seguirme hasta Viena, también lo suficiente como para mantener informada a Jenna Cross y darle el número de serie de mi avión. Y, además, para seguirme hasta Iraq. Conocía a Cesare lo bastante como para engañar a Theo Bell al suplantarle; Bell no conocía bien a Cesare, pero, por naturaleza, es bastante observador. Solo hay una persona en este mundo que podría haberlo conseguido, Okulos.
Beckett se giró. Su viejo amigo lo miraba con los ojos entornados. Estaba de pie, más o menos, en el centro de la habitación.
—Contéstame a una cosa, ¿por qué tuviste que matar a Victoria Ash? He oído que Hardestadt sumó eso a mi lista de crímenes; supuse que sería obra tuya.
—Porque te ayudó. Señaló a los Tremere y no quería que volviera a hacerlo. Además, a pesar de ese corazón negro que tenía, te estimaba.
—¿Y Cross? ¿Cómo la metiste a ella en esto?
—Gracias a mis infalibles consejos tácticos. Todavía conservo algunos contactos en la jerarquía de la Camarilla; los suficientes como para poner en un compromiso a Hardestadt y a sus lacayos. Y manipulando unos cuantos temores e inseguridades de la chica…
—Sin mencionar el control mental.
—Ah, sí, eso también.
Beckett asintió.
—Eso explica por qué podías encontrarla cuando Hardestadt no, ¿verdad? —Negó con un gesto, con rencorosa admiración—. Esto no debe haberte resultado fácil. ¿Acaso no sufrías los efectos del marchitar? Supongo que debías estar aterrorizado por si tu disfraz de Cesare desaparecía.
—Sí, lo cierto es que me preocupaba. —La voz de Okulos todavía parecía casual, como si estuvieran discutiendo sobre los resultados de un torneo de béisbol. Okulos se dio cuenta de que estaba revelando sus secretos con tanta facilidad porque quería que Beckett comprendiera lo que había hecho—. Pero es increíble lo que uno puede hacer cuando tiene la motivación adecuada. Solo tuve que mantenerlo el tiempo suficiente como para pasar al lado de ese fortachón.
—Y no estabas preocupado por si alguien era capaz de ver a través de tu disfraz de “Samuel” porque no era sobrenatural. —Beckett negó con la cabeza—. ¿Una barba falsa?
—Y otro maquillaje.
—Bien. Y como ahora tienes un aspecto menos monstruoso, tu barba poblada ocultaba todos los rastros de tu inhumanidad. —El Gangrel perdió un poco la compostura y frunció el ceño. Un leve gruñido emergió de su garganta—. Por lo menos, en el exterior.
La mirada de Okulos se posó en la pistola que había en el armario y Beckett volvió a negar con la cabeza.
—Ni siquiera lo intentes.
—¿Por qué habría de intentarlo? Mátame si quieres, Beckett. Ahora ya no cambiará nada. Mi propósito no era matarte, solo que nunca encontraras lo que estabas buscando. Y ahora ya es demasiado tarde. El caos gobierna la sociedad de los Vástagos. Una de las grandes sectas se ha desintegrado, mientras que la otra amenaza con derrumbarse al menor obstáculo. Unas criaturas que ni siquiera podríamos haber imaginado, moran entre nosotros. No hay forma de que puedas encontrar tus respuestas antes del fin, Beckett, y, sobre todo, no ahora que te he obligado a empezar desde cero. Así que, mátame si quieres. Solo significará que moriré unos meses antes. Pero, en cualquier caso, habré ganado.
El silencio en la habitación aumentó hasta convertirse en algo incómodo. Los vampiros no dejaban de mirarse el uno al otro. Estaba claro que Okulos esperaba algo, quizá responder a una pregunta específica.
Beckett se negaba a formularla. No hacía falta. Sabía por qué Okulos había hecho todo aquello, de hecho, debería haberse dado cuenta mucho antes.
En la única noche que estuvo en Kaymakli, los fantasmas e imágenes que vio allí habían infectado sus sueños como un virus. Había sido testigo de eventos pasados a través de un filtro de rabia, odio y culpabilidad. Y en uno de esos sueños, el encarcelamiento de Okulos no había sido fruto de un accidente, sino el resultado de un acto deliberado de sabotaje.
En una noche. Pero el Nosferatu había estado atrapado en ese lugar de pesadilla durante varios años; los sueños constantes habían chocado con sus recuerdos hasta que ningún esfuerzo, por máximo que fuera, podría distinguirlos. Solo Dios sabía lo que pensaba que Beckett le había hecho o por qué. Solo Él conocía los remordimientos que abrigaba. Quizá pensaba que, si hubiera estado libre, habría triunfado allí donde Beckett fracasó, que tal vez hubiera podido encontrar las respuestas que ambos ansiaban y que incluso podría haber hallado la forma de detener el fin antes de que este empezara. Solo Dios sabía cuándo se había vuelto loco y en qué momento habían comenzado a gobernarle las mezquinas y vengativas necesidades de la Bestia. Que culpaba a Beckett de su encierro era, de todos modos, evidente.
Y, lo que era aún peor, el Gangrel se había dado cuenta de una cosa terrible cuando llegó a la conclusión de quién era Samuel. Sabía que, de alguna forma, Okulos estaba en lo cierto.
No, no había orquestado deliberadamente la reclusión de su amigo. ¿Pero acaso había hecho cuanto había podido por liberarlo como prometió que haría? Durante los últimos años, sus esfuerzos por liberarlo habían ocupado solo su tiempo libre; solo cuando no tenía que perseguir otra cosa de forma más activa, se había dedicado a esa labor.
¿Pero adónde le habían llevado esas otras cosas? Enfrentado a la Gehena, se daba cuenta de que no estaba más cerca de obtener las respuestas de lo que había estado antes y lo poco que había conseguido ocurrió una vez que Okulos estaba libre. Con toda seguridad podría y debería de haber dedicado más tiempo a investigar el rompecabezas que era Kaymakli. Si lo hubiera hecho, si hubiera cumplido con su promesa en lugar de andar perdiendo el tiempo, ¿podría Okulos haber salido antes? ¿Podría haber quedado libre antes de que los sueños de los muertos lo volvieran loco?
Beckett quizá no fuera culpable del delito por el que el Nosferatu lo había castigado, pero sus manos distaban mucho de estar limpias.
No obstante, nada de aquello implicaba, claro, que el Gangrel estuviera dispuesto a perdonarle nunca lo que había hecho.
—Okulos —le dijo—, mírame.
—¿Para qué? Ya te he visto y me gusta lo que veo. A un perdedor, derrotado…
—No, mira.
Las facultades perceptivas de Okulos eran casi tan increíbles como las de Beckett. Incluso ahora, debilitado como lo estaba, todavía podía leer las auras.
Con una sonrisa vengativa en los labios, el Gangrel observó cómo se arrugaba el gesto del Nosferatu.
—No puede ser… —jadeó Okulos y retrocedió un paso.
El aura que vio alrededor de Beckett brillaba con el tenue fulgor de la calma y la alegría totales. ¿Dónde estaba la furia que no podía aplacarse, la devastadora frustración y la profunda sensación de haber fracasado?
—Apareciste demasiado tarde, Okulos. —Cada una de sus palabras parecía un puñetazo golpeándole en el estómago—. Impediste que Rayzeel me contara lo que yo necesitaba saber, pero no antes de que mencionara los nombres de otros de su clan que compartían su sabiduría. Fue bastante sencillo encontrarlos cuando tú desapareciste. Sabía que ya no me estarías vigilando.
—No, ¡no!
—Sí. Solo quería que lo supieras. —Beckett pasó junto al Nosferatu balbuceante y abrió la puerta. Se detuvo en el pasillo y miró un momento por encima de su hombro—. Mátame si quieres, Okulos —dijo, con suavidad—. No me importará porque ya he ganado.
El portazo no amortiguó del todo el grito agónico de Okulos.
Exterior de los Apartamentos Parque de Lincoln
Chicago, Illinois
Kapaneus estaba en el aparcamiento; su rostro era una máscara de concentración. Detrás de él, lo bastante lejos para que no pudiera oír ni una conversación hablada entre susurros, esperaba Jenna Cross con una docena de sus compañeros más queridos.
El antiguo dejó de concentrarse cuando vio salir a Beckett de entre las sombras. Con una expresión cansada miró al recién llegado.
—¿Funcionó?
—Eso parece. Me sorprende que no hayáis oído el grito desde aquí.
—Me alegro. Enmascarar el aura propia es una tarea sencilla. Hacerlo con el de otra persona… No estaba seguro de poderlo hacer sin tenerte a la vista.
—Lo hiciste bien, Kapaneus. Okulos se ha creído que no soy un perdedor deprimido e impotente.
—Lo que le estás haciendo es una crueldad, Beckett. ¿Lo sabes, verdad?
—Pues sí. Y esa es precisamente la razón de que lo haga. El muy bastardo se merece sufrir mucho tiempo por lo que hizo. Por desgracia, no podemos permitir que sufra todo ese tiempo. Podría decidir, cuando haya superado el trauma, venir por mí de nuevo. Y solo debe haber uno o dos tipos en el mundo que sean tan rencorosos como él. —Beckett se giró y gesticuló hacia los demás—. Apartamento 316 —le dijo a Cross cuando los sangre-débil se acercaron—. Tiene un revólver cerca de la puerta y posiblemente tenga al menos una pistola de bengalas oculta en algún lugar.
—No te preocupes, Beckett. Ese hijo de puta anduvo jugando con mi mente, nos envió tras de ti y consiguió que algunos de mis amigos murieran en el proceso. Espero que se resista.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto, Cross? Es mucho mayor que diez de vosotros juntos. Y no estamos seguros de que no haya colocado otras protecciones en tu cabeza. El que seas capaz de ver a través de sus mentiras es una buena señal, pero eso no demuestra que estés libre y que seas completamente tú.
—Yo no me preocuparía —Jenna Cross sonrió de oreja a oreja y señaló las mochilas que transportaban sus amigos—. No planeo acercarme tanto como para que me pueda decir algo. Y lo que llevamos con nosotros, podría tumbarte incluso a ti.
Beckett asintió y Jenna Cross entró en el edificio para charlar por última vez con “Samuel”. El Gangrel y Kapaneus esperaron en el aparcamiento hasta que cesaron los disparos, solo para asegurarse, y luego desaparecieron en la noche.
Posada La Misión
Riverside, California
Hardestadt no lo vio venir.
Paseaba por los pasillos de la posada La Misión, profundamente perdido en sus pensamientos. Regresaba a su habitación después de otra de esas jornadas de estrategia con los antiguos que todavía no habían sido asesinados, habían desaparecido o sucumbido completamente al marchitar. Su lista de aliados estaba menguando a ritmo acelerado; lo que no era necesariamente algo malo. Realmente no los necesitaba para mantener el asalto a los sangre-débil; maldita sea, desde el principio había querido quitárselos de en medio. Y cuantos menos antiguos quedaran, menos sangre de los prisioneros tendría que compartir y más fácil sería organizar una nueva jerarquía que reflejaría al detalle sus deseos. Le hubiera gustado saber lo que le había ocurrido a Tegyrius, en realidad solo por curiosidad, porque tampoco lo echaba de menos.
En un minuto, Hardestadt abría la puerta de su habitación, mientras contemplaba la posibilidad de acercarse al centro de encarcelamiento más cercano, y, al minuto siguiente, todo el cuerpo le dolía por las balas que le habían disparado con una cuarenta y cinco con silenciador, y que le habían impactado en el estómago.
Hace pocos meses, a Hardestadt no le hubiera supuesto ningún problema que lo disparasen. La mayoría de los Ventrue estaban dotados de la misma resistencia y tolerancia a las lesiones que tenían los Gangrel, y un antiguo como él podría haber ignorado por completo lo que, para otro Vástago, podría haber sido un ataque mortal. Pero ahora, debilitado como estaba, los impactos lo lanzaron contra la pared y el dolor era lo bastante fuerte como para evitar que pudiera defenderse o incluso gritar.
Su rostro era una máscara de furia y agonía. Miró hacia arriba y vio a varios individuos en la habitación, todos ellos armados con armas de fuego y espadas. Se concentró en el que estaba frente a sus ojos, el que había disparado. Los ojos se le abrieron como platos al reconocer a aquel hombre negro que vestía una cazadora de cuero.
—No esperaba volver a verte por aquí —afirmó Hardestadt. Su voz era lo bastante estable como para desmentir su agonía.
—¿Qué puedo decir? —respondió Bell—. Supongo que me gusta ser impredecible. Ah, por cierto, Jenna Cross me ha pedido que te diga “hola” y “adiós”.
—¿Crees que es tan fácil, traidor? Tú, mejor que nadie, sabes que este lugar está atestado de guardias. En cuanto oigan los sonidos de la pelea, vendrán al instante.
Le llevó un segundo darse cuenta de que aquel retumbar profundo que provenía de su antiguo lacayo era una carcajada.
—Ninguno de los guardias de este piso va a volver a oír nada nunca más, Hardestadt. ¿Cómo crees que he llegado hasta aquí? Conozco a tus equipos de seguridad mejor que tú y, además, cuento con la ayuda de este equipo de Cross —señaló a los que le acompañaban— que estuvieron encantados de acompañarme a hacer esto.
Bell se guardó la pistola con despreocupación en la cinturilla de los pantalones vaqueros y se colgó su habitual escopeta del hombro.
—Míralo por el lado positivo, Hardestadt —le dijo Bell—, recuerda lo bien que se desenvolvió la Camarilla cuando asesinaron a tu sire.
¿Tu sire? ¡El muy cabrón de Beckett debía de haberle contado la verdad a Bell!
—Así que imagina —continuó el antiguo arconte— cómo lo hará cuando tú hayas desaparecido. ¡Maldita sea! Quizá incluso vuelva a apuntarme.
Cualquiera que pudiera haber sido la respuesta del Fundador, quedó silenciada por una ráfaga ensordecedora del calibre doce.
En otra parte
Desde Iraq, la gran oscuridad que era Lasombra, de la misma manera que había sido Monçada, el Leviatán y todos los espectros que habían alimentado y dado forma al Abismo, continuó fluyendo.
Se abrió camino por los distintos países, incluso por los continentes, pero lo hizo sin seguir un plan o un patrón que las mentes de los seres vivos pudieran comprender. Giró aquí, cambió allá, como si estuviera escogiendo su dirección motivada por un capricho. En algunos momentos, se desvaneció durante varias noches, solo para volver a aparecer a miles de kilómetros y a varios océanos de distancia. Cuando las noticias de este extraño fenómeno se extendieron por todo el globo, el pánico se propagó como un incendio. Volvieron a sonar las alarmas y las unidades de control de enfermedades y del ejército se pelearon por llegar las primeras a los lugares por donde había pasado el fenómeno. La gente huyó antes de que llegara aquella oscuridad. Cuando se vieron atrapados en ella, rezaron y también murieron muchos.
Y, por donde pasó, la Estrella Roja titiló; brilló con tanta fuerza que se hizo visible incluso para las miradas sencillas de los mortales. Y, en la luz de aquella Estrella Roja, la gente empezó a ver. Sus ojos penetraron en las sombras que ni siquiera la luz había podido desvelar.
En épocas pasadas, muchos conocían a las criaturas que habían compartido sus noches, pero habían aprendido a olvidarlas. Siempre habían existido unos cuantos que continuaban recordándolas, pero a estos se los había acallado o ignorado. En los últimos años, unos pocos habían recibido el don de luchar contra ellas, aunque muchos de ellos habían enloquecido. Sin embargo, los pocos que no, extendieron el rumor.
Bajo la luz de la Estrella Roja, y en número cada vez mayor, los vivos se dieron cuenta de lo que les había rodeado desde el principio.