CAPÍTULO XI

Nicolson se puso en pie lentamente y se pasó el brazo por la frente. Empezaba ya a hacer calor, pero todavía no tenía la fuerza que solía alcanzar. Su brazo derecho colgaba a su costado, con la culata del Colt empuñada fuertemente en su mano. No se daba cuenta de que estaba sacándola del cinturón. Señaló al caído sacerdote.

—Este hombre está muerto. —Su voz tranquila se oyó perfectamente en medio del silencio sepulcral—. Tiene un cuchillo clavado en la espalda. Alguien de este bote le ha asesinado.

—¡Muerto! ¿Dice usted que está muerto? ¿Un cuchillo clavado en la espalda? —La cara de Farnholme no tenía nada de agradable mientras se precipitaba hacia allí y se arrodillaba al lado del sacerdote. Se levantó al cabo de un momento. Su boca era sólo una fina raya en medio de su curtido rostro—. Está muerto. Déme esa pistola, Nicolson. Yo sé quién lo ha hecho.

—¡Olvídese ahora de la pistola! —Nicolson le contuvo con su rígido brazo, y después añadió—: Lo siento, brigadier. Mientras el capitán esté herido, yo tengo el mando en este bote. No puedo permitirle que se tome la justicia por su mano, ¿quién lo hizo?

—¡Siran, desde luego! —Farnholme se había recuperado, pero no trataba de ocultar su indignación—. ¡Mire al maldito perro asesino, sentado allí y sonriendo como un estúpido!

—El hombre sonriente, con el cuchillo oculto bajo la capa.

Fue Willoughby quien habló: su voz era débil y ronca, pero se le veía tranquilo y compuesto. El sueño nocturno parecía haberle sentado bien.

—No está debajo de la capa de nadie —dijo Nicolson lentamente—. Está clavado en la espalda de Ahmed, y se halla aquí por culpa de mi maldito y criminal descuido —añadió con amargura ante el súbito recuerdo y comprensión—. Me olvidé de que había un cuchillo y dos hachas en el bote número dos… ¿Por qué Siran, brigadier?

—¡Dios mío, hombre, claro que ha sido Siran! —Farnholme señaló hacia el sacerdote—. Estamos buscando a un asesino a sangre fría, ¿no es así? ¿Quién puede ser, sino Siran?

Nicolson le miró.

—¿Y qué más, brigadier?

—¿Qué quiere usted decir con ese «qué más»?

—Ya lo sabe usted. No derramaría más lágrimas que usted si tuviéramos que pegarle un tiro, pero hemos de procurarnos primero alguna prueba.

—¿Qué otra prueba quiere usted? Ahmed estaba sentado de cara a popa, ¿no es así? Y fue apuñalado por la espalda. Por lo tanto tuvo que hacerlo alguien de la parte de proa, y solamente había tres hombres más hacia proa aparte de Ahmed: Siran y sus dos asesinos.

—Nuestro amigo está sobrexcitado. —Fue Siran quien habló, con una voz tan suave e inexpresiva como su rostro—. Demasiados días en un bote descubierto en los mares tropicales pueden causar trastornos terribles a cualquier hombre.

Farnholme apretó los puños y se abalanzó hacia proa, pero Nicolson y McKinnon le cogieron por los brazos.

—No sea loco —dijo ásperamente Nicolson—. La violencia no nos ayudará en nada, y no podemos tener peleas en un bote tan pequeño como éste. —Aflojó su presa sobre el brazo de Farnholme y miró pensativamente al hombre sentado en la proa—. Acaso tenga usted razón, brigadier. Oí que alguien se movía en el bote, hacia proa, durante la noche, y oí algo semejante a un golpe sordo. Más tarde oí un chapoteo. Pero me fijé en el lugar en que se sentaba el sacerdote.

—Su mochila ha desaparecido, Nicolson. ¿Sospecha usted adónde puede haber ido a parar?

—Yo vi su mochila —dijo Nicolson a media voz—. Era de lona, y muy ligera. No podía hundirse.

—Me temo que sí, señor. —McKinnon señaló hacia proa—. El anclote ha desaparecido.

—¿Lastrado hasta el fondo, contramaestre? Eso sí que la habrá hundido.

—Bien, ya ven ustedes —dijo Farnholme con impaciencia—. Le mataron, se apoderaron de su mochila y la arrojaron por la borda. Usted miró las dos veces que oyó un ruido y en ambas ocasiones vio a Ahmed sentado en su sitio. Alguien debía de sostenerle erguido, probablemente con ayuda del mango del cuchillo que tenía hundido en la espalda. El que le sostenía tenía que estar sentado detrás de él…, en la proa del bote. Y sentados allí estaban solamente los tres asesinos.

Farnholme respiraba entrecortadamente, con los puños cerrados todavía, y con sus ojos fijos en el rostro de Siran.

—Parece como si tuviera usted razón —admitió Nicolson—. ¿Y qué hay del resto?

—¿Del resto de qué?

—No es necesario que se lo diga. No le mataron solamente por hacer ejercicio. ¿Cuál fue el motivo?

—¿Por qué diablos tenía que saber yo el motivo?

Nicolson suspiró.

—Mire usted, brigadier, no somos tontos. Claro que lo sabe usted. Usted sospechó inmediatamente de Siran. Usted sabía que echaríamos de menos la mochila de Ahmed. Y Ahmed era amigo suyo.

Sólo por un instante algo cruzó por los ojos de Farnholme, la mínima sombra de una expresión que pareció reflejarse en la repentina tensión de la boca de Siran, casi como si los dos hombres cambiaran una mirada de aviso, tal vez de inteligencia, o de algo indeterminado. Pero el sol no se había levantado todavía y Nicolson no pudo asegurarse de que el intercambio de miradas no era imaginación suya, y, además, cualquier idea o sospecha de complicidad entre los dos resultaba absurda. Si se le entregaba una pistola a Farnholme, de Siran no quedaría más que el recuerdo.

—Supongo que tiene usted derecho a saberlo. —Farnholme parecía hacer un verdadero esfuerzo por contenerse, pero su imaginación trabajaba a toda velocidad, fabricando una historia que soportase cualquier examen—. Ya no puede causar daño alguno, ni nunca más. —Apartó su mirada de Siran y contempló al hombre muerto que yacía a sus pies, y su expresión y el tono de su voz se dulcificaron—. Dice usted que Ahmed era mi amigo. Lo era, pero un amigo muy nuevo, y solamente porque necesitaba desesperadamente la amistad de alguien. Su nombre es Jan Bekker, un compatriota de Van Effen. Vivía en Borneo, en el Borneo holandés, cerca de Samarinda, desde hacía muchos años. Era el representante de una importante firma de Ámsterdam y el supervisor de gran cantidad de plantaciones junto al río. Y, además, muchas otras cosas.

Hizo una pausa, y Nicolson le apremió:

—¿Qué otras cosas?

—No estoy seguro del todo. Era una especie de agente del Gobierno holandés. Lo único que sé es que hace algunas semanas desarticuló y denunció una quinta columna japonesa bien organizada en la parte este de Borneo. Docenas de ellos fueron arrestados y fusilados en el acto…, y se las arregló también para apoderarse de la lista completa de todos los agentes japoneses y quintacolumnistas en la India, Birmania, Malaya y las Indias Orientales. La llevaba en su mochila, y hubiera representado una fortuna para los aliados. Los japoneses sabían que la tenía en su poder, y habían puesto un precio fantástico a su cabeza, vivo o muerto, y habían ofrecido una recompensa similar por la devolución o destrucción de las listas. El mismo me lo contó. De un modo u otro, Siran se enteró de todo, y esto es lo que andaba buscando. Se ha ganado su dinero, pero juro ante Dios que no vivirá para recogerlo.

—¿Y por eso Bekker, o cualquiera que sea su nombre, iba disfrazado?

—Fue idea mía —dijo Farnholme con arrogancia—. Creí que era una idea muy ingeniosa. Los sacerdotes musulmanes gozan de tanto respeto como otros sacerdotes de distintas partes del mundo; por esto un sacerdote renegado, y bebedor de whisky, es despreciado y todos le rehúyen. Traté lo mejor que pude de aparecer como el disoluto compañero de francachelas que un hombre así escogería. No fuimos lo bastante listos. De todos modos, la cosa no podía salir bien. La llamada de alarma por causa de Bekker había sido dada a todo lo largo y lo ancho de las Indias Orientales.

—Tuvo, pues, mucha suerte de haber podido llegar hasta tan lejos —admitió Nicolson—. ¿Por esto los japoneses se tomaron tantas molestias por capturarnos?

—¡Cielo santo, hombre, todo aparece claro como el agua, ahora! —Farnholme sacudió impacientemente su cabeza, y después volvió a mirar a Siran; ya no había indignación en sus ojos, sino solamente un frío e implacable propósito—. Preferiría tener una cobra real suelta en este bote, que a este cerdo asesino. No quiero que se manche las manos de sangre, Nicolson. Déme su pistola.

—Todo ello es muy sensato —murmuró Siran. Cualesquiera que fuesen sus defectos, pensó Nicolson, no le faltaba valor—. Mi enhorabuena, Farnholme. Le felicito.

Nicolson le miró con curiosidad, y después miró a Farnholme.

—¿De qué está hablando?

—¿Cómo diablos puedo saberlo? —repuso Farnholme con impaciencia—. Estamos perdiendo el tiempo, Nicolson. ¡Déme esa pistola!

—No.

—Por todos los cielos, ¿por qué no? ¡No sea estúpido, hombre! ¡La vida de cualquiera de nosotros no vale ni un penique mientras este hombre ande suelto por el bote!

—Muy probable —admitió Nicolson—. Pero la sospecha, por fuerte que sea, no constituye prueba. Hasta Siran tiene derecho a ser juzgado.

—¡En nombre del cielo! —Farnholme estaba completamente exasperado—. ¿No sabe usted que hay un momento y lugar para estas originales y viejas nociones anglosajonas de juego limpio y justicia? No es este el momento ni el lugar. Es cuestión de supervivencia.

Nicolson asintió.

—Ya lo sé. Siran no reconocería un palo de criquet aunque lo viera. Vuelva a su sitio, brigadier, por favor. No soy completamente indiferente a la seguridad de los demás tripulantes del bote. Corte tres trozos de una de las cuerdas de amarre, contramaestre, y ejecute un buen trabajo con estos individuos. No importa que los nudos queden un poco apretados.

—¿De veras? —Siran enarcó las cejas—. ¿Y qué ocurrirá si rehusamos someternos a este tratamiento?

—Pueden intentarlo —dijo Nicolson con indiferencia—. Siempre puedo entregarle la pistola al brigadier.

McKinnon realizó una obra concienzuda al inmovilizar a Siran y a sus dos hombres, y mostró una auténtica y siniestra satisfacción en apretar las cuerdas. Cuando terminó, los tres hombres estaban atados de pies y manos sin poder hacer el menor movimiento; como precaución adicional amarró los tres extremos de cuerda a la anilla de la proa. Farnholme había cesado en sus protestas. Advirtióse, sin embargo, que cuando volvió a ocupar su asiento en el banco junto a miss Plenderleith, cambió de posición, colocándose entre ella y la popa, desde donde podía vigilarla a ella y a la proa del bote al mismo tiempo; su carabina estaba a su lado sobre el banco.

Realizado su trabajo, McKinnon regresó a popa y se sentó junto a Nicolson. Cogió el cazo y la copa graduada, dispuesto a servir la ración matinal de agua, y de pronto se volvió hacia Nicolson. Media docena de personas en el bote estaban hablando, aunque la conversación no duraría mucho rato después de que el sol apareciera en el horizonte, y sus palabras, dichas en voz baja, no podían oírse a más de dos pies de distancia.

—El camino es muy largo y desesperado hasta Darwin, señor —dijo con la boca torcida.

Nicolson se encogió de hombros estremeciéndose, y sonrió, pero su rostro estaba ensombrecido por la preocupación.

—¿Usted también, contramaestre? Tal vez andaba errado en mi juicio. Estoy seguro de que Siran no será procesado jamás. Pero no puedo matarle…; todavía no.

—Sólo está esperando su oportunidad, señor. —McKinnon estaba tan preocupado como Nicolson—. Es un asesino. Ya oyó el relato del brigadier.

—Ahí está el problema. Oí su relato. —Nicolson asintió gravemente, miró a Farnholme, después a McKinnon, y finalmente contempló sus manos—. No creo ni una maldita palabra de todo lo que ha contado. Ha estado mintiendo durante todo el rato.

El sol ascendía por el horizonte del este como una gran bola inflamada. Al cabo de una hora se suspendieron casi todas las conversaciones, y los tripulantes se encerraron de nuevo en sus conchas de profunda indiferencia, cada uno de ellos a solas con su particular infierno de sed y sufrimiento. Una hora sucedía a otra interminable hora, el sol estaba cada vez más alto sobre el vacío y desvaído azul de un cielo en el que no soplaba la más leve brisa, y el bote de salvamento flotaba completamente inmóvil en el agua, al igual que en los últimos días. Nicolson no ignoraba que últimamente se había desplazado bastantes millas hacia el sur, pues la corriente se dirigía en este sentido, de Straat Banka hacia el estrecho de Sonda, once meses de cada doce, pero no había movimiento relativo sobre el agua que les rodeaba, o por lo menos el ojo humano no podía apreciarlo.

La misma inmovilidad del bote sobre la superficie mar reinaba también a bordo. Con el sol dirigiéndose hacia su cénit, el menor esfuerzo producía total agotamiento apenas iniciado, y un jadeo que se transformaba en un agudo silbido al pasar el aire por una boca seca como el corcho y unos labios hendidos y llagados. De vez en cuando el niño se movía y hablaba consigo en su lenguaje particular, pero al alargarse el día y volverse el caliente y húmedo aire cada vez más opresivo y sofocante, sus actividades y charlas disminuyeron progresivamente hasta que al fin descansó tranquilo en el regazo de Gudrun, contemplando pensativo los ojos de color azul claro, pero poco a poco sus párpados se fueron cerrando y se quedó dormido. Tendiendo los brazos en mudo ademán, Nicolson se ofreció para sostenerle y que ella pudiera descansar, pero la joven se limitó a sonreír y a denegar con su cabeza. Nicolson se dio cuenta de repente, con algo parecido a la admiración, que ella casi siempre sonreía mientras hablaba, tal vez no siempre, pero aún tenía que oír de ella la primera queja o ver su primera expresión de descontento. Advirtió que la joven le estaba mirando con extrañeza, y trató de sonreír, apartando después la vista.

De vez en cuando se oía un murmullo de voces procedente de los bancos laterales de estribor. Nicolson no podía ni siquiera imaginar cuál pedía ser el tema de la conversación entre el brigadier y miss Plenderleith, pero ciertamente habían encontrado uno, y al parecer extenso. Durante las pausas de su conversación, estaban inmóviles y se miraban a los ojos, y continuamente el brigadier sostenía la ajada y delgada mano de ella entre las suyas. Dos o tres días antes, habría llamado la atención de Nicolson como algo humorístico en el más amable sentido de la palabra, y habría tenido visiones del brigadier en una época ya lejana y más agradable, impecablemente ataviado con su frac y un clavel en el ojal, con el cabello y los bigotes de un negro tan intenso como níveos eran ahora, con su coche de caballos a punto mientras él esperaba ante la puerta de entrada. Pero ya no hallaba nada divertido en ello. Era algo tranquilo y patético, una pareja romántica esperando pacientemente el final, pero sin sentir temor alguno.

La mirada de Nicolson recorrió lentamente el bote. No podía advertir grandes cambios desde el día anterior, excepto que todos parecían hallarse mucho más débiles y mucho más exhaustos que nunca, apenas con fuerzas suficientes para trasladarse a las pocas zonas sombreadas que quedaban. Su estado era pésimo. No se necesitaba ningún ojo de médico experto para ver que la distancia que les separaba entre la indiferencia y la muerte, era un paso en verdad muy corto. Algunos de ellos habían llegado a tal extremo que solamente con un tremendo esfuerzo podían animarse lo suficiente para aceptar su ración de agua, e incluso uno o dos de ellos hallaban grandes dificultades en podérsela tragar. Cuarenta y ocho horas más, y la mayoría habrían muerto.

Nicolson conocía la posición muy aproximadamente, pues todavía conservaba su sextante: se hallaban en las inmediaciones del faro de Noordwachter, a unas cincuenta millas al este de las costas de Sumatra. Si no se presentaban el viento ni la lluvia dentro de las próximas veinticuatro horas, ya no importaría que lloviera o se levantara el viento.

En la columna del haber, el único punto favorable era el estado de salud del capitán. Había salido del estado de coma, y permanecía sentado, apoyándose en un banco de remeros; parecía haberse recuperado casi por completo. Podía hablar tan normalmente como cualquiera de ellos, ya que la sed agarrotaba sus gargantas, y al toser ya no escupía sangre, por lo menos no todas las veces. Había perdido mucho peso durante la semana anterior, pero a pesar de ello, parecía mucho más fuerte que en los últimos días. Para un hombre con un proyectil alojado en su pulmón o en la pared torácica, el sobrevivir a los rigores de la semana anterior y verse privado al mismo tiempo de todo cuidado médico y de toda clase de medicamentos, era algo que Nicolson se habría resistido a creer de no tenerlo ante sus ojos. Incluso entonces consideraba que el poder de recuperación de Findhorn, que se hallaba lindando la edad del retiro, era algo difícil de sospechar. Sabía también que Findhorn no tenía a nadie por quien vivir, ni mujer ni familia, lo que convertía su coraje y recuperación en algo asombroso. Y lo más cruel era que, con todos los mejores ánimos del mundo, seguía siendo un hombre muy enfermo y el fin no podía estar lejano. Tal vez le animaba únicamente su sentido de la responsabilidad, pero acaso no fuera esto. Nada importaba ya. Cerró los ojos, y muy poco a poco se fue adormeciendo bajo el sol del mediodía.

Le despertó el ruido que hacía alguien que estaba bebiendo agua. No era el ruido propio de una persona que estuviera consumiendo una de las diminutas raciones del líquido caliente y turbio que McKinnon repartía tres veces al día, sino grandes y voraces sorbos, gorgoteos y chapoteos, como si estuviera bebiendo en un cubo. Al principio, Nicolson creyó que alguien estaba asaltando lo que quedaba de la reserva de agua, pero comprobó inmediatamente que no se trataba de esto. Sentado en un banco de remeros junto al mástil, Sinclair, el joven soldado, sostenía un recipiente de los que empleaban para achicar el agua, sobre sus labios. Era un recipiente de ocho pulgadas y podía contener una respetable cantidad de líquido. Tenía la cabeza echada hacia atrás y estaba bebiéndose las últimas gotas que quedaban.

Nicolson se levantó apresuradamente, se abrió camino con cuidado entre los cuerpos desparramados sobre los bancos y en el fondo, y arrebató la lata de la mano del muchacho, quien no ofreció resistencia alguna. Levantó el recipiente y dejó caer un par de gotas en su boca. Hizo una mueca al percibir el fuerte gusto salado. Agua de mar. Nunca había dudado de que se tratara de esto. El joven le miraba, con sus ojos de demente muy abiertos, y un lamentable gesto de desafío en su rostro. Había quizá media docena de hombres que les estaban contemplando, mirándoles con una especie de desdeñosa indiferencia. No les importaba lo que ocurría. Algunos de ellos por lo menos, debían de haber visto a Sinclair sumergiendo la lata en el mar y beber después de ella, pero no se habían molestado en detenerle. Ni siquiera se habían preocupado de gritar. Acaso pensaron incluso que era una buena idea. Nicolson sacudió la cabeza y miró al soldado.

—¿Era agua de mar, verdad, Sinclair?

El soldado no contestó. Su boca se movía como si tratara de articular palabras, pero sin proferir sonido alguno. Los ojos de loco, abiertos y sin expresión, se hallaban fijos en Nicolson, sin pestañear ni una sola vez.

—¿Te la has bebido toda? —insistió Nicolson.

Esta vez obtuvo respuesta. El muchacho profirió una larga y monótona sarta de juramentos con voz aguda y quebrada. Durante unos segundos, Nicolson le miró sin hablarle, después se encogió de hombros con gesto de cansancio y se dispuso a marcharse. Sinclair se levantó a medias del banco, tendiendo unos dedos como garras hacia el recipiente, pero Nicolson le dio un empujón no muy fuerte, obligándole a sentarse pesadamente de nuevo en el banco. Entonces se inclinó hacia delante, ocultó su rostro entre las manos y empezó a balancear lentamente la cabeza de un lado a otro. Nicolson vaciló un instante, dirigiéndose después hacia los bancos de popa.

Llegó y pasó el mediodía, el sol cruzó su cénit y el calor se hizo más intenso aún. En el bote no se oía ruido alguno; era como si no hubiera vida en él y hasta los murmullos de Farnholme y miss Plenderleith habían cesado y ambos se habían sumido en intranquilo sueño. Y entonces, poco después de las tres de la tarde, cuando hasta para el más animoso parecía como si estuvieran perdidos en un interminable purgatorio, llegó el repentino cambio.

Poco aparatoso en sí, resultó tan dramático como brusco, pero fue tan ligero, que al principio no quedó registrado ni prestó su significado a aquellas mentes exhaustas. McKinnon fue el primero que lo advirtió, comprendió de qué se trataba y se quedó muy erguido en el banco de popa, escudriñando primero el resplandor del espejo del mar, y buscando después por el horizonte de norte a este. Segundos más tarde, hundía sus dedos en el brazo de Nicolson y le despertaba, sacudiéndole con fuerza.

—¿Qué pasa, contramaestre? —preguntó vivamente Nicolson—. ¿Qué ha sucedido?

Pero McKinnon no contestó. Permaneció sentado mirándole, con los hendidos y doloridos labios entreabiertos en una mueca de profunda alegría. Durante un momento, Nicolson le miró sin comprender, pensando únicamente que, por fin, McKinnon había acabado también enloqueciendo, y de pronto se dio cuenta:

—¡Viento!

Su voz era solamente un leve y roto susurro, pero su rostro, que podía notar las primeras señales de una brisa unos grados más fresca que el sofocante calor de unos minutos antes, demostraba lo que sentía en su interior. Casi inmediatamente, como había hecho McKinnon, miró de norte a este y entonces, por primera y única vez en su vida, palmoteó la espalda del sonriente contramaestre.

—¡Viento, McKinnon! ¡Y nubes! ¿Puede verlas?

Su brazo extendido señalaba hacia el noreste, en lontananza. Una franja de nubes de un azul rojizo empezaba a levantarse sobre el horizonte.

—Puedo verlas, señor. No cabe duda alguna. Y vienen hacia nosotros.

—Y el viento va continuamente en aumento. ¿Lo nota? —Sacudió a la dormida enfermera por el hombro—. ¡Gudrun! ¡Despiértese! ¡Despiértese!

Ella se estremeció, abrió los ojos y le miró.

—¿Qué ocurre, Johnny?

—Mr. Nicolson para usted. —Habló con burlona severidad, pero sonreía alegremente—. ¿Quiere contemplar la visión más maravillosa que jamás vio persona alguna? —Observó la sombra de angustia que cruzó por el claro azul de sus ojos, comprendiendo lo que debía de estar pensando, y volvió a sonreír—: ¡Una nube cargada de lluvia, boba! Una maravillosa nube de lluvia. ¿Quiere sacudir un poco al capitán?

El efecto causado sobre toda la tripulación del bote fue asombroso; la transformación resultó increíble. En menos de dos minutos todos estuvieron completamente despiertos, volviéndose hacia todos los lados y mirando ávidamente hacia el noreste, hablando excitados unos con otros. No todos, sin embargo. Sinclair, el joven soldado, no prestó atención alguna, y continuó sentado contemplando el fondo del bote, sumido en total indiferencia. Pero era la única excepción. Por lo que a los demás se refería, parecían hombres condenados a muerte a quienes se hubiera concedido la gracia de la vida, lo cual no dejaba de ser la realidad. Findhorn había ordenado que se repartiera una ración complementaria de agua a todos ellos. El viento era más fuerte y notaban su frescor en los rostros. Volvían a cobrar esperanzas y sentían que valía la pena de seguir viviendo. Nicolson se daba perfecta cuenta de que aquella excitación, aquella actividad física, eran puramente nerviosas y psicológicas en su origen, y que sin ellos saberlo, estaban agotando sus últimas reservas de energía. Cualquier decepción, cualquier cambio en su repentina buena suerte, equivaldría a una sentencia de muerte. Pero tal cosa no parecía probable.

—¿Cuánto tiempo cree que se hará esperar, hijo? —Era Farnholme quien hablaba.

—Resulta difícil decirlo. —Nicolson miró hacia el noreste—. Una hora y media tal vez, acaso menos si el viento refresca. —Miró al capitán—. ¿Qué opina usted, señor?

—Menos —contestó Findhorn—. Creo que el viento va decididamente en aumento.

—«Traigo agua fresca para las sedientas flores» —citó solemnemente el segundo maquinista. Se frotó las manos—. Sustituyan las flores por Willoughby. ¡Lluvia, lluvia, gloriosa lluvia!

—Es algo prematuro que empieces a contar tus gallinas, Willy —advirtióle Nicolson.

—¿Qué quiere decir? —Fue Farnholme el que replicó, con voz tajante.

—Solamente que las nubes de lluvia no significan que necesariamente tenga que llover. —Nicolson hablaba con la máxima precaución—. Por lo menos al principio.

—¿Intenta usted decirme, joven, que no estaremos mejor que antes?

Había sólo una persona en el bote que llamara «joven» a Nicolson.

—Claro que no, miss Plenderleith. Estas nubes son espesas y están cargadas de agua, y como mínimo servirán de protección contra el sol. Pero lo que verdaderamente nos interesa al capitán y a mí es el viento. Si se levanta de una vez y se mantiene, podremos llegar a los estrechos de Sonda durante esta noche.

—Entonces, ¿por qué no izan las velas? —preguntó Farnholme.

—Porque creo que todas las posibilidades están a favor de que tendremos lluvia —explicó pacientemente Nicolson—. Necesitamos algo para canalizar el agua hacia todos los recipientes que podamos emplear. Y todavía no hay bastante viento para movernos más de dos pies por minuto.

Durante casi toda la hora que siguió, nadie habló. Al comprender que la salvación no se hallaba tan inmediata como habían creído, reapareció algo de la anterior apatía. Pero solamente algo de ella. La esperanza se hallaba presente, y nadie tenía la menor intención de dejarla escapar. Nadie cerró los ojos ni intentó dormir. La nube seguía allí, a estribor, cada vez más negra y voluminosa, y todos la contemplaban atentamente. Sus miradas no se apartaban de ella, sin prestar atención a ninguna otra cosa, y tal vez fue por esto por lo que nadie prestó atención a Sinclair hasta que fue demasiado tarde.

Fue Gudrun Drachmann la primera que, al advertirlo, se levantó tan de prisa como pudo y se abalanzó hacia el muchacho. Con los ojos vueltos hacia el interior hasta el punto de que las pupilas habían desaparecido y sólo resultaba visible el globo blanco, se agitaba en su asiento presa de convulsiones, castañeteándole los dientes como si estuviera bajo los efectos de un acceso de fiebre, y con el rostro de color ceniza. En el momento en que la joven llegaba a su lado, llamándole suave y suplicantemente por su nombre, se levantó y la golpeó haciéndole perder el equilibrio y caerse contra el brigadier, y después, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de recobrarse y hacer algo, se despojó de su camisa arrojándola a Nicolson que avanzaba hacia él, y saltó por encima de la borda, levantando una columna de agua que salpicó todo el bote.

Durante unos segundos nadie se movió. Había sido todo tan rápido e inesperado que era como si todo se hubiera desarrollado durante un mal sueño. Pero no formaban parte de un sueño el banco vacío y las ondas que se ensanchaban sobre la tersa superficie del mar. Nicolson permaneció inmóvil, a punto de dar un paso, con la rasgada camisa en la mano. La joven seguía apoyada contra Farnholme, murmurando el nombre de Alex una y otra vez, inconscientemente. El contramaestre se había arrojado al agua detrás de él.

La segunda zambullida volvió a Nicolson a la vida y a la acción, con un perceptible sobresalto. Agachándose rápidamente, agarró el bichero y se acercó prontamente al costado del bote, arrodillándose junto a la borda. Casi sin pensar, había sacado la pistola de su cinturón y la empuñaba con su mano libre. El bichero era para McKinnon, la pistola para el joven soldado. La presa aterrorizada de un hombre que se ahoga era ya lo bastante peligrosa; sólo Dios sabía lo que podía ser la de un loco en trance de ahogarse.

Sinclair se agitaba en el agua a unos veinte pies del bote y McKinnon, que acababa de salir a la superficie, chapoteaba determinadamente hacia él; como ocurre a casi todos los habitantes de las islas, el nadar no era una de sus mejores especialidades. En este momento, Nicolson advirtió algo que le produjo un helado estremecimiento. Movió el bichero, describiendo un amplio arco que lo hizo llegar entre salpicaduras de agua hasta pocas pulgadas del hombro de McKinnon. Instintivamente el contramaestre se aferró a él y se volvió en redondo, con su atezado rostro demostrando sobresaltada incomprensión.

—¡Atrás, hombre, atrás! —gritó Nicolson. Incluso en aquel momento tan próximo al pánico, se dio cuenta de que su voz era ronca y gutural—. ¡Dese prisa, por el amor de Dios!

McKinnon empezó a avanzar lentamente hacia el bote, pero no por su propio esfuerzo: seguía aferrado al bichero y Nicolson lo atraía rápidamente hacia él. La cara de McKinnon seguía conservando su cómica expresión de asombro. Miró por encima del hombro hacia el lugar en que Sinclair seguía chapoteando inconscientemente, abrió su boca para decir algo y entonces lanzó un alarido de dolor. Un segundo después, volvió a gritar, y luego, misteriosamente galvanizado por una furiosa actividad, avanzó batiendo el agua como un loco hacia el bote. Cinco brazadas frenéticas y llegó junto a la borda, y media docena de manos le izaron por la parte superior de su cuerpo hacia el interior del bote. Cayó de cara sobre un banco, y en el momento de izar a bordo sus piernas, una especie de reptil grisáceo soltó su presa en su pantorrilla y se deslizó silenciosamente dentro del agua.

—¿Qué… qué era eso? —Gudrun había podido ver por un instante los malignos dientes y el repugnante cuerpo de serpiente. Su voz era temblorosa.

—Una morena[2] —dijo Nicolson sin expresión alguna, evitando cuidadosamente mirar a su rostro.

—¡Una morena! —El sobresaltado murmullo no dejaba duda alguna de que había oído hablar de los asesinos más voraces del mar—. Pero ¿y Alex? ¡Alex! ¡Sigue allí! ¡Debemos ayudarle, pronto!

—Nada podemos hacer. —No era su intención expresarse con tanta crudeza, pero reconocer su propia inutilidad le afectaba más de lo que él creía—. Ya nadie puede hacer nada por él.

Mientras hablaba, llegó hasta ellos a través del agua el grito de agonía de Sinclair. Era un grito espantoso, medio humano y medio bestial. Nuevamente llegó hasta ellos, estridente y presa de un terror indescriptible, mientras el soldado se lanzaba unas veces convulsivamente hacia arriba, hasta descubrir más de medio cuerpo y otras arqueándose hacia atrás, hasta que sus cabellos tocaban el agua, con las manos levantando espuma mientras golpeaba como un endemoniado a unos enemigos invisibles. El Colt que empuñaba Nicolson disparó seis veces en rápida sucesión, levantando salpicaduras de agua y espuma alrededor del soldado, disparos rápidos y sin apuntar, sin esperanza de lograr nada. Al azar todos ellos, excepto el primero: aquel no fue disparado al azar; había atravesado limpiamente la cabeza de Sinclair. Mucho antes de disiparse hacia el sur el olor a cordita y las azules espirales de humo, el agua aparecía de nuevo tranquila y Sinclair había desaparecido, perdiéndose de vista bajo el espejo de color azul acerado del mar.

Veinte minutos más tarde, aquel mar no era ya azul, sino de un tono blanquecino y espumoso, mientras la cortina de lluvia torrencial caía sobre él, de un extremo a otro del horizonte.

Habían pasado casi tres horas y había llegado el momento de la puesta del sol. Resultaba imposible verle, ni siquiera saber dónde estaba, pues las rachas de lluvia seguían una detrás de otra en dirección sur, y a la mortecina luz el cielo tenía el mismo color gris plomizo en todos los puntos del horizonte. La lluvia seguía cayendo, barriendo constantemente el bote sin protección, pero a nadie le importaba. Calados hasta los huesos, sintiendo frecuentes escalofríos bajo la fría lluvia que les adhería sus ligeros andrajos de tela fina, moldeando sus cuerpos, brazos y piernas, se sentían felices. A pesar del repentino y tremendo golpe de la muerte de Sinclair, a pesar de comprender la trágica futilidad de su muerte, con la vivificante lluvia tan cercana, a pesar de todo, eran felices. Lo eran porque la ley de la propia conservación todavía ocupaba el primer lugar. Eran felices porque se había aplacado su terrible sed y habían bebido hasta saciarse, y aún más que por esto, porque el agua fría refrescaba sus pieles requemadas y llenas de ampollas, y porque habían logrado llenar uno de los depósitos con más de cuatro galones de agua de lluvia. Eran felices porque el bote, arrastrado por la veloz brisa, había cubierto ya gran parte de las millas que les separaban desde el punto en que quedaron inmovilizados hasta la ahora cada vez más próxima costa del oeste de Java. Y se sentían deliberadamente felices, más felices de lo que nunca hubieran podido soñar que volverían a ser, porque la salvación se hallaba al alcance de su mano, porque todavía ocurrían milagros y sus penalidades tocaban ya a su fin.

Fue, como siempre, McKinnon quien primero lo divisó: una forma larga y baja, visible a través de un claro entre las ráfagas de lluvia, sólo a unas dos millas de distancia. No tenían motivos más que para temer lo peor, el inevitable peor, y habían necesitado solamente unos segundos para arriar las destrozadas velas, arrancar el soporte del mástil, desmontar éste y ocultarlo en el fondo del bote, hasta convertirse, incluso a corta distancia, en un bote vacío y desmantelado, difícil de ver entre la cortina de lluvia, y sobre el que no valía la pena de investigar, aun en el caso de ser visto. Pero habían sido vistos. La larga silueta gris había alterado su rumbo para interceptarlos, y entonces pudieron solamente dar gracias a Dios por esta alteración de rumbo y bendecir la aguda vista de los vigías que habían podido divisar su pequeño bote contra el inmenso y gris fondo del cielo y el mar.

Fue Nicolson el primero que la identificó, lleno de incredulidad. Después Findhorn, Vannier, Evans y Walters la reconocieron también. No era la primera vez que veían a una de ellas, y no cabía duda alguna. Era una lancha torpedera de la escuadra de los Estados Unidos, y estas lanchas no podían ser confundidas con ninguna otra clase de embarcación. La proa larga y ancha, el casco de madera de setenta pies de largo, impelido por los tres rápidos motores marinos, sus tubos lanzatorpedos cuádruples y las ametralladoras del calibre 50, eran inconfundibles. No arbolaba ninguna insignia, pero como para eliminar cualquier duda que aún pudiera quedarles sobre su nacionalidad, uno de los marineros de la lancha izó una gran bandera que se extendió, impulsada por el viento. Se acercaban a una marcha superior a los treinta nudos, que aún distaba de ser la máxima, y su proa levantaba dos grandes cortinas de espuma. Incluso en la semioscuridad no existían más dudas sobre la bandera que sobre la propia lancha. La bandera de las franjas y las estrellas es quizá la más identificable de todas.

Estaban todos sentados en el bote de salvamento y uno o dos de ellos en pie saludaron con la mano a la lancha torpedera. Un par de hombres de ésta correspondieron al saludo, uno desde la rueda del timón y el otro de pie, junto a una de las torretas de proa. A bordo del bote, todos estaban reuniendo sus miserables pertenencias, preparándose para abordar el navío americano, y miss Plenderleith estaba encasquetándose con firmeza el sombrero en su cabeza, cuando súbitamente, la lancha torpedera disminuyó al máximo la potencia de sus motores Packard, a una distancia de pocos pies del diminuto bote. Antes de detenerse por completo, un par de amarras fueron lanzadas, cayendo con toda precisión a popa y proa del bote. La compenetrada precisión y la maniobra de la lancha denotaba la presencia de una tripulación magníficamente entrenada. Y cuando ambas embarcaciones entraron en contacto, Nicolson apoyó una mano en el costado de la lancha torpedera y levantó la otra saludando al hombre bajo y bastante rechoncho que acababa de aparecer ante la cabina del timón.

—¡Ah del barco! —Nicolson sonrió satisfecho, y tendió su mano a guisa de saludo—. ¡Lo contentos que estamos de verte, muchacho!

—Ni la mitad de lo que estamos nosotros de verles a ustedes. —Hubo un resplandor de blancos dientes en el rostro atezado, un movimiento casi imperceptible de la mano izquierda, y los tres marineros que estaban sobre cubierta dejaron de ser interesados espectadores para convertirse en guardas muy alertas y atentos, empuñando firmemente en sus manos unas inesperadas metralletas. También había aparecido una pistola en la mano derecha del que hablaba. Mucho me temo, sin embargo, que su alegría durará menos que la nuestra. Hagan el favor de estarse muy quietos.

Nicolson sintió como si le hubieran asestado una patada en el estómago. Con una especie de extraña indiferencia advirtió que su mano ya no se apoyaba en el costado del barco, sino que se había separado de él, con cada tendón marcándose rígidamente en el dorso de ella. A pesar de toda el agua que había bebido, notó repentinamente que su boca estaba de nuevo tan seca como el corcho. Pero logró mantener la firmeza de su voz.

—Le comprendo. —El otro hizo una leve reverencia, y por primera vez Nicolson pudo advertir el inconfundible sesgo oblicuo de los ojos y la tirantez de la piel alrededor de éstos—. Para ustedes no tiene nada de divertido. Miren.

Señaló con su mano libre, y Nicolson la siguió con la mirada. La bandera de las franjas y las estrellas había desaparecido y, mientras estaba mirando, el Sol Naciente del Japón ondeó y ocupó su lugar.

—Lamentable estratagema, ¿no es cierto? —continuó el hombre, que daba la impresión de estar disfrutando de lo lindo—. Como también lo es la lancha y, a pesar de todo, la pasable apariencia anglosajona de mis hombres e incluso la mía. Aunque nos escogieron principalmente a causa de ella. Todo ello, sin embargo, sea dicho en confianza. —Su inglés era perfecto, con un marcado acento americano, y era obvio que le causaba placer el airearle—. Durante la pasada semana el sol quemó terriblemente y hubo muchas tempestades. Es una verdadera proeza que hayan podido sobrevivir a todo. Hace mucho tiempo que les estamos esperando. Les damos nuestra bienvenida.

Se interrumpió de pronto, enseñando los dientes, y apuntó su pistola hacia el brigadier, quien se había puesto de pie, con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad, empuñando una botella vacía de whisky. El dedo del oficial japonés oprimió involuntariamente el gatillo, pero se aflojó lentamente cuando vio que la botella no iba destinada a él sino a Van Effen, el cual se volvió a medias al presentir el golpe que se aproximaba, pero levantó el brazo demasiado tarde. La pesada botella le alcanzó exactamente debajo de la oreja y se desplomó fulminado sobre el banco de remeros.

—Otro movimiento como éste y le costará la vida, anciano. ¿Está usted loco?

—No, pero este hombre sí lo estaba, y nos habría costado la vida a todos. Trataba de sacar una pistola. —Farnholme miró con indignación al caído holandés—. He recorrido demasiado trecho para morir de este modo, con tres ametralladoras que me están apuntando.

—Es usted un anciano prudente —afirmó el oficial—. Es verdad que nada pueden hacer, ustedes.

No había nada que pudieran hacer, pensó Nicolson con desesperación, absolutamente nada. Notaba cómo se apoderaba de él una atroz amargura, una amargura que incluso podía notar en la boca. Haber llegado hasta tan lejos, haber pasado tantas penas, vencido tantos obstáculos del modo más imposible y a costa de cinco vidas, y que todo tuviera que terminar de este modo. Detrás de él oyó el murmullo de la voz de Peter y al volverse vio que el niño estaba de pie sobre el banco de popa, mirando al oficial japonés a través de la pantalla de sus dedos entrecruzados, sin dar muestras de temor sino solamente de timidez y curiosidad. De nuevo sintió Nicolson en su interior una verdadera oleada física de amargura y desesperada indignación. Uno podía aceptar la derrota, pero la presencia de Peter la hacía intolerable.

Las dos enfermeras estaban sentadas una a cada lado de él. Los ojos negros de Lena estaban abiertos de par en par a causa del terror, y los azules de Gudrun expresaban una tristeza y desesperación que indicaban con muda elocuencia cuáles eran sus sentimientos. No pudo advertir señales de terror en su rostro, pero junto a su sien, allí donde la cicatriz llegaba hasta el cuero cabelludo, pudo ver un pulso que batía con rapidez. Lenta e involuntariamente, la mirada de Nicolson recorrió todo el bote, hallando por doquier las mismas expresiones: miedo, desesperación, aturdimiento y un sentido del desastre que partía el corazón. Pero no en todos ellos. La cara de Siran era tan inexpresiva como siempre. Los ojos de McKinnon se movían de un lado a otro mirando a todas partes del bote, hacia la lancha torpedera y de nuevo el bote, sospesando, según supuso Nicolson, las suicidas probabilidades de ofrecer resistencia. Y el brigadier parecía revestido de una poco natural indiferencia, rodeando los hombros delgados de miss Plenderleith con su brazo. Y murmurando algo en el oído de ella.

—Una conmovedora y patética escena, ¿no es cierto? —El oficial japonés movió la cabeza en un gesto de burlona conmiseración—. ¡Ah, caballeros, tal es la fragilidad de las humanas esperanzas! Les miro y casi me siento emocionado. Pero no del todo. Además está a punto de volver a llover, y éste va a ser un buen chaparrón. —Miró hacia el espeso cúmulo de nubes que se acercaba por el nordeste y a la espesa cortina de lluvia, a menos de media milla de distancia, que barría el oscuro mar—. No me siento inclinado a dejarme empapar por la lluvia, especialmente cuando no hay necesidad de ello. Sugiero por lo tanto…

—Toda sugestión resulta ya superflua. ¿Pretende usted que me quede en este maldito bote durante toda la noche? —Nicolson giró en redondo cuando la profunda y airada voz retumbó detrás de él. Farnholme se había puesto de pie y tenía cogida con una mano el asa de su pesada maleta.

—¿Qué… qué está usted haciendo? —preguntó Nicolson.

Farnholme le miró sin contestar. Se limitó a sonreír, curvando su labio superior bajo el blanco bigote, en una mueca de marcado desdén, después miró hacia el oficial que se hallaba junto a ellos dominándoles desde la lancha, y señaló a Nicolson con el dedo pulgar.

—Si este estúpido trata de hacer alguna tontería o de retenerme por cualquier medio, acribíllelo a balazos.

Nicolson siguió mirándole con creciente incredulidad, y después dirigió su mirada hacia el oficial japonés. Este no denotaba incredulidad, ni siquiera sorpresa; solamente sonreía satisfecho. Empezó a hablar en una lengua desconocida para Nicolson, y Farnholme le contestó en seguida fluidamente en la misma lengua. Después, antes de que Nicolson se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, Farnholme introdujo una mano en su maleta, sacó una pistola y avanzó hacia el costado del bote, la maleta en una mano y la pistola en la otra.

—Este caballero nos ha dado la bienvenida —dijo Farnholme sonriendo a Nicolson—. Temo que se refiera solamente a mi persona. Soy un huésped bienvenido, y como puede usted ver, persona grata y honorable. —Se volvió hacia el japonés—. Su labor ha sido espléndida. Su recompensa lo será también.

Después volvió a hablar en el idioma extranjero. Nicolson estaba seguro de que era japonés, y la conversación duró casi dos minutos. De nuevo volvió a mirar a Nicolson. Las primeras y gruesas gotas de la lluvia que se aproximaba, empezaron a caer sobre la cubierta de la lancha torpedera.

—Mi amigo sugería que subieran ustedes a bordo como prisioneros. Sin embargo, yo le he convencido de que son ustedes demasiado peligrosos y que debían ser fusilados en el acto. Vamos adentro para estudiar con mayor comodidad los métodos más apropiados para disponer de ustedes. —Volvióse hacia el japonés—. Aten su bote a popa. Son hombres desesperados y no es aconsejable dejarles junto al costado de la lancha. Vamos, amigo mío, vamos hacia abajo. Pero permítame un momento… Me olvidaba de mis buenos modales. —Se inclinó irónicamente—. Capitán Findhorn, Mr. Nicolson, les presento mis respetos. Gracias por el viaje. Gracias por su cortesía y por la pericia que han demostrado al encontrarse tan exactamente en el lugar de la cita con mis excelentes y buenos amigos.

—¡Maldito traidor! —Nicolson hablaba con rabia contenida.

—Ahora habla la voz juvenil del insensato nacionalista. —Le dijo Farnholme sacudiendo la cabeza con ademán de tristeza—. Este es un mundo pérfido y cruel, hijo mío. Uno tiene que ganarse la vida de algún modo. —Saludó con una mano negligente y burlona—. «Au revoir». Ha sido un verdadero placer.

Un momento después había desaparecido y la lluvia empezaba a caer en cegadoras ráfagas.