CAPÍTULO X

El bote de salvamento flotaba inmóvil e inanimado en la apacible superficie del mar. Nada se movía, nada se agitaba, ni siquiera el más leve espectro de una brisa capaz de rizar el resplandeciente y azul brillo metálico del océano, que reflejaba los más mínimos detalles de los costados del bote, Una embarcación muerta, sobre un mar muerto, en un mundo vacío. Un mar solitario, una llanura inmensa y resplandeciente de la más absoluta nada, que se extendía interminable en todas las direcciones, hasta que se difuminaba en lontananza en el borde caliginoso de un inmenso y vacío cielo. Ni una nube a la vista, ni una sola durante los tres últimos días. Un cielo vacío y terrible, majestuoso en su cruel indiferencia, y todo lo vacío que podía resultar para el sol cegador que abrasaba, como si fuera la boca de un horno, el mar ardiente que tenía debajo.

Parecía un bote muerto, pero no estaba vacío. Parecía lleno, o mejor dicho, cargado hasta su última capacidad, pero era una impresión errónea. Bajo la escasa sombra que los jirones de vela que quedaban podían proporcionar, hombres y mujeres yacían recostados o echados en los bancos, los asientos de los remeros y en el fondo, agotados hasta el límite de sus fuerzas y postrados a causa del calor; algunos de ellos sumidos en su sopor, otros en un sueño plagado de pesadillas, otros medio dormidos, medio despiertos, sin hacer movimiento alguno, tratando de conservar por todos los medios la ligera llama de vida que les quedaba y la voluntad de mantenerla encendida. Esperaban que el sol se ocultase.

Entre todo aquel grupo de supervivientes macilentos y ennegrecidos por el sol, sólo dos hombres parecían estar con vida. Su estado era tan malo como el de los demás, con las mejillas demacradas, los ojos hundidos, con los labios hinchados y hendidos, y feas ampollas, rojas y supurantes, donde sus ropas destrozadas por el agua salada y el calor habían dejado zonas de su piel blanca a merced del sol abrasador. Ambos hombres se hallaban a popa, y se veía que estaban vivos solamente porque aparecían sentados y erguidos en los bancos. Pero en cuanto a moverse, también ellos hubieran podido estar muertos o esculpidos en piedra. Uno de ellos tenía la mano apoyada en la caña del timón, aunque no había soplado viento para hinchar las destrozadas velas ni hombres con fuerza suficiente para manejar los remos durante casi cuatro días; el otro tenía una pistola en la mano, firmemente empuñada, sin vacilaciones, y solamente sus ojos demostraban que estaba vivo.

Había veinte personas a bordo. Eran veintidós cuando zarparon de la pequeña isla del sur del Mar de China, hacía seis días, pero sólo quedaban veinte de ellos. Los otros habían muerto. Nunca existieron esperanzas para el cabo Fraser; ya estaba debilitado y abatido por la fiebre mucho antes que el disparo de cañón del Zero le hubiera destrozado casi por completo el brazo izquierdo mientras él le hacía frente con su inofensivo fusil desde el puente del Viroma. No quedaban ya medicamentos ni calmantes, pero se había aferrado a la vida durante cuatro días más y había muerto sólo cuarenta y ocho horas antes, animosamente, a pesar de su cruel agonía, con su brazo ennegrecido hasta el hombro. El capitán Findhorn había recitado todo lo que pudo recordar del oficio de difuntos, y éste fue casi su último acto consciente, antes de sumirse en un sopor intranquilo y agitado, del que parecía que difícilmente podría reponerse.

El otro hombre, uno de los tres que quedaban de la tripulación de Siran, murió la tarde anterior. Había muerto violentamente y porque no supo interpretar la leve sonrisa de McKinnon y su suave voz de escocés. Poco después de la muerte de Fraser, McKinnon, a quien Nicolson había hecho responsable de la reserva de agua, descubrió que uno de los depósitos había sufrido desperfectos durante la última noche, probablemente perforado para extraer su contenido, pero resultaba imposible poderlo asegurar. De todas formas, estaba vacío y no les quedaban más que unos tres galones en el otro depósito. Nicolson sugirió en seguida que cada, persona del bote debía limitarse a una ración de una onza y media de agua, dos veces al día, medida con la copa graduada que formaba parte del equipo de todos los botes: todos ellos menos el niño, que podría beber toda la que deseara. Hubo solamente uno o dos murmullos de disentimiento, pero Nicolson los ignoró por completo. Al día siguiente, cuando McKinnon acababa de entregar a miss Drachmann la tercera ración del niño aquella tarde, dos de los hombres de Siran avanzaron por el bote, armados con pesadas barras de hierro. McKinnon miró rápidamente a Nicolson, vio que estaba durmiendo (había estado de guardia durante casi toda la noche precedente), y les pidió en voz baja que retrocedieran, mientras el revólver que empuñaba apoyaba la sugerencia. Uno de los dos vaciló, pero el otro se abalanzó sobre él, rugiendo como una fiera, asestando un golpe con la barra que describió un arco y que habría destrozado el cráneo del contramaestre como si fuera un melón maduro en el caso de haber llegado a su destino. Pero McKinnon se arrojó a un lado mientras su dedo oprimía el gatillo, y el hombre, llevado por su propio ímpetu, se precipitó de cabeza por la borda. Murió antes de tocar el agua. Entonces McKinnon, sin pronunciar palabra, encañonó con su Colt al otro hombre, pero el gesto resultó innecesario: el presunto amotinado contemplaba el ligero humo azul que brotaba del cañón del arma, y su cara estaba desfigurada por el pavor. Dio una rápida media vuelta y se precipitó a su asiento. Después de esto, no se produjo ningún incidente más.

Al principio, seis días antes, no se planteó problema alguno. La moral era muy elevada, las esperanzas más elevadas aún, e incluso Siran, todavía bajo los efectos del golpe que había recibido, se había mostrado tan dispuesto a colaborar como era posible. Siran no tenía nada de tonto y comprendía tan claramente como cualquier otro que su supervivencia dependía de un esfuerzo común y conjunto, una alianza momentánea, que duraría hasta que a él le conviniera.

Habían zarpado treinta y seis horas después de partir el submarino, y veinticuatro después que el último avión de reconocimiento hubo sobrevolado la isleta sin poder descubrir signo alguno de vida. Zarparon al caer la tarde, con una mar ligeramente movida y con el monzón soplando fuertemente en dirección norte. Durante toda la noche y casi todo el día siguiente habían navegado empujados por el viento, y la única embarcación que habían divisado fue un prao lejano hacia el este. Al atardecer, con la punta este de la isla de Banka empezando a perfilarse hacia el oeste contra el horizonte de color rojo y oro, vieron emerger un submarino a dos millas de distancia, que se dirigió después a gran velocidad hacia el norte. Tal vez les había visto, tal vez no. El bote de salvamento podía pasar inadvertido entre las oscuras aguas y el cielo del este. Nicolson había arriado las delatoras velas de color naranja, la vela al tercio marcada con las acusadoras letras «VA», tan pronto como el submarino emergió entre las aguas. De todos modos se perdió de vista antes de ponerse el sol.

Aquella noche cruzaron el canal de Macclesfield. Temían que ésta fuera la fase más difícil y peligrosa del viaje, y si el viento hubiera cesado o cambiado de dirección, o virado unos pocos puntos en cualquier sentido, hubieran podido perderse y encontrarse a la vista de tierra al despuntar la mañana. Pero el viento había persistido en su dirección norte, dejaron Liat a babor poco después de medianoche y se alejaron de Lepar mucho antes de amanecer. Fue exactamente al mediodía de la mañana siguiente, cuando su suerte se acabó por fin.

El viento había cesado, completa y súbitamente, y durante todo el día permanecieron inmóviles a menos de veinticinco millas de la isla de Lepar. Ya avanzada la tarde, un lento y anticuado hidroavión, acaso el mismo que habían visto anteriormente, apareció por el oeste, describió círculos durante casi una hora, y después se alejó sin hacer intención alguna de atacarles. El sol estaba poniéndose y empezaba a levantarse una ligera brisa, también procedente del norte, cuando apareció un nuevo avión por el oeste, volando a una altura de unos tres mil pies y dirigiéndose rectamente hacia ellos. No era un hidroavión, sino un Zero, y no perdió el tiempo en maniobras preliminares. A menos de una milla de distancia picó y descendió aullando del cielo, con los cañones gemelos de sus alas escupiendo dardos rojos en la creciente oscuridad, y sus balas formando hileras paralelas de surtidores y diseminando espuma en la plácida superficie del mar en dirección al centro del indefenso y expectante bote, cruzándolo y prosiguiendo su recorrido hasta más lejos. Acaso no tan indefenso, mientras el brigadier tuviera la carabina en sus manos, pues el Zero viró fuertemente, enfilando de nuevo hacia el este, en dirección a Sumatra, con su brillante fuselaje estriado por largos regueros de aceite del motor. A menos de dos millas de distancia encontróse con el hidroavión que regresaba, y los dos aviones desaparecieron juntos en el pálido y dorado resplandor del crepúsculo. El bote había sido agujereado severamente en dos sitios, pero, y ello fue un hecho notable, sólo una persona resultó alcanzada: Van Effen había sufrido un corte largo y profundo en su muslo, causado por un mellado casco de metralla.

Una hora más tarde, el viento empezó a soplar en ráfagas de una fuerza mediana, y la repentina tormenta tropical se les echó encima antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta. Duró diez horas, diez horas interminables de viento, de oscuridad y de una lluvia extrañamente fría, y después otras más de oleaje y cabeceo, mientras la exhausta tripulación del bote achicaba el agua, defendiendo sus vidas durante toda la noche contra el enfurecido mar que les acometía por la popa y saltaba por la borda, al tiempo que el agua se infiltraba continuamente entre las tablas del fondo del bote. La reserva de cuñas de madera en el equipo de reparaciones no duró mucho tiempo. Nicolson puso rumbo al sur ante la tempestad con el foque arriado y la vela al tercio arrizada sólo hasta el punto de conferir dirección. Cada milla más hacia el sur, era una milla más de aproximación a los estrechos de Sonda, pero aunque hubiera querido, no podía hacer otra cosa que dejarse llevar por la tempestad. Colocada junto a popa y hundida profundamente junto a ella, un áncora les habría empujado hacia el fondo, y resultaba imposible virar con un áncora echada. Llevar demasiada velocidad y bastante dirección como para permitirles avanzar, podía causar el desmantelamiento del bote o volcarlo al virar, y sin esta dirección el pesado y anegado bote podía desfondarse y sumergirse entre las olas. La larga agonía de la noche terminó tan bruscamente como había empezado, y fue entonces cuando empezó la verdadera odisea.

Sentado junto a la inútil caña del timón, con McKinnon a su lado, armado y vigilante, Nicolson trataba de dominar los terribles y persistentes sufrimientos de la sed, de la hinchada lengua y los agrietados labios, de su espalda quemada por el sol, y de darse cuenta del daño sufrido, del completo cambio que había tenido lugar durante los terribles días que habían transcurrido desde que terminó la tormenta, horas inacabables y torturadoras bajo el implacable azote del sol que se había vuelto terriblemente cruel y maligno, un sol que se hacía cada vez más intolerable, hasta colocar a aquellos hombres indefensos y sin protección al borde del colapso y de la agonía, física y mentalmente.

El viejo espíritu de camaradería no existía ya; se había desvanecido tan por completo como si nunca hubiera estado presente. Allí donde antes cada hombre se había preocupado de ayudar a su vecino, ahora buscaba únicamente su propia salvación, y su indiferencia por el estado de los demás era absoluta. Mientras cada hombre recibía su miserable ración de agua o leche condensada, o azúcar (las galletas se habían terminado dos días antes), una docena de ojos suspicaces y hostiles seguían todos los movimientos de las delgadas manos semejantes a garras y de los labios agrietados por la sed, asegurándose de que recibía su ración exacta y ni una gota ni una miga de más. La codicia, el brillo de la inanición en los ojos inyectados en sangre, los brillantes nudillos de los morenos puños cerrados, se convertían en un espectáculo especialmente terrible cuando el pequeño Peter recibía algo de bebida suplementaria y un poco de agua se deslizaba por su barbilla y goteaba sobre el banco, evaporándose casi en el momento de tocarlo. Se hallaban ya en el estado en que la muerte aparece como una alternativa casi salvadora, ante la atroz tortura de su sed. McKinnon necesitaba tener el arma en la mano.

El agotamiento físico fue aún peor que el colapso moral. El capitán Findhorn se hallaba profundamente sumido en un letargo, pero un letargo fatigoso, y Nicolson había tomado la precaución de asegurarle con cuerdas a la borda y al banco. Jenkins también estaba atado, aunque todavía consciente. A pesar de ello, vivía en el infierno de una indescriptible agonía; no quedaban ya vendajes, ni protección de ninguna clase para las terribles quemaduras que había sufrido poco antes de abandonar el Viroma, y el ardiente sol había llagado toda la carne viva hasta hacerle enloquecer de dolor. Las uñas de sus dedos estaban ensangrentadas a consecuencia de haberse lacerado, fuera de sí, sus abrasadas carnes. Tenía las muñecas atadas y la cuerda amarrada a un banco, no para impedir que en el paroxismo de su dolor volviera a arañarse, sino para evitar que se arrojara por la borda, como ya había intentado hacer dos veces. Durante largo rato se mantenía sentado e inmóvil, después tiraba con todas sus fuerzas de la cuerda que sujetaba sus ensangrentadas muñecas, respirando fuertemente y con rapidez a consecuencia del terrible dolor. Nicolson se preguntaba si debería cortar la cuerda, pensando en qué justificación moral podía tener para condenar al marinero a una muerte lenta en el potro de tormento en vez de dejarle que acabara con todo, rápida y limpiamente, en las aguas que le esperaban a su lado, pues de todos modos iba a morir.

La herida del brazo de Evans y la muñeca salvajemente mutilada de Walters empeoraban rápidamente. Todos los medicamentos se habían terminado; sus poderes de recuperación habían desaparecido y el agua salada que se secaba en sus andrajosos vendajes había inflamado las abiertas heridas. El estado de Van Effen no era mucho mejor, pero su herida era más reciente y él era un hombre con una innata resistencia y un vigor fuera de lo común. Durante horas y horas yacía inmóvil sobre las tablas del fondo, con los hombros recostados en uno de los bancos y mirando hacia delante. Parecía haber superado toda necesidad de dormir.

El derrumbamiento mental por su parte, había llegado al último extremo. Vannier y el segundo maquinista no habían traspasado aún los límites de la cordura, pero ambos mostraban los mismos síntomas de creciente falta de contacto con la realidad, los mismos largos períodos de silencio y melancólico abatimiento, idénticos e incongruentes murmullos en su interior, las breves y desganadas sonrisas de excusa al darse cuenta de que les habían oído, y la nueva postración en su melancólico silencio.

Lena, la joven enfermera malaya, acusaba solamente síntomas de melancolía y del más profundo desinterés por todo, pero jamás hablaba con nadie, ni siquiera consigo misma. El sacerdote musulmán, por el contrario, no denotaba melancolía, ni ninguna clase de emoción, pero guardaba siempre silencio, por lo que resultaba imposible saber a qué atenerse con él. Ello era también imposible con Gordon, que alternaba momentos en los que sonreía abiertamente con ojos desorbitados y bizcos, con otros en los que se sumía en una desesperante inmovilidad. Nicolson, que abrigaba la más profunda desconfianza hacia la calculada marrullería de Gordon, y que había intentado más dé una vez, aunque sin éxito, persuadir a Findhorn de que le despidiera, le vigilaba con rostro inexpresivo: los síntomas podían ser auténticos, desde luego, pero también podían ser definidos como los de un hombre que hubiera leído algún artículo de divulgación médica sobre los maniáticos depresivos y no lo hubiera asimilado del todo. Pero desgraciadamente no cabía duda sobre Sinclair, el joven soldado. Perdido todo contacto con la realidad, su razón se hallaba completamente trastornada y presentaba todos los síntomas clásicos de la esquizofrenia aguda.

Pero el colapso, el derrumbamiento físico y mental, no era del todo completo. Aparte Nicolson, había dos hombres que permanecían inmunes a la debilidad, la duda y la desesperación: el contramaestre y el brigadier. McKinnon, como siempre, inmutable, aparentemente indestructible, siempre con su sonrisa y su voz a punto, y la pistola en la mano. En cuanto al brigadier, Nicolson le miró por centésima vez y movió la cabeza en inconsciente admiración. Farnholme era magnífico. Cuanto más empeoraba la situación, mejor era su actuación. Allí donde podía aliviarse un sufrimiento, donde había hombres enfermos a los que instalar con mayor comodidad o protegerles del sol, o agua para achicar, lo que ocurría con harta frecuencia ya que el fondo no estaba protegido y un proyectil casual había destrozado la bomba en la isla, el brigadier acudía rápidamente, ayudando, dando ánimos, sonriendo y trabajando sin esperar agradecimiento ni recompensa alguna. Para un hombre de su edad (Farnholme pasaba de los sesenta años), su actuación era casi increíble. Nicolson le contemplaba con maravillada fascinación. Era como si el arrogante y fatuo coronel Blimp, de la antigua escuela que había conocido a bordo del Kerry Dancer, no hubiera existido nunca. También resultaba extraño que la afectada pronunciación de Sandhurst se hubiera desvanecido tan por completo que Nicolson empezaba a preguntarse si sólo había existido en su imaginación; pero no cabía duda sobre el hecho de que las expresiones castrenses y los juramentos victorianos que tan abundantemente habían salpicado su conversación, sólo una semana antes, eran ahora tan raros que llamaban la atención cuando los empleaba. Tal vez la prueba más convincente de su conversión, si así podía llamársele, era el hecho de que no solamente había enterrado el hacha de guerra con miss Plenderleith, sino que pasaba el mayor tiempo posible sentado a su lado, hablándole en voz baja al oído. Ella estaba muy débil, aunque su lengua no había perdido nada de su poder en lo que a cáusticos y punzantes comentarios se refería, y aceptaba agradecida las innumerables pequeñas atenciones que Farnholme le dedicaba. En aquel momento estaban juntos, y Nicolson les miraba con rostro impasible, pero sonriendo para sus adentros. Si ambos hubieran tenido treinta años menos, hubiera apostado a que el brigadier abrigaba designios respecto a miss Plenderleith. Designios honorables, sin duda alguna.

Algo rozó su rodilla, y Nicolson miró hacia el suelo. Gudrun Drachmann había estado sentada allí desde hacía tres días, en el banco de través más bajo, sosteniendo al pequeño cuando éste saltaba sobre el banco de remos situado delante de ella. Gracias a las ilimitadas raciones de comida y agua que recibía de miss Plenderleith y de McKinnon, Peter Tallon era la única persona del bote que podía disponer de energías sobrantes. La muchacha le tenía en brazos durante horas enteras mientras dormía. Más de una vez debió de haber sufrido violentos calambres, pero nunca se quejó. Su rostro estaba demacrado, los pómulos eran muy prominentes, y la enorme cicatriz de su mejilla izquierda se tornaba más lívida y fea a medida que su piel se ennegrecía bajo el sol abrasador. En aquel momento, ella le dirigía una leve y dolorosa sonrisa al mover sus labios resecos. Después apartó la mirada y le indicó a Peter. Pero fue McKinnon quien advirtió el gesto, e interpretándolo correctamente, sonrió a su vez y sumergió el cazo en la poca agua, caliente y salobre, que quedaba en el depósito. Como si fuera una señal prevista de antemano, una docena de cabezas se alzaron y siguieron todos los movimientos del cazo, la cuidadosa maniobra de McKinnon al verter el agua en un vaso, y la ansiedad con que el niño lo agarró con sus manos regordetas y se bebió el agua. Entonces apartaron la vista del niño y del vaso vacío y miraron a McKinnon, con los ojos inyectados en sangre, y ensombrecidos por el sufrimiento y el odio, pero McKinnon se limitó a sonreírles pacientemente, sin que el revólver que empuñaba se moviera ni un milímetro.

La noche les trajo por fin un alivio, pero de índole muy limitada. El abrasador calor del sol había desaparecido, pero el aire continuaba siendo muy caliente, sofocante y opresivo, y la mísera ración de agua que cada uno había recibido al anochecer no hacía sino excitar aún más su sed, convirtiéndola en algo penoso e intolerable. Durante dos o tres horas después del crepúsculo, la gente se amontonó agitadamente en sus asientos del bote, pero la conversación no duró mucho tiempo: sus gargantas estaban demasiado resecas, sus bocas demasiado llenas de ampollas y llagas, y siempre, en la mente de todos ellos, estaba fijo el desesperante pensamiento de que, a menos de que ocurriera algún milagro, algunos de ellos habían presenciado ya el último crepúsculo. Pero la naturaleza era misericordiosa. Sus mentes y cuerpos se hallaban exhaustos por el hambre y la sed y sus energías estaban minadas por toda la jornada de sol implacable, y poco a poco todos ellos se sumieron en un sueño intranquilo y sobresaltado.

Nicolson y McKinnon también se durmieron. No era esta su intención, pues se proponían alternarse en su guardia, pero el cansancio se había apoderado de ellos con tanta fuerza como de los demás, y dormitaron a intervalos, con la cabeza apoyada sobre el pecho, despertando de cuando en cuando sobresaltados. Una vez, al despertar tras un corto sueño, Nicolson creyó que había oído a alguien que se movía por el bote, y llamó en voz baja. No hubo respuesta, y cuando volvió a llamar de nuevo, sin resultado, buscó debajo de su asiento y sacó la linterna. Las pilas estaban casi agotadas ya, pero el débil haz de amarillenta luz bastó para indicarle que todo estaba tranquilo y que nadie se había movido de su sitio; todos los bultos negros e informes yacían echados, en apariencia inánimes, sobre los bancos o junto a la borda, casi exactamente en la misma posición que ocupaban al ponerse el sol. Poco después, cuando había logrado dormirse de nuevo, casi pudo jurar que había oído un chapoteo cuyo rumor le llegó a través de las nebulosas profundidades de su sueño, y cogió otra vez la linterna. Pero tampoco vio a nadie que se moviera; todos se hallaban completamente inmóviles. Contó todas las sombras amontonadas, y el número estaba conforme: diecinueve, sin contarse él.

Se mantuvo despierto durante el resto de la noche, luchando deliberadamente contra su abrumadora fatiga, contra sus párpados que parecían de plomo y su mente confusa y amodorrada, ignorando las torturas de su garganta apergaminada, y de su lengua, seca e hinchada, que parecía llenar toda su boca, torturas que desaparecerían si permitía que sus párpados cansados se cerrasen y le trajeran unas pocas horas de misericordioso olvido. Pero algo en su subconsciente le advertía insistentemente que no podía abandonarse, que el bote y las vidas de veinte personas se hallaban en sus manos, y cuando estos pensamientos no bastaban, pensaba en el niño que dormía a menos de dos pies de distancia, y lograba despertarse por completo. Y así transcurrió una interminable noche que fue el compendio de todas las que había pasado en vela durante toda su vida. Después de mucho tiempo, muchísimo tiempo, los primeros matices grises empezaron a iluminar el horizonte hacia el este.

Pasaron los minutos, y empezó a divisar el mástil claramente silueteado contra grisáceo firmamento, después el perfil de la borda del bote, después las formas separadas y distintas de las personas que yacían desparramadas por él. Ante todo miró al niño. Seguía durmiendo pacíficamente en el banco junto al suyo, envuelto en una manta; su rostro era solamente una mancha blanca y borrosa en la semioscuridad y su cabeza descansaba sobre el brazo de Gudrun Drachmann. Ella seguía sentada de través en el banco descansando en incómoda posición con la cabeza sobre el banco de proa. Acercándose más e inclinándose, Nicolson pudo ver que su cabeza apoyábase directamente sobre el banco, el canto de la madera clavado cruelmente en su mejilla derecha. Levantó cuidadosamente la cabeza de la muchacha, colocó la manta formando un doblez sobre el canto del asiento y entonces, movido por un extraño impulso, apartó cariñosamente la cascada de cabellos de color negro azulado que había caído sobre su cara, ocultando la larga y mal cosida cicatriz. Durante un instante dejó reposar allí su mano, suavemente; después advirtió el brillo de los ojos de ella en la oscuridad y se dio cuenta de que no había estado dormida. No sintió vergüenza alguna, ni sentimiento de culpabilidad, sino que le sonrió sin decir palabra. Ella debió de advertir el brillo de sus dientes destacando en la atezada piel de su rostro, pues también sonrió, y frotó por dos veces gentilmente su mejilla contra la mano de él. Después Nicolson se enderezó lentamente, cuidando de no perturbar el sueño del pequeño.

El bote se había hundido más en el agua. El nivel de ésta en el interior era ya de dos o tres pulgadas y Nicolson sabía que ya era hora de que fuera achicada. Pero achicar era una tarea ruidosa, y parecía absurdo despertar a la gente y sacarla del olvido del sueño para que se encontrara ante la terrible realidad de otro día, cuando el bote podía pasar otra hora por lo menos antes de ser vaciado. Era cierto que muchos de ellos tenían agua hasta los tobillos, y uno o dos estaban materialmente sentados sobre ella, pero éstas eran solamente pequeñas incomodidades comparadas con lo que tendrían que volver a sufrir antes de que el sol se ocultase.

Y entonces, súbitamente, vio algo que apartó de él todo pensamiento de inacción, toda necesidad de sueño. Prontamente despertó a McKinnon, sacudiéndole; tuvo que hacerlo, pues McKinnon estaba apoyado en él y se habría caído si Nicolson se hubiera levantado sin avisar. Se puso en pie y se precipitó hacia el banco de popa, arrodillándose junto al banco de través más próximo. Jenkins, el marinero que había recibido tan terribles quemaduras, yacía en la más extraña posición, medio acurrucado y medio arrodillado, con sus ensangrentadas muñecas atadas al banco y la cabeza apretada contra el depósito emplomado. Nicolson se inclinó y le tocó en el hombro: el marinero se deslizó aún más sobre su costado, pero no hizo ningún otro movimiento. De nuevo Nicolson lo sacudió, esta vez más apremiantemente, llamándole por su nombre, pero Jenkins no volvería nunca más a despertarse ni a oír su nombre. Por accidente o intencionadamente, a buen seguro esto último, a pesar de las cuerdas que lo sujetaban, se había deslizado desde el banco durante la noche y se había ahogado en las escasas pulgadas de agua que habría en el fondo del bote.

Nicolson se incorporó y miró a McKinnon, y el contramaestre asintió comprendiéndole en seguida. No sería ningún bien para la moral de los de a bordo del bote, si los supervivientes se despertaban y hallaban a un hombre muerto entre ellos. Debían por lo tanto deslizarle silenciosamente por la borda, y el hecho de no dedicarle siquiera el más breve servicio de difuntos parecía un precio pequeño por preservar la vacilante razón de más de uno, que podía perderla del todo si abría los ojos para descubrir ante él lo que sabía que más tarde o más temprano tenía que sucederles a todos.

Pero Jenkins pesaba más de lo que parecía, y su cuerpo había quedado atascado entre los bancos. Cuando McKinnon hubo cortado con su cuchillo las cuerdas y ayudado a Nicolson a arrastrarlo hacia la borda, la mitad por lo menos de los ocupantes del bote estaban despiertos, observando su lucha con el cuerpo, sabiendo que Jenkins estaba muerto, pero contemplando la escena con ojos empañados y extrañamente ausentes de toda comprensión. Pero ni uno de ellos habló; parecía como si resultara posible echar a Jenkins por la borda sin ningún estallido de histerismo ni manifestaciones de ninguna clase, cuando un sollozo agudo y repentino, procedente de proa, un llanto que era casi un grito, obligó a los más cansados y aletargados a volver sus cabezas y mirar hacia atrás. Tanto Nicolson como McKinnon se sobresaltaron y dejaron caer el cuerpo, dando media vuelta: en la imperturbable tranquilidad del amanecer tropical, el sollozo había resonado con fuerza poco corriente.

El llanto procedía del joven soldado Sinclair, pero no miraba hacia Jenkins, ni siquiera en aquella dirección. Estaba arrodillado y se mecía suavemente, contemplando a alguien que yacía tumbado sobre su espalda. Mientras Nicolson le estaba mirando, se echó a un lado y ocultó su rostro entre sus brazos y la borda, murmurando ininteligiblemente para sí.

En tres segundos, Nicolson se plantó a su lado, contemplando al hombre que estaba echado en el fondo. No todo su cuerpo yacía sobre el piso del bote. La parte anterior de sus rodillas se apoyaba sobre uno de los bancos de remero y sus piernas apuntaban incongruentemente hacia el cielo, como si se hubiera caído hacia atrás desde el asiento que ocupaba; la parte posterior de su cabeza descansaba sobre un par de pulgadas de agua. Era Ahmed, el sacerdote, el extraño y taciturno amigo de Farnholme, y estaba muerto.

Nicolson se inclinó sobre el mahometano, introdujo rápidamente su mano bajo el negro ropaje para auscultar su corazón y la volvió a retirar con igual rapidez. La carne estaba fría y viscosa: hacía horas que el hombre había muerto.

Casi inconscientemente Nicolson sacudió la cabeza aturdido, miró a McKinnon y vio reflejada en él su misma expresión. Volvió a mirar hacia abajo, inclinándose sobre el cuerpo para levantar la cabeza y los hombros, y fue entonces cuando experimentó el mayor sobresalto. No pudo incorporar más de un par de pulgadas el cuerpo. Volvió a intentarlo, sin conseguirlo. A una señal suya, McKinnon levantó un lado del cuerpo mientras Nicolson se arrodillaba hasta que su cara se introdujo casi en el agua, y entonces vio la causa del impedimento. Un cuchillo estaba clavado hasta la empuñadura entre los omoplatos, y el mango había quedado aprisionado entre las planchas del fondo del bote.