CAPÍTULO II
El oficial que mandaba el destacamento tocó a Farnholme en el brazo y señaló hacia el mar.
—El barco, señor…, ¡se ha marchado!
Farnholme hizo un esfuerzo para dominarse. Su voz, cuando habló, era tan tranquila e indiferente como siempre.
—Así parece, teniente. Como dice la antigua canción, nos ha dejado abandonados en la orilla. Es un maldito inconveniente, por no decir algo más fuerte.
—Sí, señor. —El teniente Parker tuvo la impresión de que la reacción de Farnholme ante la urgencia de la situación, resultaba muy poco impresionante—. ¿Qué hacemos ahora, señor?
—Acertada pregunta, muchacho. —Farnholme se quedó inmóvil durante algún rato, frotándose la barbilla con la mano y con una expresión de abstracción en su rostro—. ¿No oye usted a un niño llorando, cerca del muelle? —preguntó de improviso.
—Sí, señor.
—Mande a uno de sus hombres que lo traiga aquí. Con preferencia —añadió Farnholme— un tipo amable y paternal que no pueda darle un susto de muerte.
—¿Traerle aquí, señor? —El oficial estaba asombrado—. ¡Pero si hay centenares de estos pequeños en las calles…!
Se interrumpió de pronto al enfrentarse Farnholme con él, con ojos fríos y tranquilos bajo sus espesas cejas.
—Supongo que no está usted sordo, teniente Parker —dijo solícitamente. El tono alto de su voz llegó a oídos del teniente como si los traspasase.
—¡Sí, señor! Quiero decir, ¡no, señor! —Parker corrigió apresuradamente su primera impresión de Farnholme—. ¡Enviaré inmediatamente a un hombre, señor!
—Gracias. Después mande a unos cuantos hombres en una y otra dirección del muelle, hasta una distancia aproximada de media milla. Que traigan con ellos a cualquier persona o personas que encuentren. Tal vez puedan arrojar alguna luz sobre el barco desaparecido. Dígales que si ello es necesario, utilicen la persuasión.
—¿Persuasión, señor?
—De la clase que sea. No estamos jugándonos unos cuantos peniques esta noche, teniente. Y cuando haya dado las órdenes pertinentes, me gustará tener una breve charla con usted.
Farnholme se alejó unos cuantos pasos hacia la oscuridad. El teniente Parker se reunió con él al cabo de un minuto. Farnholme encendió un nuevo cigarro y miró escrutadoramente al joven oficial que tenía ante sí.
—¿Sabe usted quién soy, joven? —preguntó bruscamente.
—No, señor.
—El brigadier Farnholme. —Sonrió en la oscuridad, al observar cómo se cuadraban los hombros del teniente—. Ahora que ya lo ha oído usted, olvídelo. Nunca ha oído usted hablar de mí. ¿Me ha comprendido?
—No, señor —dijo Parker cortésmente—. Pero he comprendido la orden.
—Es todo lo que necesita comprender. Y de ahora en adelante, suprima el «señor». ¿Sabe usted cuál es mi misión?
—No señor, yo…
—Nada de «señor», he dicho —interrumpióle Farnholme—. Si lo suprime en privado, ya no se le escapará decírmelo en público.
—Lo siento. No, no conozco su misión. Pero el coronel me dio la impresión de que se trataba de un asunto de la mayor importancia y gravedad.
—El coronel no exageraba en lo más mínimo —murmuró Farnholme con viveza—. Es mejor, mucho mejor, que no conozca usted cuál es. Si alguna vez llegamos a ponernos a salvo, le prometo que le diré de qué se trata. Entretanto, cuanto menos sepan usted y sus hombres, mayor será nuestra seguridad. —Hizo una pausa, dio una larga chupada a su cigarro y observó la incandescente punta que brillaba roja en la noche—. ¿Sabe usted lo que es un colono de las islas, teniente?
—¿Un colono de las islas? —La súbita pregunta cogió desprevenido a Parker, pero se recobró en seguida—. Naturalmente.
—Bien. Es lo que soy yo a partir de este momento, y debe usted tratarme como a tal. Un colono envejecido, alcoholizado, y de poca categoría, empeñado en salvar su pellejo. Una actitud benévola y tolerante…; este será su papel. Firme, incluso severo, cuando deba usted serlo. Me encontró usted vagando por las calles, buscando algún medio de salir de Singapur. Me oyó usted decir que había llegado en algún pequeño vapor de las islas, y decidió que usted se incautaría de él para utilizarlo.
—Pero el barco se ha marchado —objetó Parker.
—Tiene usted razón —admitió Farnholme—. Aún podemos encontrarlo. Puede haber otros, aunque lo dudo. Lo importante es que disponga usted de un carácter…, y de una actitud. Dispuesto a todo, ocurra lo que ocurra. A propósito, nuestro objetivo es Australia.
—¡Australia! —Parker se olvidó de todo, por unos momentos—. ¡Dios mío, señor, está a miles de millas de distancia!
—Está algo lejana, desde luego —concedió Farnholme—. A pesar de todo, es nuestro destino, incluso aunque no podamos apoderarnos de nada que sea mayor que un bote de remos. —Se interrumpió y giró en redondo—. Regresa uno de sus hombres, según creo, teniente.
Era verdad. Un soldado emergía de la oscuridad. Resultaban claramente visibles los tres galones blancos de sus mangas. Un hombre muy corpulento, de más de seis pies de altura y con la correspondiente complexión; la figura infantil que llevaba en sus brazos resultaba diminuta por comparación. El niño, con el rostro oculto en el bronceado cuello del soldado, sollozaba todavía, pero parecía más tranquilizado.
—Aquí está, señor. —El corpulento sargento dio unas palmaditas en la espalda del niño—. Creo que el pequeño se ha asustado un poco, pero se le está pasando.
—Estoy seguro de ello, sargento. —Farnholme tocó el hombro del chiquillo—. ¿Cómo te llamas, hombrecillo?
El hombrecillo le dirigió una rápida mirada, se abrazó al cuello del sargento y estalló en un nuevo torrente de lágrimas. Farnholme se apartó con rapidez.
—Bien. —Movió la cabeza filosóficamente—. Temo que nunca he sido muy atractivo para los chiquillos. Cosa propia del viejo solterón. Ya conoceremos su nombre. Podemos esperar.
—Se llama Peter —dijo impasible el sargento—. Peter Tallan. Tiene dos años y tres meses, vive en Mysore Road, al norte de Singapur, y es miembro de la Iglesia de Inglaterra.
—¿Le ha contado todo esto? —preguntó Farnholme incrédulo.
—No ha dicho ni una palabra, señor. Lleva un disco de identidad sujeto al cuello.
—Claro —murmuró Farnholme.
Parecía la única observación adecuada a aquellas circunstancias. Esperó hasta que el sargento se hubo reunido con sus hombres, y después miró intencionadamente a Parker.
—Le presento mis excusas. —El tono de la voz del teniente era sincero—. ¿Cómo diablos lo adivinó?
—Estaría bueno que no lo supiera después de vivir veintitrés años en el este. Claro que encontrará críos malayos y chinos perdidos, pero sólo porque así se les habrá antojado a ellos. No se les encuentra llorando. Si lo hacen, no lloran durante mucho tiempo. Estas gentes siempre velan por los suyos, no solamente por sus pequeños, sino por los de su raza. —Hizo una pausa y miró burlonamente a Parker—. ¿Qué supone usted que le habría hecho el hermano japonés a este niño, teniente?
—Puedo suponerlo —dijo Parker sombríamente—. He visto algo y he oído contar muchas cosas.
—Puede usted creerlas todas y después doblarlas. Son un hatajo inhumano de diablos. —Cambió bruscamente de tema—. Vamos a reunimos con sus hombres. Regáñeme mientras nos acercamos a ellos. Causará una inmejorable impresión, desde mi punto de vista, claro está.
Pasaron cinco minutos, después diez. Los hombres se movían inquietos, algunos fumaban, otros se sentaron sobre sus mochilas, pero ninguno de ellos hablaba. El niño había dejado de llorar. El intermitente ruido de disparos procedía claramente del noroeste de la ciudad, pero en general la noche se mantenía muy tranquila. El viento había ido en aumento, y el humo que aún quedaba se iba disipando lentamente. La lluvia seguía cayendo, con mayor intensidad que antes, y la noche se tornaba fría.
De vez en cuando, hacia el noreste, en dirección a la ensenada de Kallang, se oían pasos que se acercaban, pasos acompasados de tres soldados en marcha, y el ruido más rápido e inseguro de tacones femeninos. Parker les distinguió cuando aparecieron en la oscuridad reinante, y se dirigió al soldado que conducía el destacamento.
—¿Qué es esto? ¿Quién es esta gente?
—Enfermeras, señor. Las encontramos a poca distancia del frente. —La voz del soldado estaba llena de excusas—. Creo que se habían perdido, señor.
—¿Perdido? —Parker se dirigió a la joven alta que estaba junto a él—. ¿Qué diablos estaban haciendo ustedes por la ciudad, a medianoche?
—Estamos buscando a unos soldados heridos, señor. —Su voz era ronca, pero dulce—. Heridos y enfermos. No hemos…, bien, no hemos sabido encontrarles.
—Así parece —admitió secamente Parker—. ¿Es usted la que dirige a este grupo?
—Sí, señor.
—¿Su nombre, por favor? —La voz del teniente era ahora algo menos seca; la muchacha tenía una voz agradable, y podía darse cuenta de que estaba muy cansada, y que temblaba bajo la fría lluvia.
—Drachmann, señor.
—Muy bien, miss Drachmann, ¿ha visto usted u oído algo de un pequeño buque o de un mercante costero en alguna parte?
—No, señor. —Su tono denotaba fatigada sorpresa—. Todos los barcos se han marchado de Singapur.
—Quiera el cielo que esté usted equivocada —murmuró Parker, y añadió en voz alta—: ¿Entiende usted algo de niños, miss Drachmann?
—¿Qué? —sobresaltóse ella.
—El sargento ha encontrado un chiquillo. —Parker indicó con la cabeza el niño, aún en brazos del sargento, pero envuelto ahora en un impermeable que le protegía contra el frío y la lluvia—. Está cansado, perdido, solo, y se llama Peter. ¿Quiere ocuparse de él, de momento?
—Desde luego. No faltaría más.
Apenas había tenido ella tiempo de tender sus manos hacia el niño cuando se oyeron más pasos que se acercaban por la izquierda. No eran los pasos acompasados de soldados, ni el agudo taconeo de zapatos de mujer, sino unos pasos vacilantes y desordenados como si pertenecieran a hombres muy viejos. O a hombres muy enfermos. Gradualmente fue apareciendo en la oscuridad y en medio de la lluvia, una larga y desordenada hilera de hombres, apoyados unos en otros, tropezando, intentando formar una columna de a dos. Les guiaba un hombrecillo con el hombro izquierdo levantado de una manera anormal, con un fusil ametrallador Bren balanceándose pesadamente en su mano derecha. Llevaba un gorro escocés colocado de través, y un mojado kilt que azotaba sus desnudas y flacas rodillas. Se detuvo a dos yardas de distancia de Parker, dio la orden de alto, giró en redondo para inspeccionar la descarga de las camillas, y fue entonces cuando Parker advirtió por primera vez que tres de sus propios hombres les ayudaban a hacerlo. Después corrió hacia atrás para detener al extraviado que ocupaba el último lugar de la columna, y que ahora se dirigía desorientado hacia la oscuridad. Farnholme le miró, y después a los demás, y les vio enfermos, mutilados y exhaustos, parados bajo la lluvia, cada uno de ellos sumido en su terrible y silencioso sufrimiento.
—¡Dios mío! —Farnholme movía la cabeza desconcertado—. ¡Pensar que Escocia ha podido producir este grupo!
El hombrecillo del kilt volvió a su puesto a la cabeza de la columna. Lenta y penosamente, descansó su fusil Bren en el mojado suelo, se cuadró, y se llevó la mano al gorro en un saludo que no hubiera desmerecido en una parada de la Guardia.
—Se presenta el cabo Fraser, señor.
Su voz marcaba suavemente la erre, con el acento de los Higdlands del noreste.
—Descanse, cabo —le ordenó Parker—. ¿No le resultaría…, no le resultaría más cómodo trasladar este fusil a su mano izquierda?
Sabía que era una pregunta estúpida, pero la visión de aquella larga hilera de seres maltrechos y medio muertos, materializándose en la oscuridad, le había causado un extraordinario efecto de aturdimiento.
—Sí, señor. Lo siento, señor. Creo que mi hombro izquierdo está algo así como roto, señor.
—Algo así como roto —repitió Parker. Con un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguió desprenderse de la desmoralizadora sensación de irrealidad—. ¿De qué regimiento es, cabo?
—Argyll y Sutherlands, señor.
—Claro —asintió Parker—. Creí reconocerle.
—Sí, señor. El teniente Parker, ¿no es verdad, señor?
—Exacto. —Parker indicó con un gesto la hilera de hombres esperando pacientemente bajo la lluvia—. ¿Bajo su mando, cabo?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —El rostro ajado por la fiebre del cabo, expresó perplejidad—. Lo ignoro, señor. Supongo que porque soy el único hombre en buenas condiciones para ello.
—El único hombre en buenas condiciones… —Parker se interrumpió a mitad de la frase, sumido en la incredulidad. Tomó aliento—: No es esto lo que quiero decir, cabo. ¿Qué se propone usted hacer con estos hombres? ¿Adónde va con ellos?
—No lo sé exactamente, señor —confesó Fraser—. Me dijeron que me los llevara de la línea de fuego a un lugar seguro, y les proporcionara cuidados médicos, si ello era posible. —Señaló con el pulgar en dirección al intermitente fuego de fusilería—. Las cosas andan un poco revueltas por allí, señor —terminó con aire de disculpa.
—Y tan revueltas —admitió Parker—. Pero ¿qué hace usted aquí en los muelles?
—Buscando un bote, un barco, cualquier cosa. —El tono del pequeño cabo seguía lleno de disculpas—. Mis órdenes eran buscar «un lugar seguro», señor. Pensé que podía tratar de encontrarlo.
—Tratar de encontrarlo. —La sensación de irrealidad volvió a apoderarse de Parker una vez más—. ¿No se da cuenta, cabo, de que el más próximo lugar seguro es Australia…, o la India?
—Sí, señor. —La expresión del rostro del hombrecillo no se alteró.
—¡El cielo me valga! —Farnholme habló por primera vez, y su voz denotaba que se hallaba desconcertado—. ¿Iba usted a intentar llegar a Australia en un bote de remos con estos… con estos…? —Señaló a la hilera de hombres inmóviles y enfermos, pero las palabras no acudieron a su mente.
—Desde luego que sí —dijo Fraser tenazmente—. Tengo unas órdenes que cumplir.
—Dios mío, no se da usted fácilmente por vencido, ¿no es cierto, cabo? —le dijo Farnholme—. Tendría usted cien veces más oportunidades en un campo japonés de prisioneros. Puede dar gracias a su buena estrella de que no quede ningún barco en Singapur.
—Tal vez quede y tal vez no —dijo tranquilamente el cabo—, pero hay un barco ahí fuera, en la ensenada. —Miró a Parker—. Precisamente estaba planeando el modo de llegar hasta él cuando vinieron sus hombres, señor.
—¿Qué? —Farnholme se adelantó y le agarró por su hombro sano—. ¿Hay un barco ahí fuera? ¿Está usted seguro, buen hombre?
—Claro que estoy seguro. —Fraser soltó su hombro con lenta dignidad—. Oí cómo bajaban el áncora, no hace más de diez minutos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Farnholme—. Quizá estaban izando el ancora y…
—Mire, amigo —interrumpió Fraser—. Puedo parecerle estúpido, e incluso serlo, pero yo sé conocer la maldita diferencia que hay entre…
—¡Ya basta, cabo, ya basta! —se apresuró a interrumpirle Parker—. ¿Dónde está anclado este barco?
—Detrás de los muelles, señor. A cosa de una milla, diría yo. Es algo difícil asegurarse de ello…; hay todavía mucho humo por allí.
—¿Los muelles? ¿En Kappel Harbour?
—No, señor. No nos hemos acercado por allí esta noche. Aproximadamente a una milla de allí…, exactamente detrás de Malay Point.
Aun en la oscuridad, el llegar allí no requirió mucho tiempo; unos quince minutos a lo sumo. Los hombres de Parker habían cogido las camillas, y otros ayudaban a los heridos que podían andar. Y todos ellos, hombres y mujeres, heridos y sanos, se hallaban poseídos por la misma abrumadora sensación de urgencia. Normalmente, ninguno de ellos habría depositado grandes esperanzas en algo tan tenue como el ruido de lo que podía o no ser un áncora al bajar; pero tan afectadas estaban sus mentes por las continuas retiradas y pérdidas de las últimas semanas, tan ciertos habían llegado a estar de su captura antes de que terminara el día —captura y Dios sabía cuántos años de cautiverio— tan intensa era su desesperación, que incluso este débil rayo de esperanza se convertía en faro resplandeciente para la desamparada oscuridad de sus mentes. Hasta el ánimo de los enfermos excedía en mucho a sus fuerzas, y muchos de ellos estaban agotados y jadeantes, pero contentos de poder asirse a sus camaradas, cuando el cabo Fraser dio la voz de alto.
—Aquí, señor. Me encontraba exactamente aquí cuando lo oí.
—¿En qué dirección? —preguntó Farnholme.
Siguió la dirección que le indicaba el cañón del fusil Bren del cabo, pero no pudo ver nada: tal como había dicho Fraser, el humo se extendía aún sobre las sombrías aguas… Se dio cuenta de que Parker estaba detrás de él, y que la boca de éste se aproximaba a su oído.
—¿Alguna linterna? ¿Alguna señal?
Apenas pudo comprender el leve murmullo del teniente. Farnholme vaciló durante un momento tan sólo; no tenía nada que perder. Parker presintió, más que vio, el signo de afirmación, y se dirigió a su sargento.
—Utilice su linterna, sargento. Desde aquí. No deje de hacer señales hasta obtener respuesta o hasta que podamos ver u oír algo que se acerque. Dos o tres de ustedes pueden dar un vistazo por los muelles. Tal vez encuentren un bote o algo que nos pueda servir.
Pasaron cinco minutos, diez. La linterna del sargento se encendía y apagaba, monótonamente, pero nada se movía en el oscuro mar. Cinco minutos más, y regresaron los hombres diciendo que no habían podido encontrar nada. Transcurrieron cinco minutos más, durante los cuales la suave cortina de lluvia se transformó en un torrencial chaparrón que inundó el terraplén de la carretera. El cabo Fraser aclaró su garganta.
—Puedo oír algo que se está acercando —dijo como si conversara.
—¿Qué? ¿Dónde? —exclamó Farnholme.
—Un bote de remos. Oigo el ruido de los remos. Creo que viene directo hacia nosotros.
—¿Está seguro? —Farnholme trató de escuchar por encima del tamborileo de la lluvia sobre la calzada, y del siseo que producía al transformar la superficie del mar en blanca espuma—. ¿Está usted seguro, buen hombre? —repitió—. Yo no puedo oír nada.
—Estoy seguro. Lo oigo claramente.
—¡Tiene razón! —Fue el corpulento sargento el que habló, con voz excitada—. ¡Por Júpiter, tiene razón, señor! ¡También yo puedo oírlo!
Pronto pudieron oír todos el suave roce de las chumaceras, al remar los hombres enérgicamente. La tensa expectación provocada por las primeras palabras de Fraser desapareció, convirtiéndose en una ansiedad de indescriptible alivio, que les inundó por completo, y todos comenzaron a hablar entre sí con voces bajas y expectantes. El teniente Parker se aprovechó del ruido para acercarse más a Farnholme.
—¿Qué hacemos con los demás… las enfermeras y los heridos?
—Déjeles venir, Parker, si así lo desean. Tenemos muchas probabilidades en contra. Hágaselo saber y dígales también que tienen libertad absoluta para elegir. Procure después que estén quietos, y que se aparten de la vista. Quienes quiera que sean, y ha de ser forzosamente gente del Kerry Dancer, no queremos asustarles. Tan pronto como digan atracar el bote, adelántense y actúen.
Parker asintió y se alejó. Sus órdenes, aunque dadas en voz baja, se distinguieron entre el murmullo general.
—Bien. Levanten estas camillas. Hacia atrás todos, hacia el otro lado de la carretera… y quietos. Esténse quietos, si tienen ganas de volver a sus casas. ¡Cabo Fraser!
—¿Señor?
—Usted y sus hombres, ¿desean venir con nosotros? Si subimos a este buque, es más que probable que antes de doce horas nos hayan hundido. Es una observación que debo hacerle.
—Lo comprendo, señor.
—¿Vienen ustedes?
—Sí, señor.
—¿Ha preguntado a los demás?
—No, señor. —El tono ofendido del cabo no dejaba dudas acerca de su opinión sobre tan ridículos procedimientos democráticos en un ejército moderno, y Farnholme sonrió en la oscuridad—. También vendrán, señor.
—Muy bien. La responsabilidad cae sobre su cabeza. ¿Miss Drachmann?
—Iré, señor —dijo tranquilamente. Levantó su mano izquierda a la altura de su rostro en un extraño gesto—. Iré, desde luego.
—¿Y las demás?
—Lo hemos discutido. —Señaló a la joven malaya que estaba a su lado—. Lena también quiere marcharse. A las otras tres no les importa mucho, señor, adoptar cualquier decisión. Están aturdidas, señor…; cayó una granada sobre nuestro camión esta noche. Yo creo que será mejor que vengan.
Parker se dispuso a contestar, pero Farnholme le indicó silencio, cogió la linterna del sargento y se dirigió al borde del muelle. Ya se podía distinguir el bote, a menos de un centenar de yardas de distancia, una vaga silueta iluminada por el lejano haz de la linterna. Mientras Farnholme miraba a través de la espesa cortina de lluvia, pudo observar la blanca espuma cuando alguien desde la cámara dio una orden, y un extremo de los remos se hundió en el agua, remando hacia atrás enérgicamente, hasta que el bote se detuvo y quedó inmóvil, silencioso; parecía un bulto confuso en la oscuridad.
—¡Ah del bote! —gritó Farnholme—. ¿Pertenece al Kerry Dancer?
—Sí. —Una voz profunda les llegó claramente a través de la lluvia—. ¿Quién está aquí?
—Soy Farnholme. —Pudo oír que el hombre de la cabina daba una orden y observó que los remeros empezaban a remar de nuevo enérgicamente—. ¿Van Effen?
—Sí, soy Van Effen.
—¡Buen muchacho! —No había duda de la sinceridad del calor que Farnholme puso en su voz—. ¡Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien en toda mi vida! ¿Qué ha pasado? —El bote estaba ahora solamente a unas veinte yardas, y podían hablar en tono normal.
—Apenas nada. —El holandés hablaba un inglés perfecto y coloquial, con un ligerísimo acento casi imperceptible—. Nuestro apreciable capitán cambió de parecer respecto a esperarle, y ya había zarpado antes de que yo le obligara a cambiar de idea.
—Pero ¿cómo sabe usted que el Kerry Dancer no zarpará antes de que usted regrese? ¡Dios mío, Van Effen, tendría usted que haber enviado a otro! No puede usted confiar ni un momento en aquel diablo.
—Lo sé. —Con la mano firme en el timón, Van Effen se dirigía hacia el embarcadero—. Si zarpa, lo hará sin su patrón. Está sentado en el fondo de este bote, con las manos atadas y mi pistola apoyada en su espalda. Creo que el capitán Siran no se siente muy feliz.
Farnholme observó cuidadosamente el bote a la luz de la linterna. Resultaba imposible decir si el capitán Siran era feliz o no, pero era, sin duda, el capitán Siran. Su rostro lampiño y bronceado seguía tan impasible como siempre.
—Y para estar más seguro —continuó Van Effen—, he dejado a los dos maquinistas atados de pies y manos en el camarote de miss Plenderleith. Yo mismo lo he hecho, debo confesarlo. No podrán soltarse. La puerta está cerrada, y miss Plenderleith está con ellos allí, pistola en mano. No ha disparado un arma en su vida, pero dice que está dispuesta a intentarlo. Es una anciana maravillosa, Farnholme.
—Piensa usted en todo —dijo Farnholme con admiración—. Si solamente…
—¡Muy bien, ya basta! ¡Échese a un lado, Farnholme! —Parker estaba junto a él, y una poderosa linterna enfocaba a los rostros que tenía debajo—. ¡No haga tonterías! —dijo secamente, cuando Van Effen hizo el gesto de levantar su pistola—. Déjela quieta; le están apuntando una docena de ametralladoras y rifles.
Van Effen bajó lentamente su pistola y miró fríamente a Farnholme.
—Buen trabajo, Farnholme —dijo tranquilamente—. El propio capitán Siran estaría orgulloso de poder firmar como suya esta obra maestra de traición.
—¡No es ninguna traición! —protestó Farnholme—. Son tropas inglesas, amigos nuestros, y además, no tenía opción. Puedo explicar…
—¡Cállese! —interrumpióle bruscamente Parker—. Ya dará sus explicaciones más tarde. —Miró a Van Effen—. Vamos a ir con ustedes, tanto si les gusta como si no. Esta es una lancha salvavidas con motor. ¿Por qué usaban los remos?
—Para no hacer ruido. Es lógico. ¡De mucho nos sirvió! —replicó Van Effen con amargura.
—Ponga en marcha el motor —ordenó Parker.
—¡Que me maten si lo hago!
—Tal vez. Probablemente morirá si no lo hace —replicó fríamente Parker—. Parece usted un hombre inteligente, Van Effen. Tiene usted ojos y oídos y comprende que somos hombres desesperados. ¿Qué puede ganar con su obstinación en estos momentos?
Van Effen le miró durante largo rato en silencio, asintió, encañonó duramente con su pistola las costillas de Siran y dio una orden. Al cabo de un minuto, el motor dio señales de vida y empezó a emitir un ruido regular, mientras el primer soldado descendía al bote. Media hora más tarde el último de los hombres y mujeres que se hallaban en el embarcadero, estaba a salvo a bordo del Kerry Dancer. Necesitaron hacer dos viajes, pero los dos habían sido cortos: el cabo Fraser había acertado en su estimación de la distancia, y el buque estaba anclado a tres brazas de profundidad, junto al bajío de Pagar Spit.
El Kerry Dancer zarpó antes de las dos y media de la madrugada. Era el último barco que salía de la ciudad de Singapur, antes de que ésta cayera en poder de los japoneses algo más tarde, en aquel mismo día, el quince de febrero de 1942. El viento había cesado, la lluvia se había reducido a un fino aguacero, y un extraño silencio pesaba sobre la oscura ciudad, mientras ésta se desvanecía rápidamente entre las tinieblas de la noche. Ya no se distinguían incendios, ni ninguna clase de luz, e incluso el ruido de disparos había cesado por completo. Todo estaba en silencio, de un modo irreal y pavoroso, tan silencioso como la propia muerte; pero la tempestad se desencadenaría cuando las primeras luces del alba iluminaran los tejados de Singapur.
Farnholme estaba en el frío y húmedo castillo de popa del Kerry Dancer, ayudando a dos de las enfermeras y a miss Plenderleith a vendar y curar a los soldados heridos, cuando llamaron a la puerta, la única que conducía a la profunda sentina de popa. Apagó la luz y después de salir, cerrando cuidadosamente la puerta, se dirigió a la borrosa silueta que le esperaba en la oscuridad.
—¿Teniente Parker?
—Sí. —Parker gesticuló en la oscuridad—. Quizá sería mejor que subiéramos a la toldilla; allí nadie podrá oírnos.
Treparon por la escalerilla de hierro y se encaminaron hacia la parte superior. La lluvia había cesado casi, y el mar estaba muy tranquilo. Farnholme, apoyado en la barandilla, observó la fosforescencia que se desprendía de la lechosa estela del Kerry Dancer, y deseó poder fumar. Fue Parker quien rompió el silencio.
—Tengo que darle curiosas noticias, señor…; lo siento, retiro el «señor». ¿Le ha dicho algo el cabo?
—No me ha dicho nada. Sólo hace un par de minutos que llegó al castillo de popa. ¿De qué se trata?
—Según parece, no era éste el único buque que había en la rada de Singapur esta noche. Cuando veníamos hacia el Kerry Dancer, con el primer bote, parece ser que otro bote a motor llegó y atracó a menos de un cuarto de nosotros. Tripulación inglesa.
—Pero ¿cómo diablos…? —Farnholme dejó escapar un leve silbido en la oscuridad—. ¿Quiénes eran? ¿Y qué demonios hacían allí? ¿Quién les vio?
—El cabo Fraser y uno de mis hombres. Oyeron el motor de un bote (nosotros desde luego nunca pudimos oírlo, porque el ruido del nuestro lo impedía), y se dirigieron allí para investigar. Sólo había dos hombres en él, ambos armados con rifles. El único que habló era escocés, natural de las islas del oeste, según dice Fraser, y él puede saberlo. Muy poco comunicativo, en opinión del cabo, aunque éste le hizo numerosas preguntas. Después Fraser oyó regresar el bote, y tuvieron que marcharse. Cree que uno de los hombres les siguió, pero no puede asegurarlo.
—Describirlo como curioso, es poco, teniente. —Farnholme se mordió pensativo el labio y contempló el mar—. ¿Y Fraser no tiene idea alguna de dónde venían, o qué clase de buque era el suyo, o hacia dónde iban?
—No sabe nada —dijo Parker con seguridad—. Después de la investigación que hizo, lo mismo podría afirmar que procedían de la luna.
Siguieron hablando durante unos minutos y después Farnholme dio por terminado el asunto.
—Nada sacamos con darle vueltas, Parker; será mejor que nos olvidemos de ello. Ya está hecho y consumado, y no nos ha perjudicado…; hemos podido escapar y eso es lo que interesa. —Deliberadamente cambió de tema—. ¿Está todo organizado?
—Sí, más o menos. Siran va a colaborar con nosotros, no hay duda de ello…; su propia cabeza está en juego al igual que las nuestras, y él está plenamente convencido que es así. La bomba o torpedo que nos alcance no va a respetarle a él. Tengo a un hombre vigilándole; otro no se separa del contramaestre y otro permanece constantemente al lado del maquinista de servicio. La mayoría de mis restantes hombres están durmiendo en el castillo de proa, y sabe el cielo que necesitan dormir mucho. Cuatro de ellos duermen en el camarote situado en medio del buque, muy a mano en caso de emergencia.
—Excelente, excelente. —Farnholme asintió con aprobación—. ¿Y las dos enfermeras chinas y la malaya de más edad?
—También en uno de los camarotes de la parte central. Las tres están muy mareadas y aturdidas.
—¿Y Van Effen?
—Durmiendo en cubierta, bajo un bote. Exactamente ante la timonera, a menos de diez pies del capitán —sonrió Parker—. No creo que le tenga gran simpatía a usted, pero su cuchillo continúa apuntando a Siran. Es un buen lugar para dormir Van Effen. Parece un individuo de cuidado.
—Lo es. Y de comida, ¿qué?
—De pésima calidad, pero en abundancia. Suficiente para una semana o diez días.
—Espero que tengamos la suerte de poder comerla toda —dijo Farnholme sonriendo—. Otra cosa. ¿Ha dado usted la impresión a todos, en especial a Siran, de que yo aquí no pinto nada, y que solamente hay un hombre que dé órdenes, o sea, usted?
—No creo que sea usted tan bien considerado como antes —dijo modestamente Parker.
—Excelente. —Casi inconscientemente, Farnholme tocó el cinturón bajo su camisa—. Pero no se extralimite; ignóreme tanto como le sea posible. A propósito, cuando vaya usted a proa, hay algo que puede hacer por mí. ¿Sabe dónde está la cabina de radio?
—¿Detrás de la timonera? Sí, me he fijado en ella.
—El telegrafista se llama Willie Loon o algo parecido, y duerme en ella. Creo que es un muchacho muy decente. Sabe Dios cómo ha venido a parar a bordo de este ataúd flotante, pero no quiero acercarme a él. Averigüe qué clase de transmisor es el suyo, y hágamelo saber antes de la madrugada. Probablemente en aquel momento precisaré efectuar una llamada.
—Sí, señor. —Parker vaciló, fue a decir algo, y después decidió no hacer la pregunta que había estado a punto de efectuar—. Es el mejor momento. Iré ahora y lo averiguaré. Buenas noches.
—Buenas noches, teniente.
Farnholme permaneció apoyado en la toldilla durante unos cuantos minutos más, escuchando el asmático jadear del vetusto motor del Kerry Dancer, siguiendo firmemente su rumbo este-sur-este, a través del mar tranquilo y aceitoso. Al cabo de un rato, se enderezó con un suspiro y se dirigió hacia abajo. Las botellas de whisky estaban en una de sus maletas, en el castillo de popa, y tenía una reputación que mantener.
La mayoría de los hombres habrían protestado enérgicamente al ser despertados a las tres y media de la madrugada, para hacerles una pregunta meramente técnica sobre su profesión, pero Willie Loon no se contaba entre éstos. Se limitó a sentarse en su jergón, sonrió al teniente Parker, le dijo que el alcance efectivo de su transmisor era escasamente de unas quinientas millas, y sonrió de nuevo. Aquella sonrisa en su cara redonda, era la esencia de la buena voluntad y de la jovialidad, y Parker no tuvo dudas de que Farnholme había acertado totalmente en su apreciación del carácter de Willie Loon. No pertenecía a aquel barco.
Parker le dio las gracias y se retiró. En el momento de salir, se dio cuenta de que en la mesa de la cabina había algo que nunca habría esperado encontrar en un buque como el Kerry Dancer: un pastel helado, de forma redonda, a todas luces hecho por manos un tanto inexpertas, con su parte superior liberalmente adornada de velillas. Parker parpadeó y se volvió hacia Willie Loon.
—¿De dónde ha salido esto?
—Es un pastel de cumpleaños —le respondió Willie Loon con orgullo—. Mi esposa, aquí está su fotografía, lo preparó. Hace ya dos meses, para asegurarse de que yo lo tendría. Tiene muy buen aspecto, ¿no es verdad?
—Es soberbio —dijo cuidadosamente el teniente Parker—. Soberbio como la mujer que lo preparó. Debe usted ser un hombre muy afortunado.
—Lo soy. —De nuevo volvió a sonreír, con expresión de felicidad—. De verdad soy muy afortunado, señor.
—¿Y cuándo es el cumpleaños?
—Hoy. Por eso he sacado el pastel. Hoy cumplo veinticuatro años.
—¡Hoy! —Parker sacudió la cabeza—. Verdaderamente, ha escogido usted un día maravilloso para celebrar su cumpleaños, según parece. Pero un día u otro tenía que ser, supongo. Felicidades, y le deseo que pueda usted celebrarlo muchas veces más.
Dio media vuelta, llegó a la pasarela y cerró cuidadosamente la puerta de la cabina.