CAPÍTULO IV
Dos horas. El capitán Findhorn había concedido dos horas como límite máximo, pero dadas las esperanzas que quedaban, igual podían haber sido dos minutos o dos días. Todos lo sabían. Sabían que se trataba tan sólo de un gesto, tal vez destinado a la tranquilidad de sus propias conciencias, acaso en memoria de unos cuantos soldados heridos, un puñado de enfermeras y un radiotelegrafista que había muerto apoyado en la palanca de su transmisor. Pero un gesto inútil a pesar de todo…
Hallaron el Kerry Dancer a las ocho y veinticinco minutos, tres antes de expirar el plazo. Lo hallaron porque las predicciones de Nicolson habían resultado absolutamente correctas. El Kerry Dancer se hallaba casi exactamente donde él había supuesto que lo encontrarían, y la larga y dentada silueta de un relámpago iluminó por un breve y deslumbrador instante el desvalido y abrasado esperpento, tan brillantemente como si hubieran estado en pleno mediodía. A pesar de esto, nunca lo hubieran podido localizar a no ser porque la huracanada fuerza del viento se convirtió de pronto en un leve murmullo, y la cegadora lluvia se desvaneció tan de repente como si alguien hubiera cerrado un gigantesco grifo en el cielo.
Que no había milagro alguno en la casi instantánea transición del clamor de la tormenta a aquella increíble calma, el capitán Findhorn lo sabía perfectamente. Siempre se esconde tal oasis de paz en el centro de un tifón. Aquella fantástica y extraña calma no le resultaba desconocida, pero en dos o tres ocasiones anteriores había dispuesto de todo el mar libre que necesitaba, y podía virar hacia donde quería cuando las cosas se ponían demasiado feas. Pero no ocurría así esta vez. Hacia el norte, hacia el oeste y hacia el sudoeste, su ruta de escape se hallaba bloqueada por las islas del archipiélago. No podían haber penetrado en el corazón del tifón en peor momento.
Y no lo podían haber hecho tampoco en ocasión más oportuna. Si alguien quedaba con vida a bordo del Kerry Dancer, las condiciones para el salvamento nunca resultarían más favorables. Si alguien quedaba con vida…, y por lo que podían ver, gracias a la luz de sus reflectores y del faro de señales de babor, mientras navegaban lentamente hacia él, aquello parecía improbable. Es más, parecía imposible. A la cruda luz de los reflectores, el buque se presentó ante ellos, más desamparado, más abandonado que nunca, tan hundido ahora que la cubierta de la sentina de proa había desaparecido, y el castillo de proa, semejante a una roca solitaria, se hundía y emergía bajo el empuje de la gruesa mar. La fuerza del viento había desaparecido, la lluvia había cesado, pero el mar continuaba alborotado, y acaso más enfurecido.
El capitán Findhorn contempló silenciosamente el Kerry Dancer con ojos fríos. Iluminado por un cono de luz, escorado de costado sobre las olas, cabeceaba pesadamente entre una y otra ola, con su centro de gravedad desplazado hacia abajo por el peso de centenares de toneladas de agua. «Muerto —se dijo a sí mismo—, todo lo muerto que puede estar un barco. Ha muerto y este es su fantasma» —pensó incongruentemente. Y fantasmal era su aspecto, atemorizador y lleno de presagios, con las luces de los reflectores brillando a través de los rectangulares y retorcidos boquetes de su casco. Le recordaba vaga y atormentadoramente alguna cosa. De repente le vino a la memoria: el buque fantasma del «Antiguo marinero», con los rojos rayos del sol brillando a través del esqueleto de sus mamparas. Ninguno podía resultar más macabro que éste, pensaba con amargura. Nada podía estar más vacío de vida que aquello que estaba viendo. Advirtió que el primer oficial estaba a su lado.
—Bien, aquí lo tenemos, Johnny —murmuró—. El candidato electo para el mar de los Sargazos o dondequiera que vayan los buques fantasmas. Ha sido un viaje encantador. Regresemos.
—Sí, señor. —Nicolson no parecía haberle oído—. Pido permiso para botar una lancha, señor.
—No. —La negativa de Findhorn fue seca y enfática—. Hemos visto ya todo lo que había que ver.
—Hemos venido de lejos para esto. —La voz de Nicolson carecía de toda inflexión particular—. Vannier, el contramaestre, Ferris, yo y alguno más. Podríamos intentarlo.
—Tal vez. —Luchando contra el violento balanceo del Viroma, Findhorn recorrió el trecho que había hasta el costado de babor y contempló el mar. Incluso a sotavento las olas alcanzaban de tres a cinco metros de altura en un mar encrespado, alborotado y traidor—. Y tal vez no lo lograrían. No tengo la intención de arriesgar la vida de nadie, sólo para comprobarlo.
Nicolson guardó silencio. Pasaron unos segundos, y después Findhorn se encaró nuevamente con él, con un ligero matiz de irritación en su voz.
—Bien, ¿qué ocurre? Se siente todavía… ¿Cómo lo llama usted? ¿Un poco aventurero? ¿Se trata de eso? —Indicó con ademán de impaciencia la dirección del Kerry Dancer—. Maldita sea, hombre, resulta claro que ha sido abandonado. Quemado y destruido hasta parecer un colador flotante. ¿Cree usted de verdad que pueda haber supervivientes dentro de ese casco, después de un castigo semejante? Además, si los hubiera, forzosamente tienen que ver nuestras luces. ¿Por qué no están danzando todos sobre cubierta, si es que aún la tiene, haciendo ondear sus camisas por encima de sus cabezas? ¿Puede explicármelo?
El capitán Findhorn empleaba un hiriente sarcasmo.
—No tengo idea, señor, aunque me es posible imaginar que a un soldado gravemente herido, y usted oyó a McKinnon decir que había unos cuantos que fueron llevados en camillas a bordo, le resultaría difícil, extraordinariamente difícil incluso el levantarse de la cama y quitarse la camisa. Y no hablemos de salir agitándola por la cubierta superior —dijo Nicolson secamente—. Le suplico un favor, señor: que nos permita encender y apagar nuestros reflectores, lanzar unos cuantos disparos de los antiaéreos del doce, y media docena de cohetes. Si queda alguien con vida, esto les llamará la atención.
Findhorn reflexionó durante un momento, y después asintió.
—Es lo menos que puedo hacer, y supongo que no hay ni un japonés en cincuenta millas a la redonda. Adelante con ello, Mr. Nicolson.
Pero el destello alternativo de los reflectores, el fuerte y seco estampido de los cañones con su eco retumbando en el vacío sobre el mar, no dieron ningún resultado. El Kerry Dancer parecía más muerto que nunca, un esqueleto flotante calcinado, más hundido que nunca en las aguas, con el castillo de proa visible solamente cuando las olas formaban una sima profunda. Dispararon entonces siete u ocho cohetes, que proyectaron su blanco resplandor en la tenebrosa oscuridad, formando pronunciados arcos hacia el oeste. Uno de ellos cayó en la toldilla del Kerry Dancer, y se quedó allí encendido durante largo rato, bañando la cubierta azotada por el mar con una deslumbradora luz blanca y apagándose después con un chisporroteo. Nada se movió a bordo del Kerry Dancer, ni se vio la menor señal de vida.
—Bien, esto es todo. —El capitán Findhorn se mostraba un poco decepcionado. Aunque no tuviera la menor esperanza, ello le había causado cierta desilusión, más de la que él se hubiera atrevido a manifestar—. ¿Satisfecho, míster Nicolson?
—¡Capitán! ¡Señor! —Era Vannier quien hablaba, antes de que Nicolson hubiera podido responder, con una voz aguda y excitada—. Allí, señor. ¡Mire!
Findhorn se había adosado a la barandilla y tenía los anteojos nocturnos ante sus ojos, antes de que Vannier hubiera terminado de hablar. Durante unos segundos permaneció inmóvil; después juró en voz baja, bajó los prismáticos y se volvió hacia Nicolson. Este se le anticipó.
—Puedo verlo, señor. Rompientes. A menos de una milla al sur del Kerry Dancer. Los abordará dentro de veinte minutos o media hora. Tiene que ser Metsana; no puede ser un arrecife.
—Es Metsana —gruñó Findhorn—, ¡Dios mío, nunca pensé que estuviéramos tan cerca! Esto decide el asunto. Apaguen las luces. Adelante a toda máquina, a estribor, y mantengan el rumbo a 090, hacia alta mar, en el menor tiempo posible. Estamos a punto de salir del centro del tifón en cualquier momento, y sólo el cielo sabe por dónde vendrá el viento… ¿Qué diablos…?
La mano de Nicolson se había posado sobre su brazo; sus nervudos dedos se hundían fuertemente en la carne. Su mano izquierda estaba extendida, con el índice señalando la popa del buque medio hundido.
—Acabo de ver una luz, en el momento en que la nuestra se apagó. —Su voz era muy tranquila, casi sosegada—. Una luz muy débil, una vela, o tal vez incluso una cerilla. En la lumbrera más cercana a la cubierta de sentina.
Findhorn le miró, contempló la oscura y tenebrosa silueta del vapor, y después movió la cabeza.
—Me temo que no, Mr. Nicolson. Alguna ilusión óptica y nada más. La retina puede conservar algunas imágenes anteriores, o tal vez era solamente alguna de las lumbreras reflejando el haz que se extinguía de nuestros…
—No cometo errores de esa clase —interrumpió secamente Nicolson.
Pasaron breves segundos de silencio absoluto, y después Findhorn habló nuevamente:
—¿Alguien más vio esa luz? —Su voz era calmosa y lo bastante impersonal. Sólo muy en el fondo se notaba un leve acento de irritación.
Silencio de nuevo, esta vez más prolongado. Después Findhorn dio bruscamente media vuelta.
—Adelante a toda máquina, contramaestre, y…, ¡míster Nicolson! ¿Qué está usted haciendo?
Nicolson volvió a colocar en su sitio el teléfono que había estado usando, sin dar ninguna señal de apresuramiento.
—Estaba pidiendo un poco de luz sobre el objetivo —murmuró lacónicamente. Volvió la espalda al capitán y escudriñó el mar.
Findhorn apretó los labios; dio vivamente unos cuantos pasos hacia delante, pero se detuvo de pronto al encenderse el faro de babor, que osciló inseguramente y se posó después en el castillo de popa del Kerry Dancer. Con mayor lentitud, el capitán se colocó al lado de Nicolson, codo a codo con éste, con las dos manos aferradas a la barandilla para conservar el equilibrio. Pero la fuerza de su presa sobre ella no era debida solamente a querer mantenerse. Apretaba cada vez más, hasta que los tensos nudillos parecieron de marfil pulimentado, al resplandor del haz de luz enfocado sobre el Kerry Dancer.
El Kerry Dancer estaba tan sólo a unas trescientas yardas de distancia en aquel momento, y no podía haber duda de ello, ninguna duda. Todos vieron claramente abrirse el estrecho escotillón, y después, el largo y desnudo brazo que salía al exterior, ondeando frenéticamente una toalla o sábana blanca, un brazo que se retiró de pronto, volvió a sacar una pelota de papeles o de trapos encendidos, y la sostuvo hasta que las llamas empezaron a lamer y a enroscarse en su muñeca. Entonces lo dejó caer al agua, humeando y chisporroteando.
El capitán Findhorn lanzó un largo y profundo suspiro, y aflojó la presión de sus dedos sobre la barandilla. Sus hombros perdieron su rigidez, con el cansado y desalentado gesto de un hombre que ya no era joven y que había estado llevando demasiado peso durante un período de tiempo quizá excesivo. Bajo la bronceada tez, su cara había perdido el color.
—Me alegro, muchacho. —Fue solamente un murmullo; lo dijo sin volverse, balanceando su cabeza ligeramente de un lado a otro—. A Dios gracias, lo vio usted a tiempo.
Nadie le oyó, porque estaba hablando para su interior. Nicolson se había marchado ya, deslizándose sobre sus antebrazos por las barandillas de teca de las escaleras, sin dejar que sus pies tocaran ni un peldaño, antes de que el capitán hubiera empezado a hablar. Y antes de que hubiera acabado, Nicolson había soltado los enganches que sujetaban el bote salvavidas de babor, y estaba aflojando el freno de mano, mientras gritaba al contramaestre que reuniera doble tripulación de emergencia.
Con un hacha de bombero en la mano y una poderosa linterna forrada de goma en la otra, Nicolson se abrió paso rápidamente por la pasarela que unía proa y popa, a través de la estrecha superestructura en el centro del Kerry Dancer. La plancha de acero bajo sus pies estaba doblada y retorcida, formando fantásticas figuras a consecuencia del intenso calor, y en algunos rincones resguardados había todavía humeantes fragmentos de madera quemada. Una o dos veces, el violento y súbito cabeceo del buque le arrojó contra las paredes del pasadizo, y el fuerte calor llegó a él incluso a través de los guantes de lona que llevaba puestos. Que el metal pudiera aún abrasar de tal modo, después de varias horas de galerna y de lluvia torrencial, daba una vivida idea del tremendo calor que fue originado por el fuego. Se preguntó vagamente qué clase de carga debía llevar. Probablemente alguna especie de contrabando.
Al llegar a los dos tercios de su recorrido por el pasadizo, advirtió a mano derecha una puerta, todavía intacta y cerrada. Se echó hacia atrás y golpeó violentamente la cerradura con la suela de su zapato. La puerta se entreabrió cerca de media pulgada, abrió la puerta de un puntapié, oprimió el botón de su linterna y entró. Dos bultos calcinados e informes yacían en el suelo, junto a sus pies. Podían haber sido alguna vez seres humanos, pero no era seguro. El hedor era espantoso, intolerable; llegó a su arrugada nariz con la violencia de un golpe. Nicolson regresó en tres segundos al pasadizo, cerrando la puerta con ayuda del filo de su hacha. Vannier había llegado ya, con el rojo extintor de fuegos bajo su brazo, y Nicolson adivinó que en aquel corto espacio de tiempo, Vannier había tenido tiempo de ver el interior. Sus ojos estaban muy abiertos; se le veía mareado y su rostro era tan blanco como la cera.
Nicolson dio bruscamente media vuelta y continuó recorriendo el pasillo. Vannier iba detrás de él, seguido del contramaestre, que iba provisto de una maza, y de Ferris, que blandía una palanca de hierro. Abrió a puntapiés dos puertas más e iluminó las estancias con su linterna. Estaban vacías. Llegó a la cubierta de la sentina de popa, y allí pudo ver mejor, pues todos los faros del Viroma concentraban sus luces en aquel punto. Buscó apresuradamente alrededor de él una escalera o una escalerilla, y en seguida dio con ella: unos pocos pedazos de madera carbonizada que había en la cubierta inferior, varios metros más abajo. Era una escalera de madera completamente destruida por el fuego. Nicolson dio rápidas órdenes al carpintero.
—Ferris, regrese al bote y dígales a Ames y Docherty que lo dirijan hacia popa, hasta llegar a la altura de esta cubierta. No me importa cómo puedan lograrlo, ni los desperfectos que sufra el bote. No podemos subir hombres heridos o enfermos hasta aquí. Déjeme la palanca.
Nicolson se colgó de sus manos y se dejó caer ágilmente a la cubierta inferior, antes de acabar de hablar. En diez pasos cruzó la cubierta, y golpeó fuertemente con el mango de su hacha la puerta de acero del castillo de popa.
—¿Hay alguien aquí dentro? —gritó.
Durante dos o tres segundos, hubo completo silencio; después estalló una confusa y excitada babel de voces, todas ellas llamándole. Nicolson se volvió rápidamente hacia McKinnon, vio su propia sonrisa reflejada en la amplia mueca del rostro del contramaestre, retrocedió un paso y enfocó su linterna hacia la puerta de acero. Uno de los pestillos estaba suelto y se balanceaba como un péndulo al compás del balanceo del Kerry Dancer. Los otros siete estaban cerrados.
El martillo de siete libras de peso era un juguete en las manos de McKinnon. Asestó siete golpes en total, uno para cada pestillo, y el metálico sonido resonó en el vacío a través del zozobrante buque. Después, la puerta se abrió de par en par, por sí sola, y se encontraron dentro.
Nicolson enfocó su linterna al otro lado de la puerta de acero y su boca se contrajo: solamente uno de los pernos que servían de pestillo, el que colgaba suelto, continuaba a través de la puerta… los demás terminaban en lisos remaches. Se enfrentó de nuevo con el interior del castillo de popa, describiendo un círculo con el haz de su linterna.
Era un lugar oscuro y frío, una especie de mazmorra húmeda y chorreante, sin recubrimiento alguno sobre la plancha de acero de la cubierta, y tenía una altura que difícilmente permitía a un hombre de regular estatura tenerse en pie. Unas literas metálicas de tres pisos, desprovistas de colchones o mantas, estaban dispuestas a cada lado, y a un pie de altura de cada litera había un pesado anillo de hierro soldado a la cabecera de éstas. Había, además, una mesa larga y estrecha y unos taburetes de madera.
Nicolson estimó que habría unas veinte personas en la habitación; algunas de ellas sentadas en las literas bajas, una o dos de pie, agarrándose a los bordes de las literas para poderse sostener, pero la mayoría de ellos estaban echados. Los que yacían en las literas eran soldados, y el aspecto de algunos de ellos indicaba que no se levantarían ya nunca más. Nicolson había visto a demasiados hombres con las mejillas del color de la cera, los ojos vacíos y sin brillo, y la aparente ausencia de huesos dentro de un informe montón de ropas. Había también unas cuantas enfermeras con faldas color caqui y guerreras con cinturón, y dos o tres paisanos. Todos ellos, incluso las enfermeras de oscura tez, estaban pálidos, agotados y enfermos. El Kerry Dancer debió de haber estado sometido al empuje de las olas desde primeras horas de la tarde, y cabeceado sin cesar durante un tiempo interminable.
—¿Quién tiene el mando aquí? —La voz de Nicolson resonó en las paredes de hierro del castillo de popa.
—Creo que él. Mejor dicho, creo que él está seguro de tenerlo. —Esbelta, de baja estatura, pero muy tiesa, con plateado cabello recogido detrás, en un apretado moño, y cubierto con un ladeado sombrero de paja, la dama anciana que estaba al lado de Nicolson, todavía conservaba un aire de autoridad en el desvaído azul de sus ojos. También se reflejaba disgusto en ellos, al señalar al hombre apoyado en la mesa junto a una botella de whisky medio vacía—. Pero está borracho, desde luego.
—¿Borracho, señora? ¿Ha dicho usted que estoy borracho? —Nicolson observó que aquel hombre, por lo menos, no aparecía pálido ni tenía aspecto de enfermo: la cara, el cuello e incluso las orejas eran del color del barro cocido, en dramático contraste con su cabello blanco como la nieve y las cejas de un blanco brillante—. ¿Tiene usted la desfachatez de… de…? —Se levantó tambaleándose, estirando con sus manos los bordes de la chaqueta de su arrugado traje blanco de hilo—. Por los cielos, señora, que si fuera usted un hombre…
—Lo sé —interrumpió Nicolson—. Le despellejaría usted. Siéntese y cállese. —Volvióse de nuevo hacia la mujer—. ¿Cómo se llama usted, por favor?
—Miss Plenderleith. Constance Plenderleith.
—El barco se está hundiendo, miss Plenderleith —explicó rápidamente Nicolson—. A cada minuto se hunde más de proa. Dentro de media hora estaremos junto a las rocas, y el tifón se nos va a echar encima de un momento a otro. —Dos o tres linternas estaban encendidas en aquel instante, y miró a su alrededor contemplando el silencioso semicírculo de rostros—. Debemos apresurarnos. Algunos de ustedes parecen medio muertos, y estoy seguro de que ya lo saben, pero es preciso que nos apresuremos. Tenemos un bote salvavidas que nos espera a babor, a menos de diez metros de aquí. Miss Plenderleith, ¿cuántos pueden recorrer esta distancia?
—Pregúntelo a miss Drachmann. Ella es la enfermera jefe. —Miss Plenderleith empleó un tono distinto que no dejaba lugar a dudas de que aprobaba entusiásticamente a miss Drachmann.
—¿Miss Drachmann? —preguntó Nicolson, con aire expectante.
Una muchacha que había en el extremo opuesto de la cámara se volvió y se le quedó mirando. Su rostro permanecía en la sombra.
—Temo que solamente dos, señor. —Aparte el suave acento de cansancio, la voz era dulce, profunda y bien timbrada.
—¿Teme usted?
—Todos los demás casos graves de las camillas fallecieron esta tarde, señor —dijo ella quedamente—. Cinco de ellos. Estaban muy graves… y hacía un tiempo terrible. —Su voz no era muy firme.
—Cinco de ellos —repitió Nicolson. Movió lentamente la cabeza, meditabundo.
—Sí, señor. —Su brazo estrechó al niño que estaba de pie en el taburete, junto a ella, mientras su mano libre lo arropaba cuidadosamente con una manta—. Y este pequeño está muy hambriento y muy cansado. —Cariñosamente, trató de quitarle de la boca su sucio pulgar, pero él resistió a sus esfuerzos y siguió inspeccionando a Nicolson gravemente.
—Esta noche podrá comer y dormir con comodidad —prometió Nicolson—. Perfectamente; todos los que puedan, diríjanse al bote. Los sanos primero…, pueden ayudar a mantener el equilibrio del bote y a bajar a los heridos. ¿Cuántos sufren de heridas en brazos o piernas, aparte los que están en las camillas, enfermera?
—Cinco, señor.
—No es necesario que me llame señor. Ustedes cinco esperen a que haya embarcado alguien para que pueda ayudarles. —Dio un golpecito en el hombro del bebedor de whisky—. Usted abre la marcha.
—¿Yo? —Se mostró ultrajado—. Tengo el mando aquí, señor. Soy de hecho el capitán, y un capitán es siempre el último en…
—Abra la marcha —repitió pacientemente Nicolson.
—Dígale quién es usted, Foster —sugirió sarcásticamente miss Plenderleith.
—Ciertamente se lo diré. —Estaba de pie, con un maletín negro en la mano y la botella medio vacía en la otra—. Mi nombre es Farnholme, señor. Brigadier Foster Farnholme. —Inclinóse irónicamente—. A sus órdenes, señor.
—Encantado de conocerle. —Nicolson sonrió fríamente—. En marcha. —Detrás de él se oyó la risa burlona de miss Plenderleith, que sonó incongruentemente fuerte en el súbito silencio.
—¡Por Júpiter, lo pagará usted muy caro, joven insolente!… —Se interrumpió presuroso y dio un paso atrás cuando Nicolson avanzó hacia él—. ¡Maldición, señor! —exclamó—. Las tradiciones del mar. Las mujeres y los niños primero.
—Las conozco. Después formaremos en cubierta y moriremos como hombrecitos mientras la banda nos dedica una de sus piezas. No se lo repetiré, Farnholme.
—Brigadier Farnholme para usted. Usted…
—Se le saludará con una salva de diecisiete cañonazos cuando suba a bordo —prometió Nicolson.
Su vigoroso brazo empujó a Farnholme, que se aferraba a su maleta, y le proyectó hasta los brazos del contramaestre, que ya le estaba esperando. McKinnon le hizo salir en menos de cuatro segundos.
Nicolson recorrió el castillo de popa con su linterna y el haz de ésta se detuvo en una figura embozada que estaba sentada y medio acurrucada en una litera.
—¿Quién es usted? —preguntó Nicolson—. ¿Está herido?
—Alá es misericordioso para aquellos que le aman. —La voz era profunda, casi sepulcral; sus ojos oscuros estaban hundidos a ambos lados de una nariz aquilina. Se levantó, irguiéndose en toda su elevada estatura, lleno de dignidad, colocándose apretadamente su negro gorro en la cabeza—. No estoy herido.
—Bien. Es usted el siguiente.
Nicolson siguió enfocando la linterna e iluminó a un cabo y a dos soldados.
—¿Qué tal os encontráis, muchachos?
—Estupendamente. —El delgado y moreno cabo apartó su mirada perpleja y suspicaz de la puerta por la que acababa de desaparecer Farnholme, y dirigió una sonrisa a Nicolson. Era una sonrisa que desmentían los ojos inyectados en sangre y el rostro amarillento y consumido por la fiebre—. Somos los intrépidos hijos de Britania. Estamos en espléndida forma.
—Es usted un embustero —bromeó Nicolson—. Pero, de todos modos, muchas gracias. En marcha. Mr. Vannier, ¿quiere hacer el favor de acompañarlos al bote? Que salten cada vez que el bote se levante casi hasta la altura de la cubierta de la sentina. Y ponga una cuerda alrededor de cada persona, por si acaso. El contramaestre le echará una mano.
Esperó hasta que las anchas espaldas del hombre embozado desaparecieron de la puerta, y después miró con curiosidad a la dama bajita que estaba a su lado.
—¿Quién es este individuo, miss Plenderleith?
—Es un sacerdote musulmán de Borneo. —Frunció el gesto con aire de desaprobación—. Pasé una vez cuatro años en Borneo. Todos los piratas de río de quienes oía hablar, eran musulmanes.
—Debió de ser la suya una santa congregación —murmuró Nicolson—. Muy bien, miss Plenderleith, ahora le toca a usted, y después a las enfermeras. ¿Le importará quedarse un rato más, miss Drachmann? Puede usted procurar que no se cause ningún daño a los hombres de las camillas cuando empecemos a transportarlos.
Dio media vuelta sin esperar respuesta y salió de allí pisando los talones de la última enfermera. En cubierta se detuvo parpadeando durante unos segundos, acostumbrando sus ojos al fuerte resplandor de la luz del Viroma, que destacaba el relieve de todo lo que iluminaba, rompiendo la negra e impenetrable masa de tinieblas. El Viroma no podía estar a más de ciento cincuenta yardas de distancia; con un mar como aquel, el juego del capitán Findhorn era arriesgado y las apuestas muy altas.
No habían pasado aún diez minutos desde que habían subido a bordo, pero resultaba visible que el Kerry Dancer se había hundido aún más. El mar empezaba a azotar el lado de estribor de la cubierta inferior de popa. El bote salvavidas se hallaba en el lado de babor, hundido unas veces una docena de pies en las profundidades del seno formado por dos olas, y seguidamente se levantaba, casi hasta el nivel de la barandilla de la cubierta inferior. Los hombres del bote cerraban fuertemente sus ojos y escondían sus cabezas cuando eran cogidos de pleno por el haz del reflector. Mientras Nicolson vigilaba, el cabo se dejó caer desde la barandilla al bote, siendo cogido por Docherty y Ames, y desapareciendo al momento como una piedra. McKinnon había pasado ya a una de las enfermeras por encima de la barandilla y la sostenía, esperando el próximo movimiento hacia arriba de la barca.
Nicolson pasó al otro lado de la barandilla, encendió su linterna y miró por encima del costado del buque. El bote se hallaba sumido en una depresión de las aguas, golpeando violentamente contra el costado del Kerry Dancer, a pesar de los esfuerzos de la tripulación para mantenerlo separado, pero el vaivén del mar les juntaba de nuevo; las dos planchas superiores del bote estaban resquebrajadas y rotas, pero la borda de dura madera de olmo americano seguía resistiendo. A proa y a popa, Farnholme y el sacerdote musulmán se aferraban desesperadamente a las cuerdas que les sujetaban, haciendo cuanto podían para mantener el bote en posición y amortiguar los choques del mar y del casco del Kerry Dancer. Según pudo Nicolson juzgar, en medio de la confusión y de la cercana oscuridad, sus esfuerzos resultaban sorprendentemente eficientes.
—¡Señor! —Vannier estaba a su lado; su voz denotaba agitación y su brazo señalaba hacia la oscuridad—. ¡Nos hallamos casi en las rocas!
Nicolson se enderezó y miró en la dirección que indicaba el brazo. Los relámpagos seguían iluminando aún el horizonte, pero incluso en los intervalos de oscuridad, no había dificultad alguna en verlo: era una línea larga e irregular de hirviente blancura, que aumentaba y disminuía, crecía y volvía a desaparecer, mientras el impetuoso mar seguía rompiéndose contra los arrecifes de la costa. La línea estaba a doscientas yardas de distancia, apreció Nicolson, o a doscientas cincuenta a lo más; el Kerry Dancer había derivado hacia el sur a una velocidad casi doble de lo que él había calculado. Durante un momento permaneció inmóvil allí, con su imaginación lanzada a toda velocidad, calculando sus posibilidades. De pronto se tambaleó, hasta casi caerse, cuando el Kerry Dancer chocó violentamente, produciéndose un agudo chirrido metálico, contra un arrecife submarino, e inclinándose abiertamente las cubiertas hacia babor. Nicolson vio a McKinnon, al volverse a la luz del reflector, con los pies firmemente plantados en la cubierta, un brazo sosteniendo vigorosamente a la enfermera al otro lado de la barandilla, mostrando sus blancos dientes, y con sus ojos hundidos cerrados fuertemente, y supo que estaba pensando lo mismo que él.
—¡Vannier! —La voz de Nicolson era pronta y urgente—. Envíe señales al capitán para que se mantenga alejado: dígale que esto es un bajío con rocas, y que nos hallamos encima de él. Ferris, ocupe el puesto del contramaestre. Bájelos como pueda. Estamos junto al casco y si se hunde de proa, no lograremos salvar a nadie. Pronto, McKinnon, venga conmigo.
En cinco segundos regresó al castillo de popa, con McKinnon siguiéndole de cerca. Iluminó con su linterna una sola vez y rápidamente las literas de metal. Quedaban ocho en total: los cinco heridos que podían andar, miss Drachmann y los dos heridos graves que yacían en las literas más próximas al suelo. Uno de ellos respiraba con un estertor a través de su boca abierta, gimiendo y retorciéndose de un lado a otro, sumido en un sueño provocado por las drogas. El otro yacía muy quieto; su respiración era casi imperceptible y su cara tenía un color marfileño. Solamente el lento y errante movimiento de sus ojos en los que se reflejaba el dolor, mostraba que aún seguía vivo.
—Ustedes cinco —ordenó Nicolson a los soldados—. Salgan tan rápidamente como puedan. ¿Qué demonios está usted haciendo? —Adelantóse, arrebató una mochila a un soldado que estaba intentando pasar sus brazos por las correas de ésta, y la arrojó a un rincón—. Tendrá bastante suerte si sale de esto con vida, aunque tenga que dejar aquí su maldita mochila. Salga inmediatamente.
Cuatro de los soldados, apremiados por McKinnon, se precipitaron a través de la puerta. El quinto, un pálido muchacho de unos veinte años, no había hecho gesto alguno de levantarse de su asiento. Sus ojos estaban abiertos de par en par, su boca trabajaba continuamente y tenía las manos fuertemente entrelazadas. Nicolson se inclinó ante él.
—¿Ha oído lo que he dicho? —preguntó suavemente.
—Es mi amigo. —No miraba a Nicolson. Hizo un gesto hacia una de las literas que tenía detrás—. Es mi mejor amigo. Me quedo con él.
—¡Dios mío! —murmuró Nicolson—. ¡Vaya momento para heroísmos! —Levantó la voz y señaló la puerta—: ¡Afuera en seguida!
El muchacho empezó a dirigirle una serie de juramentos a media voz, pero se interrumpió cuando un sordo rumor resonó y vibró por todo el barco, seguido de una repentina e intensa inclinación a babor.
—Creo que el mamparo a popa de la sala de máquinas se ha venido abajo, señor. —La voz de McKinnon, con su suave acento escocés, era casi tranquila, casi indiferente.
—Y se está inundando la popa —asintió Nicolson. Sin perder tiempo, se abalanzó sobre el soldado, le cogió por la camisa con su mano izquierda, lo obligó violentamente a ponerse en pie, pero se detuvo sorprendido al precipitarse hacia él la enfermera y cogerle la mano derecha que tenía libre, con las suyas. Era alta, más alta de lo que él creía. Su cabello caía ante sus ojos y a su olfato llegó una ligera fragancia de madera de sándalo. Lo que le llamó la atención y le chocó, fueron, sin embargo, sus ojos, o mejor dicho, su ojo, pues el haz luminoso de la linterna de McKinnon iluminaba tan sólo el lado derecho de su rostro. Era un ojo de un color y una intensidad que solamente había podido contemplar antes en su propio espejo. Un color azul ártico, y además, hostil.
—¡Espere! No le pegue… Hay otros métodos, y usted lo sabe. —La voz continuaba siendo la misma, dulce, bien modulada, pero el anterior respeto había dado paso a un tono de indignación—. Usted no lo comprende. No se encuentra bien. —Se apartó de Nicolson y tocó ligeramente el hombro del muchacho—. Vamos, Alex. Ya sabes que debes irte. Yo cuidaré de tu amigo…, ya sabes que lo haré. Por favor, Alex.
El joven vaciló y miró por encima de su hombro al herido que yacía detrás de él en la litera. La muchacha le cogió de la mano, le sonrió y tiró suavemente de él. Él murmuró algo, pareció dudar, y finalmente salió a cubierta, pasando ante Nicolson.
—La felicito. —Nicolson señaló la puerta abierta, con la cabeza—. Usted es la siguiente, miss Drachmann.
—No —negóse ella—. Ya ha oído lo que le he prometido…, y hace un rato me pidió usted que me quedara.
—Eso era en aquel momento, pero no ahora —dijo Nicolson impaciente—. Ahora no podemos perder el tiempo transportando camillas a través de una cubierta con una inclinación de veinte grados y resbaladiza a no poder más. Ya puede usted verlo.
Ella dudó un momento, después asintió en silencio y volvió atrás, para recoger en la oscuridad un bulto que había detrás de ella.
—Dése prisa —dijo Nicolson con aspereza—. Sus preciosas pertenencias no importan. Ya oyó usted lo que le dije a aquel soldado.
—No se trata de mis pertenencias —dijo ella quedamente. Dio media vuelta y arropó cuidadosamente al niño dormido que llevaba en sus brazos—. Pero debe de ser muy precioso para alguien, estoy segura de ello.
Nicolson quedóse mirando al niño durante unos instantes, y después movió ligeramente la cabeza.
—Llámeme lo que usted quiera, miss Drachmann. Me había olvidado por completo. Y usted puede calificarlo como guste…, tal vez «negligencia criminal», para empezar.
—Le debemos nuestras vidas. —Su tono ya no era hostil—. Usted no puede pensar en todo.
Pasó ante él, avanzando por la pendiente que hacía la cubierta, apoyándose en la hilera de literas con su mano libre. El ligero aroma a madera de sándalo volvió a notarse, un aroma tan sutil que era como un recuerdo lejano perdido en la húmeda y sofocante atmósfera del castillo de popa. Cerca de la puerta, ella resbaló y estuvo a punto de caerse, pero McKinnon le tendió la mano para ayudarla. La enfermera la cogió sin vacilar y rápidamente salieron juntos a cubierta.
Un minuto después, los dos heridos graves habían sido transportados a cubierta. Nicolson llevó a uno y McKinnon al otro. El Kerry Dancer, ya muy hundido de proa, avanzaba todavía, dando bandazos cada vez que una ola poderosa chocaba contra su costado de estribor, con su casco sumergiéndose lenta pero inexorablemente de proa en el mar. Un minuto más, calculaba Nicolson, y el bote salvavidas perdería toda su protección y quedaría expuesto, de proa, a las fuertes y encrespadas olas, más seguidas y violentas que nunca, que se sucedían sobre el bajío. El bote de salvamento, descendiendo bruscamente y describiendo cortos y violentos arcos, flotaba casi sin control sobre el alborotado mar, embarcando galones de agua cada vez por el lado de babor. Nicolson vio que no les quedaba ni un minuto. Pasó al otro lado de la barandilla y esperó a que el contramaestre le pasara al primer herido. Unos segundos más, sólo unos cuantos segundos y toda tentativa de embarcarlos sería imposible; el bote de salvamento tendría que alejarse para ponerse a salvo. Unos segundos, y lo peor era que tenían que manejar unos hombres heridos, casi moribundos, en medio de una oscuridad casi total, pues el Kerry Dancer había descrito tal círculo que su superestructura ocultaba por completo los reflectores del Viroma.
Nicolson, afianzándose contra la inclinación de la cubierta, cogió al primer hombre de entre los brazos de McKinnon, esperó a que el contramaestre le agarrase por el cinturón, giró sobre sí mismo y se inclinó hacia afuera, al mismo tiempo que el bote emergía de entre la oscuridad y era iluminado por la débil luz de la linterna de Vannier. Docherty y Ames, sólidamente sostenidos por un par de soldados sentados a su lado, en el banco, fueron levantados casi a la altura de Nicolson —gracias al hundimiento de la popa del Kerry Dancer, el bote alcanzaba una altura mucho mayor—, cogieron limpiamente al hombre a la primera tentativa, y le bajaron hasta los bancos mientras el bote desaparecía de la vista y se desplomaba pesadamente en el seno de las olas, en medio de una nube de espuma fosforescente. Seis o siete segundos más tarde solamente, el otro herido yacía junto a su compañero en el fondo del bote. Inevitablemente, la maniobra había resultado precipitada, brusca, y debió reportarles dolores de agonía, pero ninguno de los dos dejó escapar la menor queja.
Nicolson llamó a miss Drachmann, pero ella hizo pasar delante a los dos heridos que se tenían en pie: saltaron juntos los dos, cayendo sanos y salvos en el bote. Quedaba solamente un soldado. Incluso sin perder ni un momento, iba a ser asunto de tremenda rapidez, calculaba ceñudamente Nicolson; el Kerry Dancer estaba ya medio hundido.
Pero el último soldado no venía. Nicolson no podía verle en la oscuridad, pero podía oír su voz, aguda y llena de pavor, a una distancia de unos cinco metros. También podía oír hablar a la enfermera, con una nota de ansiedad en su voz cariñosa y persuasiva, pero sus argumentos no parecían llegar a ninguna parte.
—¿Qué diablos ocurre aquí? —gritó Nicolson con todas sus fuerzas.
Hubo un confuso murmullo de voces, y después, la joven gritó:
—¡Un minuto, por favor!
Nicolson dio media vuelta y miró hacia delante por el lado de babor del Kerry Dancer, pero tuvo que levantar un brazo para protegerse instintivamente cuando los reflectores del Viroma iluminaron la inclinada superestructura del Kerry Dancer, y enfocaron sus ojos acostumbrados a la oscuridad. El buque se hundía ya rápidamente de proa, y el bote de salvamento había quedado sin protección alguna. Pudo ver la primera de las gigantescas olas coronadas de espuma pasando suave y silenciosamente sobre el escorado costado del buque, seguidas por otra a poca distancia. Nicolson no hubiera podido decir cuál era su tamaño, pues los reflectores enfocados paralelamente al mar, iluminaban las blancas crestas de las olas, dejando en impenetrable oscuridad las bases de ellas. Pero eran inmensas, excesivamente enormes y escarpadas. Media docena de ellas y el bote salvavidas se anegaría y zozobraría. Por lo menos inundarían el orificio de entrada de aire del motor, y entonces los resultados serían igualmente desastrosos.
Nicolson se volvió, saltó por encima de la barandilla y gritó a Vannier y a Ferris que se lanzaran al bote, ordenó a McKinnon que soltara la amarra de popa, y medio corriendo y medio gateando por la empinada y resbaladiza cubierta, se acercó donde la muchacha y el soldado se hallaban, a medio camino entre la puerta del castillo de popa y la escalera que conducía hacia la cubierta inferior.
No perdió el tiempo en cumplidos, sino que cogiendo a la joven por los hombros, la obligó a dar media vuelta y la empujó sin miramientos hacia el costado del buque. Volvióse otra vez, agarró al soldado y empezó a arrastrarlo por la cubierta. El muchacho ofreció resistencia y cuando Nicolson trató de afianzar su presa, le golpeó violentamente, acertando a Nicolson de pleno entre los ojos. Nicolson se tambaleó y casi cayó sobre la húmeda y resbaladiza cubierta, pero recobró el equilibrio con la agilidad de un gato y se abalanzó sobre el soldado. Juró entonces, en voz baja, pero amargamente, cuando alguien le agarró por detrás del brazo y le retuvo. Antes de que pudiera soltarse, el soldado se lanzó hacia la escalera del castillo de la toldilla, y sus botas claveteadas resonaron frenéticamente sobre los peldaños metálicos.
—¡Estúpida! —dijo Nicolson sin violencia—. ¡Es usted una tonta y una estúpida!
Libertó bruscamente su brazo, y antes de que siguiera hablando, vio al contramaestre, cuya silueta se destacaba netamente contra el resplandor del reflector, haciéndole señas apresuradas desde su puesto en la barandilla de la cubierta de la sentina. Nicolson no esperó más. Cogió en sus brazos a la enfermera, cruzó la cubierta, y la dejó caer en la parte exterior de la barandilla. McKinnon la cogió por el brazo, miró hacia el bote que en aquellos momentos estaba sumergido en sus dos terceras partes en la lóbrega oscuridad de una profunda depresión de las olas y esperó el momento oportuno para saltar. Sólo por un instante levantó la vista y Nicolson pudo ver la ira y la exasperación que se reflejaban en su rostro, pues había presenciado lo ocurrido.
—¿Me necesita usted, señor?
—No. —Nicolson sacudió su cabeza con decisión—. El bote es lo más importante. —Miró hacia abajo y vio cómo el bote ascendía pesadamente hacia la luz, entrando por sus bordes una cascada de agua procedente de la altísima cresta de una ola—. ¡Dios mío, McKinnon, ya se está inundando! ¡Sáquelo de aquí tan pronto como le sea posible! Yo soltaré la amarra de proa.
—En seguida, señor. —McKinnon asintió con un gesto de haber comprendido perfectamente, calculó el tiempo con toda exactitud, y saltó junto con la muchacha sobre el banco central del bote; manos prestas les cogieron y sostuvieron, mientras el bote descendía de nuevo hacia las oscuras profundidades. Un segundo después, la amarra de proa caía serpenteando sobre el buque de salvamento, mientras Nicolson les miraba inclinado sobre la borda.
—¿Va todo bien, contramaestre? —gritó.
—Sí, señor. No se preocupe. Me voy a situar a sotavento, bajo la popa.
Nicolson se apartó de allí sin esperar a ver lo que ocurría. Las oportunidades de un bote salvavidas anegado en agua en los primeros momentos de enfrentarse con el fuerte oleaje no era menor que antes, pero si McKinnon decía que todo iba bien, es que así era en realidad; y si decía que ponía rumbo hacia la popa, allí estaría esperándole. Nicolson compartía con el capitán Findhorn su implícita confianza en la iniciativa de McKinnon, y en su pericia marinera fuera de lo corriente.
Llegó al punto más alto de la escalera de cubierta y permaneció allí apoyado en la barandilla y mirando atentamente a su alrededor. La superestructura se alzaba ante él, y a lo lejos, entre los dos costados de ésta, se distinguía la larga y fina silueta del buque cisterna, una sombra oscura en medio de las aguas, medio vista y medio adivinada tras el blanco resplandor de sus reflectores. Sin embargo, Nicolson advirtió de repente, que las luces no eran tan brillantes e intensas como diez minutos antes. Durante un angustioso momento pensó que el Viroma se estaba alejando, apartándose de los bajíos, pero casi al instante observó por el tamaño y la inmutable posición de proa a popa de la borrosa silueta, que no se había movido en lo más mínimo. Así era en efecto, pero los haces de luz de éstos no eran los mismos; daban la impresión de haber perdido potencia, y parecían haber sido engullidos y menguados por la negrura del mar. Y había algo más: el mar era negro, de una negrura absoluta, no interrumpida ni siquiera por la blanca cresta de una ola. De pronto, Nicolson lo comprendió: aceite.
No cabía duda de ello. Entre los dos buques, el mar estaba cubierto por una amplia y delgada película de aceite. El Viroma debía haber estado arrojando con sus bombas durante los últimos cinco minutos centenares de galones de él, en cantidad suficiente como para calmar el ímpetu de la más violenta tempestad. El capitán Findhorn debió de haber visto al Kerry Dancer hundiéndose de proa, y advirtió rápidamente el peligro en que se hallaba el bote de salvamento de ser echado a pique por las olas que se estrellaban contra él. Nicolson inició una sonrisa desprovista de expresión, y descendió. Aún admitiendo que el aceite garantizaba por completo la seguridad del bote, no le complacía la perspectiva de verse con los ojos irritados, los oídos, nariz y la boca obstruidos, y toda su persona asquerosa de pies a cabeza cuando se arrojara, dentro de pocos segundos, por la borda, él y el joven Alex, el soldado.
Nicolson recorrió fácilmente la toldilla en dirección a popa. El soldado estaba allí, acurrucado junto a la barandilla de popa, en una postura rígida y forzada, dándole la espalda y con ambas manos aferradas a los puntales. Nicolson se acercó a él, y vio los ojos fijos y desmesuradamente abiertos, el temblor de su cuerpo, sometido durante demasiado tiempo a tremenda presión… Echarse al agua con el joven Alex, pensó fríamente Nicolson, era una invitación al suicidio, por asfixia o por estrangulación; el terror confería una fuerza inhumana y le convertía en una presa que sólo la muerte podía aflojar. Nicolson suspiró, se asomó a la barandilla y encendió la linterna que llevaba en la mano. McKinnon estaba exactamente donde había dicho que estaría, puesto al pairo, a sotavento de la popa, y a menos de cinco metros de distancia.
La linterna se apagó, y tranquilamente, sin prisa alguna, Nicolson se apartó de la barandilla y se enfrentó con el joven soldado. Alex no se había movido; su respiración era profunda y entrecortada. Nicolson cogió la linterna con la mano izquierda, la encendió y tuvo una breve visión de un rostro pálido y desencajado, de unos labios exangües que dejaban al descubierto los dientes, y unos ojos desorbitados que se cerraron inmediatamente al ser deslumbrados por la linterna; entonces le golpeó una sola vez, con toda precisión y duramente bajo el ángulo de la mandíbula. Cogió al muchacho antes de que empezara a desplomarse, lo izó por encima de la barandilla, la salvó él después, y permaneció allí durante un segundo, en medio del cono de luz procedente de una linterna que encendieron desde el bote; McKinnon había esperado prudentemente hasta que oyó el sordo impacto del puñetazo. Nicolson aferró con su brazo la cintura del joven soldado, y saltó. Cayeron al agua a dos metros de distancia del bote. Desaparecieron casi silenciosamente bajo las aguas cubiertas de aceite, salieron a flote y fueron recogidos en seguida por varias manos expectantes y subidos a bordo del bote de salvamento. Nicolson, jurando y tosiendo, trataba de limpiarse los ojos, nariz y oídos, en los que el pegajoso, aceite había penetrado, y el joven soldado yacía inmóvil sobre el banco de estribor. Vannier y miss Drachmann le limpiaron con tiras de tela arrancadas de la camisa de Vannier.
El regreso al Viroma no revistió carácter alguno de peligro. Fue muy breve y el trayecto resultó duro, con la mayoría de los pasajeros tan mareados y tan débiles que tuvieron que ser ayudados a salir del bote, cuando finalmente llegaron junto al buque cisterna. A los quince minutos de su zambullida en el agua, en compañía del joven soldado, Nicolson tuvo el bote de salvamento izado a bordo y colgado en su lugar de los pescantes. Cuando el último obenque quedó en posición, volvióse para dar una última mirada al Kerry Dancer. Pero no quedaba ni rastro de él; había desaparecido como si nunca hubiera estado allí; se había anegado por completo, deslizado sobre el bajío y hundido hasta el fondo. Durante unos segundos, Nicolson siguió contemplando la oscuridad de las aguas. Después se dirigió a la escalera que tenía al lado y subió lentamente al puente.