Cuaderno IV
La tentación de Génova
Génova, sábado 23 de octubre de 1666
He dudado mucho antes de volver a escribir. Por fin, esta mañana me hice con un cuaderno de hojas cosidas del que ahora emborrono, no sin cierta voluptuosidad, la primera página. Pero no estoy seguro de que vaya a continuar.
Ya he estrenado en tres ocasiones unos cuadernos vírgenes, prometiéndome consignar en ellos mis proyectos, mis deseos, mis angustias, mis impresiones de las ciudades y de las gentes, algunas briznas de humor y de sensatez, como ya han hecho antes que yo tantos viajeros y cronistas del pasado. No tengo su talento y mis páginas no valen lo que aquellas a las que yo quitaba el polvo en mis estanterías; aun así, me dediqué a rendir cuenta de todo lo que me sucedía, incluso cuando la prudencia o el orgullo me inclinaban a callarme, incluso cuando me ganaba el cansancio. Salvo cuando era presa de la enfermedad, o cuando estuve secuestrado, he escrito todas las noches, o casi. He rellenado cientos de páginas en tres cuadernos diferentes, y no me queda ninguno. Estoy escribiendo para el fuego.
El primer cuaderno, que narraba el comienzo de mi periplo, se perdió cuando tuve que abandonar Constantinopla a toda prisa; el segundo se quedó en Quíos, cuando me expulsaron de allí; el tercero ha debido de perecer en el incendio de Londres. Y a pesar de todo, aquí estoy, alisando las páginas del cuarto, mortal olvidadizo de la muerte, Sísifo lamentable.
En mi tienda de Gibeleto, cuando a veces tenía que arrojar al fuego un viejo libro podrido y descompuesto, no podía dejar de pensar un momento con ternura en el desdichado que lo había escrito. Podía tratarse de la obra única de su vida, todo lo que esperaba dejar como rastro de su paso. Pero su renombre se convertía en humo gris, lo mismo que su cuerpo se había convertido en polvo.
Describo la muerte de un desconocido, cuando se trata de la mía.
La muerte. Mi muerte. ¿Qué importancia puede tener la muerte, qué importancia los libros, qué importancia la fama si el mundo entero va a quemarse mañana igual que Londres?
Mi alma está muy perturbada esta mañana. Sin embargo, tengo que escribir. Mi pluma tiene que erguirse y caminar, pese a todo. Sobreviva o se queme este cuaderno, escribiré y escribiré.
Lo primero que haré será contar cómo escapé del infierno de Londres.
Cuando se declaró el incendio me vi obligado a ocultarme para escapar a la furia de un populacho descerebrado que quería degollar papistas. Sin otra prueba de mi culpabilidad que mi calidad de extranjero, originario de la misma península que «el anticristo», unos ciudadanos cualesquiera podrían haberme capturado, asaltado, maltratado, torturado y luego arrojado a la hoguera con el sentimiento de hacerle un bien a sus almas. Pero ya describí ese tipo de locura en el cuaderno que se perdió, y no tengo fuerzas para volver a ello. De lo que sí querría decir algo más es de mi miedo. Mis miedos, más bien. Pues tenía yo dos miedos, y un tercero. Miedo a las llamas desencadenadas, miedo a la multitud desencadenada y miedo también del significado que podía tener aquel drama, sobrevenido el día mismo que los moscovitas habían señalado como el del apocalipsis. No quisiera volver a glosar la palabra «señal». Mas, ¿cómo no aterrorizarse ante una coincidencia tal? A lo largo de todo aquel maldito día 11 de septiembre —el primero del mes según el calendario de los ingleses— no dejé de pensar en aquella profecía funesta y hablé largamente de ello con el capellán; no voy a pretender que esperásemos de un momento a otro el estrépito inmenso de un mundo que se desgarra y la barahúnda que anuncian las Escrituras, pero manteníamos el oído al acecho. Y fue al final de aquel mismo día, hacia medianoche, cuando surgió aquel nefasto clamor. Desde mi cuarto podía observar el progreso de las llamas y escuchar los alaridos.
En el infortunio tuve al menos un consuelo: la abnegación de aquellas gentes que me rodeaban, que se habían convertido en mi familia cuando tres semanas antes ignoraban mi existencia, como yo ignoraba la suya. Bess, el capellán y también sus jóvenes discípulos.
No es que mi gratitud hacia Bess fuera la de un hombre solitario que halló consuelo en los brazos desnudos de una tabernera comprensiva. Lo que la presencia de aquella mujer apaciguó en mí no es el hambre carnal de un viajero, sino mi desamparo originario. Nací extranjero, he vivido extranjero y más extranjero aún moriré. Soy demasiado orgulloso para hablar de hostilidad, de humillaciones, de resentimiento, de sufrimientos, pero sé reconocer las deferencias, los gestos. Hay brazos de mujer que son lugares de exilio, y otros que son tierra natal.
Después de esconderme, protegerme y tranquilizarme, Bess vino a decirme al tercer día del incendio que había que intentar salir. El fuego se acercaba inexorablemente, y por ello el populacho se alejaba. Podíamos intentar escurrirnos entre ambas demencias y correr hasta el puente, subir a bordo de la primera embarcación y alejarnos así de la hoguera.
Bess me dijo que el capellán aprobaba tal actitud, aunque él prefería quedarse algún tiempo más en la casa. Si ésta se salvaba del fuego, su presencia la preservaría entonces del pillaje. Sus dos discípulos se quedarían con él para hacer guardia y sostenerle del brazo si había que huir.
Al despedirme, más que pensar tan sólo en salvar la vida, mi alma estaba ocupada por el libro del centésimo nombre. Y es que durante todos aquellos días y aquellas noches no se había ausentado de mis pensamientos. A medida que me daba cuenta de que mi estancia en Londres tocaba a su fin no hacía más que preguntarme si encontraría argumentos para convencer al capellán de que me lo dejara. Hasta pensé en llevármelo sin su consentimiento. ¡Robarlo, sí! Algo que no me habría creído capaz de hacer en otras circunstancias, en un año ordinario. El caso es que no sé si habría llegado hasta el final en mi detestable proyecto. Por suerte, no tuve ocasión de ello. Ni siquiera tuve necesidad de utilizar los argumentos que tenía preparados. Cuando llamé a la puerta de su cuarto para decirle adiós, el anciano me pidió que aguardara un instante y luego me hizo pasar. Lo encontré sentado en su sitio habitual, con el libro en las manos, que estaban extendidas, un gesto de ofrenda que nos mantuvo mudos e inmóviles, tanto al uno como al otro, durante un buen rato.
Luego me dijo, en latín, con cierta solemnidad:
—Tomadlo, es vuestro, os lo habéis merecido. Se lo había prometido a vuestra merced a cambio de traducirlo, pero ahora conozco suficiente lo que dice. Sin vos no averiguaré nada más. Por otra parte, es demasiado tarde.
Se lo agradecí con palabras emocionadas y le di un abrazo. Luego nos prometimos, sin darle demasiado crédito, que volveríamos a vernos, si no en este mundo al menos en el otro.
—A no tardar mucho, al menos en mi caso —dijo él.
—Y en el de todos —añadí yo, señalando con gesto elocuente lo que sucedía a nuestro alrededor.
Y nos habríamos enzarzado una vez más en una discusión sobre el destino del mundo si Bess no me hubiera urgido con tono suplicante. Teníamos que irnos inmediatamente.
En el momento de salir, se volvió por última vez hacia mí, inspeccionó de nuevo mis atavíos de inglés y me hizo prometer que no abriría la boca ni una sola vez, que no miraría a la gente a la cara y que pusiera sencillamente cara triste y abrumada.
Desde nuestro ale house hasta el Támesis había en línea recta un cuarto de hora de camino, pero no se podía ir «en línea recta» porque habríamos topado con el fuego. Bess prefirió con toda razón rodear la zona achicharrada. Al principio se metió a la izquierda, por una calleja que parecía llevar en dirección opuesta. La seguí sin objeciones. Luego, otra calleja, y una tercera, y tal vez quince o veinte más, no las conté, ni tampoco pretendía saber dónde nos encontrábamos. Miraba al suelo para no tropezar con los hoyos, con los cascotes o con las inmundicias. Seguía yo la pelambrera pelirroja de Bess como en la guerra se sigue un penacho o un estandarte. Le confiaba mi vida como un niño que le da la mano a su madre. Y no he tenido que lamentarlo.
Tan sólo una vez tuvimos un contratiempo. Al desembocar en una placita, en un lugar llamado «la Fosa de los perros», junto a la muralla, caímos en una aglomeración de unas sesenta personas que maltrataban a alguien. Para no dar la sensación de huir, Bess se acercó a ellos, le habló a una joven que había allí y se enteró de que acababa de desencadenarse un nuevo incendio en el barrio y que a aquel extranjero —un francés— le habían sorprendido merodeando por los alrededores.
Me gustaría poder decir que intervine ante aquellos exaltados para disuadirles de cometer una fechoría. Y si no, me gustaría poder decir que iba a intervenir, pero que Bess me lo impidió. La verdad, lamentablemente, es que seguí mi camino más deprisa aún, bastante contento de que no hubieran reparado en mí y de no hallarme en lugar de aquel desdichado, como podría haber sido el caso. Hasta evitaba mirar a aquella gente por temor a que su mirada se cruzara con la mía. Y en cuanto mi amiga se adentró sin apresurarse por una callejuela casi desierta, yo le pisaba los talones. Salía humo de una casa con salientes de madera. Curiosamente, donde se veían algunas lenguas de fuego era en el piso superior. Bess siguió avanzando, a pesar de todo, sin volverse, y sin apresurarse demasiado; y yo la seguía al mismo ritmo. En el peor de los casos, si hubiera tenido que elegir, habría preferido morir acorralado por el fuego que por la multitud.
El resto del recorrido transcurrió casi sin tropiezos. Respirábamos un olor acre, el cielo estaba cubierto por el humo y tanto ella como yo estábamos agotados y sofocados, pero Bess había sabido escoger el camino más seguro. Llegamos al Támesis, más allá de la Torre de Londres, antes de volver hacia el embarcadero situado exactamente al pie de ésta, ante la escalera llamada Irongate Stairs, esto es, «la Puerta de hierro».
Había allí unas cuarenta personas que aguardaban, entre ellas unas mujeres llorando. Junto a la gente se amontonaban baúles, bultos grandes y pequeños, y también muebles, ante los que uno se preguntaba cómo se las habían arreglado para llevarlos hasta allí. Bess y yo debíamos ser lo más ligeros de equipaje, pues yo no llevaba encima más que un saco de tela que me había dado ella. Debíamos parecer bastante pobres, y sin embargo los menos desdichados. Los demás, con toda seguridad, habían perdido sus casas, o se resignaban a perderlas, como la mayor parte de los habitantes de la ciudad. Yo llevaba en mi magro equipaje el libro por el que había recorrido medio mundo, y abandonaba indemne el infierno.
Ante las caras deshechas que nos rodeaban, nos resignamos a esperar largo tiempo una embarcación. Pero ésta llegó al cabo de unos minutos. Atracó junto a nosotros, la mitad llena de ciudadanos que huían y la otra mitad ocupada por mesas apiladas. Quedaban algunas plazas, pero dos tiparracos guardaban el acceso, dos diablos grandes y barbudos con brazos que parecían muslos, las cabezas ceñidas por pañuelos húmedos.
Uno de ellos gritó de la manera menos hospitalaria:
—Es una guinea por persona, hombre, mujer o niño, a pagar en el acto. Si no, no suben.
Le hice una señal a Bess, que le dijo de mala gana:
—Está bien, pagaremos.
El hombre me tendió la mano, salté a la embarcación, que se había puesto al sesgo para que no pudiera acceder más que una persona cada vez. Ya a bordo, me volví y le tendí la mano a Bess para ayudarla a saltar. Ella se limitó a tocarme la mano y después retrocedió, negando con la cabeza.
—¡Ven! —insistí yo.
Volvió a negar con la cabeza, e hizo con la mano una señal de despedida. Había en su rostro una sonrisa triste, pero también, me parece, un remordimiento, una vacilación.
Alguien me tiró de la camisa por detrás para que otras personas pudieran subir a bordo. Luego vino uno de los dos marineros a reclamarme el pago. Saqué de la bolsa dos guineas, pero le di una sola.
Todavía, en el momento en que escribo esto, se me encoge el corazón. Aquellos adioses fueron demasiado rápidos. Hubiera debido hablar con Bess antes de que llegara el barco para saber lo que pretendía. Durante nuestro trayecto me comporté como si hubiera existido la certeza de que fuera a acompañarme, incluso nada más que un trecho. Cuando tenía que haber comprendido que ella no venía, que no tenía ninguna razón para abandonar su taberna y sus amigos para seguirme; de todas maneras, nunca se lo pedí, ni pensé en hacerlo. ¿De dónde procede entonces este sentimiento de culpa que revive en mí cada vez que hablo de ella o de Londres? Tal vez sea porque la he dejado como a una extraña, cuando ella me dio en unos cuantos días lo que seres mucho más próximos no me darán en toda una vida; porque tengo una deuda con ella, y nunca se la pagaré, de ninguna manera; porque me escapé del infierno de Londres y ella volvió a él sin que yo hiciera gran cosa para impedírselo; porque la dejé en aquel muelle sin poder dirigirle una palabra de agradecimiento, un gesto de ternura; porque en el último momento me pareció que ella dudaba, y que una palabra firme por mi parte acaso la hubiera animado a saltar al barco; y por muchas razones más… Ella no me culpa, estoy convencido; pero yo me culparé largamente.
Oigo la voz de Gregorio, que acaba de volver del puerto. Tengo que ir a sentarme con él, a comer algo. Regresaré a la escritura por la tarde, cuando se eche la siesta.
Mi anfitrión me ha hablado de ciertos asuntos que afectan a su porvenir y al mío. De nuevo intenta convencerme de que me quede en Génova. A veces le suplico que no insista, a veces le doy esperanzas. Es que ni yo mismo sé dónde estoy. Tengo la sensación de que ya es tarde, que el tiempo apremia, y él me pide que no corra más, que ponga fin a mi vagabundeo y que ocupe mi sitio a su lado, como un hijo. La tentación es grande, pero tengo ya otras tentaciones, otras obligaciones, otras urgencias. Si me culpo por haber abandonado a Bess con demasiada alegría, ¿cómo no me sentiré si abandonara a Marta a su suerte? Ella lleva en sí a mi hijo, y no estaría hoy prisionera si hubiera sabido protegerla mejor.
El poco tiempo que me queda quisiera emplearlo en saldar mis deudas, en reparar mis culpas, mientras que Gregorio querría que olvidara el pasado, que olvidara mi casa, a mi hermana y los hijos de mi hermana, que olvidara mis antiguos amores y empezara una nueva vida en Génova.
Estamos en las últimas semanas del año fatídico, ¿será éste el momento de empezar una nueva vida?
Estas interrogantes me han agotado, tengo que alejarlas de mi alma para recuperar el hilo del relato.
Estaba en el momento de dejar Londres en aquel barco. Los pasajeros, a media voz, vaticinaban la horca a aquellos patanes que nos conducían, lucían caras alegres y canturreaban, pues la ganancia no era escasa. Debieron de hacerse en unos cuantos días con más dinero que en un año entero, y seguro que le rogaban al Cielo que atizara el fuego para que les durara la cosecha.
Pues no contentos con haber sacado aquellas cantidades, se apresuraron a atracar en cuanto salimos de la ciudad y nos echaron del barco como si descargaran ganado. Habíamos navegado unos veinte minutos, poco más. A quienes se atrevían a protestar les espetaban que nos habían alejado del incendio y nos habían salvado la vida, así que teníamos que agradecérselo de rodillas en lugar de discutir el precio del trayecto. En cuanto a mí, no protesté, por temor a que me traicionara el acento. Y mientras nuestros «benefactores» volvían a Londres para recoger unas cuantas guineas más, y la mayor parte de mis compañeros de infortunio, tras vacilar un momento, se dirigían por la carretera hacia el pueblo más cercano, yo decidí esperar a que pasara otra embarcación. Tan sólo otra persona había decidido esperar también, un tipo grande y rubio, bastante corpulento, que tampoco decía una palabra, como yo, y que evitaba mirarme. En aquel barullo no me había fijado en él más que en cualquier otro, pero ahora que estábamos solos iba a ser difícil que siguiéramos ignorándonos.
No sé cuántos minutos permanecimos mudos vigilándonos el uno al otro por encima del hombro, acechar la llegada de algún barco por el horizonte, o simulando buscar en el saco alguna cosa olvidada.
La situación me pareció de pronto bastante ridícula. Así que fui hasta él, con una amplia sonrisa, y le dije en el mejor inglés que supe:
—No era bastante el incendio, también hemos tenido que caer en manos de esos buitres.
Al oír mis palabras, el hombre pareció más contento de lo normal. Y avanzó hacia mí con los brazos abiertos:
—¿También sois vos del extranjero?
Dijo aquello en un tono extraño, como si «del extranjero» —from abroad— fuera una procedencia concreta, como si «el extranjero» fuera un país, y por esa razón fuéramos compatriotas.
Su inglés era menos rudimentario que el mío, pero en cuanto le confesé mis orígenes, ensayó cortésmente el italiano, o más bien lo que él creía que era italiano y que a mis oídos no se parecía a ninguna lengua identificable. Cuando le hice repetir tres veces la misma frase, se cambió al latín, y ahí nos desenvolvimos mejor los dos.
No tardé en enterarme de bastantes cosas suyas. Que era bávaro, que tenía cinco años más que yo, que había vivido desde los diecinueve años en diversas ciudades extranjeras, en Zaragoza, en Moscú durante tres años, en Constantinopla, en Gotemburgo, en París, en Amsterdam durante tres años y medio y finalmente en Londres, desde hacía nueve meses.
—Ayer se me quemó la casa y no pude sacar nada de ella. Ya no poseo más que lo que contiene este saco.
Me dijo aquello con ligereza, aparentemente divertido, y en aquel instante me pregunté si aquella calamidad no le afectaba más de lo que quería mostrar. Por lo mucho que después hablé con él, estoy convencido de que no mentía en cuanto a sus sentimientos. Al contrario que yo, ese hombre es un auténtico viajero. Todo lo que le vincula a un lugar —unas paredes, unos muebles, una familia— termina por hacérsele insoportable; y al contrario, todo lo que le impulsa a partir, sea una bancarrota, un destierro, una guerra o un incendio, para él es bienvenido.
Tal frenesí se apoderó de él cuando todavía era niño, durante las guerras alemanas. Me describió las atrocidades que se cometieron allí, congregaciones masacradas en las iglesias, ciudades diezmadas por el hambre, barrios incendiados y después asolados, así como los cadalsos, las hogueras y las gargantas segadas.
Su padre era impresor en Ratisbona. El obispo le encargó la edición de un misal que contenía una imprecación contra Lutero. Le quemaron la imprenta y también la casa. La familia salió indemne, pero el padre, obstinado, decidió reconstruir de manera idéntica tanto la casa como el taller, en el mismo emplazamiento. Aquello devoró lo que le quedaba de fortuna, y una vez terminada se la volvieron a destruir, pero esta vez pereció la esposa y también una hija de pocos años. El hijo, mi compañero, juró entonces que no se haría nunca una casa, no se cargaría nunca con una familia y no se apegaría a ningún trozo de tierra.
No he dicho todavía que se llamaba Georg, y que se ha dado el sobrenombre de Caminarais; ignoro su verdadero apellido. Parece poseer una fortuna inagotable, que no dilapida, pero que gasta sin parsimonia. En cuanto a sus rentas, ha sido discreto, y pese a todos mis ardides de comerciante normalmente hábil en barruntar el origen del dinero, no he podido enterarme si heredó o si tenía una renta anual o alguna actividad lucrativa. Ésta, si es que la hay, no debe de ser confesable, pues hemos hablado y hablado durante los días siguientes y no se ha referido a ella ni una sola vez…
Pero tendré que contar antes mi huida. Al cabo de más de una hora de espera, durante la que tuvimos más de una oportunidad de agitar los brazos en dirección a unas embarcaciones que pasaban, por fin atracó un pequeño barco. Sólo había dos hombres a bordo, que nos preguntaron adónde íbamos, declarándonos de entrada que nos llevarían a la otra punta del mundo si queríamos, salvo a Holanda y siempre que nos mostráramos generosos.
Georg les dijo que queríamos ir a Dover y propusieron llevarnos todavía más lejos, hasta Calais. Pidieron por la travesía cuatro guineas, dos por cabeza, lo que en tiempos normales me habría parecido un robo; pero ante la cantidad que acababan de sacarnos por un trayecto veinte veces más corto, no había razón para regatear.
La travesía se desarrolló sin grandes sorpresas. Nos detuvimos en dos lugares para aprovisionarnos de agua y de víveres, después desembocamos en el estuario del Támesis y pusimos rumbo hacia las costas francesas, que alcanzamos el viernes 17 de septiembre. En Calais nos rodeó una nube de niños, que se mostraron sorprendidos y despectivos cuando vieron que no teníamos equipaje alguno que portear. En el puerto y en las calles numerosas personas nos abordaron para preguntarnos si era cierto que Londres había sido destruido por el fuego. Todos estaban atónitos ante un acontecimiento tan inaudito, sin por ello mostrarse entristecidos.
En Calais, por la tarde, al buscar el cuaderno para consignar en él algunas anotaciones, fue donde me di cuenta de que ya no lo tenía.
¿Lo habré dejado caer por descuido durante mi recorrido por la ciudad? ¿O me lo quitó una mano ágil durante el barullo en el barco de los dos piratas aquellos?
Tal vez lo he olvidado en mi cuarto, o en el desván en que me refugié… Sin embargo, tenía la seguridad de haberlo cogido antes de ir en busca de El centésimo nombre, el cual sigue en mi poder.
¿No debería alegrarme de que haya sido mi vana prosa lo que ha desaparecido en lugar del libro que me ha hecho recorrer el mundo?
Desde luego, desde luego…
Me alivia, en cualquier caso, no haber perdido los florines que me entregaron en Lisboa para Gregorio, y haber podido devolvérselos en vez de incrementar mi deuda con él.
Veo que mi pluma ya ha adquirido sus propias costumbres, y que se comporta como si esto fuera un diario de viaje y no hubiera perdido los tres cuadernos anteriores, como si Londres no se hubiera quemado, como si el año funesto no avanzara inexorablemente hacia su vencimiento.
¿Qué puedo hacer? La pluma que yo manejo me maneja a su vez; tengo que seguir su camino igual que ella sigue el mío.
Pero ya es noche avanzada. Escribo como el que come después de haber ayunado, pero ya es tiempo de que me levante de la mesa.
24 de octubre
Es domingo y por la mañana y he ido a la iglesia de la Santa Cruz con Gregorio y todos los de la casa, como si realmente fuese yo el yerno en que pretende convertirme. Por el camino ha vuelto a decirme, agarrándome del brazo, que si me instalaba en Génova me convertiría en el fundador de una nueva dinastía de Embriaci que haría olvidar la gloria de los Spinola, de los Malaspina y de los Fieschi. No desdeño en modo alguno el generoso sueño de Gregorio, pero no consigo compartirlo.
Asistía a la misa el hermano Egidio, primo de mi anfitrión, con el que almorcé en abril y a quien entregué unas cartas para los míos. Todavía no he recibido respuesta, pero también es cierto que hay que esperar tres o cuatro meses para que llegue una carta a Gibeleto, y otros tantos para que vuelva.
En cambio, me dice, recibió ayer mismo por correo noticias frescas y bastante sorprendentes de Constantinopla, y querría comentarlas conmigo. Gregorio le invitó enseguida a ir a «bendecir nuestra magra pitanza», lo que hizo con entusiasmo y apetito.
La carta que llevaba encima cuenta hechos acaecidos hace seis semanas, y todavía dudo si creerlos. La escribe uno de sus amigos, un religioso de su Orden que se encuentra en misión en Constantinopla, y cuenta que las autoridades se enteraron por un rabino de Polonia que Sabbatai se disponía a fomentar una revuelta; que le llevaron al palacio del sultán, en Adrianópolis, que le ordenaron que hiciera un milagro allí mismo, o de lo contrario lo torturarían y decapitarían, salvo si renunciaba a la fe de sus padres y abrazaba la de los turcos. Según la misiva, de la que el hermano Egidio me leyó varios pasajes, el milagro que le exigían consistía en que se quedara quieto en determinado punto, completamente desnudo, para servir así de blanco a los mejores arqueros de la guardia del sultán, y si conseguía que las puntas de las flechas no penetraran en su carne es que era un enviado del Cielo. Sabbatai no esperaba una demanda como aquélla y pidió un plazo para reflexionar, pero se lo negaron. Entonces dijo que hacía mucho tiempo que pensaba adoptar la fe de Mahoma, y que no había lugar alguno en que pudiera proclamar su conversión de manera más solemne que en presencia del soberano. En cuanto pronunció aquellas palabras le hicieron quitarse el gorro de judío y un servidor le ciñó la cabeza con un turbante blanco. También le cambiaron el nombre judío por el de Mehemed efendi y le otorgaron el título de kapici basi oturak, que significa «guarda honorario de las puertas» del sultán, con el tratamiento que corresponde al cargo.
Según el hermano Egidio, el hombre no ha debido apostatar más que en apariencia, «como los de España, que son cristianos el domingo y judíos secretos el sábado», y Gregorio se mostró de acuerdo. Pero sigo dudando que esa historia sea cierta, pues si lo es, y si se ha producido durante el incendio de Londres, ¿cómo negar entonces que sea una señal inquietante, una más?
En espera de que otros rumores acaben con mis dudas o, al contrario, las confirmen, tengo que continuar el relato de mi viaje, no vaya a ser que nuevos acontecimientos me hagan olvidar los antiguos.
En Calais no nos quedamos más que dos días y tres noches en la hospedería que nos albergó, pero fueron bastante reparadores. Georg y yo dispusimos cada uno de una cama en una gran habitación que daba al paseo y a la extensión marina. Al día siguiente por la mañana hizo viento y llovió sin parar, una lluvia oblicua y fina. En cambio, la tarde estuvo soleada y se veían ciudadanos paseándose en grupos de familias enteras o de amigos. Tuvimos el placer de hacer lo mismo mi compañero y yo, no sin antes haber comprado a precio de oro calzado nuevo y ropas adecuadas en la tienda de un estafador, junto al puerto. Digo estafador porque ese hombre vende zapatos sin ser zapatero, y ropa sin ser sastre, y no tengo la menor duda de que la mercancía se la suministran los porteadores y los marineros que roban a los viajeros, hurtando un baúl o fingiendo que se les pierde otro. Sucede a veces que unos viajeros que han perdido su ropa van a comprar otra y reconocen allí sus propias prendas. Una vez me contaron la historia de un napolitano que al reconocer su ropa exigió que se la devolvieran y no consiguió sino que le degollaran allí mismo los cómplices, que temían que les denunciara. Pero eso no fue en Calais… Sin embargo, y a pesar del precio que tuvimos que desembolsar, no estábamos descontentos de encontrar tan deprisa unas ropas adecuadas.
Mientras deambulábamos por el paseo hablando de esto y de aquello, Georg me señaló a mi alrededor las mujeres colgadas del brazo de los hombres, riéndose con ellos y a veces apoyando la cabeza en el hombro de su pareja; y esa gente, hombres y mujeres, que se encontraban y se besaban en las mejillas, dos, tres, cuatro veces seguidas, a veces junto a los propios labios; yo no me escandalizo, pero quiero anotarlo aquí, ya que el hecho no es muy corriente. Nunca en Esmirna, ni en Constantinopla, ni en Londres, ni en Génova se verá a hombres y mujeres hablándose de manera tan libre en público, ni ir del brazo ni besarse. Y mi compañero me confirma que en sus muchas peregrinaciones, desde España hasta Holanda, desde su Baviera natal hasta Polonia y Moscovia, nunca había visto actitudes semejantes. Tampoco él las desaprobaba, pero no se cansaba de observarlas y de sorprenderse.
Al amanecer del lunes 19 de septiembre subimos a la diligencia que une Calais con París. Sin duda deberíamos haber alquilado un coche con su cochero, tal como quería Georg; nos habría salido mucho más caro, pero habríamos parado en mejores posadas y avanzado más deprisa, nos habríamos levantado a las horas que mejor nos convinieran y habríamos conversado tranquilamente a lo largo de todo el viaje como gente de bien. En lugar de eso, nos trataron como a desharrapados, nos mataron de hambre —menos en Amiens—, nos acostaron de dos en dos sobre las mismas sábanas húmedas y desgastadas y nos despertaban al alba; y tuvimos que pasar cuatro largos días sufriendo las sacudidas de una diligencia que más bien parecía un carro de bueyes.
El vehículo tenía dos bancos, uno frente al otro, que habrían sido cómodos para dos viajeros cada uno, pero que estaban destinados a tres. A poco que alguno sea corpulento roza nalga contra nalga durante todo el trayecto. Pero éramos cinco, y si dos de nosotros podían sentarse de manera más o menos correcta, los otros tres estaban estrechísimos. Además, de los cinco sólo uno era flaco, mientras los otros cuatro desbordaban salud. En primer lugar yo, que siempre he estado de buen año y que con la cerveza de Bess había engordado lo mío; y también Georg, que es algo más corpulento aún, aunque su elevada estatura disimule sus carnes.
En cuanto a nuestros dos últimos compañeros de viaje, no sólo eran gordos sino que tenían además otro tipo de lastre. Eran dos curas que discutían sin parar en voz alta; cuando uno se callaba era porque el otro ya había empezado a hablar. Sus voces llenaban el habitáculo y nos volvían espeso y raro el aire, hasta el punto de que Georg y yo, normalmente encantados de conversar, no intercambiamos sino unas cuantas miradas de exasperación, y a veces algunos débiles susurros. Lo peor era que aquellos hombres de Dios no se contentaban con asestarnos sus opiniones, sino que nos tomaban permanentemente por testigos; no para invitarnos a dar nuestra opinión, sino como si ésta ya fuera conocida y, naturalmente, idéntica a la suya, de manera que ni siquiera necesitábamos expresarla.
Hay personas que sólo saben hablar así. He conocido bastantes, en mi tienda y en otras partes, que te atosigan con su balbuceo para que les des la razón; si formulas alguna observación sutil, están convencidos de que no es sino para apoyar sus palabras, y se animan más todavía; para hacerles encajar una opinión contraria tienes que ponerte brusco y hasta desagradable.
Tratándose de hombres santos como aquéllos, su asunto preferido eran los hugonotes. Al principio no entendía yo por qué razón debatían tan animadamente, ya que uno y otro parecían abundar en las mismas razones. Esto es, que los partidarios de la Reforma no podían tener sitio en el reino de Francia, y que habrá que echarlos para que este país recupere la paz y los favores del Cielo. Que son demasiado buenos con ellos, y que ya se arrepentirán; que esa gente se alegra de las desgracias de Francia, y que el rey no iba a tardar mucho en darse cuenta de su perfidia… Todo en el mismo tono, con imprecaciones y comparaciones entre Lutero, Calvino, Coligny, Zuinglio y otras clases de alimañas malignas, serpientes, escorpiones o chusma, que era conveniente aplastar. Cada vez que uno de ellos emitía una opinión, su colega la aprobaba encarecidamente.
Fue Georg quien me hizo comprender las razones de aquel discurso. En uno de nuestros mudos intercambios me hizo una discreta seña para que observara al quinto viajero. El hombre estaba sofocado. Sus demacradas mejillas estaban rojas, la frente le brillaba de sudor, no alzaba nunca los ojos del suelo o de sus piernas cruzadas. Era evidente que aquellas palabras le afectaban. Pertenecía a «aquella raza», por usar la expresión de nuestros compañeros de viaje.
Lo que me entristeció y decepcionó es que mi amigo bávaro sonreía de vez en cuando ante los crueles sarcasmos que llovían sobre el desdichado hugonote. Y en la primera noche discutimos de ello con aspereza.
—Lo que nunca haré —dijo Georg— es intervenir a favor de quienes incendiaron dos veces mi casa y provocaron la muerte de mi madre.
—Ese hombre no tiene culpa de nada. Mírale, no ha quemado nunca ni las alas de una mosca.
—Desde luego, y por eso no voy a tomarla con él. Pero tampoco le voy a defender. Y no me hables de libertad de creencias, que he vivido lo bastante en Inglaterra para saber que yo, el «papista», como ellos dicen, no tenía derecho alguno ni a libertad ni a respeto en cuanto a mi fe. Siempre que me insultaban tenía que sonreír y seguir mi camino, con la sensación de no ser más que un cobarde. Y tú, mientras estuviste allí, ¿no sentías constantemente la necesidad de ocultar que eras «papista»? ¿Nunca han insultado tu fe en tu presencia?
No decía ninguna mentira. Y juraba por lo más sagrado que aspiraba a la libertad de creencia todavía más que yo. Pero añadía que, en su opinión, la libertad tenían que otorgarla unos y otros de manera recíproca; como si se encontrara en el orden de las cosas que la tolerancia respondiera a la tolerancia y la persecución a la persecución.
Durante la segunda jornada de viaje no cesó la citada persecución. Y los dos eclesiásticos consiguieron hacerme participar —a mi pesar— cuando uno de ellos me preguntó a bocajarro si no creía yo que nuestro coche estaba pensado para cuatro viajeros, no para seis. Sólo pude asentir, contento de que la discusión se orientara en distinto sentido a la querella entre papistas y hugonotes. Pero el hombre, reforzado por mi respuesta, se puso a disparatar sobre el hecho de que hubiéramos estado todos mucho más a gusto si viajáramos cuatro en vez de cinco.
—Algunas personas están de más en este país, y no se dan cuenta.
Se detuvo un momento y rectificó, en tono burlón.
—He dicho en este país, que Dios me perdone, pero quería decir en este coche. Espero que mi vecino no se sienta ofendido por ello.
El tercer día, el cochero se detuvo en una aldea llamada Breteuil y acudió a abrir la puerta. El hugonote se levantó y se excusó.
—¿Nos deja ya vuestra merced? ¿No continuáis hasta París? —preguntaron maliciosamente los dos curas.
—Lo siento, pero no —farfulló el hombre, que salió sin mirarnos a ninguno de nosotros.
Aún permaneció un rato detrás recogiendo su equipaje, y luego le gritó al cochero que podía irse. Era ya el crepúsculo, y el cochero azotó a los caballos con fuerza para alcanzar Beauvais antes de que anocheciera.
Si entro en tales detalles, que no deberían tener sitio en este diario, es porque he de contar el epílogo de aquel penoso viaje. Al llegar a Beauvais oímos un fuerte grito. Nuestros dos curas acababan de descubrir que los equipajes —todos los cuales les pertenecían— se habían caído por el camino. La cuerda que los sostenía había sido cortada, y en el estrépito de la carretera no habíamos prestado atención a su caída. Se lamentaron e intentaron convencer al cochero de que volviera a recorrer el camino en sentido inverso para recuperarlos, pero no quiso saber nada.
El cuarto día el coche conoció por fin el sosiego. Nuestros dos charlatanes no dijeron ni una palabra contra el hugonote, precisamente cuando por vez primera tenían razones para culparle de algo. Ni siquiera intentaron acusarle, sin duda para no confesar que aquel herético había dicho la última palabra. Se pasaron el día murmurando oraciones con un breviario en la mano. ¿No es eso lo que tendrían que haber hecho desde el principio?
25 de octubre
Me había prometido contar hoy mi visita a París, luego mi paso por Lyon, por Aviñón y por Niza, el camino hasta Génova y cómo llegué a casa de Mangiavacca, teniendo en cuenta que nos habíamos separado de manera poco cordial. Pero se ha producido un acontecimiento que me ocupa por completo y no sé si tendré paciencia para volver atrás.
Por el momento, al menos, no volveré a hablar del pasado, aunque sea cercano. Hablaré sólo del viaje venidero.
He vuelto a ver a Domenico. Había venido a visitar a su comanditario, y como Gregorio estaba ausente fui yo quien conversó con él. Evocamos primero nuestros recuerdos comunes —aquella noche de enero en la que, temblando de frío y de miedo en el saco en que me habían encerrado, me izaron a bordo de su nave para traerme a Génova.
Génova. Después de la humillación en Quíos, en lugar de la muerte que yo esperaba, lo que llegó fue Génova. Y después del incendio de Londres, Génova. Aquí es donde renazco cada vez, como en ese juego florentino en el que los que pierden vuelven a la casilla inicial…
Durante mi charla con Domenico tuve la sensación de que este capitán contrabandista siente por mí una admiración sin límites, que yo creo inmerecida. La razón de ello es que arriesgué la vida por amor a una mujer, mientras que él mismo y sus hombres, que juegan con la muerte en cada viaje, lo hacen sólo para obtener beneficio.
Me preguntó si tenía noticias de mi bien amada, si estaba todavía prisionera y si tenía aún esperanzas de recuperarla. Le juré que pensaba en ella día y noche, dondequiera que estuviese, en Génova, en Londres, en París o en el mar, y que no renunciaría nunca a arrancarla de las manos de su verdugo.
—¿De qué manera lo vas a conseguir?
Me salieron las palabras sin pensarlo:
—Un día me iré contigo, me dejarás en el mismo punto en que me recogiste y me las arreglaré para hablar con ella…
—Yo aparejo dentro de tres días. Si aún estás en igual disposición, has de saber que serás bienvenido a bordo y que haré lo que sea para ayudarte.
Balbuceé palabras de agradecimiento y él minimizó su mérito.
—De todas maneras, si los turcos decidieran algún día echarme mano, me empalarían igual. Debido a toda la almáciga que les hurto desde hace veinte años a despecho de sus leyes. Que te ayude o no, eso no me va a suponer ni perdón ni mayor castigo. Lo que no pueden hacer es empalarme dos veces.
Me sentía como embriagado por tanto coraje y tanta generosidad. Me levanté, le apreté calurosamente la mano y le abracé como a un hermano.
Estábamos abrazados cuando Gregorio entró.
—Domenico, ¿qué pasa, llegas o vuelves a marcharte?
—Es un reencuentro —dijo el calabrés.
Ambos compadres se pusieron enseguida a hablar de sus asuntos: florines, fardos, cargamento, nave, tormenta, escalas… Entretanto, yo me encerraba en mi propia ensoñación hasta no oírles siquiera…
26 de octubre
Hoy me he emborrachado como en mi vida, sólo porque Gregorio acaba de recibir de su administrador seis barricas de vernaccia de sus propios viñedos de las Cinqueterre y porque quería probar el vino al instante y no había bajo su techo otro compañero de borrachera que yo.
Cuando estábamos tanto el uno como el otro bastante beodos, sieur Mangiavacca me arrancó una promesa cuyos términos ha formulado él mismo, pero que yo acepté con la mano sobre el Evangelio: me iría con Domenico hasta Quíos; si no conseguía yo librar a Marta de su hombre, renunciaría a perseguirla más; entonces me pasaría por Gibeleto para poner en orden mis asuntos, arreglar todo lo que tuviera que arreglar, vender lo que tuviera que vender y dejarle mi negocio a los hijos de mi hermana; finalmente, en primavera volvería para instalarme en Génova, me casaría con Giacominetta con gran pompa en la iglesia de la Santa Cruz y trabajaría con él, que se habría convertido —ahora, de verdad— en mi suegro.
Mi porvenir parece bien trazado, tanto para los meses venideros como para el resto de mi vida. Al final de este acuerdo sólo falta, además de mi firma y la de Gregorio, la rúbrica de Dios.
27 de octubre
Confiesa Gregorio con candidez que me emborrachó para que le hiciera esa promesa, y se ríe por ello. Además, ha conseguido que ratificara mi promesa al despertarme, ya sobrio.
Sobrio, sí, pero totalmente revuelto aún, tanto en el alma como en las entrañas.
¡Qué estúpido comportamiento el mío, cuando me dispongo a partir mañana mismo!
¿Me voy a embarcar así? ¿Ya mareado? ¿Incapaz de tenerme de pie en tierra firme?
Acaso Gregorio quería precisamente impedir que me fuera. En él no me sorprende ya nada. Pero en eso no se va a salir con la suya. Me marcharé. Volveré a ver a Marta. Y conoceré a mi hijo.
Amo Génova, es verdad. Pero puedo seguir amándola allá, en ultramar, como siempre he hecho, y antes que yo mis antepasados.
En el mar, domingo 31 de octubre de 1666
Un potente viento del nordeste nos ha desviado hacia Cerdeña, cuando nos dirigíamos a Calabria. Igual que este barco es la barca de mi vida…
Al atracar, el casco golpeó violentamente y temimos lo peor. Pero los buceadores que saltaron al agua, con la iluminación oblicua de la mañana, nos aseguraron que el Charybdos estaba indemne. Volvemos a partir.