1 de junio
Acabo de recordar la profecía de Sabbatai según la cual la era de la Resurrección iba a empezar en el mes de junio, en el que entramos esta misma mañana. ¿Qué día de junio? Lo ignoro. Quien me habló de la profecía fue el hermano Egidio, y no creo que precisara ninguna fecha.
Vuelvo a leer la página en la que me refiero a ello, la del 10 de abril, y compruebo que no mencioné esa profecía. Sin embargo, recuerdo haberla oído. Pero tal vez no fue ese día.
Ahora me acuerdo: fue en Esmirna, poco después de mi llegada a aquella ciudad. Sí, estoy seguro, aunque no pueda comprobarlo al no tener ya aquel cuaderno…
Durrazzi no había oído hablar de un fin del mundo anunciado para el mes de junio. Se rio de ello, como del uno de septiembre para los iluminados moscovitas.
—El fin del mundo, para mí, es si me caigo al mar —dijo de manera irreverente.
Una vez más me pregunto si es eso sensatez o ceguera…
En Lisboa, 3 de junio
Tras ocho días de navegación, el Sanctus Dionisius echó el ancla a mediodía de hoy en la rada de Lisboa. Y apenas llegamos tuve que hacer frente a una grave contrariedad, que pudo haberse convertido en desastre. No he cometido falta alguna, salvo ignorar lo que los demás sabían ya; y es que la peor falta es la ignorancia…
Poco antes de bajar a tierra y cuando me disponía, en primer término, a ir a ver a sieur Cristoforo Gabbiano, a quien debía entregar la carta que me había confiado Gregorio, Esfahani me hizo llegar una nota, con su bella letra, rogándome que acudiera a sus aposentos. Estaba encolerizado con el padre Ángel, al que acusaba de falta de respeto hacia él, de estrechez de espíritu y de ingratitud. Poco después vi al religioso salir a su vez de un cuartucho, con su equipaje y con aspecto de estar también irritado. La causa de la pelea era que el príncipe deseaba ir a visitar a un jesuita portugués del que me había hablado durante el viaje, el padre Vieira, que al parecer ha hecho ciertas profecías sobre el fin del mundo, así como otras que anunciaban el hundimiento inminente del imperio otomano. Desde que se enteró hace unos meses de la existencia de ese cura, el persa estaba decidido a conocerle, sin falta, si alguna vez pasaba por Lisboa, con el fin de pedirle detalles de sus profecías, que le interesaban sobremanera. Pero cuando invitó al padre Ángel a que le acompañara durante esa visita y le sirviera de intérprete, el religioso se resistió, afirmando que aquel jesuita era un hereje, un impío, que había cometido un pecado de orgullo al pretender conocer el porvenir, por lo que se negaba a conocerlo. Como no había conseguido hacerle cambiar de opinión, el príncipe esperaba que yo pudiera reemplazarlo. No vi en ello inconveniente alguno, todo lo contrario. Yo estaba igual de interesado en lo que pudiera decirnos aquel hombre. Tanto sobre el fin de los tiempos como sobre la suerte del imperio en cuyo territorio resido. Me apresuré a aceptar y aproveché la alegría que le causaba a Esfahani para hacerle prometer que no le tendría aquello en cuenta al padre Ángel, quien se debía a su fe y a los votos por él pronunciados, y que no viera en su actitud más que una lealtad rigurosa, en vez de una traición.
Apenas pusimos pie en tierra cuando nos dirigimos el príncipe, sus «fieras» y yo hacia una gran iglesia del barrio del puerto. Ante ella me crucé con un joven seminarista al que pregunté si por casualidad conocía al padre Vieira y si podía indicarme dónde vivía. La mirada se le ensombreció un poco, pero me pidió que le siguiera al presbiterio. Así lo hice, mientras el príncipe y sus hombres se quedaban fuera.
Una vez dentro, el seminarista me pidió que me sentara y prometió que iba a buscar a un superior que pudiera informarme de manera más adecuada. Se ausentó unos minutos, luego volvió y me dijo que «el vicario» iba a llegar. Esperé, esperé, y empecé a impacientarme, sobre todo porque el príncipe seguía en la calle. En un momento dado no pude más, me levanté y abrí la puerta por la que se había ido el joven. Ahí estaba, espiándome por una rendija, y se sobresaltó como un condenado al verme.
—Tal vez haya venido en un momento poco conveniente —dije, cortésmente—. Si quiere, vuelvo mañana. Nuestro barco acaba de llegar y nos quedaremos en Lisboa seguramente hasta el domingo.
—¿Son vuestras mercedes amigos del padre Vieira?
—No, no le conocemos todavía, pero hemos oído hablar de sus escritos.
—¿Los ha leído vuestra merced?
—No, lamentablemente todavía no.
—¿Sabe vuestra merced dónde vive en este momento?
Empezaba a encontrarle fastidioso. Y a decirme a mí mismo que sin duda había dado con un débil mental.
—Si supiera dónde vive el padre Vieira no se lo habría preguntado a vuestra merced.
—Está en prisión, por orden del Santo Oficio.
Mi interlocutor empezó a explicarme por qué razones había sido internado el jesuita por orden de la Inquisición, pero pretexté que tenía prisa y abandoné el edificio a toda prisa, rogándole a Esfahani y a sus hombres que me siguieran sin mirar atrás. No sabría decir de qué tuve miedo en realidad. Aunque convencido de que no se me podía reprochar nada, no tenía deseo alguno de que, el mismo día de mi llegada a aquella ciudad, me hicieran comparecer ante un vicario, un obispo, un juez o cualquier otro representante de la autoridad, y menos ante el Santo Oficio.
Cuando volví a bordo y le conté a Durrazzi lo sucedido, me dijo que él sí sabía que la Inquisición había condenado a Vieira y que se hallaba en prisión desde el año anterior.
—Deberías haberme dicho que querías conocer a ese cura, y yo te habría puesto en guardia. Si fueras tan parlanchín conmigo como yo lo soy contigo, te habrías evitado ese trastorno —me sermoneó.
Sin duda. Pero me habría atraído otros mil.
Por otra parte —y aquí quiero evocar uno de los mejores aspectos de los viajes— me informé esta tarde sobre las mejores mesas de Lisboa para poder invitar a mis amigos mañana por la noche, lo que no pude hacer durante nuestra escala en Tánger. Me han hablado de una taberna de gran reputación en la que preparan el pescado con especias procedentes de todos los rincones del mundo. Me había prometido no volver a reunir al persa y al veneciano, pero ahora el príncipe ya ha establecido la diferencia entre Girolamo y yo, y tengo que ignorar mis prevenciones y escrúpulos. No somos tantos los que en este barco podemos charlar como gentilhombres.
En el mar, 4 de junio de 1666
Esta mañana fui temprano a casa de sieur Gabbiano, y esta visita, que tendría que haber sido breve, cortés y también intrascendente, ha cambiado el curso de mi viaje, y también el de mis compañeros.
Encontré la casa sin dificultad alguna, ya que su despacho está cerca del puerto. Es de padre milanés y madre portuguesa, y vive en Lisboa desde hace más de treinta años, ocupado ahora en los intereses de numerosos comerciantes de todo origen, además de llevar sus propios negocios. Cuando Gregorio me habló de él me dio la impresión de que era un agente a su servicio, poco menos que su empleado; pero debí entender mal sus palabras. El hombre, en cualquier caso, parece que es un próspero armador, y sus oficinas ocupan todo un inmueble de cuatro pisos en el que trabajan unas sesenta personas. El calor era agobiante, pese a la hora temprana, y a Gabbiano le abanicaba una mulata tras él; y como aquello no parecía bastarle, agitaba de vez en cuando las hojas que leía para refrescarse los párpados.
Aunque estaba ocupado con otros cinco visitantes que le hablaban al mismo tiempo, se mostró muy atento cuando le anuncié tanto mi nombre como el de Mangiavacca, así que abrió inmediatamente la carta y la leyó en silencio con el ceño fruncido; llamó inmediatamente a su secretario, le dijo unas palabras al oído y se excusó ante mí para atender un momento a otras personas. El empleado se ausentó unos minutos y después volvió con una considerable cantidad, cerca de dos mil florines.
Al manifestar mi sorpresa, Gabbiano me enseñó la carta, que yo había recibido ya sellada. Después de las fórmulas acostumbradas, Gregorio le pedía tan sólo que me confiara en propia mano aquella suma, que yo debía llevarle a Génova.
¿Qué pretende mi autodenominado «suegro»? ¿Obligarme a pasar por su casa al volver de Londres? Sin duda alguna. Este tipo de cálculo es muy suyo.
Intenté explicarle a mi anfitrión mis reparos a llevar tanto dinero encima, sobre todo cuando no tenía ninguna intención de volver a Génova. Pero no quiso escucharme. Le debía efectivamente aquella cantidad a Gregorio, y puesto que éste se la reclamaba no podía dejar de entregarla. Después me hizo comprender que era yo muy libre de pasar por Génova o de encontrar cualquier otro medio para hacerle llegar aquel dinero a su destinatario.
—Pero es que en el barco no tengo ningún sitio seguro…
Manteniéndose cortés, el hombre me dirigió una sonrisa ligeramente molesta y me indicó con un gesto la gente que se impacientaba a nuestro alrededor. En una palabra, que ya tenía él bastantes problemas como para hacerse cargo de los míos.
Metí la pesada bolsa en mi saco de tela. Luego me levanté, resignado, preocupado, y dije como si hablara conmigo mismo:
—¡Y pensar que tengo que transportar esta cantidad hasta Londres!
Aquella última flecha, lanzada a ciegas, fue sin duda la que le alcanzó.
—¿A Londres, dice vuestra merced? No, hágame caso, eso sería una locura, no vaya vuestra merced allí. Acabo de recibir noticias fidedignas de que varios navíos que se dirigían a Inglaterra han sido inspeccionados por los holandeses. Además, hay una gran batalla en el mar, en la ruta de vuestra merced. Sería una locura aparejar ahora.
—El capitán tiene la intención de partir pasado mañana, domingo.
—Demasiado pronto. Dígale vuestra merced de mi parte que no vaya. Pondría su barco en peligro. O, mejor, que venga a verme esta tarde, sin falta, que le explicaré de qué se trata. ¿Quién es el capitán?
—Se llama Centurione, me parece. Capitán Centurione.
Gabbiano hizo una mueca que significaba que no le conocía. A punto estuve de llevármelo aparte y hablarle de la locura del capitán, pero comprendí que sería una torpeza. La gente a nuestro alrededor se agitaba y me lanzaba miradas de irritación; lo que tenía que decir era delicado; y, al fin y al cabo, si aquel hombre hablaba directamente con Centurione, no cabe duda de que él mismo se daría cuenta de lo que yo pretendía explicarle.
Así que me fui corriendo al barco, derecho al camarote del capitán. Estaba solo, sumido en alguna meditación o acaso en una muda charla con sus demonios. Me rogó amablemente que me sentara frente a él, y levantó la vista hacia mí con la lentitud de un gran sabio.
—¿Qué sucede?
Mientras le comunicaba lo que me habían dicho, puso cara de escucharme con atención; y cuando le dije que sieur Gabbiano deseaba hablarle en persona para informarle de las circunstancias que hacían peligroso el viaje a Londres, Centurione abrió enormemente los ojos, se levantó del asiento y me golpeó en el hombro rogándome que le esperara sin moverme, pues tenía que ausentarse para darles unas órdenes a sus hombres, y que iríamos luego juntos a ver a ese Gabbiano.
Después, mientras todavía le esperaba, el capitán regresó a toda velocidad a su camarote, sólo para indicarme que estaba tomando las medidas oportunas para que pudiéramos partir. Al oírle, estaba persuadido que me decía: «para que pudiéramos partir él y yo a ver a Gabbiano». Pero había entendido mal, o se había burlado de mí. Lo que acababa de hacer mientras le esperaba era ordenar a sus hombres que largaran amarras y desplegaran velas para abandonar Lisboa inmediatamente.
Entonces volvió para informarme, esta vez sin ambigüedad alguna:
—Vamos mar adentro.
Salté de mi asiento como un loco. Y el otro, con toda tranquilidad, me rogó que volviera a sentarme para poder explicarme todo aquello.
—¿No ha notado vuestra merced nada en ese individuo al que ha ido a ver?
Había notado yo muchas cosas, pero no veía a qué podía referirse. Ni por qué se permitía llamar a un personaje así «ese individuo».
Entonces, el capitán continuó:
—¿No ha notado vuestra merced nada en ese Gabbiano?
Por la manera en que pronunciaba el nombre, comprendí al fin. Y me horroricé. Si aquel loco que estaba frente a mí se ponía a delirar nada más ver pasar una gaviota, en qué demencia no llegaría a caer al enterarse de que el hombre que le pedía que retrasara el viaje se llamaba precisamente «gabbiano». Ya puedo darme por contento si me trata como un amigo que viene a advertirle del complot en vez de como un demonio disfrazado de viajero genovés. Y menos mal que me llamo Embriaco y no Marangone, como se llamaba un comerciante amalfitano con el que mi padre mantenía negocios en tiempos.
Así, pues, acabamos de salir de Lisboa.
Mi primer pensamiento no fue para mí y mis compañeros de infortunio, que íbamos a tener que navegar en medio de las cañoneras enfurecidas y que nos arriesgábamos a la muerte o el cautiverio; no, mi primer pensamiento fue —curiosamente— para lamentar la suerte de los desdichados que acabábamos de dejar en Lisboa. Me parecía inadmisible que el capitán no hubiera querido esperar a que regresaran a bordo, cuando yo mismo sabía que aquella negligencia culpable tal vez les preservaría la vida y les evitaría las desdichas que de manera inexorable iban a caer sobre nosotros.
Pensaba en primer lugar, desde luego, en los dos amigos que había hecho en el curso del viaje, Durrazzi y Esfahani. Les he visto a uno y a otro marcharse esta mañana, al mismo tiempo que yo, y he podido comprobar que lamentablemente no han vuelto a bordo. Me habían prometido ser mis invitados esta noche, y me disponía a tratarlos de una manera digna de su rango y de nuestra amistad, de forma que no lo olvidaran…
Pero todo eso pertenece ya al pasado, yo bogo hacia lo desconocido bajo la guía de un loco, mientras acaso mis amigos estén lamentándose en el muelle viendo cómo el Sanctus Dionisius se aleja inexplicablemente.
Esta noche no soy el único a bordo que se siente desvalido. Tanto los miembros de la tripulación como los escasos pasajeros tienen la sensación de haberse convertido en rehenes cuyo rescate nadie pagará nunca. Rehenes del capitán o de los demonios que le persiguen, rehenes del destino, futuras víctimas de la guerra; todos tenemos la sensación de no ser ya comerciantes o marineros, ricos o pobres, nobles o sirvientes, sino un hatajo de vidas perdidas.
En el mar, 7 de junio de 1666
En lugar de ir directamente hacia el norte y bordear la costa portuguesa, el Sanctus Dionisius se dirige desde hace tres días hacia poniente, derecho hacia poniente, como si fuera hacia el Nuevo Mundo. En este momento nos hallamos en medio de la inmensidad atlántica, el mar se encrespa y a cada sacudida se oyen gritos.
Tendría que sentir espanto, pero no lo siento. Tendría que estar encolerizado, pero no lo estoy. Tendría que agitarme, correr, hacerle mil preguntas a ese loco del capitán, pero estoy sentado con las piernas cruzadas en mi cuartucho, encima de una manta doblada. Lo mío es la serenidad de las ovejas. Es la serenidad de los ancianos moribundos.
En este momento no temo ni el naufragio ni el cautiverio, sólo temo el mareo.
8 de junio
Al atardecer del cuarto día, el capitán, que tal vez cree haber desorientado lo suficiente a los demonios que le acosan, ha cambiado de rumbo y ha recuperado el norte.
Por mi parte, no consigo librarme de los vértigos y las náuseas. Vigilo mi cuarto y evito escribir demasiado.
Maurizio me ha traído el rancho de los marineros. Ni lo he tocado.
12 de junio
En el día de hoy, noveno de nuestro viaje a Londres, el Sanctus Dionisius ha permanecido inmóvil durante tres horas en alta mar, pero sería incapaz de decir en qué punto del océano nos hallamos y frente a qué costas.
Acabamos de cruzarnos con otro navío genovés, el Alegrancia, que nos hizo señales y nos mandó un emisario que subió a bordo. Inmediatamente corrieron rumores que confirman que se está produciendo una encarnizada batalla entre holandeses e ingleses, lo que hace que la ruta que seguimos sea comprometida.
El mensajero permaneció escasos minutos en el camarote del capitán. Después, éste se encerró un largo rato, solo, sin dar ninguna orden a sus hombres, mientras nuestra nave se balanceaba en el remanso, plegadas las velas. Sin duda alguna, Centurione vacilaba sobre la decisión a tomar. ¿Había que regresar? ¿O ponerse a resguardo en alguna parte y esperar noticias? ¿O más bien modificar la ruta y rodear la zona de los combates?
Según Maurizio, al que he preguntado esta tarde, hemos puesto casi el mismo rumbo, plegándonos apenas hacia nordeste. Le dije claramente que encontraba descabellado por parte del capitán asumir tales riesgos, pero una vez más el joven marinero aparentó no haberme oído. Y de nuevo decidí no insistir, no quería que cayera sobre los hombros de aquel chiquillo una preocupación tan agobiante.
22 de junio
La pasada noche me atacó el insomnio y regresó el mareo, así que salí a pasearme por el puente; entonces divisé a lo lejos, a nuestra derecha, una luz sospechosa que me pareció un barco incendiado.
Por la mañana pude comprobar que nadie más que yo había visto aquello. Hasta me pregunté si mis ojos no me habrían engañado, pero al atardecer escuché el sonido de los cañones. Esta vez todo el barco se sobresaltó. Nos dirigimos alegremente hacia el campo de batalla y nadie parece dispuesto a hacer entrar en razón al capitán ni a enfrentarse a su autoridad.
¿Será que soy el único que sabe que está loco?
23 de junio
Se intensifica el estruendo bélico, tanto delante como detrás de nosotros, pero seguimos avanzando, imperturbables, hacia nuestro destino, hacia nuestro sino.
Me sorprendería mucho que llegáramos a Londres sanos y salvos… A Dios gracias, no soy ni astrólogo ni adivino, y me equivoco a menudo. ¡Ojalá me equivoque también ahora! No le he pedido jamás al Cielo que me preserve del error, únicamente que me preserve de la desgracia.
Me gustaría que mi ruta fuera aún larga y estuviera jalonada de extravíos. Sí, vivir largamente y cometer aún mil errores, mil faltas, y hasta un cierto número de pecados memorables…
Es el miedo lo que me hace escribir tales insensateces. Voy a secar la tinta y a recoger el recado de escribir, sin tardanza, para escuchar con toda calma, como todo un hombre, los fragores de la cercana guerra.
Sábado, 26 de junio de 1666
Todavía estoy libre, y estoy prisionero.
Esta mañana, al amanecer, se dirigió hacia nosotros una cañonera holandesa que nos conminó a replegar velas y a izar bandera blanca, y así lo hicimos.
Unos soldados subieron a bordo, tomaron posesión del navío y ahora lo llevan, según dice Maurizio, en dirección a Amsterdam.
¿Qué suerte nos espera allí? Lo ignoro. Supongo que confiscarán todo el cargamento, lo que a mí me trae sin cuidado.
Supongo también que nos detendrán y que nos llevarán presos, de modo que nos lo quitarán todo. Perderé así el dinero que me entregó Gabbiano, también mi propio dinero, también este escritorio, y también este cuaderno…
Todo ello me quita las ganas de seguir escribiendo.
En cautividad, 28 de junio de 1666
Los holandeses han arrojado al mar a dos marineros. Uno era inglés, pero el otro era siciliano. Se produjeron gritos de terror y un gran tumulto. Corrí a enterarme, pero al ver el gentío y a los soldados armados que gesticulaban y gritaban en su idioma, retrocedí. Fue Maurizio quien me contó algo más tarde lo que había sucedido. Temblaba de arriba abajo, y yo me esforzaba en tranquilizarle, aunque yo mismo no estaba nada tranquilo.
Hasta el momento, todo había transcurrido sin gran agitación. Nos habíamos resignado a aquel rodeo por Amsterdam, sobre todo porque estábamos convencidos de que la conducta del capitán no podía permanecer impune hasta el final. Pero la matanza de hoy nos ha hecho comprender que realmente éramos prisioneros, que podíamos seguir siéndolo indefinidamente y que los más imprudentes de nosotros —y también los desafortunados— podían sufrir la peor suerte.
Fue imprudente el marinero inglés, que sin duda había bebido un poco y al que le pareció oportuno decirle a los holandeses que su flota sería vencida. Y fue desafortunado el siciliano, que estaba allí de casualidad y pretendió interceder en favor de su compañero, al que se disponían a ejecutar.
En cautividad, 29 de junio
Ahora ya no salgo de mi camarote, y no soy el único que reacciona así. Maurizio me dice que los puentes están desiertos, que sólo los holandeses deambulan por ellos y que los miembros de la tripulación no abandonan sus puestos más que para ejecutar las órdenes que les imparten. El capitán tiene ahora pegado a él un oficial holandés que le vigila y le da órdenes —aunque de esto no voy a quejarme.