Ya había recogido el cuaderno, la tinta, las plumas y el polvo secante para llevármelos en el viaje, pero resulta que tengo que volverlos a coger hoy, domingo por la noche, de esta mesa. El caso es que esta misma tarde ha sucedido un lamentable incidente que ha estado a punto de impedir nuestra partida. Es un asunto que me pone muy nervioso, que hasta me humilla, y que me habría gustado no mencionar. Pero me he prometido confiarle todo a estas páginas y no voy a eludirlo.
En el origen de todo este tumulto se encuentra una mujer, Marta, a la que aquí denominan, con un ligero guiño, «la viuda». Se casó hace unos cuantos años con un individuo al que todo el mundo consideraba un golfo; que pertenece, además, a una familia de golfos, todos ellos estafadores, mangantes, merodeadores, salteadores, piratas de náufragos, todos ellos sin excepción, grandes y pequeños, hasta lo más lejano de sus orígenes. Y la hermosa Marta, que entonces era una chica avispada, traviesa, indomable, maliciosa, pero en modo alguno mala gente, se enamoró de uno de ellos, un tal Sayyaf.
Habría podido aspirar a cualquier buen partido en este pueblo, yo mismo, sí, no lo voy a negar, a mí me habría encantado. Su padre era un buen barbero y un amigo al que yo tenía bastante aprecio. Cuando iba por la mañana a su casa a afeitarme y la veía allí, volvía yo la mar de contento. Tenía ella en la voz, en los andares, en la mirada, ese no sé qué que al hombre le llega al alma. Aquella inclinación mía no le pasó inadvertida al padre, y me dejó entrever que estaría encantado y orgulloso de una alianza así. Pero la chiquilla se encaprichó por el otro; un buen día se enteró de que la habían raptado y que un cura sin dios los había casado. El barbero se murió de pena pocos meses después, legándole a su única hija una casa, una huerta y más de doscientos sultaníes de oro.
Entonces, al esposo de Marta, que en su vida había trabajado, se le ocurrió dedicarse a lo grande al comercio y fletar un barco. Convenció a su mujer de que le confiara los ahorros de su padre hasta la última moneda y se fue al puerto de Trípoli. Nunca le volvieron a ver por allí.
Al principio contaron que había hecho una fortuna con un cargamento de especias, que había armado una flota entera y que se disponía a desfilar con ella ante Gibeleto. Según parece, Marta se pasaba por entonces todos los días con sus amigas frente al mar, esperándole llena de orgullo. Fue en vano, pues no hubo ni flota, ni fortuna, ni marido. Al cabo de unos meses empezaron a circular otros rumores bastante menos propicios. Se supone que habría perecido en un naufragio. O, por el contrario, que se había convertido en un pirata, que los turcos le apresaron y que le ahorcaron después. Pero también se decía que se había hecho con una guarida costera en los alrededores de Esmirna, y que ahora tenía mujer e hijos. Lo cual mortificaba a su esposa, que no había llegado a quedarse embarazada durante su breve vida en común y a la que se consideraba estéril.
Para la infortunada Marta, sola ya desde hacía seis años, ni casada ni libre, sin recursos, sin hermano ni hermana, sin hijos, vigilada por toda su familia política de golfos, que temían que pudiera mancillar el honor del esposo vagabundo, aquello era un calvario interminable. Entonces se puso a proclamar, con una insistencia que rayaba en la locura, que la habían informado de buena tinta de que Sayyaf había muerto y que en consecuencia era viuda y bien viuda; pero en el momento en que se vistió de negro la familia del supuesto difunto arremetió contra ella y la acusó de haberle echado una maldición al ausente. Después de recibir unos cuantos golpes cuyas huellas todo el mundo pudo verle en la cara y en las manos, «la viuda» se resignó a ponerse de nuevo la ropa de color.
Pero no por eso se mostró convencida. En las últimas semanas se supone que le había confiado a sus amigas que se disponía a viajar a Constantinopla para averiguar ante las altas autoridades si su marido había muerto realmente, y que no volvería más que con un firman del sultán que certificara que era viuda y libre de rehacer su vida.
Y según parece ha puesto su proyecto en marcha. Este domingo por la mañana no estaba en misa; se supone que abandonó Gibeleto por la noche y que se llevó la ropa y las joyas. E inmediatamente surgieron unos rumores que me ponen claramente en entredicho. Es irritante, es ofensivo, y sobre todo —¿voy a tener que jurarlo con la mano sobre el Evangelio?— es simplemente falso, falso y falso. Hace años que no cruzo palabra con Marta; creo que desde el funeral de su padre. Todo lo más, la habré saludado alguna vez en la calle, llevándome vagamente la mano al sombrero. Nada más. Para mí, el día en que me enteré de su casamiento con ese bribón, todo terminó.
Y sin embargo, según el rumor, yo me habría entendido en secreto con ella para escoltarla hasta Constantinopla; y como me resultaba imposible llevármela a la vista de todo el pueblo, le habría aconsejado yo que se marchara antes y que me esperara en algún lugar convenido donde la recuperaría. Incluso pretenden que por ella no me he casado nunca, lo cual no tiene nada que ver con la realidad, como ya tendré ocasión de explicar un día…
Pero por falsa que sea, la historia resulta verosímil, y me temo que la mayor parte de la gente la cree. Empezando por los hermanos del marido de Marta, que dicen estar convencidos de mi culpabilidad y se sienten insultados por mis supuestas maniobras y hasta decididos a vengar su honor. Esta tarde, el más exaltado de ellos, uno que se llama Rasmi, ha irrumpido en mi casa blandiendo un fusil y jurando que iba a cometer una locura. Hemos necesitado Hatem, mi asistente, y yo toda nuestra sangre fría para calmarle. Exigía que retrasara mi partida para demostrar así mi buena fe. Es cierto que de esa manera habría terminado con rumores y sospechas. Pero ¿por qué tengo yo que darle pruebas de honestidad a un clan de golfos? Además, ¿hasta cuándo debería aplazar el viaje? ¿Hasta que volviera a aparecer Marta? ¿Y si se hubiera ido para siempre?
Habib y Yaber se mostraron hostiles a cualquier aplazamiento, y creo que habría perdido su consideración si hubiera cedido. Por otra parte, en ningún momento me he mostrado propicio a ceder. Me he limitado a sopesar el pro y el contra, como era lo sensato, antes de contestar con firmeza que no. Entonces, el hombre ese nos anunció que partiría con nosotros al día siguiente. Tenía que garantizar por sí mismo, dijo, que la fugitiva no nos esperaba en ninguna aldea de los alrededores. Mis sobrinos y mi asistente estaban indignados, y mi hermana todavía más, pero yo les argumenté: «El camino es de todos. Si este hombre ha decidido seguir la misma dirección que nosotros, no podemos impedírselo». Lo dije en voz alta, enfatizando cada palabra, para que el importuno comprendiera que si hacía el camino al mismo tiempo que nosotros, no lo hacía en nuestra compañía.
Creo que sobrevaloro la sutileza del personaje, y sin duda no habrá que contar con sus buenas maneras. Pero nosotros somos cuatro, y él va solo. Su presencia detrás de nosotros me irrita, pero no me inquieta. ¡Quiera el Cielo que en el curso de nuestro viaje no tengamos que hacer frente a criaturas más temibles que ese fanfarrón bigotudo!
En el pueblo de Anfé, 24 de agosto de 1665
Como los alrededores de Gibeleto no son muy seguros durante el crepúsculo, esperamos hasta que clareara para atravesar la puerta. El llamado Rasmi ya estaba allí, dispuesto a pisarnos los talones, tirando de la brida para contener a su animal. Parece haber elegido para el viaje una montura bastante nerviosa que espero que le canse pronto.
Cuando llegamos al camino de la costa, el hombre se apartó de nosotros y escaló un promontorio desde el que paseó la mirada por los alrededores mientras se alisaba los bigotes con las dos manos.
Observándole con el rabillo del ojo, me pregunté por primera vez qué habría sido de aquella desdichada Marta. Y de pronto me avergoncé de no haber pensado en ella hasta ahora más que para recordar el inconveniente que me causaba su desaparición. Lo que me debería haber inquietado es su suerte. ¿No habría cometido algún acto desesperado? Quién sabe si el mar no arrojará un día su cuerpo a la playa. Entonces se acabarían todas las murmuraciones. Se derramarían unas pocas lágrimas. Y después, el olvido.
Y yo, ¿iba a llorar a aquella mujer que podía haber sido la mía? Me gustaba, me atraía, acechaba en tiempos sus risas, su contoneo, su pelo, el tintineo de sus brazaletes, y habría podido amarla con ternura, apretarla contra mí por las noches. Me habría apegado a ella, a su voz, a su paso, a sus manos. Esta mañana, a la hora de la partida, habría estado junto a mí. También ella habría llorado, como mi hermana Piacenza, y habría intentado disuadirme del viaje.
Aturdido por las sacudidas de mi montura, mi alma bogaba cada vez más lejos. Veía entonces la silueta de aquella mujer a la que desde hacía años no contemplaba. Volvía a verle aquellos guiños guasones del bendito tiempo en que sólo era la hija del barbero. Me reprochaba no haberla deseado lo bastante como para amarla. Haberla dejado casarse con su desgracia…
Su valeroso cuñado ha vuelto a subir varias veces a las colinas que bordean el camino. Vuelto sobre sí mismo incluso ha llamado: «¡Marta! Sal de tu escondrijo, que te he visto». Pero nada se ha movido. Ese hombre tiene el bigote más grande que el cerebro.
Nosotros cuatro proseguíamos nuestro camino al mismo ritmo, sin prestar atención a sus galopadas, sus saltitos, sus golpes con las piernas. Pero a mediodía, cuando Hatem nos preparó de comer —tan sólo pan del país con queso de aquí, de orégano y aceite—, invité al intruso a que compartiera nuestra comida. Ni mis sobrinos ni mi asistente aprobaron mi generosidad; y visto el comportamiento de ese malcriado, no tengo más remedio que darles la razón. Pues se apoderó de lo que le dábamos y se fue a devorarlo solo como un animal, al otro lado de la carretera, volviéndonos la espalda. Demasiado huraño para comer con nosotros, pero no lo bastante orgulloso para negarse a que le alimente. ¡Lamentable personaje!
Esta primera noche la vamos a pasar en Anfé, un pueblo a la orilla del mar. Un pescador nos ofreció cena y cama. Cuando abría yo la bolsa para hacerle un regalo de agradecimiento, se negó, y luego me llevó aparte para pedirme que le contara lo que supiera de los rumores que había sobre el año próximo. Utilicé mi acento más docto para tranquilizarle. Eso no son, le dije, más que ruidos embaucadores que se extienden así, de vez en cuando, cuando los hombres pierden el valor. No hay que dejarse engañar. ¿Acaso no dicen las Escrituras: «No conoceréis ni el día ni la hora»?
Mi anfitrión quedó tan aliviado con aquellas palabras que, no contento con habernos ofrecido hospitalidad, me tomó las manos para besarlas. Las mejillas se me enrojecieron de vergüenza. ¡Ah, si aquel buen hombre supiera por qué absurda razón había emprendido yo aquel viaje! ¡Vaya sabio que estoy hecho!
Antes de acostarme me obligué a escribir estas líneas a la luz de un cirio de rancios vapores. No estoy seguro de haber dado cuenta de lo más importante. No me va a ser fácil distinguir todos los días lo fútil de lo esencial, lo anecdótico de lo ejemplar, los senderos sin salida de los verdaderos caminos. Pero avanzaré con los ojos abiertos.
Trípoli, 25 de agosto
Sin duda nos hemos librado hoy del compañero indeseable. Mas para habérnoslas con otras pesadumbres.
Esta mañana, ante la casa en que hemos dormido, nos esperaba Rasmi, con su bigotazo, dispuesto a partir. Debía de haber pasado la noche en otra casa del pueblo, supongo que en casa de algún maleante conocido suyo. Cuando emprendimos camino, nos siguió durante unos minutos. Subió a un promontorio, como ayer, para inspeccionar los alrededores. Después volvió grupas para regresar a Gibeleto. Mis compañeros se preguntan todavía si no se trata de una argucia, y si el hombre no va a intentar sorprendernos más allá. Yo pienso que no. Creo que no le volveremos a ver.
A mediodía llegamos a Trípoli. Aunque ya debe de ser mi vigésima visita, nunca franqueo sus puertas sin que me oprima la emoción. Aquí fue donde mis ancestros posaron por primera vez los pies en tierras de Levante, hace más de medio milenio. En aquel tiempo los cruzados asediaban la ciudad, sin conseguir tomarla. Uno de mis abuelos, Ansaldo Embriaco, les ayudó entonces a construir una ciudadela capaz de vencer la resistencia de los sitiados y había ofrecido el concurso de sus navíos para impedir el acceso al puerto; en recompensa, obtuvo la señoría de Gibeleto.
Durante sus buenos dos siglos ésta fue el atributo de los míos. E incluso cuando fue destruido el último Estado franco de Levante, los Embriaci consiguieron de los mamelucos triunfantes el derecho de conservar el feudo unos cuantos años más. Habíamos figurado entre los primerísimos cruzados que llegaron, y fuimos los últimos en irnos. Y puede decirse que no nos hemos ido del todo. ¿No soy yo la viva prueba de ello?
Cuando venció el plazo y tuvimos que abandonar a los musulmanes nuestro dominio de Gibeleto, lo que quedaba de la familia decidió regresar a Génova. «Regresar» no es la palabra más adecuada, ya que todos ellos habían nacido en el Levante, y la mayor parte de ellos nunca puso los pies en su ciudad de origen. Mi antepasado de la época, Bartolomeo, cayó allí muy pronto en la languidez y el abatimiento. Pues si los Embriaci habían sido en tiempos de las primeras cruzadas una de las familias más sobresalientes, si en tiempos tuvieron en Génova su solar, su castillo, su clientela, una torre con su nombre y la mayor fortuna de la ciudad, ahora habían sido suplantados por otras casas convertidas en más ilustres, como los Doria, los Spinola, los Grimaldi, los Fieschi. Mi antepasado se consideró desplazado. Se sentía incluso exiliado. Bien que quería ser genovés, y lo era por la lengua, el vestido y las costumbres, pero genovés de Oriente.
De manera que los míos volvieron a los caminos del mar, echaron el ancla en varios puertos, tales como Cafa o Kassandra o Quíos, hasta que uno de ellos, Ugo, mi bisabuelo, tuvo la idea de replegarse a Gibeleto, donde —a cambio de algunos servicios— obtuvo de las autoridades que se le restituyera una parcela de su antiguo feudo. Nuestra casa tuvo que renunciar a sus pretensiones señoriales para recuperar su vocación original, el comercio; pero el recuerdo de la época gloriosa permaneció. Según los documentos que todavía guardo, soy en línea directa masculina el decimoctavo descendiente del hombre que conquistó Trípoli.
Cuando voy al barrio de los libreros, ¿cómo voy a dejar de acariciar con la mirada la Ciudadela en la que flotaba en tiempos el gonfalón de los Embriaci? Además, los comerciantes se divierten y se ponen a gritar cuando me ven llegar: «Atención, el Genovés viene a reconquistar la Ciudadela, cortadle el paso». Salen de los puestos y, en efecto, me cortan el paso, pero mediante sonoros abrazos y para invitarme a cada paso a café y sirope fresco. Son gente acogedora por naturaleza, pero he de añadir que yo también soy para ellos un colega comprensivo y el mejor de los clientes. Cuando no vengo aquí a aprovisionarme, son ellos quienes me envían por su cuenta las piezas que podrían interesarme y que no son de su negocio, es decir, esencialmente reliquias, iconos y viejos libros de la fe cristiana. Ellos son en su mayor parte musulmanes o judíos, y la clientela les suele venir de sus correligionarios, que buscan sobre todo lo que tiene que ver con su propia fe.
Precisamente, al llegar aquel mediodía a la ciudad, fui directamente a casa de Abdessamad, uno de mis amigos musulmanes. Estaba sentado frente a su puesto, rodeado de sus hermanos y de unos cuantos libreros más de la calle. En el momento en que, después de la ronda de zalamerías y la presentación de mis sobrinos, me invitaron a decir lo que me traía, se me trabó la lengua. Una voz me decía que lo mejor era no desvelar nada; era la voz de la razón, y tendría que haberla escuchado. Rodeado por aquellas personas respetables, todas las cuales tenían una elevada idea de mí y me consideraban algo así como su decano, si no por la edad y la erudición sí por la notoriedad y la fortuna, veía bien que no sería sensato confesar el verdadero motivo de mi visita. Pero había también otra voz, menos sensata, que no dejaba de zumbarme: después de todo, si el anciano Idriss tenía en su casucha un ejemplar de una obra tan codiciada, ¿por qué no podrían tener una los libreros de Trípoli? Una voz bastante falsa, sin duda, pero que me dispensaría de hacer el trayecto hasta Constantinopla.
Después de unos largos segundos durante los que todas las miradas se me amontonaron pesadamente en la frente, terminé por lanzar:
—¿No habrá uno de vosotros que tenga entre sus libros ese tratado de Mazandarani del que tanto se habla ahora, El centésimo nombre?
Hice la pregunta en el tono más ligero, más suave, más irónico posible. Pero en ese mismo instante se apoderó el silencio de la pequeña multitud que me rodeaba; y hasta me pareció que de la calle y de la ciudad entera. Todos los ojos huyeron en ese mismo momento y se dirigieron a mi amigo Abdessamad. Pero él tampoco me miraba.
Se aclaró la garganta, como si se dispusiera a hablar, pero sólo emitió una risa, una risa brusca, que interrumpió de repente para beber un trago de agua. Y entonces se dirigió a mí:
—Tus visitas siempre son un placer para nosotros.
Lo cual quería decir que la visita había terminado. Me levanté, avergonzado, y saludé con una palabra a los que se encontraban cerca de mí; los demás se habían dispersado ya.
Mientras me dirigía hacia la hostería en que íbamos a pasar la noche, me sentía anonadado. Hatem vino a decirme que iba a hacer unos encargos, Habib me susurró que iba a pasearse por el puerto, y les dejé ir a uno y otro sin decir palabra. Sólo Yaber se quedó a mi lado, pero tampoco con él intercambié la menor palabra. ¿Qué podía decirle? «¡¿Maldito seas, Buméh, por tu culpa me han humillado?!». Por su culpa, por la culpa de Evdokim, de Idriss, de Marmontel y de tantos otros, pero sobre todo por mi propia culpa, pues era obligación sobre todo mía conservar mi razón, mi reputación y mi dignidad.
De todas maneras, me pregunto por qué esos libreros han reaccionado así. Una actitud seca, brutal para quien siempre les ha conocido afables y circunspectos. Como mucho, me esperaba unas sonrisas divertidas. No una hostilidad así. Yo había formulado la pregunta de manera delicada. No lo entiendo. No lo entiendo.
Al escribir estas líneas, recupero el sosiego. Pero ese incidente me puso de pésimo humor para el resto del día. La tomé con Hatem, que no ha hecho las compras que yo quería; después con Habib, que no volvió de su paseo hasta la caída de la noche.
Y a Buméh, la fuente primera de mi contrariedad, no he sabido qué decirle.
Por el camino, 26 de agosto
¿Cómo he podido ser tan ingenuo?
El asunto lo tenía antes los ojos, y no lo he visto.
En el momento de despertarme esta mañana Habib ya no estaba allí. Se había levantado temprano y le murmuró al oído a Hatem que tenía que comprar algo en el mercado de la Ciudadela, y que después nos buscaría en la puerta de los Bassatin, al nordeste de la ciudad. «Espero que llegue antes que nosotros —grité—, porque no pienso esperarle ni un minuto». Y en el acto di la señal de partir.
La puerta no queda lejos de la posada, así que llegamos enseguida. Paseé la mirada por todas partes, y Habib no aparecía. «Démosle tiempo para que llegue», suplicó mi asistente, que siempre ha tenido debilidad por el chico. «Pues no voy a esperarle mucho», respondí yo dando un golpe en el suelo. Pero tenía que esperarle, por fuerza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Partíamos para un largo viaje, no iba a dejar a mi sobrino abandonado por el camino.
Al cabo de una hora, cuando el sol ya estaba en lo alto, Hatem me gritó con falso entusiasmo: «Ahí viene Habib, viene corriendo, nos hace señas, es un buen chico, por fin, Dios le bendiga, siempre tan cariñoso, siempre tan sonriente, lo importante, mi amo, es que no le haya ocurrido ninguna desgracia…». Todo aquel parloteo, evidentemente, era para evitarle una reprimenda. Pero me negué a dejarme conmover. ¡Hacía una hora que le esperábamos! Sencillamente, no podía yo saludarle o sonreírle, ni siquiera quise mirar en la dirección en que venía. Aguanté justo un minuto más, el tiempo que tardó en llegar hasta nosotros, luego me dirigí con dignidad hacia la puerta de la ciudad.
Habib estaba ahora detrás de mí, sentía yo su presencia, le oía respirar junto a mi oreja. Pero seguí volviéndole la espalda. Empezaré a hablarle, me decía a mí mismo, cuando me haya besado la mano respetuosamente y me haya prometido no volver a ausentarse así sin mi permiso. Si tenemos que proseguir este viaje juntos, quiero saber en todo momento dónde se hallan mis sobrinos.
Al llegar ante el oficial de guardia de la puerta lo saludé de manera afable, declaré mi identidad y le deslicé en la mano la moneda de plata de rigor.
—¿Es vuestro hijo? —preguntó el hombre señalando a la persona que me seguía.
—No, soy su sobrino.
—¿Y esa mujer?
—Es su esposa —dijo Habib.
—Podéis pasar.
¿Mi esposa?
No dije nada en ese momento, y ni siquiera me arriesgué a echar un vistazo hacia atrás a fin de no traicionar mi sorpresa. El menor balbuceo ante el oficial otomano, la menor duda o confusión, y nos habríamos encontrado en un calabozo.
¿Mi esposa?
Preferí atravesar primero la puerta, alejarme de la aduana y de los soldados, sin dejar de mirar al frente. Después, me volví.
Era Marta.
Era «la viuda».
Vestida de negro, con cara alegre.
No, lo confieso, hasta el momento no lo había entendido, no lo había sospechado. Y Habib se las ha ingeniado bien, tengo que reconocerlo. Sabe él emplear a menudo sus travesuras para conquistar mujeres y hombres, y no había dejado escapar en los últimos días la menor sonrisa de complicidad ni la menor palabra de doble sentido. Parecía tan ofendido como yo por las acusaciones proferidas por Rasmi. Que finalmente no eran tan infundadas como yo creía.
Ya me dirá mi sobrino más tarde, o eso espero, cómo han rodado las cosas. ¿Para qué, de todas formas? Lo esencial, lo puedo adivinar. Adivino por qué, de manera inesperada, se puso del lado de su hermano para emprender este viaje a Constantinopla. Imagino que se apresuró a avisar entonces a «la viuda», quien debió de comprender que era la ocasión propicia para escaparse. Ella se fue de Gibeleto, luego debió de pasar una noche en Trípoli, en casa de una prima, o acaso en un convento. Todo parecía tan claro que ni siquiera necesité que me lo confesaran. Pero antes de que me pusieran el cuadro completo delante de la nariz, yo no había advertido nada.
¿Y ahora, qué hago? Hasta el final de la jornada cabalgué mirando al frente, sin un gesto, sin una palabra. Poner mala cara no resuelve nada, ya lo sé. Pero a menos que quiera renunciar a toda autoridad sobre los míos, a toda dignidad, no puedo fingir que no me han engañado.
Lo malo es que soy olvidadizo por naturaleza, y bonachón, siempre dispuesto a perdonar. Tuve que hacer un esfuerzo durante todo el día para no renunciar a mi actitud. Todavía he de estar así un día o dos, aunque tenga que sufrir más de lo que pretendo castigar.
Ellos, detrás de mí, no se atreven a hablar más que en voz baja, y es mucho mejor.
En el pueblo del sastre, 27 de agosto
Hoy se ha unido a nosotros otro compañero inesperado. Pero en esta ocasión es un hombre de bien.
Habíamos pasado una noche horrible. Conocía yo una posada junto a la carretera, aunque no había ido por allí desde hacía mucho tiempo. Tal vez la había visitado en una temporada más propicia y no guardaba recuerdo de aquellas nubes de mosquitos, de aquellas paredes enmohecidas y agrietadas, de aquellos efluvios de aguas estancadas… Me pasé la noche entera gesticulando, dando manotazos cada vez que un sonido amenazante me zumbaba en los oídos.
Por la mañana, cuando hubo que reemprender camino, resulta que apenas había dormido. Más tarde, durante el día, me adormecí varias veces encima de la montura y casi me caigo; por suerte, Hatem se puso a mi lado para sostenerme una y otra vez. Un buen hombre, finalmente contra él tengo menos queja que contra los otros.
A eso del mediodía, cuando ya llevábamos andadas nuestras buenas cinco horas y buscaba yo con la mirada un rincón a la sombra para el almuerzo, encontramos la carretera repentinamente cortada por un gran tronco frondoso. Habría sido sencillo apartarlo o rodearlo, pero me detuve perplejo. En la manera en que estaba colocado, recto y en medio de la carretera, había algo de incongruente.
Paseé la mirada alrededor, intentando comprender, cuando Buméh vino a murmurarme al oído que valía más tomar un sendero que bajaba a nuestra derecha y salir a la carretera un poco más lejos.
—Si el viento arrancó esa rama de su árbol y luego la empujó hasta ese punto y le ha dado esa postura, sólo puede ser una advertencia del Cielo, y sería una locura desafiarla.
Eché pestes contra la superstición, pero seguí su consejo. Es cierto que mientras me hablaba me había fijado que en la prolongación del sendero que quería que siguiéramos había un boscaje muy adecuado. Sólo con ver de lejos aquella espesura ya creía escuchar el rumor de una fuente de agua fresca. Y tenía hambre.
Al avanzar por el camino aquel vimos a varias personas que se alejaban en sus monturas, me pareció que eran tres o cuatro. Sin duda habían tenido la misma idea que nosotros, me dije: salirse de la carretera y almorzar a la sombra; pero cabalgaban demasiado aprisa y azotaban los caballos como si huyeran. Cuando alcanzamos el boscaje, ya habían desaparecido por el horizonte.
Fue Hatem el que gritó primero:
—¡Bandoleros! ¡Eran bandoleros, salteadores de caminos!
A la sombra de un nogal yacía un hombre. Desnudo, y como muerto. Le llamamos desde lejos, en cuanto lo vimos; no se movía. Desde allí, distinguimos ya que tenía la frente y la barba manchadas de sangre. Hice la señal de la cruz. Pero cuando Marta gritó «¡Dios mío, está muerto!», y lanzó un lamento, el hombre se irguió, tranquilizado por escuchar una voz femenina, y con las manos ocultó con presteza su desnudez. Hasta ese momento, según nos dijo, temía que sus agresores hubieran vuelto sobre sus pasos, arrepentidos, si se puede decir, por no haberle rematado.
—Colocaron una rama en la carretera, y entonces preferí tomar este sendero, diciéndome que debía de haber algún peligro por el otro lado. Pero donde estaban emboscados era aquí. Volvía yo de Trípoli, adonde fui a comprar tejidos; mi oficio es el de sastre. Me llamo Abbas. Me lo han robado todo, dos burros con la carga, el dinero, los zapatos, la ropa. ¡Que Dios los maldiga! ¡Que todo lo que me han robado se les atragante como la espina de un pescado!
Me volví hacia Buméh.
—Una advertencia del Cielo, ¿no decías eso? Pues mira, desengáñate, era una artimaña de bandoleros.
Pero se negó a desdecirse:
—Si no hubiéramos venido por este sendero, sabe Dios lo que le habría sucedido a este desdichado. Los malhechores se han alejado tan aprisa porque nos han visto llegar.
El hombre, a quien Hatem acababa de entregar una de mis camisas y que ya se la estaba poniendo, se mostró de acuerdo:
—Sólo el Cielo ha podido dirigiros hacia aquí, para mi suerte. Sois gentes de bien, eso se os ve en las caras. Tan sólo las gentes honestas viajan con mujer y niños. ¿Son hijos vuestros estos jóvenes? ¡Que el Todopoderoso vele por ellos!
Se dirigía a Marta. Se había acercado a él para limpiarle con un pañuelo empapado de agua.
—Son nuestros sobrinos —respondió ella, no sin una ligera vacilación y una fugaz mirada hacia mí, como si se excusara.
—Dios os bendiga —repetía el hombre—, Dios os bendiga a todos, no voy a dejaros marchar sin haberos regalado un vestido a cada uno, no me digáis que no, es lo menos que puedo hacer después de haberme salvado la vida. ¡Que Dios os bendiga! Y esta noche la pasáis en mi casa, en ningún otro sitio.
No podíamos negarnos, sobre todo porque llegamos a su pueblo al caer la noche; nos habíamos apartado de nuestro camino para llevarle a su casa; después de lo que acababa de sucederle, no podíamos dejarle solo.
Se mostró muy agradecido e insistió en dar, a pesar de lo tardío de la hora, un auténtico festín en nuestro honor. De todas las casas del pueblo nos trajeron los platos más deliciosos, unos con carne y otros sin ella. Todos quieren y respetan al sastre, y nos ha descrito a mis sobrinos, a mi asistente, a «mi esposa» y a mí como sus salvadores, los nobles instrumentos de la Providencia con quienes iba a estar en deuda el resto de su vida.
No podíamos soñar con una etapa más favorable, y por sí sola borró las molestias del principio del viaje, al tiempo que sosegó las tensiones entre mis compañeros y yo.
Cuando llegó la hora de acostarse, nuestro anfitrión juró en voz alta que teníamos que dormir en su habitación «mi esposa» y yo, mientras que su mujer y él pasarían la noche en el cuarto grande, con su hijo, mis sobrinos, mi asistente y su anciana criada. Quise negarme, pero el hombre se empeñó, dijo que lo había jurado y que no podía yo hacerle renegar de su juramento. Desde luego, ya era demasiado tarde para que pudiera yo revelar que aquella persona que viajaba conmigo no era mi mujer. Habría quedado en mal lugar, habría perdido la estima de aquella gente, que me elevaba hasta las nubes. No, no podía hacer eso, más valía seguir disimulando hasta el día siguiente.
Así que «la viuda» y yo nos encontrábamos en aquella habitación, separados de los demás por una sencilla cortina, pero completamente solos durante toda la noche. A la luz de la vela que nos habían dejado, veía yo los ojos risueños de Marta. Los míos no reían. Me habría esperado que ella se sintiera todavía más turbada que yo. Pero no lo estaba. Por poco se echa a reír allí mismo. Aquello era una indecencia. Tenía la impresión de estar turbado por los dos.
Tras algunos gestos de vacilación, nos acostamos finalmente en la misma cama y bajo la misma manta, pero completamente vestidos y bien lejos el uno del otro.
Pasaron entonces largos minutos de oscuridad silenciosa y de respiraciones cruzadas; al cabo, mi vecina inclinó la cara hacia mí.
—No hay que tenérselo en cuenta a Habib. Si ha ocultado la verdad, es culpa mía, soy yo quien le ha hecho jurar que no diría nada, porque tenía miedo de que se supieran mis planes de huida, y mi cuñado me habría degollado.
—Lo hecho hecho está.
Respondí con sequedad. No tenía ganas de entablar conversación alguna. Pero tras un breve silencio, continuó:
—Desde luego, Habib no tenía que haberle dicho al oficial que yo era vuestra esposa. Es que le pilló de improviso al pobre chico. Vuestra merced es un hombre respetado, y todo esto le causa molestias, ¿verdad? Yo, ¿esposa de vuestra merced? ¡Dios no lo quiera!
—Lo dicho dicho está.
Lancé aquella frase sin pensarlo. Y sólo después, cuando las palabras de Marta y las mías resonaron juntas en mi cabeza, me di cuenta del sentido que mi frase podía adquirir. En la situación tan chusca en que nos hallábamos, cada palabra se convertía en una losa enfangada. «Yo, ¿esposa de vuestra merced?». «Lo dicho dicho está». Casi me pongo a explicarme, a rectificar aquello… Mas ¿para qué? Me habría embrollado todavía más. Entonces miré hacia el lado de mi vecina en un intento de adivinar qué había entendido ella; lucía, me pareció, la carita traviesa de sus años jóvenes. A mi vez, sonreí. Y esbocé en la oscuridad un gesto de resignación.
Tal vez nos hacía falta aquel intercambio para poder adormecernos con toda serenidad uno junto al otro, ni demasiado juntos ni demasiado separados.
28 de agosto
Al despertar, me encontraba de muy buen humor, lo mismo que «mi esposa». Mis sobrinos nos acosaron con sus miradas durante todo el día, intrigados y desconfiados; mi asistente parecía divertirse.
Habíamos previsto marcharnos al alba, pero hubo que renunciar; por la noche se había puesto a llover y por la mañana llovía aún a cántaros. El día anterior había sido nuboso, de lo más agradable para quien va de camino, pero se podía advertir que las nubes no se iban a limitar a darnos sombra. No teníamos otra elección que permanecer junto a nuestros anfitriones un día y una noche más; ¡que Dios los bendiga, nos hacen sentir en todo momento cuan dulce y amena les resulta nuestra presencia!
Al llegar la hora de acostarse, el buen sastre juró de nuevo que, mientras nos encontráramos bajo su techo, «mi esposa protegida» y yo no dormiríamos en ninguna otra parte que no fuera su habitación. Y por segunda vez, me avine. Con demasiada docilidad, tal vez… Nos tendimos Marta y yo uno junto al otro de muy buena gana. También vestidos, también separados. Simples compañeros de cama, como el día anterior. Con una diferencia, que ahora nos pusimos a charlar sin parar de esto y de aquello, de la hospitalidad de nuestros anfitriones y del tiempo que haría al día siguiente. «La viuda» llevaba un perfume que ayer no advertí.
Empecé a hablarle un poco de las razones que me llevaban a emprender este viaje cuando Habib irrumpió en el cuarto. Se acercó sin hacer ruido, descalzo, como si esperara sorprendernos.
—Vengo a dormir aquí —dijo, cuando advertí su presencia—. En el otro cuarto hay demasiados mosquitos, me van a comer vivo.
Lancé un suspiro.
—Has hecho bien en venir. Aquí los mosquitos no pueden entrar, la puerta es demasiado estrecha.
¿Había dejado claro mi enojo con aquellas palabras? Mi vecina pegó su cabeza a la mía y me susurró lo más bajo posible:
—Todavía es un niño.
Intentaba excusarle de nuevo. Acaso quería también darme a entender que los celos que mostraba Habib no tenían justificación. Pues quizás yo imaginaba que, si se había conchabado con ella para permitirle huir de su familia política y unirse a nuestro grupo, era no sólo por caballerosidad, sino porque sentía algo por ella, y que ella, por su parte, no le había desengañado, aunque tuviera siete u ocho años más que él.
Sí que creo que debe de estar celoso. Primero se acostó junto a la pared, envuelto en su manta. Aunque no dijera nada, yo oía su respiración irregular: no estaba dormido. Su presencia me irritaba. Por una parte, me decía que al día siguiente tenía que explicarle con claridad que mis dos noches junto a «la viuda» no eran sino fruto de las circunstancias que él conocía bien, y que no había que pensar mal. Por otra parte no veía, y sigo sin verlo, por qué iba a tener que justificarme ante aquella criatura. No soy yo quien se ha puesto en esta situación tan embarazosa. Soy bonachón, sin duda; pero no hay que buscarme las cosquillas. Si me diera por cortejar a Marta, no es a mis sobrinos a quienes iba a pedir permiso, aunque tampoco a cualquier otra persona.
Me volví hacia ella, resuelto, y le susurré, pero no demasiado bajo:
—Si de veras es un niño, le castigaré como a un niño.
Al acercarme, percibí el perfume con más fuerza, y me entraron ganas de acercarme más aún. Pero Habib me había oído; aunque no hubiera comprendido lo que decía, al menos habría escuchado un susurro. Entonces se movió, arrastrándose con la manta, y vino a tenderse a nuestros pies, sí, a pegarse a nuestros pies con todo el cuerpo, lo que nos impedía el menor movimiento.
Tentado estuve de arrearle un guantazo «involuntario» durante el sueño. Pero preferí vengarme de otra manera: le cogí la mano a Marta y la retuve bajo la manta hasta la mañana siguiente.
Junto al Orontes, 29 de agosto
Esta mañana no llovía y pudimos reemprender el camino. He dormido muy poco, estaba bastante irritado con la actitud impertinente de mi sobrino.
Pero tal vez fue mejor que la noche terminara así. Sí, pensándolo bien, al despertar vale más sentir las tenazas del deseo que las del remordimiento.
Nos despedimos de nuestros anfitriones, que de nuevo nos mostraron su agradecimiento colmando las mulas de provisiones, suficientes para varios días de viaje. Quiera el Cielo darnos ocasión de demostrarles un día nuestra hospitalidad.
Después de la lluvia, la carretera está agradable, sin sol ni demasiado calor, sin polvo que se levante. Hay barro, desde luego; pero no ensucia más que los cascos de los animales. No nos detuvimos hasta que empezó a oscurecer.
Rodeamos la ciudad de Homs para ir a hospedarnos aquella noche en un convento construido a orillas del Orontes; ya había dormido allí en dos ocasiones, con mi padre, cuando viajamos a Alepo, tanto a la ida como a la vuelta, pero nadie lo recuerda aquí.
Mientras me paseaba esa tarde a orillas del río, por los jardines del monasterio, llegó hasta mí un joven monje para preguntarme, con voz febril, por los rumores que corrían sobre el año próximo. Por mucho que maldijera «los rumores engañosos» y «las supersticiones», parecía desolado. Recordó unas señales inquietantes que habían referido los campesinos de los alrededores, el nacimiento de un becerro de dos cabezas y una antigua fuente que de repente se había secado. Me habló también de mujeres que se comportaban de manera hasta entonces inaudita, pero se limitó a hacer alusiones, y confieso que no comprendí demasiado bien lo que intentaba decirme.
Me esforcé por tranquilizarle lo mejor que supe, recordando una vez más las Escrituras y la incapacidad de los mortales para predecir el mañana. No sé si mis argumentos le confortaron. Sin duda le transmití al marcharme algo de mi aparente serenidad; pero, a cambio, se me adhirió a los párpados algo de su pavor.
En camino, 30 de agosto
Acabo de leer las páginas que he escrito en estos últimos días y me he sentido aterrado.
Yo he emprendido este viaje por las más nobles razones, preocupado por la supervivencia del universo, por la reacción de mis semejantes ante el drama que se predice. Y resulta que a causa de esa mujer me veo enredado en las sendas enlodadas que tanto complacen a los seres viles. Celos, intrigas, mezquindades, precisamente ahora, cuando el mundo podría estar a punto de ser reducido a la nada.
El jeque Abdel-Bassit tenía razón. ¿Para qué recorrer el mundo si sólo voy a contemplar lo que ya está dentro de mí?
Tengo que dominarme. Tengo que recuperar mi primera inspiración, no mojar la pluma más que en la tinta más venerable, aunque sea también la más amarga.