Amanece, no he podido dormir, y Marta no ha vuelto aún. Sin embargo, me domino y conservo mi discernimiento. No estoy lo exaltado que debería. ¿Me resigno acaso a lo que tenga que suceder? Mejor que los demás lo crean así, yo sé de lo que soy capaz para recuperarla.
Hatem me ha acompañado durante toda la noche, temiendo que pudiera cometer alguna insensatez. Hasta que no he encendido este cirio, sacado el recado de escribir, colocado el tintero, alisado las hojas, hasta que no he empezado a trazar estas palabras, mi asistente no se ha dejado rendir, con la boca abierta.
A mi alrededor, todos duermen, pero Marta, ¿dónde duerme? Dondequiera que esté, en la cama de un hombre o acaso en un calabozo, estoy seguro de que no habrá podido cerrar los ojos, y que en estos momentos piensa en mí como yo pienso en ella.
No me abandona su rostro, que está presente en mi espíritu como si la contemplara a la luz misma de este cirio. Mas no consigo captar otra cosa. No consigo imaginar el sitio en que se encuentra, la gente que la rodea, la ropa que lleva, o que ya no lleva. Hablo de cama, de calabozo, como podría hablar de látigo, de vergajo, de bofetadas o de cara tumefacta.
Mis temores van mucho más allá. Pues he llegado a pensar que ese maleante que tiene como esposo podría, para no poner en peligro su nuevo casamiento, haber pensado en hacerla desaparecer. La idea ya se me había presentado ayer, pero la rechacé. Hay demasiados testigos, y Sayyaf no lo ignora. Yo, Hatem, Drago, y hasta los monjes, que vieron que Marta llegaba con nosotros antes de conducirla hacia aquella puerta. Si vuelvo a tener miedo es porque las noches sin sueño despiertan las angustias. Y también porque no consigo imaginar dónde ha podido pasar Marta la noche.
En verdad, todo es posible, todo. Hasta el reencuentro cálido entre ambos esposos, que de repente podrían haber recordado sus viejos amores, que se podrían haber abrazado con tanto más calor cuantas más cosas tenían que perdonarse el uno al otro. Dado su estado, Marta no podía aspirar a un desenlace más reconfortante que el de ser acogida de este modo la primera noche. Así, con sólo alterar un poco las fechas, le haría creer a Sayyaf que el niño era suyo.
Desde luego, quedan la otra esposa y los suegros, cuya presencia hace impensable una fiesta tan armoniosa. Debería lamentarlo por Marta, y alegrarme por mí. Pero no, no consigo alegrarme. Porque vuelvo a pensar en las soluciones extremas a las que este hombre ha podido recurrir. En este maldito asunto nada puede alegrarme, nada puede aliviarme. Sobre todo a esta hora de la mañana, ya tan tarde, en que mi alma cansada lo percibe todo negro. Y ya no escribo, tan sólo balbuceo.
Termino esta página, y lo mejor sería que me tendiera un rato, dejando que la tinta se seque sola.