7: La legión de Pétain
7
LA LEGIÓN DE PÉTAIN
LA LÍNEA MARETH fue vuestro destino, después de firmar un contrato por cinco años y recibir los quinientos francos de enganche. No os sometieron a un periodo de entrenamiento. La simple mención de que habíais combatido en la guerra de España alcanzó para que os entregaran un fusil y un radiante uniforme de legionarios.
A lo que no te acostumbraste fue al quepis y a recitar de memoria los artículos del Código de Honor del legionario, cosa que sólo conseguiste cuando hubiste sustituido en tu mente el nombre de Francia. Entonces comenzó a tener sentido el artículo primero: «Legionario, tú eres un voluntario sirviendo a España en el exilio con honor y fidelidad». El séptimo era universal y para abrazarlo no necesitabas cambiarle nada: «En combate respetarás a los enemigos derrotados y no abandonarás nunca ni tus muertos, ni tus heridos, ni tus armas».
Noche tras noche, recitaste el Código en el puesto de guardia. Si algún oficial te lo preguntaba, no se podía titubear. Sin embargo, tu mente se concentraba sólo en tu madre y tu hermana: por fin veías la posibilidad de rescatarlas de la cárcel de Orán. Escribiste al mando militar de la ciudad interesándote por su suerte. Sabías que esa vez tu súplica iba a lograr una respuesta, no como los veinte intentos desde Morand, porque la avalaba el teniente Granell de tu compañía.
Y la contestación llegó:
«… Las internas Marta Torres López y Lucía Ardura Torres fueron trasladadas con fecha 10 de enero de 1940 al campo de refugiadas de Carnot…».
Habían transcurrido siete meses, pero eran buenas noticias. Aquel «fueron trasladadas» indicaba que tu hermana estaba con vida. A partir de ese momento, el tiempo comenzó a transcurrir muy, pero que muy despacio. No veías el instante de un exiguo permiso para escapar en su búsqueda.
Arena y tedio: eso era lo que soportabais en los búnkeres de la Línea Mareth. Las fuerzas italianas que veíais moverse al otro lado no os preocupaban; se suponía que constituían aliados vuestros. Mejor dicho, aliados de Vichy.
El verdadero enemigo se encontraba en el infierno de día, el frío helado por las noches y los escorpiones y culebras todo el tiempo. Y más arena, que inutilizaba fusiles y el motor de los todoterrenos y de los blindados.
Lo que más odiaban los legionarios eran las guardias nocturnas. A cambio de tres francos, se las hacías tú. Además de tu sueldo mensual, un extra de más de cien francos se añadía a tus ahorros, cuyo destino sería la liberación de tu familia y sus necesidades posteriores.
Una noche desdibujada en tu mente y borrada por el siroco, el jefe de sección en persona, el teniente Granell, inspeccionaba los puestos de vigilancia.
—Soldado Ardura, ¿cómo es que está de centinela? Usted no figura en la Orden de Servicio.
No obtuvo respuesta. Tampoco la necesitaste, pues Granell se imaginó lo que ocurría. El régimen disciplinario de la Legión te condenaría a los calabozos por un periodo largo.
Sin embargo, no fue así. Los oficiales dudaban sobre a quién ascender a soldado de primera; el hecho de que te ofrecieras para sustituir a tus compañeros en las guardias les resolvió: eras el soldado más dispuesto al servicio de armas.
UN 9 DE SEPTIEMBRE DE 1940, lunes, tu nombre apareció en la relación de ascensos. A partir de entonces lucirías un galón quebrado de color rojo. Y lo mejor: un permiso de una semana.
Corriste hacia el campo de refugiados de Carnot, acompañado por Gitano. Llevabas más de un año sin verlas, pero la imagen de sus rostros el día que os separaron en Orán no se te había borrado de la cabeza: tu madre despeluchada y llorosa, pasando un trapo húmedo sobre la frente sudorosa de Lucía, que tiritaba.
Veinticuatro horas después os hallabais en Orán buscando un medio de transporte que os acercase hasta Carnot. No había ninguno hasta el día siguiente; a primera hora, tomaríais un autobús que os dejaría muy próximos al campo, pero hasta entonces deberíais esperar.
Luis y tú recorristeis las callejuelas oscuras con vuestro impecable uniforme de legionarios, mientras las gentes se apartaban de vosotros. La fama de violentos, de carentes de principios y escrúpulos y hasta de asesinos de los soldados de la Legión Extranjera os precedía.
—¡Eh! ¡Soldaditos! —llamó, en castellano, una voz femenina—. ¿Os apetece pasar un buen rato?
Una señora gruesa, de cara agradable y con las pestañas y labios pintados en exceso, os requirió desde la ventana de un primer piso.
—¿Cuánto? —preguntó Luis.
—Un franco —respondió—. Lo más barato y bonito de la ciudad.
Gitano enfocó hacia ti sus enormes ojos interrogativos. Un franco era la paga de un día en las Compañías de Trabajadores Extranjeros. Negaste en silencio.
—Muy caro para nosotros —respondió Luis, mientras le decía adiós con la mano.
—Un franco, los dos —regateó la mujer.
Gitano te miró una vez más, casi suplicándote.
Tal vez fue a causa del artículo cuarto del Código: «Cada legionario es tu compañero… Tú lo manifestarás siempre en la estrecha solidaridad que debe unir a los compañeros de una misma familia». Te encogiste de hombros y Luis esgrimió una gran sonrisa.
Nunca habías estado con una mujer y te faltaba valor, pero te limitaste a seguir a Gitano por unas escaleras de madera carcomida. Olía a té recién hecho y a sudor pegado en los muros. La puerta del primer piso se abrió y la mujerona de la boca y los párpados muy maquillados os hizo pasar.
—Estaba segura de que erais españoles.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Luis.
—Da igual la edad que se tenga. A los españoles se nos nota en la cara un estado permanente de mala leche.
—Así que compatriota… —comentaste.
—Claro, hijo.
—¿Cómo se llama?
La señora sonrió ante tu pregunta, que le debió parecer estúpida, y respondió:
—Puedes llamarme compañera puta.
—¿Compañera pu…? —balbuceaste.
—Dejemos las presentaciones y vayamos a los nuestro. —Y extendió la palma de la mano, donde Gitano depositó un franco.
—Esta vez invito yo —te dijo.
—Hala, pasad a la habitación del fondo.
Seguiste a Luis, que parecía conocer bien los entresijos de los lupanares.
Os recibió una habitación iluminada por tres velas sobre un candelabro que reposaba en el suelo: cortinas granates y un colchón grande de lana con sábanas que parecían limpias, pese a algún agujero de cigarro.
—Iros desnudando mientras traigo la palangana —ordenó, y se perdió por el pasillo.
Luis comenzó a quitarse la ropa. Al notar tu inmovilidad, gritó:
—¡Ardura, cojones! No pensarás joder con el uniforme puesto.
La prostituta retornó con un recipiente lleno de agua.
—Lavaros el trasto —exigió, apoyando la palangana en el suelo. Entonces contempló vuestros escuálidos cuerpos desnudos—. ¿Cuántos años tenéis?
—Diecinueve —respondió Gitano.
—Espero que no sea la primera vez… —dijo, pero le bastó un vistazo a tu parálisis frente a la palangana para corregirse—: Tú eres primerizo, no lo puedes negar.
No contestaste y ella comenzó a desnudarse. Después se tumbó en la cama con las piernas abiertas; sus muslos eran enormes y sus pechos bailaban como flanes.
—¿Quién va el primero? —preguntó.
—Yo mismo —respondió Luis.
Se tumbó encima de ella y empezó a mover el trasero de arriba abajo, jadeando. Ella, entretanto, mordisqueaba un dátil.
—A ver. Tú, pasmado, acércate —te llamó al terminar de comerlo.
Obedeciste. Cogió tu miembro y se dispuso a masturbarte. Luis seguía con su cabeza entre las tetas, ajeno a lo que te hacía la compañera puta.
Tu trasto, como lo denominaba ella, adquirió rápidamente una posición más digna. Luis había terminado.
—Hala, colócate encima —te ordenó.
Apenas introdujiste el miembro, eyaculaste.
—Así terminamos antes —remató ella, y te apartó de encima.
Luis ya se había vestido. Tú, sonrojado, lo imitaste.
—¿Sabe dónde podemos encontrar una pensión para pasar la noche? —preguntó Gitano.
—Por otro franco, podéis quedaros aquí.
Aceptasteis; esa vez pagaste tú. La mujer regresó a la ventana a seguir llamando a clientes.
Apenas dormiste en toda la noche, tal vez a causa de tu ansiedad por el encuentro con tu familia o por lo frustrante de tu primera incursión en el sexo.
AL DÍA SIGUIENTE llegasteis al campo de Carnot al mismo tiempo que una columna de mujeres en alpargatas deshilachadas caminaba con calderos hacia unos pozos, bajo la vigilancia de gendarmes.
Escudriñaste sus rostros; sus ojos saltones resaltaban en sus caras huesudas y sus miradas reflejaban demencia. Tu madre y tu hermana no se encontraban en aquel pelotón.
Os acercasteis a las alambradas. Un camión con gendarmes recorría el cercado, no se trataba de una patrulla de vigilancia: lanzaban panes al interior del campo. Las mujeres, vestidas con andrajos repletos de parches multicolores corrían de un lado a otro para recoger un trozo.
Introdujiste tus dedos entre los huecos de los alambres y los apretaste con rabia, sin que las espinas que se clavaron en tu palma te produjeran dolor. Pegaste la frente al cerco, y lloraste.
—Ya verás cómo están vivas —te consoló Gitano acariciando tu cabeza pelada.
Como si te hubiesen cosido a la alambrada, no te apartaste de ella. Frente a ti, cochambre, desesperación, hambre y arena.
De pronto una voz femenina te rescató del atontamiento:
—¿Nico?
«No puede ser», te dijiste. Las únicas personas que te llamaban así eran tu hermana y tu madre. Te giraste hacia la voz, y la viste: escuálida, con sayas y pañoleta negras bajo un sol emanado del averno y sus grandes y negros ojos resaltaban en su afilado rostro… ¡pero viva!
—¡Lucí!
—¡Qué felicidad! Madre y yo pensamos que te habíamos perdido para siempre.
Apoyaste sus dedos sobre los tuyos a través de la alambrada, y apretaste. Arrimó sus labios a uno de los huecos y te besó la frente. Llorasteis.
Comenzó a contarte cómo había ido saliendo a flote de su enfermedad.
—Eran las bombas, Nico, las causantes de mis temblores. Aquí ya no las oigo; por eso parece que me he curado, pero cuando regresen no sé si…
Gitano no quitaba sus ojos de tu hermana, que continuaba narrando cómo habían sido capaces de sobrevivir.
—Los únicos en brindarnos su apoyo fueron cuáqueros americanos de la American Friends Service Committee, que nos ayudaron sin esperar contraprestaciones, ni siquiera nuestra conversión. Traían lana para que las madres tejieran prendas para sus hijos y…
—Lucía, ¿con quién hablas?
Era la voz de tu madre. No te había reconocido, medio oculto por el cuerpo de tu hermana y con la otra mitad clandestina en el traje de legionario.
—Es Nico. —Y se apartó para que tu madre te viese.
No hubo saludo ni lágrimas de su parte.
—¿Qué haces enrolado en la tropas colaboracionistas de Pétain?
—Lo hice para que os dieran la libertad.
—No queremos ser libres a costa de colaborar con el régimen de Vichy.
—Déjame intentarlo. Si lo consigo, después deserto…
—Ustedes —clamó un gendarme a tu espalda—, apártense de la verja o disparamos.