18: La noche más larga
18
LA NOCHE MÁS LARGA
NO SE HUBIESE NECESITADO el aviso del teniente ni del capitán por la emisora de radio alertando de vuestra llegada a París: la algarabía desde los campanarios lo había anunciado a todos los rincones de Francia. Cuando cesó el estruendo y la noche quedó en silencio, casi todos los civiles de los brazaletes con la leyenda «FFI» se retiraron a sus casas. Sólo permanecieron con vosotros cinco jóvenes, que, armados con los Sten que les prestasteis, os iban relevando para que, por turnos, pudierais ducharos en el Hôtel de Ville o en las casas de los hospitalarios vecinos, y cambiaros el uniforme sudado y lleno de grasa y aceite.
El capitán, acompañado por el teniente Granell, se desplazaba inquieto del Hôtel de Ville a la Prefectura de Policía, en donde os habían informado de que los policías se habían amotinado y unido a la Resistencia. El souslieutenant Elías quedó al mando de la posición en estrella alrededor del Ayuntamiento.
Un cimbreo de hierros y gritos, provenientes de la calle lateral, la de Rivoli, os puso en guardia. El «Romilly» dirigió la boca del cañón hacia el origen de los ruidos. Falsa alarma. Eran unos noctámbulos imprudentes que, desobedeciendo el toque de queda impuesto por los alemanes, se habían topado con las verjas cerradas del Metro y las sacudían. Pocos minutos después, regresó el silencio.
Aunque habíais podido asearos, cenar algo de lo ofrecido por los parisinos y relajaros un poco, la tensión todavía se manifestaba en todos vosotros. Erais expertos en combates callejeros y esperabais un ataque en masa de la Wehrmacht que os borrara de la faz de la Tierra. Sospechabais que si aún no se había producido era porque pensaban en una posible resistencia ciega por vuestra parte, incrementada por la ayuda de elementos «FFI». Eso podría desbaratar sus posiciones defensivas y destruir una parte importante de su división. No se podían permitir ese desgaste, ya que necesitaban todas sus fuerzas contra el ataque del grueso de la División de Leclerc. O, a lo mejor, los rumores eran ciertos y todas las alcantarillas de París estaban minadas y, de un momento a otro, la ciudad entera quedaría en llamas.
Las horas no transcurrían, sólo los segundos, lentos, tensos. El tiempo, como siempre, trabajaba para quienes se situaban fuera de él. Los muchachos tarareaban las canciones de vuestra Guerra Civil y eso animaba la situación. Un centinela de las «FFI» hizo la guardia con la radio encendida. Ignorabas qué emisora había sintonizado, pero de repente se le oyó decir al locutor:
«Fuerzas de la II División Blindada de la Francia Libre han entrado en París. En sus blindados van soldados republicanos españoles».
Aquello os dio más ánimos y regresó el ¡Ay, Carmela!
Una discusión cortó el cántico. El capitán y un jefe de la Resistencia, un tipo trajeado, más alto que Dronne y de aspecto distinguido que portaba un brazalete rojo con las siglas «FFI» en negro, alzaban la voz a la puerta del Hôtel de Ville.
—He dicho que no, y no —apuntó el capitán.
—Es imprescindible. La radio nos daría un inmenso poder —replicó el otro.
—Le repito que nosotros no obedecemos a civiles, dependemos de la autoridad militar.
—¿No entiende que si nos apoderamos de la emisora de la calle Archives podremos emitir comunicados para tener informada a la población?
—Mire —las palabras de Dronne adquirieron un tono más severo—, antes vino otro jefecillo de la Resistencia y me pidió dos tanques para limpiar su barrio de alemanes. Luego llegó uno más; quería armas para equipar a los vecinos de su calle. ¿Es que no entiende que no estamos aquí para satisfacer los deseos de los políticos barriales?
—Usted manda, pero le aseguro que todos ganaríamos si me hiciese caso —expresó malhumorado el hombre del traje, mientras se alejaba.
El capitán se sentó en el jeep y encendió un cigarro con gesto pensativo. Quizás tomar aquella emisora no resultara tan mala idea.
Regresaron, junto con la noche, el silencio —que sólo existe, como la locura, por comparación— y los segundos parsimoniosos y tensos. Pero no tuvisteis que esperar mucho para que se produjera otro corte en la sordina de las tinieblas.
—¡Bullosa! —el grito provino de tres civiles que habían reconocido al cabo del «Túnez 43» y corrían a su encuentro.
Se abrazaron, y Bullosa llamó:
—Campos, Fábregas, acercaos, mirad quiénes están aquí.
No conocías a los recién llegados, pero, por las muestras de afecto, existía una gran camaradería entre ellos y los vuestros. Desde la torre del blindado, sin apartar la vista del campo a batir por la ametralladora, intentaste escuchar la conversación.
Sólo oíste el nombre de uno de los desconocidos: Blesa. Dijeron algo de la 26.ª División en España. Sospechaste que habían combatido juntos en el Frente del Ebro, destinados en esa división, y se habían reencontrado en la plaza del Hôtel de Ville cinco años más tarde.
Según colegiste de lo que alcanzabas a oír, muchos alemanes y simpatizantes estaban escapando en camiones cargados de maletas y colchones hacia el noreste.
De reojo observaste que Juanito se incorporaba al grupo. Fue entonces cuando alzaron algo la voz y cuidaron la pronunciación para hacerse entender por el alemán. A partir de ahí, conseguiste entender las palabras del tal Blesa con más claridad:
—La 1.ª División y la Legión Extranjera han liberado toda Provenza. Hasta han expulsado a los nazis de Marsella. Según dicen, salen directos hacia Estrasburgo…
«Fran llegará antes que yo», pensaste. Granell y Elías también se acercaron y el tal Blesa continuó hablando:
—Todo el Mediodía francés ha sido liberado por la Resistencia. Los españoles que combatieron en sus filas están preparando la invasión de España.
Aquellas palabras acicatearon tu interés. Olvidaste cuanto te rodeaba y te concentraste aún más, y solamente, en lo que decía:
—La está organizando la Unión Nacional Española y se les están uniendo exbrigadistas internacionales y algunos elementos del Partido Comunista Francés…
—¿Sabes cuántos son? —terció Campos.
—Hablan de diez mil, hasta de doce mil, pero no lo sé con exactitud —respondió. Continuó después de un breve silencio—: El problema no es la cantidad, es el armamento.
—¿A qué te refieres? —preguntó el adjudant-chef.
—Sólo tienen las armas que utilizaron en la Resistencia. La mayoría incautadas a los nazis. Carecen de material pesado…
—Ya.
Conocías de memoria los yas de Campos, así como su significado. Un hombre expeditivo y de pocas palabras como él, seguro que barruntaba la forma de solucionar tal eventualidad.
Después mencionaron algunos nombres desconocidos para ti, y de las trayectorias de esas personas tras la Guerra Civil. Nombraron a una tal Victoria Kent, un alto cargo del gobierno de la II República, exiliada en la ciudad.
Con aquella visita pareció que las horas de la noche comenzaron a transcurrir más deprisa. Pero el amanecer el día 25 no lo anunció la aurora. No. Fueron los repartidores de periódicos, cuando arrojaron un paquete atado con cuerdas a los pies de los blindados.
—¡Eh, Domingo! —llamó Larita II a un soldado del «Guadalajara»—. Estás en portada. Hombre, hasta pareces guapo.
En cuanto oísteis eso, varios solicitasteis uno. A ti te entregaron un ejemplar de Libération, el periódico clandestino de la Resistencia parisina. Bajo el titular «Ils sont arrivés!», allí estaba Granell posando con el presidente del Consejo Nacional de la Resistencia, Georges Bidault, y Rol-Tanguy, en la portada. A Domingo Baños se le veía subido al Half-Track estrechando la mano de los parisinos que se aglutinaban alrededor. Te identificaste en una de las imágenes, tu rostro mezclado entre los de muchos más. Todos, antiguos soldados —«hombres de fuego imperativo», os había definido el poeta de las batallas— del eterno Ejército Popular —«la avasalladora llama».
En ese momento, la radio del capitán emitió un mensaje:
—El Regimiento de Marcha del Tchad se encuentra en la Carretera Nacional 20. Entrará en París por la puerta de Orleans y los jardines de Luxemburgo.
—Solicito órdenes —dijo Dronne, dirigiéndose a Puzt.
—¿Qué ve usted más urgente para facilitar el avance?
—Creo que sería importante apoderarnos de la emisora de radio de la calle Archives y solicitar el apoyo de los civiles.
—Ejecútelo, sin dejar desguarnecido el Hôtel de Ville. Cuando ocupe la emisora, entréguesela al CNR y espere órdenes del coronel Billotte.
De nuevo en acción.
El capitán ordenó que el teniente Granell, Campos, Fábregas y Juanito continuasen protegiendo el Hôtel de Ville con un grupo de soldados. No se necesitaba más. Ellos solos hubiesen contenido a una división de Panzer con las manos atadas y los ojos vendados. El resto ibais al asalto de la emisora de radio; se os distribuyó en dos columnas: la primera al mando del «Montmirall» y su teniente Michard; la segunda, con Elías como jefe y el «Resistencia» en vanguardia.
Dos caminos y tendríais cercado el edificio en el que se ubicaba la emisora. Los «FFI» informaron de que la ruta de la calle Archives era la más protegida. El capitán se la asignó a Michard y a los tres Sherman, y él se puso en cabeza con el «Mort aux cons». La otra vía era la calle Temple, más desprotegida por la Wehrmacht según informaron, y fue la asignada a los de infantería y semiorugas del souslieutenant. Vuestra misión era común: bloquear y desbordar el edificio.
Gitano y tú fuisteis asignados al grupo de Elías y llegasteis a la calle Temple con el «Romilly» abriendo brecha. Al no ver a nadie, el Sherman se adelantó y taponó la calle. Todos pusisteis el pie en la calzada y seguisteis al souslieutenant con los subfusiles en la mano pegados a las paredes. De repente, de una de las ventanas del edificio que hacía esquina entre las calles Temple y Archives, una ráfaga alcanzó a Elías por la espalda.
El souslieutenat se retorció y cayó inmóvil. Gitano enfocó la bazuca hacia la ventana y disparó. La onda expansiva, repleta de cristales y cascotes, abrió el asalto al edificio. Subisteis las escaleras deprisa precedidos de dos granadas. Escalera y pasillo despejados. Ametrallasteis la cerradura de la puerta desde cuya vivienda se habían efectuado los disparos. Entrasteis en tropel. No necesitabais disparar. La bazuca había hecho su trabajo: cinco soldados muertos y un civil.
Regresasteis a la calle. El fuego de una ametralladora mató a Canon, el jefe del «Romilly». Su cuerpo quedó tendido boca abajo sobre la torreta del blindado. El conductor, loco de rabia, embistió hacia donde sospechaba que salieron los disparos. Le seguisteis. Una sección de infantería de la Wehrmacht esperaba el asalto, y respondió. El frontal del Sherman recibió las balas, protegiéndoos. Fuego de bazucas y varias granadas os abrieron el paso. Saltasteis sobre ellos como alimañas, igual que si fueran el Afrika Korps. Pero no lo eran, ya no poseían su baraka. Los matasteis a todos. Entre los vuestros, el sargento José Cortés, el ayudante de Elías, recibió una ráfaga en el pecho y hubo de ser evacuado.
Llegó la columna del capitán y del teniente Michard y se sumaron a vosotros para el asalto al inmueble en el que se ubicaba la emisora. Era curioso: las informaciones de los «FFI» habían resultado erróneas y la vía recorrida por ellos no resultó la más peligrosa, al contrario: no habían encontrado ninguna resistencia.
Bloqueasteis la calle con los blindados y dos granadas os abrieron el camino en el portal. Ascendisteis las escaleras hasta el primer piso a golpe de ráfagas de Sten. Soldados de la Wehrmacht se retorcían llenos de balas en los marcos de las puertas o en la barandilla de las escaleras.
—En avant! En avant! —gritó el teniente Michard.
Entrasteis en la emisora. Los alemanes os esperaban con los brazos alzados. Les ordenasteis que salieran. Desfilaron treinta y un soldados y un oficial. No contasteis sus muertos. La emisora de radio era vuestra a cambio de dos heridos de gravedad y un muerto. Cinco «FFI» corrieron hacia los micrófonos e intentaron ajustar la frecuencia.
—Mi capitán, estos cerdos han minado todo —informó uno de los ingenieros minadores del 13.º—. Hay cargas hasta debajo de las mesas.
El edificio entero se hallaba cableado y lleno de explosivos. Preferían volarlo antes de que cayese en vuestras manos. Pero vuestro rápido asalto les había sorprendido y no les había permitido evacuarlo.
—Usted —gritó el capitán al oficial de la Wehrmacht—, nos va a ayudar a quitar las cargas.
Con los brazos en alto y sonriendo, respondió:
—Eso va en contra de las reglas de la guerra.
—¿Las habéis respetado vosotros? —le gritó Michard, al tiempo que levantó el fusil. Tomando impulso, le golpeó en el abdomen y en la barbilla con la culata. El alemán se retorció, escupiendo un poco de sangre.
Poco después, evacuasteis el edificio y en él sólo quedaron los ingenieros del 13.º con el oficial alemán desactivando las cargas. Os informaron de que Elías y José Cortés habían sido trasladados hasta el hospital Saint-Louis. Temíais por sus vidas: habían recibido los impactos en el pecho y en la espalda.
Emprendisteis la marcha de nuevo hacia el Hôtel de Ville. El sonido de proyectiles de todos los calibres surcaba el aire; incluso distinguisteis el fogonazo lejano de los Flak alemanes, y una brisa transportaba el olor a pólvora y a aceite quemado, unido al tufo ácido de vómitos o desinfectantes de las calles. En ocasiones, una niebla os envolvía entre vaharadas de humo. Por el camino distinguisteis otros blindados y semiorugas del Regimiento de Marcha del Tchad. El «Fort Star», con Izquierdo de guía, abría el convoy; detrás, el «Belchite». Por la dirección que tomaban, se dirigían al asalto del Senado, según os informaron los «FFI» que les seguían.
El coronel Billotte os esperaba a la puerta del Ayuntamiento y, cuando llegasteis, se dirigió a Dronne:
—Ustedes ya han hecho bastante. Quédense aquí protegiendo al Estado Mayor de las Fuerzas Francesas del Interior. El resto es cosa nuestra.
—¿Sabe algo de nuestra 1.ª Sección, mi coronel?
—Se les unirá a lo largo de la tarde. De momento, los carros del 501.º regresarán a su unidad, al igual que los ingenieros.
Dicho esto, se alejó en su jeep sin preguntarle a Dronne las razones por las que había desobedecido sus órdenes en la Croix-de-Berny. Días más tarde sospechamos que Leclerc se había encargado de explicárselas cuando lo amonestó.
EL RESTO DE LA MAÑANA, aunque se mantenía la tensión en La Nueve, se presentó sin incursiones de alemanes en la zona liberada y protegida por vosotros. Los relevos en las guardias fueron más largos y pudisteis relajaros en el interior del Ayuntamiento. Hasta el capitán aprovechó para borrar «Mort aux cons» de su jeep, y rebautizarlo como «Mort aux Broches Nach Berlín». Y las noticias os llegaban de boca de los parisinos: «Leclerc ha entrado con el grueso de la II División por la Puerta de Orleans», «La 4.ª División americana del general Bartón se encuentra en la Puerta de Italia», «El GTV del coronel Billotte ha llegado antes porque penetró por Gentilly»…
Civiles y muchachos luciendo los brazaletes de «FFI» pululaban alrededor. Sabíais que les movía la buena voluntad, pero os irritaban. Erais expertos en la guerra dentro de las ciudades, calle a calle, palmo a palmo, y aquellos entusiastas a veces estorbaban en lugar de ayudar. Pero lo que más os molestaba era el asalto que sufríais a manos de la población. Comprendíais su apoteosis, pero se mostraban inconscientes ante el peligro.
Cuando se acercaba algún mozalbete, descalzo y hambriento, le regalabais alguno de los botes de comida. A uno de ellos incluso le obsequiaste chocolatinas. Sus pelos revueltos, sus ojos picaros y la tez pálida y huesuda te recordaron a Eli, allá en el campo de Carnot, cuando se acercaba a la alambrada y, tras recibir tu chocolatina, iba en busca de tu madre y de tu hermana. Te preguntaste qué habría sido de él.
Las horas transcurrieron lentas, como se vacía una barrica de vino gota a gota, y llenas de rumores: que si De Gaulle iba a venir hasta el Hôtel de Ville a saludar a los jefes de la Resistencia; que si le acompañaría Leclerc; que si el general Koenig también se uniría; que si el general alemán Von Choltitz había rechazado el ultimátum del coronel Billotte; que si… Nada de eso os interesaba demasiado. Sólo importaba vuestra misión: proteger el Ayuntamiento.
Aparte de algunos bombardeos esporádicos de la Luftwaffe, aquella mañana, en vuestra posición de estrella, sólo fue interrumpida por dos sucesos. El primero fue bastante ingrato. Varios muchachos de las «FFI» arrastraban a una mujer desnuda y con la cabeza rapada. Ya habíais visto la escena en Écouché y os producía náuseas. La trasladaban al interior del Hôtel de Ville para que los jefes de la Resistencia la juzgasen. Al notar vuestro gesto, uno de ellos gritó:
—Que no os dé pena. Denunció a su marido ante los nazis y no lo hemos vuelto a ver.
El segundo hecho resultó más agradable. Dos mujeres, ataviadas con ropas negras, se acercaron hacia vosotros. Una era más o menos de la edad de tu madre; se te antojó que la otra podría ser su hija. Ambas permanecieron unos minutos leyendo los nombres de vuestras máquinas de guerra. La joven se dirigió a ti:
—¿Sois españoles? —te preguntó en perfecto castellano
—Sí —le respondiste, no sin cierta perplejidad. Era evidente que eran compatriotas.
—¿Quién está al mando?
—El capitán Dronne y el teniente Granell.
—¿Dónde los podemos…?
—Son esos dos.
Y les señalaste «Los Cosacos», a tu lado. Las mujeres se despidieron agradeciéndote la información y se encaminaron hacia ellos. Fue la mayor la que habló:
—Perdonen. Hemos visto que en su compañía hay soldados españoles. Mi hijo se enroló con las fuerzas de la Francia Libre en África y nos gustaría saber si nos pueden dar alguna información.
—Si nos dice cómo se llama, a lo mejor… —dijo el capitán con una sonrisa, pero la respuesta se la borró.
—Miguel Elías.
Eran la madre y la hermana del souslieutenant. El capitán y el teniente les explicaron que sí formaba parte de nuestra división, pero que había sido herido e ingresado en el hospital. Por los abrazos de las dos mujeres y sus rostros eufóricos, sospechaste que habían llegado hasta allí temiéndose lo peor. «Así son las putas guerras», pensaste. «Hasta te alegras de que tus seres amados se encuentren heridos».
Acababais de almorzar unos bocadillos de queso y jamón regados con un vaso de vino tinto peleón, que os hicieron llegar vecinos afectos a los «FFI», cuando os alcanzó una noticia que tenía visos de certeza: el general Von Choltitz había entregado las unidades del Gross París.
Minutos después os la ratificó la emisora que habíais liberado a primera hora de la mañana en la calle Archives:
«Soldados del Regimiento de Marcha del Tchad dirigidos por el comandante La Horie asaltaron el hotel Meurice. Después de un duro enfrentamiento con la Wehrmacht, el general Von Gholtitz se ha rendido. En estos momentos está siendo trasladado a la Prefectura de París, donde le espera el general Leclerc para que firme la rendición».
Los gritos de júbilo se extendieron por la plaza. Las mujeres ascendían a los blindados y os asfixiaban a besos.
—Es la primera vez que beso a un soldado francés —exclamó una, después de estamparle un ósculo en la boca a vuestro querido Larita II. Y este, tranquilo, le respondió en castellano:
—Pues creo que deberá usted seguir besando…
La señora palideció de golpe, al comprobar que lo único galo de vosotros era la Cruz de Lorena y vuestro capitán.
Aquella euforia, la de los parisinos y la vuestra, se quebró al escuchar el final del comunicado de la emisora:
«Fuerzas Waffen-SS no han aceptado la capitulación del general Von Gholtitz y se han hecho fuertes en el norte y el este de la ciudad».
La verdadera batalla por liberar París aún no se había librado. Y sabíais lo que ocurría de inmediato: os lanzarían contra ellos.