27: Orán

27

ORÁN

NO HABÍA DUDA: la ciudad pertenecía a los yanquis. Soldados conduciendo los vehículos semiorugas, los Half-Track, se paseaban por las calles ahuyentando camellos, rebaños de cabras y hasta algún dromedario que rumiaba plácidamente a la sombra de una palmera. El caos infinito salpicaba las callejuelas flanqueadas por casuchas infames, tugurios nauseabundos, jaimas abiertas por los cuatro costados y cercados para bestias instaladas en las plazas de arena. Mendigos, vendedores callejeros, aguadores, arreadores de burros, charlatanes y yaouled —niños limpiabotas— descalzos y sucios iniciándose en cabronadas.

La atmósfera era polvo y batahola. A bocinazos de jeep, los oficiales se abrían camino entre aquella maraña. A los norteamericanos les interesaba todo: alfombras, esterillas, chechias, albornoces, telas pintadas, velos… Pagaban en dólares u ofrecían trueques: chocolates, tabaco rubio —generalmente Lucky Strike—, queso rojo, pan de molde, leche en polvo, botellas de Coca-Cola y hasta balas cambiaban de manos tras arduas negociaciones.

El croquis no os sirvió de mucho para guiaros por aquellas carreteras desvencijadas. Además, debíais batallar contra la polvorienta y pastosa brisa que golpeaba la muralla de la ciudad y os resecaba la boca.

—¡Eh, muchacho! —gritó Fran a un yaouled de ojos saltones.

El rapaz se acercó y tu hermano le mostró el esquema trazado por Granell. Lo miró con atención y balbuceó algo que no entendiste, pero su sonrisa y un gesto de asentimiento mostraron que conocía el lugar.

Fran, con una seña, le indicó que se situase en el asiento del copiloto para que le guiase entre aquella marabunta ocre y tórrida. Tú te sentaste en la parte trasera del jeep.

Vuestro guía os llevó bordeando la línea del puerto. La imagen del Stanbrook varado a cientos de metros de la orilla, con miles de refugiados, regresó a tu cabeza. Habían transcurrido cuatro años y todo estaba más presente que nunca.

Las aguas se encontraban tranquilas; incluso daba la impresión de que se podría caminar sobre ellas. Una docena de gaviotas revoloteaban en el cielo. Alguna, inopinadamente, se lanzaba en picado sobre el mar calmo, capturaba algún pez y se elevaba con la gracia de un Stuka.

Antes de terminar el paseo por la linde del mar, girasteis a la izquierda y el jeep comenzó a subir una ligera pendiente escoltada por casuchas blancas de adobe resquebrajado. El ascenso culminó en una callejuela desamparada que enlazaba con los arrabales. La pendiente había aumentado y Fran dudó de que la potencia del vehículo alcanzara para ascender aquella cuesta.

Aparcó el jeep antes del ascenso, quitó las llaves, cogisteis las mochilas y, siguiendo al niño, os encaminasteis por un lugar cuya miseria se superaba a sí misma: las fachadas se veían negruzcas de la humedad que transpiraban, el suelo olía a meados y aparecía tapizado por cagarrutas de aves y roedores, hasta se oía a las lagartijas —o tal vez eran ratas— ocultarse entre la hojarasca, y las tapias eran superadas por la buganvilla. Los rayos del sol, como astas de toro, se clavaban en la espalda.

Vuestro cicerone señaló una vivienda de dos plantas, de fachada de cal y muros de adobe, y extendió la otra mano. Fan depositó sobre ella varios francos y un paquete de Gitanes. El muchacho inclinó la cabeza y se perdió corriendo pendiente abajo.

El interior del portal se encontraba limpio, con macetas colgadas de la pared y llenas de flores rojas, blancas y amarillas. Aquello contrastaba con el mugriento exterior. A vuestra derecha, una escalera de peldaños de madera daba acceso al piso superior. Al frente, un largo pasillo que terminaba en lo que parecía un patio interior. Oísteis voces de chiquillos provenientes de él y os encaminasteis hacia allí para preguntar.

Varios niños cesaron su algarabía en cuanto os vieron. Su quietud provocó que dos mujeres del corrillo salieran en estampida recogiendo a sendos críos. Entendisteis la razón de su huida: eran musulmanas y ninguna puede permanecer en un recinto cerrado en el que entra un hombre. El resto cesó la charla, tal vez la repetida cientos de veces sobre un pasado que removerían día tras día como el filo de una navaja dentro de una herida.

—¿Nico? —la voz dubitativa provenía del grupo: era la de una mujer acurrucada en una esquina, envuelta en su velo, irreconocible entre sus hatillos.

—Preguntábamos por Marta Ardura —dijo firme tu hermano.

—¿Fran? —la pregunta sonó como un grito y distinguisteis a vuestra madre poniéndose en pie.

Soltasteis los petates y os abalanzasteis hacia ella. Os abrazasteis y nada pudo detener vuestras lágrimas.

RECORDARÍAS AQUELLA TEMPORADA en Orán como una de las más felices de tu vida. Ibais hasta el mercadillo y llenabais las manos de tu madre de regalos: pañuelos de colores, flores para sus macetas, cortinas y colchas, vestidos nuevos y comida en abundancia. Tú saqueaste todas las chocolatinas del mercado negro. Eran tu debilidad, convertida en querencia por la escasez de tantos años. Los tres, la familia casi al completo, juntos. No preguntaste por Gitano, pero tu madre te informó que se encontraba en Orán trabajando en tugurios nocturnos.

Escasas veces mencionabais a los ausentes, hasta que una mañana, nada más levantaros, Fran propuso:

—Hasta Carnot no hay más que unas horas de viaje. Me gustaría dejar unas flores sobre la tumba de Luci.

AL LLEGAR A CARNOT, el campo de refugiados para mujeres y niños había desaparecido. Sólo quedaban las alambradas caídas y los barracones medio derruidos, junto a imágenes que parecían levitar sobre las corrientes de aire. La arenilla que portaba el viento convertía todo en una prolongación del desierto. Aquello era un poblado habitado sólo por vuestros fantasmas.

Tu madre os guio hasta el cementerio. Un murete de piedra lo protegía de las tormentas de arena. Las tumbas se adivinaban sólo por las cruces de madera sobre las que habían escrito algún nombre con letra despareja y tinta negra, que en muchos casos aparecía chorreada.

En el camposanto, los sepulcros extendidos alrededor de vosotros como un tumor maligno. En cierta ocasión, escuchaste a alguien decir que la grandeza de un pueblo se mide por la de sus muertos. Si eso era así, ante vosotros lo más grandioso del vuestro: sus mujeres y sus hijos. Luisa, Mercedes, María, Alicia… Ibais leyendo los nombres de otras refugiadas mientras vuestros pasos os conducían hasta la tumba de tu hermana.

—Aquí es —señaló tu madre, lacónica.

Sobre la cruz de madera, cuatro nombres debajo del de Lucía. No erais creyentes, por lo que no hubo ninguna oración, sólo un nudo en la garganta y los ojos encharcados. En ese momento te hubiese gustado ser Fábregas para rescatar un poema de Lorca o Miguel Hernández y recitarlo bajo los acordes de una guitarra.

Vuestra madre dejó las flores apoyadas en la cruz. Fran se arrodilló, cogió un puñado de tierra y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Tú apretaste el arete, que aún no te habías colocado en la oreja, y repetiste el juramento, con más potencia que el de Leclerc en Koufra: «Recorreré Europa entera, hasta que te localice y te mate, Obersturmführer Törni».

Antes de partir de aquellas ruinas, te dirigiste por la calle formada por los barracones. La misma que habías recorrido arrastrándote con balas en las piernas. A la izquierda, el cobertizo del capitán de campo. Entraste. Te quedaste un minuto contemplando la mesa de despacho inclinada sin dos patas, reposando sobre un suelo plagado de corros de arena, y el ventilador del techo, inmóvil y rodeado de telarañas. La imagen de aquel cerdo sudando bajo su salacot y exigiéndote dinero por la liberación de Lucía y de tu madre se instaló en tu mente. Él había sido tan culpable como los miembros de la Gestapo; el retraso en la liberación había hecho posible el asesinato de tu hermana. Si algún día se cruzaba en tu camino, te juraste en aquel instante, también sería hombre muerto.

Caminaste por la calle de arena hasta el último barracón. La puerta chirrió y la luz del sol iluminó un habitáculo sin ventanas. Diez camastros desvencijados, colchones y sábanas en el suelo, botellas vacías y una rata muerta.

—¿Fue aquí? —preguntó Fran, colocándote la mano en el hombro.

—Sí —balbuceaste.

—Encontraremos a ese hijo de puta.

Tal vez fue la rabia o la impotencia, pero no podías abandonar el otrora campo de refugiados sin prender fuego a aquel barracón. Querías barrer de la faz de la Tierra la ignominia, aunque fuera con el simbolismo de las llamas purificadoras.

Os alejasteis de allí distinguiendo la estela de humo negruzco perdiéndose en la claridad del cielo. Era la primera vez en tu vida que te apetecía emborracharte hasta perder el conocimiento.

FRAN, INTUYENDO TU DESASOSIEGO, te acompañó aquella noche por las calles de Orán. Entrasteis en un bar repleto de soldados norteamericanos que semejaba una guarida de bandidos. El olor a vino peleón se entremezclaba con el humo de cigarros creando una atmósfera difícil de traspasar hasta para el vuelo de una bala. Tuviste la sensación de que hubiese bastado una palabra mal dicha, quizá un simple gesto, para que todo estallara.

Y estalló.

Algo había ocurrido y dos sillas volaron contra el mostrador. Grupos de soldados yanquis se enzarzaban a puñetazos o esgrimiendo botellas.

—Salgamos por ahí —dijo Fran, indicándote una puerta detrás del mostrador por la que se escapaban tres árabes.

La Policía Militar norteamericana entró en tropel, porra en mano, golpeando a todo el que llevase uniforme.

Vosotros habíais conseguido escapar siguiendo a los tres musulmanes que parecían haber repetido la evasión miles de veces. Se adentraron en las callejuelas de Orán como si fueran sus madrigueras. Era seguro que las habían utilizado siempre para huir o para ocultar sus miserias.

De repente, os encontrasteis detrás de lo que parecía un teatro, en una callejuela de mala muerte a la que se accedía por una escalera cuyos peldaños apestaban a orín; los burdeles se alineaban a derecha e izquierda con fachadas de colores chillones y apliques cuya luz coloreaba los mosaicos de las paredes.

Entrasteis en uno de ellos. No recuerdas ni el nombre. Las paredes del local estaban cubiertas de espejos dorados y cuadros de ninfas desnudas. Al fondo, delante de cortinas de terciopelo, una prostituta se exhibía ligera de ropa sobre una banqueta. Los soldados yanquis fumaban en silencio mirando el espectáculo mientras se rascaban la entrepierna.

Uno de ellos se levantó y se dirigió hacia la chica. Le metió un fajo de billetes en el sujetador y desapareció detrás de una cortina. Comenzaron los silbidos y las patadas en el suelo, y otra mujer apareció sobre la tarima. Llevaba un chándal translúcido y se contoneaba al ritmo que le marcaba la música de un gramófono.

—Dos güisquis —gritó Fran al barman.

No habías dado el primer trago cuando otro soldado se llevó a la del chándal. De nuevo el estruendo: silbidos y patadas. Una joven rellenita y con lencería roja apareció detrás de las cortinas. Te hubiese gustado ir con ella, pero el recuerdo de la compañera puta hizo que sólo apuraras el vaso y pidieras otro.

Dos soldados abordaron a Fran; los distintivos de la Legión Extranjera les habían llamado la atención y querían averiguar cómo alistarse. No les prestaste atención, pues distinguiste a un tipo con traje canela que guiaba a las chicas hacia el escenario. Su rostro te resultó conocido. «No puede ser», pensaste. Cogiste el vaso y te dirigiste hacia el tablado.

—¿Vas a irte con esa chica? —Y Fran sonrió.

—No es eso. Es el del traje…

Caminaste entre las mesas repletas de soldados norteamericanos que te escupían insultos y gesticulaban para que te apartases o agachases. Te ubicaste en una esquina de la tarima y esperaste a que alguien retirase a la muchacha para que apareciese otra. Y ocurrió. Llegó la nueva, acompañada por…

—¡Gitano! —gritaste.

Saltaste encima del escenario. El escapó por una puerta que daba a la calle. Corriste, persiguiéndole, y te abalanzaste sobre él. Caísteis al suelo y rodasteis por las escaleras de la calle. Tú le golpeabas en la cara y en el vientre. De repente, la punta de una navaja de muelles se instaló en tu barbilla.

—Déjame en paz o te rajo —dijo, arrimando su rostro al tuyo.

—Eres un asqueroso traidor. —Y le escupiste en la cara.

Apretó la hoja aún más sobre tu cuello. Viste tu sangre chorrear y manchar la empuñadura, pero no sentiste dolor.

—¿Traidor? —Te agarró por la camisa con fuerza y bajó la navaja—. ¿Me llamas traidor? ¿Así me agradeces que te facilitase la identificación del asesino de tu hermana?

—La conseguiste vendiendo la identidad de Leclerc.

—Eso es mentira —gritó—. Jamás llegué a facilitar esa información.

—¿Por qué desapareciste?

—Porque Campos y Fábregas me sacaron del hospital y me dijeron que el Deuxième Bureau había descubierto mi juego de doble agente. —Alzó la voz—: Ellos lo comprendieron de inmediato: conseguir la ficha de filiación de tu querido Obersturmführer me había delatado.

—¿Campos y Fábregas estaban al corriente? —preguntaste desconcertado.

—Claro, imbécil —exclamó, y exhibió una sonrisa—. Ellos eran los que me daban la información falsa que debía trasladar a los colaboracionistas de Vichy para confundirles.

—Nuestro puesto está en las trincheras, no en burdeles viviendo de las prostitutas —gritaste, tal vez para ocultar el mazazo recibido.

—¿Las trincheras? No me hagas reír, Ardura. Eso se acabó, yo sólo quiero una auténtica cama con lámparas rojas a los lados y una hembra que me la caliente.

—Me das asco.

Volviste a escupirle. Exhibió la punta de su navaja ante tus ojos, y añadió:

—Y tú, pena.

Una mano poderosa agarró su muñeca y la desarmó, arrojando el arma al suelo. Era Fran.

—No más disputas entre compatriotas —ordenó tu hermano—. Nos vamos, Nico. Acaban de informarme ahí dentro de que Leclerc está creando la II División Blindada para entrar en Europa, y necesita voluntarios.

Buscaste por el suelo tu quepis, lo recogiste y, antes de alejarte con Fran, te diste media vuelta y le espetaste a Gitano:

—Regresa a tu cama con lámparas rojas. Para derrotar a Hitler no te necesitamos.

Morir bajo dos banderas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
1.xhtml
2.xhtml
3.xhtml
4.xhtml
5.xhtml
6.xhtml
7.xhtml
advertenciaprevia.xhtml
0amaneceraundia.xhtml
libtro1.xhtml
1elstanbrook1939.xhtml
2dedunkerqueanarvik.xhtml
3londres18dejuniode1940.xhtml
4campamentodetrenthamparrk.xhtml
5salidademorand.xhtml
6londres6deagosto1949.xhtml
7lalegiondepetain.xhtml
8tierradenadie.xhtml
9mesesdedolor.xhtml
10banderablanca.xhtml
11denuevoencarnot.xhtml
12asaltoalibreville.xhtml
13fugademareth.xhtml
14desercion.xhtml
15alencuentrodeleclerc.xhtml
libro2.xhtml
1koufra.xhtml
2comunicadoafrancia.xhtml
3minasdewolframio.xhtml
4acumulandofuerzas.xhtml
5elfrentesovietico.xhtml
6campodeconcentracion.xhtml
7traicion.xhtml
8comienzalaresistencia.xhtml
9fuentealquatrum.xhtml
10miscelaneadeguerra.xhtml
11mataralruisenor.xhtml
12birhakeim.xhtml
13tresmujeresyundestino.xhtml
14esperandoagodot.xhtml
15conspiracionenoran.xhtml
16maquis.xhtml
17laesperaseacorta.xhtml
18laoperaciontorch.xhtml
19corpfrancdafrique.xhtml
20contrarommel.xhtml
21ejercitosecreto.xhtml
22kransnyjbor.xhtml
23derrotanorteamericana.xhtml
24ksarrhilane.xhtml
25lasaltasesferas.xhtml
26ciudadsanta.xhtml
27oran.xhtml
libro3.xhtml
1lasegundadivision.xhtml
2reyertasenoran.xhtml
3lostamboresdeguerra.xhtml
4lareunion.xhtml
5sabratha.xhtml
6skiratemara.xhtml
7estaciondelnorte.xhtml
8loscosacos.xhtml
9elultimotren.xhtml
10cenestquunaurevoir.xhtml
11denimesalyon.xhtml
12utahbeach.xhtml
13asaltoalcastillo.xhtml
14tapedelacanne.xhtml
15elcaminoaparis.xhtml
16porquiendoblan.xhtml
17agrupaciondeguerrilleros.xhtml
18lanochemaslarga.xhtml
19morirenparis.xhtml
20deprovenzaaucrania.xhtml
21aurevoirmuchachos.xhtml
libro4.xhtml
1kanguro.xhtml
2pariseselmundo.xhtml
3comandofantasma.xhtml
4enterradmeconmiguitarra.xhtml
5fatigadecombate.xhtml
6lorenaliberada.xhtml
7estrasburgo.xhtml
8otrosfrentes.xhtml
9ofensivanazi.xhtml
10mientrastanto.xhtml
11lacruzdelaliberacion.xhtml
12haciaalemania.xhtml
13frustacion.xhtml
14avidaomuerte.xhtml
15nidodeaguila.xhtml
16aurevoirpatron.xhtml
17elregresodelosbarbudos.xhtml
18finalineludible.xhtml
19veinteanosdespues.xhtml
20aeropuertodedanagnhoy.xhtml
epilogo.xhtml
8.xhtml
agradecimientos.xhtml
9.xhtml
apendicebiografico.xhtml
10.xhtml
apendiceonomastico.xhtml
11.xhtml
12.xhtml
notas.xhtml