17: Agrupación de Guerrilleros Españoles

17

AGRUPACIÓN DE GUERRILLEROS ESPAÑOLES

LAS ÓRDENES A LOS PARTISANOS por parte del general Koenig, jefe de las Fuerzas Francesas del Interior, no dejaban resquicios a la duda:

«Impidan por todos los medios que lleguen refuerzos de la Wehrmacht a Normandía y a París».

Los doce mil guerrilleros españoles encuadrados en las siete brigadas de la Agrupación de Guerrilleros Españoles, trabajando codo a codo con los Franco-Tiradores y Partisanos, volaron todos los puentes sobre los ríos y canales, las líneas férreas y hasta las carreteras principales que comunicaban la región del Mediodía con París exhibían boquetes y zanjas insalvables para las cadenas de los blindados alemanes. La guerrilla no sólo había liberado el sur de Francia, lo había cerrado. Y decenas de contingentes nazis quedaron encerrados en bolsas, en las que eran reducidos con facilidad al no recibir ni refuerzos ni combustible.

Otro aviso también había llegado al jefe de la 3.ª División guerrillera, el teniente coronel Cristino García Granda: «Columna de 1500 soldados marcha desde Saint-Hyppolite sobre París al mando del coronel Konrad Nietzsche Martín». Lo firmaba «Mariano». No necesitaba saber más: era el seudónimo del general guerrillero español que dirigía la Agrupación.

El regimiento alemán había sido visto en Albi y Beziers; forzosamente pasaría por el cruce de la Madeleine, cerca de Tornac y su castillo en dirección a Anduze o Nîmes. En esa ruta, el puente del ferrocarril de la línea de Lezan-Anduze era vital, y por eso lo volaron con cargas de dinamita colocadas cada diez metros. Un batallón de ingenieros alemanes hubiese reconstruido en un día una pasarela provisional. «Sólo hemos ganado veinticuatro horas», se lamentó Cristino.

Se hacía necesario detener a la columna alemana, pero en aquel momento sólo disponía de treinta y seis guerrilleros. El resto de su división se encontraba disperso en los caminos que conducían a Albi.

«El terreno ha de jugar a nuestro favor», reflexionó. Miró alrededor. Todo era idéntico a la orografía de su tierra, Asturias, en la que había combatido desde 1936. «Nueve años en guerra deben enseñarnos algo», se espoleaba. Entonces lo vio: el camino caracoleaba a media ladera en un monte escarpado. El precipicio realizaría la mitad del trabajo; la otra mitad, el bosque.

Ascendió con los restos de su agrupación y buscó el tramo más adecuado para la emboscada. Eligió una curva de casi noventa grados. Una carga en ella partiría el convoy alemán. A doscientos metros bloquearon el paso con tres árboles cortados a hachazos. Más dinamita cada cincuenta metros. Los cables conectados a los detonadores fueron camuflados con musgo a lo largo del bosque. Tres docenas de partisanos se distribuyeron a lo largo de quinientos metros ocultos tras los troncos. Y esperaron.

El crepúsculo inundó el valle de un tinte morado. La columna de la Wehrmacht se aproximaba y su gris verdoso oscureció aún más el horizonte. «Sesenta camiones, tres cañones y cinco Panzer. Infantería motorizada», se dijo. La vanguardia bordeó la curva y, al divisar los troncos que impedían el paso, ordenaron detener el avance. Dos cargas reventaron: la de la curva y la más alejada, la situada en retaguardia. El grueso del regimiento no sólo se escindió, sino que no podía retroceder. En ese momento, los subfusiles, ocultos entre los árboles y el sotobosque, escupieron fuego. Los disparos, certeros, abatieron a un centenar de soldados, cuyos cuerpos se despeñaron por el precipicio o quedaron tendidos en la cuneta. Cuando los alemanes se repusieron, apuntaron las ametralladoras hacia el monte. Intento inútil. Otras tres cargas de dinamita destrozaron seis camiones y la batería antiaérea.

—¡Ríndanse!

La orden, en español y francés, salió de la espesura del bosque como si fuese este el que gritara. Las armas alemanas respondieron con un estruendo que retumbó en el valle. Ahí fue cuando diez troncos rodaron hacia la cuneta e impactaron contra los vehículos, volcándolos. Uno se precipitó al vacío. Los soldados de la Wehrmacht se encontraban ante un enemigo invisible en una encrucijada sin posibilidad de avanzar ni retroceder. Hasta la huida por el barranco era un suicidio.

—¡Una puta ratonera! —se quejó el coronel Konrad.

Una compañía alemana se reorganizó y emprendió el ascenso por la ladera. No consiguieron avanzar ni diez metros y sus cuerpos acribillados rodaron hacia la cuneta. La carretera se tiñó de rojo y quedó sembrada de cadáveres. El coronel alemán alzó los brazos y ordenó a su ayudante que izase la bandera blanca.

—Exijo la presencia de un oficial para presentar mi rendición —gritó Konrad en francés.

—Somos partisanos —habló el bosque—. No hay oficiales del ejército regular entre nosotros.

—Las reglas de la guerra son claras: no puedo rendirme ante soldados de ocasión.

Silencio.

La voz de Cristino abrió de nuevo fuego:

—Si viniese un oficial de la Gendarmería, ¿presentaría su rendición ante él?

—Son militares, podría servir.

Cristino se dirigió al comandante Gabriel Pérez, su lugarteniente y jefe de la 21.ª Brigada, y le susurró:

—Acércate con alguno de los tuyos a Anduze y trae al jefe del puesto de los gendarmes. Ah, y pide refuerzos.

Pérez, acompañado de tres partisanos, emprendió una rápida carrera a través del bosque y el silencio regresó al lugar de la emboscada. Una sección de soldados alemanes ascendió reptando sobre la hierba. Los guerrilleros los dejaron avanzar. Un minuto después, las balas cruzaron sus cuerpos.

—Coronel, ordene a sus hombres que permanezcan inmóviles o los mataremos a todos.

La advertencia de Cristino obligó a la columna a mantenerse con los brazos en alto y las armas en el piso de los vehículos.

Nada se movía ni se veía en el bosque. De pronto los cañones y morteros alemanes abrieron fuego, y los Panzer arrancaron para despejar el camino. Dos cazas Havilland Mosquito sobrevolaron la columna alemana y la ametrallaron. Un Panzer ardió y cinco morteros quedaron inutilizados. De nuevo, la bandera blanca.

Los minutos parecían siglos para los soldados de la Wehrmacht. Y la hora que esperaron con los brazos en alto debió ser lo más parecido a la era glaciar.

El comandante Pérez arribó a la posición con dos gendarmes, el cabo y un número. Le seguían setenta paisanos del pueblo que ascendían por la carretera.

—Coronel —gritó Cristino—, ahora baja un oficial de la Gendarmería a pactar su rendición.

—No soy oficial, soy un cabo —protestó el gendarme.

—Lo hemos ascendido —cortó Pérez.

El cabo y su ayudante descendieron la ladera. Al distinguir los uniformes, el coronel alemán ordenó a sus soldados que se colocasen en la carretera en formación con los brazos en la cabeza. Mil doscientos soldados desfilaban hacia el pueblo. Trescientos quedaron tendidos en las cunetas o descuartizados en el fondo del terraplén. En opinión de los alemanes, todo se había realizado según los protocolos de las rendiciones.

Cuando se habían alejado de sus armas y mientras avanzaban doscientos metros en dirección al poblado, se vio subir por el camino a paisanos de Anduze con escopetas de dos cañones, y del bosque se hicieron visibles los guerrilleros. Konrad Nietzsche los iba contando. Llegó a treinta y seis. Uno de ellos se quitó la boina. Una larga melena se soltó sobre aquella espalda.

La invencible Wehrmacht se había rendido ante una tropa de desarrapados que hasta incluía a una mujer.

El coronel Konrad inclinó la cabeza. Luego, con parsimonia, extrajo su Luger P-08 y apoyó la boca del cañón contra su parietal. Antes de que nadie pudiera o quisiera evitarlo, apretó el gatillo.

El cabo de gendarmes alzó las cejas y abrió tanto los ojos que parecían las dos mitades de un huevo cocido. Un golpe en su hombro del comandante Pérez lo rescató de la parálisis:

—¿Cómo se siente, ascendido a oficial de mentirijillas? —le preguntó el comandante con ironía.

—Lo prefiero a ser… —dijo, señalando el cuerpo del alemán— un idiota.

Morir bajo dos banderas
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