21
El Capitán Anizé, Mike y Fenner se habían citado en el despacho de este último, a las nueve y media de la mañana. Cuando Mike llegó a la Embajada, los otros dos discutían ya alrededor de una jarra de humeante café, puesta sobre el rayado escritorio. El agente de Aduanas se sirvió una taza. La bebió de un '' trago, después de haber soplado sobre ella, y dijo, escrutando a los dos hombres:
—Entonces, ¿qué han decidido en cuanto le concierne a el Ajamié?
Mike permanecía de pie en la semipenumbra que daban las persianas bajadas en sus tres cuartas partes. El cansancio marcaba sus rasgos, pero el traje azul petróleo, recién planchado, le sentaba bien.
El capitán, que tres días antes había sido nombrado Inspector General de las Aduanas libanesas, el puesto más importante de su carrera, vestía de civil, como siempre. Hizo una mueca.
—Creo que no podremos actuar contra el emir. No hay pruebas en su contra. E incluso si las hubiera...
El mentón voluntarioso de Mike se endureció, amenazante. Sus ojos azules, del mismo tono que su traje, viraron a un gris colérico. En la taza, los nudillos de sus dedos palidecieron.
—Pero yo sé... Nosotros sabemos que ese tipo es el caíd de la droga. Y sin ninguna duda el más grande caíd del Próximo y del Medio Oriente.
Fenner, que tenía los pies sobre su escritorio y contemplaba sus zapatos mal lustrados, suspiró:
—De acuerdo, Mike. Nosotros lo sabemos. En fin, sabemos que usted tuvo la confirmación. Pero, ¿qué más? Usted no ignora que para inculpar a un tipo de tráfico de drogas necesitamos un delito caracterizado. ¿Y qué tiene usted? Su testimonio nada más. Y eso no puede funcionar, Mike.
—¡En nombre de Dios! Ese tipo es responsable de un montón de gente. Dirige, de lejos, y yo lo sé, el más grande tráfico de droga de la zona y...
—Y usted nunca lo capturará con un gramo de droga encima —le cortó el capitán—. Así que nunca podrá inculparlo. Y en cuanto a los testigos de cargo, pienso que quien le denunció al emir como el jefe de la banda, el banquero Elias, está muerto.
—Y los otros ni siquiera conocen al emir —remachó el pelirrojo exhibiendo un pañuelo para secarse el sudor—. Nunca han tenido contacto con él. Solamente ese Elias...
Los dientes de Mike rechinaron.
—¿Así que no van a hacer nada contra ese cerdo? Y él podrá reemprender sus actividades en cuanto haya encontrado a otro Elias. ¡Y el Narcotic Bureau y las Aduanas libaneses se encogen de hombros!
Fenner levantó la mano.
—Vamos, Mike.
El mocetón, que admiraba al capitán por su intransigencia y su probidad, se volvió hacia él.
—Lo siento, capitán. No quería decir eso.
—Comprendo su rabia y créame que la comparto. Pero, ay, no se puede hacer nada contra ese hombre.
—¿Ni siquiera si lo cogiéramos en flagrante delito?
—Ni siquiera así —sancionó el capitán—. Esa clase de hombres son demasiado ricos, demasiado poderosos, y poseen demasiadas relaciones en la cumbre. Acuérdese usted, también, de lo que le conté cuando llegó...
Las cejas de Mike se fruncieron.
—¿Los cuatro días de prisión que le infligieron por haber atacado a una personalidad?
El capitán hizo un gesto de aprobación.
—Y la personalidad en cuestión era verdaderamente culpable. Desgraciadamente...
Barrió la habitación con un brazo desdeñoso.
—...las leyes de los hombres nunca son iguales para todos. En ningún país. En ninguna circunstancia.
—¿Entonces nunca podremos arrestar a ese Ajamié? —gruñó Mike, descorazonado—. Y él podrá continuar pudriendo cuantos hogares quiera, destruyendo la salud de la gente, vertiendo sangre.
El capitán volvió a coger la taza que humeaba frente a él, en un rincón del escritorio.
—Nunca podemos jurar que algo no sucederá. Ouizás a la larga... Inch Allah!
—¡Y Chester nunca será vengado! —gruñó Mike dirigiéndose al pelirrojo—. Porque es ese cerdo de el Ajamié el que lo ha matado. O mejor dicho es él quien es responsable de su muerte, lo cual es peor. Por momentos, me da asco ser policía.
Fenner, que comenzaba a sudar seriamente, cogió una hoja del informe que estaba preparando y se abanicó con ella.
—No se haga mala sangre, Mike. Ha hecho usted un buen trabajo. Un condenado buen trabajo, incluso. Es lo que comentábamos con el capitán antes de que usted llegara.
—Exacto —dijo Anizé—. El gang ha quedado deshecho.
El pelirrojo blandió su hoja de papel.
—Boutros y Abdallah han sido arrestados ayer, en el momento en que en un tinglado del puerto franco se ocupaban de desmontar una máquina de imprenta trucada, desembarcada ayer mismo.
—Y donde habían ocultos 14 kilos de cocaína Merck, escondido en tubos arreglados con esta intención.
Era el capitán quien acababa de dar la precisión. Mike le lanzó una mirada y luego volvió a concentrar su atención sobre el pelirrojo, que agitaba otra vez su hoja.
—El Gnomo, igualmente, fue arrestado ayer, por mis hombres en la frontera turco-siria, cerca de Antakieh, al volante de un Mercedes.
—Que transportaba, en un respaldo basculante, 20 kilos de heroína fabricada aquí —encadenó Anizé.
—Sin contar la caravana en ruta hacia Egipto, que interceptamos después de dar las órdenes oportunas —siguió Fenner—. No olvidemos tampoco al piloto de un avión que otro de nuestros muchachos ha entregado a las autoridades jordanas.
—En una palabra, hemos aprehendido kilos y kilos de droga y capturado a docenas y docenas de detallistas, revendedores, mayoristas y semimayoristas —resumió el capitán—. Y esto gracias a usted, amigo mío —añadió el capitán sonriendo a Mike—. Fenner tiene razón. Ha hecho usted un excelente trabajo. Yo le escribiré al respecto al señor Marshall, al 201 de Varick Street. Por otra parte, debo señalarle que, según la estimación de la droga aprehendida, hay una gruesa prima en candelero. Y ella le pertenece a usted.
Mike, que encendía un Camel, alzó la frente.
—No a mí, capitán. Yo soy policía y...
Se interrumpió de repente, frunció las cejas y, pensativo, preguntó:
—¿Dice que esa prima me corresponde a mí?
—Y le forzará para que la acepte —sonrió Anizé.
—¿Y tengo realmente derecho a disponer de ella?
Miró alternativamente a los dos hombres, aspiró el humo de su cigarrillo y dijo con viveza:
—Pues pido que le sea pagada a Fayraz, la mujer de Mokrar, el pescador de la bahía de Joulnié.
Fenner pestañeó, escrutó a su joven colega, pero no dijo nada. En cuanto al capitán, él lo sabía. Aceptó con un gesto.
—Se la pagaremos a ella, señor Gibson. Oh, perdón, señor Coppolano.
Y en sus ojos severos plantados sobre Mike, había estima y amistad. Porque él sabía cuanto concernía a Mokrar. La víspera por la noche, Mike se lo había contado todo: la matanza, el cuerpo de Mokrar llevado a mar abierto y sumergido tal como él había deseado. A estas horas el pescador debía flotar en el mar que él tanto había amado. Flotar libremente, como un hombre libre, sin ligaduras ni pesos atados a su cuerpo. Y con un poco de suerte, ningún barco lo descubriría y la carne de Mokrar se descompondría, caería lentamente al fondo hasta llegar a sus amigos los peces y, quizás, quién sabe, hasta su amigo Libertad, el gran salmonete de la bahía de Joulnié.
Mike no quiso contarle aquello a Fenner. Fenner no habría comprendido. El pelirrojo era un hombre de Occidente, con su educación, con su conformismo ante la muerte, etcétera. Mientras que el capitán no se había escandalizado ante el hecho de que Mike cumpliera la voluntad de Mokrar. El comprendía estas cosas: era como el pescador, de otra raza, de otro temple. Pero si Mike le había contado al capitán, sin embargo, le había ocultado las circunstancias exactas del asesinato del banquero. Lo había anotado a la cuenta de Mokrar, protegiendo así a la mujer de su hermano, de aquél con el cual había compartido el pan y la sal. Y así era mejor. Y su alma de policía, su amor por la legalidad y el derecho no sufrían. Sabía que había actuado como debía en relación a Mokrar, que tanto le había ayudado a él. Y si hubiese podido atrapar al hermano de Nouhad, su contento hubiese sido completo. Desgraciadamente...
Esto era lo que le carcomía: no poder hacer caer al cerdo que había organizado y dirigido, ocultamente, el tráfico de droga que él acababa de demoler. Porque lo había demolido, sea. No obstante, le faltaba lo principal: la cabeza.
Mike, con una mueca de asco en los labios, clavó su mirada en Fenner.
—Entonces, respecto a el Ajamié, ¿el Narcotic no puede hacer verdaderamente nada?
Y volviéndose hacia Anizé:
—¿Ni las Aduanas libanesas tampoco?
El capitán abrió los brazos con un gesto de impotencia.
—Por el momento, tal como se presenta la situación, no. Más adelante, quizá. Mas lo dudo.
Mike les contempló al uno y al otro. Sus ojos brillaban de rabia y sus maxilares se crispaban. Y con un gruñido asqueado, lanzó:
—Y, desde luego, nadie dirá jamás a ese cerdo que es un cerdo. Y así tendrá derecho a reconstruir otra banda. Derecho a hacer pasar toneladas de droga a los Estados Unidos. Derecho a hacer reventar a la gente, a los niños, a llevar la miseria y la desesperación a las familias. Dicho de otra forma, tiene todos los derechos. ¿Incluso el de sellar nuestra boca? Pues bien, ¡no!
Abatió la mano contra el escritorio y aulló:
—¡No!
Luego, descolgando el teléfono, compuso un número y dijo, un momento después:
—¿Señorita el Ajamié, por favor? Páseme con ella, se lo ruego.
Y tenso, con los nervios vibrantes, una expresión amenazadora, determinada, esperó con los ojos clavados en la jarra del café, que ya no humeaba.