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Mike descendía hacia la playa donde estaba varada la Vivir Libre. Mokrar le precedía y el Gnomo seguía tras sus pasos, siempre tan meticulosamente vestido de negro.

El norteamericano estaba allí siguiendo las instrucciones de un telefonazo del banquero. Este le había pedido que fuera a constatar cómo doce cajas estaban averiadas o, dicho de otra manera, 6.000 paquetes equivalentes a 1.345 dólares. Gentilmente, Elias había explicado a Mike que él debía reembolsarle esta suma porque los defectos de embalaje corrían a cargo del vendedor.

Por guardar las formas, Mike había protestado, como hubiera hecho cualquier traficante de verdad. Finalmente cedió, contento de poder ver en pleno día el lugar donde tuvo lugar el desembarco.

Caminando tras el sólido pescador, desnudo el torso y las pantorrillas, vestido solamente con un pantalón descolorido, Mike admiraba el panorama. ¡Un verdadero rincón de reposo! Sol, soledad, calma, una panorámica de maravilla y la majestad del mar azul.

La balsa de los chicos de Mokrar estaba varada junto a la Vivir Libre. Los gritos de los niños planeaban sobre la caleta adormilada bajo el calor. Ahmed corría, con sus piernas desnudas bailoteando en un short demasiado grande y, sin parar, chutaba a cada momento contra un viejo sombrero que Alí se esforzaba en blocar.

—Mokrar nos va a llevar en barca para ver las cajas —explicó el Gnomo poniéndose a la altura de Mike—. De lo contrario tendríamos que meternos en el agua.

Se rio suavemente.

—No es que yo ignore la natación, pero le tengo horror al agua.

«Le debe dar vergüenza mostrarse en traje de baño», se dijo Mike para sus adentros.

A su lado, el Gnomo proseguía:

—No debe enfadarse con nosotros porque le reclamemos esos 1.345 dólares, señor Gibson. Pero nosotros no tenemos que endosar la pérdida de esas doce cajas. Es cargándolas que fue cometida la falta. Sus hombres debieron haber verificado el embalaje. Y si nosotros no hubiésemos tenido tanta confianza en usted, es lo que deberíamos haber hecho antes de desembarcarlas.

Mike, que acababa de tropezar en una gruesa piedra enterrada en la arena, lanzó un juramento antes de contestar, gruñendo:

—Está bien. Si las cajas están en el estado que usted dice, les reembolsaré. Y...

Se interrumpió en seco porque Ahmed, gritando de alegría, driblando el viejo sombrero hecho una bola y atado con un cordel, pasó junto a ellos. Con sus negros cabellos y su negra piel, el pequeño Alí, tratando de hacerse con el rudimentario balón, gritaba aún más que su hermano. Para evitar que se apoderara del improvisado balón, Ahmed chutó y la pelota aterrizó con fuerza contra las tibias de Mike y el cordel se soltó. Mike recogió el fieltro e hizo un movimiento como si fuera a lanzárselo a Alí. Pero, de pronto, se inmovilizó con el sombrero en la mano, las cejas fruncidas. No había error posible, reconocía el sombrero. Sólo podía ser el de Albert. Aquel fieltro de un gris descolorido, la cinta que se deshilachaba en algunos sitios... ¿Pero qué era aquella fresca mancha oscura sobre el ala? Una mancha casi roja.

Mike exclamó, volviéndose hacia el Gnomo:

—¡Vaya, pero si es el sombrero de Albert!

Mokrar también se había parado. Tenía la mandíbula tensa y sus cejas se habían fruncido. Dio una orden a Ahmed y éste se precipitó sobre Mike, le arrebató el sombrero y echó a correr.

El Gnomo, sin levantar la voz, lanzó una pregunta en árabe y Mokrar le respondió vivamente. A medida que el pescador hablaba, el rostro del hombre aniñado cambiaba. Se volvía más blanco, luego más sombrío. Mike lo advirtió.

Volviéndose hacia él, el Gnomo le explicó, señalando a los chiquillos que huían:

—Se equivoca usted. Ese sombrero no es de Albert. Mokrar dice que lo tiene desde hace tiempo.

—Sin embargo, me lo parecía... —dijo Mike encogiéndose de hombros y después de haber vacilado un instante.

Cuando la barca fue empujada al agua, Mike saltó a su interior. «Después de todo, ese sombrero sólo puede ser el de Albert. ¿Si no, por qué iban a mentir estos dos?», pensó.

En algunos minutos, mediante sólidos golpes de remo, Mokrar les llevó hasta la entrada de la cueva. Los tres desembarcaron y caminaron hacia las cajas.

Descubriendo el lugar, Mike comprendía por qué la noche del desembarco se había asombrado al ver aparecer las barcas primero y desaparecer luego como por milagro.

Aquellas grutas eran una bendición para los contrabandistas. Comunicando entre ellas y desembocando en el mar por tres lugares distintos, inaccesibles desde tierra, eran una bendición para los truhanes, un verdadero pastel para los contrabandistas. Pero un pastel al cual ya el capitán Anizé estaba a punto de hincarle el diente. O que, tal vez, ya lo hubiese probado antes.

Las dudas de Mike quedaron disipadas un instante después, cuando el Gnomo le mostró la mecha Bickford que colgaba de uno de los muros rocosos.

—Mokrar o su mujer, o uno de nosotros si »estuviera presente, harían saltar estas grutas en caso de mala visita. Para que todo desaparezca.

Una sonrisa de profesor contento de sí mismo vagó sobre su flaco rostro.

—Y lo mismo que yo, usted sabe que sin pruebas no hay delito en materia de contrabando.

Mike asintió con la cabeza. Se había acercado a la mecha, como interesado, pero era a otro punto donde miraba. Un poco sobre la pared rocosa de la derecha, apenas por encima del nivel del suelo arenoso, permanecía visible un largo reguero rojo.

Y era fresco. Era sangre. Mike, acostumbrado a la violencia, lo presentía. Bruscamente, un acceso de cólera se apoderó de él.

¿Y si el sombrero de hacía un momento era realmente el de Albert?

En tal caso, ¿por qué Mokrar lo había negado? Después de todo, no es un crimen perder o encontrar un objeto. Esas cosas suceden. Entonces, ¿por qué mentir?

Volvió la vista hacia Mokrar, que a su vez había seguido la dirección de su mirada. Bruscamente, el pescador desvió los ojos.

—¿Y si fuéramos a ver esas famosas cajas? —dijo volviéndose hacia el Gnomo.

Este se las señaló con el dedo. Estaban reventadas, pero cuidadosamente separadas de las otras.

Mike llegó al fondo de la cueva. Se volvió para mirar a Mokrar. El pescador se acercaba con un poco de retraso, luciendo sobre su cara gordezuela una beatífica sonrisa. En sus ojos podía verse una luz amistosa.

Sobre la roca, el reguero rojo había desaparecido. Mike, sin decir nada, se inclinó sobre las cajas desfondadas.