2
Ni una brisa, ni el menor soplo agitaba los papeles sucios que cubrían las calles. Parecía como si hubiesen sido pegados al suelo.
Los pliegues de la bandera estrellada caían sin fuerza por encima de la escalinata del número 2 de la avenida Clemenceau. Nada en los alrededores se movía, todo dormía aparte de algunos raros paseantes.
Abandonando el calor húmedo, la luz brutal que cocía los ojos, Mike ascendió los peldaños de la Embajada de su país y aterrizó en un vestíbulo silencioso. Allí también todo estaba vacío, nada se movía. Pero a la derecha, en un amplio rincón, un marine en uniforme se mantenía erguido. Alto, muy rubio, muy digno, vestido de kaki claro. El contraste que ofrecía con el aspecto descuidado de las gentes de la calle y su suciedad, era notable. Refrescaba la vista, hacía bien sólo con mirarle.
Mike se acercó llevándose un dedo al sombrero de tela azul que sustituía el fieltro verdoso que lucía a su llegada.
—Mister Fenner, por favor. De parte de Mike Gibson.
El marine le lanzó una breve mirada. Mike lo encontró muy joven, rosado como una muñeca para pertenecer al famoso cuerpo. Pero Mike sabía que jamás debe uno fiarse de esa clase de impresiones.
A veces aquellos eran los más coriáceos.
—Un momento —dijo el soldado descolgando uno de los aparatos de su mesa.
En el gesto, los músculos se movieron bajo su tela kaki. Lanzó dos o tres breves frases en la ebonita, colgó y miró a Mike de nuevo:
—Tercer piso. Puerta 322. Ascensor de la derecha.
Su mano firme y bronceada acababa de señalar hacia el fondo. Mike le dio las gracias con un gesto y siguió la dirección indicada. No solamente había cambiado de sombrero sino también de traje. Ahora llevaba uno de alpaca color azul petróleo que recordaba su mirada. La ligera tela se amoldaba bien a sus atléticos hombros. Avanzó, de prisa, con el paso ligero del hombre acostumbrado a la violencia y a los deportes rudos.
Una vez hubo llegado al tercer piso, llamó a la puerta 322 y entró acto seguido.
—Buenas tardes —gruñó el hombre que ocupaba la habitación donde un ruidoso ventilador removía el aire—. Sea bienvenido.
Abandonó su asiento a disgusto, tendió su mano blanda y Mike se la estrechó. Era bajo, pelirrojo, tenía las piernas torcidas y la mirada verde. Su chaqueta permanecía colgada del respaldo de su sillón giratorio, no lejos de la bandera americana. Las mangas de su camisa arrugada estaban arremangadas sobre sus brazos velludos. Sus zapatos marrones se hallaban mal lustrados. Sudaba y una barba rala manchaba sus mejillas de un rojo bistec.
—¡Qué calor! —dijo pasándose un pañuelo sucio sobre la frente húmeda—. Pero siéntese usted, por favor. No hay otra cosa mejor que hacer que sentarse en este maldito país. ¡Sentarse! Siempre sentarse.
Volvió a su sillón y se dejó caer en él con un suspiro feliz, estiró las piernas sobre el escritorio de madera mal barnizada y astillada en algunas zonas. Con las puntas de sus pies parecía señalar la placa de metal que adornaba su mesa y sobre la cual se leía: «JAMES FENNER. NARCOTIC-AGENT».
Tras haberse apoderado de una silla, Mike examinó rápidamente los lugares. La habitación medía cinco por seis metros. Junto con el sillón giratorio, tres sillas más la amueblaban. Y en el rincón derecho, cerca de una puerta entreabierta que mostraba un pequeño baño, señoreaba una vieja caja fuerte, objeto reglamentario de un funcionario que quisiera evitar a toda costa las indiscreciones de las mujeres de la limpieza y de otros bribones demasiado curiosos.
Las celosías echadas dejaban la habitación en una semipenumbra. Mas sobre las paredes de un gris sucio Mike podía distinguir un enorme mapa de Oriente Medio y, cuidadosamente enmarcado, el diploma certificando que James Fenner había seguido con aprovechamiento los cursos del Narcotic-Bureau. En otro marco, John Kennedy, el presidente de los Estados Unidos, sonreía amablemente.
—Tiene usted razón —aprobó Mike una vez terminada su inspección—. ¡Qué calor! Hasta aquí...
Mike señaló el ventilador, las celosías bajadas. Fenner se encogió de hombros y mientras Mike lanzaba su sombrero sobre una silla vecina, concedió, cansado:
—Aquí dentro también, desde luego. ¡Pero fuera! Y eso que no estamos más que a fines de junio. ¡Ya verá usted el mes que viene!
Después, escrutando a Mike con avidez, preguntó:
—¿Y allá abajo, en los Estados, qué tiempo hace?
Habló con una voz ronca, excitada. La morriña debía roerle el corazón. Una ligera sonrisa apareció sobre la cara de Mike.
—Llovía esta mañana, cuando salí.
—¡Ay, la lluvia! —exclamó Fenner extasiado—. ¡Menuda suerte!
Lanzó una mirada sobre su mesa, se palpó los bolsillos e hizo una mueca. Mike comprendió y le lanzó su paquete de Camel. Fenner encendió uno y dijo, al tiempo que le devolvía el paquete:
—Lamento no haberle ido a buscar al avión. Creo que es preferible así. Aunque no mi nombre, mi cara es bastante conocida para que nos vean juntos.
—No se excuse usted, ya lo había comprendido. Yo hubiera hecho lo mismo. En cuanto a su mensaje en el hotel, me ha servido para ofrecerles un pequeño número. Ahora todos están convencidos de que yo soy Mike Gibson, del New York Telegram.
—¿Se acostumbrará a su nuevo nombre?
—¡Desde luego! Y si lo olvidara mi falso pasaporte se encargaría de recordármelo.
Antes de precisar, voluptuosamente, Fenner exhaló una larga bocanada de humo.
—Solamente el embajador y yo conocemos su verdadera identidad. Para todos los demás, usted es Mike Gibson, encargado de hacer un reportaje sobre el Próximo Oriente.
Hizo una mueca de nuevo.
—Hay que reconocer que ese nombre le va mejor que el de Coppolano. ¡Confiese que no tiene usted nada de italiano!
Mike, que acababa de romper una cerilla entre sus dientes, se estremeció. Dijo con voz sorda, cambiada de pronto:
—Coppolano es el apellido de mi padre adoptivo[1]. Y es el más hermoso que yo haya oído nunca.
Y cambiando bruscamente de tema, brutalmente incluso, prosiguió:
—Y en cuanto a Chester[2], ¿cómo ha ocurrido?
Fenner, descruzando las piernas, volvió sus pies al suelo.
—Degollado... Le encontraron una mañana cerca del zoco de los bisuteros. Su cabeza casi estaba separada del tronco... Lo hicieron con una navaja de afeitar o algo parecido, según opinión del médico forense.
Fenner escupió una brizna de tabaco.
—Aquí el arma blanca es la reina. Estamos en Oriente.
Mike, que tenía su cigarrillo en la mano izquierda, no dejaba de mirarlo, como si le cautivara.
—¿Ningún indicio?
—No. La nada.
Fenner se movió para despegar sus nalgas del asiento giratorio.
—También hay que decir que Chester no nos ha facilitado la tarea. Conocemos pocas cosas sobre sus actividades. Aparte de las dos veces que vino a vemos cuando llegó aquí, luego nos dejó sin noticias suyas. La única vez que le vi luego, fue por azar. Y estuve a punto de no reconocerle.
El pelirrojo hizo un gesto con las manos.
—Llevaba una especie de gorro árabe sobre la cabeza, una blusa roñosa, una barba de varios días y vendía almendras en la Corniche, cerca de la Avenida de los Franceses. Su disfraz era bueno, pues en general esa clase de comercio está reservado a los negros.
—¿El le vio?
Mike había alzado la cabeza y escrutaba a Fenner.
—Sí. Pero fingió ignorarme. Le seguí el juego y pasé de largo.
Mike esbozó un gesto de aprobación. El pelirrojo siguió:
—En realidad, yo nunca supe exactamente qué era lo que su colega venía a fabricar al Líbano. Supongo que venía a ocuparse del dop[3], que se metía en mi terreno. Pero me contó que solamente se interesaba por el tráfico de cigarrillos. Y como era un agente de aduanas del Tesoro U.S., acabé por creerle.
—Y podía usted hacerlo —opinó Mike—. Chester no le mentía. Toneladas y toneladas de cigarrillos americanos inundan Oriente, en tránsito por el Líbano. Nuestros servicios quisieran saber quién las recibe. Y por esto tenían una razón capital. Por ello enviaron a Chester, un negro inteligente y capaz que hablaba el árabe.
Mike observó a Fenner con atención.
—La razón capital es que muy frecuentemente los cigarrillos comprados en Tánger o en Las Palmas son pagados con droga procedènte de aquí. Y que esta droga es a continuación dirigida a los Estados Unidos.
El pelirrojo se mordisqueó nerviosamente los labios.
—He oído hablar de ese asunto... Pero no he descubierto nada. Ahora comprendo mejor por qué su compañero murió. Debió meter su nariz en algún lugar que molestaba a algunos.
Mike asintió en silencio. Luego preguntó:
—¿No encontró nada en su domicilio?
—Nada. Registramos su leonera, una habitación infecta que había alquilado en una callejuela situada detrás de la plaza de los Mártires. Pero no vimos nada. Ni papeles ni indicios. Nada.
—¿Y sobre él?
—Tampoco. Le limpiaron los bolsillos como si quisieran hacernos creer que se trataba de un crimen crapuloso.
—¿Entonces, quién le comunicó su muerte? ¿Cómo fue que la Policía avisara a la Embajada? ¡Hasta ignoraban que fuese ciudadano americano!
—Al principio, sí. Pero no cuando descubrieron su carnet de agente oculto en su habitación.
Mike iba siempre al fondo de las cosas. No dejaba nada al azar.
—Puesto que no llevaba papeles encima, ¿cómo supieron que vivía en esa habitación? ¿Acaso estaba marcada en su cara?
El pelirrojo le lanzó una mirada de hastío:
—Porque sus vecinos vieron su foto en el periódico. Ellos avisaron a la Policía.
—O.K. Sin embargo, me asombra que Chester no dejara notas. Yo le conocía bien. Al cabo de un mes de investigaciones, debía anotar sus ideas en algún papel. Era su costumbre.
—Quizás lo hiciera, después de todo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que tal vez algún policía se incautara de ellas, para proteger a alguien. O para hacer cantar a alguien, que también podría ser. En fin, ya me entiende usted.
—¿Cree que eso es posible?
El pelirrojo se encogió de hombros, descolgó sin convicción el teléfono que sonaba en aquel instante y replicó, tapando el micrófono:
—Aquí todo es posible. La corrupción no solamente se da en los países occidentales.
Y al teléfono, después de despejar el micrófono:
—¿Sí? ¿Quién? ¿El señor Albert?
Miró su reloj y luego a Mike.
—Dígale que espere un momento.
Dejó el teléfono y habló a Mike:
—Uno de mis confidentes. Espera abajo.
El agente inició un movimiento.
—Si le molesto...
—No, por favor. El me esperará. Aún tenemos que hablar.
Fingió buscar de nuevo sobre su escritorio, se palpó los bolsillos. Comprendiendo, Mike volvió a lanzarle su paquete de Camel.
—Quédeselo. Tengo otro.
—Gracias —agradeció Fenner recogiendo el paquete al vuelo.
Encendió un cigarrillo, exhaló una larga bocanada y observó a Mike, vacilando antes de decir:
—El embajador ha recibido órdenes de Nueva York para que se le facilite a usted la tarea al máximo. Pero, a decir verdad, usted no está en misión especial. Hasta el punto que anda circulando con papeles falsos...
Una nube de humo envolvía la cara rojiza del pelirrojo.
—De modo que no se puede hacer gran cosa por usted.
—No pido nada.
La voz de Mike resonó secamente. Fenner alzó una mano apaciguadora.
—De todas maneras, lo poco que podamos hacer, lo haremos. Sabemos que el presidente Kennedy ha dado órdenes para intensificar la lucha contra la droga. Sabemos que nuestra juventud se pudre con ese azote. Es por esta razón que usted y yo nos batimos tan duramente. Para mí, la tarea es más fácil porque he sido destacado a Beirut por el Narcotic Bureau. Pero usted... para encontrar lo que busca... va a sentirse muy solo.
—No tanto. Mi jefe, el director de Aduanas, me ha recomendado al capitán Jamil Anizé, un colega...
—Lo conozco. Es capitán de Aduanas y está en el puerto. Honesto e incorruptible, cosa rara en este lugar. Por otra parte, es el terror de los contrabandistas y de los traficantes de dop.
Mike asintió:
—Lo sé. Mi patrón me ha hablado de él. Dice que Anizé es el mayor especialista en droga de todo el Oriente Medio.
—Exacto —reconoció Fenner—. Hasta pronunció una conferencia sobre el tema en la ONU, sin contar con las que ha dado a la Interpol. Me hace feliz que vaya usted a estar en contacto con él. Podría ser que le ayudara. Mejor que nosotros, en todo caso. Pero, suceda lo que suceda...
El pelirrojo sonrió a Mike mientras se abanicaba.
—...hágamelo saber. Haré todo lo que pueda por ayudarle.
Mike le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Fenner, abriendo un cajón de su mesa, prosiguió:
—El embajador cree que esta maquinita le gustará a usted. Ha llegado por la valija diplomática.
Tomó un paquete y se lo tendió a Mike.
Era un 38 especial de cañón corto, con su funda y una caja de cartuchos.
Una sonrisa formó como una cicatriz en el rostro de Mike.
—Dele las gracias al embajador, Fenner. Le confieso que estoy contento al embolsarme este juguete. El 38 y yo somos viejos amigos.
Tras acariciar la funda, Mike se puso en pie.
—Bien, me voy a intentar ver al capitán Anizé.
Fenner cerró el cajón de su escritorio.
—En cuanto al dinero, el embajador me ha encargado le preguntara si...
—Tengo unos traveller-cheques, facilitados por el New York Telegram. Los jefazos se han arreglado entre ellos. Todo va bien por ese lado.
—Perfecto —dijo Fenner levantándose a su vez. mientras sus cejas rojas se fruncían—. Pero, de hecho, ¿por qué no asiste usted a la conversación con mi confidente? Quiero decir, ocultándose allí...
Mostró la puerta que daba sobre el lavabo.
—Ese Albert es un personaje curioso. Un cerdo, como todos los soplones. Drogado. Traficante. Conoce todo el Líbano y muchas esas más. ¿Qué le parece?
Mike recogió su sombrero azul. Fenner jugaba con las cartas sobre la mesa. De buenas a primeras le mostraba a uno de sus confidentes. La cosa valía la pena. Jamás un policía se arriesga a quemar a uno de sus indicadores. Se volvió hacia el pelirrojo.
—Gracias por el ofrecimiento, Fenner. Puede ser bueno para mí el conocer la cara de ese tipo.
—Sobre todo, teniendo en cuenta que Beirut es pequeño. Todo el mundo se conoce y usted corre el riesgo de tropezarse con él.
Mientras seguía con los ojos a su colega de las Aduanas, que se dirigía hacia la puerta del lavabo, Fenner descolgó el teléfono y dio orden al marine de enviarle a Albert.
Poco después, éste llamaba a la puerta y entraba en el despacho del pelirrojo.
Por la imperceptible rendija de la puerta, Mike estudió al confidente. No podía creer en lo que veía. El tipo era la caricatura del traidor de un mal melodrama. Bajo, algo cargado de hombros, lucía un sombrero de fieltro gris con el ala bajada sobre el ojo. Cuando se lo quitaba, describía un gran gesto, como si saludara a la multitud. Tenía los ojos globulosos, enormes, y de los cuales Mike no pudo distinguir el color, negros mostachos, un traje gris cruzado, insólito con aquel calor, un clavel blanco en el ojal, un pañuelo asomando por el bolsillo, el cual debía ser tan grande como una servilleta, zapatos negros de gruesas suelas. Pero lo más chocante eran sus gestos, amplios, envolventes como los de un charlatán de feria o los de un vendedor de aspiradores yendo de puerta en puerta.
Fenner se había dejado caer de nuevo sobre su asiento, con los pies pegados sobre el escritorio. Al alcance de su mano izquierda, un cigarrillo ardía sobre el cenicero. Con la derecha, se secaba el sudor de la frente con su pañuelo ya mojado. Su expresión era burlona, escéptica, su mirada indiferente. Se contentó con señalar una silla con el dedo.
—Hola —dijo Albert sentándose.
Se había expresado en francés. Fenner no contestó. Esperaba.
—Tengo un asunto para usted —siguió Albert, en absoluto vejado—. Hachís. Un buen golpe. Quinientos kilos.
Fenner no pestañeó. El soplón puso su sombrero gris sobre la silla vecina, la misma donde antes Mike dejara el suyo. Separó los brazos con un movimiento amplio, convincente.
—Un asunto que no puede fallar, señor Fenner. Se lo traigo sobre bandeja de oro.
Fenner no pestañeó. Sólo su mirada se movió, desplazándose de Albert al humo que seguía alzándose de su cigarrillo. Albert hizo crujir sus dedos, nervioso. Luego volvió a hacer otro gesto ampuloso.
—No pido gran cosa a cambio, señor Fenner. Sólo 1.000 libras libanesas, o sea 160.000 francos, 320 miserables dólares. ¿Eh? ¿Qué me dice usted? Interesante, ¿verdad?
La mano izquierda del pelirrojo se desplazó, alcanzando el cigarrillo. Lo llevó a sus labios y aspiró una bocanada, larga, generosa. Contempló a Albert sin hablar. Un poco de sudor surgió de la frente de éste. Hizo de nuevo chasquear sus dedos. Más nerviosamente.
—Mire, señor Fenner, yo no quiero discutir con usted ya que otras veces ha sido amable conmigo. Lo dejamos en 500 libras. ¿Le parece? ¿Qué piensa de mi oferta?
Separó los brazos como si fuera a abrazar el escritorio, a Fenner e incluso la tierra entera.
—¿Es un regalo, no, señor Fenner?
Los tacones del pelirrojo rasparon la madera del escritorio.
—¿Tiene usted heroína? ¿O morfina base?
Albert apartó de nuevo los brazos, aunque penosamente esta vez.
—¡Ay, señor Fenner, lo siento! ¡Sólo quinientos kilos de hachís! Quinientos kilos. ¿Se da usted cuenta?
Sobre la madera del escritorio los tacones del pelirrojo hicieron oír el irritante chirrido.
—Ye le he dicho que el hachís no me interesa. Yo no me molesto por esa clase de historias.
Y cruel, indiferente, Fenner cerró los párpados, lanzó un suspiro, haciendo comprender así que la entrevista había terminado.
Albert se inclinó hacia adelante, estrujándose las manos. Su voz, temblorosa, suplicó:
—Pero, señor Fenner...
Desde su escondrijo, Mike vio el sudor correr literalmente de la frente del hombre mientras su nariz se pinzaba. Comprendió. El delator no sufría del calor sino de la falta de droga. Era un adicto.
Le faltaba su ración. Debía sufrir. Y para apaciguar su hambre desgarradora, para darle un poco de sueño a su alma enferma, estaba decidido a todo. Suplicó, servil, dispuesto a lamer los zapatos del pelirrojo.
—¡Mire, patrón! Yo le hago capturar los quinientos kilos por tres veces nada. Por tres veces nada, le digo.
Se tendía casi sobre el escritorio y lanzaba hacia Fenner, con los párpados siempre cerrados, sus brazos implorantes de falanges huesudas y dedos gruesos de trabajador.
«Sus manos están en contradicción con su personaje —pensó Mike—. Ese tipo jamás ha dado golpe en su vida.»
Fenner parecía ausente, despegado de todo.
«¡Dios mío! ¡Es tremendamente fuerte!», añadió Mike para sus adentros mientras, ahora, observaba a Fenner.
—Mire, patrón —seguía Albert sin darse por vencido.... Se lo cuento todo por 100 libras, 100 miserables libras, 1.600 francos... ¿Qué?
Fenner se movió al fin. Alzó los párpados y dijo:
—Tráigame heroína. Si no, váyase.
Los huesos de las articulaciones de Albert crujieron largamente. Gimió:
—Se la encontraré, se lo juro. Precisamente, conozco un asunto que están montando. Se lo traeré. Se lo juro.
Tendió la mano como para afirmar su juramento y añadió vivamente:
—Pero, mientras, acepte este asunto del hachís. Mire, se lo doy por nada. Por nada, le digo.
Gritó sus últimas palabras y el sudor, de pronto, le inundó sus rasgos crispados, descompuestos por el sufrimiento, devastados por la droga.
—Deme solamente lo justo para picarme, patrón. Sólo un pinchacito y tiene usted el asunto.
El pelirrojo bajó los pies al suelo. Aplastó el Camel contra el cenicero.
—Se terminó, Albert. Tengo una cita.
—¡Pero señor Fenner!
Albert se había puesto en pie, suplicante, tembloroso, perdido, asustado.
—¡Señor Fenner!
El pelirrojo le señaló su sombrero.
—Lo siento, Albert. Yo no busco más que asuntos de morfina base o heroína. El hachís no me interesa.
Albert recogió su sombrero, contempló largamente al agente del Narcotic Bureau y luego, con un gemido sordo, desgraciado, se dirigió hacia la puerta. Llegando allí, se volvió queriendo esperar todavía.
—De veras, patrón... ¿Nada más que un gramito? Yo le juro que...
—Hasta la vista, Albert.
Ni siquiera se dignó alzar la cabeza. No la levantó tampoco cuando la puerta se cerró. Lo hizo cuando Mike salió del lavabo.
—¿Qué le parece, Mike? Si me permite que le llame Mike. ¿Qué piensa de mi matamoros?
Mike hizo una mueca.
—No me gustan los drogados. Y menos los proveedores. Pero creo que ha sido demasiado duro con él. No comprendo tampoco cómo ha dejado escapar ese asunto. Quinientos kilos son...
Fenner se encogió de hombros.
—No se haga mala sangre por ese cerdo de Albert. Ya debe estar en camino de vender su informe a otro servicio. A él le da igual que se lo compre uno que otro. Lo principal es que lo cobre. Aquí, en el Líbano, todos son así. Y no hay que reprochárselo, tampoco. Es su alma oriental.
—Pese a todo, hubiera usted podido gastar unos dólares en esa operación. Valía la pena, ¿no?
—¡En absoluto! —replicó el pelirrojo abandonando su asiento—. El hachís no va a los Estados Unidos, por lo tanto no nos interesa. Es un problema oriental. Y punto. Y como en esas regiones se despreocupan... o casi.
Hizo funcionar las celosías para iluminar un poco más la habitación. Después, plantándose ante el mapa fijado en la pared, le indicó a Mike:
—En su investigación, caerá usted seguramente sobre tipos que fuman o venden hachís[4]. ¿Le interesa quizá conocer la topografía de esta cuestión?
—¡Desde luego!
—Aquí, tiene usted el Hermel. Un lugar muy montañoso, situado a algunos kilómetros de la frontera siria. Un rincón muy accidentado, muy difícil de llegar a él. Hasta tal punto que los criminales se ocultan allí. Es una zona muy pobre y los aldeanos son muy salvajes, muy independientes. Además, les tienen sin cuidado las leyes de su país y, como también tienen que comer... cultivan hachís. En enormes cantidades.
—¿Y la Policía no les da caza? —se asombró Mike.
El pelirrojo esbozó una sonrisa que era más una mueca.
—Esos montañeses son poco habladores y están bien armados. Si la Policía se acercara, la recibirían con ametralladoras... Porque, si bien son pobres en cuanto a la comida, son ricos en armas. Los cincuenta pueblos que componen el Hermel son verdaderos bastiones. Todo el mundo les suministra. Nosotros, los rusos, los ingleses, los franceses. Cada cual espera que un buen día el Oriente estalle y concluye, por lo tanto, que el más astuto se meterá los pedazos en su bolsillo.
—Empiezo a entender —manifestó Mike.
—Y eso sin contar que muchas de esas tierras donde crece el hachís pertenecen a diputados de aquí —proseguía Fenner.
—Comprendo cada vez mejor —terció Mike.
—Y por si fuera poco, además de los enormes beneficios, el hachís puede ayudar a embrutecer a una nación.
Mike se volvió hacia Fenner.
—¿O sea?
El índice del pelirrojo volvió a señalar en el mapa.
—¿Ve Egipto? Pues bien, es el más grande consumidor de hachís. Desde el tiempo de Faruk, los ingleses hacían la vista gorda. A ellos les interesaba que los egipcios se mantuvieran tranquilos, así que cerraban los ojos a su tráfico.
—Una buena política —aprobó Mike—, a condición de no ser demasiado sentimental.
—Esa es también mi opinión —dijo Fenner moviendo el dedo sobre el mapa—. Pero Nasser ha querido luchar contra ese azote. Ha dictado leyes brutales. A un drogado lo desintoxican durante tres meses y luego le meten durante seis en un campo de reeducación hasta su curación. El traficante, por su parte, se arriesga a condenas que van desde los quince años a la perpetuidad. Pero la cosa ya está allí demasiado dura. Nasser se rompe los dientes. Y con más razón, puesto que hay gente interesada en que se los rompa.
—¿Cómo llega la droga hasta ellos? —se interesó Mike.
—Por tierra y por mar, en partidas de hasta 2.000 kilos. Y siempre, por supuesto, se trata de cargamentos de la peor calidad posible. Es el hachís[5] que los otros países no quieren. Esas partidas, saliendo del Líbano, descienden por Siria, atraviesan Jordania, cortan Israel y, bajando por el desierto del Sinaí, inundan finalmente Egipto.
—¿E Israel y Jordania no se oponen a ese tráfico por sus territorios?
El pelirrojo, lanzando una carcajada, se apartó del mapa.
—Digamos que no saben nada. Pero, ¿acaso usted le impediría ahogarse a su enemigo?
—O.K. He comprendido. Gracias por la lección, Fenner.
—¡James!
—O.K., James —sonrió Mike—. Ahora me largo para intentar reunirme con el capitán Anizé. Si puedo, de vez en cuando le haré llegar noticias mías.
—Cuento con ellas —le dijo el pelirrojo tendiéndole la mano—. Y aunque no podamos hacer gran cosa por usted, no olvide que existimos. Haremos lo que podamos.
Volvió a bajar las persianas, se dejó caer sobre su sillón y suspiró mientras Mike se dirigía ya a la puerta.
—¡Qué calor! ¡Ay, lo que daría yo por un buen chaparrón!
Con la mano sobre el pomo, Mike se volvió.
—Hágase refletar a los Estados.
—¡Imposible! —gruñó Fenner con hastío al tiempo que volvía a estirar los pies sobre la mesa—. Añoro nuestra vieja tierra tanto que a veces me pondría a gritar... Pero ello no impide que tenga a este maldito Líbano en la sangre. Le amo. Dicho de otra forma, no sé lo que quiero.
Alzó la mano y le lanzó una mueca al alto Mike.
—¡Buena caza!
Mike agitó su sombrero y, repentinamente, se inmovilizó como si se acordara de algo.
—Dígame, James. ¿Dónde está la tumba de Chester?
El pelirrojo le observó con recelo. Luego, comprensivo, asintió moviendo la cabeza.
—O.K., Mike. Como él era católico, lo enterramos en el cementerio maronita, en la calle de Sour, no lejos de la avenida de los Franceses. Está cerca de su hotel.
—Gracias, James. Hasta pronto, quizá —respondió Mike poniéndose el sombrero.
Abrió la puerta y salió. La voz de Fenner llegó de nuevo hasta él:
—Encontrará unas flores magníficas a dos pasos de allí, en el zoco de las verduras.
Mike no se volvió. Se contentó con agitar la mano y cerró tras él.
El pelirrojo lanzó un voluptuoso suspiro, alargó más las piernas, se puso un Camel en la esquina de los labios, lo encendió y cerró los párpados.