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Mike subió la escalera del Excelsior. El capitán acababa de acompañarle, después de guiarlo a un restaurante de la avenida de los Franceses, cuya especialidad era el pescado.

Cuando iba a coger su llave, Albert se levantó de un sillón del hall.

—¡Señor Gibson!

Llevaba siempre el mismo traje gris, el mismo sombrero que tenía en la mano. Sus pupilas dilatadas de drogado también seguían siendo las mismas.

Mike se dirigió a su encuentro.

—¿Qué hay?

—Bueno, ló primero déjeme excusarme por molestarle a estas horas. Es que necesitaba verle. ¿Es cierto que su negocio se ha desarrollado bien?

Había hablado en voz baja. La alzó al acercarse uno de los botones del servicio de noche.

—Tendría usted que visitar Balbeck, señor Gibson. Es importante para su reportaje. ¡Muy importante!

Y luego, de nuevo entre sus dientes, una vez el mozo se hubo alejado:

—Circula el rumor entre los revendedores de que ha llegado un gran stock de cigarrillos y que les van a entregar mercancía.

Se inclinó obsequioso.

—Pienso que son los suyos, pues no hay demasiadas bandas que hagan el tabaco. ¿Así que son los suyos, señor Gibson?

Mike asintió con un gesto. Albert sonrió ampliamente y tendió la mano.

—¿Recuerda usted su promesa? Mil libras libanesas si hacía el negocio...

—Exacto —reconoció Mike mirando a su alrededor.

Había poca gente, algunas personas de esmoquin y en trajes de noche esperando los taxis. Sacó una parte del dinero que le había dado el banquero y que él debía depositar en la Embajada.

—No tengo más que dólares. Son unos trescientos...

—¡Señor Gibson! ¡Con ese cambio yo perdería! Digamos trescientos veinte.

—¡O.K.! —dijo Mike contándole la suma—. Y gracias por su ayuda.

Con cuidado, Albert guardó el dinero en su billetera desconchada. Un dinero que se habría esfumado en la mesa de juego 520 o en la droga antes de pocas horas.

Mike prosiguió:

—Es posible que le avise dentro de poco para que alerte a los otros. Así lo hemos convenido. No olvide telefonearme cada día.

—No dejaré de hacerlo. Y ahora, ¿hay algo que pueda hacer por usted?

—No, o al menos, no creo que pueda proporcionarme lo que busco para mi reportaje.

Mike fingió vacilar, antes de proseguir:

—Me refiero a una materia concreta, a un tema clave para mi carrera de reportero.

Albert se asombró.

—¿Y qué es esa cosa tan rara?

—La droga —le sondeó Mike—. Heroína, preferentemente. Usted sabe que el Líbano es considerado la plataforma de la droga, y si es cierto o no yo no lo sé. Pero me gustaría averiguarlo por mí mismo, conocer las ramificaciones del tráfico, si es que existe, etcétera. Daría una buena gratificación por esos informes.

—Tal vez sea posible —murmuró Albert, soñadoramente—. Tal vez no lo sea. Pero estudiaré la cuestión. ¿Quiere usted que nos veamos mañana, señor Gibson? Estoy casi seguro de que podré darle una respuesta.

—De acuerdo. Y no lo olvide. Pagaré bien. Mi periódico estará contento si consigue las primicias de un artículo sobre ese tema.

—Pues trataremos de que usted lo escriba —declaró Albert saludándole con un amplio ademán de mal comediante—. Buenas noches y hasta mañana, señor Gibson.

Y todo sonrisa, Albert volvió a calarse el sombrero con un gesto a lo d’Artagnan.

Viejo solterón, el capitán deseaba las buenas noches a su gobernanta árabe, la cual se retiraba a su habitación. El se disponía a imitarla cuando el teléfono sonó. Al coger el auricular, reconoció la voz de Albert y escuchó. Luego, al cabo de un momento, dijo:

—Sí. ¿Cómo dices? ¿Que los cigarrillos están probablemente almacenados en las grutas de la bahía de Joulnié? Cerca de la casa de Mokrar, el pescador... Perfecto, Albert. ¿Cómo?

El capitán frunció las cejas.

—¿Me pides que no intervenga antes de mañana a la noche? Bueno, bueno, Albert. No comprendo muy bien tus razones, pero estableceremos ese plazo. Gracias.

El confidente seguía hablando al otro extremo del hilo. Anizé sonrió: «¡Ese granuja de Albert pretende cobrar por los dos lados!», pensó.

—Bien, bien, Albert. Si la operación tiene éxito, recibirás la suma convenida. No te preocupes que la cobrarás. ¿Cómo? ¿Qué cuentas aún?

Apretó la oreja contra el auricular y un reflejo divertido animó sus ojos fríos.

—¿Que el americano te ha hablado de droga? ¿Que le gustaría descubrir los hilos del tráfico para hacer un reportaje?

El capitán se aguantó la carcajada.

—Eso es interesante, Albert. Gracioso, incluso. ¿Crees que podrás ayudarle en ese terreno? Ya sabes que hace falta conocer... ¿Lo conoces tú?

La sonrisa del capitán duplicó su volumen al escuchar la medrosa negativa de Albert.

—¿O sea que tú no conoces nada de ese tráfico? Pues es una lástima. ¡Tú sólo conoces la pacotilla, los pequeños revendedores, los que te suministran! Desde luego, ésos no tienen ningún interés... Pero trata de encontrar algo más arriba. Inténtalo, Albert... No para tu americano sino para mí. Inténtalo, Albert. Hazme ese favor.

La voz del capitán había cambiado. Se había endurecido brutalmente.

—Inténtalo, Albert. Si quieres que continuemos siendo buenos amigos, inténtalo.

Y, desaparecida su sonrisa, colgó sin más explicaciones.