Duro

Lentamente, Conrad colgó el teléfono.

—¿Nathan? Conrad respiró hondo. —Nathan, ¿qué...?

Tuvo que hacer un esfuerzo para ladear la cabeza y mirarla, para enfrentarla.

—Oh, Dios, Nathan —dijo ella—. ¿Qué está pasando?

Aggie se inclinó hacia él, con las manos entrelazadas entre los pechos. Tenía los ojos congestionados pero no lloraba. Parecía estar suplicándole. —¿Nathan?

Él tardó un momento en poder hablar. Carraspeó.

—Se la han llevado.

—¿Llevado...?

—Escúchame, Aggie—dijo él, dando un paso hacia adelante y tomándola por los hombros.

—¿Que se le han llevado? ¿Que se han llevado a mi hija? ¿Por qué...?

—Shh, Aggie, escúchame...

—¿Pero por qué tendrían que llevarse a mi niña? ¿Por qué...?

—No lo sé. Aggie, escúchame, no lo sé.

—Tienen que devolvérnosla. ¿O es que no nos la devolverán? ¿Quieren dinero? Podemos darles dinero; pueden quedarse con todo nuestro dinero, Nathan. ¿Se lo has dicho? Tienes que decírselo. Así nos la devolverán. Nathan...

—¡Dios mío! —exclamó Conrad, rodeándole con sus brazos y atrayéndola hacia sí.

Empezaron a asomar lágrimas en los ojos de Conrad, pero las contuvo. Estrechó con fuerza a Aggie. Ella era un puro temblor. No paraba de hablar, apoyada en su pecho.

—¿Pero cómo pudieron entrar aquí? ¿Aquí, en casa? ¿En nuestro departamento? Llevarse a mi niña. No le harán daño, ¿verdad? No es más que una niña.

—Shh —le susurró Conrad al oído; la besó desesperadamente en la mejilla—. Shh.

—¿Y si llamáramos a la policía? A lo mejor, si llamáramos a la policía...

—No podemos. Nos están viendo, escuchando. No se cómo pero han instalado cámaras aquí. Micrófonos. Pueden ver lo que hacemos, oírnos...

—Pero, tenemos... Tenemos que hacer algo...

—Tenemos que esperar. El hombre que ha hablado conmigo, Sport, volverá a llamar a las siete. Entonces nos dirá lo que tenemos que hacer. Si no nos limitamos a esperar, si nos ven hacer algo, ellos... le harán daño a la niña, Aggie.

—Oh, no. Oh, Dios mío.

Conrad cerró los ojos apretando mucho los párpados, estrechando a Aggie con fuerza.

—Shh —le susurró al oído—. Shh.

Al cabo de un momento, Agatha, lentamente, se deshizo de su abrazo. Alzó los ojos para mirarlo. Seguía sin llorar, pero tenía los ojos desorbitados, como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Meneó la cabeza sin dejar de mirarlo, escrutando sus facciones, buscando en ellas algún otro indicio, cualquier cosa. Conrad le acarició la mejilla.

—Todo irá bien —le dijo.

—¿Y cuál es la razón, Nathan? ¿Por qué razón? —dijo, rompiendo al fin a llorar—. Oh, Dios mío. Mi hija. Jessie. Oh, Dios.

Siguió llorando, temblando, cubriéndose la boca con la mano. Tentando a ciegas con la otra mano se acercó una silla; se dejó caer en ella. Se quedó allí sentada frente a la mesa de comedor, sin parar de llorar. Tenía puesta la bata de Conrad; el cabello enmarañado le caía sobre el rostro, demacrado y húmedo; parecía avejentada y perdida. Se restregó las manos, apoyadas en la mesa.

Conrad dejó de mirarla. Se pasó los dedos por su fijo pelo. Ella no paraba de llorar y de retorcerse las manos. No podía mirarla. Al cabo de un momento, salió de la habitación. Fue rápidamente al dormitorio. Tenía el botiquín en el armario, abajo. Se arrodilló en el suelo y lo abrió. Buscó hasta dar con un frasco de Xanax.

Torpemente, agitó el frasco hasta hacer caer dos pildoras en su mano.

—Esto nos vendrá bien —susurró para sí.

Las pildoras eran óvalos de color granate, de un miligramo. Sacó otras dos y volvió a tapar el frasco. Luego lo abrió de nuevo y sacó otra pildora.

Fue a buscar un vaso de agua al cuarto de baño. Le llevó las pildoras y el agua a Aggie. Seguía allí sentada frente a la mesa del comedor, con los ojos fijos en la pared. Estaba en silencio, pero las lágrimas rodaban incesantemente por sus mejillas. Se retorcía las manos.

—Toma —dijo—. Esto te hará bien.

Le dejó el vaso con el agua y las pastillas delante. Luego desvió la mirada hacia la puerta de donde colgaba la cadena cortada.

Aggie lo miró aturdida.

—¿Qué? —preguntó.

—Esto te hará bien.

Aggie clavó la mirada en las pildoras. Alzó los ojos de nuevo hacia él. Sin dejar de llorar, rió. Luego dejó de reír. De pronto, como si abofeteara a su marido, golpeó el vaso de agua, que salió despedido de la mesa y cayó sobre la alfombra marrón rojizo donde solían jugar con Jessie. El agua se derramó por toda la alfombra y dejó una mancha oscura. El vaso rodó ruidosamente por el suelo.

—Maldito seas, Nathan —espetó Aggie, en un tono que Conrad no le había oído nunca, gutural, tembloroso—. Maldito seas.

Al alzar ella los ojos y mirarlo, Conrad sintió un nudo en el estómago. Le temblaron las piernas. Se dejó caer en la silla frente a ella.

—Lo siento. Oh, Dios, discúlpame, Aggie.

Intentó tomarle la mano pero ella la retiró. No quería ni mirarlo. A Conrad no le salía la voz. Tuvo que reprimir las lágrimas otra vez.

—No podía verte así... —le dijo—. No podía...

No consiguió decir más. Bajó la mirada hacia la mesa. Al cabo de unos segundos, Agatha lo miró. Había dejado de llorar. Tenía aspecto de cansada, derrumbada de cansancio. Alargó la mano y tomó la de su esposo; Conrad la oprimió entre las suyas.

—Lo sé —dijo ella suavemente—. Lo sé.

Durante las primeras horas, después de haber hablado con Sport, Conrad creyó que se volvería loco. Él y Aggie allí sentados en el departamento. En su propio departamento. Mirando las paredes. Mirando a través de las ventanas como prisioneros. No hablaban. No sabían qué decir. No querían que ellos —Sport, o quienquiera que fuese— los oyeran. No hacían más que permanecer sentados allí. Sentados en el sofá, tomados de la mano. Conrad pensaba. Pensaba en Sport.

Pensaba en la voz de Sport.

Si comete un error...

El sonido de la voz de Sport. Pensaba en aquella voz aterciopelada, en aquel aplomo...

...Nuestra querida Jessica las va a pasar muy feas...

No había reconocido la voz; no la ubicaba. Pero sí creyó reconocer el tono. Le pareció haber oído aquel tono de voz ya un par de veces. En el pabellón de algún hospital. Entre las blancas paredes de alguna celda.

comete un error...

Al cabo de un rato, Conrad se levantó. Empezó a pasear de un lado a otro. Tenía que pensar. Tenía que pensar en Sport. Tenía que pensar en lo que Sport había dicho.

Buenos días, doctor Conrad.

Le había llamado doctor. Sabía quién era. Puede que se tratara de un ex paciente. Tal vez sólo quisiera llamar la atención. O drogas... Quizá pensaba que un médico podía proporcionarle drogas. Algo debía de querer. Drogas. Dinero. Algo.

Conrad siguió paseando nerviosamente. Pensaba en las siete de la tarde, cuando Sport y él volvieran a hablar.

Entonces Agatha rompió a llorar. Él dejó de pasear. Se sentó y la atrajo hacia sí. Se abrazaron. Se impusieron seguir tranquilos, comer, conservar las fuerzas. Pero no comieron. No podían. Esperaron. Las agujas del reloj de Conrad parecían no moverse. La luz gris del día que asomaba por la ventana parecía no cambiar.

La lentitud del tiempo parecía inflamársele dentro a Conrad. Habría querido abrirse las carnes para apremiarlo. Tenía que dominarse para no cargar contra la puerta llamando a gritos a la policía. Habría querido poder deslizarse por el hilo telefónico y traerse a rastras a Sport, zarandearlo: "¿Dónde está mi hija?". Incluso hubo un momento, al cabo de unas dos horas, en que tuvo la fugaz alucinación de ir a buscar un cuchillo de cocina, matar a su esposa y matarse él. Cualquier cosa con tal de terminar con aquello.

Fue aquél el peor momento. Pero luego pasó.

Después, se hubiera dicho que la propia naturaleza del día empezaba a cambiar. Sí: la propia naturaleza del día empezaba a cambiar. Comenzaba a moverse, a acelerarse. Marido y mujer fueron juntos al dormitorio. Se sentaron al borde de la cama y miraron televisión. El noticiario por cable. Un informativo cada media hora. Disturbios en Europa Oriental. Un petrolero incendiado en el Golfo Pérsico. Cada media hora, el día iba pasando. Conrad miraba la televisión, las noticias. Pensaba en Sport. Recordaba la voz de Sport, y recordaba su propia voz, que había sonado atemorizada. Se había sentido atemorizado y había dejado que el sonido de ese temor impregnara su voz. Rechinaba los dientes al pensarlo. Su respiración salía de él con un temblor. Miraba el televisor. Mel Gibson estaba rodando una nueva película. Había nevado en los estados del Oeste del país. En la costa Este haría mas frío. La luz que se veía a través de la ventana había cambiado; su color se había vuelto acerado. Conrad y Aggie se habían echado en la cama. Ella se quedó dormida un rato mientras él la abrazaba y miraba el techo. Pensaba en Sport. Pensaba en las siete de la tarde.

Al despertarse, Aggie decidió vestirse. Se dirigió a un rincón y Conrad sostuvo la bata delante de ella. Aggie se puso rápidamente unos vaqueros y un buzo. Recorrió la habitación con la mirada mientras se vestía, tratando de localizar las cámaras. Cuando fue al cuarto de baño se cubrió el regazo con una toalla. Aun así, tenía los ojos crispados por la humillación. A las cinco se prepararon la cena: sandwiches de jamón y queso. Agatha estaba rebanando el pan cuando rompió de nuevo a llorar. Conrad estuvo a punto de darle un bofetón. Habría querido gritarle: "¡Calla! ¿No ves que me estás matando?". Pero le pasó el brazo por el hombro. Sin dejar de llorar ella siguió cortando el pan.

Cuando ya faltaba muy poco, el tiempo volvió a transcurrir con lentitud. Casi pareció detenerse. La luz del día se extinguió y asomó la noche a la ventana. Hasta aquel momento, Conrad había estado pendiente de la luz. Cuando oscurezca, se decía; cuando oscurezca, llamará. Y al extinguirse la luz del día, ya no podía estar pendiente de ella. Durante la última media hora, él y Aggie estuvieron sentados a la mesa del comedor. Apartaron los platos a medio comer. Se tomaron de la mano. Trataron de sonreír.

A las siete menos cinco le tomó las dos manos entre las suyas. Intentó sonreír pero sólo consiguió volver a llorar.

—Diles, Nathan... —consiguió decir—. Diles... que haremos lo que sea. No olvides decírselo.

Por favor, pensó él. Por favor, para. Pero le dio unas palmaditas en las manos y trató también de sonreír.

—Todo irá bien —aseguró él con voz bronca.

Agatha hizo un amago de asentir con la cabeza.

Él consultó su reloj. Eran las siete en punto. Sonó el teléfono.

Conrad fue hacia el teléfono. Aggie junto a él. Tomó aliento. El teléfono volvió a sonar. Atendió. No se oía nada al otro lado. No dijo nada. Aguardó.

—¿Ni siquiera dice usted "hola", doctor? —preguntó Sport—. Los buenos modales son importantes, ¿sabe?

Conrad se tomó un respiro antes de contestar. Había tenido casi once horas para pensar en ello. Quería que saliera bien.

—Hola, Sport. Hablemos de mi hija.

Notó una vacilación. Lo advirtió claramente. Entonces Sport se decidió a hablar.

—Escuche bien lo que le digo, doctor. Yo hablo. Y usted escucha. Así es como lo hacen los psiquiatras, ¿no? Yo hablo y usted escucha —repitió con una risa ahogada—. Así que escuche y yo le diré exactamente qué debe hacer...

—No —lo interrumpió Conrad, oprimiéndose la oreja con el auricular y metiéndose la otra mano en el bolsillo para que el hijo de puta no la oyera temblar—. No —repitió—. Me temo que eso no me convence, Sport.

—¡Nathan! —susurró Agatha con aspereza. Él le dio la espalda. Seguía oprimiendo la oreja con fuerza contra el auricular.

Al otro lado de la línea, aquella voz fluida se volvió dura y siniestra.

—Cuidado, doctor. Recuerde lo que le dijimos acerca de los errores.

—Lo recuerdo, Sp... —dijo Conrad tragando saliva para recuperar la voz, que se le quebraba— .,.Sport. Pero, a pesar de ello, antes de seguir adelante, antes de que me diga lo que hay que hacer, quiero que me deje hablar con mi hija.

—Vamos, doctor. Me parece que eso no será posible. Lo que usted quiera no importa aquí lo más mínimo. Lo que usted quiera importa una mierda.

—Bien, comprendo que usted lo vea de ese modo, Sport. Pero aun así...

De pronto Sport empezó a chillarle.

—¡No me venga a mí con esa palabrería de psiquiatra de mierda, maldito chupaculos, ni con esos humos de mierda, o la voy a cortar de arriba abajo a su hija, le arrancaré las entrañas! ¿Me oye, doctor Sorete? ¿¡Me oye!?

Conrad se quedó casi sin habla. Su boca se abrió, pero sólo emitió un sonido débil e inarticulado. Cerró la boca. Rechinó los dientes. Se sobrepuso para decir:

—Si no... si no hablo con ella. Sport... Supondré que está muerta.

Aggie ahogó un pequeño grito. Pero Conrad persistió.

—Y si está muerta, iré a la policía.

—Sí, cabrón, mequetrefe, déjeme que le diga lo que acaba de conseguir...

Nathan colgó el teléfono.

Se quedó allí de pie, con la mano posada en el aparato; siguió allí mirándolo. Tengo que soltarlo, pensó. Están mirando. Tengo que soltarlo. Su mano se abrió lentamente. La retiró del teléfono.

—¡Nathan! —logró al fin decir Aggie—. Nathan, Dios mío, ¿qué has...?

—Escucha —dijo él volviéndose a mirarla, asiéndola enérgicamente de los hombros, dirigiendo una mirada dura a sus congestionados ojos.

—Nathan, Dios mío, Dios mío... —balbuceó con un perceptible estremecimiento.

Conrad le habló en voz alta y clara. Quería asegurarse de que Sport lo oyera.

—Escucha, Aggie. Vamos a ir a la policía. Tenemos que ir a la policía.

¡Ring!, pensó ¡Llama, hijo de puta, llama! ¡Ring!

Había tenido casi once horas para pensar en ello. Había decidido lo que tenía que hacer. Quienesquiera que fuesen, estaban haciendo algo a la desesperada. Lo que pretendieran, debía de apremiarles desesperadamente. Drogas, dinero, atención médica, algo que él podía proporcionarles, algo que querían conseguir de él. Fuese lo que fuese, estaría en condiciones de negociar. De lo contrario, si no insistía en hablar con Jessica... ¿Qué razón iban a tener para mantenerla con vida?

—Tenemos que ir a la policía —repitió.

El teléfono permaneció en silencio. Aggie miró a Nathan, meneando la cabeza: no, no...

—Tenemos que ir —repitió sin hacerle caso, y se dirigió hacia la puerta.

Entonces sonó el teléfono.

Conrad se detuvo. Se dio vuelta con lentitud. El teléfono volvió a sonar. Aggie permaneció allí de pie, inmóvil, mirándolo fijamente.

Conrad se acercó a ella. Justo cuando el teléfono empezó a sonar por tercera vez, atendió. Se metió una de las temblorosas manos en el bolsillo.

—Qué —dijo.

El silencio al otro lado de la línea le pareció como esos silencios de las autopistas de Texas: como si nada fuera a modificarlo, interminable. Luego, primero bajito y progresivamente más alto, Sport empezó a reír como antes. Aquella malévola y fluida risa ahogada.

—Oh—exclamó—. Oh, qué duro. Qué duro, doctor. Un papi duro. Ah, sí. ¿Que tal si se la acerco al teléfono para que oiga cómo grita? ¿Qué le parece?

—No —dijo Conrad, con suavidad y aplomo—. Sea lo que fuere lo que quiere usted, no lo conseguirá si le hace daño.

Sport siguió riendo.

—Lo oigo. Lo oigo. Ya veo. Es usted un tipo duro, ¿eh, doctor Papi? De veras —hizo una pausa—. ¿Sabe? —prosiguió—. La verdad es que esto me gusta. En serio. Es lo que de verdad me gusta: me recuerda a mí mismo, ¿sabe? Seguro que usted y yo nos entenderíamos bien en otras circunstancias.

La mano que Conrad tenía en el bolsillo se cerró; un firme puño. Ya lo tengo, pensó.

—De acuerdo —continuó Sport—. No se retire, tipo duro.

Se oyó un clic y luego un zumbido sordo. Conrad aplicó el oído con toda su atención, pero no oyó nada más.

—Nathan... —susurró Aggie—. ¿Qué pasa?

Él se volvió hacia su mujer y le puso la mano en el hombro. Aggie estaba pálida y demacrada, con los ojos aún vidriosos. Tenía el cabello enmarañado, caído sobre las mejillas. Él le sonrió.

Se oyó un clic del otro lado de la línea.

—¿Papá?

—¿Jess?

—Papá—dijo la niña, empezando a llorar—. Tengo miedo, papá.

Las lágrimas volvieron a asomar en los ojos de Conrad.

—Lo sé, mi amor, claro.

—No quiero estar aquí, papá. Son malos. ¿Por qué no puedo volver a casa? Quiero volver a casa.

—Todo irá bien, Jessie. Muy pronto estarás en casa —prometió, cerrando los ojos con fuerza.

—Oh, Dios, Nathan, por Dios... —dijo Aggie, tratando de tomar el teléfono con ambas manos.

Pero Conrad se lo apartó. Estaba oyendo los gritos de Jessica.

—¡No! —decía—. Quiero hablar con mi mamá. Quiero a mi mamá. Por favor. Por favor... ¡Papá!

Y entonces se oyó un sollozo inarticulado, que se hizo progresivamente más débil al ser alejada la niña del teléfono.

—Bien—dijo Sport al cabo de un instante—, ahora voy a indicarle lo que tiene que hacer, doctor.

Conrad se tapó los ojos con la mano. Sabía que lo estaban viendo, que lo observaban a través de la cámara, pero no pudo evitarlo. Un temblor le recorrió el cuerpo al secarse las lágrimas.

—Irá a visitar a una de sus pacientes —decía Sport—. Una mujer llamada Elizabeth Burrows...